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Juegos del destino
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Juegos del destino

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About this ebook

Su plan tenía un fallo: no había contado con enamorarse...

Francesca Morelli tenía cierta experiencia con el noviazgo; gracias a su madre italiana, que le había organizado tres bodas... Pero ninguna de las tres había llegado a buen puerto. Ahora Francesca estaba en el umbral de los treinta y no tenía la menor intención de hacer más promesa que la de seguir soltera para siempre...
Pero Mark Fielding había decidido demostrarle un par de cosas a aquella mujer acostumbrada a abandonar a sus novios con la misma facilidad con la que él se deshacía de unos zapatos viejos. ¿Su estrategia? Llevársela a la cama y después ante el altar para abandonarla como lo había hecho ella tantas veces.
LanguageEspañol
Release dateOct 11, 2012
ISBN9788468711348
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    Juegos del destino - Millie Criswell

    Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2003 Millie Criswell. Todos los derechos reservados.

    JUEGOS DEL DESTINO, Nº 1509 - octubre 2012

    Título original: Staying Single

    Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

    Publicada en español en 2005

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

    Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

    ® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

    Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    I.S.B.N.: 978-84-687-1134-8

    Editor responsable: Luis Pugni

    Conversión ebook: MT Color & Diseño

    www.mtcolor.es

    Capítulo 1

    Mal día para una boda.

    Francie Morelli miró la alfombra roja que llevaba hasta el altar, donde la esperaba su guapo prometido, Matt Carson, vestido de esmoquin, y supo que aquél era mal día para una boda.

    Aunque, al contrario que Matt, Francie no estaba nerviosa, estaba aterrada. La clase de terror que le entra a una cuando no puede llevar aire a sus pulmones o le dan ganas de vomitar en el momento más inadecuado.

    «Muy bien, estás un poco tensa».

    Había pasado por esa ceremonia dos veces y sabía qué esperar. Aunque nunca había llegado hasta el altar para dar el «sí, quiero».

    Y aquella vez tampoco lo haría.

    Tragando saliva, Francie intentó olvidar la frase que daba vueltas en su cabeza como un mantra: «Sal corriendo, chica, sal corriendo».

    Aunque si lo hacía, el castigo sería peor. Soportar el broncazo de Josephine Morelli, su madre, sería un infierno.

    A través del velo, que subía y bajaba como una temblorosa hoja debido a su jadeante respiración, podía ver a su madre vestida con un precioso traje de seda azul, las manos unidas en una silenciosa plegaria, como pidiéndole a Dios que su hija tuviera valor para llegar hasta el final de la ceremonia. Sus ojos, llenos de lágrimas, porque a su madre le gustaba montar el numerito en público, estaban clavados en el enorme crucifijo que colgaba sobre el altar, como si pudiera convencer a Dios para que hiciese su voluntad... igual que había convencido tantas veces a su hija.

    Afortunadamente para el mundo en general, Dios parecía tener bastante más personalidad.

    Los invitados observaban la escena en silencio.

    Su tía Flo se mordía las uñas mientras la abuela Abrizzi pasaba las cuentas del rosario a toda velocidad. Nadie podía pasar las cuentas del rosario tan rápido como Loretta Abrizzi, que era una candidata al Guinness de los récords.

    El hermano de Francie, Jack, le había contado que varios familiares, sobre todo sus tíos, habían hecho apuestas y que iban cinco a uno a que no habría noche de bodas.

    ¡Ja! ¿Qué sabrían ellos?

    Ella había tenido ya varias noches de bodas... sin la boda. Era como tomar el postre antes de cenar, lo rico antes de lo pesado.

    Aunque Francie no tenía nada contra el matrimonio. Sólo que no era para ella. No le apetecía atarse a un hombre, ni tener que estar pendiente de todos sus caprichos.

    Josephine Morelli, su madre, era una mujer fuerte, pero la pobre había vivido para su marido y sus hijos. Y aunque John Morelli era un tipo estupendo y un padre fenomenal, le gustaba cenar a una hora determinada, que sus pantalones estuvieran perfectamente planchados, que no lo interrumpieran durante sus partidas de póquer...

    Naturalmente, Francie tenía una teoría sobre el supuesto «sacrificio» de su madre: ésa era su manera de controlarlo todo, de dirigir la vida de los demás. Y lo hacía muy bien. Josephine Morelli se metía en todo y había convertido eso en una forma de arte.

    «Meterse» en su vida, como «matrimonio», era una de esas palabras que empezaban por eme y que Francie odiaba a muerte. Matrimonio, menopausia, menstruación y, sobre todo, Matt, el último de una larga lista de prometidos cuyo nombre empezaba por esa letra.

    No. Lo de la eme no le gustaba nada. Tendría que recordar eso la próxima vez que saliera con alguien... si volvía a salir con alguien. Porque en aquel momento la idea le parecía ridícula, remota e imposible.

    No, no dejaría que su madre volviese a convencerla de nada.

    Y punto.

    John Morelli, su padre, la agarraba del brazo como para evitar que saliera corriendo, aunque tanto él como Francie sabían que era imposible.

    Pero el pobre tenía que intentarlo. Su mujer no esperaría menos y John, como la mayoría de los Morelli, no se atrevía a discutir con Josephine.

    Su madre no tenía una personalidad pasiva-agresiva. No, su madre decía en voz alta todo lo que pensaba y decía, además, lo que esperaba que los demás hicieran al respecto. Nunca había ninguna duda de lo que esperaba Terminator, como la llamaban cariñosamente sus tres hijos.

    La querían, aunque no fuese fácil tratar con ella. Y aunque vivir con ella fuera sencillamente imposible.

