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Saberes humanísticos
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Saberes humanísticos

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Recoge una selección de estudios sobre el desarrollo literario y la disputa entre saberes en el Siglo de Oro. Las contribuciones tratan sobre humanistas, filósofos y escritores como Luis Vives, Juan Huarte de San Juan y Juan Ruiz de Alarcón, y sobre distintos géneros y disciplinas, como la novela corta áurea, la poesía del temprano Barroco, los libros confesionales, las obras fisiognómicas y la pintura religiosa, entre otros.
LanguageEspañol
Release dateJan 5, 2016
ISBN9783954878086
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    Saberes humanísticos - Iberoamericana Editorial Vervuert

    autores

    PREFACIO

    El Schloss Mickeln de la ciudad alemana de Düsseldorf, bajo el patrocinio de la Westfälische Wilhelms-Universität Münster, acogió del 3 al 5 de noviembre de 2011 un nuevo coloquio internacional titulado «Conflictos entre los saberes» dirigido por Christoph Strosetzki dentro de la red de investigación Saberes humanísticos y formas de vida en la temprana modernidad.

    En este volumen se recopilan las diez contribuciones de investigadores internacionales, que tuvieron lugar en esta reunión y en la que se abordaron diversos e interesantes temas en torno al desarrollo literario y la disputa entre saberes en el Siglo de Oro español.

    Así, en primer lugar Aurora Egido abre esta recopilación con un análisis del Libro de la vida de Santa Teresa, ya que la autobiografía de la santa propone un lenguaje literario desde los fundamentos de una particular ignorancia, asentada no solo en la tradición mística, sino en la propia condición de mujer aparentemente iletrada. De esta manera, Teresa de Jesús se nos dibuja como alguien que dice no tener «autoridad de escribir» y que se avergüenza de tratar de la oración, pero que también dice aprender de los libros y de la vida de los santos. Su Libro ofrece los más altos conceptos en un estilo humilde, que automáticamente se eleva de rango, pero sin perder por ello su sencilla apariencia.

    En el siguiente trabajo, Emilio Blanco estudia cómo a partir del siglo XII, el estatuto de la penitencia en el panorama teológico de la Edad Media cambia considerablemente. Entre los siglos XII y XIII se abandonan los «libros penitenciales» y se sustituyen por los nuevos «manuales de confesores». Además, la enseñanza se hace también necesaria para el pecador, que busca orientación en este tipo de libros a la hora de preparar su confesión oral. Desde un enfoque profesional, los manuales de confesores se convierten, a partir de 1550 y hasta mediados de la siguiente centuria, en un excelente banco de pruebas para el análisis del conflicto de saberes en aquella época. Así, los libros confesionales aportan muchos datos interesantes para el estudio del conflicto de saberes en el Renacimiento.

    Dominique de Courcelles reflexiona acerca del tratamiento de la nube como dato característico de la pintura religiosa desde la Edad Media hasta casi la actualidad, ya que abre espacios nuevos vinculados a los movimientos de los personajes que inician una historia. Es aquí donde las figuras de las obras de El Greco aparecen como figuras sin frontera definida, siempre dispuestas a volver al fondo del que emergen. Según de Courcelles, el Entierro del conde de Orgaz nos lleva audazmente de la visión maravillosa, estupenda de un cadáver en el instante de su entierro por santos, hasta otra visión maravillosa, estupenda, la de Cristo en gloria a través de una nube de amplias volutas en donde las figuras se mezclan con las nubes. De esta manera, en El Entierro del conde de Orgaz se confirma la relación estrecha y moderna entre cosmología, mística y humanismo.

    En cuarto lugar, Fernando Romo Feito examina la filología profana y la exégesis bíblica y su relación con los amigos de Fray Luis. Romo Feito recuerda que, según Dilthey y Gadamer, estamos ante una historia claramente orientada a partir de la Reforma luterana que acabaría por desembocar en la hermenéutica filosófica de Heidegger y la del propio Gadamer. La versión espacial típica del siglo XVI se vería reformulada en términos temporales por Heidegger y se convertiría en eje de la hermenéutica filosófica. De esta manera, Fray Luis de León y sus amigos persiguieron la pregunta rectora de si se da en ellos algo equivalente a la conciencia metódica del círculo hermenéutico y qué conflictos de saberes aparecen enlazados a ella.

