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Después de La nueva psicología del amor, verdadero clásico

de nuestro tiempo, en el que analizó las complejidades del


amor y la espiritualidad, el Dr. M. Scott Peck escribió esta
obra, original y fascinante, que explora el lado más oscuro de
nuestra existencia: la naturaleza de la maldad humana.
El mal, dice el Dr. Peck, es lo que mata al espíritu, es algo
real y palpable en nuestras vidas y debe ser reconocido como
tal. Porque sólo cuando reconocemos el mal en sus muchas
formas y lo llamamos por su nombre podernos curarlo. Las
malas personas construyen sus vidas en la mentira. Atacan a
los demás en lugar de enfrentar sus propios fracasos, y a
menudo logran engañarlos. Peck demuestra los estragos que
el mal produce en la vida cotidiana mediante ejemplos
concretos e impresionantes que ha encontrado en su práctica
psiquiótrica.
El mal y la mentira es un libro profundamente
perturbador pero a la vez positivo pleno de esperanza.

A partir del éxito sin precedentes de La nueva


DEL MISMO AUTOR
psicología del amor (publicado en veinticuatro Por nuestro sello editorial:
idiomas, ha vendido catorce millones de ejem-
plares y batido todos los récords de permanencia • LA NUEVA
en lo lista de bestsellers del New York Times,
PSICOLOGIA DEL
donde se mantiene desde hace once años), el
doctor Scott Peck se dedica a predicar la AMOR
integración de la Psicología y la espiritualidad. • LA NUEVA
Educado en la Universidad de Harvard, sirvió en COMUNIDAD
el Cuerpo Médico del Ejército como Subdirector HUMANA
de Psiquiatría y Consultor de Neurología hasta
• UNA CAMA JUNTO A
que se retiró para dedicarse a la práctica privada
de la psiquiatría, que abandonó a su vez en 1984, LA VENTANA
cuando creó con su esposa Lily la Fundación • EL CRECIMIENTO
para el Fomento de la Comunidad, organización ESPIRITUAL (más allá
pacifista sin fines de lucro. Peck ha escrito diez del la nueva psicología
libros. Divide su tiempo entre Connecticut y
del amor)
California. Tiene tres hijos.
• UN MUNDO POR
NACER
M. Scott Peck

EL MAL
Y LA MENTIRA
Traducción de Alicia Steimberg

EMECÉ EDITORES
Diseño de tapa: Eduardo Ruiz
Título original: People of the Lie, The Hope For Healing Human Evil
Copyright © 1983 by M. Scott Peck, M. D.
Esta edición se publica por convenio con el editor original
Simon & Schuster, New York
El autor agradece el permiso para reproducir los fragmentos de las obras que cita
© Emecé Editores SA., 1988
Alsina 2062 - Buenos Aires, Argentina
2da.impresión
Impreso en Caribe,
Udaondo 2646, Buenos Aires, noviembre de 1995
Reservados todos los derechos.
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento incluidos
la reprografía y el tratamiento informático.

IMPRESO EN LA ARGENTINA 1 PRINTED IN ARGENTINA


Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723
I.S.B.N.: 950-04-0774-4
23.361

Para Lily que reverencia a Dios de


muchas maneras,
una de las cuales ha sido luchar
contra los demonios
INDICE
INTRODUCCIÓN

USAR CON CUIDADO

Este es un libro peligroso.


Lo he escrito porque creo que es necesario. Creo que su efecto general será curativo.
Pero también lo he escrito con inquietud. Tiene potencia] para hacer daño. A algunos
lectores les provocará dolor, y con otros lectores sucederá algo peor: usarán el libro para hacer
daño.
Les he preguntado a algunos lectores preliminares cuyo juicio e integridad respeto
particularmente: ¿Piensan ustedes que este libro sobre la maldad humana es malo en sí mismo?”
Respondieron que no. Pero hubo uno que agregó: “En la Iglesia solemos decir que hasta la
Virgen María puede ser usada para las fantasías sexuales”.
Esta respuesta cruda aunque esencial es realista, pero no me sirve de gran consuelo. Pido
disculpas a mis lectores y al público por el daño que puede causar este libro, y les ruego que lo
usen con cuidado.
Cuidado puede querer decir cariño. Sean amables y cariñosos con ustedes mismos si
sienten que lo que está escrito en este libro les causa dolor. Y, por favor, sean bondadosos con
aquellos a quienes consideran malos. Sean cuidadosos... actúen con mucho cuidado.
Es fácil odiar a la gente mala. Pero recuerden el consejo de San Agustin de odiar el pecado
pero amar al pecador1. Recuerden, al reconocer a una persona mala, que “sólo por la gracia de
Dios no estoy yo en su lugar”.
Al clasificar a cienos seres humanos como malos estoy haciendo un juicio de valor que sin
duda es gravemente crítico: El Señor dijo: “No juzgues si no quieres ser juzgado”. Con esta
frase -tan frecuentemente citada fuera de contexto- Jesús no quiso decir que nunca debemos juz-
gar al prójimo. Porque luego dijo: “Hipócrita, ves la paja en el ojo ajeno y no la viga en el
propio”. Lo que quiso decir es que debemos juzgar a los demás con gran cuidado, y que ese
cuidado comienza con el juicio que hacemos de nosotros mismos.
No podemos esperar que curaremos la maldad humana si no la miramos de frente. No es
agradable de ver. Muchos dijeron que mi libro anterior, La nueva psicología del amor2, era un
libro muy lindo. Este no es un libro lindo. Es un libro sobre nuestro lado oscuro, y en gran parte
sobre los miembros más oscuros de nuestra comunidad humana… los que yo francamente
considero malos. No son personas agradables. Pero es necesario hacer el juicio. La principal
tesis de esta obra es que esas personas específicas -lo mismo que la maldad humana en general-
deben ser científicamente estudiadas. No en abstracto. No sólo filosóficamente, sino
científicamente. Y para ello debemos estar dispuestos a hacer juicios. Expondremos los
peligros de esos juicios al comienzo de la parte final de este libro. Pero por el momento les pido
que recuerden que no podemos hacer tranquilamente esos juicios si no empezarnos por juzgarnos
y curarnos a nosotros mismos. La batalla para curar la maldad humana siempre comienza en
casa. Y la autopurificación siempre será nuestra arma más importante.
Fue muy difícil escribir este libro, por muchas razones. La más importante de éstas es que
siempre fue un libro en proceso. Yo no lo sé todo sobre el mal humano: lo estoy aprendiendo.
En realidad, apenas estoy empezando a aprender. Un capítulo se titula: “Hacia una psicología del
mal”, precisamente porque todavía no tenemos un cuerpo de conocimientos científicos sobre el
1
San Agustín, La ciudad de Dios
2
M.Scott Peck, La nueva Psicología del Amor, Emecé Editores, 1986
mal suficientes como para merecer el nombre de psicología. De manera que debo agregar otra
precaución: No tomen nada de lo escrito aquí como la última palabra. En efecto, lo que este
libro se propone es que nos sintamos insatisfechos con respecto a nuestra actual ignorancia sobre
el tema.
Hablé de Jesús como de Mi Señor. Después de muchos años de vaga identificación con el
misticismo budista e islámico, he asumido finalmente un firme compromiso cristiano -señalado
por mi bautismo no-denominacional el 9 de marzo de 1980, a la edad de cuarenta y tres años-
mucho después de comenzar a trabajar en este libro. En un manuscrito que me envió, un autor se
disculpaba por su “tendencia cristiana”. Yo no hago semejante disculpa. No me habría
comprometido con algo que considerara una tendencia. Tampoco deseo disfrazar mi punto de
vista cristiano. Mi compromiso con el cristianismo es lo más importante de mi vida y es, o así lo
espero, profundo y total.
Pero me preocupa que este punto de vista pueda influir innecesariamente en los lectores.
De modo que les pido que también en este aspecto tengan cuidado. Los cristianos nominales, a
menudo en el nombre de Cristo, han cometido muchos males a lo largo de los siglos, y aun aho-
ra. La Iglesia Cristiana visible es necesaria, incluso salvadora, pero obviamente imperfecta y yo
pido perdón por sus pecados, lo mismo que por los míos.
Las cruzadas y las inquisiciones nada tienen que ver con Cristo. La arrogancia y la
venganza nada tienen que ver con Cristo. Cuando dio el único sermón del que se tiene registro
las primeras palabras que salieron de la boca de Jesús fueron: “Bienaventurados los pobres de
espíritu”. No los arrogantes. Y cuando agonizaba pidió que sus asesinos fueran perdonados.
En una carta a su hermana, Santa Teresa de Lysieux escribió: “Si estás dispuesta a soportar
con serenidad la prueba de no agradarte a ti misma, entonces serás una agradable morada para
Jesús.” Definir a un “verdadero cristiano” es un asunto difícil. Pero si tuviera que hacerlo, mi
definición sería que un verdadero cristiano es cualquier persona que es “una agradable morada
para Jesús”. Hay cientos de miles que van a las iglesias cristianas los domingos y no están
dispuestos en lo más mínimo a no agradarse a sí mismos, ni serenamente ni de otra manera, y
que por lo tanto no son una morada agradable para Jesús. Y en cambio hay millones de hindúes,
budistas, musulmanes, judíos, ateos y agnósticos que están dispuestos a pasar por esa prueba. En
este libro no hay nada que pueda ofenderlos. Pero hay mucho que puede ofender a los primeros.
Me veo obligado a hacer otra “no disculpa”. A muchos lectores les preocupará que use
pronombres masculinos para referirme a Dios. Creo entender y apreciar su preocupación. He
pensado mucho sobre el tema. He apoyado enérgicamente el movimiento de las mujeres y creo
que es razonable combatir el lenguaje sexista. Pero, en primer lugar, Dios no es neutro. Dios
estalla de vida y amor… incluso de sexualidad, en cierto modo. De manera que no es apropiado
considerarlo “Eso”, en forma neutra. Por cierto, pienso que Dios es andrógino. Es dulce, tierno,
y alimenta como una mujer maternal. Sin embargo, a pesar de todos los condicionamientos
culturales, subjetivamente experimento su realidad como masculina más que como femenina.
Dios nos nutre, pero a la vez desea penetrarnos, mientras nosotros huimos de él como vírgenes
esquivas. Él nos persigue con un vigor que típicamente asociamos con los machos. Como dijo
C.S.Lewis, en relación con Dios somos todos hembras3. Además, cualquiera sea nuestro sexo o
nuestra teología consciente, es nuestro deber -nuestra obligación- en respuesta a Su amor tratar
de hacer nacer, como María, a Cristo en nosotros y en los demás.
Intentaré, en cambio, romper con la tradición y referirme a Satanás en forma neutra. Sé que
Satanás ansía penetrarnos, pero nunca he experimentado ese deseo como sexual o creativo, sino
sólo como odioso y destructivo. Es difícil determinar el sexo de una serpiente.

3
That hideous strength, Macmillan Paperback Edition, New York, 1965, p. 316.
He hecho múltiples alteraciones en los detalles de cada uno de los muchos casos relatados
en este libro. Los pilares de la psicoterapia y la ciencia son la honestidad y la exactitud. Sin
embargo, los valores a menudo entran en competencia, y la preservación del carácter
confidencial del material tiene precedencia con respecto al relato total o exacto de detalles
irrelevantes. Por lo tanto, los puristas pueden desconfiar de mis “datos”. Por otra parte, si creen
reconocer a alguno de mis verdaderos pacientes en este libro, se equivocarán. Pero
probablemente reconocerán a muchos individuos que pertenecen a los tipos de personalidad que
describo. Esto ocurrirá porque creo no haber distorsionado significativamente la realidad de la
dinámica humana involucrada. Y he escrito este libro basándome en lo que esa dinámica
humana tiene en común en los distintos casos, y la necesidad de percibirlos y comprenderlos
como seres humanos.
La lista de personas a quienes debo agradecer por su apoyo en este trabajo es tan larga que
resulta imposible hacerla, pero las siguientes merecen atención especial: mi fiel secretaria, Anne
Pratt, que sin contar con una procesadora de palabras escribió a máquina el manuscrito aparente-
mente interminable en todas sus versiones y revisiones a lo largo de cinco años; mis hijos,
Belinda, Julia y Christopher, que sufrieron la adicción al trabajo de su padre; aquellos de mis
colegas que me sostuvieron con su propia valentía para enfrentar la terrible realidad de la maldad
humana; en particular mi esposa, Lily, a quien dedico esta obra, y mi querido ‘ateo’’, Richard
Slone; mi editor, Erwin Glikes, que me apoyó tanto con su fe en la necesidad de escribir este
libro; todos los valientes pacientes que se sometieron a mis vacilantes manipulaciones,
convirtiéndose así en mis maestros; y, finalmente, a dos grandes estudiosos modernos de la
maldad humana, que me sirvieron de guía: Erich Fromm y Malachi Martin.

Dr. M. Scott Peck


New Preston, Connecticut 06777
1. EL HOMBRE QUE PACTÓ CON EL DEMONIO

George siempre había sido una persona sin preocupaciones -o al menos eso creía- hasta esa
tarde a comienzos de octubre. Es cierto que tenía las preocupaciones habituales de un vendedor,
y de un hombre casado y con tres hijos, dueño de una casa que de vez en cuando tenía goteras en
el techo y de un jardín con césped que siempre había que estar cortando.
También es cierto que él era una persona muy prolija y ordenada que se preocupaba más de
la cuenta si el césped estaba un poco alto o la pintura de la casa un poco deteriorada. Y es cierto
que por las tardes, en particular en el atardecer, siempre experimentaba una extraña mezcla de
tristeza y miedo. A George no le gustaba el crepúsculo. Pero esto sólo duraba unos minutos. A
veces, si estaba ocupado vendiendo o si el cielo estaba gris, no percibía en absoluto la hora del
atardecer.
George era un vendedor de primera, un vendedor innato. Era apuesto, hablaba muy bien, se
comportaba con naturalidad y sabía contar historias; había conquistado el territorio del sudeste
con velocidad meteórica. Vendía tapas de plástico para envases, del tipo de las que se adaptan a
las latas de café. Era un mercado competitivo. La compañía de George era una de las cinco
compañías nacionales que fabricaban ese producto. Después de dos años de haber sustituido en
esa zona a un hombre que no era nada lento, George, con su capacidad de orden, había triplicado
las ventas. A los treinta y cuatro años ganaba cerca de sesenta mil dólares por año entre el sueldo
y las comisiones, sin siquiera tener que trabajar demasiado. Había triunfado.
El problema empezó en Montreal. La empresa sugirió que fuera allá para asistir a una
convención de fabricantes de plástico. Como era otoño, y ni él ni su mujer, Gloria, habían visto
nunca la caída de las hojas en el norte, decidió llevarla con él. Lo pasaron muy bien. La
convención fue como tantas otras, pero el follaje era una maravilla, los restaurantes excelentes, y
Gloria estaba de bastante buen humor. En su última tarde en Montreal fueron a visitar la
catedral. No porque fueran religiosos: Gloria profesaba a lo sumo un tibio protestantismo, y
George, que había tenido que tolerar a una madre fanáticamente religiosa, sentía una fuerte
antipatía por las iglesias. Pero era una de las excursiones, y ellos habían ido a conocer. A
George la catedral le resultó sombría y nada interesante y se alegré cuando Gloria dio por
terminada la visita. Cuando salieron a la luz George advirtió una alcancía cerca de la pesada
puerta. Se detuvo, indeciso. Por un lado no tenía deseos de dar ni un centavo a esta iglesia ni a
ninguna otra. Por otra parte, sentía el temor absurdo de estar poniendo su vida en peligro si no
contribuía. El temor lo ponía mal; él era un hombre completamente racional. Pero luego se le
ocurrió que seria totalmente racional hacer una pequeña contribución, así como es totalmente
racional pagar una entrada a un museo o a un parque de diversiones. Decidió donar las monedas
que tenía en el bolsillo si no eran demasiadas. No, no lo eran. Cantó cincuenta y cinco centavos
en monedas pequeñas y las echó en la alcancía.
En ese momento se le cruzó el primer pensamiento. Le llegó como un golpe, una trompada,
completamente inesperada, que lo dejó mareado, confundido. Era algo más que un pensamiento.
Era como si el pensamiento estuviera impreso en su mente: MORIRÁS A LOS CINCUENTA Y
CINCO AÑOS.
George buscó la billetera en su bolsillo. Tenía la mayor parte del dinero en cheques de
viajero. Pero tenía un billete de cinco dólares y dos de uno. Los sacó rápidamente de la billetera
y los metió en la alcancía. Luego tomó de un brazo a Gloria y prácticamente la empujó por la
puerta. Ella le preguntó qué le pasaba. Él le respondió que de pronto se había sentido mal y
quería volver al hotel. George no recordaba haber bajado la escalinata de la catedral ni haber
llamado un taxi. El pánico sólo se calmó cuando estuvo acostado en la cama del hotel, fingiendo
vagamente estar enfermo.
Al día siguiente, mientras volaban de regreso a su casa en Carolina del Norte, George se
sentía tranquilo y confiado. Olvidó el incidente.
Dos semanas después, mientras iba en su auto a trabajar en Kentucity, George llegó a un
cartel que indicaba una curva y un límite de velocidad de cuarenta y cinco kilómetros. Al pasar
el cartel se le cruzó otro pensamiento, también como si estuviera grabado en grandes letras en su
mente: MORIRÁS A LOS CUARENTA Y CINCO.
George se sintió inquieto durante el resto del día. Pero esta vez pudo considerar su
experiencia con un poco más de objetividad. Los dos pensamientos tenían que ver con números.
Los números no eran más que números, nada más, pequeñas abstracciones sin significado. Si
tenían significado, ¿por qué habrían de cambiar? Primero cincuenta y cinco, ahora cuarenta y
cinco. Si eran coherentes, tal vez hubiera algo de qué preocuparse. Pero eran sólo números sin
significado. Al día siguiente George era otra vez el mismo de siempre.
Pasó una semana. Al entrar en las afueras de un pueblito un cartel anunciaba que ésa era la
entrada a Upton, Carolina del Norte. Y allí surgió el tercer pensamiento: SERAS ASESINADO
POR UN HOMBRE LlAMADO UPTON. George comenzó a preocuparse seriamente. Dos días
más tarde, al pasar por una vieja estación de ferrocarril abandonada, aparecieron otra vez las
palabras: al TECHO DE ESE EDIFICIO SE CAERÁ ESTANDO TÚ ADENTRO, Y TE
MATARÁ.
De allí en adelante los pensamientos aparecían casi todos los días, siempre mientras
manejaba para ir a los distintos lugares donde trabajaba en su zona. George comenzó a temer las
mañanas en que debía hacer viajes de trabajo. Se percibía preocupado mientras trabajaba, y
perdió el sentido del humor. Ya no notaba el sabor de la comida. Por las noches le costaba
dormirse. Pero todo era todavía soportable hasta la mañana en que cruzó el rio Roanoite.
Inmediatamente después tuvo este pensamiento: ÉSTA ES LA ÚLTIMA VEZ QUE CRUZAS
ESTE PUENTE.
George pensó en contarle a Gloria estos pensamientos. ¿Ella pensaría que estaba loco? No
se animaba a hacerlo. Pero esa noche, en la cama, despierto junto a Gloria que roncaba
suavemente a su lado, le tuvo rabia por estar en paz mientras él luchaba con su dilema. El puente
sobre el río Roanoke era una de sus rutas más transitadas. Para evitarlo tendría que desviarse
varios cientos de kilómetros cada mes o bien perder varios clientes. Al diablo, era absurdo. No
podía permitir que unos cuantos pensamientos dirigieran su vida, unos cuantos inventos de una
imaginación perversa. No había la más mínima evidencia de que estos pensamientos
representaran algún tipo de realidad. Pero, por otra parte, ¿cómo podía estar seguro de que no
eran reales? Eso es... podía probar que no eran reales. Si volvía a cruzar el puente Roanoke y no
moría, eso sería una prueba de que los pensamientos no eran reales. Pero si lo eran...
A la una de la mañana George tomó la decisión de arriesgar su vida. Mejor morir que vivir
atormentado de esa manera. Se vistió silenciosamente en la oscuridad y salió de la habitación.
Unos cien kilómetros para volver al puente Roanoke. Manejaba con gran cuidado. Cuando por
fin el puente apareció ante sus ojos sintió una opresión en el pecho que casi le impedía respirar.
Pero siguió adelante. Cruzó el puente. Hizo tres kilómetros más por la ruta. Luego giró y
volvió a cruzar el puente para volver a su casa. Lo había logrado. ¡Había probado que el
pensamiento era falso! Un pensamiento tonto, ridículo. Se puso a silbar. Cuando entró en su ca-
sa a la madrugada estaba eufórico. Se sentía bien por primera vez en dos meses. Se había
terminado el miedo.
Hasta tres noches después. Al volver a su casa por la tarde después de otro día de trabajo,
pasó junto a una profunda excavación a un lado del camino, cerca de Fayetteville. ANTES DE
QUE LA RELLENEN, TU AUTO CAERÁ DIRECTAMENTE DENTRO DE LA
EXCAVACIÓN Y TE MATARAS. Al principio George casi se rió de este pensamiento. Los
pensamientos no eran más que pensamientos, ¿acaso no lo había comprobado? Pero esa noche
no pudo volver a dormir. Era cierto que había comprobado la falsedad del pensamiento sobre el
puente Roanoke. Pero eso no significaba necesariamente que el pensamiento sobre la
excavación era falso. Tal vez éste fuera real. ¿Y si el pensamiento sobre el puente Roanoke sólo
hubiera servido para darle una falsa impresión de seguridad? ¿Y si realmente estaba destinado a
caer en esa fosa? Cuanto más lo pensaba, más ansioso se ponía. Le era imposible dormir.
Tal vez si volvía al borde de la fosa se sentiría mejor, como le había sucedido al volver al
puente. Pero la idea no tenía demasiado sentido, porque si bien podía ir hasta la fosa y volver a
casa sin ningún percance, nada aseguraba que no podía caer en la fosa en otra ocasión, más
adelante, como se lo habían pronosticado. Pero estaba tan ansioso que valía la pena probar. Una
vez más George se vistió en mitad de la noche y salió sigilosamente de la casa. Se sentía
estúpido. Casi se sorprendió cuando, después de haber llegado a Fayetteville, haber pasado junto
a la fosa e iniciado el viaje de regreso, comenzó a sentirse mejor, muchísimo mejor. Recuperó la
confianza. Sentía que nuevamente era dueño de su destino. En cuanto llegó a su casa se durmió.
Durante unas horas estuvo tranquilo.
La estructura de la enfermedad de George se afianzó y se hizo más devastadora. Cada uno o
dos días le volvían nuevos pensamientos sobre su muerte mientras manejaba en la ruta. Después
de tener el pensamiento su ansiedad se tornaba intolerable. En ese punto tenía la compulsión de
volver al lugar donde se le había presentado el pensamiento. Después de hacerlo volvía a
sentirse bien hasta el día siguiente, cuando se presentaba el nuevo pensamiento. Y recomenzaba
el ciclo.
George lo soportó durante otras seis semanas. Noche por medio salía de su casa y recorría
Carolina del Norte. Dormía cada vez menos. Bajó siete kilos. Tenía miedo de salir al camino,
de hacer su trabajo. Disminuyó su rendimiento. Algunos clientes comenzaron a protestar.
Estaba irritable con sus hijos. Finalmente, una noche de febrero, estalló. Llorando de rabia le
contó su tormento a Gloria. Gloria me conocía a través de una amiga. Me llamó a la mañana
siguiente, y por la tarde vi a George por primera vez.
Expliqué a George que sufría de una típica neurosis obsesivo-compulsiva, que los
“pensamientos” que lo perturbaban eran lo que los psiquiatras llamamos obsesiones, y que la
necesidad de volver a la escena del pensamiento era una compulsión.
-¡Claro! -exclamó- es una compulsión. Yo no quiero volver al lugar donde tuve el
pensamiento. Sé que es tonto. Sólo quiero dormirme y olvidarme del asunto. Es como si algo
me forzara a pensar en eso, a levantarme y a volver. No puedo evitarlo. Estoy compelido a
volver. Esa es la peor parte, ¿sabe? Si sólo fueran los pensamientos creo que podría soportarlo,
pero es esta compulsión a volver lo que me está matando, lo que me quita el sueño, lo que me
vuelve loco mientras paso horas debatiendo mentalmente: “¿Debo volver o no?” Mis
compulsiones son aun peores que mis... ¿cómo decía usted?... mis obsesiones. Me vuelven loco.
Aquí George hizo una pausa y me miró ansiosamente: -¿Usted cree que me estoy volviendo
loco?
-No –respondí-. Para mí usted todavía es un desconocido, pero a primera vista no me parece
que se esté volviendo loco ni que tenga nada peor que una fuerte neurosis.
-¿Quiere decir que otra gente tiene la misma clase de “pensamientos” o compulsiones?
-preguntó ansiosamente George-. ¿Otras personas que no están locas?
-Así es –respondí-. Sus obsesiones pueden no tener que ver con la muerte y sus
compulsiones pueden estar referidas a otras cosas. Pero el tipo de pensamientos no deseados y la
realización de acciones no deseadas es exactamente igual-. Y le conté a George algunas de las
obsesiones más comunes que aquejan a la gente. Le hablé, por ejemplo, de la gente que tiene
gran dificultad en irse de vacaciones porque nunca está segura de si cerró con llave la puerta de
entrada y tiene que volver a comprobarlo.
-A mi me ha pasado! -exclamó George-. He tenido que volver tres o cuatro veces a ver si
había dejado la cocina encendida. Qué bueno. ¿Es decir, que, según usted, yo soy como las
demás personas?
-No, George. Usted no es como las demás personas –contesté-. Si bien muchas personas,
incluso las que tienen éxito en la vida, sufren medianamente por su necesidad de sentirse
protegidas y seguras, no se pasan la noche en vela empujados de aquí para allá por sus
compulsiones. Usted tiene una neurosis importante que está arruinando su vida. Es una neurosis
curable, pero la cura -una psicoterapia psicoanalítica- será muy difícil y llevará mucho tiempo.
Usted no está volviéndose loco, pero creo que tiene un problema serio, y creo que si no hace un
tratamiento prolongado seguirá semiparalizado como ahora.
Tres días después, cuando George vino a su segunda sesión, era otro hombre. En la primera
sesión, mientras me contaba su problema, casi sollozaba y pedía a gritos que lo tranquilizaran.
Ahora irradiaba confianza y aplomo. En realidad, tenía una actitud de savoir-faire que más tarde
los dos denominaríamos “su postura frívola”. Traté de enterarme un poco más de las
circunstancias de su vida, pero había poco que pudiera ser útil.
-Realmente no hay nada que me preocupe, doctor Peck, excepto estas pequeñas obsesiones y
compulsiones, y desde que lo vi por última vez no las he tenido. Bien, admito que tengo
preocupaciones, pero no son verdaderos problemas. Por ejemplo, pienso si debemos pintar la
casa este verano o esperar al próximo. Pero eso no es un verdadero problema. Tenemos mucho
dinero en el Banco. Me preocupa cómo andan los chicos en el colegio. Y Deborah, la mayor,
que tiene trece años, seguramente necesitará un tratamiento de ortodoncia. George, que tiene
once, no tiene muy buenas notas. No es que tenga dificultades, simplemente le interesan más los
deportes. Christopher, que tiene seis, acaba de comenzar el colegio. Tiene excelente
disposición. Creo que podría decirse que es mi favorito. Admito que en el fondo de mi corazón
me inclino más hacia él que hacia los otros, pero trato de no demostrarlo, y creo que lo logro... de
manera que no es un problema. Somos una familia estable. Un buen matrimonio. Sí, Gloria
tiene sus ataques de mal humor. A veces pienso que es una cascarrabias, pero creo que así son
todas las mujeres. Por las menstruaciones, y todas esas cosas que les pasan. ¿Nuestra vida
sexual? Ah, muy bien. Sin problemas. Excepto, claro está, cuando Gloria está de mal humor, y
entonces ninguno de los dos tiene ganas... pero eso es lógico, ¿verdad?... ¿Mi infancia? Bien, no
puedo decir que siempre haya sido feliz. Cuando yo tenía nueve años mi padre tuvo una crisis
nerviosa. Hubo que internarlo en el hospital. Creo que diagnosticaron esquizofrenia. Supongo
que por eso me preocupé ahora, pensando que me volvía loco. Admito que me sacó un gran peso
de encima cuando me dijo que no era así. Porque papá nunca salió de eso. Volvió a casa varias
veces, autorizado por el hospital, pero no resultó. Sí, creo que a veces estaba muy loco, pero en
realidad no lo recuerdo mucho. Recuerdo que tenía que ir a visitarlo al hospital. Detestaba ir.
Me ponía horriblemente incómodo. Y ese lugar era muy feo. Cuando estaba por la mitad de la
escuela secundaria no quise ir más a visitarlo, y él murió cuando yo estaba en la universidad. Sí,
murió joven. Creo que fue una suerte. Pero no pienso que nada de eso me haya perturbado
realmente. Mi hermana, que es dos años menor, y yo recibimos mucha atención. Mamá estaba
con nosotros todo el tiempo. Era una buena madre. Es bastante religiosa, un poco en exceso,
para mi gusto. Siempre nos arrastraba a la iglesia, y eso yo también lo detestaba. Pero eso es lo
único de lo que puedo culparla, y por otra parte eso terminó en cuanto yo entré en la universidad.
No estábamos bien económicamente, pero siempre teníamos lo suficiente para vivir. Mis abuelos
tenían un poco de dinero y nos ayudaban bastante… los padres de mamá. El caso es que
estábamos mucho con nuestros abuelos. Nunca conocí a los padres de papá. Durante un tiempo,
mientras papá estaba en el hospital, hasta vivimos con nuestros abuelos maternos. Yo los quería
mucho, especialmente a mi abuela. Esto me hace pensar en algo que recordé después de nuestra
última sesión. Cuando hablábamos de compulsiones recordé que también tuve una compulsión
alrededor de los trece años de edad. No sé cómo empezó, pero tenía la sensación de que mi
abuela moriría si yo no tocaba todos los días cierta piedra. No era nada difícil, la piedra estaba
en el camino de casa a la escuela, de modo que sólo tenía que acordarme de tocarla. Sólo era un
problema los fines de semana, cuando tenía que encontrar el momento de ir a tocarla. De todos
modos, se me pasó después de algo más de un año. No sé cómo. Simplemente lo superé, como
si se hubiera tratado de una etapa, o algo así... Me hace pensar que también voy a superar estas
obsesiones y compulsiones que he tenido recientemente. Ya le dije que no tuve ni una sola desde
que vine a verlo. A lo mejor se terminaron. Tal vez lo único que necesitaba era la charlita que
tuvimos hace unos días. Le estoy muy agradecido. No sabe cómo me tranquilizó saber que no
me estaba volviendo loco y que otra gente también tiene ideas raras. Creo que el haberme
tranquilizado resolvió el problema. No creo que necesite… ¿cómo se llama?... psicoanálisis.
Admito que puede ser muy pronto para decirlo, pero no creo que yo necesite un tratamiento tan
largo y costoso para superar un problema que seguramente desaparecerá solo. De manera que
prefiero no hacer otra cita. Esperemos a ver qué pasa. Si vuelven mis obsesiones y
compulsiones, lo haré, pero por el momento prefiero esperar.
Hice un leve intento de discutir el asunto con George. Le dije que me parecía que nada
había cambiado sustancialmente en su existencia. Sospechaba que sus síntomas reaparecerían
muy pronto, de una u otra forma. Dije que comprendía su deseo de esperar y ver qué pasaba, y
que de todas maneras con mucho gusto volvería a verlo cuando él quisiera. Él estaba decidido y
era claro que no iniciaría una terapia mientras se sintiera bien. No tenía sentido discutir el
asunto. Lo único razonable que yo podía hacer era esperar.
No tuve que esperar mucho tiempo.
Dos días después me llamó George, desesperado.
-Usted tenía razón, doctor Peck, los pensamientos regresaron. Ayer volvía de una reunión de
ventas, y estaba a pocos kilómetros de una curva que había pasado, cuando de pronto pensé:
ATROPELLASTE Y MATASTE A UN JOVEN QUE HACIA DEDO Y QUE ESTABA
PARADO AL COSTADO DEL CAMINO EN EL LUGAR DONDE TOMASTE LA CURVA.
Supe que era uno de esos pensamientos locos. Si realmente hubiera atropellado a alguien, habría
oído un mido o sentido un golpe. Pero no podía quitarme la idea de la cabeza. Seguía viendo el
cuerpo tirado en la cuneta al costado del camino. Seguía pensando que a lo mejor estaba vivo y
necesitaba ayuda. No podía dejar de pensar que podían acusarme de haberlo dejado abandonado.
Luego, cuando estaba por llegar a casa, no aguanté más. De modo que volví atrás casi ochenta
kilómetros hasta llegar a aquella curva. Por supuesto allí no había nadie, ni señales de un
accidente, ni sangre en el pasto. De manera que me sentí mejor. Pero no puedo seguir así. Creo
que realmente necesito esto del… psicoanálisis.
Así fue como George volvió al tratamiento, y lo continuó porque continuaron sus obsesiones
y compulsiones. Durante los tres meses siguientes, en que mantuvimos dos sesiones por semana,
lo asaltaron muchos más de estos pensamientos. La mayoría eran sobre su propia muerte, pero
otros lo señalaban como causante de la muerte de otro o como autor de algún crimen. Y todas las
veces, después de luchar para no entregarse a la compulsión, volvía al lugar donde había tenido
el pensamiento por primera vez para obtener alivio. Su agonía continuaba.
Durante esos tres primeros meses de terapia me enteré de que George tenía mucho más de
qué preocuparse que sus síntomas. Su vida sexual, que él había descrito como buena, era
pésima. Gloria y é1 tenían una relación cada seis semanas, que era casi siempre violenta, un
rápido acto animal cuando los dos estaban borrachos. Los “ataques de mal humor” de Gloria
duraban semanas. Tuve una entrevista con ella y la encontré notablemente deprimida, llena de
odio hacia George, a quien describió como “un débil, un boludo total”. George, por su parte,
comenzó a expresar un enorme resentimiento contra Gloria, a quien veía como una mujer
egoísta, que no lo ayudaba ni lo quería. Él no tenía ninguna relación con sus dos hijos mayores,
Deborah y George. Sentía que Gloria era la culpable de que ellos se hubieran vuelto contra él.
Christopher era el único miembro de la familia con quien tenía una relación, y reconocía que tal
vez estaba estropeando al chico a fuerza de mimarlo para “sacarlo de las garras de Gloria”.
Aunque al principio había admitido que su infancia no había sido lo ideal, a medida que yo
lo empujaba a recordarla George iba dándose cuenta de que había sido más dañina y
atemorizante de lo que él jamás había pensado. Recordó, por ejemplo, el día en que cumplió
ocho años, cuando su padre mató al gatito de su hermana. George estaba sentado en su cama
antes del desayuno, fantaseando con los regalos que recibiría, cuando el gatito entró corriendo en
su cuarto. El padre de George venía detrás, loco de furia, con una escoba. Parece que el gato
había ensuciado la alfombra del living. Mientras George se acurrucaba en su cama, pidiéndole a
gritos a su padre que se detuviera, el padre golpeó al animalito con la escoba hasta matarlo en un
rincón del dormitorio. Esto sucedió un año antes de que el padre finalmente tuviera que ser
internado en el hospital.
George también logró reconocer que su madre estaba tan perturbada como su padre. Una
noche, cuando George tenía once años, lo había obligado a pasar la noche despierto hasta el
amanecer, orando de rodillas por la salvación de su pastor, que había sufrido un ataque al
corazón. George odiaba al pastor, y odiaba a la iglesia pentecostal donde su madre lo obligaba a
ir todos los miércoles a la noche, todos los viernes a la noche y durante todo el domingo, a través
de años y años. Recordaba la terrible vergüenza que le causaba ver a su madre delirar y
retorcerse de éxtasis durante los oficios, gritando “Ay, Jesús”. Tampoco su vida con sus abuelos
había sido tan idílica como a él le gustaba recordarla. Es cierto que su relación con su abuela
había sido cálida y tierna y probablemente salvadora, pero esa relación parecía haber estado
frecuentemente amenazada. Durante los dos años que vivió con sus abuelos -después de que
internaron a su padre- su abuelo le pegaba a su abuela casi todas las semanas. Y en cada ocasión
George temía que la matara. A menudo tenía miedo de salir de la casa, sintiendo que de alguna
manera, por su sola débil presencia, podía evitar el asesinato.
Estos y otros datos había que arrancárselos a George. Se quejaba repetidamente de que no le
veía sentido a ocuparse de los problemas aparentemente insolubles de su vida actual ni a recordar
los hechos dolorosos de su pasado.
-Sólo deseo –decía-, liberarme de estas ideas y compulsiones. No sé cómo me ayudará en
ese sentido hablar de cosas desagradables que ya están terminadas.
Por otra parte George hablaba todo el tiempo de sus obsesiones y compulsiones. Cada vez
que aparecía un nuevo ‘‘pensamiento’’ lo describía con gran lujo de detalles y parecía gozar con
el relato del sufrimiento que le provocaba tomar la decisión de ceder o no a la compulsión de
volver. Pronto comprendí que George usaba sus síntomas para no enfrentar las realidades de su
vida actual.
-Una de las razones por las que tiene estos síntomas –expliqué-, es que actúan como una
cortina de humo. Usted está tan ocupado describiendo sus obsesiones y compulsiones que no
tiene tiempo de pensar en los problemas más básicos que las causan. Mientras no esté dispuesto
a prescindir de esta cortina de humo, y a tratar más en profundidad los problemas de su pésimo
matrimonio y su espantosa infancia, seguirá torturado por sus síntomas.
También resultó claro que George se negaba a ver el tema de la muerte.
-Sé que moriré algún día, pero ¿para qué pensar en ello? Es morboso. Además, no se puede
hacer nada para evitarlo. Con pensar en la muerte no se cambia nada.
Intenté, sin éxito, demostrarle que su actitud era casi ridícula.
-En realidad, usted piensa todo el tiempo en la muerte -le dije-. ¿Sobre qué cree que son
todas sus obsesiones y compulsiones, si no sobre la muerte? ¿Y su ansiedad a la hora del
atardecer? ¿No es evidente que usted odia la caída del sol porque representa la muerte del día y
eso le recuerda su propia muerte? A usted le aterra la muerte. Eso es lógico. A mí también.
Pero usted trata de esquivar ese terror en lugar de enfrentarlo. El problema no es que usted
piense sobre la muerte, sino la forma en que piensa en ella. Mientras no pueda pensar
voluntariamente en la muerte -a pesar del terror que inspira- seguirá pensando en ella involunta-
riamente en forma de obsesiones.
Pero por mejor que expresara el problema, George no parecía tener prisa por tratarlo.
Sin embargo, tenía una gran prisa en que lo aliviaran de sus síntomas. A pesar de que
prefería hablar de ellos en lugar de hablar de la muerte o de su alienación de su mujer y sus hijos,
era evidente que George sufría mucho con sus obsesiones y compulsiones. Tomó el hábito de
llamarme desde la ruta cuando las experimentaba. “-Doctor Peck, decía, estoy en Raleigh y tuve
otro de esos pensamientos hace un par de horas. Le prometí a Gloria que estaría en casa para la
cena. Pero no podré llegar si vuelvo al lugar donde tuve el pensamiento. No sé qué hacer.
Quiero ir a casa, pero siento que tengo que volver. Por favor, doctor Peck, ayúdeme. Dígame
qué hacer. Dígame que no puedo volver. Dígame que no debo ceder a la compulsión”.
Todas las veces yo le explicaba pacientemente a George que no iba a decirle qué hacer, que
yo no tenía poder para decirle qué hacer, que sólo él tenía poder para tomar sus propias
decisiones y que no era sano que deseara que yo las tomara por él. Pero mi respuesta carecía de
sentido para él. Todas las sesiones me reprochaba: “Doctor Peck, yo sé que si usted me dijera
que no puedo volver, no volvería. Me sentiría tanto mejor. No entiendo por qué no quiere
ayudarme. Lo único que me dice es que no le corresponde tomar mi lugar. Pero para eso vengo
a verlo… para que me ayude, y usted se niega a ayudarme. No sé por qué es tan cruel. Es como
si ni siquiera deseara ayudarme. Insiste en que yo debo tomar mis propias decisiones. Pero, ¿no
ve que eso es precisamente lo que no puedo hacer? ¿No se da cuenta de lo que sufro? ¿No
quiere ayudarme? -gemía.
Así siguieron las cosas, semanas y semanas. Y George se deterioraba visiblemente.
Comenzó a tener diarrea. Perdió más peso y mostraba un aspecto lamentable. Pasaba la mayor
parte del tiempo lloriqueando. Se preguntaba si no debía consultar a otro psiquiatra. Y yo
mismo comencé a dudar de si estaba manejando bien el caso. Parecía que pronto sería necesario
internar a George.
Pero entonces, de pronto, algo empezó a cambiar. Una mañana, unos cuatro meses después
de comenzadas las sesiones, George llegó al consultorio silbando y evidentemente alegre. De
inmediato comenté el cambio.
-Sí, hoy por cierto me siento bien -admitió George-. Realmente no sé por qué. Hace cuatro
días que no tengo ninguno de esos pensamientos ni necesidad de volver a un lugar. Tal vez sea
por eso. Tal vez sea que empiezo a ver la luz al final del túnel.
Pero, a pesar de que no estaba torturado por su síntoma, George no parecía tener más ganas
que antes de hablar de su vida familiar ni de su infancia. Retomando su tono frívolo, hablaba
con bastante facilidad de esas realidades si yo lo instaba a ello, pero sin un verdadero
sentimiento. Luego, justo al final de la sesión, inesperadamente, me preguntó:
-Doctor, ¿usted cree en el demonio?
-Qué pregunta rara. Y qué complicada. ¿Por qué lo pregunta?
-Ah, por ninguna razón especial. Sólo por curiosidad.
-Se está evadiendo –dije-. Debe de haber una razón.
-Bien, supongo que la razón es que se publica tanto sobre esos cultos extraños que adoran a
Satanás. Por ejemplo, esos grupos marginales en San Francisco. En los diarios se habla mucho
de ellos en estos días.
-Es verdad –respondí-. Pero, ¿qué los trajo a su mente? ¿Porqué pensó en eso esta mañana
en particular, durante la sesión?
-¿Qué sé yo? -dijo George. Parecía desconcertado. -Simplemente se me vino a la cabeza.
Usted me indicó que le dijera todo lo que me pasaba por la cabeza, por eso lo hice. Hice lo que
debo hacer. Se me ocurrió y se lo dije. No sé por qué se me ocurrió.
No había forma de ir más lejos. Había llegado el fin de la sesión, y dejamos el asunto. En la
sesión siguiente George seguía sinriéndose bien. Había aumentado un kilo y ya no parecía un
despojo.
-Hace dos días tuve otra vez un pensamiento -me informó-, pero no me perturbó. Me dije
que no voy a dejar que estas tontas ideas me perturbe más. Sin duda no quieren decir nada. Así
que uno de estos días me voy a morir, ¿y qué? Ni siquiera tuve ganas devolver. Apenas me pasó
por la cabeza. ¿Para qué volver por una tontería así? Creo que por fin me he quitado el
problema de encima.
Una vez más, ahora que no estaba acosado por sus síntomas, intenté centrar la sesión en sus
problemas maritales. Pero su postura ‘‘frívola’’ era impenetrable: todas sus respuestas eran
superficiales. Yo me sentía inquieto. George parecía ir mejorando. Esto debería haberme dado
alegría, pero no tenía la más remota idea de por qué se sentía mejor. Nada había cambiado en su
vida ni en la forma en que él la manejaba. Entonces, ¿por qué estaba mejor? Traté de no pensar
en mi inquietud.
Nuestra siguiente sesión fue al atardecer. George entró sintiéndose aparentemente bien y
con su aspecto “frívolo”. Como de costumbre, dejé que él comenzara la sesión. Después de un
breve silencio, en forma casual y sin el menor signo de ansiedad, anuncio:
-Creo que tengo que hacer una confesión.
-¿ Sí?
-Bien, últimamente me siento mejor, y no le he dicho por qué.
-Ajá.
-¿Se acuerda que hace un par de sesiones le pregunté si creía en el demonio? Y usted quiso
saber por qué me había puesto a pensar en eso. Bueno, creo que no fui del todo honesto con
usted. Yo sé por qué. Pero me hacía sentir tonto contárselo.
-Siga.
-Todavía me siento un poco tonto. Pero es que usted no me ayuda. No hizo nada por
impedirme volver a los lugares donde había tenido los pensamientos. Yo tenía que hacer algo
para lograr no ceder a las compulsiones. Y lo hice.
-¿Qué hizo? -le pregunté.
-Hice un pacto con el demonio. Es decir, no es que yo crea realmente en el demonio, pero
tenía que hacer algo, ¿verdad? Llegué a este acuerdo: si yo cedía a la compulsión y volvía al
lugar, el demonio haría que mi pensamiento se convirtiera en realidad. ¿Entiende?
-No del todo -respondí.
-Bien, por ejemplo el otro día tuve este pensamiento cerca de Chapel Hill: LA PRÓXIMA
VEZ QUE VENGAS POR AQUI CAERÁS POR EL TERRAPLÉN Y TE MATARÁS. Lo
habitual habría sido que yo rumiara este pensamiento durante un par de horas y finalmente
volviera al lugar en que se me había ocurrido para probar que no era cierto. Pero una vez hecho
el pacto, no podía volver. Porque el demonio me habría hecho saltar por encima del terraplén y
matarme. Sabiendo que me iba a matar, no había razón para volver. ¿Ahora me entiende?
-Entiendo la mecánica del asunto -contesté sin comprometerme.
-Bien, parece que funciona -dijo alegremente George-. Ya he tenido dos veces estos
pensamientos, y no tuve que volver al lugar. Pero debo admitir que siento algunas culpitas.
-¿Culpitas?
-Sí, un sentimiento de culpa. Porque… no se debe pactar con el demonio, ¿verdad?
Además, yo realmente no creo en el demonio. Pero parece que funciona, ¿no?
Guardé silencio. No sabía qué contestarle a George. Me sentía perdido ante la complejidad
del problema y la complejidad de mis propios sentimientos. Mirando la suave luz de la lámpara
en el escritorio que nos separaba, sentados en mi consultorio tranquilo y aparentemente seguro,
percibía cientos de pensamientos que me cruzaban por la mente, todos desconectados. Me sentía
incapaz de encontrar mi camino en ese laberinto de pensamientos obsesivos, de enfrentar este
pacto de trabajo con el demonio que no existía para anular la compulsión a anular pensamientos
que en sí eran irreales. Sabiendo que los árboles me impedían ver el bosque, me quedé mirando
la luz de la lámpara mientras los minutos pasaban audiblemente marcados por el reloj.
-Bien, ¿qué me dice usted? -preguntó finalmente George.
-No sé, George –respondí-. No sé qué decirle. Necesito más tiempo para pensarlo. Todavía
no sé qué decirle.
Volví a mirar la luz, y el reloj siguió con su tictac. Pasaron otros cinco minutos. George
parecía muy incómodo con el silencio. Por fin lo rompió.
-Bien, creo que hay algo más que no le conté –dijo-, y creo que es por eso que tengo las
culpitas. En este acuerdo con el demonio hubo otra parte. Como yo realmente no creo en el
demonio, no podía creer con certeza que él iba a hacer que me matara si volvía. Para que la cosa
funcionara tenía que encontrar algo que asegurara que yo no volvería. Qué podía ser eso, me
pregunté. Entonces se me ocurrió que lo que más quiero en el mundo es a mi hijo Christopher.
Entonces, como parte del acuerdo, agregué que si yo cedía a la compulsión de volver, el demonio
haría que Christopher tuviera una muerte temprana. No sólo moriría yo, sino también
Christopher. Ahora ya sabe por qué no puedo volver más. Aunque el demonio no exista, no
deseo arriesgar la vida de Christopher por este asunto. Lo quiero tanto.
-¿De manera que también metió la vida de Christopher en este negocio? -repetí con
dificultad.
-Sí… no está bien, ¿verdad? Esa es la parte que realmente me da culpitas.
Guardé silencio otra vez. Lentamente comenzaba a organizar mis ideas. Era casi el final de
la hora, y George comenzaba a hacer movimientos para preparar su partida.
-Todavía no, George –ordené-. Ésta es la última sesión que tengo hoy. Quiero responderle,
y creo que ya puedo hacerlo. A menos que usted tenga urgencia por irse, prefiero que se quede y
escuche lo que tengo que decirle.
George esperaba, nervioso. No era mi intención ponerlo nervioso. Como psiquiatra había
aprendido -y había adquirido práctica en ello- a no juzgar la conducta de mis pacientes. La
terapia sólo puede andar bien si el paciente siente que su terapeuta lo acepta. Sólo en una
atmósfera de aceptación el paciente puede esperar confiar sus secretos para desarrollar un sentido
de su propio valor. Yo tenía suficiente experiencia como para saber que en algún punto del
tratamiento a menudo es necesario, o más bien esencial, que el terapeuta se oponga al paciente en
algún tema en particular y haga de él un juicio crítico. Pero también sabía que lo ideal es que
esto suceda en una etapa avanzada del tratamiento, cuando la relación terapéutica ya está
firmemente establecida. George había estado en tratamiento conmigo durante sólo cuatro meses
y nuestra relación todavía era débil. No deseaba hacer un juicio sobre él en una etapa muy
temprana, y además en un nivel tan elemental, parecía muy peligroso hacerlo. Pero no hacerlo
parecía igualmente peligroso.
George no pudo tolerar más la espera en silencio. Mientras yo pasaba por la tortura final de
mi toma de decisión, me espetó:
-Bueno, ¿qué piensa?
Lo miré. -Pienso, George, que me alegro mucho de que tenga culpitas, como usted las llama.
-¿Qué me quiere decir?
-Quiero decir que debe sentirse culpable. Ha hecho algo como para sentirse culpable. Si
usted no sintiera culpa por lo que ha hecho, yo me preocuparía por usted.
George enseguida se puso en guardia.
-Yo pensaba que la psicoterapia debía aliviarme de mis sentimientos de culpa.
-Sólo de los sentimientos de culpa que son inapropiados -repliqué-. Sentir culpa por algo
que no es malo es innecesario y enfermo. No sentir culpa por algo que es malo también es
enfermo.
-¿Usted piensa que yo soy malo?
-Pienso que al pactar con el demonio usted ha hecho algo que es malo. Moralmente malo.
-Pero si en realidad no he hecho nada -exclamó George-. ¿No ve que todo sucede en mis
pensamientos? Usted mismo me dijo que no existen los malos pensamientos, los malos deseos o
los malos sentimientos. Que sólo lo que uno realmente hace es malo. Eso ha dicho usted. Y lo
llamó “la primera ley de la psiquiatría”. Bien, yo no he hecho nada. No he levantado un dedo
contra nadie.
-Pero usted ha hecho algo, George -respondí.
-¿ Qué?
-Usted pactó con el demonio.
-Pero eso no es “hacer” nada.
-¿No?
-No. ¿No entiende? Todo sucede dentro de mi cabeza, es obra de mí imaginación. Yo no
creo en el demonio. Ni siquiera creo en Dios, ¿cómo podría creer, entonces, en el demonio? Si
yo hubiera hecho un pacto real con una persona real, sería otra cosa. Pero no lo he hecho. El
demonio no es real. ¿Cómo puede ser real mi pacto? ¿Cómo se puede hacer un pacto real con
algo que no existe? No fue una acción real.
-¿Es decir que no hizo un pacto con el demonio?
-Caramba, sí. Ya le dije que lo hice. Pero no es un pacto real. Usted trata de confundirme
con juegos de palabras.
-No. George –respondí-. El único que hace juegos de palabras es usted. Yo no sé más que
usted sobre el demonio. No sé si es hombre o mujer, cosa o animal. No sé si el demonio es
corpóreo, si es una fuerza, o si es sólo un concepto. Pero eso no importa. El hecho es que, sea lo
que fuere, usted ha hecho un contrato con él.
George intentó una nueva táctica. -Aunque lo haya hecho, el contrato no es válido. Es nulo
y vacío. Cualquier abogado sabe que un contrato bajo coacción no es un contrato legal. Nadie
puede ser declarado responsable por haber firmado un contrato cuando le apuntaban con una
pistola a la espalda. Y Dios sabe que yo estuve en esa situación. Usted vio lo que sufría.
Durante meses le rogué que me ayudara, y usted no movió un dedo. Parece que se interesa por
mí, es cierto, pero por alguna razón no hace nada para aliviar mi sufrimiento. ¿Qué otra cosa
puedo hacer si usted no me ayuda? Estos últimos meses han sido una tortura. Una absoluta
tortura. Si eso no es coacción…
Me levanté de mi asiento y fui hasta la ventana. Me quedé allí un minuto contemplando la
oscuridad de afuera. Había llegado el momento. Me volví para mirar a George.
-Bien, George, voy a decirle unas cuantas cosas. Quiero que me escuche bien. Porque son
muy importantes. No hay nada más importante que lo que voy a decirle. Volví a sentarme y
continué, sin dejar de mirarlo.
-Usted tiene un defecto, una debilidad de carácter, George -dije-. Es una debilidad muy
básica, y es la causa de todas las dificultades de las que hemos estado hablando. Es la causa
principal de su mal matrimonio. Es la causa de sus síntomas, sus obsesiones y sus compulsiones.
Y ahora es la causa de su pacto con el demonio. E incluso de su intento de explicar el pacto.
Básicamente, George, usted es una especie de cobarde –continué-. Siempre que se hace un poco
difícil seguir adelante, usted se entrega. Cuando se enfrenta con la idea de que uno de estos días
se va a morir, la rehúye. No piensa en ello, porque es “morboso”. Cuando se da cuenta de la
penosa realidad de que su matrimonio es un desastre, también se escapa. En vez de enfrentarlo y
hacer algo al respecto, no piensa en eso tampoco. Y luego, como escapa a cosas de las que en
realidad no se puede escapar, se ve acosado por sus síntomas, sus obsesiones y sus compulsiones.
Estos síntomas podrían ser su salvación. Podría pensar: “Estos síntomas significan que estoy
embrujado. Será mejor que averigüe qué son estos fantasmas y los saque de mi casa”. Pero no lo
piensa, porque eso significaría enfrentar cosas que son dolorosas. De manera que trata de
escapar también de sus síntomas. En lugar de enfrentarlos y descubrir qué significan, usted trata
de liberarse de ellos. Y si no le resulta fácil liberarse acude a cualquier que pueda proporcionarle
un alivio, por más malvada o destructiva que sea.
-Usted aduce que no puede ser considerado responsable de su pacto con el demonio porque
lo hizo bajo coacción. Claro que fue bajo coacción. ¿Para qué habría uno de pactar con el
demonio, si no para liberarse de un sufrimiento? Si el demonio anda por allí, como dicen
algunos, buscando almas que quieran venderse a él, seguramente centra su atención en los que
sufren algún tipo de tormento. La cuestión no es la coacción. La cuestión es cómo actúa la gente
ante una coacción. Algunos la soportan y la superan, y salen ennoblecidos de la batalla. Algunos
se quiebran y se venden. Usted se vende, y debo decirle que se vende con bastante facilidad.
Fácilmente, fácil. Esa es una palabra clave para usted, George. Le gusta pensar que usted es una
persona de trato fácil. Frívola. Y supongo que lo es, pero no sé adónde irá con facilidad, excepto
al infierno. Usted siempre busca la salida fácil, George. No la salida correcta. La salida fácil. Si
tiene que elegir entre la salida correcta y la salida fácil, siempre elegirá la fácil. La que no es
dolorosa. En realidad, siempre buscará la salida fácil, aunque sea vendiendo su alma y
sacrificando a su hijo.
-Como le dije, me alegro de que se sienta culpable. Si usted no se sintiera mal por tratar de
encontrar la salida fácil, yo no podría ayudarlo. Ya ha estado aprendiendo que la psicoterapia no
es la salida fácil. Es una forma de enfrentar las cosas, aunque sea dolorosa, incluso muy
dolorosa. Es la forma de no escapar. Es la forma correcta, no la fácil. Si está dispuesto a
enfrentar las realidades penosas de su vida -su infancia llena de terror, su miserable matrimonio,
su mortalidad, su propia cobardía- yo puedo ayudarlo en algo. Y estoy seguro de que tendremos
éxito. Pero si sólo desea un rápido alivio del dolor, entonces creo que es usted un hombre del
demonio, y no veo cómo puede ayudarlo la psicoterapia.
Ahora le tocó a George guardar silencio. Sonaba otra vez el tictac del reloj. Ya hacía dos
horas que había comenzado la sesión. Finalmente habló él:
-En las historietas, una vez que uno hace un pacto con el demonio ya no puede volverse
atrás. Una vez que ha vendido su alma, el demonio ya no se la devuelve. Tal vez sea tarde para
que yo cambie.
-No lo sé, George –respondí-. Como le dije, no sé mucho de estas cosas. Usted es la
primera persona que conozco que ha hecho específicamente ese pacto. Como usted, ni siquiera
sé si el demonio realmente existe. Pero, basándome en mi experiencia con usted, creo que puedo
adelantar una suposición bastante certera sobre cómo son verdaderamente las cosas. Creo que
realmente usted hizo un pacto con el demonio y creo que, por haberlo hecho, para usted el
demonio se volvió real. En su deseo por evitar el dolor, creo que dio vida al demonio. Porque
usted tuvo el poder de darle vida, creo que también tiene el poder de terminar con la existencia
del demonio. Intuitivamente, en lo más profundo, siento que el proceso es reversible. Creo que
puede volver al lugar donde estaba. Creo que si usted cambia de idea y se dispone a aceptar el
sufrimiento, el pacto quedará anulado y el demonio tendrá que buscar en otra parte a alguien que
lo haga real.
George parecía muy triste.
-Durante los últimos diez días –dijo-, me he sentido mejor que en muchos meses. Tuve unos
cuantos pensamientos, pero en realidad no me perturbaron mucho. Si tuviera que revertir el
proceso, significaría volver al punto en que estaba hace dos semanas. A esa agonía.
-Creo que así es -admití.
-Lo que usted me pide es que vuelva voluntariamente a un estado de tormento.
-Es lo que sugiero que usted necesita hacer, George. No por mí, sino por usted. Si le ayuda
que yo le pida que lo haga, bien, se lo pediré.
-Elegir concretamente un estado de dolor -reflexionó George-. No sé. No estoy seguro de
poder hacerlo.
Me puse de pie.
-¿Vendrá el lunes, George? -pregunté.
-Sí, vendré.
George se puso de pie. Fui hacia él y le di la mano. -Hasta el lunes, entonces. Buenas
noches.
Esa noche fue el punto clave de la terapia de George. El lunes los síntomas habían vuelto
con toda su fuerza. Pero había un cambio. Ya no me rogaba que le dijera que no volviera.
Además estaba un poco más dispuesto a examinar en profundidad su miedo a la muerte y el
enorme abismo de comprensión y comunicación que existía entre él y su esposa. Con el tiempo
se mostró cada vez mejor dispuesto. Un día pudo pedirle a su esposa, con mi asistencia, que ella
misma iniciara una terapia. Pude enviarla a otro terapeuta, con quien hizo grandes progresos. El
matrimonio comenzó a mejorar.
Una vez que Gloria estuvo también en terapia, mi trabajo con George se centró en sus
sentimientos ‘negativos’ -sus sentimientos de rabia, de frustración, de ansiedad, de depresión y,
por encima de todo, sus sentimientos de tristeza y congoja. George pudo descubrir que era una
persona sensible, que sentía profundamente el pasaje de las estaciones del año, el crecimiento de
sus hijos y el carácter transitorio de la existencia. Llegó a comprender que en estos sentimientos
negativos, en su sensibilidad y en su ternura y en su vulnerabilidad al dolor, estaba su
humanidad. Ya no se mostraba tan frívolo, y a la vez aumentó su capacidad de soportar el dolor.
Los atardeceres seguían causándole pena, pero ya no lo ponían ansioso. Sus síntomas
-obsesiones y compulsions-, con altibajos, comenzaron a disminuir en intensidad varios meses
después de aquella noche en que hablamos de su pacto con el demonio. Un año después habían
desaparecido totalmente. A los dos años de comenzado el tratamiento lo terminó. No se había
convertido en el más fuerte de los hombres, pero era más fuerte que antes.
2. HACIA UNA PSICOLOGIA DEL MAL

