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Jueces sin Estado: La justicia colombiana en zonas de conflicto armado
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Jueces sin Estado: La justicia colombiana en zonas de conflicto armado

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El buen funcionamiento de la justicia presupone la posibilidad de que los jueces cuenten con el respaldo institucional necesario para tomar decisiones con independencia y con capacidad para hacerlas efectivas. Este libro es el resultado de una investigación de dos años sobre la justicia en zonas de conflicto armado en Colombia. Una combinación entre un análisis estadístico detallado sobre la oferta y la demanda de justicia en zonas de conflicto y un conjunto de ocho relatos basados en las historias de jueces que han trabajado y vivido en estas zonas. Coedición con DeJusticia, Fundación Konrad Adenauer y The John Merck Fund.
LanguageEspañol
Release dateOct 29, 2008
ISBN9789586652384
Jueces sin Estado: La justicia colombiana en zonas de conflicto armado

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    Jueces sin Estado - Mauricio García Villegas

    jueces.

    CAPÍTULO 1

    ESTADO, TERRITORIO Y CIUDADANÍA EN COLOMBIA

    Mauricio García Villegas

    Según la teoría política clásica, el Estado moderno tiene tres atributos esenciales: la soberanía, la territorialidad y la nacionalidad (Jellinek 1981; Carré de Malberg 1922). Para explicar esos atributos, algunos profesores de derecho y ciencia política se valen de la metáfora de la lámpara: la soberanía estatal —dicen— es como una luz que irradia y controla todo el territorio y la población de una nación. Se supone entonces que todo queda iluminado, sin que existan zonas de penumbra, o grises, en ese territorio cubierto por el poder estatal.

    Como en todas las metáforas, en ésta de la lámpara hay algo de verdad y algo de mentira. La verdad es que el poder estatal es un poder supremo que no tiene competencia en lo que al uso de la violencia y del poder de regulación social se refiere. El Estado es, por definición, un poder no disputado. La mentira consiste en que estos atributos no son absolutos sino relativos: ningún Estado, por poderoso que sea, logra siempre una soberanía y un control pleno sobre su territorio y sobre su población. Siempre hay zonas de penumbra, zonas en las cuales el Estado no logra imponer su ley. Eso sucede, incluso en los Estados más desarrollados y consolidados.

    Los atributos del Estado son, entonces, graduales. Un Estado es una organización política que concentra una gran cantidad de fuerza física y de control sobre gran parte de un territorio y frente a una gran cantidad de población. ¿Pero cuáles son los mínimos necesarios que se requieren de esas cantidades para que exista un Estado? La sociología política se ha interesado por caracterizar esos grados mínimos, es decir, en términos de la metáfora de la lámpara, la iluminación mínima indispensable para que pueda hablarse de un Estado. Algunos países en África y Asia se encuentran en esa situación fronteriza entre la existencia y el colapso del Estado.

    Mucho menos estudiado, sin embargo, ha sido el caso de aquellos Estados cuya existencia nadie pone en duda, pero que consiguen grados muy dispares de concentración de poder, o de iluminación, en el territorio nacional. En lugar de estar iluminado plenamente o de tener una luz opaca, su territorio tiene algunos parches oscuros, otros opacos y otros plenamente iluminados. El Estado existe y es fuerte, pero no siempre, ni en todas partes. Ese es el caso de algunos países periféricos y, en particular, ese es el caso de Colombia.

    La caracterización de esos claroscuros es el objeto de este capítulo. Lo que sigue está dividido en tres partes. La primera se ocupa de la historia de la formación del Estado en Europa. La segunda, de los avatares que esa misma historia ha tenido en América Latina y particularmente en Colombia. Y, finalmente, la tercera se refiere al conflicto armado colombiano y a su incidencia negativa en la consolidación del Estado.