    En el estudio número cinco de este volumen, Folke Gernert hace un repaso de los libros sobre fisonomía y quiromancia que tuvieron gran difusión y despertaron gran interés a partir del siglo XVI. Esta pseudociencia tuvo un estatus problemático ya que sus textos se emparedan como precaución incluso antes de la publicación del índice de Quiroga en 1583 y antes de las bulas papales que a partir de 1586 prohibieron paso a paso la astrología judiciaria y disciplinas afines por contradecir los dogmas tridentinos. Aún así, los índices españoles no prohibían explícitamente todas las obras fisiognómicas que circulaban por el país. El estudio de inventarios de bibliotecas particulares demuestra que hubo bastante interés en las ciencias ocultas entre lectores de diferente procedencia social y de distintos niveles de educación.

    José Montero Reguera analiza los conflictos con el saber en la dramaturgia alarconiana. La nobleza que aparece en el teatro alarconiano encuentra con frecuencia en el estudio un camino para sobrevivir a la institución del mayorazgo, por medio de la pretensión de puestos de responsabilidad en consejos y otras entidades de la administración real. El teatro de Juan Ruiz Alarcón se presenta en muchas ocasiones como un espejo de príncipes o reyes y de nobles en el que se encuentra «mucha doctrina moral y política». Por tanto, la posesión de la sabiduría conlleva que numerosos personajes entren en conflicto con otros que carecen de ella y que esta circunstancia permita el ascenso en la clase social a aquellos.

    Por su parte, María José Vega aborda el tema del saber en la temprana modernidad como conflicto, ya que la idea de «saberes inmoderados» procede de la teología moral quinientista. En este trabajo se pretende destacar la contigüidad de las ideas de saber, curiosidad y herejía en el pensamiento moral y teológico de los siglos XVI y XVII. Así, se revisa el conflicto entre studiositas y curiositas en los tratados de virtutibus; el análisis del lugar de la curiosidad en relación con la herejía y en oposición a la simplicitas, en la tradición heresiológica; la proposición de un examen de los tipos y formas de la ignorancia en el pensamiento teológico altomoderno, y, sobre todo, de sus muchos beneficios.

    Mechthild Albert compara los conflictos entre los saberes en la novela corta áurea ya que la literatura de entretenimiento se relaciona con la erudición, la corte y el mundo del saber y su particular forma de vida. En este trabajo se considera, en primer lugar, la cuestión de los dueños de los saberes y del acceso a estos últimos, y en segundo lugar, su tipología; es decir, las diversas disciplinas y, en particular, la dicotomía entre la ciencia teórica y empírica. De esta manera, los conflictos entre los saberes, que se van perfilando a lo largo de los Siglos de Oro, tienen un carácter más bien latente. Habrá que esperar hasta la Ilustración para que salgan a la luz y se expliciten.

    En el noveno estudio del presente volumen, Pedro Ruiz Pérez reflexiona sobre la poesía del Bajo Barroco. Así, Ruiz Pérez explica cómo el desplazamiento del saber como patrimonio marcado por el principio de conservación a un sentido educativo, ligado al valor de difusión, se encuentra en la base de muchos cambios. De ellos, se van dando cuenta unos planes de estudio que, de las artes liberales a los studia humanitatis y de estos a la ratio studiorum, pautan las sucesivas fases del Antiguo Régimen antes de que este se enfrente a su definitiva superación con la aparición de la nova sciencia, en la frontera con la moderna Ilustración.

    Y, por último, cierra este volumen Wolfang Matzat con un análisis sobre las coordenadas del concepto de naturaleza en textos del Siglo de Oro, ya que desde la Antigüedad surgen dos dimensiones del concepto de naturaleza que todavía hoy en día resultan importantes. Este trabajo aborda, por un lado, la discusión en cuanto a la dependencia de la naturaleza de la voluntad divina; y por otro, la posible valoración de la naturaleza como un principio de orden en el que se basa la vida humana a través de algunos textos de Luis Vives, Juan Huarte de San Juan, Antonio de Torquemada y fray Luis de Granada.

    Antes de finalizar, quisiéramos dar las gracias muy especialmente a la Fundación Alemana de Investigación (DFG) por su patrocinio para la publicación de la presente obra, así como a Irene Rodríguez Cachón y Christina Münder y Estellés por su colaboración en la revisión y edición de los diferentes capítulos de este volumen.