LOS MODELOS Y EL MISTERIO


Hay diferentes formas de ver las cosas.
La forma en que los psiquiatras están más acostumbrados a comprender a los seres humanos
es en términos de salud y enfermedad. Este punto de vista es conocido como modelo médico.
Es una forma muy útil y eficaz de mirar a la gente.
Según este punto de vista, George sufría una enfermedad muy específica: una neurosis
obsesivo-compulsiva. Sabemos mucho sobre esta enfermedad. En muchos sentidos el caso de
George era típico. Por ejemplo, las neurosis obsesivo-compulsivas tienen su origen en la primera
infancia, y comienzan casi siempre en un entrenamiento de esfínteres que está por debajo de lo
deseable. George no recordaba cómo había sido su entrenamiento, pero sabiendo que su padre
había matado a golpes a un gatito por ensuciar una alfombra, podemos deducir que estaba claro
para George que debía controlar sus esfínteres o sería castigado brutalmente. No es accidental
que George se haya transformado en un adulto particularmente prolijo y metódico, como a
menudo lo son los obsesivo-compulsivos.
Otra característica típica de las personas que son víctimas de esta neurosis es lo que se llama
el “pensamiento mágico”. El pensamiento mágico puede asumir una variedad de formas, pero
básicamente consiste en la creencia de que los pensamientos en sí mismos y por sí solos pueden
lograr que sucedan cosas. Los niños pequeños suelen pensar mágicamente. Por ejemplo, un
chico de cinco años puede tener este pensamiento: “Deseo que mi hermanita se muera”. Y luego
angustiarse pensando que ella realmente se morirá porque él lo ha deseado. O si la hermanita se
enferma lo consumirá la culpa, pensando que él le ha causado la enfermedad con su
pensamiento. Generalmente superamos esta tendencia a pensar mágicamente y al llegar a la
adolescencia ya sabemos que no podemos controlar los acontecimientos externos sólo con
nuestros pensamientos. Pero sucede con frecuencia que los niños que han sido muy
traumatizados no superan la etapa del pensamiento mágico. Esto sucede en especial con los que
tienen una neurosis obsesiva-compulsiva. Por cierto que George no había superado esa etapa.
Su creencia de que sus pensamientos se volverían realidad era una parte esencial de su neurosis.
Era porque pensaba que sus pensamientos se volverían realidad que se sentía obligado a recorrer
kilómetros para volver al sitio donde lo había asaltado la idea para anular o deshacer su poder.
Visto en esta perspectiva, el pacto de George con el demonio no era más que otra
manifestación de su pensamiento mágico. El pacto le parecía a George una manera fácil de
obtener alivio para sus sufrimientos, especialmente porque sentía que se haría realidad. Aunque
el pacto estaba “sólo dentro de su cabeza”, George creía que él y su hijo realmente morirían de
acuerdo con sus condiciones. Restringiéndose al modelo médico podríamos decir que el pacto de
George con el demonio era una de las muchas formas que asumía su pensamiento mágico y que
este pensamiento mágico era un rasgo típico de la enfermedad mental común que sufría. Y como
el fenómeno puede ser comprendido en estos términos, no hay necesidad de más análisis. Caso
cerrado.
EI problema es que, visto de esta manera, la relación entre George y el demonio parece
trivial y no muy significativa. ¿Cómo sería si en cambio la viéramos en términos de un modelo
religioso tradicional cristiano?
Según este modelo, la humanidad (y tal vez el universo entero) está involucrada en una lucha
titánica entre las fuerzas del bien y del mal, entre Dios y el demonio. El campo de batalla de esta
lucha es el alma humana individual. El significado total de la vida humana gira alrededor de la
batalla. La única cuestión del significado último es si el alma individual será ganada para Dios o
para el demonio. Al establecer con este pacto su relación con el demonio, George había puesto
su alma en el mayor peligro conocido por el hombre. Sin duda era el punto crítico de su vida. Y
tal vez hasta el destino de toda la humanidad dependía de su decisión. Coros de ángeles y
ejércitos de demonios lo contemplaban, pendientes de cada uno de sus pensamientos, rogando
continuamente porque triunfara uno u otro resultado. Finalmente, renunciando al pacto y a la
relación, George se salvaba del infierno para gloria de Dios y esperanza de la humanidad.
¿Cuál es el significado del pacto de George? ¿Un síntoma neurótico más o el momento
crucial de su existencia, con significado cósmico?
Mi intención en este libro no es desvalorizar el modelo médico. De todos los modelos —y
hay muchos— sigue siendo el más útil para comprender la enfermedad mental. En casos
específicos y momentos específicos, sin embargo, otro modelo puede resultar más apropiado.
En esos momentos necesitamos elegir el punto de vista más ventajoso. Cuando George me
habló de su pacto con el demonio me vi ante la disyuntiva de tomarlo como un síntoma neurótico
típico entre otros, o como un momento de crisis moral. Si elegía la primera posibilidad, no se
requería una acción directa de mi parte. Si elegía la segunda, tenía el deber ante George y ante el
mundo de lanzarme con todo el vigor que pudiera a la lucha moral. ¿Por cuál de los dos caminos
decidirme? Al elegir ver e1 pacto de George —aunque sólo existiera dentro de su mente— como
algo inmoral, y enfrentarlo a él con su inmoralidad, sin duda elegí la alternativa mis dramática.
Aquí encontramos, creo yo, una regla empírica. Si, en un momento particular, estamos en
posición de elegir un modelo específico, probablemente tendremos que elegir el más dramático,
es decir, el que confiere al acontecimiento que estamos estudiando la mayor significación
posible.
Generalmente, sin embargo, no es necesario ni conveniente adoptar un modelo único.
Nosotros los norteamericanos vemos un hombre en la Luna; algunos centroamericanos, según me
dicen, perciben un conejo. ¿Quién tiene razón? Los dos, por supuesto, ya que ambos tienen un
punto de vista distinto, tanto cultural como geográfico. Lo que llamamos modelos, son
simplemente puntos de vista alternativos. Y si queremos conocer la luna —o cualquier otro
fenómeno— lo mejor que podamos, tendremos que estudiarla desde todos los puntos de
observación posibles.
Por lo tanto el enfoque de este libro será multifacético. Los lectores que prefieren las
presentaciones simples (o simplistas) probablemente se sentirán incómodos. Pero el tema
merece ser aclarado lo más completamente posible. La maldad humana es demasiado importante
como para entenderla en forma unilateral. Y es una realidad demasiado vasta como para
entenderla en un marco de referencia único. En verdad, es un problema tan básico como para ser
inherente e inevitablemente misterioso. La comprensión de la realidad básica es algo que jamás
se puede lograr; solamente podemos aproximarnos a ella. Y, en realidad, cuanto más nos
acercamos, más nos damos cuenta de que no entendemos... más pasmados nos quedamos ante su
misterio.
Entonces, ¿para qué tratar de entender? La pregunta misma habla en el lenguaje del
nihilismo, una voz diabólica 4 desde tiempo inmemorial. ¿Para qué hacer o aprender nada? La
respuesta es simplemente que es mucho mejor —mucho más satisfactorio y constructivo—
obtener algún destello de comprensión de esto en que estamos, que flotar a la deriva en una total
4
En todos los relatos de exorcismos las voces demoníacas proponen un nihilismo de uno u otro tipo.
oscuridad. No podemos abarcar ni controlar todo, pero como dice J. R. R. Tolkien: “No es tarea
nuestra controlar todas las mareas del mundo, sino hacer todo lo que esté a nuestro alcance para
ayudar a los años en que nos toca vivir, arrancando el mal en los campos que conocemos, para
que los que vengan después encuentren la tierra limpia para arar. No podemos determinar que
tengan buen o mal tiempo”. 5
Así busca la ciencia, hasta donde puede, penetrar el misterio del mundo. Y, poco a poco, los
científicos comienzan a sentirse cómodos abrazando modelos múltiples. Los físicos ya no se
desaniman por tener que considerar a la luz tanto una partícula como una onda. En cuanto a la
psicología, los modelos abundan: el biológico, el psicológico, el psico-biológico, el sociológico,
el socio-biológico, el freudiano, el racional-emotivo, el conductista, el existencial, etcétera. Y
mientras la ciencia necesita esos innovadores que privilegiarán a un nuevo modelo único como el
más avanzado método de comprensión, el paciente que desea ser comprendido en forma tan
completa como sea posible hará bien en buscar un terapeuta capaz de aproximarse al misterio del
alma humana desde todos los ángulos.
Sin embargo, la ciencia no ha adquirido todavía un criterio muy amplio. Este capítulo se
titula “Hacia una psicología del mal” porque aún no existe un cuerpo de conocimiento científico
que merezca llamarse psicología. Hace milenios que el concepto del mal está en el centro del
pensamiento religioso. Pero está virtualmente ausente de nuestra ciencia de la psicología, a pesar
de que podría pensarse que la psicología está vitalmente vinculada con este asunto. La principal
razón de esta extraña situación es que hasta ahora se ha considerado que la religión y la
psicología no pueden mezclarse; son como el agua y el aceite, incompatibles y antagónicas.
A fines del siglo XVII, después de que el asunto Galileo resultó perjudicial para ambas, la
ciencia y la religión elaboraron un contrato social no escrito de no-relación. El mundo se dividió
arbitrariamente entre lo “natural” y lo “sobrenatural”. La religión aceptó que el “mundo natural”
era zona exclusiva de los científicos. Y la ciencia, a su vez, estuvo de acuerdo en no meter la
nariz en lo espiritual... o, en todo caso, en lo que tuviera que ver con los “valores”. En realidad,
la ciencia se definió como “libre de valores”.
De manera que en los últimos trescientos años ha habido una profunda separación entre la
religión y la ciencia. Este divorcio —en algunas ocasiones agrio, la mayoría de las veces
amigable— ha decretado que el problema del mal ha de permanecer a cargo de tos pensadores
religiosos. Con pocas excepciones, los científicos ni siquiera han buscado hacer alguna
inspección en el terreno religioso, aunque sólo fuera por la razón de que la ciencia está libre de
los valores. La palabra “mal” en sí requiere un juicio de valor a priori. Por lo tanto, ni siquiera
es permisible para una ciencia libre de valores tratar el tema.
Claro que todo esto está cambiando. El resultado final de una ciencia sin valores ni axiomas
religiosos parecería ser la locura de la cartera armamentista; el resultado final de una religión sin
dudas y escrutinio científicos, la locura rasputiniana de Jonestown. Por una gran variedad de
factores, la separación de religión y ciencia ya no funciona. Hoy existen muchas razones
imperativas para su reintegración —una de ellas es el problema del mal en sí— hasta el punto de
la creación de una ciencia que no esté exenta de valores. Esa reintegración comenzó ya en la
década pasada. Es realmente el más interesante acontecimiento en la historia intelectual de fines
del siglo veinte.
La ciencia también se ha apartado del problema del mal por la inmensidad del misterio que
éste involucra. No es que a los científicos no les atraiga el misterio, sino más bien que su actitud
y su metodología para encararlo es generalmente reduccionista. Su procedimiento habitual es el
del “cerebro izquierdo” en el estilo analítico. Su procedimiento habitual es separar trocitos del
5
J. R. R. Tolkicn, The Return of the King, Ballantine Books. 1965, p. 190.
todo, de a uno, y examinar esos fragmentos en forma relativamente aislada. Prefieren los
misterios pequeños a los grandes.
Los teólogos no tienen tantos escrúpulos. Sus apetencias se dirigen hasta Dios mismo. El
hecho deque Dios sea invariablemente más que lo que pueden digerir no los asusta para nada. Al
contrario, mientras unos buscan a través de la religión escapar al misterio, para otros la religión
es una forma de aproximarse al misterio. Estos últimos no desdeñan acudir al método
reduccionista de la ciencia, pero tampoco se oponen a los métodos de exploración más
integrativos del “cerebro derecho”: la meditación, la intuición, el sentimiento, la fe y la
revelación. Para ellos cuanto más grande sea el misterio, mejor.
El problema del mal es sin duda un misterio muy grande. No se somete fácilmente al
reduccionismo. Sin embargo, como veremos, algunas cuestiones referentes a la maldad humana
pueden reducirse a un tamaño manejable para una adecuada investigación científica. Pero las
partes del rompecabezas están tan interrelacionadas que es muy difícil y distorsionante
separarlas. Además, el tamaño del rompecabezas es tan inmenso que a lo sumo podremos
vislumbrar el total del cuadro. Como sucede con cualquier primer intento de exploración
científica, terminaremos con más preguntas que respuestas.
El problema del mal, por ejemplo, no puede separarse del problema del bien. Si no hubiera
bien en el mundo, no podríamos considerar el problema del mal.
Es algo extraño. Mis pacientes y mis conocidos me han preguntado montones de veces:
“Doctor Peck, ¿por qué existe el mal en el mundo?” Pero ninguno me ha preguntado en todos
estos años: “¿Por qué existe el bien en el mundo?” Es como si automáticamente pensáramos que
éste es un mundo naturalmente bueno que, de alguna manera, se ha contaminado del mal. En
términos de lo que sabemos de ciencia, sin embargo, es relativamente fácil explicar el mal. El
hecho de que las cosas se deterioren, decaigan, es perfectamente explicable por la ley natural de
la física. El hecho de que la vida evolucione hacia formas cada vez más complejas ya no es tan
fácilmente comprensible. Que los chicos generalmente mientan, roben y hagan trampa es un
hecho observable todos los días. Lo más notable es que habitualmente se convierten en adultos
realmente honestos. La haraganería es más común que la contracción al trabajo. Si lo pensamos
seriamente, tal vez tiene más sentido suponer que éste es un mundo naturalmente malo que
misteriosamente se ha “contaminado” de bondad, más bien que al contrario. El misterio del bien
es aun mayor que el misterio del mal. 6
Y estos misterios son inextricables. El título de este capitulo es en sí una distorsión. Más
bien debería ser “Hacia una psicología del bien y el mal”. No es legítimo investigar el problema
de la maldad humana sin investigar simultáneamente el problema de la bondad humana. En
realidad, como explicaré en el último capítulo, centrarse exclusivamente en el problema del mal
es sumamente peligroso para el alma del investigador.
No olviden que así como el tema del mal inevitablemente lleva a la cuestión del demonio, el
tema del bien (indisolublemente unido al del mal) lleva a la cuestión de Dios y la creación. Si
bien podemos, y creo que debemos separar trocitos del misterio donde hincar nuestros dientes
científicos, nos estamos aproximando a asuntos vastos y magníficos que están más allá de
nuestra comprensión. Lo sepamos o no, literalmente estamos pisando terreno sagrado. Es lógico
que sintamos una mezcla de temor y admiración. Ante semejante misterio sagrado lo mejor será
acordarse de caminar con el cuidado que dictan el miedo y el amor.

UN ASUNTO DE VIDA O MUERTE

6
Véase el estudio sobre la entropía, la pereza y el pecado original en La nueva psicología del amor de M. Scott
Peck, Emecé Editores, pág. 282.
Para seguir adelante necesitamos al menos una definición provisoria. Un reflejo del enorme
misterio del tema es que no tenemos una definición del mal generalmente aceptada. Pero en
nuestros corazones todos tenemos cierta comprensión de su naturaleza. Por el momento, lo
mejor que puedo hacer es prestar atención ami hijo, quien, con la característica visión de los
chicos de ocho años, me dice lo siguiente: “’Evil’ is ‘Live’ spe1led backwards”. 7 El mal es una
oposición a la vida. Es lo que se opone a la fuerza vital. En síntesis, tiene que ver con matar.
Específicamente tiene que ver con el asesinato, con la muerte innecesaria, con la acción de matar
que no es necesaria para la supervivencia biológica.
No lo olvidemos. Hay algunos que han escrito sobre el mal en forma tan intelectual que su
abstracción del tema lo torna irrelevante. El asesinato no es una abstracción. No olvidemos que
George estaba dispuesto a sacrificar la vida misma de su propio hijo.
Cuando digo que el mal tiene que ver con el asesinato no me refiero únicamente al asesinato
físico. El mal es también aquello que mata al espíritu. Hay varios atributos esenciales de la vida
—en particular de la vida humana— como, por ejemplo, la sensibilidad, la movilidad, la
conciencia, el crecimiento, la autonomía, la voluntad. Es posible matar o intentar matar a
cualquiera de estos atributos sin destruir el cuerpo. Así podemos “domar” a un caballo e incluso
a un niño sin tocarle un pelo. Erich Fromm demostró ser muy sensible a esto cuando incluyó en
el concepto de “necrofilia” el deseo que tienen a1gunas personas de controlar a otras; de
tornarlas controlables, estimular su dependencia, desalentar su capacidad de pensar por sí solas,
disminuir su impredicibilidad y su originalidad, y mantenerlos a raya. Las diferenció de la
persona “biofísica”, que aprecia y estimula las diversas formas de la vida y la unicidad del
individuo. Demostró que existe un tipo de carácter “necrofílico”, cuya meta es evitar la
inconveniencia de la vida convirtiendo a los demás en autómatas obedientes, robándoles su
humanidad. 8
Entonces, por el momento, diremos que el mal es una fuerza que reside dentro o fuera de los
seres humanos, y que busca matar la vida o la vitalidad. Y el bien es lo opuesto. El bien es lo
que estimula la vida y la vitalidad.

Actualmente hablo y predico mucho. Últimamente me he preguntado qué es lo que


básicamente trato de decir. En todas mis charlas y sermones, ¿hay un tema, un mensaje central?
Lo hay. Meditando sobre esto, me di cuenta que, de una u otra forma, cualquiera sea mi tema,
siempre estoy tratando de ayudar a las personas como puedo para que se tomen más en serio a
Dios, a Cristo y a sí mismas de lo que habitualmente hacen.
Desde el comienzo se nos dice que Dios nos creó a Su imagen y semejanza. ¿Debemos
tomar esto en serio? ¿Aceptar la responsabilidad de que somos seres divinos? ¿Y de que la vida
humana es de importancia sagrada?
Hablando de su relación con nosotros, los seres humanos, Jesús dijo: “He venido para que
tengan vida, y para que tengan vida más abundante”. 9
Abundante. ¡Qué palabra maravillosa! Este hombre extraño, que obviamente gozaba con
las bodas y con el vino, con los buenos aceites y la buena compañía, y sin embargo se dejó matar,
no se preocupaba tanto por la longitud de la vida como por su intensidad. No se interesaba en los
títeres humanos, de los que una vez dijo: “Que los muertos entierren a sus muertos”. 10 Se
interesaba más bien en el espíritu de la vida, en la vitalidad. Y de Satanás, el espíritu mismo del
7
“Evil” (mal) es “Live”es (vivo o que tiene vida) escrito al revés. Este ejemplo, por supuesto, es intraducible. Mal
escrito al revés en español no quiere decir nada (N.del T).
8
Erich Fromm, The heart of man: its genius for good and evil. Harper and Row, 1964.
9
Juan 10:10.
10
Mateo: 8:22.
mal, Jesús dijo: “Fue un asesino desde el comienzo”. 11 El mal nada tiene que ver con la muerte
natural; sólo tiene que ver con la muerte antinatural, con el asesinato del cuerpo o del espíritu.
El propósito de este libro es alentarnos a tomar nuestra vida tan en serio que también
podamos tomar a la maldad humana mucho más en serio: lo suficientemente en serio como para
estudiarla con todos los medios a nuestro alcance, incluso con los métodos de la ciencia. Tengo
la intención de estimularnos a reconocer el mal por lo que es, en toda su espantosa realidad. No
hay nada morboso en mi propósito. Al contrario, es en favor de la vida “más abundante”. La
única razón válida para reconocer la maldad humana es curarla dondequiera que se pueda, y
cuando no podamos (como muy frecuentemente ocurre), estudiarla más para poder descubrir
cómo curarla en casos específicos y eventualmente borrar su fealdad de la faz de la tierra.
Creo que queda claro, entonces, que al estimularnos a desarrollar una psicología del mal, no
estoy hablando de un estudio del mal en abstracto ni de una psicología abstracta divorciada de
los valores de la vida y la vitalidad. No se puede estudiar una enfermedad sin la intención de cu-
rarla, a menos que uno sea una especie de nazi. Una psicología del mal debe su una psicología
curativa.
La curación es un resultado del amor. Es una función del amor. Donde hay amor hay
curación. Y donde no hay amor hay muy poca —o ninguna- curación. Paradójicamente, una
psicología del mal debe ser una psicología llena de amor. Debe rebosar de amor a la vida. Cada
paso de su metodología debe estar guiado no solamente por el amor a la verdad, sino también por
el amor a la vida, al calor, la luz y la risa; a la espontaneidad y la alegría; amor al servicio y el
cuidado del hombre.
Tal vez así estoy ya contaminando a la ciencia. Permítanme que la “contamine” un poco
más. La psicología científica que sugiero, para no resultar estéril y muerta y mala en sí misma,
sino por el contrario rica y fértil y humanamente productiva, tendrá que lograr la integración de
muchas cosas que generalmente no se consideran “científicas”. Por ejemplo, tendrá que prestar
gran atención a la literatura, en particular a la mitología. En su batalla contra el mal a través de
los siglos, los seres humanos, consciente o inconscientemente, han incorporado las lecciones que
aprendieron de las historias míticas. El cuerpo de esta mitología es un enorme depósito de estas
lecciones, a las que siempre seguimos agregando otras. El personaje del Gollum, por ejemplo,
perteneciente al libro El Hobbít, que cobró gran popularidad, y a la trilogía El señor de los
anillos es tal vez la mejor descripción del mal que jamás se haya escrito. Su autor, J. R. R.
Tolkien, profesor de literatura, sin duda sabía sobre la maldad humana al menos tanto como
cualquier psiquiatra o psicólogo.
En el otro extremo del espectro, los métodos de la ciencia “difícil” también deben ser
aplicados al estudio del mal: no sólo los Rorschach sino los más avanzados procedimientos
bioquímicos y sofisticados análisis estadísticos de los patrones hereditarios. Un editor que revisó
una primitiva versión manuscrita de esta obra exclamó: “Pero, Scotty, no estarás sugiriendo que
la maldad puede ser genética o química o física de alguna manera!”. Sin embargo, este mismo
editor sabía muy bien que estamos descubriendo que casi todas las enfermedades tienen raíces
físicas y emocionales a la vez. La buena ciencia, la buena psicología, no pueden ser de criterio
estrecho. Hay que explorar todos los caminos, examinar todas las señales.
Finalmente, por supuesto, una psicología del mal debe ser una psicología religiosa. Con esto
no quiero decir que deba abrazar una teología determinada. Lo que sí quiero decir es que no sólo
debe abrazar ideas válidas de todas las tradiciones religiosas, sino también reconocer la realidad
de lo “sobrenatural”. Y, como he dicho, debe ser una ciencia sometida al amor y al carácter
sagrado de la vida. No puede ser una psicología puramente secular.

11
Juan 8:44.
Hay muchos modelos teológicos diferentes del mal. Tal vez lo único que tienen en común es
que no logran distinguir entre la maldad humana, tal como el asesinato, y el mal natural, tal como
la muerte y la destrucción por obra del fuego, las inundaciones, un terremoto. Sabiendo que yo
estaba escribiendo un libro sobre el mal, un amigo me dijo: “Tal vez me ayudes a comprender la
parálisis cerebral de mi hijo”. No, no puedo. El libro del rabino Harold S. Kushner “When bad
things happen to good people” (Cuando a la gente buena le pasan cosas malas) trata lo mejor que
es posible el problema del mal natural. Este libro se ocupará únicamente de la maldad humana, y
se centrará en la gente “mala”.
Tampoco pretendo que este libro dé una visión exhaustiva del tema. Mi deseo no es
mostrarme erudito ni detallista, sino ir en lo posible al fondo de la cuestión, para estimularnos a
profundizar más. Si bien otras tradiciones religiosas tienen mucho que ofrecer a una psicología
del mal, al encaminarnos hacia esa psicología hablaré con mí voz cristiana. 12
Tampoco es mi intención revisar todas las teorías existentes al respecto. Alcanzará con
reconocer que, aunque todavía no contamos con un cuerpo de conocimiento científico sobre la
maldad humana digno de llamarse “psicología”, los científicos conductistas han colocado unos
cimientos que hacen posible el desarrollo de esa psicología. Tanto el descubrimiento del
inconsciente por Freud y el Concepto de la Sombra de Jung son básicos para ellos.
Sin embargo, la obra de un psicólogo requiere mayor mención. Después de escapar a la
persecución a los judíos en el régimen de Hitler, el psicoanalista Erich Fromm pasó la mayor
parte de su vida estudiando el mal del nazismo. Fue el primero y único científico que identificó
claramente un tipo de personalidad malvada, que intentó examinar en profundidad a las persomas
malas y que sugirió que se las estudiara más. 13
El trabajo de Fromm se basa en su estudio de algunos líderes nazis del Tercer Reich y el
Holocausto. Tiene la ventaja sobre el mío en que sus personajes sin duda pueden ser certificados
como malos por el juicio de la historia. Pero su trabajo se debilita por la misma razón. Como él
nunca conoció personalmente a sus sujetos, porque todos eran hombres situados en altas
posiciones políticas en un régimen particular de una cultura particular en una época particular, a
uno le queda la impresión de que los seres humanos verdaderamente malos estaban “allá” y
“entonces”. Al lector le queda la sensación de que el mal verdadero no tiene nada que ver con
esa señora con tres hijos que vive al lado, ni con el diácono de la iglesia cercana. Mi propia
experiencia me dice, sin embargo, que los seres humanos malos son muy comunes y que para el
observador superficial parecen personas sin ningún rasgo particular.

12
Hay tres grandes modelos teológicos del mal diferentes, que podríamos llamar modelos ‘vivos’. Uno es el no-
dualismo del hinduismo y el budismo, en que el mal se ve simplemente como la otra cara de la moneda. Para que
haya vida debe haber muerte; para que haya crecimiento, decadencia; para que haya creación, destrucción. En
consecuencia, el no-dualismo considera que la distinción entre el bien y el mal es una ilusión. Esta actitud ha
penetrado en sectas supuestamente cristianas tales como Christian Science y el Course of Miracles recientemente
difundido, pero es considerada una herejía por los teólogos cristianos. Un segundo modelo sostendría que el mal es
distinto del bien pero que, de todos modos, es una creación de Dios. Para dotarnos de una voluntad libre (esencial
para crearnos a Su imagen y semejanza) Dios debe permitirnos la opción de elegir equivocadamente y -de esa ma-
nera, al menos- ‘permitir’ el mal. Este modelo, que denomino ‘dualismo integrado’, fue apoyado por Martin Buber,
quien se refirió al mal como ‘la levadura de la masa, el fermento puesto por Dios en el alma, sin el cual la masa
humana no leva’. (Good and Evil, Charles Scribner’s Sons, New York, 1953, p. 94). Al gran modelo final, el del
cristianismo tradicional, lo llamo ‘dualismo diabólico’. Aquí el mal se considera no como la creación de Dios sino
como un espantoso cáncer que escapa a su control. Si bien este modelo (que sostendremos en el capitulo seis) tiene
sus propias trampas, es el único de los tres que trata adecuadamente el problema del asesinato y el asesino.
13
The Heart of Man: its genius for good and evil, véase también del mismo auror: Anatomy of Human
Destructiveness (Holt, Rinehart & Winston, 1973), una obra más elaborada pero menos seminal.
El gran filósofo judío Martin Buber distinguió entre dos tipos de mitos sobre el mal. Uno se
refiere a la gente que está “deslizándose” hacia el mal. El otro a los que ya se han “deslizado”,
han “caído víctimas de él”, han sido captados por el “mal radical”. 14
En George tenemos una historia de la vida real que corresponde al primer tipo de mito.
Todavía no se había vuelto malo, pero estaba a punto de hacerlo. Su pacto con el demonio
representó el punto crítico de su vida. Si no hubiera renunciado al pacto, finalmente se habría
vuelto malo. Pero todavía no era malo y, favorecido por la culpa, logró apartarse del mal.
Ahora consideremos una pareja que, como los sujetos de Fromm, conforma el segundo tipo
de mito: el de las personas que han sobrepasado el límite y han caído en el mal “radical”, del cual
probablemente no se puede escapar.