    LA FORMACIÓN DEL ESTADO EN EUROPA

    Muchos de los conceptos políticos fundamentales que utilizamos en América Latina, como por ejemplo el Estado, la soberanía y la sociedad civil, tuvieron origen en Europa y en circunstancias muy diferentes a las nuestras. Surgieron y prosperaron en unas realidades sociales y fueron exportados a otras realidades diferentes. Ese transplante, como era de esperarse, tuvo dificultades. Las nuevas instituciones encontraron un terreno poco propicio —como cuando una planta que es de una región, un clima, un tipo de tierra, es transplantada a otro sitio en el cual no existen esas condiciones de origen—, y por eso no produjeron los resultados esperados.¹ Esa es la razón por la cual no siempre existe una correspondencia entre estos conceptos y las realidades que queremos explicar. O, dicho en otros términos, allí está el origen de esa sempiterna disociación latinoamericana entre los textos legales y políticos, de una parte, y las prácticas sociales, de la otra. La dificultad para comprender nuestra historia —dice Octavio Paz— radica en que en América Latina las ideas y las instituciones disfrazan la realidad en lugar de expresarla o de clarificarla (Paz 1972).

    Así pues, lo que denominamos hoy en día Estado moderno es el resultado de un tipo particular de organización política que logró consolidarse en Europa a partir de un tipo particular de configuración social.² Pero su creación no se hizo de la noche a la mañana; por el contrario, fue el resultado de un largo proceso de concentración y monopolización del poder, que duró aproximadamente ochocientos años. Según Tilly (1990), se pueden diferenciar cuatro períodos en este largo proceso de formación del Estado. El primero de ellos (patrimonialism) —desde el año 1000 al 1400 dC— estuvo dominado por las guerras intestinas entre tribus, señores feudales y milicias, y se caracterizó por la dispersión de poderes y de recursos económicos y militares. El monarca sólo era capaz de recaudar tributos y de ofrecer seguridad en pequeñas porciones de territorio que estaban bajo su directo control. En un segundo período (brockage) —1400-1700— se logró fortalecer el poder monárquico, el cual se ejercía de manera indirecta, a través de intermediarios locales —mercenarios, nobles y burgueses— que cumplían diferentes funciones, entre ellas la de hacer la guerra, recaudar impuestos, impartir justicia y asegurar el orden interno. En un tercer período (nationalization) —1700-1850— se crearon los grandes ejércitos nacionales, dotados de una administración compleja y dependiente del Estado central. Con esos ejércitos, el monarca no sólo dejó de hacer la guerra mediante la contratación de mercenarios, sino que eliminó buena parte de los intermediarios, de tal manera que pudo imponer un control directo, tanto fiscal como militar, sobre las localidades. Para lograr este propósito, el poder central no sólo impuso una cultura nacional, con una lengua y una simbología patria, sino que cerró y controló sus fronteras. En el último período (specialization) —desde 1850 hasta hoy— los ejércitos crecieron como ramas especializadas del gobierno central, se logró una clara separación entre los asuntos fiscales y los militares, se fortaleció la capacidad de control de los órganos de representación política y, por último, se aumentó el poder regulador y distribuidor del Estado.

    Como puede observarse en esta cronología, la paulatina concentración del poder que fue dando lugar al Estado moderno estuvo impulsada por la guerra y por el cobro de impuestos para hacer la guerra. La organización fiscal y el ejército fueron entonces fundamentales para que el Estado emergiera como un poder superior. Pero Tilly no es el único en poner el acento en estos elementos. Esta es la manera como Norbert Elias explica la concentración de poder en manos del Estado:

    Los medios financieros que afluyen a este poder central sostienen el monopolio de la violencia; y el monopolio de la violencia sostiene el monopolio fiscal. Ambos son simultáneos; el monopolio financiero no es previo al militar y el militar no es previo al financiero, sino que se trata de dos caras de la misma organización monopolística. (Elias 1986: 345)

    La dosis de impuestos y de coerción no siempre fue la misma en todos los países, explica Tilly (1985, 1990): allí donde predominaba el campesinado, el Estado impuso su dominio principalmente a través de la coerción sobre la población rural; allí donde prevalecían las grandes ciudades y la población urbana, en cambio, el Estado se impuso a través de la tributación y la extracción de capital.