    Esperamos que este libro satisfaga en gran medida la curiosidad, el interés y la inquietud de quienes se acerquen al muy apasionante conflicto entre los diferentes saberes en la España del Siglo de Oro.

    Christoph Strosetzki

    «NO ENTENDER ENTENDIENDO» LA DISCRETA IGNORANCIA DE SANTA TERESA EN EL LIBRO DE LA VIDA

    Aurora Egido

    Universidad de Zaragoza

    Para Anne J. Cruz

    Sabido es que el debate sobre la verdadera sabiduría, que tanto abundó entre los místicos del siglo XVI, venía de lejos, y tuvo en Nicolás de Cusa un claro exponente al realzar la ignorancia a la categoría de docta, siguiendo las huellas de san Agustín y san Buenaventura a la hora de entenderla como camino para la unión con Dios¹. El asunto no afecta únicamente a la perspectiva sobre los saberes y al contenido de las obras, sino que atañe por igual a las cuestiones elocutivas, toda vez que el lenguaje debe ajustarse también a semejantes parámetros. En ese capítulo, las obras de santa Teresa de Jesús y, en particular, el Libro de la vida, brillan con luz propia, al expresarse mediante un estilo desconcertado y libre, sin las aparentes ataduras de la retórica, pero que va mucho más allá de la elegancia sin afectación que promoviera el cuidadoso descuido de la sprezzatura. Alejada de los presupuestos de ingenio y juicio de Trissino, Boscán y otros muchos, la autobiografía teresiana formulará su lenguaje literario desde los fundamentos de una particular ignorancia que no solo se asentaba en la tradición mística, sino en su propia condición de mujer aparentemente iletrada².

    Más allá de la santa ignorancia que emana de los prólogos de Teresa de Jesús y de la presencia de libros y lecturas en sus obras, nuestro propósito es analizar en el Libro de la vida los alcances de un no saber sabiendo o «no entender entendiendo» al que ella apela constantemente hasta erigirse en el eje conceptual de su escritura³. Sabido es que, ya desde los inicios autobiográficos, los «buenos libros» aparecen como premisa educacional en el perfil culto de unos padres como los suyos, que aleccionan a sus hijos en el doble ejercicio de la oración y la lectura, configurándola a ella como lectora de vidas de santos que preparan el futuro trazado de su vocación religiosa⁴. La presencia de dichos libros y su doble calidad, virtuosa o viciosa, se da ya en los dos primeros capítulos, cuando alude al «vano ejercicio de leer libros de caballerías» como mero «pasatiempo o medio para evitar otras cosas»⁵. Los términos horacianos del provecho y del deleite están así perfectamente delineados desde el comienzo, al igual que el bivio de la doble y antitética elección moral que se abre en este y otros casos⁶. No en vano el delectare nunca fue ajeno a la finalidad buscada por la literatura ascética y mística, en la que tanto contaron el gusto y el deseo, insertados en la sabiduría misma⁷.

    Capital al respecto es la fuerza de la palabra como medio para cambiar una vida, con la primera cita del Evangelio: «Muchos son los llamados y pocos los escogidos», que además sitúa a la propia Teresa entre los últimos.⁸ El papel de la lectura va así cobrando nuevos relieves vitales, como ocurre con los «buenos libros de romance» (p. 111), que pone en sus manos un tío suyo que iba para fraile. Pero será la aparición en escena del Tercer Abecedario de Osuna (p. 111) —tan afecto a la docta ignorancia— la que marcará el itinerario futuro junto a otros volúmenes de igual calidad que paliarán la carencia de entendimiento con sus confesores⁹. El libro actuará además como maestro y como medicina contra la soledad y la sequedad espirituales a lo largo de diez y ocho años. Todo ello dicho desde la presunción de un entendimiento ignorante e incapaz de encarecer las mercedes recibidas (pp. 121-122), y que destaca permanentemente el papel curativo de la lectura. Se une así la confesión de quien presume ser «amiguísima de leer buenos libros» con la praxis vital de un sufrimiento que encuentra en ellos consejo y alivio.