EL CASO DE BOBBY Y SUS PADRES


Era el mes de febrero a mediados de mi primer año de entrenamiento psiquiátrico. Yo
trabajaba en el servicio de pacientes internados. Bobby, un chico de quince años, había sido
internado la noche anterior, cuando llegó a la sala de guardia con un diagnóstico de depresión.
Antes de ver por primera vez a Bobby, leí la nota escrita en su cartilla por el psiquiatra que lo
había internado:
El hermano mayor de Bobby, Stuart, de dieciséis años de edad, se suicidé en junio pasado,
pegándose un tiro en la cabeza con su rifle de calibre 22. Al principio Bobby pareció
manejar bastante bien la muerte de su único hermano. Pero desde el comienzo de las clases,
en septiembre, su desempeño escolar es pobre. En otras épocas fue muy buen alumno, pero
ahora está aplazado en todas las materias. Hacia fin de año estaba evidentemente
deprimido. Sus padres, que parecían muy preocupados, trataron de hablar con él, pero se
ha mostrado cada vez menos comunicativo, en particular, desde Navidad. Aunque no hay
antecedentes de comportamiento antisocial, ayer Bobby robó un auto por su cuenta, lo
chocó (nunca había manejado antes) y fue detenido por la policía. La fecha en que deberá
presentarse ante la Corte es el 24 de marzo. Por su edad fue liberado y quedó bajo custodia
de sus padres, a quienes se aconsejó que le hicieran de inmediato una evaluación psiquiátri-
ca.
El asistente trajo a Bobby a mi consultorio. Tenía el físico habitual de los chicos de quince
anos que acaban de hacer el primer estirón, con brazos y piernas largos y flacos, y un torso
también delgado que aún no ha empezado a llenarse. La ropa no le quedaba bien, pero fuera de
eso no tenía nada en particular. El pelo un poco largo y sin lavar le caía sobre los ojos, de
manera que era difícil verle la cara, sobre todo porque mantenía los ojos clavados en el suelo.
Estreché su mano laxa y le indiqué con un ademán que se sentara.
—Soy el doctor Peck, Bobby —le dije—. Voy a ser tu médico. ¿Cómo te sientes?
Bobby no respondió. Simplemente siguió mirando el suelo.
—¿Dormiste bien anoche? —le pregunté.
—Sí, creo que sí —murmuró Bobby. Comenzó a tocarse una pequeña lastimadura en el
dorso de la mano. Observé que tenía varias lastimaduras como ésa en los antebrazos y las
manos.
—¿Estás nervioso por estar aquí en el hospital?

14
Good an dEvil, p. 139-140.
No respondió. Bobby realmente estaba empeorando la lastimadura con el manoseo. Me
estremecí por dentro sintiendo el daño que le hacía a su piel.
—Casi toda la gente se pone nerviosa cuando llega al hospital —comenté—, pero ya verás
que es un lugar seguro. ¿Puedes decirme cómo llegaste aquí?
—Me trajeron mis padres.
—¿Por qué?
—Porque robé un auto y la policía dijo que tenía que venir aquí.
—No creo que la policía haya dicho que tenías que venir al hospital —expliqué—. Sólo
querían que te viera un médico. Luego el médico que te vio anoche pensó que estabas tan
deprimido que era preferible que te quedaras en el hospital. ¿Cómo fue que robaste el auto?
—No sé.
—Ha de dar mucho miedo robar un auto, especialmente si estás solo y no estás
acostumbrado a manejar y ni siquiera tienes registro de conductor. Algo muy fuerte debió
empujarte a hacerlo. ¿Sabes qué fue ese algo?
No hubo respuesta. Tampoco la esperaba. Los chicos de quince años con problemas que
ven por primera vez a un psiquiatra no suelen hablar mucho, en especial cuando están
deprimidos, y era evidente que Bobby estaba muy deprimido. Para entonces yo ya había logrado
verle fugazmente la cara en los momentos en que sin querer levantaba la mirada del suelo. Era
una cara inexpresiva. Sin vida en los ojos ni en la boca. Era el tipo de rostro que yo había visto
en las películas sobre los sobrevivientes de los campos de concentración o las víctimas de
desastres naturales que han presenciado la destrucción de sus hogares y han perdido a toda su
familia: desconcertados, apáticos, sin esperanza.
—¿Te sientes triste? —pregunté.
—No sé.
Pensé que tal vez era cierto que no lo supiera. En la primera época de la adolescencia los
chicos recién están aprendiendo a identificar sus sentimientos. Cuanto más fuertes son los
sentimientos, más abrumados se sienten por ellos y más les cuesta darles un nombre.
—Sospecho que tienes unas cuantas buenas razones para sentirte triste —le dije—. Sé que
tu hermano Stuart se suicidó el verano pasado. ¿Se querían mucho?
—Sí.
—Háblame de ustedes dos.
—No hay nada que decir.
—Su muerte debe de haberte confundido y haberte hecho sufrir mucho.
Ninguna reacción. Excepto que tal vez hurgó un poco más en una de sus lastimaduras del
antebrazo. Era evidente que en esta primera sesión no estaba preparado para hablar de la muerte
de su hermano. Decidí dejar el tema por el momento.
—¿Y tus padres? —pregunté—. ¿Qué puedes decirme sobre ellos?
—Son buenos conmigo.
—Qué bien. ¿En qué son buenos contigo?
—Me llevan en el auto a las reuniones de los scouts.
—Veo que son buenos —comenté—. Claro que eso es lo que los padres suelen hacer
cuando pueden. ¿Cómo te llevas con ellos?
—Bien.
—¿Sin problemas?
—A veces yo me porto mal con ellos.
—¿Cómo?
—Los hago sufrir.
—¿Cómo los haces sufrir?
—Por ejemplo, cuando robé el auto, eso los hizo sufrir —dijo Bobby, no con tono de triunfo
sino con una pesadez monótona y desesperanzada.
—¿Piensas que tal vez para eso robaste el auto, para hacerlos sufrir?
—No.
—Creo que no querías hacerlos sufrir. ¿Se te ocurre de qué otra manera los hiciste sufrir?
—Sólo sé que lo hice.
—Pero, ¿cómo lo sabes? —pregunté.
—No sé.
—¿Tus padres te castigan?
—No, son buenos conmigo.
—¿Entonces cómo sabes que los haces sufrir?
—Me gritan.
—¿Sí? ¿Y por qué cosas te gritan?
—No sé.
Ahora Bobby se hurgaba desesperadamente las lastimaduras y no bajaba más la cabeza
porque no podía. Pensé que sería mejor dirigir mis preguntas a temas más neutrales. Tal vez así
se abriría un poco más y podríamos comenzar a desarrollar una relación.
—¿Tienes animales en tu casa? —pregunté.
—Un perro.
—¿Qué clase de perro?
—Un ovejero alemán.
—¿Cómo se llama tu perro?
—Mi perra —corrigió—. Inge.
— Parece un nombre alemán.
—Es alemán.
—Un nombre alemán para una perra alemana —comenté, tratando de liberarme de mi papel
de interrogador—. ¿Inge y tú andan mucho juntos?
—No.
—¿Tú te ocupas de ella?
—Sí.
—Pero no parece interesarte mucho.
—Es la perra de mi padre.
—Ah... ¿pero tienes que cuidarla tú?
— Sí.
—No me parece justo. ¿A ti te enoja?
—No.
—¿Tienes algún animal que sea tuyo?
—No.
El tema de los animales no nos llevaba a ninguna parte, de manera que decidí cambiarlo por
otro que en general entusiasma a los chicos.
—Hace poco fue Navidad —dije—. ¿Qué re regalaron?
—Nada importante.
—Tus padres deben haberte regalado algo. ¿Qué te regalaron?
—Un arma.
—¿Un arma? —repetí estúpidamente.
—Sí.
—¿Qué clase de arma? —pregunté con lentitud.
—Un veintidós.
—¿Una pistola de calibre 22?
—No, un rifle de calibre 22.
Hubo un largo silencio. Yo sentía que había perdido la orientación. Quería interrumpir la
entrevista. Irme a casa. Finalmente me obligué a decir lo que había que decir.
—Entiendo que tu hermano se mató con un rifle de calibre 22.
—Sí.
—¿Eso era lo que habías pedido para Navidad?
—No.
—¿Qué pediste?
—Una raqueta de tenis.
—¿Y en cambio te regalaron el arma?
— Sí.
—¿Cómo te sentiste al recibir la misma clase de arma que tenía tu hermano?
—No era la misma clase de arma.
Comencé a sentirme mejor. Tal vez sólo estaba confundido.
—Perdona —dije—. Pensé que era la misma clase de arma.
—No era la misma clase de arma —replicó Bobby—. Era el arma.
—¿El arma?
—Sí.
—¿Quieres decir que era el arma de tu hermano? —Ahora sí que quería irme a casa ya
mismo.
—¿Cómo te sentiste cuando te regalaron el arma de tu hermano para Navidad?
—No sé.
Casi lamenté haber hecho la pregunta. ¿Cómo podía saberlo él? ¿Cómo podía responder a
semejante cosa? Lo miré. No había habido cambios en su aspecto mientras hablábamos del
arma. Seguía hurgándose las lastimaduras. Por lo demás parecía como si ya estuviera muerto...
con los ojos opacos, sin prestar atención a nada, apático hasta parecer sin vida, más allá del
terror.
—No, no puedes saberlo —dije—. Dime, ¿a veces ves a tus abuelos?
—No, viven en Dakota del Sur.
—¿Tienes algunos familiares que frecuentas?
—Algunos.
—¿Alguno que te guste?
—Me gusta mi tía Helen.
Me pareció detectar un leve tinte de entusiasmo en su respuesta.
—¿Te gustaría que tu tía Helen viniera a visitarte mientras estás aquí en el hospital? —
pregunté.
—Vive muy lejos.
—¿Pero si viniera de todos modos?
—Si ella quisiera.
Otra vez sentí en él un levísimo destello de esperanza... y en mí también. Me pondría en
contacto con la tía Helen. Ahora tenía que terminar la entrevista. No aguantaba más. Le
expliqué a Bobby la rutina de la vida en el hospital y le dije que lo vería al día siguiente, que las
enfermeras se ocuparían mucho de él y que le darían una píldora para dormir cuando se acostara.
Luego lo llevé otra vez a la sala de enfermeras. Después de escribir sus indicaciones salí del
edificio al patio. Nevaba. Me alegré de eso, dejé que la nieve cayera sobre mí unos minutos.
Luego volví a mi consultorio y me concentré en un trabajo de rutina con papeles del hospital.
También eso me hizo bien.
Al día siguiente vi a los padres de Bobby. Me dijeron que eran gente trabajadora. Él
fabricaba herramientas, era un experto maquinista que se enorgullecía de la gran precisión de su
oficio. Ella era secretaria de una compañía de seguros, y se enorgullecía de la prolijidad de su
casa. Iban a la iglesia luterana todos los domingos. Él bebía cerveza con moderación los fines
de semana. Ella pertenecía a una liga femenina de bowling que se reunía los jueves a la noche.
De estatura mediana, ni lindos ni feos, pertenecían a la capa superior de la “clase de cuello azul”,
15
tranquilos, ordenados, sólidos. No parecía haber razón alguna para la tragedia que les había
sucedido. Primero Stuart y ahora Hobby.
—Yo ya no tengo lágrimas, doctor —dijo la madre.
—¿El suicidio de Stuart fue una sorpresa para ustedes? —pregunté.
—Totalmente. Un shock absoluto —respondió el padre—. Era un chico tan equilibrado. Le
iba bien en el colegio. Era boy-scout. Le gustaba cazar marmotas en el campo que estaba detrás
de casa. Era un chico callado, pero todos lo querían.
15
Algo así como la crema del proletariado (N. del T.)
—¿Parecía deprimido antes de matarse?
—No, para nada. Estaba igual que siempre. Es cierto que era callado y no nos contaba
mucho de lo que pensaba.
—¿Dejó una nota?
—No.
—¿Algún familiar de ustedes, por cualquiera de los dos lados, sufrió alguna enfermedad
mental, tuvo depresiones graves o se suicidó?
—Nadie en mi familia —respondió el padre—. Mis padres emigraron de Alemania, de
manera que tengo allá muchos parientes de quienes no sé mucho; sobre ellos no puedo decirle.
—Mi abuela se puso senil y hubo que internarla en un hospital, pero ningún otro tuvo
dificultades mentales —agregó la madre—. Por cierto, ninguno se suicidó. Ay, doctor, usted no
piensa que hay alguna posibilidad de que... de que Hobby intente hacer algo parecido, ¿verdad?
—Sí —repliqué—, creo que hay una significativa probabilidad.
—Ay, Dios mío, creo que no podría soportarlo —gimió suavemente la madre—. Este asunto
de... de hacerse algo a sí mismo... ¿puede estar en la familia?
—Ya lo creo. Estadísticamente el mayor número de suicidios ocurre en gente que tuvo un
hermano o una hermana que se suicidó.
—Ay, Dios mío —gimió nuevamente la madre—. ¿Piensa que Hobby realmente podría
hacerlo también?
—¿No habían pensado que Hobby estaba en peligro? —pregunté.
—No, hasta ahora no —replicó el padre.
—Pero parece que hace tiempo que Hobby está deprimido —señalé—. ¿Eso no les
preocupó?
—Sí, nos preocupó, por supuesto —respondió el padre—, pero pensamos que era natural,
después de la muerte de su hermano. Pensamos que lo superaría con el tiempo.
—¿No pensaron en hacerlo ver por un psiquiatra?
—No, por supuesto que no —replicó el padre, esta vez con cierta molestia—. Ya le dijimos
que pensábamos que lo superaría. No teníamos idea de que fuera tan grave.
—Sé que Hobby ha bajado las notas en la escuela —comenté.
—Sí, es una lástima —dijo la madre—. Era tan buen alumno.
—En la escuela deben de haberse preocupado por el problema —proseguí—. ¿Pidieron
hablar con ustedes?
La madre parecía ligeramente incómoda.
—Sí. Y por supuesto yo también me preocupé. Hasta salí del trabajo antes de hora para ir a
hablar con ellos.
—Querría pedirles autorización para comunicarme con la escuela de Hobby si es necesario.
Podría ser útil.
—Por supuesto.
—En esa conversación que tuvieron, ¿alguien en la escuela sugirió que hicieran ver a Hobby
por un psiquiatra? —pregunté.
—No —respondió la madre. Parecía haber recuperado tan rápido la compostura que ni
siquiera estaba seguro de que en algún momento la hubiese perdido. —Lo que si sugirieron es
que buscáramos algún asesoramiento. Pero no con un psiquiatra. Por supuesto que si hubieran
sugerido un psiquiatra, habríamos hecho algo al respecto.
—Sí, y nos habríamos enterado de que era algo grave —agregó el padre—. Pero como
hablaron de asesoramiento, yo creí que sólo se preocupaban por sus notas. A nosotros también
nos preocupaban sus notas. Pero nunca presionamos a los chicos con la tarea escolar, a menos
que sea necesario. No es bueno exigir demasiado a los chicos, ¿verdad, doctor?
—No creo que llevar a Bobby a ver un consejero escolar fuera exigirle demasiado —
comenté.
—Bueno, eso es otra cosa, doctor —replicó la madre, más en ofensiva que a la defensiva—.
No es fácil para nosotros llevar a Bobby de aquí para allá durante la semana. Los dos
trabajamos, como usted sabe. Y estos consejeros escolares no trabajan los fines de semana,
¿verdad? Nosotros no podemos dejar el trabajo todos los días. Vivimos de eso, ¿sabe?
No me parecía útil comenzar una discusión con los padres de Hobby sobre si hubieran
podido o no encontrar un consejero escolar por la noche o en los fines de semana. Decidí tratar
el tema de la tía Helen.
—Bien —dije—, es posible que mis supervisores y yo decidamos que Bobby debe
permanecer internado durante algo más que un breve período... que por un tiempo puede
necesitar un cambio de escena completo. ¿Tienen ustedes algún familiar con quien él pudiera
estar?
—No lo creo —respondió de padre de inmediato—. No creo que ninguno de ellos quiera
hacerse cargo de un adolescente. Todos tienen su vida que vivir.
—Bobby me habló de su tía Helen —sugerí—. Tal vez ella quieta tenerlo.
La madre intervino bruscamente.
—¿Bobby dijo que no quería vivir con nosotros? —preguntó.
—No, todavía no hemos hablado del tema. Sólo estoy considerando las distintas opciones.
¿Quién es la tía Helen?
—Es mi hermana —respondió la madre—. Pero no sería posible. Vive a cientos de
kilómetros de distancia.
—No es lejos —respondí—. Y estoy pensando en términos de un cambio de escena para
Bobby. Esa distancia está bien. Estaría lo suficientemente cerca como para que pudiera
visitarlos y lo suficientemente lejos del lugar donde su hermano se suicidó, y tal vez lejos de
otras presiones que está experimentando.
—No creo que resultara.
—¿Por qué no?
—Bueno, Helen y yo no nos tratamos. No, no nos tratamos...
—¿Por qué?
—Nunca nos llevamos bien. Ella es muy presumida. Aunque no sé qué motivos tiene para
ser presumida. Al fin y al cabo se dedica a limpiar casas. Ella y su marido —que no es ningún
genio— tienen un pequeño servicio de ayuda doméstica. No sé por qué piensan que tienen que
sentirse superiores a los demás.
—Veo que usted y Helen no se llevan bien —reconocí—. ¿Hay algún otro familiar con
quien pueda estar Hobby?
—No.
—Aunque usted no se lleve bien con su hermana, parece que Bobby la quiere, y eso es
importante.
—Mire, doctor —intervino el padre—, no sé qué está insinuando. Hace un montón de
preguntas como si fuera de la policía. Nosotros no hicimos nada malo. Usted no tiene derecho a
separar a un chico de sus padres, si es eso lo que está pensando. Hemos trabajado mucho por ese
chico. Hemos sido buenos padres.
Por un momento sentí el estómago revuelto.
—Estoy preocupado por el regalo de Navidad que le hicieron a Bobby —dije.
—¿Regalo de Navidad? —Los padres parecían confundidos.
—Sí. Parece que le regalaron un arma.
—Así es.
—¿Eso fue lo que él pidió?
—¿Qué sé yo lo que él pidió? —preguntó el padre con tono beligerante. Enseguida el tono
se tornó quejumbroso. —No recuerdo qué pidió. Hemos pasado tantas... Este ha sido un
año muy difícil para nosotros.
—Estoy seguro de que sí —dije—. Pero, ¿por qué le regalaron un arma?
—¿Por qué? ¿Por qué no? Es un regalo adecuado para un chico de su edad. Muchos
chicos de su edad darían cualquier cosa por un arma.
—Se me ocurre —proseguí con lentitud—, que como su otro hijo se maté con un arma,
usted no le tendría tanto cariño a las armas.
—Usted es uno de esos que están contra las armas, ¿verdad? —preguntó el padre, otra vez
agresivo—. Bueno, está bien. Usted pensará así. Yo no soy un loco por las armas, pero
creo que ellas no son el problema, sino la gente que las usa.
—En cierta medida estoy de acuerdo con usted —dije—. Stuart no se mató simplemente
porque tuviera un arma. Seguramente tuvo una razón más importante. ¿Usted sabe cuál
puede haber sido esa razón?
—No. Ya le dijimos que ni siquiera sabíamos que Stuart estaba deprimido.
—Así es. Stuart estaba deprimido. Nadie se suicida si no está deprimido. Como ustedes no
sabían que Stuart estaba deprimido, seguramente no les preocupaba que tuviera un arma.
Pero sí sabían que Bobby estaba deprimido. Sabían que estaba deprimido mucho antes de
Navidad, mucho antes de regalarle el arma.
—Por favor, doctor, parece que usted no entiende —dijo la madre, tratando de congraciarse
conmigo—. Realmente no sabíamos que era tan grave. Pensamos que sólo estaba alterado
por lo de su hermano.
—Entonces le regalaron el rifle con que su hermano cometió el suicidio. No cualquier
arma. Ese rifle en particular.
El padre tomó nuevamente la palabra.
—No podíamos comprarle un arma nueva. No sé por qué nos persigue. Le hicimos el mejor
regalo que pudimos. El dinero no crece en los árboles, como usted sabe. Nosotros somos sólo
gente trabajadora. Podríamos haber vendido el rifle y haber guardado el dinero, pero no lo
hicimos. Lo guardamos para hacer un buen regalo a Bobby.
—¿Pensaron qué impresión le haría ese regalo a Bobby? —pregunté.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que regalarle el arma de Stuart era como decirle que siguiera los pasos de
Stuart, que se suicidara como él.
—No le dijimos nada de eso.
—Claro que no. ¿Pero no pensaron que Bobby podía interpretarlo así?
—No, no lo pensamos. No somos personas instruidas como usted. No hemos ido a la
universidad ni hemos aprendido maneras de pensar complicadas. Sólo somos trabajadores. No
puede esperarse que pensemos en todas esas cosas.
—Tal vez no —dije—, pero es lo que me preocupa. Porque hay que pensar en esas cosas.
Nos miramos largamente. Yo me preguntaba cómo se sentirían. Por cierto no parecían
sentirse culpables. ¿Furiosos? ¿Asustados? ¿Convertidos en víctimas? No lo sabía. No sentía
ninguna empatía con ellos. Sólo sabía lo que sentía yo. Sentía repulsión hacia ellos. Y mucho
cansancio.
—Me gustaría que me firmara una autorización para comunicarme con su hermana Helen
con respecto a Bobby y su situación —dije, dirigiéndome a la madre—. Y usted también —
agregué, mirando al padre.
—Bien, yo no se la daré —dijo el padre—. No toleraré que saque este asunto de la familia
ni que actúe con tanta superioridad como si fuera un juez o algo así.
—Por el contrario —expliqué con fría racionalidad—. Lo que estoy tratando de hacer es
mantener las cosas en la familia, dentro de lo posible. En este momento ustedes y Bobby y yo
somos las únicas personas implicadas. Creo que es necesario implicar a la tía de Hobby, al
menos lo necesario como para averiguar si ella puede ser útil. Si ustedes me impiden actuar,
tendré que llevar el asunto directamente a mis supervisores. Sospecho que podríamos llegar a la
conclusión de que hay que derivar el caso de Bobby a la Agencia de Protección del Menor del
Estado. Si lo hacemos, tendrán realmente a un juez en este asunto. Tal vez tengamos que
hacerlo de todos modos. Sin embargo, creo que si ella puede ayudar, acudir a Helen es una
forma de evitar notificar a las autoridades. Pero eso depende de ustedes. Ustedes decidirán si
quieren darme la autorización para comunicarme con Helen.
—Mi marido se ha puesto tonto, doctor —exclamó la madre de Hobby con una sonrisa
alegre y encantadora—. Estamos muy alterados por tener a nuestro hijo en un hospital para
enfermos mentales y no estamos habituados a hablar con gente tan culta como usted. Claro que
firmaremos el permiso. Yo no tengo ninguna objeción a que mi hermana participe de esto.
Queremos hacer todo lo que sea necesario para colaborar. Lo único que deseamos es lo que sea
mejor para Hobby.
Firmaron el permiso y se fueron. Esa noche mi esposa y yo fuimos a una fiesta del personal
del hospital y bebí más de la cuenta.
Al día siguiente me comuniqué con la tía Helen. Ella y su marido vinieron a verme
enseguida. Comprendieron rápidamente la situación y parecía que les importaba mucho. Ellos
también eran trabajadores pero estuvieron de acuerdo en que Bobby fuera a vivir con ellos
siempre que su atención psiquiárrica estuviera paga. Afortunadamente, a través de sus empleos,
los padres de Hobby tenían un seguro que cubría una parte importante de la atención psiquiátrica,
lo cual no es habitual. Hablé con un psiqúiarra muy competente en la ciudad de Helen, que
aceptó tomar el caso de Hobby para un tratamiento prolongado como paciente externo. Bobby
mismo no entendía por qué era necesario que viviera con sus tíos, y yo pensaba que no estaba
preparado para una explicación real. Simplemente le dije que sería mejor de esa manera.
Un par de días después Bobby había aceptado muy bien el cambio. En realidad, mejoró
rápidamente con varias visitas de Helen, la perspectiva de una nueva situación vital y la atención
que recibió de los asistentes y enfermeras. Cuando le dieron de alta y lo dejaron al cuidado de
Helen, tres semanas después, las lastimaduras en sus brazos y manos eran sólo cicatrices, y hasta
podía bromear con el personal. Pasaron seis meses y supe por Helen que estaba bien y que sus
notas en la escuela habían vuelto a subir. Por su psiquiatra me enteré de que había desarrollado
una buena relación terapéutica, pero que apenas comenzaba a enfrentar la realidad psicológica de
sus padres y la forma en que lo habían tratado. Después de eso no tuve más información sobre el
caso. En cuanto a los padres de Hobby, sólo los vi un par de veces luego de ese encuentro
inicial, y sólo dos minutos cada vez, mientras Bobby estaba todavía en el hospital. Era todo lo
que parecía necesario.

Siempre que traen a un niño para tratamiento psiquiátrico, es habitual referirse a él o a ella
como “el paciente identificado”. Con esto los psicoterapeutas queremos decir que los padres (u
otros identificadores) han etiquetado al chico como paciente, es decir como alguien en quien algo
anda mal y que necesita tratamiento. La razón de que usemos esta denominación es que hemos
aprendido a mirar con escepticismo la validez de este proceso de identificación. Muy a menudo,
cuando procedemos a la evaluación del problema, descubrimos que su fuente no está en el chico
sino en sus padres, su familia, su escuela o la sociedad. Dicho más simplemente, descubrimos
que el chico no está tan enfermo como sus padres. Aunque los padres han identificado al chico
como el que requiere corrección, generalmente son ellos, los identificadores, los que más la
necesitan. Ellos deberían ser los pacientes.
El caso de Hobby es un ejemplo. Aunque él estaba gravemente deprimido y
desesperadamente necesitado de ayuda, la fuente, la causa de su depresión no estaba en él sino en
la conducta de sus padres hacia él. Aunque Hobby estaba deprimido, no había nada enfermo en
su depresión. Cualquier chico de quince años estaría deprimido en sus circunstancias. La
enfermedad esencial de la situación no estaba en su depresión sino en el entorno familiar al que
su depresión era una respuesta bastante natural.
Para los chicos —incluso pata los adolescentes— los padres son como dioses. La forma en
que los padres hacen las cosas parece la forma en que deben hacerse las cosas. Los chicos rara
vez son capaces de comparar objetivamente a sus padres con otros padres. No son capaces de
hacer evaluaciones realistas de la conducta de sus padres. Si sus padres lo tratan mal, un chico
supone generalmente que él es malo. Si lo tratan como a un feo, estúpido ciudadano de segunda,
crecerá con la imagen de que es feo, estúpido y de segunda clase. Los niños criados sin amor
llegan a creer que no pueden ser amados.
Podemos expresar esto como una ley general del desarrollo de los niños: Siempre que hay un
déficit importante en el amor parental, el chico, muy probablemente, responderá a ese déficit
suponiendo que es la causa de ese déficit, y desarrollará de este modo una imagen negativa de sí
mismo que nada tiene que ver con la realidad.
Cuando Bobby llegó al hospital, literalmente se estaba haciendo agujeros, destruyendo la
superficie de sí mismo parte por parte. Como si sintiera que había algo malo, algo malvado
dentro de él, debajo de la superficie de su piel, y cavara tratando de sacarlo. ¿Por qué?
Si sucede que alguien cercano a nosotros se suicida, nuestra primera respuesta después del
shock inicial será (si somos personas normales) preguntarnos en qué nos equivocamos. Eso debe
de haberle sucedido a Bobby. En los días que siguieron a la muerte de Stuart debe de haber re-
cordado un montón de pequeños incidentes: que sólo una semana antes lo había llamado boludo;
que un mes antes le había dado una patada durante una pelea; que cuando su hermano lo
molestaba, a menudo deseaba que desapareciera de la faz de la tierra. Bobby se sentía
responsable, al menos en cierta medida, de la muerte de Stuart.
Lo que debió haber sucedido en este punto —y lo que habría sucedido en un hogar sano—
era que sus padres comenzaran a tranquilizarlo. Debieron haber hablado con él del suicidio de
Stuart. Debieron haberle explicado que, aunque ellos no se daban cuenta, sin duda Stuart estaba
mentalmente enfermo. Debieron haberle dicho que la gente no se suicida por las pequeñas
peleas de todos los días o por la rivalidad entre hermanos. Debieron haberle explicado que, si
alguien era responsable de la muerte de Stuart, en todo caso eran ellos, los padres, los que habían
tenido mayor influencia en su vida. Pero por lo que pude ver, Bobby no recibió ningún
reaseguro de este tipo.
Como este apuntalamiento no llegó, Bobby se deprimió visiblemente. Desmejoró en la
escuela. En este punto sus padres debieron haber enderezado la situación o, si no tenían
suficiente penetración como para hacerlo ellos mismos, haber buscado ayuda profesional. Pero
no lo hicieron, a pesar de que en la escuela se lo habían sugerido. Era probable que Hobby
interpretara la falta de atención a su depresión como una confirmación de su culpa. Por supuesto
que nadie se preocupaba por su depresión, pensaba: es que se la merecía. Merecía sentirse
horriblemente mal. Era justo que se sintiera culpable.
En consecuencia, para Navidad Bobby ya se juzgaba a sí mismo como un malvado criminal.
Luego, sin que él la pidiera, le regalaron el arma “homicida” de su hermano. ¿Cómo podía él
comprender el significado de este “regalo”? ¿Iba a pensar que sus padres eran personas
malvadas y que por serlo deseaban su destrucción, como probablemente habían destruido a su
hermano? Difícilmente. Tampoco podía él, con su mente de quince años, decirse a sí mismo:
Mis padres me regalaron el arma por una mezcla de haraganería, descuido y mal gusto. Parece
que no me quieren mucho... ¿y qué? Como ya se creía malvado y carecía de madurez para ver a
sus padres como eran, sólo le quedaba abierta una interpretación: creer que el arma era un
mensaje apropiado que le decía: “Toma el arma que tu hermano usó para matarse y haz lo mismo
que él: mereces morir”.
Afortunadamente Hobby no lo hizo de inmediato. Eligió la que probablemente era su única
opción psicológica: etiquetarse públicamente como un delincuente para ser castigado por su
maldad y que la sociedad estuviera a salvo de él mientras estuviera preso. Robó un auto. En un
sentido muy real, lo robó para poder vivir.
Todo esto es una suposición. No tengo forma de saber qué pensamientos pasaban por la
cabeza de Hobby. En primer lugar, los adolescentes son muy reservados. No suelen confiar a los
demás las evoluciones internas de su mente, y mucho menos a un adulto desconocido vestido con
un atemorizante guardapolvo blanco. Pero aunque hubiera podido confiar en mí, Bobby no
habría podido decirme estas cosas, de las que sólo tendría una muy vaga conciencia. En los
adultos, la mayor parte de nuestra vida “pensante” se desarrolla en un nivel inconsciente. En los
niños y en los adolescentes casi toda la actividad mental es inconsciente. Sienten, razonan y
actúan con muy poca percepción de lo que está pasando. De manera que tenemos que deducir de
su conducta lo que está sucediendo. Pero hemos aprendido lo suficiente como para saber que
estas deducciones pueden ser bastante acertadas.
Por estas deducciones podemos llegar a otra ley del desarrollo infantil, esta vez específica para el
problema del mal: Cuando un niño se enfrenta en forma tajante con la maldad de sus padres,
probablemente interpretará mal la situación y creerá que la maldad reside en él mismo.
Al enfrentarse con el mal, hasta el más sensato y seguro de los adultos experimenta
confusión. Imaginemos, entonces, lo que debe ser para un niño ingenuo encontrarse con la
maldad en quienes más ama y de quienes depende. Agreguemos a este hecho que las personas
malas se niegan a admitir sus propias fallas y, en realidad, desean proyectar su maldad en otros.
Por lo tanto, no es extraño que los chicos interpreten equivocadamente el proceso odiándose a sí
mismos. Y sin duda Bobby se hacía agujeros a sí mismo.
Vemos entonces que Bobby, el paciente identificado, no estaba él mismo tan enfermo sino
que respondía, como lo haría la mayor parte de los chicos, en forma predecible, a la peculiar
“enfermedad” de la maldad en sus padres. Aunque se lo identificara como “el que tiene
problemas”, el receptáculo de la maldad en el total de la situación no estaba en él sino en otra
parte. Por ello es que su más inmediata necesidad no era de tratamiento sino de protección. El
verdadero tratamiento vendría más tarde, y seria largo y difícil, como siempre lo es cuando se
trata de revertir una imagen de sí mismo que no corresponde a la realidad.
Ahora pasemos del paciente identificado a sus padres, la verdadera fuente del problema. Lo
adecuado habría sido identificarlos a ellos como enfermos. Ellos deberían haber recibido
tratamiento. Pero no fue así. ¿Por qué? Existen tres razones.
La primera, y tal vez la más poderosa, es que no lo deseaban. Para recibir un tratamiento
hay que quererlo, aunque sea en cierto grado, y para quererlo uno tiene que considerar que lo
necesita. Uno debe, por lo menos en cierto nivel, reconocer su imperfección. En este mundo
existe un enorme número de personas con problemas psiquiátricos graves e identificables que, a
los ojos de un psiquiatra, necesitan desesperadamente tratamiento y no reconocen esa necesidad.
De manera que no reciben tratamiento, aunque se les ofrezca en bandeja de plata. No todas estas
personas son malas. En realidad, la mayoría no lo es. Pero en esta categoría de personas con
mayor intensidad de resistencia al tratamiento psiquiátrico entran los verdaderamente malos.
Los padres de Bobby dieron muchas muestras de que rechazarían cualquier tipo de terapia
que yo pudiera haberles ofrecido. Ni siquiera pretendían demostrar culpa alguna por el suicidio
de Stuart. Sólo reaccionaron con racionalizaciones y beligerancia a mis intimaciones de que
habían incurrido en negligencia al no buscar antes ayuda profesional para Bobby y que su
elección del regalo de Navidad había sido, en todo caso, mala. Aunque yo no veía en ellos
ningún deseo de ocuparse de Bobby, la idea de que sería mejor que él viviera en otra parte era
anatema para ellos porque ponía en tela de juicio su capacidad como padres. Antes que admitir
cualquier déficit, se negaban a asumir culpa alguna con el argumento de que eran “trabajadores”.
Sin embargo, yo podría al menos haberles ofrecido terapia. El solo hecho de que
probablemente la rechazarían no era suficiente razón para no ofrecerla... para no hacer al menos
el intento de ayudarlos a llegar a la comprensión y a la compasión. Pero yo sentí que, aunque por
algún milagro estuvieran dispuestos a hacer psicoterapia, en su caso ésta habría fracasado.
Es triste, pero el hecho es que las personas más sanas —las más honestas, cuyas estructuras
de pensamiento están menos distorsionadas— son las más fáciles de tratar con psicoterapia y las
que más se beneficiarán con ella. Y a la inversa, cuanto más enfermos están los pacientes —
cuanto más deshonesta es su conducta y más distorsionada su manera de pensar— menos
capaces serán de alcanzar algún tipo de éxito. Cuando ellos están muy distorsionados y son muy
deshonestos, parece imposible. Entre terapeutas es frecuente calificar la psicopatología de un
paciente como “abrumadora”. Lo decimos en sentido literal. Literalmente nos sentimos
abrumados por la masa laberíntica de mentiras y motivos retorcidos y comunicación
distorsionada en la que caeremos si intentamos trabajar con estas personas en la íntima relación
psicoterapéutica. Sentirnos, y a veces con mucha razón que no sólo fracasaremos en nuestros
intentos de sacarlos del pantano de su enfermedad, sino que muy probablemente nos harán caer
en él. Somos demasiado débiles para ayudar a estos pacientes; demasiado ciegos como para ver
el final de los retorcidos corredores por donde nos llevarán; demasiado pequeños como para
mantener nuestro amor ante todo su odio. Este fue el caso al tratar con los padres de Bobby. Yo
me sentía abrumado por la enfermedad que percibía en ellos. No sólo rechazarían cualquier
ofrecimiento que yo hiciera de ayudarlos, sino que también me faltaba el poder para tener éxito
en algún tipo de tratamiento.
Hay una razón más por la que no intenté trabajar con los padres de Bobby. Simplemente no
me gustaban. Es más, me repugnaban. Para ayudar a los individuos en psicoterapia es necesario
tener al menos un atisbo de sentimiento positivo hacia ellos, un toque de simpatía por sus
problemas, una leve empatía por sus sufrimientos, una cierta consideración por su condición de
personas y esperanza en sus potenciales como seres humanos. Yo no sentía ninguna de estas
cosas. No me veía pasando hora tras hora con los padres de Bobby, semana tras semana, mes
tras mes, dedicado a su atención. Al contrario, casi no aguantaba estar con ellos en la misma
habitación. Me sentía sucio por su cercanía. Ansiaba que salieran lo antes posible del
consultorio. De vez en cuando intento trabajar con alguien cuyo caso considero sin esperanzas,
para ver si mi juicio ha sido erróneo, o aunque más no sea por lo que el caso puede enseñarme.
Pero con los padres de Bobby no. No sólo porque ellos habrían rechazado mi terapia, sino
también porque yo los rechazaba a ellos.
Las personas tienen sentimientos unas por las otras. Cuando los terapeutas tienen
sentimientos por sus pacientes los llaman “contratransferencia”. La contratransferencia abarca
toda la gama de las emociones humanas, desde el amor más intenso al odio más intenso. Sobre
el tema de la contratransferencia se ha escrito muchísimo; puede resultar muy útil o muy dañina
en la relación terapéutica. Si los sentimientos de los terapeutas son inapropiados, la
contratransferencia distorsionará, confundirá y desviará, el proceso deja curación. Si la
contratransferencia es adecuada, será la herramienta más útil para comprender los problemas de
un paciente.
Una tarea crucial de un psicoterapeuta es reconocer si la contratransferencia es apropiada o
no. Para cumplir esta tarea los psicoterapeutas deben analizarse continuamente a sí mismos a la
vez que analizan a sus pacientes. Si la contratransferencia es inapropiada, es responsabilidad del
terapeuta curarse al respecto, o derivar el paciente a otro terapeuta capaz de ser más objetivo en
ese caso particular.
La sensación que experimenta una persona sana en relación con una persona mala es de
repugnancia. La sensación de repugnancia puede ser casi instantánea si la maldad que se
encuentra es evidente. Si la maldad es más sutil, la repugnancia sólo se desarrollará
gradualmente a medida que se profundice la relación con la persona mala.
El sentimiento de repugnancia puede ser muy útil para el terapeuta. Puede ser una
herramienta de diagnóstico por excelencia. Puede significar, en forma más verdadera y rápida
que cualquier otra, que el terapeuta está en presencia de un ser humano malo. Pero, como un
filoso escalpelo, es una herramienta que hay que utilizar con mucho cuidado. Si la repugnancia
surge no por algo del paciente sino por alguna enfermedad del terapeuta, causará todo tipo de
daños, a menos que el o la terapeuta sepan reconocer con humildad que se trata de un problema
de ellos.
Pero, ¿qué haría que la repulsión fuera una respuesta sana? ¿Porqué podría ser una
contratransferencia apropiada para un terapeuta emocionalmente sano? La repugnancia es una
poderosa emoción que inmediatamente nos hace evitar, escapar de la presencia que causa
repugnancia. Y eso es lo más apropiado que puede hacer una persona sana en circunstancias
comunes, cuando se encuentra con una presencia indigna: escapar de ella. El mal es repugnante
porque es peligroso. Contamina, o bien destruye a la persona que se queda demasiado tiempo en
su presencia. A menos que uno sepa muy bien lo que está haciendo, lo mejor que se puede hacer
al enfrentarse con el mal es salir corriendo en dirección contraria. La contratransferencia de
rechazo es un sistema de radar instintivo, o, si ustedes quieren, puesto por Dios para hacer ad-
vertencias tempranas y salvadoras. 16
A pesar de la abundancia de literatura profesional sobre el tema de la contratransferencia,
nunca he leído nada específico sobre el rechazo. Hay varias razones para esta omisión. La
contrarransferencia de rechazo se relaciona tan específicamente con el mal, que es casi imposible
escribir sobre una sin escribir sobre el otro; y como el mal, en general, ha estado muy por fuera
de los límites de la psicoterapia hasta el momento, lo mismo ha sucedido con esta
contratransferencia específica. 17 Además, los psicoterapeutas suelen ser personas bondadosas, y
una reacción tan dramáticamente negativa de su parte sería una amenaza para la imagen que
tienen de sí mismos. Luego, por lo intensamente negativo de la reacción, hay una profunda
tendencia en los psicoterapeuras a evitar continuar la relación con pacientes malos. Finalmente,
como ya he dicho, muy pocas personas malas están dispuestas a ser clientes de psicoterapia.
Excepto en circunstancias extraordinarias, harán todo lo posible para huir del proceso
esclarecedor de la terapia. De manera que a los psicoterapeutas les resulta difícil estar con
personas malas el tiempo suficiente como para estudiarlas o como para estudiar sus propias
reacciones.
Hay otra reacción que los individuos malos frecuentemente engendran so nosotros: LA
CONFUSION. Describiendo un encuentro con una persona mala, una psicoterapeuta escribe:
“De pronto me pareció haber perdido la facultad de pensar”. 18 También aquí la reacción es muy
apropiada. Las mentiras confunden. La gente mala es “la gente de la mentira”: ellos engañan a
los otros al mismo tiempo que van acumulando capa sobre capa de autoengaño. Si se siente
confundido ante un paciente, el terapeuta debe preguntarse si su confusión no es el resultado de
su ignorancia. Pero también le corresponde al terapeuta preguntarse: “¿El paciente no estará
haciendo algo para confundirme?”. Mi trabajo en el caso descrito en el capitulo cuatro fue
ineficaz durante meses porque no me hice esta pregunta.
He dicho que la contratransferencia de rechazo es una respuesta apropiada —hasta salvadora
— ante las personas malas. Hay una excepción. Si se puede penetrar en la confusión —si puede
hacerse el diagnóstico de la maldad, y si el terapeuta, sabiendo lo que tiene entre manos, decide
intentar relacionarse con la persona mala para curarla, entonces, y sólo entonces, puede y debe
dejarse de lado la contratransferencia de rechazo. Esto significa correr un gran riesgo. El intento
de curación del mal no debe tomarse a la ligera. Hay que hacerlo desde una posición de notable
fuerza psicológica y espiritual.
La única razón por la que puede hacerse es que un terapeuta capaz de esa fuerza sabrá que,
si bien hay que temer a las personas malas, también hay que tenerles lástima. Ellos siempre
están huyendo de la luz que los pondría de manifiesto y de la voz de su propia conciencia; son
los seres humanos más atemorizados que existen. Viven sus vidas sumidos en el terror. No hay
que enviarlos a ningún infierno; el infierno es la vida que llevan. 19

16
Surge el problema de si una persona mala sentirá rechazo en presencia de otra persona mala. No lo sé. Es un
fascinante tema de investigación, porque su respuesta podría revelar mucho de la naturaleza y la génesis del mal en
los seres humanos. Teóricamente, si una personase vuelve mala por haber sido criada en un hogar malo, los padres
le parecerían tan normales al chico como para impedir que se desarrolle el sistema de radar para una temprana
advertencia. O bien la obligada y prolongada proximidad con sus padres malos que requiere la infancia sería
suficiente para destruir cualquier mecanismo de respuesta temprana y salvadora preexistente.
17
Puede experimentarse rechazo ante la enfermedad física. Era, por ejemplo, la respuesta habitual ante los leprosos,
y se la ha estudiado en relación con las reacciones de la gente ante los que tienen amputaciones u otras
deformidades. Aunque los psiquiatras conocen estas reacciones, no han escrito sobre el problema dentro de las
relaciones terapéuticas sostenidas
18
The New Yorker, 3 de Julio de 1978, página 19.
En consecuencia, no es sólo por la sociedad sino también por ellos mismos que hay que
hacer el intento de rescatar al malo de su infierno viviente. Como sabemos tan poco sobre la
naturaleza del mal, generalmente nos falta la habilidad para curarlo. Pero no es extraño que
tengamos esta ineptitud terapéutica si ni siquiera hemos discernido el mal como enfermedad
específica. La tesis de este libro es que el mal puede definirse como una forma específica de
enfermedad mental y que debe someterse a la misma intensidad de investigación científica que
dedicaríamos a otra importante enfermedad psiquiátrica.
Es natural y conveniente que en ciertas circunstancias nos apartemos de la madriguera del
reptil. También es apropiado que el científico —el herpetólogo experimentado— se aproxime a
ese lugar para aprender, para obtener veneno con el que desarrollar una antitoxina que sirva para
proteger a la humanidad y, tal vez, para asistir a la serpiente en su evolución. Las serpientes
pueden desarrollar alas y transformarse en dragones, y los dragones pueden domarse para que se
tornen, a la vez, fieros y bondadosos sirvientes de Dios. Si vemos a la persona mala como
enferma y digna de compasión —aunque siempre peligrosa— y si sabemos lo que estamos
haciendo, es apropiado que transformemos nuestro rechazo en cautelosa compasión para
aproximarnos al paciente en nuestro intento por curarlo.
Revisando el caso de Bobby después de veinte años, dudo de que hoy manejara el caso en
forma diferente a pesar de toda la experiencia adquirida. Hoy también consideraría mi tarea
principal separar a Bobby de sus padres y recurriría, como entonces, al poder temporal para
lograrlo. En veinte años no he aprendido nada que sugiera que es possible influir sobre las
personas malas por ningún otro medio que no sea el del poder puro y simple. Ellos no
responden, al menos en corto plazo, a trato bondadoso ni a ninguna forma de persuasión
espiritual que yo conozca. Pero una cosa ha cambiado en estos veinte años: ahora sé que los
padres de Bobby eran malos. Entonces no lo sabía. Sentía su maldad pero no tenía un nombre
para ella. Mis supervisores no me ayudaban a dar un nombre a eso que enfrentaba. El nombre
no existía en nuestro vocabulario profesional. Como científicos (y no sacerdotes), no debíamos
pensar en esos términos.
Dar a las cosas el nombre que les corresponde nos otorga un cierto poder sobre ellas. 20
Cuando conocí a los padres de Hobby no conocía la naturaleza de la fuerza con la que me
enfrentaba. Me rechazaba, pero no sentía curiosidad por ella. Evitaba tratar con ellos no sólo
por un saludable respeto ante esa fuerza, sino también porque me daba miedo… me daba miedo
sin saber por qué. Hoy sigo teniéndole miedo, pero ya no es un miedo ciego. Al conocer su
nombre, conozco algo de las dimensiones de esa fuerza. Como tengo mucho terreno seguro en
que apoyarme, puedo permitirme sentir curiosidad sobre su naturaleza. Puedo permitirme ir
hacia ella. De manera que hoy daría algo diferente. Una vez que hubiera logrado sacar a Bobby
de la casa de sus padres, intentaría nuevamente decirles, de la manera más vaga posible, que
estaban poseídos por un tipo de fuerza destructiva no sólo para sus hijos sino también para ellos
mismos. Y si tuviera la energía y el tiempo necesarios, les ofrecería trabajar con ellos en un
intento de vencer esa fuerza. Si por alguna remota casualidad aceptaran, procedería a trabajar
con ellos, no porque ahora me gustaran más que antes —ni siquiera por tener un grado de

19
Dios no nos castiga; nosotros nos castigamos a nosotros mismos. Los que viven en el infierno están allí por su
propia elección. En realidad, podrían salir de él con sólo deseado, pero sus valores son tales que hacen que la salida
del infierno les parezca abrumadoramente peligrosa, terriblemente dolorosa y difícil hasta lo imposible. Entonces
permanecen en el infierno porque les parece seguro y fácil para ellos. Lo prefieren así. Esta situación y la psicodi-
námica involucrada fueron el tema del hermoso libro de C. S. Lewis titulado The Great Divorce (El gran divorcio).
La idea de que la gente está en el infierno por propia elección no está muy difundida, pero el hecho es que
constituye, a la vez, buena psicología y buena teología.
20
Véase Úrsula Le Guin, A wizard of earthsea (Parnassus Press, 1968), por su extraordinaria descripción del poder
que el nombrar las cosas.
confianza significativo en mí poder curativo— sino simplemente porque, al conocer el nombre,
he adquirido la fuerza suficiente para hacer el aprendizaje e intentar el trabajo. Y es nuestra tarea
trabajar en los campos conocidos.