    En un mundo dominado por la guerra, la seguridad es el bien más preciado. Por eso los gobernantes ofrecían seguridad a cambio de lealtad y dinero. Ellos eran, dice Tilly (1990) una especie de chantajistas: ofrecían protección contra ciertos males que ellos mismos podrían de otra manera infligir, o por lo menos permitir que se infligieran. Pero se trataba de un chantaje que le dejaba a la población, o por lo menos a una parte de ella, cierto grado de negociación. La población no asistía de manera pasiva a las prácticas de coerción y explotación impuestas por el poder estatal. Ningún monarca podía hacer la guerra —dice Tilly— sin asegurar el consentimiento de la gran mayoría de sus súbditos y la activa colaboración de algunos pocos con poder (Tilly 1990: 75). La primera prueba del poder negociador de la población tuvo lugar en Inglaterra, cuando el Rey Juan sin Tierra intentó obtener dinero de sus barones para hacer la guerra contra Francia. En esa ocasión los barones no sólo se negaron a seguir al Rey, sino que le hicieron firmar la célebre Carta Magna de 1215, en la cual se imponían condiciones estrictas para el cobro de impuestos. Siglos más tarde, la resistencia de los barones y de los lores encontraría alianzas importantes en las comunidades y en el pueblo raso, de tal manera que podían poner en juego la estabilidad misma de la corona. Por eso los monarcas se vieron obligados a negociar e incluso a claudicar. Eso sucedió con las dos grandes revoluciones modernas europeas: la Revolución Gloriosa en Inglaterra (1688) y la Revolución Francesa (1789).

    La participación del pueblo fue particularmente importante para superar la dominación indirecta del Estado, es decir, para eliminar a los intermediarios; lo cual, a su turno, trajo consigo fuertes reivindicaciones populares a favor de la igualdad. La mayor igualdad conseguida a partir de estas protestas populares fue, según Michael Mann (2003), un elemento fundamental en la construcción de los Estados. Cierta homogeneidad social y cierta igualdad fueron indispensables para lograr Estados eficientes, dice Mann. Esto ocurrió con especial fuerza en la Francia de 1789. Allí se puso de manifiesto todo el odio que el pueblo tenía por los pequeños notables locales que ejercían el poder durante el antiguo régimen. Esos notables eran vistos como los pequeños tiranos que reproducían lo peor del poder monárquico. De ahí la propuesta de eliminar todo poder intermediario —en especial las corporaciones— entre los individuos y el poder central, plasmada en la célebre Loi Le Chapellier, de junio de 1791.

    En una apretada síntesis, esta historia puede ser contada de la siguiente manera: en el siglo XVI el Estado se sobrepuso a las fuerzas sociales existentes —a los notables, a los señores, a los gamonales y demás actores sociales que detentaban el ­poder ­local— y de esta manera logró pacificar la sociedad; en los siglos XVII y XVIII, la burguesía, en alianza con sectores populares, ­logró imponer una cierta democratización del Estado. ­Finalmente, entre finales del siglo XIX y el siglo XX, el Estado, presionado por los movimientos sociales, logró imponer cierta igualdad material entre las clases a través del reconocimiento de los derechos sociales.³

    Pero la consolidación del Estado en Europa no fue el resultado de una receta única seguida al unísono por todos los países. Hubo importantes diferencias en los procedimientos. No obstante, el resultado siempre fue el mismo: la concentración del poder militar y fiscal en manos de una organización centralizada, que empezó a funcionar a partir de reglas propias que ningún grupo o clase social podía manejar a su antojo (Weber 1978).

    Por fuera de Europa la evolución del Estado ha sido no sólo más corta sino menos lineal y constructiva; aquí, la consolidación de los monopolios fiscal y coercitivo ha debido enfrentar múltiples obstáculos, para no hablar de las dificultades que ha tenido la movilización popular. El modelo occidental de concentración de poder ha sido desafiado y en ocasiones obstaculizado por múltiples factores, entre los cuales —explica Tilly— se encuentran los siguientes:

    […] actores poderosos que se han resistido o han distorsionado la transformación de las organizaciones oficiales; funcionarios que han usado el poder para sus propios fines; partidos políticos que se han convertido en bloques étnicos o en cadenas clientelistas; empresas estatales que han colapsado; líderes carismáticos que han suprimido el estilo occidental de las elecciones políticas…, etc. (Tilly 1990: 194)