    Paso a paso, Teresa de Jesús se nos dibuja como alguien que dice no tener «autoridad de escribir» (p. 137) y que se avergüenza de tratar de la oración, pero que, a renglón seguido, dice aprender de los libros y de la vida de los santos (pp. 137-140). Las imágenes librescas van así ganando terreno, incluso en el terreno neoplatónico de la visión de Dios, que, more garcilasista, ella siente impreso en su alma, aunque la imagen no fuera ajena a los espirituales, como fue el caso de Bernabé de Palma, entre otros¹⁰. El momento es crucial, toda vez que se plantea en él ese no saber que recorrerá toda la obra¹¹. Pero aunque lea y rece en soledad, ella vinculará los libros a la figura de su padre y los regalará a otras personas, concibiéndolos como vía de salvación y curación espiritual. Pronto sin embargo los sobrepasará, convirtiéndose en maestra de oración y médico de almas (p. 151), de modo que aprender y enseñar se hacen reversibles; siempre desde la asunción paradójica de un aparente desconocimiento que también aconseja a los demás, pues «aún sin entender cómo, enseñará a sus amigos» (p. 156).

    Pero si el mundo libresco va a ir apareciendo en el recuento de su vida, será el saber basado en la «espiriencia» (p. 160), llena de dificultades, el que, en definitiva, le marcará los caminos del Señor, en un doble ejercicio que une a la par oración y lección. Perspectiva que, por otro lado, no era ajena a la armonía entre lo intelectual y lo vivencial, presente en buena parte de la espiritualidad española del siglo XVI, particularmente entre los jesuitas, como san Francisco Javier, que incluso creía en el «libro vivo» de la personas y confiaba más en la experiencia que en las letras para la función de los misioneros en Oriente¹². La Vida de santa Teresa entronca además con toda una corriente neoaristotélica de carácter práctico a la que no fueron ajenos Cervantes o Lope de Vega entre otros¹³. Pero erraríamos pensando que es la experiencia vital y de oración la que marca únicamente la pauta de la obra, pues también va a contar, y mucho, la experiencia lectora. Lo interesante radica precisamente en el beneficio de las dudas que todo el proceso del conocimiento supone en la autora, así como en el estilo paradójico (entre humildad y soberbia) que de ello se deriva en las páginas de su Libro¹⁴.

    Se trata de toda una sutil percepción de los saberes, que incluye también la oralidad de los sermones, en los que ella siempre encuentra algo bueno por malos que fueran¹⁵. Claro que no falta en dicho concurso el aprendizaje cum figuris, tan fundamental para el buen entendimiento de sus visiones, auténticos ejercicios de éckprhasis en numerosas ocasiones, como la del Cristo llagado, descrita al pie de un cuadro, aunque hecha con todas las cautelas de quien presume estar ciega y a oscuras, y prefiere, en definitiva, pensar en Cristo como hombre (pp. 167-170) ¹⁶.

    Lo cierto es que la sabiduría es cada vez más un sendero de experiencia y de mercedes divinas alcanzadas, de las que se derivan lágrimas, sentimientos y conversiones, gracias a la mediación de los libros, fundamentales como medio y no como fin en sí mismos. Es el caso de Las confesiones de san Agustín, que caen providencialmente en sus manos y en las que Teresa se siente «leída»: «Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto, no me parece sino que el Señor me la dio a mí, según sintió mi corazón» (p. 172).

    Para ella, todos los conocimientos, incluidos los del canon literario y artístico que va trenzando a lo largo de la Vida, confluyen en el único y verdadero conocimiento, que es el de Dios. Perspectiva llena de peligros e incertidumbres que marca la obra con numerosas dudas vivenciales y elocutivas que agrandan la verosimilitud de la misma¹⁷. Los modelos escritos o leídos no la abandonan, sin embargo, viniendo fortuitamente en su socorro en el momento de construir imágenes («que como tengo mala memoria, ni sé adónde ni a qué propósito», p. 187)¹⁸. Ese no saber se irá agrandando cada vez más, y, conforme avance la oración, disminuirá la presencia de los libros, aunque estos no falten nunca, como ocurre de nuevo con el Tercer Abecedario de Osuna, que le ayuda a construir las imágenes del riego para explicar las cuatro formas de oración. En este, como en otros casos, la duda intelectiva se transforma en duda metaliteraria, a la búsqueda del lenguaje exacto o aproximado que traduzca la experiencia¹⁹. El hecho es que ella parte de la suspensión del entendimiento (p. 198) y de la ignorancia que le es propia, escudándose en su condición y pidiendo a su confesor que supla sus carencias y hasta comente sus escritos. También conviene recordar cómo Osuna entendió, en paralelo con otros muchos espirituales, que acercarse al árbol de la ciencia suponía apartarse del árbol de la vida²⁰.