EL MAL Y EL PECADO
Para entender más completamente a los padres de Bobby —y a otros como ellos, que serán
descriptos en el próximo capítulo— es necesario que marquemos primero la diferencia entre el
mal y el pecado común. No los pecados per se los que caracterizan a las personas malas, sino la
sutileza, la persistencia y la consistencia de sus pecados. Esto se debe a que el defecto central
del mal no es el pecado sino la negativa a reconocerlo.
Los padres de Bobby y las personas descriptas en el siguiente capítulo, excepto por el mal
que albergan, son personas muy comunes. Viven en nuestra misma calle... en cualquier calle.
Pueden ser ricos o pobres, educados o ignorantes. No hay nada muy dramático en ellos. No
tienen título de criminales. Muy a menudo son “sólidos ciudadanos”, maestros de las escuelas
dominicales, policías, banqueros, miembros activos de las cooperadoras escolares.
¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible que sean malos y no se los denomine criminales? La
clave está en la palabra “denominar”. Son criminales porque cometen “crímenes” contra la vida
y la vitalidad. Pero salvo en raros casos —como en el caso de Hitler— en que llegan a un
altísimo grado de poder político que los libera de sus represiones habituales, sus “crímenes” son
tan sutiles y disimulados que no pueden designarse claramente como crímenes. El tema del
ocultamiento y el disimulo aparecerá repetidamente en el curso de este libro. Es la base del título
“La gente de la mentira”. 21
He pasado mucho tiempo trabajando en las cárceles con personas designadas como
criminales. Casi nunca sentí que eran personas malas. Sin duda son destructivas y, en general,
repetidamente. Pero en su destructividad hay algo de azar. Además, aunque ante las autoridades
suelen negar su responsabilidad en los hechos criminales, hay como una puerta abierta hacia su
maldad. Ellos mismos se apresuran a señalarlo, diciendo que los han atrapado porque son
criminales “honestos”. Y dirán que los verdaderamente malos están fuera de las cárceles. Sin
duda estas proclamas son para autojustificarse. Pero, en general, creo que también son correctas.
La gente que está en la cárcel puede casi siempre clasificarse dentro de uno u otro
diagnóstico psiquiátrico. Los diagnósticos abarcan todo el espectro existente y corresponden, en
términos de los legos, a cualidades tales como la locura, la impulsividad, la agresividad o la falta
de conciencia. Los hombres y mujeres de los que hablaré, tales como los padres de Bobby, no
tienen defectos tan obvios y no entran tan claramente en nuestro esquema psiquiátrico de rutina.
Y no porque los individuos malos sean sanos. Simplemente porque todavía no hemos
desarrollado una definición para su enfermedad.
Como distingo entre personas malas y criminales comunes, obviamente hago también la
distinción entre la maldad como característica de la personalidad y las malas acciones. En otras
palabras: las malas acciones no producen malas personas. De otro modo, todos seríamos malos,
porque todos cometemos malas acciones.
La definición más extendida del pecado es “no dar en el blanco”. Esto significa que
pecamos cada vez que no damos en el centro. El pecado es nada más y nada menos que la
imposibilidad de ser siempre perfectos. Como nos es imposible ser siempre perfectos, somos
todos pecadores. Habitualmente no hacemos lo mejor que podemos, y con cada fracaso come-

21
Titulo original del libro: “People of the Lie, The Hope For Healing Human Evil” (La gente de la mentira, la
esperanza de curar la maldad humana)
temos un crimen de alguna clase: contra Dios, nuestro prójimo o nosotros mismos, cuando no
francamente contra la ley.
Por supuesto, hay crímenes de mayor y menor magnitud. Sin embargo, es un error pensar
en el malo el pecado como una cuestión de grado. Puede parecer menos odioso estafar a los
ricos que a los pobres, pero de todas maneras es una estafa. Hay diferencias ante la ley entre una
defraudación en un negocio, la evasión de impuestos, copiarse en un examen, decirle a la esposa
que uno tiene que trabajar hasta tarde cuando en realidad le está siendo infiel, o decirle al marido
(o a una misma) que no tuvo tiempo de ir a buscar su ropa al lavadero cuando en realidad pasó
una hora hablando por teléfono con una amiga. Sin duda, unas acciones son más excusables que
otras —y tal vez lo sean mucho más según las circunstancias—, pero eso no quita que todas sean
mentiras y engaños. Si ustedes son lo suficientemente escrupulosos como para no haber hecho
ninguna de estas cosas recientemente, entonces pregúntense si hay alguna otra forma en que
puedan haberse mentido o engañado a sí mismos. O si han sido menos de lo que podían, lo cual
es en sí un autoengaño. Sean perfectamente honestos con ustedes mismos, y se darán cuenta de
su pecado. Si no se dan cuenta de eso, no son perfectamente honestos consigo mismos, lo cual es
en sí un pecado. No hay salida: todos somos pecadores. 22
Si no es posible definir a las personas malas por la ilegalidad de sus acciones o la magnitud
de sus pecados, ¿cómo los definiremos? La respuesta está en la consistencia de sus pecados.
Aunque en general son sutiles, su destructividad es notablemente consistente. Esto se debe a que
los que han “sobrepasado el límite” se caracterizan por su absoluta negativa a tolerar la
percepción de su propia naturaleza pecadora.
Dije que George, gracias a la culpa, logró evitar volverse malo. Como estaba dispuesto —
al menos en grado rudimentario— a tolerar la sensación de su propia naturaleza pecadora, pudo
rechazar su pacto con el demonio. Si no hubiera sentido el dolor de “las culpitas” que
experimentó al hacer el pacto, el deterioro moral habría continuado. Más que ninguna otra cosa,
la percepción de nuestra naturaleza pecadora es la que nos salva de sufrir un parecido deterioro.
Como ya he escrito en otra parte:
“…Bienaventurados sean los pobres de espíritu’’, comenzó diciendo Jesús cuando tuvo que
hablar a las multitudes. ¿Qué quiso decir con esta introducción? ¿Qué hay de
extraordinario en humillarse, en tener este sentido del pecado personal? Si ustedes se
preguntan eso, será bueno que recuerden a los fariseos. Eran los presumidos de la época
de Jesús. No se sentían pobres de espíritu. Sentían que eran dueños de todo, que lo sabían
todo, que merecían ser líderes de la cultura en Jerusalén y en Palestina. Y fueron los que
asesinaron a Jesús.
Los pobres de espíritu no hacen el mal. El mal no lo cometen las personas que dudan
sobre si ellos tienen razón, que cuestionan sus propios motivos, que se preocupan por si se
engañan a sí mismos. El mal en este mundo lo cometen los satisfechos, los fariseos de

22
Aunque con frecuencia y hasta con mala intención se la desvirtúa, tal vez la mayor belleza de la doctrina cristiana
es su aproximación comprensiva al pecado. Es una aproximación de dos puntas. En primer lugar insiste sobre el
carácter pecador de nuestra naturaleza. Por lo tanto, cualquier cristiano genuino se considerará pecador. El hecho
de que muchos ‘cristianos’ nominales y exteriormente devotos no se consideren pecadores en el fondo de su alma no
debe percibirse como una falla de la doctrina sino sólo como una falla del individuo que no puede vivir de acuerdo
con ella. Más adelante seguiremos hablando del mal con disfraz de cristiano. Por otra parte, la doctrina cristiana
también insiste en que se nos perdonan nuestros pecados, al menos si experimentamos contrición por ellos. Si
tenemos plena conciencia del grado de nuestra naturaleza pecadora, probablemente nos sintamos abrumados por la
desesperanza si no creemos a la vez en la naturaleza piadosa del Dios cristiano que perdona. Por eso la Iglesia, en
su mejor actitud, insiste también en que detenerse interminablemente en cada pequeño pecado que uno ha cometido
(un proceso conocido como la “excesiva escrupulosidad”) es en sí un pecado. Si Dios nos perdona, no perdonamos
a nosotros mismos es ponernos por encima de Dios, y así caer en el pecado de orgullo.
nuestro tiempo, los que se creen justos y sin pecado porque no quieren sufrir la molestia de
un examen significativo de sí mismos.
Por más desagradable que sea, el sentimiento de pecado personal es precisamente aquello
que impide que nuestro pecado se vuelva incontrolable. Es muy doloroso a veces, pero es
una gran bendición porque es nuestra única salvaguarda efectiva contra nuestra propia
proclividad al mal. Sainte Thérèse de Lisieux lo dijo muy bien, con su suavidad
característica: “Si estás dispuesto a soportar serenamente la prueba de desagradarte a ti
mismo, te convertirás en una agradable morada para Jesús…” 23

Los individuos malos no soportan serenamente la prueba de desagradarse a sí mismos. En


realidad no la soportan en absoluto. Por ejemplo, nunca detecté la menor recriminación a sí
mismos en los padres de Bobby. Y de esa incapacidad de ponerse a prueba a sí mismos surge su
maldad.
Las variedades de maldad de la gente son muchísimas. Como resultado de su negativa a
tolerar la sensación de su naturaleza pecadora, los individuos malos se convierten en
incorregibles bolsas de pecados. En mi experiencia, los he visto como seres notablemente
avarientos. Por lo tanto son baratos… tan baratos que a veces sus “regalos” pueden ser asesinos.
En La nueva psicología del amor sugerí que el pecado más básico es la pereza. En la próxima
parte sugiero que puede ser la soberbia… porque todos los pecados pueden repararse, excepto el
pecado de creer que uno no tiene pecado. Pero la pregunta de cuál es el más grande de los
pecados probablemente sea un tema para debate. Todos los pecados traicionan y nos aíslan de lo
divino y nuestro prójimo. Como lo dijo un profundo pensador religioso, cualquier pecado puede
“convertirse en un infierno”.
“…Puede haber un estado del alma contra el que ni siquiera el Amor puede luchar, porque
se ha endurecido contra el Amor. El infierno es esencialmente un estado del ser que
nosotros mismos nos creamos; un estado de separación definitiva de Dios que nosotros
mismos nos creamos y que no es el resultado de que Dios repudie al hombre, sino de que el
hombre repudia a Dios, y un repudio que es eterno precisamente porque se ha vuelto, en sí
mismo, inamovible. Hay analogía en la experiencia humana: el odio que es tan ciego, tan
oscuro, que el Amor sólo lo hace más violento; el orgullo tan pétreo que la humildad sólo lo
hace más despectivo; y por último, aunque no por eso menos importante, la inercia, que se
ha adueñado de tal forma de la personalidad que no hay crisis, ni llamado, ni ningún tipo
de inducción que pueda volverla a la actividad, sino que, por el contrario, sólo logra que se
hunda aun más en su inmovilidad. Así sucede con el alma y con Dios; el orgullo puede
endurecerse hasta convertirse en un infierno, el odio puede endurecerse hasta convertirse
en un infierno, cualquiera de las siete formas básicas de hacer el mal puede convertirse en
un infierno, y sobre todo esa indolencia que es el aburrimiento de las cosas divinas, la
inercia que no se preocupa por arrepentirse, a pesar de que ve el abismo donde va cayendo
el alma, porque durante tanto tiempo, tal vez en cosas pequeñas, se ha acostumbrado a
rechazar todo lo que pueda significar un esfuerzo. Que Dios misericordioso nos salve de
eso…” 24
Sin embargo, una característica predominante de la conducta de los que yo llamo individuos
malos es buscar un CHIVO EMISARIO. Como en el fondo ellos se consideran irreprochables,

23
Marilyn von Waldener y M. Scott Peck, What return can I make? (¿Que retorno puedo hacer - próximo a
publicarse).
24
Gerald Vann, The pain of Christ and the sorrow of God (el dolor de Cristo y el lamento de Dios), Springfield,
Illinois, Temple Gate Publishers, copyright by Aquin Press, 1947, pp. 54-55.
deben castigar a cualquiera que les haga reproches. Sacrifican a otros para conservar su propia
imagen de perfección. Tomemos el simple ejemplo de un chico de seis años que le dice a su
padre: “Papá, por qué le dijiste a la abuela que es una hija de puta?” –“Ya te dije que dejes de
molestarme”-, le grita el padre. “Ahora vas a ver! Yo te enseñaré a no decir palabrotas, te voy a
lavar la boca con jabón. Tal vez así aprendas a no decir cosas sucias y a callarte cuando te lo
ordenan.” Y arrastra al chico al baño para aplicarle ese castigo. En nombre de la “corrección y
la disciplina” se ha cometido un mal.
El recurso de buscar un chivo emisario funciona a través de un mecanismo que los
psiquiatras llaman proyección. Como en el fondo de su alma los individuos malos se creen
perfectos, es inevitable que cuando están en conflicto con el mundo invariablemente perciban ese
conflicto como causado por el mundo. Como tienen que negar su propia maldad, deben percibir
como malos a los otros. Proyectan su propia maldad en el mundo. Nunca piensan en sí mismos
como malos; por el contrario, siempre ven mucha maldad en los demás. El padre percibía las
cosas irreverentes y sucias como existentes en su hijo y actuaba para limpiar su ‘mugre’. Sin
embargo sabemos que el irreverente y el sucio era el padre. El padre proyectaba su propia
suciedad en el hijo y luego lo atacaba en nombre de la buena educación.
El mal, por lo tanto, se comete a menudo para buscar un chivo emisario, y la gente que yo
rotulo como mala no hace más que buscar chivos emisarios. En La nueva psicología del amor
definí el mal como “el ejercicio del poder político, es decir, la imposición de la voluntad de uno
sobre los demás mediante una coacción abierta o encubierta para evitar el crecimiento espiritual”
(pág. 290). En otras palabras, los individuos malos atacan a otros para no enfrentar sus propias
fallas. El crecimiento espiritual requiere el reconocimiento de la necesidad que tiene uno de
crecer. Si no podemos reconocer eso, no tenemos otra opción que intentar erradicar la evidencia
de nuestra imperfección. 25
Aunque parezca extraño, las personas malas generalmente son destructivas porque tratan de
destruir el mal. El problema es que equivocan la ubicación del mal. En lugar de destruir a otros
deberían destruir la enfermedad que llevan dentro de sí mismos. Como la vida a menudo
amenaza su autoimagen de perfección, a menudo se ocupan activamente en odiar y destruir la
vida, generalmente en nombre de la virtud. Sin embargo, el problema puede ser no tanto que
odien la vida como que no odien la parte pecadora que llevan adentro. No creo que los padres de
Bobby hayan querido deliberadamente matar a Stuart o matarlo a él. Sospecho que si hubiera
llegado a conocerlos bien, habría descubierto que su conducta asesina estaba totalmente dictada
por una forma extrema de autoprotección que invariablemente sacrificaba a otros y nunca a sí
mismos.
¿Cuál es la causa de esta incapacidad de odiarse a sí mismos, de desagradarse a sí mismos,
que parece estar en la raíz de la conducta en pos de un chivo emisario de los que llamo malos?
Creo que la causa no es la falta de conciencia. Hay personas, tanto en las cárceles como fuera de

25
Ernest Becker, en su última obra Escape from Evil (Escape del mal) (Macmillan. 1965) señaló el papel esencial de
la búsqueda de un chivo emisario en la génesis de la maldad humana. Creo que se equivocó al centrarse
exclusivamente en el miedo a la muerte como único motivo de esa búsqueda. En realidad, creo que el temor a la
autocrítica es el motivo más poderoso. Aunque Becker no lo dijo, podría haber igualado el temor a la autocrítica con
el temor a la muerte. La autocrítica es un llamado al cambio de personalidad. En cuanto critico una parte de mí
mismo contraigo la obligación de cambiarla. Pero el proceso de cambio de la personalidad es doloroso. Es como
una muerte. La vieja estructura de la personalidad debe morir para que aparezca otra nueva. Los individuos malos
están patológicamente fijados al statu quo de sus personalidades, que en su narcisismo consideran perfectas. Creo
que es posible que ellos perciban hasta un muy pequeño grado de cambio en su amado yo, como la representación de
una aniquilación total. En este sentido, la amenaza de autocrítica puede parecer sinónima a la amenaza de extinción
para los individuos malos. Veremos claramente cómo sucede esto al entrar más en profundidad en el tema del
narcisismo.
ellas, a quienes parece faltarles totalmente la conciencia o el superyó. Los psiquiatras los llaman
psicópatas o sociópatas. No tienen culpa y no sólo cometen crímenes, sino que a menudo lo
hacen con total abandono. En su críminología no hay mucha estructura ni significado; no se
particulariza especialmente por la búsqueda de un chivo emisario. Como seres sin conciencia,
los psicópatas no parecen molestarse o preocuparse por nada, incluyendo su propia criminalidad.
Parecen tan felices dentro de una cárcel como afuera. Intentan sí, ocultar sus crímenes, pero sus
esfuerzos en ese sentido son débiles, descuidados, y mal planeados. A veces se los llama
“imbéciles morales”, y hay casi cierta inocencia en su falta de preocupación e interés.
Esto difícilmente sucede con los que llamo malos. Totalmente dedicados a conservar su
autoimagen de perfección, se dedican incesantemente esfuerzo mantener la apariencia de la
pureza moral. Se preocupan mucho por ésto. Son muy sensibles a las normas sociales y a lo que
otros puedan pensar de ellos. Como los padres de Bobby, visten bien, llegan puntualmente al
trabajo, pagan sus impuestos, y externamente parecen, vivir una vida irreprochable.
Las palabras “imagen”, “apariencia” y “externamente” son cruciales para comprender la
moralidad del mal. A pesar de que carecen de toda motivación para ser buenos, desean
intensamente parecer buenos. Su “bondad” está totalmente en un nivel de fingimiento. En
efecto, es una mentira. Por eso son “la gente de la mentira”.
En realidad, la mentira no se dirige tanto a engañar otros como a engañarse a sí mismos. No
pueden o no quieren tolerar el dolor del autorreproche. El decoro con el que llevan sus vidas se
mantiene como un espejo en el que pueden verse reflejados como seres correctos. Pero el
autoengaño sería innecesario si los individuos malos no tuvieran sentido de lo que está bien y lo
que está mal. Mentimos solamente cuando deseamos tapar algo que sabemos que es ilícito.
Alguna forma rudimentaria de conciencia debe preceder a la acción de mentir. No hay necesidad
de ocultar a menos que sintamos que hay algo que ocultar.
Ahora llegamos a una especie de paradoja. He dicho que los individuos malos sienten que
son perfectos. Pero al mismo tiempo creo que tienen una sensación no reconocida de su propia
naturaleza malvada. En realidad, tratan desesperadamente de escapar a esta sensación. El
componente esencial del mal no es la ausencia de una sensación del pecado o de la imperfección,
sino la negativa a tolerar esa sensación. Las personas malas perciben su maldad y tratan de
evitar esa percepción exactamente al mismo tiempo. No tienen la suerte de carecer de un sentido
de la moralidad como los psicópatas, sino que están constantemente tratando de barrer la
evidencia de su propia maldad y esconderla bajo la alfombra de su conciencia. Los padres de
Bobby tenían una racionalización para todo lo que hacían, una justificación que les servía a ellos
aunque no a mí. El problema no es un defecto de conciencia, sino el esfuerzo de negar a la
conciencia lo que ella reclama. Nos volvemos malos cuando tratamos de escondernos de
nosotros mismos. La maldad de los individuos malos no se comete directamente, sino
indirectamente a través de este proceso de ocultamiento. El mal no se origina en la ausencia de
culpa sino en el esfuerzo de escapar de ella.
Por lo tanto, a menudo sucede que se reconoce al mal por su propio disfraz. Puede
percibirse la mentira antes de la mala acción que trata ocultar, el ocultamiento antes del hecho.
Vemos la sonrisa que oculta odio, la actitud suave y zalamera que enmascara a la furia, el guante
de terciopelo que oculta el puño. Como son expertos en el disfraz, rara vez es posible ubicar con
precisión la malicia de los seres malos. El disfraz suele ser impenetrable. Pero sí podemos
vislumbrar el misterioso juego de las escondidas en la oscuridad del alma, en el que el alma
humana, a solas, se evade, se esquiva, se esconde de si misma. 26
26
Buber, Good and Evil (El bien y el mal), pág. 111. Como lo que más desean los malos es disfrazarse, uno de los
lugares donde es más probable encontrar personas malas es dentro de la iglesia. ¿Qué mejor forma de ocultar la
propia maldad a uno mismo ya los demás que ser diácono u ocupar cualquier otro lugar visible como cristiano
dentro de nuestra cultura? Supongo que en la India los malos mostrarán una tendencia similar a ser “buenos”
En La nueva psicología del amor sugerí que la pereza o el deseo de escapar al “legítimo
sufrimiento” está en la raíz de toda enfermedad mental. Aquí también hablamos del hecho de
evitar y evadirse del dolor. Sin embargo, lo que distingue a los individuos malos del resto de los
demás pecadores mentalmente enfermos, es el tipo específico de dolor del que escapan. No es
que eviten el dolor ni que sean perezosos en general. Al contrario, es probable que se esfuercen
más que otros en su continuo intento de lograr y mantener una imagen de alta respetabilidad.
Están dispuestos, hasta ansiosos de soportar grandes exigencias en su búsqueda de status. Sólo
hay un tipo especial de dolor que no pueden soportar: el dolor de su propia conciencia, el dolor
de percibir su propia naturaleza pecadora y su imperfección.
Como hacen cualquier cosa por evitar ese dolor particular que viene de examinarse a sí
mismos, en circunstancias comunes los malos son los últimos en acudir a la psicoterapia. Los
malos odian la luz: la luz de la bondad que los descubre, la luz de la observación que los pone en
evidencia, la luz de la verdad que penetra en su engaño. La psicoterapia es un proceso
iluminador por excelencia. Excepto por motivos muy retorcidos, una persona mala elegirá
cualquier otro camino concebible antes que el diván del psiquiatra. Someterse a la disciplina de
la observación de si mismos que exige el psicoanálisis realmente les parece un suicidio. La
razón más significativa de que sepamos científicamente tan poco sobre la maldad humana es
simplemente que los malos se resisten tanto a ser estudiados.

EL NARCISISMO Y LA VOLUNTAD
El narcisismo o auto-absorción adopta muchas formas. Algunas son normales. Algunas son
normales en la infancia pero no en la edad adulta. Algunas son más claramente patológicas que
otras. El tema es tan complejo como importante. Pero no es el propósito de este libro dar una
visión equilibrada de todo el tema, de manera que pasaremos de inmediato a la variante
patológica particular que Erich Fromm llamó “narcisismo maligno”.
El narcisismo maligno se caracteriza por una voluntad que no se somete. Todos los adultos
mentalmente sanos se someten de una u otra forma a algo superior a sí mismos, ya sea a Dios o a
la verdad, o al amor, o algún otro ideal. Hacen lo que Dios quiere que hagan más que lo que
ellos mismos desearían: “Hágase Tu voluntad, no la mía”, dice la persona sometida a Dios.
Creen en lo que es cierto más que en lo que ellos desearían que fuera cierto. A diferencia de lo
que les sucedía a los padres de Bobby, lo que necesita la persona amada se torna más importante
para ellos que su propia gratificación. En síntesis: en mayor o menor grado, todos los individuos
mentalmente sanos se someten a los dictados de su propia conciencia. Pero los malos no. En el
conflicto entre su culpa y su voluntad, es la culpa la que debe desaparecer y la voluntad ganar.
Al lector le llamará la atención la extraordinaria fuerza de voluntad de las personas malas.
Son hombres y mujeres de voluntad obviamente fuerte, decididos a salirse con la suya. Hay una
notable fuerza en la forma en que tratan de controlar a otros. 27

hindúes o “buenos” musulmanes. No quiero decir que los individuos malos sean otra cosa que una pequeña minoría
entre la gente religiosa, ni que los motivos religiosos de la mayor parte de la gente sean espúreos. Sólo quiero decir
que las personas malas suelen acercarse a la devoción por el disfraz y el ocultamiento que ella puede ofrecerles.

27
La excesiva necesidad de control del mal está bien expresada en el mito mormón en el que Jesucristo y Satanás
tuvieron que presentar a Dios el plan que tenía cada uno para tratar con la recién creada raza humana. El plan de
Satanás era simple (del tipo que usarían hoy la mayoría de los líderes empresarios y militares): Dios tenía ejércitos
de ángeles bajo su mando; sólo había que asignar un ángel con poder punitivo a cada ser humano, y Él no tendría
problemas en mantenerlos en línea. El plan de Cristo era radicalmente distinto y más imaginativo (y biofilico):
“Que hagan su voluntad y elijan el camino que quieran”, propuso, “pero déjame vivir y morir como uno de ellos,
como ejemplo de cómo vivir y de cómo Tú los amas”. Dios, por supuesto, eligió el plan de Cristo como más
creativo, y Satán se rebeló ante esta elección. La naturaleza controladora del mal también es extensamente tratada
Los teólogos hablan del mal como de una consecuencia del libre albedrío. Cuando Dios, al
crearnos a Su imagen y semejanza, nos dio una voluntad libre, tuvo que permitir a los humanos
la opción del mal. El problema también puede verse en los términos seculares de la teoría de la
evolución. La “voluntad” de los seres inferiores parece estar en gran medida controlada por sus
instintos. Sin embargo, cuando los seres humanos evolucionaron a partir de los monos, la
evolución los llevó a salir de esos controles instintivos y a avanzar hacia la voluntad libre. Esta
evolución deja a los seres humanos en la posición de guiarse totalmente por la voluntad o tener
que buscar nuevas formas de autocontrol a través de la sumisión a principios más elevados. Pero
queda sin respuesta la pregunta de por qué algunos seres humanos son capaces de lograr esa
sumisión y otros no. En realidad, es casi tentador pensar que el problema del mal está en la
voluntad misma. Tal vez los malos nacen con una voluntad tan fuerte que les resulta imposible
someterla. Sin embargo, creo que una voluntad muy poderosa es una característica de las
“grandes” personas, si bien esta grandeza puede inclinarse para el bien o para el mal. La fuerte
voluntad —el poder y la autoridad— de Jesús irradia de los Evangelios, así como la de Hitler
irradia de Mi Lucha. Pero la voluntad de Jesús era la de Su Padre, mientras que la de Hitler era
la de é1 mismo. La diferencia está entre la voluntad entendida como buena disposición o como
terquedad. 28
Esta terca negativa a la sumisión que caracteriza al narcisismo maligno está descripta tanto
en la historia de Satanás como en la de Caín y Abel. Satanás se negó a someterse al juicio de
Dios de que Cristo era superior que él. El que Cristo fuese preferido significaba que Satanás no
lo era. Satanás era menos que Cristo a los ojos de Dios. Si Satanás hubiera aceptado el juicio de
Dios, habría tenido que aceptar su propia imperfección. Y eso no podía o no quería hacerlo. No
podía concebir su imperfección. Por lo tanto, la sumisión era imposible y la rebelión y la caída
inevitables. Así, también, la aceptación de Dios del sacrificio de Abel implicaba una crítica a
Caín: Caín era menos que Abel a los ojos de Dios. Puesto que se negaba a reconocer su
imperfección, era inevitable que Caín, como Satanás, tomara la ley en sus manos y cometiera un
asesinato. En forma similar, aunque generalmente más sutil, todos los que son malos toman la
ley en sus manos para destruir la vida o la vitalidad en defensa de su propia imagen narcisista.
“El orgullo viene antes de la caída”, suele decirse. Los legos simplemente llaman orgullo a
lo que nosotros hemos dado el sofisticado nombre psiquiátrico de “narcisismo maligno”. Como
el orgullo está en la raíz del mal, no es accidental que las autoridades de la Iglesia lo hayan
considerado el primero de los pecados. Cuando hablan del pecado de soberbia no se refieren a la
sensación de logro legítimo que se puede disfrutar después de un trabajo bien hecho. Si bien esa
clase de orgullo, como el narcisismo normal, puede tener sus peligros, también forma parte de
una sana confianza en sí mismo y de un sentido realista del propio valor. Cuando los teólogos
hablan de la soberbia se refieren, más bien, a un tipo de orgullo que niega de manera poco
realista nuestra naturaleza pecadora inherente a nuestra imperfección —una especie de orgullo
arrogante que empuja a las personas a rechazar y hasta atacar el juicio implicado en la evidencia
cotidiana de sus propias falencias. A pesar de sus frutos, los padres de Bobby no veían ningún
defecto en la forma de criar a sus hijos. Dicho con las palabras de Buber, los narcisistas
malignos insisten en la “afirmación independiente de todo lo observado”. 29
¿Cuál es la causa de este orgullo arrogante, de esta presuntuosa imagen de sí mismos, de
este tipo particularmente maligno de narcisismo? ¿Por qué algunos pocos padecen de él,
mientras que la mayoría parece escapar a sus garras? No lo sabemos. En los últimos quince
años los psiquiatras han prestado cada vez más atención al fenómeno del narcisismo, pero

por Marguerite Shuster en su disertación no publicada “El poder, la patología y la paradoja” (Seminario Teológico
Fuller, 1977).
28
Gerald G. May, M.D., Will and spirit (Fuerza de voluntad y espíritu), Harper & Row, 1982.
29
Good and Evil, pág.136
nuestra comprensión del tema todavía está en pañales. Todavía no hemos logrado, por ejemplo,
distinguir los diferentes tipos de auto-absorción excesiva. Hay muchos que son claramente —
incluso groseramente— narcisistas de una manera u otra, pero no son malos. Todo lo que puedo
decir en este punto es que la clase particular de narcisismo que caracteriza a las personas malas
parece ser la que afecta particularmente a la voluntad. Por qué una persona ha de ser víctima de
este tipo de narcisismo, y no de algún otro o de ninguno, es algo que apenas puedo suponer vaga-
mente.
En mi experiencia el mal está en la familia. La persona descripta en el capítulo cuatro tiene
padres malos. Pero la estructura familiar, por más correcta que sea, no hace nada por resolver la
vieja controversia: “naturaleza versus aprendizaje”. ¿El mal está en las familias porque es
genético y heredado? ¿O porque el chico lo aprende imitando a sus padres? ¿O incluso como
defensa contra sus padres? ¿Y cómo explicar el hecho de que muchos hijos de padres malos,
aunque suelen quedar con marcas, no son malos? No lo sabemos, ni lo sabremos hasta que se
haya realizado un laborioso trabajo científico.
De todos modos, una teoría dominante de la génesis del narcisismo patológico dice que es
un fenómeno defensivo. Como casi todos los niños pequeños demuestran un formidable acervo
de características narcisistas, suponemos que el narcisismo es algo que generalmente “se supera”
en el curso de un desarrollo normal, a través de una infancia estable al cuidado de padres
cariñosos y comprensivos. Pero si los padres son crueles y nada afectuosos, o si por otros
motivos la infancia es traumática, se cree que el narcisismo infantil se conserva como una
especie de fortaleza psicológica para proteger al chico contra las vicisitudes de una vida
intolerable. Esta teoría bien podría aplicarse a la génesis de la maldad humana. Los cons-
tructores de las catedrales medievales colocaban en los contrafuertes las figuras de las gárgolas
—que en sí mismas son símbolos del mal— para espantar a los espíritus de un mal mayor. Del
mismo modo, los chicos pueden volverse malos para defenderse de los ataques de los padres que
son malos. Por lo tanto, es posible pensar en la maldad humana —por lo menos en algunos casos
— como una especie de gargolismo psicológico.
Sin embargo hay otras formas de ver la génesis de la maldad humana. El hecho es que
algunos de nosotros somos muy malos, otros muy buenos, y la mayoría estamos en el medio.
Por lo tanto, podríamos pensar en la bondad y la maldad humanas como una especie de
continuum. Como individuos podemos desplazarnos de un extremo a otro del continuum. Así
como hay una tendencia de los ricos a volverse más ricos, y los pobres más pobres, parece haber
una tendencia de los buenos a hacerse mejores y los malos peores. Erich Fromm habló bastante
extensamente de estos asuntos:
“…Nuestra capacidad de elegir cambia constantemente con nuestra práctica de la vida.
Cuanto más tiempo seguimos haciendo malas elecciones, más se endurece nuestro corazón;
cuanto más frecuentemente tomamos las decisiones correctas más se ablanda nuestro
corazón… o, mejor dicho, cobra vida... Cada paso de mi vida que aumenta la confianza en
mí mismo, mí integridad, mi coraje, mi convicción, aumenta también mi capacidad de ele-
gir la alternativa deseable, hasta que finalmente se me hace más difícil elegir la acción
indeseable en lugar de la deseable. Y, a la inversa, cada acto de capitulación y cobardía
me debilita, abre el camino para que cometa más actos de capitulación, y finalmente se
pierde la libertad. Entre el extremo donde ya no puedo cometer una mala acción y el
extremo donde ya he perdido mi libertad para hacer una buena acción, existen infinitos
grados de libertad de elección. En la práctica de la vida el grado de libertad para elegir
es diferente en cualquier momento dado. Si el grado de libertad para elegir el bien es alto,
se necesita menos esfuerzo para elegir el bien. Si es pequeño, se necesita un gran esfuerzo,
ayuda de otros, y circunstancias favorables. La mayor parte de la gente fracasa en el arte
de vivir no porque sea intrínsecamente mala o tan carentes de voluntad que no pueda vivir
una vida mejor; fracasa porque no se despierta para ver cuando está en una encrucijada
del camino y tiene que decidir. No se da cuenta cuando la vida le hace una pregunta, y
cuando todavía tiene respuestas alternativas. Luego, con cada paso que da por el camino
equivocado, encuentra cada vez más difícil admitir que está en el camino equivocado, a
menudo sólo porque tiene que admitir que debe volver hacia el lugar donde dobló mal por
primera vez, y aceptar el hecho de que perdió energía y tiempo…” 30

Fromm vio la génesis de la maldad humana como un proceso de desarrollo: no se nos crea
malos ni se nos obliga a serlo, pero nos volvemos malos con el tiempo a través de una larga serie
de elecciones. Aplaudo este punto de vista, en particular su énfasis en la elección y la voluntad.
Creo que tal como está es correcto. Pero no creo que encierre toda la verdad sobre el asunto.
Por un lado, no considera las tremendas fuerzas que tienden a dar forma al ser de un niño
pequeño antes de que tenga mucha oportunidad de ejercitar su voluntad en una verdadera libertad
de elección. Por otro lado, tal vez subestima el poder de la voluntad misma.
He visto casos en que un individuo hizo una mala elección por ninguna razón aparente
excepto el puro deseo de ejercitar la libertad de su voluntad. Es como si esas personas se dijeran
a sí mismas: “Sé cuál es la acción correcta en esta situación, pero ni pienso atarme a cuestiones
de moralidad, ni siquiera a mi propia conciencia. Si hiciera lo que es bueno, sería porque es
bueno. Pero si hago lo que es malo, será solamente porque quiero. Por lo tanto haré lo malo,
porque tengo la libertad de hacerlo”.
Malachi Martin, al relatar la lucha de un hombre por liberarse de la posesión, da la mejor
descripción que conozco de la voluntad humana libre en acción:
“…De inmediato supo qué era esa fuerza. Era su voluntad. Su voluntad autónoma. Él
mismo como un ser con libertad de elegir. Con una mirada de soslayo de su mente, dejó de
lado definitivamente esa trama de ilusiones mentales sobre las motivaciones psicológicas,
las estimulaciones de la conducta, las racionalizaciones, los cercos mentales, la ética
situacional, las lealtades sociales y los slogans comunales. Todo era basura, y ya había
sido devorada y desintegrada por las llamas de esta experiencia que todavía podía
consumirlo. Sólo permanecía su voluntad. Sólo su libertad de espíritu para elegir se
mantenía firme. Sólo le quedaba la agonía de la libre elección… Después se preguntaría
cuántas elecciones libres había hecho realmente en su vida antes de esa noche. Porque
ahora sufría la agonía de elegir libremente, con absoluta libertad. Sólo por el hecho de
elegir. Sin ningún estímulo externo. Sin antecedentes en la memoria. Sin sentirse
empujado por los gustos adquiridos o por las persuasiones. Sin ninguna razón o causa o
motivo que decidiera su elección. Sin el peso del deseo de vivir o morir… porque en ese
momento las dos cosas le resultaban indiferentes. Era, en cierto sentido, como el asno que
los filósofos medievales consideraban desvalido, inmovilizado y destinado a morirse de
hambre porque estaba a la misma distancia de dos montones de heno y no podía decidir a
cuál de ellos aproximarse para comer. Elección totalmente libre… Tenía que elegir. La
libertad de aceptar o rechazar. La propuesta de dar un paso en la oscuridad… Todo
parecía esperarlo en este próximo paso. Su próximo paso. Sólo suyo…” 31

En mi opinión, el asunto del libre albedrío, como tantas grandes verdades, es una paradoja.
Por un lado, el libre albedrío es una realidad. Podemos ser libres de elegir sin “slogans” o
condicionamientos o muchos otros factores. Por otro lado, no podemos elegir la libertad. Sólo
30
The Heart of man: its genius for good and evil (el corazón del hombre: su genio para el bein y el mal), pág. 173-
178
31
Hostage to Devil, Bantan Books, 1977, pp. 192-193.
hay dos estados del ser: la sumisión a Dios y a la bondad, o la negativa a someterse a nada más
allá de la propia voluntad… negativa que lo esclaviza a uno automáticamente a las fuerzas del
mal. En última instancia tenemos que pertenecer a Dios o al demonio. Esta paradoja fue
expresada por Cristo cuando dijo: “Cualquiera que salve su vida la perderá. Y cualquiera que
pierda su vida por mí, la encontrará.” 32 También lo expresa el héroe, Dysert, en las últimas
líneas de la obra Equus de Peter Shaffer: “No puedo decir que fue ordenado por Dios, no puedo
ir tan lejos. Pero le rendiré homenaje como si lo hubiera sido. Ahora tengo en la boca esta dura
cadena. Y ya no sale.” 33 Como dijo C. S. Lewis: “No hay terreno neutral en el universo; cada
centímetro cuadrado, cada centésima de segundo es reclamado por Dios y contrarreclamado por
Satanás.” 34 Supongo que el único verdadero estado de libertad, es situarse exactamente a mitad
de camino entre Dios y el demonio, sin comprometerse con el bien ni con el absoluto egoísmo.
Pero esa libertad significa partirse en pedazos. Es intolerable. Como indica Martin, debemos
elegir. Una esclavitud o la otra.
Es apropiado que en la conclusión de esta sección que trata sobre conceptos de la ciencia de
la psicología quedemos enfrentados cara a cara con el concepto de la voluntad. Hemos
considerado varios factores posibles en la génesis de la maldad humana. No creo que sea
necesario elegir uno como el correcto y descartar los otros. En psiquiatría existe la regla de que
todos los problemas psicológicos importantes están sobredeterminados. Es decir que tienen más
de una y generalmente muchas causas diferentes, así como las plantas a menudo tienen muchas
raíces. Estoy seguro de que el problema del mal no es una excepción. Pero es bueno recordar
que entre estos factores está la misteriosa libertad de la voluntad humana.