    En el caso específico de Colombia, hubo factores adicionales que no favorecieron la concentración de poder y el fortalecimiento institucional indicados. En primer lugar, la ausencia de grandes guerras internacionales. El ejército colombiano, como buena parte de los ejércitos latinoamericanos, se ha ocupado más de reprimir alzamientos internos, que de defender la soberanía, lo cual ha traído como consecuencia, dada su participación en los conflictos internos, un cierto debilitamiento de la independencia política de la fuerza pública. En segundo lugar, también influyó la ausencia de regímenes populistas, como los que tuvieron lugar en Argentina o Brasil en la mitad del siglo XX, y que lograron, en esos países, cierta participación de las clases subordinadas en el Estado, y con ello cierta legitimidad del poder político.

    ESTADO Y TERRITORIO EN COLOMBIA

    En Colombia ni existen ni han existido una historia y un Estado semejantes a la historia y al Estado europeos. Existen y han existido, eso sí, manifestaciones parciales, dispares y heterogéneas de ese modelo de Estado. No se trata, siquiera, de que tengamos lo mismo pero en menor cantidad y calidad, sino que tenemos otra cosa, aunque esa otra cosa, no sea algo totalmente distinto al original. Entre ambas realidades, por ejemplo entre Francia y Colombia, hay muchos elementos comunes, sobre todo muchas ritualidades políticas y jurídicas comunes —elecciones periódicas, promulgación de leyes, decisiones judiciales—, pero, en la práctica se trata de instituciones bien diferentes. Los nombres son iguales pero las prácticas sociales son otras. En Francia y en Colombia hay jueces, legisladores, alcaldes, y también leyes que establecen sus funciones, sus poderes y sus límites. En el papel, todos ellos se parecen; sin embargo, en la práctica el contexto social y político en el que operan hace de ellos funcionarios distintos, que se adaptan, como las plantas, al terreno, al clima, al entorno en el cual se encuentran.

    El Estado colombiano todavía no ha conseguido algunos de los logros que el Estado europeo alcanzó durante su período inicial de formación. Las dificultades empiezan por su incapacidad para controlar el territorio, incluso el territorio urbano.⁴ Desde sus inicios, en la segunda década del siglo XIX, el Estado colombiano ha tenido grandes problemas para imponerse en el territorio ubicado dentro de sus fronteras. A mediados del siglo XIX, según Agustín Codazzi, el 75% del territorio nacional estaba constituido por baldíos de la nación.⁵ Por la misma época, Salvador Camacho, en sus Notas de viaje (Camacho 1890), estimaba que el Estado controlaba menos de la cuarta parte del territorio nacional.

    ¿Cuánto ha avanzado el Estado en la conquista de esos territorios? Mucho, desde luego; pero no lo suficiente. Nadie duda de que hoy en día una buena porción del territorio colombiano continúa siendo una frontera abierta y no controlada institucionalmente (González, Bolívar y Vásquez 2003). El ex-vicepresidente Gustavo Bell lo dijo con elocuencia hace algunos años, cuando sostuvo que Colombia tiene más geografía que Estado.

    En el siguiente mapa de las misiones de la Iglesia católica, en Colombia a mediados del siglo XX, se muestra la dimensión de los territorios salvajes de la administración misional.

    Mapa 1

    Territorios salvajes de la administración misional

    Fuente: Bonilla (1969), citado por Serje (2005: 7).

    Las llamadas zonas salvajes de Colombia fueron territorios de refugio para individuos y poblaciones que no lograron acoplarse a la sociedad, o que simplemente vivían tras la búsqueda de oportunidades para obtener rentas ilegales (Múnera 2005). En estos territorios sin Dios ni ley, tomaron fuerza grupos sociales autónomos, que se resistían a someterse a las reglas de la sociedad convencional: poblaciones indígenas en la Sierra Nevada de Santa Marta, la Alta Guajira y el Catatumbo; cimarrones en el pacífico; mestizos en el Magdalena Medio y la Serranía de San Lucas (Serje 2005). Todos ellos vivieron, y muchos viven todavía,⁸ en un mundo regido por las reglas del contrabando y la piratería. Estos territorios, dice Margarita Serje,