    La ignorancia se convierte así en poética y hasta en escudo cara a posibles críticas («Comencé a decir de mística teulojía, que creo se llama así», p. 185), aunque ella se afirme cada vez más en sus años de vivencias espirituales²¹. De ahí que no dude en adoptar un estilo con el que pretende darse a entender (p. 196) y comunicar dichas experiencias. Teresa de Jesús asume plenamente el «lenguaje de espíritu» (p. 198), que entenderán los experimentados, a sabiendas de las limitaciones que encuentra para expresarlo. El «no lo sé de decir» (p. 199) es así compatible con una experiencia asumida y compartida entre iguales que llena los capítulos diez y doce de esa mística teología en la que no opera el entendimiento, «porque le suspende Dios» (p. 199), y que convierte en bobos a quienes la practican. Surge así la noción de un conocimiento divino por encima del humano y que es inalcanzable, pues Dios «sin discurrir entiende más en un credo que nosotros podemos entender con todas nuestras diligencias de tierra en muchos años» (p. 199).

    Teresa de Jesús recoge así la tradición de la vía apofática que, desde el Areopagita a la Subida de san Juan de la Cruz, abogó por ese «ir no entendiendo», superior al «queriendo entender», propio de la teología mística que, en puridad, equivalía a «sabiduría secreta de Dios»²². Dicha teología no estaba sujeta además a ningún método, por tratarse de una experiencia más allá de toda ciencia²³.

    Frente a la cortedad de los libros y del magisterio humano, que la hace incapaz de entender lo que lee, el magisterio divino, que «en un punto lo enseña todo» (p. 200), no solo le da a Teresa de Jesús la facultad de entender, sino la de escribir. A medida que avanza el tema de la experiencia oracional, su escritura va afirmándose cada vez más, como surgida de un imperativo divino que suple todas sus carencias y le permite —desde la humildad paulina y agustiniana— ir dando lecciones sobre oración y consejos contra los peligros del entendimiento y de los conceptos (p. 207). De este modo, su discurso se extiende o se repliega cuando discurre sobre su experiencia o ve la parquedad de las palabras al expresarla, mostrando además la enorme distancia entre lo leído y lo vivido:

    Mi torpeza no da lugar a decir y dar a entender en pocas palabras cosa que tanto importa declararle bien, que —como yo pasé tanto— he lástima a los que comienzan con solos libros, que es cosa extraña cuán diferentemente se entiende lo que después de espirimentado se ve²⁴.

    El maestro experimentado se alza así, como ella misma, por encima del letrado que no lo es, a la hora de tratar de la oración, e incluso acude a la imagen natural del niño que aprende solo a mamar del pecho de la madre, como buen principiante (p. 209). Pero ello no quita para que, aunque no sea menester tener letras, abogue finalmente por la bondad de las mismas, sobre todo si se trata de personas espirituales. Teresa de Jesús va así jugando a dos bandas y en lucha permanente consigo misma, inclinándose del lado de los espirituales, pero sin olvidar a los letrados que conocen las Escrituras²⁵. Ese es, en definitiva, el camino para los bobos e «ignorantes» como ella, aunque tales presupuestos sirvan para la construcción de todo un arte nuevo de hacer oración surgido de sus propios hábitos. No es por ello extraño, que tras su indagación sobre las limitaciones del entendimiento, sea la potencia de la voluntad la que gane terreno al tratar del segundo grado de oración, donde hay evidentes paralelos con los comentarios sanjuanistas, incluida la inutilidad de los mensajeros a los que hace referencia el Cántico²⁶.

    Las constantes reflexiones sobre la escritura y el juego que en ella opera la memoria suponen un constante viaje hacia atrás, entre una y otra, que pone de manifiesto la cortedad del entendimiento y del lenguaje para poder contar sus experiencias. Pero la seguridad va creciendo a medida que avanza el camino de oración, habida cuenta de que el entenderse con Dios y que Dios nos entienda va más allá de la cortedad del entendimiento humano (p. 218). Llegada a ese punto, no temerá confesar que no sabe cómo escribe lo que escribe y que no fue su entendimiento quien lo ordenó (p. 220), por lo que cada vez se va haciendo en ella más evidente la inspiración divina, luego convertida en dictado.