32
Mateo 10:39 y 16:25; Marcos 8:35; Lucas 9:24.
33
Equus, Avon Books, 1974.
34
Christianity and culture en Christian Reflecionts, editado por Walter Hooper, Wm. B. Eerdmans Publishing Co.,
Grand Rapids, 1967, pág.33
3. EL ENCUENTRO CON EL MAL EN LA VIDA COTIDIANA

En el caso de George consideramos a una persona que no era mala pero que corría grave
peligro de volverse mala. Luego, en el último capítulo, para ilustrar algunos de los principios
involucrados, describimos a una pareja que, por el motivo que fuera, había sobrepasado el límite.
Ahora pasaré a describir a otros que son francamente malos. También me referiré al tema de
curar a quienes, como Bobby, son sus víctimas.
Como yo conocí a los hombres y mujeres y familias que describo en mi práctica de la
psiquiatría, temo que el lector piense: ¡Ah, sí, pero estos son casos especiales! Ésas personas
pueden ser malas, pero él no está hablando de la gente que yo conozco... mis colegas, mis
conocidos, mis amigos y familiares.
La gente tiende a pensar que los que acuden al psiquiatra son anormales, que hay algo
radicalmente distinto en ellos en comparación con el resto de la población común. No es así. Le
guste o no, el psiquiatra ve tanta psicopatología en los cócteles, las reuniones de trabajo y las
corporaciones como en su consultorio. No diré que no hay ninguna diferencia entre los que
acuden a un psiquiatra y los que no lo hacen, pero las diferencias son sutiles y con frecuencia no
favorecen a la población “normal”. El proceso de vivir es difícil y complejo, aun en las mejores
circunstancias. Todos tenemos problemas. ¿La gente va a un psiquiatra porque sus problemas
son mayores que el promedio o porque tienen más coraje y sabiduría para enfrentar más
directamente sus problemas? A veces una razón es el motivo, a veces la otra, a veces ambas. Si
bien los datos que presento provienen de mi práctica psiquiátrica, la mayor parte del tiempo
hablaré no tanto de pacientes psiquiátricos sino de seres humanos que pueden encontrarse en
cualquier parte y en todas partes.
En realidad, el caso de Bobby y sus padres era verdaderamente poco común sólo en un
aspecto: su resolución relativamente exitosa. Bobby tuvo la suerte de robar un auto y atraer
atención antes de suicidarse. Tuvo la suerte de que un familiar estuviera dispuesto a aceptar la
carga de tenerlo a su cuidado. Y tuvo la suerte de que el seguro de sus padres proporcionara el
dinero para mantener su psicoterapia. La mayoría de las víctimas del mal no son tan afortunadas.
Pero en otros aspectos el caso de Hobby no era insólito. Aún en mi reducida práctica veo
una pareja de padres como los de Bobby aproximadamente una vez por mes. A los demás
psiquiatras les sucede otro tanto. Nos rozamos con el mal no una o dos veces en la vida sino casi
rutinariamente al entrar en contacto con las crisis humanas. Y yo sostengo que la palabra mal
debe ocupar un lugar definido en nuestro léxico. Es verdad que hay peligros muy reales en
denominarlo así, y de ello hablaremos en el último capítulo. Pero sin el nombre, nunca sabremos
muy bien qué hacer en esos casos. Quedaremos limitados en nuestra capacidad de ayudar a las
víctimas del mal. Y no tendremos la más remota esperanza de tratar a los malos mismos.
Porque, ¿cómo podremos curar algo que ni siquiera nos atrevemos a estudiar?
Aunque el lector pueda reconocer que había algo malo en los padres de Bobby, muchos
legos pueden inclinarse a sentir que el caso era aberrante. El hecho de que yo diga que a menudo
nos rozamos con el mal no lo convierte en un hecho. Al fin y al cabo, ¡no puede haber muchos
padres que regalen a sus hijos armas suicidas para Navidad! Por eso presentaré el caso de otro
chico de quince años, que era a la vez el paciente identificado y la víctima del mal. El valor de
este caso más sutil puede estar precisamente en sus diferencias con el de Bobby. Porque aquí
hablaremos de un muchacho con padres ricos, quienes no demostraron un deseo aparente de
matarlo, pero que parecían inclinados, por la razón que fuera, a matar su espíritu.
EL CASO DE ROGER Y SUS PADRES
En cierto punto de mi carrera ocupé un cargo administrativo en el gobierno que, en general,
me impedía una práctica continua de la terapia. Sin embargo, de vez en cuando veía a algunas
personas para consultas breves. Con frecuencia se trataba de figuras políticas de alto rango. Uno
de ellos era el señor R., un acaudalado abogado en uso de licencia en su empresa mientras servía
como consejero general para una gran sección del gobierno federal. Era en el mes de junio. El
señor R. me había consultado por su hijo Roger, que había cumplido quince años el mes anterior.
Aunque Roger había sido buen alumno en una de las escuelas suburbanas, sus notas habían
bajado en forma gradual pero constante durante el noveno grado. En la evaluación de fin de año
el consejero escolar de la escuela dijo al señor y la señora R. que Roger pasaría a décimo grado,
pero que sugería una evaluación psiquiátrica para determinar la causa de su declinación en los
estudios.
Siguiendo mi costumbre, vi primero a Roger, el paciente identificado. Parecía una versión
de clase alta de Bobby. A pesar de su corbata y su ropa bien cortada, de todos modos tenía ese
aspecto un poco desgarbado del final de la pubertad. También hablaba muy poco y mantenía la
mirada clavada en el suelo. No se escarbaba la piel ni parecía tan deprimido como lo estaba
Bobby. Pero sus ojos también parecían faltos de vida. Era evidente que Roger no era un chico
feliz.
Como me había sucedido con Bobby, al principio no llegaba a ninguna parte hablando con
Roger. Sí no sabía por qué sus notas eran malas. No se daba cuenta de que estaba deprimido.
En su vida, según dijo, “todo andaba muy bien”. Finalmente decidí jugar a un juego que general-
mente reservaba para chicos menores. Tomé un jarrón de adorno que tenía sobre el escritorio.
—Si esto fuera un cántaro mágico —dije—, y frotándolo apareciera un genio que te
permitiera realizar tres deseos, ¿qué le pedirías?
—Creo que un equipo de audio.
—Bien —dije—. Fue inteligente pedir eso. Te quedan dos deseos. Así que piénsalo bien.
No te preocupes si te parece imposible. Recuerda que este genio puede hacer cualquier cosa. De
manera que pide lo que realmente más quieras.
—¿Qué tal si pido una motocicleta? —pidió Roger sin entusiasmo, pero con menos apatía
que la que había demostrado hasta entonces. Parecía que le gustaba el juego, al menos más que
cualquier otra cosa hasta el momento.
—Muy bien —dije—. Buenísima elección. Pero ahora sólo te queda una. De manera que
no te quedes chico. Pide algo que sea realmente importante.
—Bien, me gustaría ir a la escuela pupilo.
Me quedé mirando a Roger, tomado de sorpresa. De pronto el nivel había cambiado a algo
real y personal. Mentalmente crucé los dedos.
—Que elección interesante —comenté—. ¿Podrías decirme un poco más sobre eso?
—No hay nada que decir —balbuceó.
—Supongo que a lo mejor quieres ir a otra escuela porque no te gusta tu escuela actual —
sugerí.
—Mi escuela está muy bien —respondió Roger.
Hice otro intento.
—Entonces a lo mejor quieres irte de tu casa. A lo mejor hay algo en tu casa que te molesta.
—En mi casa no hay problemas —dijo Roger, pero parecía haber un poco de miedo en su
voz.
—¿Les has dicho a tus padres que quieres ir a una escuela pupilo? —pregunté.
—El otoño pasado. —La voz de Roger era casi un susurro.
—Te debe de haber costado. ¿Qué dijeron ellos?
—Que no.
—Ajá. ¿Por qué dijeron que no?
—No sé.
—¿Cómo te sentiste cuando te contestaron que no?
—No hay problema —respondió Roger.
Sentí que no íbamos a ir más lejos en esa sesión. A Roger le llevaría bastante tiempo
desarrollar suficiente confianza en un terapeuta como para abrirse a él. Le dije que hablaría con
sus padres durante un rato y luego volvería a hablar con él.
El señor y la señora R. eran una linda pareja de poco más de cuarenta años. Hablaban muy
bien, iban impecablemente vestidos, obviamente eran de clase alta.
—Le agradecemos mucho que nos reciba, doctor —dijo la señora R., mientras se quitaba sus
guantes blancos con gesto elegante—. Tiene usted una excelente reputación. Estoy segura de
que debe de estar muy ocupado.
Les pedí que me dijeran cómo veían el problema de Roger.
—Bien, precisamente para eso venimos a verlo, doctor —dijo el señor R., sonriendo con
cortesía—. No sabemos cómo ver el problema. Si supiéramos cuál es la causa habríamos
tomado las medidas adecuadas y no habría sido necesario consultarlo.
Con rapidez y facilidad, casi como en una conversación, alternándose fluidamente en sus
respuestas, los padres hicieron un bosquejo de la historia para mí. Roger había pasado un
hermoso verano en un campamento de tenis justo antes del comienzo del año escolar. En la
familia no se habían producido cambios. Roger siempre había sido un chico normal. El
embarazo fue normal. El parto fue normal. Ningún problema de alimentación en la infancia.
Control de esfínteres normal. Relación con los otros chicos, normal. En la casa había pocas
tensiones. Ellos (los padres) eran un matrimonio feliz. Claro que de vez en cuando tenían
alguna discusión, pero nunca delante de los chicos. Roger tenía una hermana de diez años a
quien le iba bien en el colegio. Los dos se peleaban entre ellos, por supuesto, pero nada fuera de
lo común. Sin duda debía ser difícil para Roger ser e1 mayor, pero eso no explicaba realmente
las cosas, ¿verdad? No… el descenso de sus notas era un misterio.
Era un placer entrevistar a gente tan inteligente y culta que respondía a mis preguntas aun
antes de que yo las hiciera. Sin embargo, me sentía vagamente inquieto.
—Aunque ustedes no saben qué es lo que lo molesta a Roger —dije—, supongo que habrán
barajado algunas explicaciones posibles.
—Nos hemos preguntado, por supuesto, si su escuela estaría bien para él —respondió la
señora R.—. Como hasta ahora siempre le ha ido bien, me inclino a pensar que sí. Pero, al fin y
al cabo, los chicos cambian, ¿verdad? Tal vez no sea la que él necesita ahora.
—Sí —intervino el señor R.—. Hemos pensado si no deberíamos mandarlo a una escuela
parroquial católica cerca de casa. En nuestra misma calle y notablemente barata.
—¿Ustedes son católicos? —pregunté.
—No, episcopales —respondió el señor R.—. Pero pensamos que a Roger le haría bien la
disciplina de una escuela parroquial.
—Tiene muy buena reputación —dijo la señora R.
—Díganme —pregunté—, ¿han considerado la posibilidad de mandar a Roger a una escuela
de pupilos?
—No —replicó el señor R.—. Por supuesto lo haríamos si usted lo recomendara, doctor.
Pero sería una solución costosa, ¿verdad? Es terrible lo que cobran esas escuelas hoy en día.
Hubo un breve silencio.
—Roger me dijo que les pidió ir a una escuela pupilo el otoño pasado —dije.
—¿Sí? —el señor R. pareció perdido por un momento.
—¿Te acuerdas, querido? —dijo la señora R., interviniendo con rapidez—. Lo pensamos
muy seriamente en ese momento.
—Claro. Eso es —asintió el señor R.—. Cuando usted preguntó si lo habíamos pensado,
doctor, creí que quería decir recientemente, desde que Roger bajó las notas. Anteriormente
pensamos bastante en el asunto.
—Y por lo que sé, se pusieron en contra.
La señora R. recogió la pelota.
—Tal vez tenemos prejuicios sobre el tema, doctor, pero tanto mí marido como yo pensamos
que no hay que mandar a los chicos lejos de la casa a tan temprana edad. Creo que hay muchos
chicos que están pupilos porque los padres no los quieren en la casa. Yo creo que los chicos
están mejor cuando permanecen en un buen hogar estable, ¿no le parece, doctor?
—Pero tal vez deberíamos reconsiderarlo ahora, querida, si el doctor piensa que es
aconsejable —intervino el señor R.—. ¿Qué le parece, doctor? ¿Cree que el problema de Roger
se resolvería silo mandáramos a una escuela pupilo?
Yo estaba deshecho. Me daba cuenta de que había algo radicalmente malo en el señor y la
señora R. Pero era sutil. ¿Cómo podían haber olvidado que su hijo les había pedido ir a un
internado? Pero luego dijeron que se acordaban. Sospeché que era una mentira, una forma de
disimular. Pero no podía estar seguro. ¿Y qué? ¿Iba a dedicar un montón de tiempo a analizar
esa pequeña mentira? Imaginaba que algo andaba tan mal en la casa que Roger necesitaba irse
desesperadamente de allí; y por eso pensaba en la escuela de pupilos. Pero esto no era más que
imaginación. Roger no me había hablado de que nada malo estuviese sucediendo en su casa. En
apariencia, el señor y la señora R. eran padres muy inteligentes, preocupados, responsables. Yo
sospechaba que la escuela de pupilos sería el lugar más sano para Roger. Pero no tenía pruebas
de esto. ¿Cómo podía justificarlo ante sus padres, especialmente si a ellos parecía preocuparles
mucho el costo a pesar de su riqueza? ¿Y por qué les preocupaba tanto el costo? Por supuesto
que yo no podía darles ninguna garantía de que las notas de Roger mejorarían o que él sería más
feliz si estaba lejos de su casa. Pero, si me equivocaba, ¿no lo dañaría a él? Deseé librarme de
toda esa situación.
—¿Bien? —dijo la señora R., esperando mi respuesta.
—En primer lugar —dije—, creo que Roger está deprimido. No sé por qué está deprimido.
Los chicos de quince años, en general no saben decirnos por qué están deprimidos, y suele
llevarnos mucho tiempo y trabajo averiguarlo. Pero el descenso de sus notas es síntoma de su
depresión, y su depresión es un signo de que algo no anda bien. Algún cambio habrá que hacer.
No se irá así no más. No es algo que él va a superar. Creo que el problema va a empeorar a
menos que se haga lo correcto. ¿Tienen algo que preguntarme?
No había preguntas.
—Luego, creo que mandar a Roger a la escuela de pupilos probablemente sea lo adecuado…
o una de las cosas adecuadas —continué—. Pero en este punto no tengo forma de estar seguro.
Mayormente me baso en su deseo. Y eso es bastante. Sé por experiencia que a esta edad los
chicos no hacen semejante pedido por razones superficiales. Además, aunque no puedan explicar
sus razones, generalmente tienen un sentido instintivo de lo que les conviene. Roger sigue
queriendo ir a la escuela de pupilos seis meses después de haber hablado de ello con ustedes, y
creo que ustedes deben considerar su pedido con seriedad y respeto. ¿Alguna pregunta? ¿Hay
algo que no entiendan?
Dijeron que entendían.
—Si ustedes tuvieran que tomar una decisión en este momento, yo diría que sí, que lo
manden a la escuela de pupilos. Pero no creo que tengan que tomar esa decisión de inmediato.
Probablemente hay tiempo para profundizar en el tema. Como no puedo garantizarles que a
Roger le iría mejor en esa escuela, y si desean tener más claro que eso es lo que conviene hacer,
sugiero que ustedes estudien el asunto con más profundidad. Como les dije cuando hablé con
ustedes por teléfono, yo sólo hago consultas breves, de manera que no podría ayudarlos más.
Además, no soy la persona más indicada para hacerlo. Cuando trabajamos con jóvenes ado-
lescentes que no conocen sus propios sentimientos, una de las mejores herramientas que tenemos
son los tests psicológicos. Lo que desearía hacer es derivarlos a ustedes ya Roger al doctor
Marshall Levenson. Es un psicólogo que no sólo hace tests sino que se especializa en la
evaluación y psicoterapia de adolescentes.
—¿Levenson? —dijo el señor R.—. ¿Es un apellido judío, verdad?
Lo miré, sorprendido.
—No lo sé, supongo que sí. Tal vez la mitad de los que trabajan en nuestra profesión son
judíos. ¿Por qué lo pregunta?
—Por ninguna razón —respondió el señor R.—. Yo no tengo prejuicios. Simple curiosidad.
—¿Dice usted que este hombre es psicólogo? —preguntó la señora R—. ¿Qué título tiene?
No me gusta la idea de confiar a Roger a alguien que no sea psiquiatra.
—Las credenciales del doctor Levenson son impecables —dije—. Es tan digno de
confianza como un psiquiatra. Con todo gusto puedo derivarlos a un psiquiatra si eso es lo que
desean. Pero realmente no conozco ninguno en la zona en quien confiaría tanto para este tipo de
caso. Además, cualquier psiquiatra enviará a Roger a un psicólogo para los tests, puesto que los
psicólogos son los únicos que los hacen. Y por último —agregué, mirando al señor R.—, los
psicólogos son un poco menos caros que los psiquiatras.
—El dinero no importa cuando se trata de uno de nuestros hijos —respondió el señor R.
—Bien, estoy segura de que el doctor Levenson es la persona adecuada —dijo la señora R.,
mientras comenzaba a ponerse los guantes.
Escribí el nombre y el número de teléfono del doctor Levenson en una hoja del recetario y se
los di al señor R.
—Si no tienen más preguntas que hacerme veré a Roger ahora.
—¿A Roger? —preguntó el señor R., alarmado—. ¿Para qué quiere volver a ver a Roger?
—Le dije que después de hablar con ustedes lo vería a él otra vez —expliqué—, lo hago
habitualmente con los pacientes adolescentes. Para poder decirles lo que he recomendado.
La señora R. se puso de pie. —Me temo que debemos irnos. No pensábamos que esto sería
tan largo. Gracias, doctor, por todo el tiempo que nos ha dedicado. —Extendió la mano
enguantada para que yo se la estrechara.
Le di la mano. Pero al mismo tiempo la miré a los ojos y le dije: —Necesito ver a su hijo.
No llevará más de un par de minutos.
El señor R. no parecía apurado. Sin levantarse de su asiento, dijo: —No sé para qué necesita
ver otra vez a Roger. ¿Qué le importa a él lo que usted recomienda? Después de todo es una
decisión nuestra, ¿verdad? Él no es más que un chico.
—En última instancia es una decisión de ustedes —reconocí—. Ustedes son los padres y
ustedes pagan las cuentas. Pero es su vida. Él es el más interesado en lo que está sucediendo
aquí adentro. Le diré que mi recomendación de que vaya pupilo y que vea al doctor Levenson no
es más que eso, una recomendación, y que ustedes son quienes tomarán esa decisión. Es más: le
diré que ustedes están en mejor posición para conocerlo y saber lo que le conviene que yo.
Ustedes han pasado quince años con él, y yo menos de una hora. Pero él tiene derecho a saber lo
que le está sucediendo, y suponiendo que lo lleven al doctor Levenson, es justo explicarle qué
debe esperar. No hacerlo sería un poco inhumano, ¿no lesparece? La señora R. miró a su
marido.
—Deja que el doctor haga lo que crea mejor, querido. Llegaremos aun más tarde a nuestra
cita si nos quedamos aquí discutiendo temas filosóficos.
De manera que pude hablar otra vez con Roger y le expliqué lo esencial de mis
recomendaciones. También le expliqué que si veía al doctor Levenson, probablemente le
tomarían unos tests. Le dije que eso no debía asustarlo. Casi todo el mundo, le expliqué,
encuentra divertido los tests. Roger dijo que no había problema. No tenía nada que preguntar.
Al final, instintivamente, hice algo desacostumbrado. Le di mi tarjeta y le dije que podía
llamarme si quería. Roger tenía una billetera y puso allí mi tarjeta cuidadosamente.
Esa noche llamé a Marshall Levenson para comunicarle que le había derivado a Roger y a
sus padres. Le dije que no estaba seguro de que siguieran mi indicación.
Un mes después me encontré con Marshall en una reunión y le pregunté por el caso. Dijo
que los padres nunca se habían puesto en contacto con él. No me sorprendí demasiado. Pensé
que nunca volvería a saber de Roger.
Me equivocaba.
A fines de enero, siete meses más tarde, el señor R. me llamó para una segunda consulta.
—Esta vez Roger hizo algo serio —dijo—. Se ha metido en un problema grave ahora. —Me
dijo que el director de la escuela me enviaba una carta explicándome el “incidente”, que yo
recibiría en unos días. Hicimos una cita para la semana siguiente.
La carta llegó al día siguiente, con el correo de la tarde. Era de la Hermana Mary Rose,
Directora del St.Thomas Aquinas High School, de la zona donde vivía la familia:
“Estimado doctor Peck:
Cuando aconsejé al señor y la señora R. que hicieran una consulta psiquiátrica sobre su
hijo, me dijeron que usted había tratado a Roger anteriormente y me pidieron que le
enviara este informe.
Roger vino a nosotros el otoño pasado de la escuela pública de la zona, donde sus notas
habían bajado. Aquí tampoco le ha ido muy bien en los estudios: sólo obtuvo una C de
promedio en este trimestre. Su adaptación social, en cambio, fue excelente. Tanto los
estudiantes como los profesores lo quieren mucho. Especialmente notable fue su
participación en nuestro programa de asuntos comunitarios. Como parte de su
participación en este programa, Roger eligió trabajar con niños diferenciales de la zona
después de horas de clase. No sólo demostró visible entusiasmo por esta actividad, sino
que en su informe sus supervisores destacaron la empatía y dedicación poco comunes en su
trabajo con los niños. Además, ellos propusieron que se le pagara un viaje a la ciudad de
Nueva York durante las vacaciones de Navidad para que asistiera allí a un congreso sobre
retardo mental.
El incidente que motivó esta carta ocurrió el 18 de enero. Esa tarde Roger y un conipañero
entraron en la habitación del padre Jerome, un viejo sacerdote jubilado que vive en la
escuela, y le robaron un reloj y otros efectos personales. Habitualmente este es motivo para
expulsar al culpable de la escuela, y de hecho el otro chico ya ha sido expulsado. Pero
para nosotros el incidente nada tiene que ver con Roger. Por lo tanto, a pesar de sus serios
problemas de rendimiento, en una reunión de profesores se decidió retener a Roger en la
escuela, siempre que usted confirme que ello sería lo mejor para él. Obviamente queremos
mucho a este joven y creemos que tenemos algo que ofrecerle.
Otra información que podría serle útil: en la reunión varios profesores comentaron que
Roger parecía muy deprimido al volver de sus vacaciones de Navidad, aún antes del
incidente mencionado.
Espero sus recomendaciones. Por favor, no vacile en comunicarse conmigo si desea más
información.
Lo saluda atentamente,
Mary Rose OSC
Directora”

Cuando la familia vino a la cita, primero vi a Roger como la otra vez. Como antes, parecía
deprimido. Lo distinto, de todos modos, era una especie de dureza. En su actitud había una
mezcla de amargura y falso desafío. No sabía por qué había entrado en el cuarto del sacerdote.
—Háblame del padre Jerome —le pedí.
Roger se mostró algo sorprendido.
—No hay nada que contar —dijo.
—¿Es simpático o no? —insistí—. ¿Te gusta o te disgusta?
—Es un buen tipo, creo —contestó Roger como si nunca se le hubiera ocurrido antes
considerar el asunto—. Solía invitarnos a su habitación a tomar té con bizcochos. Creo que
me gusta.
—¿Y por qué ibas a robarle a un hombre que te gusta?
—Ya le dije que no sé por qué lo hice.
—A lo mejor buscabas más bizcochos —sugerí.
—¿Cómo? —Roger parecía molesto.
—A lo mejor buscabas más cariño. A lo mejor necesitas todo el cariño del mundo.
—Bah —exclamó Roger con dureza—, sólo buscábamos algo que robar.
Decidí cambiar de tema.
—La última vez que nos vimos, Roger, recomendé que fueras a un psicólogo, el doctor
Levenson. ¿Fuiste a verlo alguna vez?
—No.
—¿Por qué no?
—No sé.
—¿Tus padres nunca te hablaron del asunto?
—No.
—¿Qué piensas de esto? ¿No te parece extraño que yo lo haya recomendado y que tú y tus
padres jamás hayan vuelto a hablar de esto?
—No sé.
—La vez pasada también hablamos de la posibilidad de que fueras a una escuela pupilo —
dije—. Tú y tus padres volvieron a hablar de eso?
—No. Sólo me dijeron que iría a St. Thomas.
—¿Y a ti qué te pareció?
—Bien.
—¿Te seguiría gustando ir pupilo si pudieras?—No. Quiero quedarme en St. Thomas. Por
favor, doctor Peck, ayúdeme a quedarme en St. Thomas.
Me sorprendió y me conmovió la repentina espontaneidad de Roger. Sin duda la escuela se
había vuelto importante para él.
—¿Porqué quieres quedarte? —pregunté.
Roger quedó confundido unos momentos, luego pensativo. —No sé —dijo después de una
pausa—. Me quieren. Yo siento que allí me quieren.
—Creo que así es, Roger —respondí—. La Hermana Mary Rose me escribió y me dijo
claramente que te quieren y que desean que te quedes. Y como tú quieres quedarte, eso es
probablemente lo que les recomendaré a ella y a tus padres. A propósito, la Hermana Mary Rose
me dijo que habías hecho muy buen trabajo con los niños diferenciales. ¿Cómo fue tu viaje a
Nueva York?
Roger me miró con cara inexpresiva.
—¿Qué viaje?
—El viaje al congreso sobre retardo mental. La Hermana Mary Rose me dijo que te pagaban el
viaje. Me pareció un gran honor para alguien que todavía no tiene dieciséis años. ¿Cómo estuvo
el congreso?
—No fui.
—¿No fuiste? —repetí estúpidamente. Entonces empecé a sentir una especie de miedo.
Intuitivamente tuve una idea de lo que venía.
—¿Por qué no fuiste?
—Mis padres no me dejaron.
—¿Y por qué?
—Dijeron que yo no limpiaba mi cuarto.
—¿Y tú cómo te sentiste?
—No hubo problema —dijo Roger, un poco tieso.
Dejé salir un poco de rabia en mi tono de voz.
—¿No hubo problema? Te ganas un interesante viaje a Nueva York, todo por tus propios
méritos, y no te permiten ir, y me dices que no tuviste problema. No te creo.
Roger parecía muy desdichado.
—Mi cuarto no estaba limpio —dijo.
—¿Crees que el castigo era adecuado para el delito? ¿Te parece que el hecho de que no hayas
limpiado tu habitación era razón suficiente para negarte un viaje tan interesante, un viaje que te
habías ganado y del que podías aprender muchas cosas?
—No sé —se limitó a responder Roger, como atontado.
—¿Te sentiste decepcionado, furioso?
—No sé.
—¿Piensas que tal vez estabas muy decepcionado y muy furioso y que
eso pudo tener que ver con lo que hiciste en el cuarto del padre Jero-
me?
—No sé.
Claro que no sabía. ¿Cómo podía saberlo? Todo eso era inconsciente.
—¿Alguna vez te enojas con tus padres, Roger? —le pregunté con suavidad.
Roger seguía con la mirada clavada en el suelo.
—No tengo problemas con ellos —respondió.

Si la depresión de Roger no había cambiado, la cuidada compostura de


sus padres tampoco.
—Lamentamos tener que molestarlo otra vez, doctor —anunció la
seflora R., mientras yo los conducía a mi consultorio después de ver a
Roger. Se sentó y se quitó los guantes. —No nos molesta venir aquí
—sonrió—, pero deseábamos tanto, por Roger, no tener que volver.
¿Supongo que la directora le ha escrito?
Asentí.
—Mi esposa y yo tememos que este chico esté en camino de
convertirse en un delincuente común —dijo el señor R—. Tal vez
deberíamos haber seguido su consejo de enviarlo al médico que usted
recomendó. ¿Cómo se llamaba? Era un nombre extranjero...
—Doctor Levenson.
—Si. Como le dije, tal vez deberíamos haberlo enviado a ese doctor
Levenson.
—¿Por qué no lo hicieron? —Esperaba que tuvieran una respuesta bien
preparada. Si volvían a verme, sabían que tendrían que hablar de eso.
En realidad, ellos mismos se habían apresurado a hablar del asunto.
Pero tenía curiosidad por oír su respuesta.
—Bien, usted nos dejó la impresión de que dependía de Roger —
replicó el señor R. con naturalidad—. Recuerdo que usted dijo que era
su vida... o algo así. Y luego sé que usted habló con él de eso. Como
no expresó ningún entusiasmo al respecto, pensamos que no quería ir a
ver a su doctor Levenson y que seria mejor no presionarlo.
—También nos preocupaba la autoestima de Roger —agregó la señora
R.—. Ya le iba mal en el colegio, y nos preguntamos qué efecto
tendría ver a ese psicólogo en su confianza en sí mismo. La
autoestima es tan importante para los jóvenes... ¿no cree, doctor?...
Pero tal vez nos equivocamos —agregó, con una sonrisa encantadora.
Era ingenioso. Con unas pocas palabras el tema de no haber seguido
mi recomendación se convertía en una combinación de un error mío y
de Roger. No tenía sentido seguir discutiendo el asunto.
—¿Tiene alguna idea de por qué Roger puede haber robado? —le
pregunté.
—En absoluto, doctor —replicó el señor R.—. Tratamos de hablar con
él, por supuesto, pero fue imposible. No, estamos completamente
desorientados.
—A menudo robar es un acto de enojo —dije—. ¿Tienen idea de por
qué Roger puede haber estado enojado o resentido últimamente?
¿Enojado con el mundo, o con la escuela, o con ustedes?
—Por ninguna razón que conozcamos, doctor —respondió la señora R.
—¿Hubo algún intercambio entre ustedes y Roger durante el mes anterior al robo que pueda
haberlo enojado o resentido?
—No, doctor —volvió a contestar al señora R—. Ya Le hemos dicho que estamos totalmente
desorientados.
—Entiendo que ustedes no le permitieron a Roger viajar a Nueva York a un congreso sobre
retardo mental durante las vacaciones de Navidad —dije.
—Ah, ¿Roger está enojado por eso? —exclamó la señora R.—. No parecía enojado cuando le
dijimos que no podía ir.
—Roger tiene grandes dificultades en expresar su enojo —dije—, y eso es gran parte de su
problema. Pero, díganme, ¿ustedes pensaron que se enojaría cuando le dijeron que no podía ir?
—¿Qué sabíamos? No podíamos predecir semejante cosa —respondió la señora R. con cierta
beligerancia—. No somos psicólogos, ¿verdad? Hicimos lo que nos pareció correcto.
Tuve una rápida imagen de las interminables sesiones de estrategia a las que asistía el señor R, en
los consejos de poder donde los políticos hacían y discutían precisamente esas predicciones.
Pero tampoco tenía sentido discutir ese asunto.
—¿Por qué les pareció bien no permitir a Roger que hiciera ese viaje a Nueva York?
—Porque no ordena su cuarto —replicó el señor R.—. Le hemos pedido tantas veces que
mantenga limpio su cuarto, y él sencillamente no quiere hacerlo. De manera que le dijimos que
él no era apto para ser embajador en el exterior, si no podía mantener su propia casa en orden.
—No sé qué tiene que ver ser un embajador en el exterior con hacer un viaje de fin de semana a
Nueva York —dije ya con exasperación—. Además pienso que las expectativas de ustedes en
este aspecto no son realistas. Muy pocos chicos de quince años tienen sus habitaciones en orden.
En realidad, si lo hicieran me preocuparía por ellos. No parece una razón adecuada para impedir
que un joven haga una interesante excursión educativa que se ha ganado con su propio esfuerzo
en un campo que vale la pena.
—Bien, sobre eso queremos hacerle algunas preguntas, doctor —dijo la señora R. con suavidad,
casi con dulzura—. No estoy segura de que sea bueno para Roger trabajar con esos chicos
retardados. Al fin y al cabo algunos de esos chicos son también enfermos mentales.
Me sentí desvalido.
—Esta charlita está muy bien —declaró el señor R.—, pero hay que seguir adelante. Hay que
hacer algo o ese chico se convertirá en un delincuente común. En el verano hablábamos de
mandarlo a una escuela pupilo. ¿Esa sigue siendo su recomendación, doctor?
—No —respondí—. En junio me sentí lo bastante preocupado como para pedir una consulta con
el doctor Levenson antes de tomar una decisión definitiva. No quiero descartar totalmente la
escuela de pupilos, pero ahora estoy más preocupado que antes. A Roger le gusta su nueva es-
cuela. Allí se siente bien cuidado, y sería muy traumático para él sacarlo de allí bruscamente.
No creo que haya que hacer nada precipitadamente, de manera que una vez más recomendaría
que llevaran a Roger al doctor Levenson.
Con eso volvemos a cero —exclamó el señor R., obviamente molesto—. ¿No tiene algo más
definitivo que recomendar, doctor?
—Sí, tengo otra recomendación —dije.
—¿Cuál es?
—Recomiendo enérgicamente que ustedes dos se pongan en tratamiento. Creo que Roger
necesita muchísimo que lo ayuden. Creo que ustedes dos también lo necesitan.
Hubo un momento de silencio absoluto. Luego el señor R. sonrió levemente, como divertido.
—Eso es muy interesante, doctor —dijo con tono tranquilo—. Me interesaría mucho saber por
qué piensa usted que necesitamos tratamiento, como usted dijo.
—Me alegro mucho de que esté interesado —respondí—. Pensé que se enojaría. Creo que
ustedes dos necesitarían hacer psicoterapia porque me parece que realmente les falta empatía por
Roger, y esa psicoterapia sería lo único que les permitiría comprender mejor a Roger.
—Realmente, doctor —continuó el señor R. con tranquilidad y cortesía—, su recomendación me
resulta intrigante. No quiero alardear, pero creo que he tenido mucho éxito en mi profesión. A
mi esposa también le ha ido bastante bien. No tenemos problemas con nuestra otra hija. Y mi
esposa es líder comunitaria. Es miembro de la junta vecinal y muy activa en los asuntos de la
iglesia. Me intriga por qué nos considera usted enfermos mentales.
—Lo que usted está diciendo —parafraseé—, es que el enfermo es Roger y que ustedes dos son
sanos. Es cierto que Roger es el que tiene problemas más visibles. Pero, en primer lugar, los
problemas de Roger son los problemas de ustedes. Y en mi opinión, todo lo que ustedes hicieron
por resolver los problemas de Roger en el pasado estuvo equivocado. Roger quería ir a una
escuela pupilo. Se lo negaron sin examinar más profundamente el asunto. Les aconsejé que lo
llevaran a ver al doctor Levenson. Rechazaron el consejo. Y ahora, cuando lo premian por su
propio desempeño en los asuntos de la comunidad, le niegan la recompensa sin ni siquiera pensar
en el efecto que eso puede tener en él. No digo que ustedes deseen conscientemente dañar a
Roger. Pero sí que, desde un punto de vista psicológico, la conducta de ustedes indica que, en un
nivel inconsciente, tienen una buena cantidad de animosidad contra él.
—Me alegro de oírlo expresar su opinión, doctor —dijo el señor R. con su más delicado tono de
abogado—. Porque es sólo su opinión, ¿verdad? Y puede haber otras opiniones, ¿no es cierto?
Admito que comienzo a sentir una cierta animosidad contra Roger ahora que amenaza con-
vertirse en un delincuente común. Y sé que su punto de vista psicológico podría hacernos
responsables a nosotros, sus padres por cada pequeña cosa mala que él haga. Pero para usted es
fácil señalarnos con el dedo. Usted no se ha esforzado como nosotros para darle la mejor
educación y el más estable de los hogares. No, a usted no le ha costado ningún esfuerzo.
—Lo que mi esposo trata de decirle, doctor — intervino la señora R.—, es que debe de haber
alguna otra explicación. Mi tío, por ejemplo, era alcohólico. ¿No es posible que el problema de
Roger sea algo hereditario, que tenga algún tipo de gen defectuoso, que haya salido mal inde-
pendientemente de la forma en que nosotros lo educamos?
Los miré con un sentimiento de horror cada vez más fuerte.
—¿Usted quiere decir si no es posible que Roger sea incurable? ¿Eso es lo que trata de decir?
—Bien, nos espantaría saber que es incurable. Espero que haya alguna medicina o algo que lo
ayude —dijo la señora R. con toda calma—. Pero, claro, no podemos esperar que ustedes los
médicos tengan cura para todo, ¿verdad?
¿Qué podía decir yo? Tenía que permanecer científico, no involucrarme en el problema.
—Hay muchos problemas psiquiátricos que son total o parcialmente heredados y de base
genética. Pero no hay absolutamente ninguna evidencia que indique que las dificultades de
Roger son parte de un caso semejante. Mi diagnóstico en el caso de su hijo es que sufre una
depresión que no es hereditaria ni incurable. Al contrario, creo que sus dificultades son
completamente curables si se lo ayuda a entender sus sentimientos, y si es posible ayudarlos a
ustedes a cambiar la forma en que le responden. Ahora bien, no puedo garantizar que mi
diagnóstico es correcto. Es lo que me hacen suponer mi experiencia y razonamiento. Estimaría
que hay un noventa y ocho por ciento de probabilidades de que mi diagnóstico sea correcto. Si
no confían en mí, deben buscar una consulta adicional con otro psiquiatra. Puedo recomendarles
varios, o ustedes pueden buscar uno por su cuenta. Pero debo decirles que no creo que haya
mucho tiempo. Aunque pienso que el problema de Roger es curable si recibe la debida atención
ahora, no creo que lo será si no recibe esa ayuda pronto.
—De manera que ésa es su opinión, ¿verdad, doctor? —El señor R. me acosaba en su mejor
estilo de abogado de la Corte.
—Sí, admití—. Esa es mi opinión.
—Y no hay prueba científica, ¿verdad? Usted cree saber, pero usted no sabe cuál es el
problema de Roger. Es así. ¿verdad?
—Sí, es así.
—De manera que, en realidad, es perfectamente posible que Roger tenga un problema
hereditario e incurable que usted no puede diagnosticar en este momento.
—Sí, es posible, pero altamente improbable. —Hice una pausa para encender un cigarrillo.
Me temblaban las manos. Los miré. —¿Saben una cosa? —dije, me llama la atención que los
dos estén más ansiosos por creer que Roger tiene una enfermedad incurable —más dispuestos a
considerarlo un caso perdido, que a creer que ustedes mismos pueden estar necesitados de
tratamiento.
Por una fracción de segundo sólo vi miedo en sus ojos, un puro miedo animal. Pero un
instante después ya habían recuperado su compostura.
—Sólo tratamos de entender bien las cosas, doctor. No podrá criticarnos por tratar de ser lo
mas realistas posibles, ¿verdad? —explicó el señor R.
—Mucha gente tiene miedo de iniciar una psicoterapia —comenté, sintiendo que lo que
estaba haciendo era como tratar de vender Biblias en el Kremlin—. Es un rechazo natural.
Nadie tiene ganas de que le examilien sos pensamientos y sentimientos internos. Pero una vez
que se empieza no es tan terrible. Si eso les facilita las cosas, estoy dispuesto a trabajar con
ustedes yo mismo. Quebraría mi regla de hacer únicamente consultas, pero haría todo lo que
estuviera en mis manos para que ustedes y Roger reciban la ayuda que necesitan.
Por cierto que yo no esperaba que aceptaran este ofrecimiento, y una parte mía sin duda
deseaba que no aceptaran. Pero me sentía compelido a hacerlo. A pesar de que no me gustaba la
idea de trabajar con ellos, mi conciencia me impedía derivarlos automáticamente a otra persona.
Al menos ahora, siete años después del caso de Bobby, tenía alguna idea de lo que debería
enfrentar.
—Bueno, creo que tiene razón, doctor —dijo amablemente la señora R., como si
estuviéramos charlando en una reunion social—. Sería agradable hablar de uno mismo y tener
alguien en quien apoyarse. Pero lleva tanto tiempo y es tan terriblemente caro, ¿no? Me gustaría
que estuviéramos en el nivel de ingresos más alto y pudiéramos hacerlo. Pero tenemos dos hijos
que educar. Me temo que simplemente no disponemos de los miles de dólares que hay que
gastar año tras año en esta forma de arte.
—No sé si ustedes están en el nivel de ingresos más alto —le respondí—, pero sí sé que casi
con seguridad están cubiertos por el programa de seguros del gobierno federal, que ofrece los
mejores beneficios en todas partes para la psicoterapia ambulatoria. Probablemente ustedes sólo
tendrían que pagar la quinta parte del costo del tratamiento. Y si les sigue preocupando el gasto,
tal vez quieran considerar la terapia familiar, en que el terapeuta les hablará a ustedes y a Roger
juntos.
El señor R. se puso de pie.
—Esta ha sido una conversación muy interesante, doctor. Sí, muy esclarecedora. Pero ya lo
hemos entretenido demasiado. Y yo debo volver a mí estudio.
—Pero, ¿y Roger? —pregunté.
—¿Roger? —El señor R. me miró como sí no entendiera.
—Sí. Está acusado de forzar una puerta y entrar en una habitación ajena. Le va mal en los
estudios. Está deprimido. Está asustado. Está con problemas. ¿Qué será de él?
—Bien, tendremos que pensar mucho en Roger —replicó el señor R.—. Sí, tendremos que
pensar mucho. Y usted también nos ha dado mucho en qué pensar, doctor. Nos ha sido muy útil.
—Así lo espero —dije, y me puse de pie yo también. Sin duda la entrevista se estaba
terminando, me gustara o no. —Y espero que piensen muy en serio en lo que les he
recomendado.
—Por supuesto, doctor —sonrió la señora R.—. Consideraremos seriamente todo lo que nos
ha dicho.
Como antes, el señor y la señora R. trataron de impedir que yo volviera a hablar con Roger.
—Roger no es un mueble —insistí—. Tiene derecho a saber lo que sucede.
De manera que pasé unos momentos finales con Roger. Descubrí que todavía tenía mi tarjeta en
su billetera. Le dije que llamaría a la hermana Mary Rose y que aconsejarla que él continuara en
Sr. Thomas. Le dije que había recomendado nuevamente que viera al doctor Levenson. También
le dije que había recomendado terapia para sus padres.
—Mira, Roger —le dije—, no creo que el problema sea solamente tuyo. Creo que tus
padres tienen problemas psicológicos que son, por lo menos, tan grandes como los tuyos. No
creo que se esfuercen mucho por comprenderte. Y no sé si buscarán la ayuda que todos ustedes
necesitan.
Como era de esperar, Roger evitó comprometerse con nada al despedirse.
Tres semanas más tarde recibí un cheque por correo, junto con una nota escrita por la señora R.
con un elegante papel con su membrete:
“Estimado doctor Peck:
Fue usted muy amable en atendernos el mes pasado a pesar de la poca anticipación con
que le pedimos la hora. Mi esposo y yo le agradecemos el interés que se ha tomado por
Roger. Quería que supiera que seguimos su consejo de mandar a Roger a una escuela
pupilo.
Es una academia militar en Carolina del Norte, y tiene una excelente reputación en el
trabajo con chicos que presentan problemas de conducta. Estoy segura de que, de ahora
en adelante, las cosas andarán mejor.
Muchas gracias por todo lo que ha hecho por nosotros.
Lo saluda atentamente.
señora R.”

Esto pasó hace diez años. No tengo idea de lo que le sucedió a Roger. Ahora tendría
veinticinco años. De vez en cuando lo recuerdo y rezo por él.

Un aspecto del mal sobre el que es muy difícil escribir es su sutileza. Yo comencé con el
caso de Hobby y sus padres por su obvía claridad. Dar a un chico el arma con que su hermano se
suicidó es un acto tan brutal que cualquiera pensaría: “Sí, eso es el mal, no cabe duda”. Pero en
el caso de los padres de Roger no hay un acto tan atroz, sólo se trata de permisos para viajar o
cambios de escuela, el tipo de decisiones comunes que los padres toman todo el tiempo. El solo
hecho de que las decisiones de los padres de Roger difirieran con las mías no parece suficiente
argumento como para roturarlas de “malas”. ¿No me cabria más bien a mí la etiqueta de “malo”
por clasificar así a los clientes que están en desacuerdo con mis opiniones y que no siguen mis
consejos? ¿No estaré haciendo un uso equivocado del concepto del mal al aplicarlo a cualquiera
que se oponga a mis juicios?
Este problema de la potencial aplicación equivocada del concepto del mal es muy real y
será considerado con cierto detenimiento en el último capítulo. Por cierro, es mi obligación
justificar mi conclusión de que Roger fue víctima del mal. Es especialmente importante que lo
haga porque de los dos casos, el de Bobby y el de Roger, el de Roger es el más típico. Aunque el
mal puede manifestarse obviamente, como en el caso de Bobby, esto rata vez sucede. Es mucho
más frecuente que sus manifestaciones sean aparentemente comunes, superficialmente normales,
e incluso aparentemente racionales. Como ya he dicho, los malos son maestros del disfraz;
difícilmente han de mostrar sus verdaderos colores por propia voluntad, ni a los demás ni así
mismos. No es arbitrario que la serpiente sea famosa por su sutileza.
Por lo tanto, es muy raro que podamos juzgar a una persona como mala después de juzgar
uno solo de sus actos; en realidad, debemos hacer nuestro juicio sobre la base de toda una
configuración de actos sumados a su modalidad y su estilo. No es simplemente que los padres de
Roger hayan elegido una escuela en contra de los deseos de su hijo o contrariando mi consejo; en
el período de un año hicieron tres elecciones consecutivas. No es que pasaron por alto los
sentimientos de Roger en una ocasión particular; lo hacían en cada oportunidad que podían. Su
falta de interés por él como persona era constante.
Pero, ¿es esto el mal? ¿No podríamos decir que el señor y la señora R. eran personas
notablemente insensibles y dejar la cosa allí? Pero sucede que no eran insensibles. Eran
personas muy inteligentes y muy sensibles a los matices sociales. No estamos hablando de unos
pobres granjeros de los Apalaches, sino de una pareja de gente culta, con buenos modales, políti-
camente sofisticada, que se encontraba cómoda en los comités y en los cócteles. No podrían
haber sido quienes eran sin sensibilidad. El señor R. jamás tomaba una decisión política que no
fuera muy meditada, y la señora R. siempre recordaba enviar flores en las ocasiones adecuadas.
Pero de Roger no se acordaban, ni pensaban en él. El hecho es que su insensibilidad hacia él era
selectiva. Consciente o inconsciente, era una elección.
¿Por qué? ¿Por qué habrían de hacer esa elección? ¿Sería simplemente porque no querían
molestarse por Roger y porque todas sus elecciones con respecto a él se guiaban por lo que era
más fácil y más barato más bien que por lo que podía necesitar? ¿O, de alguna oscura manera,
querían destruirlo? No lo sé. No lo sabré nunca. Creo que en el mal hay algo básicamente
incomprensible. Pero si no es incomprensible, es característicamente inescrutable. Los malos
siempre ocultan sus motivos con mentiras.
Si el lector revisara mis intercambios con el señor y la señora R., descubriría en ellos un
montón de mentiras. Aquí vemos otra vez esa notable constancia. No es cuestión de una o dos
mentiras. Los padres de Roger me mentían en forma repetida y rutinaria. Eran la gente de la
mentira. 35 Las mentiras no eran graves. No hay ninguna por la que podrían haber sido llevados
a la justicia. Pero el procedimiento era persistente. En realidad, hasta el acto de venir a verme
era una mentira.
¿Por qué buscaron mis servicios si no ¡es importaba Roger, ni tenían ningún interés real en
mis consejos? La respuesta es que eso era parte de su fingimiento. Querían aparentar que
trataban de ayudar a Roger. Puesto que, en cada caso, era la escuela la que les indicaba la
consulta, habrían parecido negligentes si no la hubieran pedido. En caso deque alguien les
preguntara: “¿Lo llevaron a un psiquiatra, no?” El señor y la señora R. estarían en posición de
responder: “Ah, sí, varias veces. Pero nada daba resultado”.
Durante un tiempo me pregunté por qué habían acudido a mí por segunda vez, ya que
nuestro primer encuentro no había sido agradable para ellos y, además, sabían que tendrían que
enfrentar el hecho de no haber seguido mis recomendaciones. Parecía una elección extraña.
Pero luego recordé que yo les había aclarado muy bien que sólo hacía consultas breves. Esto
significaba que no se los presionaría demasiado a que siguieran adelante con las indicaciones.
Su camino de evasión estaba abierto. Mi organización se adecuaba a lo que necesitaban
aparentar.
Naturalmente, como está destinada a ocultar su opuesto, la apariencia que generalmente
elige el mal es la del amor. El mensaje que el señor y la señora R. trataban de transmitir era:
“Como somos padres buenos y cariñosos nos preocupa profundamente Roger”. Como señalé en
el capítulo anterior, la máscara del mal está destinada tanto a engañar a los demás como a
quienes la usan. Estoy convencido de que el señor y la señora R. realmente creían que hacían
todo lo que podían por Roger. Y que cuando dijeron (como estoy seguro que dirían): “Lo
llevamos varias veces a un psiquiatra, pero no pudieron hacer nada por él’’, habrían olvidado los
detalles de los que se compone la verdad.
Cualquier terapeuta experimentado sabe que los padres que no quieren a sus hijos abundan,
y que la gran mayoría de esos padres mantienen al menos una simulación de ese amor. ¡Claro
que todos no merecen llamarse malos! Creo que no. Creo que es una cuestión de grado; y de
acuerdo con los dos tipos de mitos de Buber, están los que “están cayendo” y los que “han
caído”. No sé exactamente dónde está el límite entre ellos. Pero sé con certeza que el señor y la
señora R. lo habían sobrepasado.