    […] fueron habitados por poblaciones de libres de todos los colores y por diversos grupos de arrochelados, lo que los convirtió en objeto de una ambiciosa empresa de refundación adelantada por la administración borbónica a finales del siglo XVIII, que no logró a fondo su cometido. (Serje 2005: 4)

    Aún hoy en día, Colombia es un país con fronteras no controladas, por las cuales entran y salen, casi a su antojo, los delincuentes y enemigos del Estado. Eso sucede en la frontera sur, donde se encuentra la selva amazónica; en buena parte del oriente, por la Orinoquía; y también en buena parte del occidente, donde hay una selva impenetrable. Una de las explicaciones de la prosperidad del narcotráfico en Colombia está en estas fronteras no controladas. El caso más impresionante es el de Chocó, un departa­mento ocupado por una de las selvas más densas y lluviosas del mundo y atravesado por ríos caudalosos que dan al mar Pacífico, a lo largo de varios miles de kilómetros, sin puertos ni vías de comunicación. Fuera de una pequeña franja en Cúcuta y otra en Ipiales, el resto de la frontera sur-oriental es tierra de nadie, por donde circulan armas, cocaína y dinero ilegal a discreción.⁹ La territorialidad difusa hace imposible la soberanía del Estado sobre su territorio, y es una garantía para que los intermediarios operen en la frontera entre lo legal y lo ilegal, según sus conveniencias.

    Pero como decíamos, incluso en los territorios urbanos conviven diferentes países y diferentes instituciones. Héctor Abad Faciolince describe esta heterogeneidad territorial urbana de la siguiente manera:

    Colombia no es un solo país, y ni siquiera las ciudades son una sola ciudad. A media hora de distancia, en nuestras capitales, conviven opulencias del Primer Mundo europeo o norteamericano con miserias africanas. Como un microcosmos, como un resumen del mundo, en las ciudades de Colombia se puede pasar en un rato de Suiza a Sierra Leona, y en esta imagen se incluye desde el color de los habitantes, pasando por el verdor de los prados y la tranquilidad de las vacas que pastan en valles paradisíacos, hasta llegar, no mucho más allá, a las basureras y albañales al aire libre, a la miseria desnuda, al hambre —casi siempre vestida de piel más oscura— y al ardor estéril de las tierras baldías o semidesérticas. (El Espectador, semana del 6 al 12 de abril de 2008)

    El Estado colombiano no sólo no ha conseguido controlar todas sus fronteras y monopolizar el uso legítimo de la violencia —con lo cual no ha podido evitar la guerra—; tampoco ha logrado aquello que Tilly denomina el dominio directo sobre los territorios y las poblaciones; es decir, no ha conseguido eliminar a los intermediarios, o al menos evitar sus desbordamientos y su autonomía en las localidades en donde ejercen su poder (Tilly 1990: 99).

    La reciente entronización de las estructuras mafiosas en las regiones y localidades del país es sólo el último capítulo de una larga historia de ausencia y debilidad institucional en estos territorios (Duncan, 2006). Esa historia viene desde la Colonia, pero, por diferentes razones —como el control que ejercía la iglesia en el campo— se hace más notoria y problemática después de la Independencia. Una vez expulsados los españoles, el Estado intentó llegar a las regiones a través de los intermediarios locales, sobre todo curas, caciques políticos y gamonales. Ellos formaron toda la cadena clientelista que serviría de intermediación entre el Estado central y la población local. La falta de oportunidades económicas y el carácter cerrado de las jerarquías sociales convertían la actividad política en uno de los pocos mecanismos que las clases medias tenían para ascender socialmente, o simplemente para escapar al ostracismo de la pobreza.

    José María Samper, en un texto titulado El triunvirato parroquial, y publicado a mediados del siglo XIX, sostenía que en Sur­américa las repúblicas sólo existían, y a medias, en las ciudades. En los pueblos, decía, lo que hay es un poder local compuesto por el párroco, el gamonal y el tinterillo. Entre los tres ejercen todos los poderes: el cura el poder legislativo, el gamonal el poder ejecutivo y el tinterillo el poder judicial. Lo que hay en los pueblos es un género de la república, una especie de república gamonalicia, apoyada por la aristocracia tinterilla (Samper 1976).

    Así pues, en buena parte del territorio nacional ha habido más

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