    Santa Teresa hace constantes reflexiones sobre su propia escritura, desdoblándose en su condición de espiritual y escritora cuando estalla en salmos de alabanza a Dios «como se le representa, escriviendo, lo mucho que le debe» (p. 222). Por todo ello, no es extraño que, al revés de lo que ocurría en capítulos anteriores, ella pida a Dios previamente la guíe para contar sus vivencias en tema tan delicado como la oración de quietud, con el fin de darse «a entender bien» y pese a confesar que no entiende lo que dice (pp. 224-225). Semejante perspectiva no solo dignifica cuanto sigue, sino que da sentido a imágenes aparentemente encontradas desde tal instancia, caso de la centella del amor. A partir de ahí ya no temerá afirmar lo mucho que aprenderán de ello los letrados, habida cuenta de que, en ese estado de quietud, «quédense las letras al cabo» (p. 228). La experiencia espiritual hace además milagros en las operaciones cognitivas, casi infusas, de las que presume:

    Y es ansí que me ha acaecido estando en esta quietud, con no entender casi cosa que rece en latín, en especial del Salterio, no sólo entender el verso en romance, sino pasar adelante en regalarme de ver lo que el romance quiere decir. (p. 228)

    Se trata evidentemente de un tipo de conocimiento que nada tiene que ver con el humano, cimentado en la soberbia, como tantas veces lo expresaron Nicolás de Cusa y otros ignorantes doctos: «mas delante de la Sabiduría infinita créanme que vale más un poco de estudio de humildad y un acto de ella que toda la ciencia del mundo» (p. 229). Por lo mismo, la voluntad sobrepasa al entendimiento, pues es aquella la que ilumina los caminos de la oración y prepara al alma para un morir a las cosas del mundo y gozar de Dios. El progreso, en esa dirección, supone un sin fin de negaciones más allá de las que implica el desconocimiento, engarzando tales carencias con el tópico de las enfermedades amorosas elevadas a lo divino, pues, en semejante estado, el alma ni sabe si habla, calla, ríe o llora, entendiendo es Dios quien la embriaga, pero sin entender «cómo obrava» (p. 236). Se trata de «una santa locura celestial» (p. 236), que forma parte del secreto de los iniciados que comparten una experiencia común (pp. 238-241) y que se irá agrandando conforme la autora vaya avanzando en los grados de oración.

    Santa Teresa va así progresando en un nuevo modo de conocimiento singular para el que solicita ayuda al dictado divino («El Señor me enseñe palabras cómo se puede decir algo de la cuarta agua», p. 250), con objeto de superar las limitaciones del entendimiento humano y las derivadas de ser mujer ruin, baja, flaca «y de tan poco tomo»²⁷. La inefabilidad de su experiencia asalta a cada paso en una doble dirección, que afecta tanto al curso vital como al discurso autobiográfico, uniéndose así el plano de lo vivido con el elocutivo, hasta recibir de la misma divinidad la intelección y la expresión:

    Ahora vengamos a lo interior de lo que el alma aquí siente. ¡Dígalo quien lo sabe, que no se puede entender, cuánto más decir. Estava yo pensando cuando quise escribir esto (acavando de comulgar y de estar en esta mesma oración que escrivo) qué hacía el alma en aquel tiempo. Díjome el Señor estas palabras: «Deshacése toda, hija, para ponerse más en Mí; ya no es ella la que vive, sino Yo. Como no puede comprehender lo que entiende, es no entender entendiendo» (p. 258).

    Esa experiencia trascendente contrasta con el fracaso de los letrados, cuyos consejos nada le sirven a la hora de explicar el estado de oración, aunque uno de ellos (fray Vicente Varrón, probablemente), la consuele y saque de dudas. Todo el capítulo 19 se moverá después en esa misma dirección, al exponer a las almas flacas cuanto supone el estar fuera de sí y enajenada (p. 262), pero luchando como quien se siente perseguida y denunciada por quienes la acusan de hacerse pasar por santa (p. 265). Pese a todo ello, Teresa de Jesús tratará por todos los medios de detallar su experiencia, proponiéndose como espejo de almas en lo bueno y modelo a evitar en lo malo (p. 271).

    Llegado el arrobamiento o éxtasis (cap. 20), todo es un no saber qué ni adónde; puro abandono, que sin embargo ella trata de comunicar y hacer creíble, detallándolo a lo vivo y con una clara conciencia de la inefabilidad expresiva («desasimiento estraño que yo no podré decir cómo es», p. 276). Pero, en

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