35
“La gente de la mentira” (The people ohf the líe) es el título de éste libro en inglés (N.del T.)
En primer lugar está la cuestión del grado en que estaban dispuestos a sacrificar a Roger
para la conservación de su autoimagen narcisista. Parecía que estaban dispuestos a ir hasta
cualquier extremo. No les afectaba pensar que Roger era un “delincuente genético”; sugerían
tranquilamente que no tenía remedio, que era incurable y defectuoso como defensa ante mi
sugerencia de que ellos necesitaban terapia. Yo sentía que no había límites en su disposición a
usarlo como chivo emisario si hacía falta.
Luego está también el grado —la profundidad y la distorsión— de su mentira. La señora R.
me escribió: “Quería que supiera que seguimos su consejo de mandar a Roger a una escuela
pupilo”. ¡Qué extraordinaria declaración! Me dice que les aconsejé sacar a Roger de St. Thomas
cuando yo les recomendé específicamente que no hicieran eso. Dice que siguieron mi consejo
cuando específicamente no lo siguieron; mi principal consejo fue que ellos mismos iniciaran una
terapia. Finalmente, implica que ellos hicieron lo que hicieron porque yo lo aconsejé cuando, en
realidad, consideraron que mi consejo era irrelevante. No una mentira, ni dos, sino tres,
entrelazadas entre sí en una sola frase. Creo que es una forma de genio que casi hay que admirar
por su perversidad. Supongo también que la señora R. realmente lo creía ella misma cuando
escribió “seguimos su consejo”. Buber lo dijo muy bien cuando escribió sobre “el misterioso
juego de las escondidas en la oscuridad del alma, en el que el alma humana, a solas, se evade, se
esquiva y se esconde de sí misma.” 36
La víctima más típica del mal es el niño. Es de esperar que así sea, porque los niños no sólo son
los miembros más débiles y más vulnerables de nuestra sociedad, sino también porque los padres
ejercitan un poder sobre las vidas de sus hijos que es esencialmente absoluto. El dominio del
amo sobre el esclavo no es muy diferente del dominio del padre o la madre sobre un niño. La
inmadurez y la resultante dependencia del niño exigen esta posesión de gran poder por parte de
los padres, pero no excluyen el hecho de que este poder, como todo poder, está sujeto a abusos de
varios grados de malignidad. Además, la relación entre el padre o la madre y el hijo es de
obligada intimidad. Un amo siempre puede vender a un esclavo si encuentra que la relación
entre los dos es intolerable. Pero así como los niños no están libres de sus padres, tampoco es
fácil para los padres escapar de sus hijos y de las presiones que éstos imponen. 37
Otra característica típica —y bastante intrigante— de los casos de hobby y Roger es la
extraordinaria unidad de sus padres. Cada pareja de padres funcionaba como un equipo. No
podemos decir que el padre de Bobby era malo pero la madre no, o que la madre era mala y el
padre simplemente la acompañaba. Por lo que sé, los dos eran malos. Así era también con el
señor y la señora R. Los dos parecían igualmente falsos; los dos parecían participar en la toma
de decisiones destructivas; los dos parecían dispuestos a poner a Roger el rótulo de incurable
cuando se sintieron implicados en su problema. 38
Sin embargo, las victimas del mal encontradas día a día en la práctica psiquiátrica no son siempre
niños. Veamos ahora el caso de Hartley y Sarah, un matrimonio sin hijos de cerca de cincuenta
años. Describiré la entrevista que tuve con ambos. Demostrará que la situación de un adulto que
36
Good and Evil, Charles Scribner’s Sons, 1953, p.111.
37
Si uno desea identificar a las personas malas, la forma más simple de hacerlo es buscando a sus víctimas. El
mejor lugar para buscar, entonces, es entre los padres de niños o adolescentes emocionalmente perturbados. No
quiero sugerir que todos los chicos emocionalmente perturbados son víctimas del mal. ni que todos esos padres son
personas malignas. La configuración del mal se encuentra sólo en una minoría de estos caso. De todos modos, se
trata de una minoría sustancial.
38
Esta unidad parental no es sorprendente para los psiquiatras. Cuando examinamos casos de chicos golpeados, por
regla general son ambos padres los que están implicados en el delito. Aún en los casos de repetido incesto padre-
hija, usualmente encontramos un cierto grado de confabulación del padre con a madre misma. No quiero decir que
todos los padres que golpean a sus hilos o que cometen incesto son malos. Cito estos fenómenos para ilustrar el
hecho de que ambos padres son casi siempre culpables en la creación de la psicopatología en sus hijos. Los que han
leído Sybíl, de Flora Schreiber (Warner Books, 1974), recordarán la verdad de este principio.
es víctima del mal, en algunos aspectos, difiere radicalmente de la de un niño. También nos dará
una clave para la comprensión de la “pareja de personas malas” de la que acabamos de hablar.
Finalmente, el caso revelará una nueva e intrigante dimensión para el problema de la clasifica-
ción psiquiátrica de la maldad humana.

EL CASO DE HARTLEY Y SARAH


Los vi por primera vez una semana después de que Hartley fue dado de alta en el hospital
municipal. Un mes antes, un sábado a las once de la mañana, Hartley se había cortado los dos
lados del cuello con una navaja. Con el pecho desnudo salió del baño y entró en el living, donde
Sarah estaba haciendo cuentas en la chequera.
—Otra vez traté de matarme —anunció.
Sarah se dio vuelta y vio la sangre que le caía sobre el torso. Llamó a la policía, y ellos
llamaron una ambulancia. Llevaron a Hartley a la sala de primeros auxilios de la zona. Los
cortes eran relativamente superficiales; no se había cortado las carótidas ni la yugular. Después
de suturarle las heridas lo mandaron al hospital municipal. Era su tercer intento de suicidio y su
tercera internación en el hospital municipal en cinco años.
Como se había mudado a la zona poco tiempo atrás, Hartley fue enviado a nuestra clínica
para el tratamiento posterior después de haber sido dado de alta en el hospital. El diagnóstico al
darle de alta fue “reacción depresiva involucional”. Estaba medicado con altas dosis de
antidepresivos y tranquilizantes.
Cuando salí a la sala de espera a recibirlo, Hartley estaba sentado en silencio junto a su
esposa; tenía la mirada perdida en el vacío; era un hombre gris, de estatura mediana, que parecía
más menudo de lo que era, como si lo hubieran comprimido en un espacio muy pequeño. De só-
lo mirarlo me sentí cansado. Dios mío, pensé, en el hospital municipal podrían tratar de que
estas personas se repusieran un poco más antes de darles el alta. Todavía está tan hundido como
el Agujero Negro de Calcuta. Pero traté de mostrarme cordial.
—Soy el doctor Peck —le dije—. Pase a mi consultorio.
—¿Mi esposa puede entrar también? —preguntó en tono de mego.
Miré a Sarah, una mujer flaca y angulosa, más pequeña que Hartley pero que, sin embargo,
parecía más grande.
—Si usted no tiene inconveniente, doctor —respondió ella, sonriendo con dulzura. Su
sonrisa no me alegró mucho. De alguna manera era incongruente con el rictus de amargura que
se dibujaba fuertemente alrededor de su boca. Llevaba anteojos con armazón de acero y me
recordaba a una misionera.
Los hice pasar a los dos a mi consultorio. Una vez que todos estuvimos sentados miré a
Hartley.
—¿Por qué quiso que su esposa entrara con usted? —pregunté.
—Me siento mejor cuando ella está cerca —respondió resueltamente. No había calidez en la
respuesta, era sólo una aseveración.
Debo haberles transmitido que no los entendía del todo.
—Hace muchísimo que Hardey está así —me explicó ella, sonriendo alegremente—. No
quiere perderme de vista ni por un momento.
—¿Es muy celoso? —pregunté a Hartley.
—No —dijo él con tono apagado.
—¿Entonces por qué?
—Tengo miedo.
—¿Miedo de qué? —pregunté.
—No sé. Tengo miedo, nada más.
—Creo que es por las cosas que piensa, doctor —intervino Sarah—. Vamos, Hartley, puedes
contarle las cosas que piensas —le indicó. Hartley no dijo nada.
—¿De qué pensamientos habla? —pregunté.
—De cuando pienso “mata” —replicó Hartley con la misma monotonía.
—¿Mata? —repetí—. ¿Quiere decir que tiene pensamientos sobre matar?
—No. Simplemente “mata”.
—Perdón, pero no entiendo —dije débilmente.
—Pienso en esa palabra — explicó Hartley sin emoción—. Me viene a la cabeza la palabra
“mata”. Como si alguien la hubiera dicho. Puede suceder en cualquier momento. Pero la
mayoría de las veces es a la mañana. Cuando me levanto y comienzo a afeitarme y me miro en
el espejo está allí. “Mata”. Casi todas las mañanas.
—¿Como una alucinación? —pregunté—. ¿Oye una voz que le ordena matar?
—No —respondió Hartley—. No es una voz. Es sólo la palabra en mi mente.
—¿Cuando se afeita?
—Sí, siempre me siento peor por la mañana.
—¿Se afeira con una navaja? —pregunté con repentina intuición. Hartley asintió. —Parece
como si quisiera matar a alguien con su navaja —agregué. Hartley parecía asustado. Era la
primera señal de emoción que veía en su cara.
—No —dijo enfáticamente—. No quiero matar a nadie. No es un sentimiento. Es sólo…
una palabra.
—Bueno, aparentemente quería matarse a usted mismo —comenté—. ¿Por qué?
Me siento tan horriblemente mal. No sirvo para nada. Sólo soy una carga para Sarah. —La
pesadez de su voz me pesaba a mí mismo. Realmente no debía de ser una dicha tenerlo cerca.
—¿Él es una carga para usted? —pregunté a Sarah.
—No, no me importa —replicó Sarah alegremente—. Me gustaría tener un poquito de
tiempo para mí. Y por supuesto no nos alcanza el dinero.
—Entonces siente que es una carga.
—El Señor me ayuda —respondió Sarah.
—¿Por qué es que no tienen suficiente dinero? —pregunté.
—Hace ocho años que Harry no trabaja, ha estado tan deprimido, pobre. Pero nos
arreglamos con lo que yo gano en la compañía de teléfonos.
—Yo era vendedor —intervino Hartley con voz quejosa.
—Se las arregló para trabajar durante los primeros diez años de nuestro matrimonio —
admitió Sarah—. Pero nunca fue realmente muy… muy agresivo, ¿verdad, querido?
—Hice más de veinte mil dólares solamente en comisiones el año que nos casamos —se
defendió Hartley.
—Sí, pero eso fue en el cincuenta y seis. Ese año hubo un auge en la venta de los
interruptores de luz —explicó pacientemente Sarah—. Cualquiera que estuviese vendiendo
interruptores de luz en el cincuenta y seis habría ganado la misma cantidad de dinero.
Hartley guardó silencio.
—¿Por qué dejó de trabajar? —le pregunté.
—Por mi depresión. Me sentía tan mal por las mañanas. Sencillamente no pude ir más a
trabajar.
—¿Qué era lo que lo deprimía tanto?
Hartley parecía confundido, como si no pudiera recordar algo.
—Deben haber sido las palabras —dijo por fin.
—¿Las palabras en su mente, como “mata”?
Asintió.
—Usted dijo “palabras”, en plural. ¿Hay también otras palabras?—pregunté.
Silencio.
—Vamos, querido —dijo Sarah—. Háblale al doctor de las otras palabras.
—Bien, a veces hay otras palabras —reconoció de mala gana—. Como “corta” o
“martillo”.
—¿Hay otras?
—A veces “sangre”.
—Son todas palabras de enojo —comenté—. No creo que se le ocurrirían a menos que
estuviera muy enojado.
—No estoy enojado —insistió monótonamente Hartley.
—¿Qué piensa usted? —pregunté, volviéndome hacia Sarah—. ¿Piensa que está enojado?
—Ah, yo creo que Hartley me odia —respondió ella con su sonrisita alegre, como si
estuviera hablando de una simpática travesura del chico del vecino.
La miré, asombrado. Había comenzado a sospechar la verdad de todo esto, pero no me
esperaba que ella tuviese esa tranquila percepción del asunto.
—¿No le preocupa que pueda herirla? —pregunté.
—Ah, no, Hartley no le haría daño a una mosca, ¿verdad, querido?
Hartley no respondió.
—Realmente —le dije a Sarah—, él piensa en matar y en sangre y en martillo. Creo que
yo, en su lugar, sentiría miedo de vivir con un marido que me odia y piensa en esas
cosas.
—Pero usted no entiende, doctor ——explicó plácidamente Sarah—. Él nunca podría
herirme. Es tan débil.
Eché una rápida mirada a Hartley. En su cara no había la menor expresión. Me quedé allí
sentado casi un minuto, en un silencio lleno de asombro, tratando de determinar el
camino a seguir. Finalmente le pregunté:
—¿Qué siente cuando su esposa dice que es débil?
—Tiene razón. Soy débil —balbuceó.
—Si ella tiene razón —dije—, ¿cómo le hace sentirse eso?
—Me gustaría ser más fuerte —respondió sin entusiasmo.
—Hartley no puede ni manejar un auto —intervino Sarah—. No puede salir de la casa
solo, sin mí. No puede entrar en un supermercado, ni en ningún lugar lleno de gente...
¿no es cierto, querido?
Hartley asintió con la cabeza.
—Usted parece estar de acuerdo con su mujer en todo —señalé.
—Tiene razón. No puedo ir a ninguna parte sin ella.
—¿Porqué no puede?
—Tengo miedo.
—¿Miedo de qué, caramba? —pregunté, tratando de estimularlo.
—No lo sé —respondió con abyección—. Sólo puedo decirle que me asusto cada vez que
tengo que hacer algo solo. Tengo miedo cuando Sarah no está cerca para ayudarme.
—Usted parece un chico muy pequeño —comenté.
Sarah sonrió complacida.
—Hartley es un chico en algunos sentidos —dijo—. Tú no eres muy grande, ¿verdad,
querido?
—Tal vez usted no quiere que crezca —dije rápidamente, volviéndome hacia ella.
Sarah me echó una mirada de repentino odio.
—¿Que no quiero? —saltó—. ¿A quién le ha importado jamás lo que yo quiero? Mis
deseos no interesan. Mis deseos nunca le han interesado a nadie. No se trata de lo que yo quiera
o no quiera. Yo sólo hago lo que tengo que hacer, lo que el Señor quiere que haga. Ah, para qué
decir lo que yo querría. ¿A quién le importa que Hartley sea una carga? ¿A quién le importa que
yo haga todo el trabajo, que maneje el coche, que haga todas las compras? Pero yo no me quejo.
No. ¿Qué derecho tengo a quejarme? No, Sarah no tiene derechos. Sarah no se queja. Hartley
está deprimido. Yo no debo quejarme. Hartley es un gusano. Pero a nadie le importa Sarah. Yo
simplemente llevo la carga que el Señor me ha dado. Sarah hace lo que tiene que hacer.
Esta diatriba me tomó de sorpresa y no estaba seguro de que quisiera trenzarme nuevamente
con ella. Pero proseguí, más por curiosidad que porque pensara que había alguna forma de
mejorar la situación.
—Ustedes no tienen hijos, ¿verdad? —dije—. ¿Eligieron no tenerlos?
—Hartley no puede tener hijos —anunció Sarah.
—¿No? ¿Cómo lo sabe?
Sarah me miró como si yo desconociera los hechos naturales más básicos.
—Porque a mí me ha examinado el ginecólogo —explicó—. Dijo que yo estaba
perfectamente bien. Yo no tengo ningún problema.
—¿Y a usted también lo examinaron? —pregunté a Hartley.
El negó con la cabeza.
—¿Por qué no?
—¿Para qué me iban a examinar? —preguntó él a su vez, como si yo fuera incapaz de ver lo
obvio—. Si Sarah no tiene ningún problema, seguramente el problema es mío.
—Hartley, usted es el hombre más pasivo que he conocido nunca —dije—. Supone
pasivamente que su esposa dice la verdad sobre su examen. Supone pasivamente que como el
examen de ella dio normal, el suyo debe dar anormal. Hay montones de casos en que el marido y
la mujer son los dos normales y no tienen hijos. Usted puede estar perfectamente bien. ¿Por qué
no lo controla?
—No tendría sentido, doctor —respondió Sarah por él—. Somos demasiado grandes para tener
hijos. Y no tenemos dinero para más pruebas. Usted olvida que yo soy la única que gana dinero.
Además —dijo, sonriendo—, ¿se imagina a Hartley como padre? Ni siquiera puede ganarse la
vida.
—¿Pero no valdría la pena que Hartley se enterase de que no es físicamente incapaz de tener un
hijo?
—Sarah tiene razón —dijo Hartley, concretamente defendiendo la suposición de su esposa
de que él era estéril—. No tendría sentido.
Yo ya me sentía muy cansado. Me quedaban veinte minutos antes de ver al siguiente
paciente, pero tenía la fuerte tentación de terminar la entrevista. No había esperanzas de
cambios. No había posibilidad de ayudar a Hartley. Estaba como liquidado. Pero, ¿por qué?
¿Por qué y cómo, Dios mío, se producía tanto sufrimiento?
—Hábleme de su infancia —le pedí.
—No hay nada que contar —murmuró Hartley.
—Bien, ¿basta qué año hizo en el colegio? —pregunté
—Hartley fue a Yale —respondió Sarah nuevamente—. Pero luego tuviste que dejar,
¿verdad, querido?
Hartley asintió.
Me sentí mal al pensar que este gusano, como Sarah lo llamaba en su descripción maligna y
exacta, había sido alguna vez un estudiante universitario de ojos brillantes.
—¿Cómo fue que estudió en Yale? —pregunté.
Yo era de familia rica.
—Pero además debe de haber sido un muchacho capaz —comenté.
—De nada vale ser capaz si no se estudia —interrumpió Sarah una vez más—. Como yo
siempre digo, no vale tanto lo que se es como lo que se hace.
Me volví hacia ella.
¿Se da cuenta de que cada vez que trato de centrarme en algún aspecto positivo de su
esposo, usted se mete y lo castra?
Sarah chilló:
—¿Lo castro? ¿Así que lo castro? Ustedes los médicos son todos iguales. A lo mejor usted
lo castra, me dicen. Es todo culpa mía, ¿verdad? Ah, sí, todo es culpa de Sarah. Si no trabaja, él
no maneja, él no hace nada, pero es todo culpa de Sarah. Bien, permítame que le diga que
cuando lo conocí ya estaba castrado. La madre era una alcohólica reventada. El padre era tan
débil como él. Él no pudo terminar los estudios. Y luego me acusaron de haberme casado con él
por su dinero. Ja! ¿Qué dinero? La puta de su madre se lo había gastado en la bebida . Yo
nunca vi dinero. Nadie me ha ayudado nunca. Nadie ayuda a Sarah. Sarah hace todo. Pero la
acusan de castrarlo. ¿Pero cree que alguno de ellos se interesa por mí? No. Ninguno. Lo único
que hacen es acusarme.
—Yo me interesaría por usted, Sarah —le respondí con suavidad—, si usted me dejara. ¿Por
qué no me cuenta algo de su familia y su infancia?
Ah, así que ahora yo soy el paciente, ¿eh? —replicó con amargura—. Bueno, lo siento, pero
no voy a ser su conejillo de Indias. No necesito su ayuda. A mí no me pasa nada. La ayuda que
necesito es la de mi pastor. Él me comprende. Él sabe las cosas que tengo que soportar. Dios
me da toda la fuerza que necesito. Yo traje a Hartley para que lo atendieran. Él es quien lo
necesita. Ayúdelo a él. Es decir, si puede.
—Hablo en serio, Sarah —le dije—. Es verdad que Hartley necesita yuda, y lo ayudaremos
todo lo posible. Pero yo creo que usted también la necesita. Está en una situación terriblemente
difícil, y veo que puede alterarla. Sé que estará mucho mejor si alguien la ayuda, o si me permite
darle un tranquilizante suave.
Pero Sarah se había calmado. Se apoyó en el respaldo de su silla y me sonrió como si yo
fuera un muchacho joven, simpático pero equivocado.
—Gracias, doctor, es usted muy amable —dijo—, pero creo que yo no me altero. En este
mundo hay muy poco que pueda alterarme.
—Perdón, pero no estoy de acuerdo —respondí—. Creo que estaba alterada. Muy alterada.
—Tal vez tenga razón, doctor —replicó Sarah, dispuesta a no dejarse perturbar otra vez—.
La enfermedad de Hardey ha sido una terrible carga para mí. Para mí sería mucho más fácil si él
no existiera.
Internamente di un respingo. Hartley no parecía afectado: ya estaba tan deprimido y
pisoteado que era imposible afectarlo más.
—¿Por qué no lo deja, entonces? —le pregunté—. Creo que estaría mejor sin la carga. Y a
la larga también sería mejor para Hartley poder pararse sobre sus propios pies.
—Ah, creo que Hartley me necesita demasiado como para dejarlo, doctor —respondió
Sarah, con una sonrisa maternal. Se volvió hacia su marido. —Tú no te las arreglarías si yo te
dejara, ¿verdad, querido?
Hartley parecía aterrorizado.
—Realmente sería muy difícil para é1 —reconocí—. Pero, tal vez, podríamos arreglar que
Hartley estuviera bastante tiempo en el hospital. Usted sabría que está bien atendido, y él podría
estar allí el tiempo necesario para hacer su adaptación.
—¿Te gustaría eso, querido? ¿Te gustaría volver al hospital y que yo te dejara?
—Por favor —gimió Hartley—, por favor, no.
—Dile al doctor por qué no quieres que te deje, querido —ordenó Sarah.
—Yo te quiero —gimió Hartley.
—Ya ve, doctor —explicó Sarah, victoriosa—, no puedo dejarlo porque me quiere.
—¿Pero usted lo quiere? —le pregunté.
—¿Si lo quiero? —preguntó Sarah, casi divertida—. ¿Qué tiene él para quererlo? No,
doctor, creo que es mi sentido del deber. Tengo el deber de cuidarlo,
—No sé cuánto hay en esto de deber y cuánto de necesidad —le dije, enfrentándola—. Tal como
yo lo veo, usted tiene una fuerte necesidad de la carga que representa Hartley. Tal vez porque
nunca tuvo un hijo propio. Tal vez está tratando de convertir a Hartley en el hijo que no pudo
tener. No lo sé. Pero sí sé que por uno u otro motivo usted tiene una intensa necesidad de
dominar a Hartley, así como él tiene una intensa necesidad de depender de usted. Sus
necesidades y las de él se cumplen en este extraño matrimonio.
Sarah dejó escapar una risa extraña, como una carcajada hueca.
—Manzanas y naranjas, doctor —dijo—. Sí, manzanas y naranjas. No es posible
compararlas. Usted no puede comparar a Hartley conmigo; somos como manzanas y naranjas.
Pero no se sabe cuál es cuál, ¿verdad? ¿Yo soy la manzana o soy la naranja? ¿Tengo piel rugosa
o suave? ¿O tengo piel gruesa? —Otra vez dejó escapar la risita extraña. —Sí, creo que tengo
piel gruesa. Hay que tener piel gruesa para defenderse de los que nos persiguen. Ustedes son los
perseguidores seudocientíficos. Pero está bien. Yo sé cómo manejar a los que pelan las naranjas
y cortan en pedazos las manzanas. El Señor me ama. Nosotros tenemos poder en el cielo. Usted
puede pensar lo que piensa, decir lo que dice. Pero es todo basura —escupió—. Allí terminan
todas, ¿verdad? Las cáscaras de naranja y los pedazos de manzana. En la basura. Y allí
terminarán ustedes, los perseguidores seudocienríficos. En la basura. Con todas las otras frutas
—finalizó con tono de triunfo.
Temí haber cometido un error al enfrentar a Sarah mientras la escuchaba, ya sin control,
Hartley, con su sufrimiento, sus intentos de suicidio y su existencia patética ya era bastante
desgracia; ¿qué ganaríamos si los dos fueran a parar al hospital? Seguramente Sarah se sentía
acorralada. Lo mejor sería darle bastante espacio de salida para que pudiera recuperar la calma
otra vez.
—Estamos casi en la hora —dije—. Y tenemos que decidir sobre un plan para el
tratamiento. Veo que usted no siente que necesite tratamiento en este momento, Sarah, y en
realidad creo que funciona bien. Pero Hartley sin duda necesita ayuda, ¿verdad?
—Sí, el pobre Hartley no anda nada bien —respondió Sarah como si en los últimos minutos
no hubiera pasado nada—. Tenemos que hacer todo lo posible por ayudarlo.
Dejé escapar un suspiro de alivio. El hecho de que me hubiera metido en su matrimonio,
aunque no había logrado nada, al menos no había hecho daño adicional.
—¿Cree que necesita seguir tomando el medicamento? —pregunté a Hartley.
El asintió en silencio.
—Te vienen más pensamientos cuando no tomas el medicamento, ¿verdad, Hartley? —dijo
Sarah. Hartley volvió a asentir.
—Sospecho que así es —corroboré—. ¿Y la psicoterapia? ¿Piensa que le haría bien tener a
alguien con quien hablar de sí mismo en profundidad?
Hartley negó con la cabeza.
—Me hace sentirme mal —balbuceó.
—El intento de suicidio anterior a éste ocurrió mientras le estaban haciendo psicoterapia —
confirmó Sarah.
Hice una receta para el mismo medicamento que te habían dado a Hartley en el hospital y en
la misma dosis y les dije que me gustaría verlos otra vez en tres semanas para determinar si había
que hacer algún cambio de dosis.
—Pero esa consulta no será larga como ésta —expliqué—. En realidad, será muy breve.
—Claro, doctor —dijo Sarah mientras los tres nos levantábamos—. Ya ha hecho mucho por
Hartley. Le estamos profundamente agradecidos.
Dos minutos después, luego de haber escrito una breve nota en la historia, salí a tomar un
café. Hartley y Sarah acababan de pagar la visita a la secretaria, y mientras salían le oí decir a
Sarah: —Este médico es mucho más agradable que el que nos atendió la vez pasada, ¿verdad,
querido? Al menos es norteamericano. Al otro ni le entendíamos lo que decía, ¿no es cieno,
querido?
Tal vez el aspecto más interesante de este caso no es el mal en Sarah sino la relación de
Hartley con él. Hartley era un esclavo de Sarah. El tema de la esclavitud no es infrecuente en
los cuentos de hadas y los mitos en que los príncipes y las princesas y otros seres quedan
cautivos del poder maléfico de alguna bruja o demonio. Como otros mitos relacionados con el
mal, éstos necesitan ser más estudiados. Pero a diferencia del héroe de esos mitos, yo no pude
rescatar a Hartley de su esclavitud. Porque era una esclavitud voluntaria. Él le había vendido su
alma a Sarah por propia voluntad. ¿Por qué?
En cierto momento de la sesión le dije a Hartley que él era el hombre más pasivo que yo me
había encontrado en mi vida. Una persona pasiva significa una persona inactiva: alguien que
toma en lugar de dar, que sigue en lugar de liderar, que recibe en lugar de hacer. Podría haber
usado muchas otras palabras: “dependiente”, “infantil”, “haragán”. Hartley era
monumentalmente haragán. Su relación con Sarah era la de un chico que se aferra a su madre.
Ni siquiera venía solo a mi consultorio, y menos todavía se arriesgaba a pensar por su cuenta.
No sabemos con certeza por qué Hartley era tan extremadamente perezoso. Los comentarios
de Sarah de que su madre era una alcohólica y su padre era tan débil como él sugieren que
Hardey venía de una familia en la que sus padres probablemente servían como modelos del rol
de haragán, y él probablemente no recibió una satisfacción adecuada a sus necesidades infantiles.
Podemos postular que cuando conoció a Sarah ya era una persona profundamente perezosa, un
chico disfrazado de adulto que inconscientemente buscaba a la madre fuerte que nunca había
tenido para que lo cuidara. Sarah se prestaba a la perfección para ese rol, así como Hartley sin
duda cumplía con la necesidad que ella tenía de un esclavo potencial. Una vez que se estableció
la relación, se convirtió en un círculo vicioso, intensificando naturalmente las enfermedades de
los dos. La dominación de ella estimulaba aun más el sometimiento de él, y la debilidad de él
nutría el deseo de ejercer poder sobre alguien que tenía ella.
De manera que Hartley no era una víctima involuntaria de la maldad de Sarah. Esto es
importante, porque el caso ejemplifica una regla general: no nos convertimos en socios del mal
por accidente. Como adultos, el destino no nos obliga a dejarnos atrapar por un poder maligno:
nosotros mismos colocamos la trampa. Veremos nuevamente este principio en acción en el
penúltimo capitulo, cuando consideremos el fenómeno de la maldad grupal en la conducta más
atroz. 39
Pero por el momento nos ocupanos del grupo más pequeño, el de la pareja, y de cómo dos
personas participan en el mal. Traigo el caso de Hartley y Sarah, en parte, para que se vea cómo
puede parecer imposible determinar cuál de los dos miembros de la pareja es el malo. Los
padres de Bobby parecían malos los dos. Tanto el señor como la señora R. parecían implicados
en la destrucción del espíritu de Roger. Pero por la naturaleza misma de su mal yo no pude

39
Erich Fromm acuñó el término “simbiosis incestuosa” para uno de los tres componentes del “síndrome de la
corrupción” o tipo de carácter maligno. Aunque le faltaban los otros componentes, Hartley encarnaba una verdadera
definición de la simbiosis incestuosa. Sugiere que entró en una relación de sometimiento con el mal, precisamente
porque él mismo era parcialmente malo. Es verdad que no estaba completamente cómodo en esta esclavitud. Tenía
una vaga conciencia de que estaba preso en una trampa mortal, y oscilaba obsesivamente entre las dos formas más
fáciles de liberarse: matarse o matar a Sarah. Pero era demasiado perezoso para considerar la única ruta de escape
legítimo: el camino obvio y más difícil de la independencia psicológica.
acercarme a ellos lo suficiente como para conocerlos bien. Mi suposición puramente
especulativa es que los dos no eran tan igualmente malos como parecían. Dudo que sea posible
que dos personas totalmente malas vivan juntas en el espacio cerrado de un matrimonio
prolongado. Serían demasiado destructivos como para brindar la cooperación necesaria. Por lo
tanto, sospecho que la madre o el padre de Bobby, uno de los dos, era el dominante en su mutua
maldad, y creo que lo mismo podría decirse del señor y la señora R. En toda pareja de personas
malas, si pudiéramos examinarlas suficientemente de cerca, imagino que descubriríamos que uno
de los dos está ligeramente sometido al otro, de la misma manera que Hartley estaba esclavizado
por Sarah, aunque difícilmente en el mismo grado.
Si el lector siente que la relación entre Hartley y Sara era extraña, estoy de acuerdo con é1.
Los elegí precisamente porque eran la pareja “más enferma” de este tipo que yo había visto en
mis años de psiquiatría. Pero por más extraña que sea, el tipo de relación que ilustra no es
infrecuente. Los lectores que son psiquiatras deben haber visto montones de casos como éste en
su práctica cotidiana. Y sospecho que todos los lectores comunes encontrarán, si reflexionan
sobre el caso, este tipo de matrimonio al menos en algunos de sus conocidos.
El mal fue definido como el uso del poder para destruir el crecimiento espiritual de otros y
defender la integridad del propio yo enfermo. En síntesis, es la búsqueda del chivo emisario. No
usamos como chivo emisario a los fuertes, sino a los débiles. Para que los malos den este uso in-
correcto a su poder, en primer lugar, deben poseer el poder. Deben tener algún tipo de dominio
sobre su víctima. La relación de dominación más común es la de los padres sobre los hijos. Los
niños son débiles, indefensos y están atrapados en relación con sus padres. Nacen en esclavitud
con respecto a sus padres. No es de extrañar, entonces, que la mayoría de las víctimas del mal
como Bobby y Roger sean chicos. Simplemente no son lo bastante libres o poderosos como para
escapar.
Para que los adultos sean víctimas del mal, también ellos deben ser incapaces de escapar.
Pueden ser incapaces de escapar cuando les apuntan con una pistola en la cabeza, como les
sucedió a los judíos cuando los llevaban a las cámaras de gas o a los habitantes de My Lai
cuando fueron fusilados en fila. O pueden ser incapaces de escapar por su propia falta de coraje.
A diferencia de los judíos o los habitantes de My Lai, y a diferencia de los niños, Hartley era
físicamente libre de escapar. En teoría, sencillamente podría haberse apartado de Sarah. Pero se
había atado a ella con las cadenas de la haraganería y la dependencia, y aunque oficialmente era
un adulto, se había instalado en la impotencia de un niño. Siempre que los adultos a quienes
nadie apunta con una pistola se convierten en víctimas del mal es porque, de una u otra manera,
han hecho el pacto de Hartley.

LA ENFERMEDAD MENTAL Y LA MENCION DEL MAL


El tema de dar un nombre es estudiado en este trabajo. Ya ha sido tocado en diversas
instancias: la ciencia no ha dado un nombre al mal como tema de investigación; el nombre del
mal no aparece en el vocabulario psiquiátrico; hemos tenido reparos en etiquetar a individuos
específicos con el nombre de malos; en su presencia, por lo tanto, podemos experimentar un
temor o rechazo sin nombre; pero nombrar al mal no está exento de peligro.
Dar a las cosas sus nombres correctos nos da un cierto poder sobre ellas. A través de los
nombres las identificamos. No tenemos poder ante una enfermedad hasta poder nombrarla
adecuadamente como “neumonía neumocócica” o “embolia pulmonar”. Y Sin esa identificación
no sabemos cómo tratarla. Es muy diferente desde el punto de vista tamo del diagnóstico como
del pronóstico rotular el desorden de un paciente como “esquizofrenia” o “psiconeurosis”.
Aunque no tengamos un tratamiento eficaz, es bueno tener un nombre. La pitiriasis rosea es una
fea y a veces molesta enfermedad de la piel para la cual no hay terapia adecuada. Pero el
paciente paga con gusto la consulta del dermatólogo cuando éste le dice: “Es nada más que una
pitiriasis rosea. No es lepra. No tenemos tratamiento para esto, pero no se preocupe, no le dolerá
y se irá sola en dos o tres meses”.
No podemos ni empezar a tratar una enfermedad si antes no la identificamos por su propio
nombre. El tratamiento de una enfermedad comienza con su diagnóstico. Pero el mal, ¿es una
enfermedad? Muchos no lo considerarían así. Hay una serie de razones por las que uno tendría
reparos en clasificar al mal como una enfermedad. Algunas razones son emocionales. Por
ejemplo, estamos acostumbrados a sentir piedad y comprensión por los enfermos, pero las
emociones que el mal despierta en nosotros son la ira y el rechazo, si no directamente el odio.
¿Hemos de sentir piedad y comprensión por padres que para Navidad regalan a su hijo menor el
arma con la que su hermano mayor se suicidó? ¿Podemos mirar bondadosamente a un asesino,
salvo a uno que esté tan visiblemente loco como para no poder responsabilizarse de sus actos?
Las personas clasificadas aquí como malas no estaban locas en el sentido que solemos dar a la
palabra. No desvariaban ni deliraban. Eran coherentes y seguras, tenían empleos de
responsabilidad, ganaban dinero, aparentemente funcionaban muy bien en el sistema social, y
bajo una inspección superficial no eran identificables en lo más mínimo como personas
enajenadas. Pero el hecho de que no es probable que sintamos un ápice de simpatía por los que
son malos, sólo habla de nuestra respuesta emocional y no de la realidad de si el mal es o no una
enfermedad. Aunque los leprosos nos asusten y nos inspiren rechazo, de todos modos
reconocemos a la lepra como una enfermedad.
Aparte de las razones emocionales, hay tres razones racionales que nos hacen dudar en
clasificar al mal como una enfermedad. Aunque cada una de las tres razones es convincente a su
manera, yo de todos modos adoptaré la posición de que el mal debe realmente considerarse una
enfermedad mental. Lo haré en el contexto de examinar la falacia inherente en cada uno de los
tres argumentos.
La primera sostiene que las personas no deben considerarse enfermas a menos que sufran
dolor o incapacidad, que no hay nada que pueda llamarse enfermedad sin sufrimiento. Este es un
argumento muy viejo, pero tan amargamente debatido hoy como siempre. Hasta la palabra
dísease (enfermedad, en inglés) significa sufrimiento. Experimentar dís-ease (incomodidad),
ausencia de comodidad o bienestar, es estar enfermo. Generalmente la palabra que se usa en
inglés para decir que uno está enfermo es ill (mal), precisamente porque estamos sufriendo de
una manera no deseada e innecesaria.
Las personas “malas” que hemos descrito, por cierto, no se definían como enfermas ni
parecían estar sufriendo. Seguramente ellos no se habrían identificado como pacientes. En
realidad, como he dicho, es característico de los malos que, en su narcisismo, creen que no les
sucede nada malo, que son especímenes humanos psicológicamente perfectos. Si el sufrimiento
manifiesto y la autodefinición son los criterios para la enfermedad, los malos son los últimos que
pueden considerarse mentalmente enfermos.
Pero hay grandes problemas con este argumento. Existe un montón de enfermedades físicas
que son totalmente asintomáticas en sus primeras etapas. Un ejecutivo a quien en un examen
físico de rutina se le descubre una presión arterial de veinte de máxima y doce de mínima puede
sentirse perfectamente bien. ¿Acaso no le recetaremos un medicamento para bajar esa presión
arterial (un medicamento que tal vez lo hará sentirse menos bien)? ¿O esperaremos a que tenga
un derrame fatal o un ataque que lo deje paralítico antes de considerar su hipertensión como una-
enfermedad? La prueba de Papanicolau se ha convertido en una rutina de la atención médica de
las mujeres porque detecta el cáncer cervical en un momento en que el cáncer es curable, pero
años antes de que cause molestias o problemas. ¿Acaso vamos a diferir nuestro doloroso
tratamiento quirúrgico hasta que ella se sienta realmente mal, lo que probablemente ocurrirá
cuando sus uréteres estén bloqueados por el tumor, y se esté muriendo irremisiblemente por fallo
renal? Si sólo definimos las enfermedades en términos del sufrimiento que suelen producir,
entonces tendríamos que decir que la mayoría de casos de hipertensión y cáncer, entre otras, no
son realmente enfermedades. Esto parece absurdo.
Claro que, muchas veces, cuando los médicos nos dicen que nos sucede algo realmente
grave, les creemos ya sea que estemos sufriendo o no. Su definición de que estamos enfermos
nos resulta aceptable, y por lo tanto comenzamos a definirnos como enfermos, aunque no nos
sintamos realmente enfermos.
Pero no siempre. Consideremos el caso de un granjero que sufre un grave ataque al corazón,
queda inconsciente y lo internan en el hospital. Al día siguiente, cuando se encuentra totalmente
despierto en la sala de terapia intensiva, intenta bajar de la cama y arrancarse del pecho el moni-
tor cardíaco. Las enfermeras le indican que se quede acostado y descanse porque ha tenido un
ataque al corazón, está seriamente enfermo y tiene que quedarse tranquilo para evitar sufrir otro
ataque. “Qué ridículo”, grita el granjero, esforzándose aún más por levantarse de la cama. “A mí
no me pasa nada. Mi corazón está perfecto. No sé cómo me trajeron aquí, pero tengo que ir a
casa a ordeñar mis vacas”. Una vez que ha venido el médico y han fracasado nuevos intentos de
tranquilizarlo, ¿lo dejaremos que se vista y se vaya a su casa a trabajar en la granja? ¿O lo
controlaremos como podamos, dándole un sedante de acción rápida, para luego continuar
dándole la verdadera información y el tiempo que necesita para aceptarla?
O consideremos un alcohólico con delírium tremens que hace tres días que no duerme, que
tiembla como una hoja, que tiene una temperatura de cuarenta grados y ciento cuarenta y cinco
pulsaciones por minuto, y que está seriamente deshidratado. Él está convencido de que el hos-
pital es un campo de exterminio japonés de donde debe escapar a toda costa para salvar su vida.
¿Lo dejaremos que escape del hospital y corra como un loco por la calle escondiéndose detrás de
los autos hasta que caiga muerto de agotamiento, o de convulsiones, o de deshidratación? ¿O lo
retendremos contra su voluntad y le daremos dosis masivas de Librium hasta que finalmente
caiga en el sueño que tan desesperadamente necesita y comience a recuperarse?
Obviamente en cada caso seguiríamos la segunda alternativa porque sabemos que los dos
hombres están gravemente enfermos a pesar de que ninguno de los dos se define a sí mismo de
esa manera ni acepta nuestra definición. Porque nos damos cuenta de que su incapacidad para
definirse como enfermos a pesar de la más abrumadora evidencia en su contra es, en realidad,
parte de la enfermedad misma. ¿No sucede también así con los que son malos? No estoy
sugiriendo que los malos necesitan ser físicamente restringidos o privados de sus libertades
civiles en el curso habitual de sus vidas. Lo que digo, como ya lo he dicho, es que la incapacidad
de los malos de definirse a sí mismos como personas con desórdenes es un componente esencial,
integral de su estado. Y también digo que la enfermedad, ya se trate del mal, o de un delirio o
psicosis o diabetes o hipertensión, es una realidad objetiva y no debe definirse por
reconocimiento subjetivo ni por falta de reconocimiento.
El uso del concepto de sufrimiento emocional para definir a la enfermedad es también
defectuoso en varios otros aspectos. Como señalé en La nueva psicología del amor, los
espiritualmente más sanos y evolucionados de entre nosotros son, a menudo, llamados a sufrir en
forma más agónica que la que podría experimentar la gente ordinaria. Los grandes líderes,
cuando poseen mayor lucidez y salud, probablemente sufren grados de angustia desconocidos
para el hombre común. Y a la inversa, la negativa a sufrir dolor emocional suele estar en la raíz
de la enfermedad emocional. Los que experimentan plenamente la depresión, la duda, la
confusión y la desesperación pueden ser infinitamente más sanos que los qué siempre se sienten
seguros, complacientes y satisfechos consigo mismos. La negación del sufrimiento es, en
realidad, una mejor definición de la enfermedad que su aceptación.
Los malos niegan el sufrimiento de su culpa —la penosa conciencia de su pecado, su
incapacidad, su imperfección— arrojando su dolor a otros a través de la proyección y la
búsqueda del chivo emisario. Puede que ellos mismos no sufran, pero sufren quienes los rodean.
Causan sufrimiento. Los malos crean para los que están bajo su dominio una sociedad enferma
en miniatura.
En realidad, no existimos sólo como individuos, sino como seres sociales que son partes
componentes integrales de un organismo más grande llamado sociedad. Aunque insistiéramos
con el sufrimiento en la definición de enfermedad, no es necesario ni correcto concebir la
enfermedad solamente en términos del individuo. Puede ser que los padres que hemos descrito
no sufrieran ellos mismos, pero sufrían sus familias. Y los síntomas de la enfermedad en la
familia —depresión, suicidio, malas notas escolares y robo— eran atribuibles a su liderazgo. En
términos de la “teoría de los sistemas”, el sufrimiento de los hijos no era sintomático de su propia
enfermedad, sino de la de sus padres. ¿Hemos de considerar sanos a los individuos simplemente
porque no sufren, sin considerar los estragos y el daño que causan al prójimo?
Además, ¿quién puede decir si los malos sufren o no? Es muy cierto que los malos no
parecen sufrir profundamente. Como no pueden admitir debilidad o imperfección en ellos
mismos, deben mostrarse así. Deben verse a sí mismos continuamente en lo más alto,
continuamente al mando. Su narcisismo así lo exige. Pero sabemos que no es cierto que estén
en lo más alto. A pesar de que los padres descriptos se sentían muy competentes, sabemos que,
en realidad, eran incompetentes en su rol de padres. Su apariencia de competencia era sólo eso:
una apariencia. Un fingimiento. No tenían dominio de sí mismos; era su narcisismo el que
dominaba, siempre exigiendo, siempre empujándolos a que conservaran su apariencia de salud e
integridad.
¡Piensen en la energía psíquica que se requiere para mantener continuamente la apariencia
tan característica de los malos! Tal vez dirigen, por lo menos, tanta energía a sus
racionalizaciones desviadas y sus compensaciones destructivas como la que los más sanos
dirigen hacia una conducta de amor. ¿Por qué? ¿Qué los posee, qué los empuja? Básicamente
el miedo. Tienen terror de no poder seguir fingiendo y de quedar expuestos ante el mundo y ante
sí mismos. Todo el tiempo temen quedar enfrentados con su propia maldad. De todas las
emociones, el miedo es la más dolorosa. A pesar de lo bien que logran parecer tranquilos y
controlados en la vida cotidiana, los malos viven sus vidas llenos de miedo. Es un terror —y un
sufrimiento— tan crónico, tan entretejido con la estructura de su ser, que tal vez ni lo sienten así.
Y si pudieran sentirlo, su narcisismo omnipresente les prohibirá llegar a reconocerlo. Aunque no
podemos compadecemos de los malos por su vejez inevitablemente espantosa, o por el estado de
sus almas después de la muerte, sin duda podemos tenerles lástima por las vidas de aprensión
casi constante que viven.
Ya sea que los malos sufran o no, la experiencia de sufrir es tan subjetiva, y el significado
del sufrimiento tan complejo, que creo que será mejor no definir la enfermedad y las afecciones
en sus términos. En cambio, creo que la enfermedad y las afecciones deben definirse como:
cualquier defecto en la estructura de nuestros cuerpos o nuestras personalidades que nos
impida realizar nuestro potencial como seres humanos.
Por supuesto, podemos tener algunos desacuerdos sobre lo que constituye exactamente
nuestro potencial humano. Sin embargo, en todas las culturas y en todos los tiempos hay
suficientes hombres y mujeres que han llegado a una edad adulta plena con una especie de
donaire de la existencia de manera que podemos decir de ellos: “Se han vuelto realmente hu-
manos”, con eso queremos decir que sus vidas casi tocan lo divino. Y podemos estudiar a estas
personas y examinar sus características. 40 Podemos decir, en síntesis, que son sensatas y
despiertas; disfrutan de la vida con intensidad, y. no obstante, aceptan y enfrentan la muerte;