    Francie empezó a sentir un calambrito en los pies, señal de que la escapada era inminente. Rezó entonces para que el deseo de salir corriendo desapareciera. Si no funcionaba, los zapatos de satén blanco la llevarían a su sitio favorito: el restaurante Manny’s. Allí, el dueño, su antiguo compañero de colegio Manny Delisio, la estaría esperando con un sándwich de salami en pan integral y una coca-cola sin cafeína.

    Pues sí, el estrés le abría el apetito.

    Su compañero de piso, Leo Bergmann, armado con la consiguiente maleta y un billete de tren con destino desconocido, también estaría allí para darle apoyo moral. Después de echarle una bronca. Era casi tan bueno como Josephine dando opiniones y consejos que nadie le había pedido, aunque lo hacía con un poquito más de finesse.

    Francie había acordado con Leo que si la veía con ganas de salir corriendo, saldría de la iglesia, iría a Manny’s y procedería como de costumbre.

    La última vez que salió corriendo, Leo había elegido Nueva York como destino. Una buena elección porque allí pudo perderse entre millones de personas, hacerse invisible y ordenar su cabeza antes de volver a Filadelfia para enfrentarse con su madre.

    Desgraciadamente, la primera vez, cuando Francie huyó de los brazos de Marty Ragusa, «el único propietario de una empresa de pompas fúnebres con cierto glamour», como se llamaba a sí mismo en esos estúpidos anuncios de televisión, Leo eligió Pittsburgh. Y Pittsburgh no estaba suficientemente lejos de su madre, que había encontrado su rastro como un sabueso con sed de venganza.

    La ira de Josephine había dado una nueva acepción a la expresión «estar cabreada». Aunque Francie estaba convencida de que el cabreo era más por haber perdido un descuento en los servicios funerarios que por haber perdido a Marty como yerno.

    Dándole un golpecito en la mano, John Morelli se inclinó, sonriendo. El aroma a Old Spice hizo que la invadiesen un montón de recuerdos de la infancia: su padre empujando el columpio del jardín, ayudándola a dividir y multiplicar...

    —No te pongas nerviosa, cara mia. Pronto estarás casada y tu madre se pondrá muy contenta. Ya sabes que lleva mucho tiempo esperando este día.

    Sí, desde luego, el Santo Advenimiento no era nada en comparación.

    Francie adoraba a su padre y querría hacerle feliz, pero tenía un nudo en la garganta y sólo pudo ofrecerle una sonrisa fría y una mirada como de conejo cegado por los faros de un coche.

    Tras ella, Joyce Rialto, su mejor amiga, murmuró un: «Oh, no» y luego empezó a soltar tacos por lo bajini.

    Joyce conocía a Francie demasiado bien, desgraciadamente.

    —Lo siento, papá, me parece que no puedo. No estoy preparada para casarme. No sé si lo estaré algún día.

    Su padre dejó escapar un suspiro. Y luego miró a Josephine, cuya sonrisa desapareció al ver la resignada expresión de su marido.

    —Tu coche está en la parte de atrás. Le he puesto gasolina y he dejado algo de dinero en la guantera, por si acaso.

    Joyce no era la única que la conocía demasiado bien.

    Enternecida por el gesto, Francie le dio un beso.

    —Te quiero, papá. Gracias. Espero que mamá no te lo haga pasar muy mal.

    John miró a su mujer y dejó escapar una especie de gemido.

    —No vuelvas a besarme. Tu madre pensará que he tenido algo que ver con esto y entonces mi vida será un infierno. Si vas a irte, vete, yo me encargo de ella. Llevo treinta y cinco años haciéndolo, ¿no?

    Francie sabía que su padre intentaba mostrarse valiente. Tampoco era un cobarde, pero... en fin, para estar casado con Josephine Morelli había que echarle narices.

    —Sí, llevas treinta y cinco años con ella y sigues estando cuerdo. Es increíble.

    A pesar de la advertencia, Francie volvió a besarlo y luego, después de hacerle un gesto de disculpa a Joyce, su hermana menor, Lisa, y las otras dos damas de honor, que suspiraron resignadas, se dio la vuelta y salió de la iglesia.

    Mark Fielding llegaba tarde.

    Debería haber llegado a la iglesia de St. Mary veinte minutos antes porque era el padrino en la boda de su hermanastro Matt, pero su vuelo desde Filipinas, donde había estado trabajando como fotógrafo de Associated Press durante los últimos seis meses, llegó con retraso. Además, el tráfico en la autopista era espantoso y, para complicar el asunto un poco más, había olvidado cargar la batería del móvil.

    Estaba buscando un sitio para aparcar cuando las puertas de la iglesia se abrieron de golpe y una mujer vestida de novia, con el velo volando al viento, empezó a bajar los escalones de dos en dos.

    Ésa tenía que ser su cuñada.

    ¿Cómo se llamaba, Frances, Fiona, Florence?

    Mark pisó el freno y tomó su cámara fotográfica mientras recitaba nombres que empezaban por efe.

    Pero no podía acordarse. No conocía a la novia de Matt y no le hacía ninguna gracia que su hermanastro fuera a casarse con una chica a la que había conocido sólo tres meses antes.

    —Mierda, me he perdido la boda —murmuró, mientras hacía fotografías a la novia—. Ya se han casado.

    Entonces se dio cuenta de que Matt no había salido de la iglesia y que tampoco salían los invitados. ¿No deberían estar en la puerta, esperando a los novios para tirarles arroz, como era tradicional?

    Mark observó a la novia de su hermanastro levantarse el vestido, y mostrar un buen

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