40
Véase la descripción de Abraham Maslow de las personas “autorrealizadas” en su Motivation and personality
(Harper Bros., 1954).
trabajan no sólo productiva sino creativamente, y obviamente aman a los demás y los conducen
con bondad de intención y de resultados.
Pero la mayor parte de la gente está tan impedida de cuerpo y de espíritu que jamás puede
alcanzar ese estado por mejores esfuerzos que haga sin mucha ayuda terapéutica. Entre estas
legiones de inválidos —la masa de la sufriente humanidad— residen los malos, que tal vez son
los más dignos de lástima de todos.
Dije que hay otras dos razones por las que uno puede vacilar en clasificar al mal como
enfermedad. Pueden ser rebatidas más brevemente. Una es la idea de que el que está enfermo
debe ser una víctima. Tendemos a pensar que la enfermedad es algo que nos acaece, una
circunstancia sobre la que no tenemos control, un infortunado accidente que nos trae un
incomprensible destino, una maldición en cuya creación no hemos participado.
Por cierto, muchas enfermedades parecen ser así. Pero muchas otras —tal vez la mayoría—
no corresponden a ese modelo en absoluto. ¿Acaso el chico que cruza la calle corriendo, después
de que le han dicho que no lo haga, y es atropellado por un auto puede considerarse una víctima?
¿Y el “accidentado” conductor de un auto que corre una carrera por encima del límite de
velocidad para no llegar tarde a una cita? O bien consideremos la enorme variedad de
enfermedades psicosomáticas y afecciones originadas por el estrés. ¿Las personas que sufren
jaquecas tensionales por que no les gusta su trabajo son víctimas? ¿De qué? Una mujer tiene un
ataque de asma cada vez que se encuentra en una situación en que se siente ignorada, aislada y
descuidada. ¿Es una víctima? De una u otra manera, en cierto grado, todas estas personas y
muchas otras se victimizan a sí mismas. Sus motivaciones, fracasos y elecciones están profunda
e íntimamente ligados a la creación de sus males y sus enfermedades. Aunque todos tienen un
cierto grado de responsabilidad por lo que les ocurre, de todos modos las consideramos
enfermas.
Muy recientemente se debatió este tema con referencia al alcoholismo. Algunos insistieron
vigorosamente en que es una enfermedad y otros en que, como parece un mal auto-infligido, no
lo es. En este debate participaron no solamente médicos, sino jueces y legisladores, y llegaron a
la conclusión de que el alcoholismo es una enfermedad, aunque a veces el alcohólico no parece
víctima de nadie más que de sí mismo.
El tema del mal es parecido. El mal en un individuo generalmente puede rastrearse en cierta
medida hasta las circunstancias de su infancia, los defectos de los padres y la naturaleza de su
herencia. Pero el mal siempre es también la elección que uno ha hecho o, más bien, toda una
serie de elecciones. El hecho de que todos somos responsables del estado de salud de nuestras
almas no significa que un mal estado de salud sea otra cosa que una enfermedad. Nuevamente
creo que estamos en terreno más seguro y más sano cuando no definimos a la enfermedad en
términos de victimización o responsabilidad, sino que nos atenemos a la definición que ya hemos
dado: una enfermedad o una afección es un defecto en la estructura de nuestros cuerpos o
personalidades que nos impide realizar nuestro potencial como seres humanos.
El argumento final en contra de la clasificación del mal como una enfermedad es la creencia
de que el mal es un estado que aparentemente no puede tratarse. ¿Por qué designar como
enfermedad un estado para el que no hay ni tratamiento conocido ni cura? Si tuviéramos el elixir
de la juventud en nuestro maletín negro de médicos, tendría sentido considerar a la vejez como
una enfermedad, pero en general no la pensamos así. Aceptamos la vejez como parte inevitable
de la condición humana, un proceso natural que es nuestro destino y contra el cual seríamos
tontos en rebelamos.
Este argumento, sin embargo, ignora el hecho de que hay muchísimos desórdenes, desde la
esclerosis múltiple hasta la deficiencia mental, para los que no hay tratamiento ni cura, pero que
no vacilamos en llamar enfermedades. Tal vez las llamamos enfermedades porque tenemos espe-
ranzas de encontrar los medios para combatirlas. Pero, ¿no sucede lo mismo con el mal? Es
verdad que en la actualidad no poseemos ninguna forma aplicable y efectiva de tratamiento para
curar a los profundamente malos de su odio y su destructividad. Por cierto que el análisis del
mal presentado hasta ahora revela varias razones por las cuales es un estado extraordinariamente
difícil de abordar, y mucho más de curar. ¿Pero la cura es imposible? ¿Sólo podemos levantar
los brazos ante esta dificultad y suspirar: “¡Está más allá de nuestras posibilidades!” ¿Aunque
sea el problema más grande de la humanidad?
En lugar de ser un argumento efectivo en contra, el hecho de que actualmente no sepamos
cómo tratar el mal en el individuo humano es la mejor razón para designarlo como enfermedad.
Porque el rótulo de enfermedad indica que el desorden no es inevitable, que la curación debe de
ser posible, que debe estudiarse científicamente y que hay que buscar métodos de tratamiento. Si
el mal es una enfermedad, debe convertirse en objeto de investigación como cualquier otra
enfermedad mental, ya se trate de una esquizofrenia o una neurastenia. La propuesta central de
este libro es que el fenómeno del mal puede y debe ser sometido a un escrutinio científico.
Podemos y debemos pasar de nuestro estado actual de ignorancia y desvalimiento a una
verdadera psicología del mal.
La designaci6n del mal como enfermedad también nos obliga a aproximarnos al mal con
compasión. Por su naturaleza, el mal nos inspira más un deseo de destruir que de curar, de odiar
que de compadecer. Si bien estas reacciones naturales sirven para proteger a los no iniciados, en
otro sentido impiden cualquier posible solución. No creo que nos acerquemos más a la
comprensión y, según espero, a la curación de la maldad humana hasta que las profesiones del
arte de curar designen al mal como una enfermedad dentro de los dominios de su responsabilidad
profesional.
Hay un viejo y sabio sacerdote retirado en las montañas de Carolina del Norte que hace
mucho batalla con las fuerzas de la oscuridad. Después de hacerme el favor de revisar un
borrador de este libro me dijo: “Me alegro de que haya clasificado al mal como enfermedad. No
sólo es una enfermedad; es la enfermedad esencial”.

Si hemos de llamar al mal enfermedad psiquiátrica, ¿es suficientemente único como para
ocupar una categoría por sí solo o entra en alguna de las categorías existentes? Es sorprendente,
en vista del grado en que se lo ha abandonado, pero el sistema actual de clasificación de las
enfermedades psiquiátricas parece bastante adecuado para el simple agregado del mal como
subcategoría. La amplia categoría existente de los desórdenes de la personalidad cubre
actualmente los estados psiquiátricos en que la negación de la responsabilidad individual es el
rasgo dominante. En virtud de su rechazo a tolerar el sentido de pecado personal y la negación
de su imperfección, los malos entran fácilmente en esta gran categoría diagnóstica. Hay incluso
dentro de esta clase una subcategoría titulada “desorden narcisista de la personalidad”. Creo que
sería muy apropiado clasificar a las personas malas como constituyentes de una variante
específica de este desorden narcisista de la personalidad.
Pero hay que mencionar un tema relacionado con lo anterior. Se recordará que cuando
enfrenté a Sarah con su responsabilidad respecto a la naturaleza de su matrimonio ella “se rayó”.
En su diatriba sobre “manzanas y naranjas” y la “persecución seudocientífica”, no sólo perdió su
compostura, sino que pareció perder también el hilo de sus pensamientos. Su lógica se
desintegró. Esa desorganización del pensamiento es más típica de la esquizofrenia que de un
desorden de la personalidad. ¿Es posible que Sarah fuera esquizofrénica?
Hablando entre ellos, los psiquiatras suelen referirse a algo llamado “esquizofrenia
ambulatoria”. Con este nombre queremos significar a personas como Sarah, que generalmente
funcionan bien en el mundo, que nunca desarrollan una esquizofrenia total ni requieren
internación, pero que demuestran una desorganización del pensamiento —especialmente en
momentos de estrés— que se parece a ha esquizofrenia irás obvia y “clásica”. Sin embargo, no
es una categoría diagnóstica formal por la muy buena razón de que no sabemos bastante sobre
este estado como para definirlo. No sabemos, en realidad, si tiene alguna relación real con la
verdadera esquizofrenia. 41
A pesar de su falta de claridad, es necesario tratar este punto, porque para muchas personas
malas vistas por psiquiatras el diagnóstico es esquizofrenia ambulatoria. Y a la inversa, muchos
de los que llamamos esquizofrénicos ambulatorios son personas malas. Aunque no son idénticas,
las dos categorías parecen superponerse mucho. Además, es realista introducir esta confusión de
diagnóstico. Porque la realidad de la cuestión es que la designación del mal todavía está en una
etapa primitiva.
Sea como fuere, creo que es hora de que la psiquiatría reconozca un nuevo tipo de desorden
de la personalidad muy claro que abarque a todos los que he llamado malos. Además del
abandono de la responsabilidad característico de todos los desórdenes de Ja personalidad, éste
estaría específicamente distinguido por:
a) Conducta destructiva constante, con tendencia a buscar un chivo emisario, a menudo de
manera muy sutil.
b) Excesiva, aunque habitualmente encubierta, intolerancia a la crítica y a otras formas de
daño narcisista.
c) Pronunciada preocupación por la imagen pública y la autoimagen de respetabilidad, lo
cual contribuye a una estabilidad del estilo de vida, pero también al fingimiento y a la
negación de los sentimientos de odio o los motivos de venganza.
d) Desviación intelectual, con aumento de las probabilidades de una leve perturbación del
pensamiento de tipo esquizofrénico en momentos de estrés.

Hasta ahora he hablado de la necesidad de una adecuada designación del mal desde el punto
de vista de los malos mismos: para poder apreciar mejor la naturaleza de su afección, llegar a
saber cómo contenerla, y, espero, eventualmente curarla.
Pero hay otra razón vital para designar correctamente al mal: la curación de sus victimas.
Si el mal fuera fácil de reconocer, de identificar y de manejar, no habría razón para escribir
este libro. Pero el hecho es que el mal es una de las cosas más difíciles que hay para enfrentar.
Si nosotros, como adultos maduros y objetivamente separados de él, tenemos grandes
dificultades en enfrentarlo, piensen en lo que debe ser para un niño vivir rodeado del mal. El
niño sólo puede sobrevivir emocionalmente con una fortificación masiva de su psiquis. Si bien
esas fortificaciones o defensas psicológicas son esenciales para su supervivencia durante la
infancia, inevitablemente distorsionan o comprometen su vida como adulto.

41
La relación entre el mal y la esquizofrenia no es solamente tema de una fascinante especulación, sino también de
una muy seria investigación. Muchos (pero por cieno no todos) de los padres de hijos esquizofrénicos parecen ser
esquizofrénicos ambulatorios, o individuos malos, o ambas cosas. Se ha escrito mucho sobre el padre o la madre
“esquizofrenogénico” y generalmente un esquizofrenia ambulatoria o una persona mala es lo que se describe.
¿Significa esto que la esquizofrenia ambulatoria es una variante de la verdadera esquizofrenia, y que existe una
simple transmisión genética? ¿O la esquizofrenia en el hijo es el producto psicológico de la destructividad maligna
de los padres? ¿Podría el mal mismo tener una base genérica, como parece suceder en la mayoría de los casos de
esquizofrenia? No lo sabemos, ni lo sabremos hasta quela psicobiología de la maldad humana se haya vuelto tema
de extensa investigación científica.
Sucede, entonces, que los hijos de padres malos entran en la edad adulta con significativas
perturbaciones psiquiátricas. Hemos trabajado con estas victimas, a menudo con mucho éxito,
durante varios años sin tener que emplear jamás la palabra “mal”. Pero es dudoso que algunos
puedan curar totalmente sus cicatrices por haber tenido que vivir en estrecha relación con el mal
sin designar correctamente la fuente de sus problemas.
Enfrentar el mal en los padres es tal vez la más difícil y penosa tarea psicológica que un ser
humano puede tener que emprender. La mayoría fracasan y siguen siendo sus víctimas. Los que
logran totalmente desarrollar la necesaria visión cauterizadora son los que pueden nombrarlo.
Porque “entenderse con algo” o “enfrentarlo” significa “llegar al nombre”. Como terapeutas es
nuestro deber hacer lo que podamos por ayudar a las víctimas del mal a llegar al verdadero
nombre de su aflicción. En los dos casos que se describen a continuación habría sido imposible
prestar esa asistencia si primero el terapeuta no hubiera reconocido el rostro y luego pronunciado
el nombre del mal.

EL CASO DEL SUEÑO VUDÚ


Ángela no podía hablar.
Comenzó el tratamiento a la edad de treinta años porque tenía graves dificultades en
relacionarse íntimamente con cualquier persona. Era una profesora competente que explicaba los
temas a sus alumnos con gran elocuencia. Pero desde el momento en que comenzó a
relacionarse conmigo, a Ángela se le trabó la lengua. Largos períodos de silencio se alternaban
con breves arranques de habla ininteligible. Cuando intentaba hablar estallaba en sollozos
espasmódicos después de decir unas pocas palabras. Al principio sentí que estos sollozos
reflejaban una abrumadora tristeza, pero gradualmente me di cuenta de que eran un mecanismo
destinado a impedirle hablar. Me recordaban a un chico que protesta llorando contra una
injusticia de los padres, a quien se le ordena que no responda. Ángela reconocía que tenía la
misma dificultad para hablar en todas sus relaciones íntimas, pero era evidente que el problema
era peor conmigo. También era claro que yo representaba una figura autoritaria —una figura
paternal— para ella.
El padre de Ángela había abandonado a la familia cuando ella tenía cinco años. Recordaba
haber sido criada únicamente por su madre. Su madre era una mujer extraña. Cuando Ángela,
que era una niña italiana de cabellos oscuros, tenía once años, su madre se los hizo teñir de rubio.
Ángela no quería teñirse el pelo. Le gustaba el cabello negro. Pero por alguna razón la madre
quería tener una hija rubia, y la tuvo.
El incidente era típico. La madre parecía tener poca capacidad o deseo de reconocer a
Ángela como un ser humano separado con derechos propios. Por ejemplo, Ángela no tenía
privacidad. Aunque tenía su propia habitación, su madre le prohibía estrictamente cerrar la
puerta. Ángela nunca entendió el motivo de esta prohibición, pero era inútil discutirla. Una vez,
a los catorce años, lo intentó; su madre entró en una depresión que le duró más de un mes, y
durante ese tiempo Ángela tuvo que cocinar y ocuparse de atender a su hermanito que era un
bebé. La primera palabra que desarrollamos para hablar de la madre fue “intrusiva”. Era
irremediablemente “intrusiva”. No vacilaba en meterse con la persona o la privacidad de
Ángela, y no toleraba interferencias con su “intrusividad”.
En el segundo año de la terapia de Ángela pudimos relacionar su dificultad de hablar con la
“intrusividad” de su madre. El silencio de Ángela era una fortaleza en la que su madre no podía
penetrar. Por más que su madre intentara meterse en sus pensamientos como se metía con su
persona, Ángela podía preservar la privacidad de su mente con el silencio. Siempre que su
madre intentaba invadir su privacidad, a Ángela se le trababa la lengua. Pronto descubrimos que
esta fortaleza de silencio no sólo servía para mantener a la madre afuera sino también para
mantener el enojo de Ángela adentro. Ángela había aprendido que era tonto intentar alguna vez
contradecir a su madre; el castigo por ese crimen era devastador. Por lo tanto también se callaba
siempre que había peligro de que expresara su resentimiento.
La psicoterapia es, por supuesto, un proceso altamente “intrusivo” y el terapeuta es
invariablemente una figura autoritaria. Considerando que yo estaba en un rol parental y que
deseaba penetrar en los más profundos repliegues de su mente, no es extraño que Ángela haya
reactivado dramáticamente conmigo la fortaleza de silencio que había construido en su infancia.
Sólo cuando aprendió que había una diferencia esencial entre su madre y yo pudo prescindir de
esa fortaleza. Aunque yo buscaba conocer sus pensamientos e incluso influir sobre ellos, Ángela
comenzó a darse cuenta gradualmente de que yo, a diferencia de su madre, tenía un consistente y
auténtico respeto por su identidad y por la individualidad única de su alma. Pasaran dos años
hasta que pudo hablar conmigo libremente.
Pero todavía no se había liberado de su madre. Ángela se había casado con un hombre que,
como su padre, la abandonó, y ella, con un chico que mantener, debía recurrir a su madre para
pedirle ayuda financiera de vez en cuando. Más importante aún, todavía se aferraba a la
esperanza de que, de alguna manera, algún día, su madre cambiaría y la apreciaría por lo que ella
era. Fue en este punto, en el tercer año de terapia, que Ángela me contó el siguiente sueño:
—Yo estaba en un edificio. Entraba un grupo de gente ocultista de no sé qué clase; iban
vestidos con túnicas blancas. De alguna manera parece que yo participaba de un ritual ocultista
que inspiraba miedo. Al mismo tiempo, yo tenía poderes ocultos. Podía elevarme hasta el cielo
raso y flotar. Pero yo también era parte del ritual. No era algo que yo hiciera voluntariamente.
Yo estaba cautiva en la situación. Era muy desagradable.
—¿Qué ideas tuvo sobre el sueño? —le pregunté.
—Ah, sé perfectamente de dónde vino —respondió Ángela—. La semana pasada, en una
fiesta, había una pareja que había estado en Haití. Estaban describiendo una visita a un lugar
vudú. Era en un claro del bosque. Había piedras con manchas de sangre y plumas de pollo es-
parcidas en todo el sitio. Yo me horroricé al oírles describir la escena. Estoy segura de que por
eso tuve el sueño. Era como un ritual vudú, y parece que yo iba a estar obligada a matar algo.
Pero, de alguna manera, yo también iba a ser la víctima. Ah, qué feo… no quiero hablar más de
eso.
—¿Con qué otra cosa piensa que está relacionado el sueño? —pregunté.
Ángela parecía molesta.
—Con nada. La única razón de que lo haya tenido es esa gente que hablaba del vudú.
—Pero eso solo no explica el sueño —insistí—. De todas sus experiencias durante las dos
últimas semanas eligió eso como tema para soñar. Debe de haber alguna razón para su elección.
Debe de haber alguna razón particular para que le interesen los rituales vudú.
—Los rituales vudú no me interesan en lo más mínimo —declaró Ángela—. Ni siquiera
deseo pensar en el sueño. Era sangriento, feo.
—¿Qué es lo que más la perturba del sueño? —pregunté.
—Había algo malo allí. Por eso no quiero hablar del asunto.
—Tal vez hay algo malo en su vida en estos momentos —comenté.
—No, no —protestó Ángela—. Es sólo ese estúpido sueño… y me gustaría que
cambiásemos de tema.
—¿Piensa que hay algo malo en su madre? —pregunté.
—Malo no, enfermo —respondió Ángela.
—¿Qué diferencia hay?
Ángela no respondió directamente esta pregunta.
—En realidad estoy enojada con mi madre —dijo en cambio—, por milésima vez.
—¿Ah, sí? Cuénteme.
—Bien, usted sabe que tuve que cambiar el auto el mes pasado. Conseguí un préstamo del
Banco para el adelanto por el nuevo, pero no tengo suficiente dinero para las cuotas. Entonces
llamé a mamá y le pregunté si podía prestarme mil dólares sin interés. En el momento respondió
muy bien. “Claro que sí”, dijo. Pero luego el dinero no llegaba. De modo que un par de
semanas después volví a llamarla. Me contó una historia sobre los motivos para no poder
dármelo hasta dentro de otras dos semanas, porque si no perdía los intereses en el Banco. Yo no
entendía cuál era el problema y empecé a darme cuenta de que tal vez no quería prestarme el
dinero, aunque no iba a decírmelo. Luego la semana pasada me llamó mi hermano por teléfono.
Hemos hablado de cómo mamá siempre lo usa a él para pasarme mensajes que no quiere darme
ella misma. En fin, mi hermano sólo quería decirme que mamá tiene un bulto en un pecho y que
tal vez haya que operarla. Dijo que mamá estaba preocupada por no contar con el dinero
suficiente para poder afrontar sus gastos de atención médica durante su vejez. En ese momento
el cuadro ya se estaba aclarando. Finalmente, hace tres días, recibí un pagaré de mamá para que
firmara por el préstamo. Sé que ella esperaba que yo no lo firmase. Hace un año yo no habría
firmado. Pero, bueno, que se vaya a la mierda. Necesito el dinero y no tengo otra forma de
conseguirlo. De manera que firmé. Pero todavía me siento culpable.
—¿Dice que hace un año no lo habría firmado? —pregunté.
—Me habría sentido demasiado culpable. Pero todo lo que hablamos sobre mi madre en la
terapia me ha hecho darme cuenta de que éste es un típico juego de ella. Siempre está a punto de
que la internen en el hospital. Siempre está a punto de que la operen. Siempre me ofrece algo
con la mano derecha y me lo quita con la izquierda.
—-¿Cuántas veces diría usted que su madre ha hecho este juego con usted?
—No lo sé. Cientos de veces- Tal vez miles.
—En realidad es una especie de ritual, ¿verdad?
—Sin duda lo es.
—De manera que usted ha entrado en un ritual maligno última mente, ¿verdad? —comenté.
Ángela me miró como si empezara a entender.
—¿Usted cree que eso es lo que representa el sueño?
—Creo que sí. Aunque usted ha pasado cientos de veces por este ritual, aunque sabe que
ella quiere que usted se sienta culpable, todavía lo logra, ¿no es cierto? Usted todavía se siente
culpable.
—Si. Porque, ¿cómo sé que realmente no tiene un bulto en el pecho esta vez? Tal vez en
verdad soy cruel con ella.
—De manera que nunca está segura de si usted es la víctima o la victimaria en este ritual,
como en el sueño.
—Así es —respondió Ángela—. Siempre me siento culpable.
—El elemento clave en el sueño parece ser la naturaleza malignad ritual —comenté—.
¿Qué cree usted que hay en esta interacción ritual con su madre que la convierte en algo malo?
Ángela parecía dolorida.
—No sé. ¿Que soy cruel con mi madre?
—Ángela, ¿cuánto dinero tiene su madre? —pregunté.
—Realmente no tengo idea.
—No le pregunto cuánto tiene hasta el último centavo —dije—. Pero usted sabe que tiene
tres edificios de departamentos en Chicago ¿verdad?
—Bueno, no son muy grandes —protestó Ángela.
—No —dije—. No son rascacielos. Si no recuerdo mal, tienen diez departamentos cada
uno. Y están en un buen barrio. Y su madre es la dueña sin ningún tipo de hipotecas. ¿Es así?
Ángela asintió.
—¿Y cuánto piensa usted que valen esos tres edificios, independientemente del dinero que
su madre pueda tener en el Banco? ¿Medio millón de dólares, tal vez?
—Supongo que sí —respondió Ángela de mala gana—, pero usted sabe que yo no soy muy
buena para hacer cálculos de dinero.
—Sí —admití—, creo que ésa es una de sus formas de evitar ver lo obvio. ¿Cree usted que
los edificios de departamentos pueden valer hasta un millón de dólares?
—Bueno, creo que es posible.
—De manera que usted sabe que su madre tiene demedio millón a un millón de dólares a su
nombre —continué, con lógica matemática—. Sin embargo, su madre actúa como si para ella
fuera una gran carga prestarle mil dólares para que usted y el nieto de ella tengan un auto con que
moverse. En realidad, es una mujer bastante rica, pero habla de pobreza. Y cuando habla de
pobreza miente, ¿verdad?
—Sí, supongo que por eso me enojo tanto con ella —reconoció Ángela.
—Ángela, dondequiera que hay mal, hay mentira —comenté—. El mal siempre tiene que
ver con las mentiras. Lo que hace que esta interacción entre su madre y usted sea mala es que
está basada en una mentira. No en una mentira suya. En una mentira de su madre.
—Pero mi madre no es mala —exclamó Ángela.
—¿Por qué lo dice?
—Simplemente porque no… porque no lo es, por eso. Es decir: es mi madre, sé que está
enferma, pero no puede ser mala.
Habíamos vuelto al tema.
—¿Qué diferencia hay entre enfermo y malo? —pregunté.
—No lo sé —respondió Ángela, mostrándose muy desdichada.
—Yo tampoco lo sé con certeza, Ángela —dije—. En realidad creo que probablemente el
mal es una especie de enfermedad. Pero es un tipo especial de enfermedad. Y llamarlo
enfermedad no lo hace menos malo. Ya sea una enfermedad o no, yo creo que el mal es algo
muy real. Y creo que usted debe enfrentar esa realidad. Su sueño sugiere que al relacionarse con
su madre usted se está relacionando con el mal. Y como usted no puede dejar de relacionarse
con su madre, será bueno que sepa todo lo posible sobre lo que está haciendo. Creo que, juntos,
usted y yo debemos enfrentar directamente el hecho de si su madre es mala o no, y qué significa
eso exactamente; lo que significó para usted en el pasado y lo que significará para usted en el
futuro.
Para apreciar plenamente las fueras que actuaban en Ángela, y más aún en la joven de la que
hablaré después, es necesario que volvamos nuestra atención una vez más al fenómeno del
narcisismo. Todos tendemos más o menos a centrarnos en nosotros mismos en nuestro trato con
los demás. Generalmente vemos cualquier situación dada en primer lugar desde el punto de vista
de cómo nos afecta personalmente y sólo después nos molestamos en considerar cómo la misma
situación podría afectar a algún otro implicado en ella. Sin embargo, sobre todo si queremos a la
otra persona, generalmente podemos y finalmente logramos pensar en su punto de vista, que bien
puede ser diferente del nuestro.
Pero los que son malos no lo hacen. Tienen un tipo de narcisismo tan absoluto que parece
que les falta, completamente o en parte, esta capacidad de empatía. La madre de Ángela
aparentemente no se detuvo a pensar que tal vez a ésta no le gustaba teñirse el cabello de rubio.
Así como los padres de Bobby no pensaron cómo se sentía él al recibir el arma suicida de su
hermano como regalo de Navidad. Como tampoco pensó Hitler, supongo, si a los judíos les
gustaría o no que los llevaran a las cámaras de gas.
Vemos, entonces, que el narcisismo hace peligrosos a los malos no sólo porque los motiva a
buscar un chivo emisario, sino también porque anula la contención que resulta de la empatía con
otros. Además del hecho de que los malos necesitan víctimas para sacrificar a su narcisismo, su
narcisismo les permite ignorar también la humanidad de sus víctimas. Así como les da motivos
para asesinar, también los torna insensibles al acto de matar. La ceguera del narcisista con los
demás puede ir más allá de la falta de empatía; los narcisistas pueden no “ver” a los demás en
absoluto.
Cada uno de nosotros es único. Excepto en el marco de referencia místico, todos somos
entidades separadas. Nuestra unicidad hace de cada uno de nosotros una “entidad-yo”,
proporciona a cada uno de nosotros una entidad separada. Hay límites para el alma individual.
Y en nuestro trato con los demás generalmente respetamos esos límites. Es característico —y es
un prerrequisito— de la salud mental que los límites de nuestro yo estén claros y que
reconozcamos los límites del yo de los demás. Debemos saber dónde terminamos nosotros y
comienzan los demás.
La madre de Ángela evidentemente carecía de este conocimiento. Cuando le tiñó el cabello
a Ángela se comportaba como si Ángela no existiera. Ángela como individuo distinto y único,
con una voluntad y gustos propios no existía para su madre. No veía a Ángela como Ángela.
No. aceptaba la validez de los límites de Ángela. En realidad, la existencia misma de estos
límites era un anatema para ella, y lo simbolizaba negándose a permitir que Ángela cerrara la
puerta de su dormitorio. Habría encerrado la totalidad del yo de Ángela en su yo narcisista si
Ángela no hubiera podido encerrarse en su fortaleza de silencio. Al crecer, Ángela pudo
desarrollar y preservar los límites de su yo sólo a través de esta defensa contra la “intrusividad”
narcisista e invasora de su madre. En cierto sentido, pudo conservar sus límites tornándolos
excesivos, pero luego tuvo que pagar el precio del aislamiento como resultado.
Otra forma de devastación que la “intrusividad” narcisista puede crear es la relación
simbiótica. La “simbiosis” —en el sentido que le damos al término en psiquiatría— no es un
estado de interdependencia mutuamente beneficioso. Se refiere, en cambio, a un tipo de pareja
mutuamente parasitaria y destructiva. En la relación simbiótica ninguno de los dos participantes
se separa del otro, aunque evidentemente sería beneficioso para cada uno que lo hicieran.
Hartley y Sarah sin duda tenían esa relación. Hartley, el débil, no podría haber sobrevivido
en su estado infantil si Sarah no hubiera tomado todas las decisiones por él. Pero Sarah tampoco
podría haber sobrevivido sin la debilidad de Harrley para alimentar su necesidad narcisista de do-
minación y superioridad. No funcionaban como dos individuos separados, sino como una unidad
única. Sarah había invadido a Hartley por mutuo consentimiento hasta el extremo de perder él su
voluntad y su identidad, excepto el pequeño resto que se reflejaba en sus débiles intentos de
suicidio. El había renunciado mucho tiempo atrás a sus límites, y ella los había incorporado a los
propios.
Si Hartley y Sarah, dos adultos de mediana edad, habían “logrado” efectuar una relación
simbiótica, no es de extrañar que algunos padres malos y narcisistas logren cultivar esa relación
con un chico destinado a estar bajo su dominación. El caso que sigue describe el largo
tratamiento y. a través de él, el destete de una joven en su relación simbiótica con su madre.

EL CASO DE LA FOBIA A LAS ARAÑAS


Hasta el día de hoy no puedo entender cómo fue que Billie continuó con la terapia. El hecho
de que haya continuado es un enorme tributo al genio de su terapeuta y al genio de Billie misma.
Fue una especie de milagro.
La madre de Billie la llevó a un colega mío por malas notas escolares. En ese momento
tenía diecisiete años y era muy inteligente, pero le iba mal en la escuela. Después de seis meses
de terapia las notas de Billie mejoraron ligeramente. Además, había desarrollado cierto afecto
por su terapeuta, un hombre maduro y bondadoso de infinita paciencia. En ese punto su madre
decidió que el problema estaba resuelto. Billie quiso seguir en terapia. Su madre se negó a
pagarla. Su terapeuta redujo los honorarios ya mínimos a cinco dólares por sesión. Billie, que
tenía cinco dólares como asignación semanal y había ahorrado doscientos, comenzó a pagarle
con su propio dinero. Pronto la madre dejó de darle la asignación semanal. Billie consiguió su
primer trabajo durante el último año de la escuela secundaria para seguir pagando por su terapia.
Esto fue hace siete años. Billie sigue en tratamiento, pero ahora comienza a verse la posibilidad
de concluirlo.
Una de las razones por las que Billie siguió con la terapia, pagándola con su asignación
semanal y luego con su magro salario, fue que durante tres años no sintió que a ella le pasara
nada. En algún nivel inconsciente debe de haber sabido que algo andaba mal en ella. Pero
conscientemente se sentía muy tranquila con respecto a sus “problemas”. Deseaba vagamente
tener mejores notas, pero estaba perfectamente dispuesta a admitir que jamás hacía su tarea. Esto
lo atribuía, sin darle importancia. a su “haraganería”, y, al fin y al cabo, ¿acaso no son haraganes
muchos chicos de la secundaria?”. Lo único que podía identificarse como un síntoma era su
miedo a las arañas. Billie odiaba a las arañas. A cualquier araña. Siempre que veía una araña
escapaba aterrada. Si veía una araña en su casa —por más minúscula e inofensiva que pareciera
— se iba y no volvía hasta que alguien la mataba y la hacía desaparecer. Pero esta fobia se
centraba en su propio yo. A pesar de que admitía que casi nadie tenía tanto miedo a las arañas
como ella, Billie pensaba que era porque los demás eran insensibles. Si apreciaran lo horribles
que son las arañas, tendrían tanto miedo como ella.
Como conscientemente no pensaba que le pasara nada, no es de extrañar que Billie faltara a
las sesiones con mucha frecuencia. Pero, de alguna manera, durante los primeros tres años su
terapeuta no se rindió y Billie tampoco. Durante esos años Billie odió apasionadamente a su
padre y adoró a su madre. El padre, que toda su vida había sido empleado de Banco, era un
hombre tímido y taciturno que a Billie le parecía tan frío y distante como su madre le parecía
cálida y cercana. Billie, hija única, y su madre eran compañeras. Se confiaban una a la otra sus
secretos más íntimos. Su madre siempre tenía por lo menos varios amantes, y durante toda su
adolescencia a Billie nada le gustaba más que enterarse de las circunstancias y vicisitudes de las
relaciones extramaritales de su madre. No parecía haber nada malo en ello. La madre de Billie
justificaba sus aventuras por la personalidad aislada y poco afectiva de su marido. Parecían una
respuesta natural a la falta de interés de él, y Billie y su madre estaban unidas por el odio que le
tenían. Al estar contra él se sentían como conspiradoras casi alegres.
La madre estaba tan ansiosa por enterarse de todos los detalles románticos y sexuales de la
vida de Billie, como Billie de los de su madre. Billie se consideraba muy afortunada de tener
una madre tan cariñosa e interesada en ella. No podía explicar por qué su madre se negaba a
seguir pagando la terapia, pero no podía ni deseaba criticar a su madre por ello. Siempre que el
terapeuta sacaba el tema, ella se apartaba vigorosamente.
Cuando Billie le contaba a su madre de sus novios, le contaba muchísimo. Billie era
francamente promiscua. Su madre nunca le criticó esto; al fin y al cabo ella también tenía
muchos amantes. Pero, en realidad, no era que Billie deseara ser promiscua. Por el contrario,
deseaba dolorosamente tener una relación duradera con un hombre. Pero nunca parecía
funcionar. Se enamoraba perdidamente de un hombre, casi enseguida se iba a vivir con él, pero
unos días o unas semanas después la relación se agriaba y Billie volvía a casa de sus padres.
Como era hermosa, inteligente y atractiva, a Billie no le costaba nada encontrar nuevos amantes.
En una semana se enamoraba otra vez. Pero, como siempre, en unas pocas semanas la relación
se terminaba. Billie empezó a preguntarse si tal vez no sería ella la que las malograba.
Esta sospecha y su sufrimiento al no poder conservar una relación, hicieron que Billie
comenzara a trabajar más seriamente en su terapia. Muy gradualmente surgió la estructura de su
problema. Billie no podía tolerar estar sola. Cuando se enamoraba de un hombre quería ir con él
dondequiera que él fuese. Siempre dormía con él, ya tuviera ganas de una relación sexual o no,
porque eso le aseguraba que él se quedaría con ella… al menos por esa noche. Al despertar por
la mañana ella le rogaba que no fuera a trabajar. Él tenía que arrancársela de encima.
Inevitablemente el hombre se sentía asfixiado. Comenzaba a faltar a las citas. Ella redoblaba
sus esfuerzos por aferrarse a él. Él se senda aún más asfixiado. Finalmente, con alguna excusa,
él terminaba la relación. Entonces Bilhie levantaba al primer hombre que se le cruzara, aunque
su inteligencia y su carácter dejaran mucho que desear. Como era incapaz de estar sola, no podía
esperar el tiempo necesario hasta que apareciese en escena un amante más valioso. Se
enamoraba de cualquiera que anduviese cerca, se aferraba a él de inmediato… y el círculo
vicioso se repetía.
Una vez que se reveló ese miedo de Billie a estar sola, también se aclaró por qué le iba mal
en la escuela. Leer un libro o escribir una composición requieren soledad. Billie no podía hacer
sus tareas porque no podía separarse de la gente —en particular de su madre, que siempre tenía
deseos de charlar— el tiempo necesario para hacer una tarea.
Aunque ahora estaba identificado el problema, Billie sentía que no podía hacer nada por
superarlo. Reconocía que su terror a la soledad la limitaba en ciertos sentidos, pero ¿qué podía
hacer? Era parte de su naturaleza. Por autodestructivo que pareciese su modelo de conducta, así
era ella. Ni siquiera podía imaginar ser de otra manera. De modo que nada cambió, excepto que
empeoró su fobia con las arañas. Ya no quería caminar con sus novios por los bosques ni por una
calle arbolada durante la noche porque podía rozar una araña.
En este punto su terapeuta dio un paso audaz. Insistió en que Billie, que hasta entonces
había vivido siempre con sus padres o con sus novios, tuviera un departamento propio. Ella se
negó. Era un gasto ridículo. Claro, también tenía sus ventajas: podía llevar allí a sus amantes,
poner música fuerte cuando quisiera y sentirse más independiente. Pero, ¿cómo podría pagarlo?
Ahora que trabajaba en forma continuada, su terapeuta le había subido los honorarios a la cifra
habitual de veinticinco dólares por sesión. Le estaba pagando más de cien dólares por mes: la
cuarta parte de su sueldo. Él le ofreció volver a bajar sus honorarios a cinco dólares la hora.
Billie se conmovió, pero dijo que igual no podía. Además, ¿qué sucedería si una noche
encontraba una araña en su departamento y estaba sola? ¿Qué haría entonces? No, ni pensar en
que tuviera un departamento para ella.
Mi colega le señaló que ella no hacía absolutamente nada por enfrentar su miedo a estar sola.
Si ella no daba algún paso para elegir concretamente estar sola, él no veía futuro para la terapia.
Ella argumentó que debía haber algún otro paso. Él le pidió que pensara en alguno. Ella no pu-
do, pero le dijo que él se había puesto demasiado exigente y que simplemente tendría que
abandonar la idea. Él le dijo que no seguiría atendiéndola si ella no encontraba un departamento.
Ella se enfureció ante esta crueldad. Él permaneció inflexible. De manera que, finalmente, en el
cuarto año de su terapia, Billie alquiló un departamento.
Inmediatamente sucedieron tres cosas. La primera fue que Billie se dio cuenta de la fuerza
compulsiva que representaba su miedo a la soledad. Las noches que no estaba con un amante se
ponía muy ansiosa en su departamento vacío. A las nueve de la noche ya no lo toleraba y se iba a
casa de su madre a charlar y luego a dormir allí. Los fines de semana, cuando no tenía nada que
hacer, pasaba todo el tiempo con sus padres. Durante los primeros seis meses después de alquilar
el departamento no durmió sola allí más de media docena de veces. Estaba pagando por un
departamento que le daba miedo usar. Era absurdo. Estaba enojada consigo misma. Comenzó a
pensar que tal vez… tal vez ese miedo a estar sola era algo enfermo.
La segunda cosa que le sucedió fue que su padre pareció cambiar en algo. Cuando ella
anunció de mala gana que iba a tener su propio departamento, él le ofreció unos muebles que
había heredado y que estaban guardados en un galpón. Luego, el día que ella se mudó, pidió un
camión prestado a su amigo y la ayudó a cargar y descargar los muebles. Le regaló una botella
de champagne para la inauguración de la casa. Una vez que estuvo instalada, comenzó con el
hábito de regalarle algo para el departamento todos los meses: una lámpara nueva, un grabado
para colgar en la pared, una alfombrita para el baño, una frutera, un juego de cuchillos de cocina.
Le hacía estos regalos sin ostentación, simplemente envueltos en papel madera, y se los dejaba
sin decir nada en su lugar de trabajo. Pero Billie se dio cuenta de que los elegía con cuidado.
Todos eran de buen gusto. Y Billie sabía que él tenía poco dinero extra para dedicar a estas
cosas. Aunque seguía tímido y reconcentrado y era difícil hablar con él, por primera vez en su
vida Billie se sintió conmovida por este interés de su padre por ella. Se preguntaba si ese interés,
aunque era poco visible, no habría estado allí todo el tiempo.
Con relación al departamento, la madre de Billie la ayudé muy poco, en contraste con la
generosidad de su padre. Varias veces le pidió a su madre pequeñas cosas que en su casa estaban
arrumbadas en los rincones, pero enseguida su madre parecía encontrarles alguna utilidad. La
madre nunca le preguntaba por su departamento. En realidad, Billie advirtió que cada vez que
ella lo mencionaba, su madre parecía molesta, hasta cortante: “¿No te parece que eres un poco
egoísta, siempre hablando que tu departamento esto y tu departamento aquello?”, preguntó en
una ocasión. Lentamente Billie se dio cuenta de que su madre no quería que ella dejara la casa
familiar. Esta fue la tercera cosa que sucedió.
Fue como una bola de nieve. Al principio Billie disfrutó un poco del hecho de que a su
madre le molestara su mudanza. ¿Acaso eso no demostraba cuánto la quería su madre? ¿Y
acaso no era bueno ser siempre bien recibida en la casa familiar, charlar con mamá hasta
cualquier hora de la noche, tener su antiguo cuarto siempre listo para ella, no tener que volver a
su departamento solitario con la posibilidad de toparse con arañas en la oscuridad? Pero, poco a
poco, comenzó a perderse la magia de todo esto. Por un lado, Billie y su madre ya no tenían al
padre de Billie para hablar mal de él. Cuando la madre arremetía contra él, según su costumbre,
Billie decía: “Vamos, mamá, en realidad no es tan malo. A veces hasta me parece dulce”. Este
tipo de respuesta parecía exasperar a la madre. Enseguida comenzaba a decir cosas terribles
sobre su marido, o bien comenzaba a atacar a Billie por no comprenderla. Estos momentos se
tornaban francamente desagradables. Finalmente Billie tuvo que pedirle a su madre que no
hablara mal de su padre cuando estaban juntas, ya que eso invariablemente terminaba en una
pelea. Su madre hizo lo que le pedía su hija, de mala gana. Pero sin ese enemigo común, Billie
y su madre tenían mucho menos de que hablar. Luego estaba el asunto de los miércoles a la
noche.
Billie era jefa de sección en una pequeña editorial. Todos los jueves por la mañana hacía un
único gran envío semanal a otras partes del país. La naturaleza de las responsabilidades de Billie
le exigía estar esos días en la oficina a las seis de la mañana. Cuando pasaba la noche en casa de
sus padres le resultaba imposible acostarse antes de medianoche porque se quedaba charlando
con su madre. El resultado era que los jueves por la mañana Billie siempre se sentía muy mal
por la falta de sueño. Ayudada por su terapeuta, hizo la promesa de que los miércoles por la
noche —ese día de la semana al menos— dormiría sola en su departamento, y que estaría allí no
más tarde de las nueve de la noche.
Durante las primeras diez semanas Billie no pudo cumplir su promesa. Nunca podía volver
a su departamento antes de medianoche. Cada semana su terapeuta le preguntaba si había
cumplido con la promesa, y cada semana Billie debía admitir que había fracasado. Primero se
enojó con el terapeuta. Después se enfureció consigo misma por no poder cumplir con su
resolución. Comenzó a pensar seriamente en su debilidad. Durante varias sesiones habló de su
ambivalencia con respecto a la promesa, el miedo a la soledad en su departamento, su deseo de
permanecer en la tibieza de la casa familiar. En este punto el terapeuta preguntó a Billie si había
alguna forma en que su madre pudiera ayudarla a cumplir su promesa.
A Billie le encantó la idea. Enseguida le contó a su madre lo de la promesa y le pidió que la
ayudara a salir de la casa a las ocho y media los miércoles por la noche. La madre se negó. “Lo
que tú y ese terapeuta tuyo hacen es cosa de ustedes, no mía”, dijo. Billie sentía que en esto había
una parte de verdad, pero también empezó a sospechar que su madre podía tener razones propias
para no desear que ella cumpliera su promesa. La sospecha creció. Y a medida que crecía, Billie
comenzó a observar la conducta de su madre los miércoles por la noche. Advirtió que, inva-
riablemente, alrededor de las ocho y media la madre comenzaba a hablar de un tema muy
absorbente. Una vez que reconoció este esquema, Billie traté de interrumpirlo. A las ocho y
cuarenta y cinco, en medio de una conversación, Billie anunció que tenía que irse. “¿No te
parece que eres grosera?”, dijo su madre. Billie le recordó a la madre lo de su promesa y le dijo
que, si bien no era responsabilidad de la madre hacérsela cumplir, en todo caso sí era
responsabilidad suya respetarla. Discutieron acaloradamente. Su madre lloró. Billie llegó a su
departamento después de medianoche.
De allí en más Billie observó que si su madre no lograba traer un tema de conversación muy
interesante a las ocho y media, se aplicaba con igual fuerza a iniciar una pelea. Durante la
decimocuarta semana de la promesa todavía incumplida, Billie también había descubierto este
otro esquema. Ese miércoles, a las ocho y media de la noche, su madre comenzó a contar una
historia. Billie se levantó y dijo que no tenía tiempo de escucharla. La madre empezó a discutir.
Billie anunció que tampoco tenía tiempo de discutir. Fue hacia la puerta. Su madre literalmente
se prendió de su manga. Billie se arrancó de ella por la fuerza. A las nueve estaba en su
departamento. Cinco minutos después sonó el teléfono. Era su madre que le decía que se había
ido con tanta prisa que no le había dado tiempo a contarle que su médico pensaba que tal vez
tenía cálculos en la vesícula.
El miedo a las arañas de Billie se hizo aun más intenso.
En este punto Billie todavía adoraba a su madre. En la terapia había logrado criticar a su
madre libremente y en forma muy acertada, pero nunca se enojaba realmente, y seguía
aprovechando todas las oportunidades posibles de estar con su madre. Era como si hubiera
desarrollado dos cerebros: uno nuevo con el que podía mirar objetivamente a su madre, y otro
viejo que seguía totalmente igual que antes.
Su terapeuta siguió insistiendo. Sugirió que la madre no se aferraba a ella sólo los miércoles
por la noche; tal vez la madre no quería que Billie la dejara ni desarrollara una existencia
separada en ninguna dimensión. Le recordó una vez más que había dejado de pagar la terapia
justamente cuando ésta se tornaba importante para la vida de Billie. ¿No sería que la madre
estaba celosa del interés de Billie en la terapia, porque la ligaba a algo que no era ella misma?
¿Y por qué se había resentido tanto cuando Billie consiguió irse a vivir sola a su departamento?
¿No estaría resentida por la creciente independencia y separación de Billie? Tal vez, dijo Billie,
pero a su madre nunca le había molestado que ella tuviera novios y amantes. ¿Acaso esto no
indicaba que su madre no quería retenerla con ella? Quizá, reconoció el terapeuta, pero también
podía indicar simplemente que la madre quería que su hija fuese una copia exacta de ella misma.
Tal vez la madre usaba la promiscuidad de Billie para justificar la propia. Además, cuanto más
parecidas fueran, menos posibilidades habría de que se separaran. Y así siguió la lucha, semana
tras semana, mes tras mes, siempre girando alrededor de los mismos temas, sin señales de
resolución a la vista.
Pero en el sexto año de la terapia se dio un cambio sutilmente enorme. Billie comenzó a
escribir poesía. Al principio, le mostraba los poemas a su madre. A la madre no le interesaban
mayormente. Pero Billie estaba orgullosa de sus poemas. Eran una nueva y sorprendente
dimensión de sí misma. Eran ella misma, algo que le pertenecía. Compró un elegante cuaderno
con tapas de cuero para copiarlos. El impulso de escribir no le venía muy a menudo, pero
cuando llegaba era muy fuerte. Por primera vez, mientras trabajaba en un poema, Billie empezó
a disfrutar de estar sola. En realidad necesitaba estar sola. En casa de sus padres con las cons-
tantes interrupciones de su madre, no podía concentrarse. De manera que cuando tenía que
escribir, debía levantarse repentinamente y anunciar que se iba a su departamento. “Pero si no es
miércoles a la noche”, chillaba la madre. Y otra vez Billie tenía que arrancarse de su madre.
Después de uno de estos episodios, cuando estaba describiéndole al terapeuta cómo su madre se
aferraba a ella cuando se iba a su departamento a escribir, Billie comentó:
—Era como una asquerosa araña.
—Hacia mucho que esperaba oírte decir eso —exclamó su terapeuta.
—¿Decir qué? —preguntó Billie.
—Que tu madre es como una araña.
—¿Y?
—Pero tú odias a las arañas y les tienes miedo.
—Yo no odio a mi madre —dijo Billie—. Y no le tengo miedo tampoco.
—A lo mejor deberías odiarla y tenerle miedo.
—Pero no quiero.
—¿Y entonces odias y temes a las arañas?
Billie faltó a la sesión siguiente. Cuando volvió, su terapeuta sugirió que había faltado
porque estaba enojada con el terapeuta por la relación que él había establecido entre su madre y
las arañas. Billie faltó a las dos sesiones siguientes. Pero cuando por fin volvió estaba preparada
para enfrentarlo.
—Bien, entonces tengo una fobia —dijo—. ¿Qué es una fobia, de todas maneras? ¿Cómo
funciona?
Las fobias son el resultado de un desplazamiento, le explicó su terapeuta. Aparecen cuando
un miedo o rechazo natural hacia algo es desplazado hacia otra cosa. Las personas usan este
desplazamiento defensivo cuando no quieren reconocer el origen del miedo o el rechazo. En el
caso de Billie, ella no quería reconocer la maldad de la madre. Naturalmente. ¿Qué hijo desea
pensar que su madre es mala y destructiva? Como cualquier hijo, Billie quería creer que su
madre la amaba, que su madre no era peligrosa, que era amable y buena. Pero para creerlo, de
alguna manera tenía que liberarse del miedo y el rechazo que instintivamente sentía hacia la
maldad de su madre. Lo lograba dirigiendo su miedo y su rechazo hacia las arañas. Las arañas
eran las malas... no su madre.
—Pero mi madre no es mala —proclamó Billie. Era cierto que a la madre no le
entusiasmaba que ella se volviera independiente y que usaba toda clase de tretas y artimañas para
tratar de evitar que Billie llevara una existencia separada. Pero no era cuestión de maldad. Sólo
se debía a que su madre estaba sola. Y ella, Billie, entendía esa soledad. Era terrible sentirse
sola. Además era humano. Los seres humanos son criaturas sociales, se necesitan unos a otros.
El hecho de que su madre se aferrara a ella por soledad no era malo; era solamente humano.
—Sí, la soledad es humana —respondió su terapeuta— pero la incapacidad de tolerarla no
es necesariamente parte de la condición humana. —Y pasó a explicarle que es tarea de los
padres ayudar a los hijos a lograr su propia independencia y una existencia separada. Para
conseguir este objetivo era esencial que los padres toleraran su propia soledad y así permitieran y
aun estimularan a sus hijos a que finalmente los dejaran. En cambio, desalentar esa separación
no sólo representaba un fracaso en la tarea parental, sino también un sacrificio del crecimiento
del hijo a los propios deseos inmaduros y centrados en sí mismos de los padres. Era destructivo.
Sí, él pensaba que era malo. Y Billie tenía razón en sentirse asustada.
Lentamente Billie comenzó a comprender. Y cuanto más veía, más se abrían sus ojos.
Comenzó a advertir centenares de pequeñas formas en que su madre continuamente trataba de
retener su espíritu en sus garras. Una noche Billie escribió en su cuaderno con tapas de cuero:

La ambiguedad y la culpa
pueden, sin duda, volverte loca...
Me mandas mi ropa limpia lavada por ti.
Con ella envías la primera
hoja caída del otoño.
¿Manipulación? ¿Culpa?
…tu metodo realmente funciona.

Sin embargo, poco cambió. Billie, ahora una muchacha de veintitrés años, todavía dormía
casi todas las noches en casa de sus padres y pasaba la mayor parte de su tiempo libre con su
madre. Aunque se atrasara en los pagos de su terapia, dedicaba una parte importante de su
salario semanal a llevar a su madre a almorzar al restaurante mis caro de la zona. Y el esquema
de sus relaciones con los hombres seguía igual: se enamoraba, se aferraba a ellos, los asfixiaba,
la relación se rompía, buscaba desesperadamente a alguien, volvía a enamorarse... hombre tras
hombre, una vez tras otra. Y tenía tanto terror a las arañas como antes. Todavía no había llegado
a la parte difícil.
—No pasa nada —se quejó Billie en sesión un día.
—Yo siento lo mismo —respondió el terapeuta.
—¿Y por qué? —preguntó Billie—. Hace siete años que me analizo. ¿Qué más debo hacer?
—Trata de pensar por qué sigues teniendo miedo a las arañas.
—He reconocido que mi madre es una araña —dijo Billie.
—¿Entonces por qué sigues cayendo en su tela?
—Ya lo sabe. Porque, como ella, me siento sola.
El terapeuta miró a Billie. Esperando que estuviera preparada para lo que iba a oír, le dijo:
—Entonces, tal vez, en parte también tú eres una araña.
Billie sollozó durante todo el resto de la sesión. Pero en la sesión siguiente estaba allí, muy
puntual, hasta ansiosa por emprender el doloroso trabajo que se avecinaba. Era cierto, a veces
Billie se sentía como una araña. Cuando los hombres comenzaban a apartarse de ella se aferraba
a ellos, como su madre se aferraba a ella. Los odiaba porque se iban. No le importaba lo que
ellos sentían. No los quería. Los deseaba como una posesión suya. Sí, era como algo malo en
ella, un impulso maligno, una parte mala de ella que se imponía. La fobia a las arañas no sólo le
había permitido negar el mal en su madre, también la había usado para negar el mal en sí misma.
Todo estaba tan relacionado y entrelazado. Billie se había identificado con su madre. Eran
tan parecidas. ¿Cómo podía luchar auténticamente contra e1 mal en su madre si al mismo
tiempo no luchaba contra el propio? ¿Cómo podía condenar a su madre por aferrarse a ella sin
condenarse así misma por negarse a tolerar su propia soledad? ¿Cómo podía dejar de atrapar
hombres en su tela: hombres que deberían ser libres, altos y fuertes, lo mismo que ella debería
ser libre, alta y fuerte? El problema no era ya cómo liberarse de caer en la telaraña de la madre,
puesto que la identidad de la madre era casi como su propia identidad; el problema era liberarse
de sí misma. ¿Y cómo, Dios mío, cómo se logra eso?
Pero Billie lo está haciendo. Con la ayuda de Dios o de su verdadero yo, de alguna manera
está empezando a separarse de su madre, a liberarse definitivamente de su relación simbiótica.
En su cuaderno con tapas de cuero escribió hace poco:

Me asombra cómo tu enfermedad


aparece en mí a cada momento,
es parte de mi ser, sin que yosiquiera lo sepa.
Es tan difícil luchar
contra un enemigo invisible;

Me da tanto miedo
pensar que estás en mí
tan incorporada a mi pensar y a mi sentir
que no puedo distinguirte de mí

Soy yo.

Me siento como un mulato


que es miembro del Ku Klux Klan,
odiando la esencia misma de una parte de mí,
tratando de erradicar parte de mí misma.

Éste es tal vez el trabajo más arduo


que jamás haré.
A veces me parece tan antinatural.

A veces me pregunto cómo es que yo


me torné distinta de ti:
cómo tuve la voluntad de desear
ser distinta de ti.

Parece que Billie está comenzando a romper la cadena.


4. CHARLENE: UN CASO ALECCIONADOR

Ya he dicho que es muy difícil examinar en profundidad a las personas malas, porque por
naturaleza evitan la luz. Negando su imperfección, los malos escapan al mismo tiempo del
examen de sí mismos y de todas las situaciones en que pueden ser examinados de cerca por
otros. Pero en este capítulo describiremos a una mujer que, si bien era aparentemente mala en
cierta medida, a pesar de ello se sometió a una prolongada psicoterapia psicoanalítica.
Aunque poco frecuente, este caso no es el único. Yo mismo he intentado tratar a otro
paciente así y he supervisado a terapeutas que trabajan con casos notablemente parecidos. En
todos los tratamientos, aunque prolongados, resultaron un fracaso.
No es divertido fracasar. Pero puede enseñar mucho: en el campo de la psicoterapia y en el
resto de la vida. Probablemente aprendemos más de nuestros fracasos que de nuestros éxitos.
Por cierto que ningún paciente me enseñó tanto en mi vida como la que voy a describir. Espero
que también les sirva a otros. Examinando problemas tales como por qué acudió al tratamiento
en primer lugar, por qué persistió en seguirlo durante unas cuatrocientas sesiones, y por qué el
tratamiento no le hizo el más mínimo efecto, tal vez finalmente podamos llegar a una
profundidad de comprensión que nos ayude a curar a las Charlenes de este mundo.

AL COMIENZO, LA CONFUSIÓN
Al comienzo no había nada que marcara Charlene como particularmente insólito. Vino a
verme a los treinta y cinco años de edad por una depresión que había seguido a la ruptura con su
novio. La depresión no parecía grave.
Era una mujer menuda y bastante atractiva, pero no una belleza notable. Tenía sentido del
humor y sin duda era muy inteligente. Pero era evidente que sacaba puntaje bajo en el juego de
la vida. Por razones que al principio eran vagas había fracasado repetidamente en una
universidad poco exigente. Sin embargo, un año después de estar a prueba como voluntaria, fue
contratada por su iglesia episcopal como directora de educación religiosa. Seis meses después el
rector la echó. Ella atribuyó esto a un capricho. Pero el modelo siguió repitiéndose. Perdió siete
empleos más antes de conseguir uno como operadora telefónica, que era el que tenía cuando vino
a verme. Del mismo modo, su rompimiento con su novio era sólo el último eslabón en una
cadena continuada de relaciones sentimentales fracasadas. En realidad, Charlene no tenía ningún
amigo verdadero.
Sin embargo, la gente comienza la terapia generalmente por uno u otro tipo de falencia, y,
aunque muy marcada, la falta de éxito de Charlene distaba de ser única. Yo no me imaginaba
que Charlene se convertiría en la paciente más “condenada” con la que yo haya trabajado.
Explorando su historia, descubrí que Chaulene no se hacía muchas ilusiones con respecto a
sus padres. Excepto bastante dinero, aparentemente no era mucho lo que le habían dado.
Preocupado por la riqueza que había heredado, el padre se mantuvo totalmente alejado del
cuidado de Charlene y de su hermana menor, Edith. Su madre, una episcopal fanática que estaba
todo el tiempo mascullando las pajabras de Jesús, expresaba sin tapujos el odio que le tenía a su
marido. “Si no fuera por ustedes, chicas, hace rato que lo habtia dejado”, les decía por lo menos
una vez por semana. “Ya lo creo”, comentaba irónicamente Charlene, “hace diez años que Edie
y yo nos fuimos de casa y ella todavía no se ha ido”.
Edie se había vuelto lesbiana. Charlene se consideraba bisexual. A Edie te iba bien en su
trabajo en un Banco pero no era feliz. Siempre que consideraba tener un problema, Charlene
culpaba a sus padres sin ningún reparo. “Realmente nos jodieron... mi padre enamorado de sus
acciones y sus bonos y mi madre con sus gases y su libro de oraciones”. Por cierto que sus
padres parecían desamorados, hasta repelentes y malvados.
Pero muchísimos pacientes tienen padres malvados. Tampoco la infrecuente fe religiosa de
Charlene la distinguía. Después de que la echaron de su trabajo entró gradualmente en una
especie de culto que proclamaba una mezcolanza de teología hindú, budista, cristiana y esotérica,
junto con una creencia en las vibraciones de amor de la meditación. Pero de esos cultos hay
millares y éste no parecía estimular el fanatismo ni la dependencia. Era bastante natural que se
enrolan en él en vista del mal uso que su madre hacía del cristianismo y la furia de Charlene
contra el rector que la había echado.
Lo que distinguía a Charlene, sin embargo, era mi confusión en relación con ella.
En general, después de cinco o seis horas de terapia con un paciente, los psiquiatras tienen al
menos una comprensión superficial del problema del paciente. Al menos habrá un diagnóstico
aproximado. Después de cuarenta y ocho sesiones con Charlene yo todavía no tenía ni la más
leve idea de qué era lo que le pasaba. Rendía poco para lo que podía esperarse de ella, cierto.
Pero no se sabía por qué.
Frustrado, repasé mentalmente una lista de categorías diagnósticas y le hice preguntas muy
específicas. Me preguntaba, por ejemplo, si Charlene no tendría una neurosis obsesivo-
compulsiva, y la interrogué sobre todos los posib1es síntomas de esta neurosis, como el
comportamiento ritualista. Charlene comprendía perfectamente. Con considerable entusiasmo
describió varios rituales que había practicado en la primera época de su adolescencia, una época
común, casi normal para ese tipo de conducta. Arreglaba los objetos en su habitación en cierta
forma y en ciertas secuencias para poder sentirse cómoda e irse a dormir por las noches. De
chica le habían contado que en el ejército, los soldados debían hacer sus camas tan estiradas que
el sargento de instrucción pudiera hacer saltar una moneda en ellas. Así que, todas las mañanas,
cuando tenía trece y catorce años, Charlene hacía saltar una moneda sobre su cama, siempre an-
tes de lavarse los dientes. “Pero a los quince años”, agregó, “me di cuenta de que estas cosas
eran una pérdida de tiempo y simplemente dejé de hacerlas. Desde entonces no tuve más
rituales”. De manera que quedé frustrado otra vez. Y seguí frustrado. Pasaron treinta y seis
sesiones más hasta que tuve la primera insinuación del carácter de Charlene.
Un día, después de nueve meses de terapia, cuando Charlene me entregó un cheque por el
pasado mes de terapia, observé que correspondía a un Banco diferente.
—¿Cambió de Banco? —le pregunté distraídamente.
Charlene asintió.
—Sí, tuve que cambiar.
—¿Tuvo que cambiar? —Me puse alerta.
—Sí, me quedé sin cheques.
—¿Se quedó sin cheques? —repetí sin entender.
—Sí. ¿No se dio cuenta? —por el tono de voz, Charlene parecía algo enojada. —Cada
cheque que le he dado tiene un diseño diferente.
—No, no lo noté —admití—. Pero, ¿que tiene que ver eso con cambiar de Banco?
—Usted no es muy rápido, ¿eh? —replicó Charlene—. Me quedé sin nuevos diseños en mi
Banco anterior, de modo que tuve que abrir otra cuenta para tener nuevos diseños.
Más confundido que nunca, pregunté: —¿Por qué tiene que usar un diseño diferente cada
vez?
—Porque es una ofrenda de amor.
—¿Una ofrenda de amor? —repetí otra vez, desconcertado.
—Sí. Cada vez que hago un cheque para alguien, me pregunto cuál es su diseño particular
en ese momento. Es una cuestión de vibraciones. A través del amor me sintonizo con sus
vibraciones y entonces elijo. Pero no me gusta dar a la misma persona el mismo diseño más de
una vez, y mi Banco anterior sólo tenía ocho diseños diferentes. En realidad, es por usted que
tuve que cambiar de Banco, porque éste es el noveno cheque que le entrego. De todos modos
tenía que cambiar por la compañía de electricidad. Pero ellos son más impersonales. No es fácil
sacarles vibraciones. Yo estaba estupefacto. Tal vez debería haber hablado del tema del “amor”
allí mismo. Pero estaba invadido por lo extraño de esta interacción menor pero repetitiva.
—Suena un poco como un ritual —fije lo mejor que se me ocurrió decir.
Sí, supongo que usted lo llamaría ritual.
—Pero yo pensaba que usted no tenía rituales.
Ah, yo tengo un montón de rituales —contestó alegremente Charlene.
Y los tenía. En las sesiones siguientes me habló de docenas de rituales. Casi todo lo que
hacía estaba relacionado, de una manera u otra, con un ritual. Ahora estaba clarísimo que
Charlene tenía realmente una forma de desorden obsesivo-compulsivo.
—Si tiene docenas de rituales —le dije—, ¿cómo es que cuando le pregunté por los rituales
hace cuatro meses me dijo que no tenía?
—Sencillamente no tenía ganas de contarle. Tal vez no tenía suficiente confianza en usted.
—Pero me mentía.
—Por supuesto.
—¿Me paga cincuenta dólares la sesión para que la ayude y luego me miente de manera que
yo no sepa cómo ayudarla?
Charlene me miró con aire jocoso.
—Por cierto que no pienso decirle nada hasta que usted esté preparado para saberlo.
Ahora que había “confesado’’ sus rituales, esperaba que Charlene se mostrara más abierta en
nuestro trabajo, y yo, consecuentemente, me sintiera menos confundido. Pero no fue así. Sólo
gradualmente empecé a darme cuenta de que ella era una “persona de la mentira”. Aunque du-
rante los meses y años que siguieron Charlene reveló, sin querer, algún aspecto de sí misma,
siguió siendo en gran medida enigmática. Y yo seguí confundido. Que era lo que ella quería.
Hasta el fin siguió reteniendo información, aunque sólo fuera para seguir controlando ella el
espectáculo. Y mientras profundizaba mi conocimiento de ella, también mi asombro ante la
dificultad básica de comprenderla se hacia más profundo.

DE UNA MANERA O DE LA OTRA: NIÑO O ADULTO


Poco después de revelar sus rituales, Charlene comenzó a revelar algo más: su intenso deseo
de mí.
Al principio esto no me sorprendió. Yo le tenía cariño a Charlene. Cumplía con sus citas y
las pagaba religiosamente, en apariencia por un auténtico deseo de crecer. Yo estaba muy
dispuesto a corresponder a sus esfuerzos con los míos. Todo lo que decía, todo lo que le sucedía,
era interesante e importante para mí. Es natural que un paciente, en respuesta a la atención
continuada, desee románticamente al terapeuta (o la terapeuta) si es del sexo opuesto. Esto
sucede especialmente cuando el paciente nunca pudo, durante la infancia, superar el complejo de
Edipo.
Todos los niños sanos experimentan deseo sexual: los varones por la madre y las niñas por el
padre. Este deseo generalmente alcanza un pico a los cuatro o cinco años y se lo llama dilema
edípico. Coloca al niño en una difícil situación. El amor romántico de una criatura por su padre
o madre es un amor sin esperanzas. El chico dirá a su madre (o la chica a su padre): “Sé que
dices que no puedes acostarte conmigo porque soy chico, pero mira cómo me comporto como un
adulto y cambiarás de idea”. Sin embargo, esta comedia de la adultez requiere enorme energía, y
finalmente el chico no puede sostenerla. Se siente agotado. La resolución del complejo ocurre
finalmente cuando el chico, agotado, acepta la realidad de que es un chico y que no puede—y ya
no desea— tomar la apariencia de un adulto. Al hacerlo el chico se da cuenta de que no puede
repicar y andar en la procesión: no puede poseer a su madre sexualmente ya la vez ser un chico.
Por lo tanto, elige las ventajas de ser un chico y renuncia a su prematura sexualidad. 42 El dilema
edípico se ha resuelto.
Todos suspiran con alivio, en especial el chico, que demuestra sentirse más feliz y más
tranquilo.
En psicoterapia, el adulto que no ha podido superar el dilema de Edipo cuando niño deberá
seguir el mismo proceso en relación con el terapeuta en la edad adulta. Tendrá que aprender a
renunciar al terapeuta como objeto de amor romántico, sexual, y acomodarse a ser el hijo del te-
rapeuta en un nivel simbólico. Una vez que esto ocurre las cosas funcionan bien. El paciente
puede aflojarse y disfrutar de los cuidados parentales del terapeuta. Sin impedimentos, podrá
absorber la sabiduría y el amor del terapeuta.
Pero las cosas no fueron así entre Charlene y yo.
El primer indicio que tuve de que esta etapa del tratamiento no andaba bien fue el creciente
rechazo que comencé a experimentar hacia ella. Esto era alga muy poco frecuente en mi
experiencia. Cuando una paciente atractiva me desea, mi problema habitual es cómo hacer para
no responder de la misma manera. Tengo mis propios sentimientos y fantasías sexuales con ella
y debo asegurarme de que no interfieran en mi juicio y en mi compromiso con el rol terapéutico.
Por cierto que, en general, no tengo problemas en querer a los pacientes que me confían su amor.
Pero con Charlene era otra cosa. Yo no tenía fantasías sexuales positivas con ella. Al
contrario, la idea de una relación sexual con ella concretamente me daba náuseas. Hasta la idea
de tocarla sin connotaciones sexuales me provocaba un ligero malestar. Y la cosa no mejoraba.
Cuanto mis tiempo pasaba, más claro se hacia mi deseo visceral de mantener la distancia con
ella.
Tal vez mi creciente sentimiento de rechazo no era primariamente una respuesta sexual.
Además, yo no era el único que lo sentía. Otra paciente, una mujer muy perceptiva e inteligente,
comenzó una sesión diciéndome:
—Esa señora que siempre viene en la hora anterior a la mía...
Asentí. Se refería a Charlene.
—Bueno, me da escalofríos. No sé por qué… ni siquiera he hablado nunca con ella. Entra
en el vestíbulo, toma su abrigo y se va. Jamás me ha dicho una palabra, pero me da escalofríos.
—Tal vez porque es muy seca —sugerí.

42
Una de las razones por las que el complejo de Edipo es tan importante en psiquiatría es que generalmente los
adultos que no lo han resuelto tienen gran dificultad en cumplir con muchos de los renunciamientos que se requieren
para las buenas adaptaciones en la edad adulta. Todavía no han aprendido que no pueden repicar y andar en la
procesión
—No… yo prefiero no hablar con sus otros pacientes. Es otra cosa. Es como si... bueno, no
sé cómo decirlo… es como si hubiera algo malo en ella.
—No hay nada raro en su aspecto, ¿verdad? —le pregunté, fascinado.
—No, no hay nada fuera de lo común. Viste bien. Hasta podría ser una profesional. Pero
hay algo en ella que me pone la piel de gallina. No sé decir exactamente qué es. Pero si alguna
vez he visto a alguien que parece malo, es esa mujer.
No sé si mi sentimiento de rechazo en las sesiones era sexual o no, pero la conducta sexual
de Charlene en las sesiones era extraordinaria. Generalmente, cuando una paciente experimenta
afecto por mí se muestra tímida, incluso reservada al principio. Chariene no. Ella, que ha-
bitualmente me escondía información, anunciaba a los cuatro vientos su intento de seducirme.
—Usted es frío —me dijo con tono acusador—. No sé por qué no quiere abrazarme.
—Tal vez la abrazaría si necesitara consuelo —respondí—, pero me parece que su deseo de
que la abrace es sexual.
—Usted y sus sutilísimas distinciones... —exclamó Charlene—. ¿Qué diferencia hay entre
que yo desee un consuelo sexual o de algún otro tipo? En los dos casos necesito consuelo.
—Usted no necesita una relación sexual conmigo —le expliqué una y otra vez—. Puede
tenerla con cualquiera. Usted me paga por otro tipo de atención más especial.
—Bueno, creo que usted no siente ningún afecto por mí. Es frío y distante. No es cariñoso.
No veo cómo va a poder ayudarme si ni siquiera siente cariño por mí.
Yo mismo empezaba a preguntármelo. Charlene siempre hacía que me preguntara si yo era
el terapeuta adecuado para ella.
Había también algo ilícito, rastrero, invasor en el deseo que Charlene sentía por mí. En
verano venía temprano a las sesiones y se sentaba en el jardín. Si me hubiera pedido permiso
para hacerlo, no creo que se lo habría negado. Me gusta que la gente disfrute de las flores que mi
mujer y yo cultivamos como hobby. Pero Charlene nunca preguntó. Varias noches, cuando no
tenía sesión, miré por la ventana y vi a Charlene sentada en su auto estacionado frente a mi casa,
escuchando la radio bajito en la oscuridad. Daba miedo. Cuando le pregunté sobre esto contestó
tranquilamente: —Usted sabe que es el hombre que amo. Es natural querer estar cerca de la
persona a quien se ama.
Un día que no tenía sesión entré en nuestra biblioteca y encontré a Charlene sentada, leyendo
uno de mis libros. Le pregunté qué hacía allí.
—Esto es una sala de espera, ¿verdad? —dijo.
—Es una sala de espera cuando usted tiene sesión —respondí—. Cuando no estoy
atendiendo pacientes, es una habitación privada de mi casa.
—Bien, para mí es una sala de espera —dijo Charlene, perfectamente cómoda—. Si tiene el
consultorio en su casa debe de estar dispuesto a perder algo de su privacidad.
Después de asegurarme de que no tenía ninguna razón válida para verme, prácticamente tuve
que ordenarle que se retirara. Más que en ningún otro momento de mi vida, sentí personalmente
lo que debe ser para una mujer recibir avances no deseados e incluso temer una violación. En
efecto, dos veces al final de una sesión, Charlene realmente pretendió abrazarme y tuve que
apartarla de un empujón.
Una de las principales razones de que los niños no puedan resolver el complejo de Edipo
satisfactoriamente es el no haber recibido suficiente amor y atención de sus padres anta de los
cuatro años de edad, en la etapa llamada pre-edípica. Resolver el dilema edípico es como
construir la planta baja de una casa. Simplemente no se puede hacer si primero no se han
colocado los cimientos. Muchas señales indicaban que Charlene había carecido de afecto desde
el comienzo. Su madre era evidentemente una mujer incapaz de dar nada. Charlene no tenía
ningún recuerdo de que su padre o su madre la hubieran abrazado alguna vez. A menudo soñaba
con pechos. Seguía ritualmente las extrañas leyes dietéticas de su culto, con el resultado de que
siempre estaba buscando extrañas comidas orgánicas, y cuando cenaba con otros siempre comía
algo diferente, algo especial. En términos psicoanalíticos el problema más básico de Charlene no
era su complejo de Edipo sin resolver, sino un estado de fijación oral pre-edípico.
Las ansias de Charlene de tocarme y de que yo la tocara eran, en realidad, un deseo de
cuidados maternos: los cálidos mimos sin ataduras que nunca había recibido. Yo experimentaba
su deseo de tocar como algo repulsivo y amenazante. ¿Pero no era precisamente lo que ella
necesitaba hasta la desesperación? Para curarla, ¿no debería hacer la misma cosa que me
provocaba tanto rechazo? ¿No debería yo haber sentado a Charlene en mi falda, haberla
abrazado y mimado y besado y acariciado hasta que ella encontrara la paz?
Tal vez sí, tal vez no. Lo pensé seriamente. Pero entre tanto me di cuenta de algo. Me di
cuenta de que, aunque yo deseaba alimentar a Charlene como a un bebé enfermo y hambriento,
ella no quería ese tipo de atención. No deseaba asumir el rol de un niño, y mucho menos el de un
bebé, en relación conmigo. La esencia de mi rechazo por tocarla estaba en su insistencia de que
el contacto fuera sexual. No se veía así misma como un niño hambriento, sino como una adulta
resuelta a sacar partido de la situación. Intenté repetidas veces, por distintos medios, incluyendo
el uso del diván, ayudarla a adoptar una postura pasiva, confiada, parecida a la de un niño,
conmigo. Todos mis intentos fracasaron. Durante los cuatro años que trabajó conmigo Charlene
insistió en dirigir el espectáculo. Para poder ser como un niño tendría que haberme dado las
riendas, haberme permitido que la cuidara como un padre o una madre, en lugar de pedirme que
la atendiera sexualmente. Pero no quería. Quería llevar las riendas en todo momento.
El proceso de curación profunda, al menos en el marco psicoanalítico, requiere que el
paciente haga una regresión en algún nivel y en cierto grado. Es una exigencia difícil y que
causa miedo. No es fácil para los adultos, acostumbrados a la independencia y a las trampas
psicológicas de la madurez, permitirse ser otra vez niños pequeños, dependientes y tan
vulnerables. Y cuanto más profunda es la perturbación —cuanto más hambrienta y dolorosa es
la infancia del paciente— más difícil es volver al estado de la infancia en la relación terapéutica.
Es como una muerte. Pero puede lograrse. Si se logra, se logrará la curación. Si no se logra, no
pueden reconstruirse los cimientos. Sin regresión no hay curación; es así de simple.
Si tuviera que señalar una causa única de fracaso en la curación de Charlene en los largos
años que estuvo conmigo, sería su incapacidad de regresar. Cuando los pacientes logran
regresar, hay una cualidad completamente distinta en su actitud en la terapia. Desarrollan una
tranquilidad que no tenían antes. Tienen una especie de confiada inocencia, que en cualquier
momento puede suspenderse, si es necesario, pero que puede recapturarse fácilmente. La
interacción entre terapeuta y paciente no sólo se hace fácil, sino hasta juguetona y alegre. Es la
sociedad ideal entre una madre afectuosa y su hijo. Si se hubiera logrado este estado de cosas
con Charlene, y si hubiera sido necesario hacerlo, no tengo ninguna duda de que la habría
sentado en mi falda y le habría dado todo lo que necesitaba. Pero esa situación nunca llegó a
producirse. Aunque en el fondo, obviamente, ella era un bebé, nunca hubo en ella nada inocente
ni verdaderamente confiado. Siguió actuando hasta el final como una adulta dispuesta a
conseguir algo.
—Todavía no entiendo por qué —dijo Charlene después de tres años de terapia.
—¿Todavía no entiende qué? —pregunté.
—Todavía no entiendo por qué un chico no puede tener relaciones sexuales con sus padres.
Le expliqué pacientemente que el deber de los padres es ayudar a independizarse a los hijos,
y que la independencia siempre se retarda con los lazos incestuosos.
—Pero esto no sería incesto —dijo Charlene—. Usted no es mi padre.
—Puede que no sea su verdadero padre —respondí—, pero mi rol como terapeuta es de
padre. Mi tarea es ayudarla a crecer, no satisfacerla sexualmente. Usted puede conseguir sexo
en otra parte, con sus pares.
—Pero usted está entre mis pares —exclamó.
—Charlene, usted es mi paciente. Tiene todo tipo de problemas importantes para los que
necesita ayuda. Yo quiero ayudarla con esos problemas. No quieto acostarme con usted,
—Pero aunque soy su paciente, igual puedo estar entre sus pares.
—Charlene, la verdad es que usted no está entre mis pares. No puede conservar un trabajo
de poca categoría más de unos meses. Ni siquiera ha aprendido a moverse a plena luz del día.
Desde el punto de vista psicológico es prácticamente un bebé. Eso es natural. Sus padres fueron
un desastre, y usted tiene todas las razones para ser todavía un bebé. Pero deje de tratar de
hacerme creer que está entre mis pares. ¿Por qué no se afloja y disfruta de que yo la atienda
como si fuera su mamá o su papá? Realmente yo deseo quererla de esa manera. Pero, por favor,
deje de tratar de poseerme sexualmente. No siga con eso, Charlene.
—No me rindo. Lo deseo y lo tendré.
Aunque no podía ser más clara con respecto a sus intenciones conmigo, aun así yo sentía una
deshonestidad básica en los avances de Charlene. Trataba de conseguir que la amamantaran
disfrazando la cosa del sexo. Buscaba alimentación infantil con el disfraz de sexualidad adulta,
lo cual no es un fenómeno tan raro en sí mismo, excepto por el hecho de que Charlene se negaba
firmemente a dejarme penetrar en el disfraz. Una y otra vez le dije, de una manera u otra: “En
realidad usted quiere que yo le haga de mamá. Eso está bien. Eso es lindo. Me gustaría hacerlo.
Es algo que usted necesita. En realidad lo merece. A usted la estafaron con esto en el pasado y
merecería recuperarlo. Olvídese de este asunto del sexo. Usted no está preparada para eso. Es
demasiado joven. Relájese. Recuéstese y disfrute del calor que yo puedo darle. Deje que la
alimente.”
Pero no me dejó. En cierto sentido era porque tomaba mi ofrecimiento como una trampa; y
era lógico, ya que el tipo de cuidado maternal que había recibido de niña era una especie de
trampa. Sin embargo, si este miedo sólo hubiese sido la fuente de su resistencia, probablemente
lo habríamos elaborado y superado. Pero el tema del puro poder era más importante. No era
sólo que tuviese miedo de darme un poder maternal sobre ella. Era más bien que ella no quería
ceder nada de poder por ninguna razón. Quería curarse, pero no estaba dispuesta a perder nada, a
renunciar a nada en el proceso. Era como si me pidiera: “Cúreme, pero no me cambie”. No sólo
quería que la alimentaran, sino ser el jefe de quien la alimentaba. 43
Cuando Charlene me echaba en cara mi falta de calor y de deseo de abrazarla, siempre decía:
“Yo sólo quiero que usted me afirme, que me apuntale. ¿Cómo puede curarme un terapeuta que
ni siquiera me afirma?”. Esta era una palabra importante, la esencia del amor maternal para el
bebé es que lo afirma. Una madre común y sana ama a su bebé por la única y sencilla razón de

43
El deseo de regresión a un estado de unión con la madre fue una de las tres características que encontró Erich
Fromm en su análisis del modelo de personalidad de los malos, o ‘síndrome de decadencia’ (The Herat of man: its
genios for good and evil, Harper & Row, 1964). Llamó a este deseo “simbiosis incestuosa”. Yo encontré, por cierto,
este deseo en Charlene. Pero también lo he encontrado en muchos otros. Un factor crucial del mal, sospecho, no es
simplemente un deseo regresivo de la Madre (que puede usarse para curar), sino más bien el intento de obtener a la
madre sin regresión: una insistencia en recibir atención maternal sin abandonar el rol del adulto y conservando todo
el poder asociado con ese rol.
que está allí. El chico no tiene que hacer nada para ganar el afecto de la madre. No es un amor
atado con cuerdas. Es un amor incondicional. Ama al chico por él mismo, tal como es. Este
amor es la declaración de una afirmación. Dice: “Eres muy valioso simplemente porque
existes”.
Durante el segundo o tercer año de la vida del niño la madre comienza a esperar ciertas
cosas, por ejemplo el control de esfínteres, y cuando esto sucede, su amor inevitablemente se
vuelve, por lo menos en cierto grado, condicional. Ahora le dice: “Te amo, pero...”, “Pero quiero
que dejes de destrozar los libros”, “Pero quiero que dejes de tirar la lámpara de la mesa al suelo”,
“Pero me gustaría que me ayudaras usando la pelela, así no tengo que seguir lavando pañales”…
El chico aprende las palabras “bueno” y “malo”. Y aprende que sólo seguirá recibiendo total
afirmación si es un buen chico. Ahora debe ganarse la afirmación. Y de allí en adelante será
siempre así. El período de afirmación incondicional sólo dura lo que dura la época de bebé.
Como adultos psicológicos hemos aprendido, en mayor o menor grado, que para ser amados
nuestra responsabilidad es hacernos amar.
Un elemento clave en la conducta de Charlene era su pedido —no, más bien su exigencia—
de que yo la amara independientemente de la forma en que ella se comportaba, que la afirmara
no parlo que podía llegar a ser sino por lo que era, con enfermedad y todo. Al hacerlo le daría lo
que ella deseaba de mí, el amor de una madre por su bebé, el amor absolutamente incondicional
que sólo puede experimentarse en esa época de la vida. No es extraño que así fuera, porque
teníamos evidencias de que ella no habla logrado recibir de la madre ese amor que es una
afirmación incondicional durante la infancia y que debería ser la herencia de todos los niños.
Esta herencia se la habían arrebatado. Pero yo no podía devolvérsela. Porgue ella exigía que yo
la amara incondicionalmente como adulta enferma. Insistía en que yo la amara como la madre al
bebé, pero insistía en que la trarara como adulta y como a una de mis pares. Aunque sólo fuera
por esa razón, su exigencia era imposible de cumplir, porque era una exigencia de afirmar su
enfermedad. 44 Charlene no quería ser curada. Quería ser amada, no cambiada. Quería ser
amada por ella misma, con neurosis y todo. Aunque nunca lo dijo, gradualmente se hizo
evidente que Charlene se quedaba en terapia para obtener mi amor sin terapia, es decir, para tener
mi amor y su neurosis, para repicar y andar en la procesión.

UNA LEY PARA CONSIGO MISMA


Ahora la obstinación de Charlene se había vuelto evidente. Pero la profundidad de esa
obstinación no se reveló hasta el tercer año de su terapia, cuando descubrí que Charlene era
realmente autista.
La salud mental requiere que el ser humano se someta a algo superior así mismo. Para
funcionar decentemente en este mundo debemos someternos a algún principio que tenga
precedencia sobre lo que pudiéramos desear en un momento dado. Para los religiosos ese
principio es Dios, y dirán: “Que se haga Tu voluntad, no la mía”. Pero, si son sanos, hasta los no
religiosos se someten, lo sepan o no, a algún “poder superior”... ya sea la verdad o el amor, o las
necesidades de los otros, o las exigencias de la realidad. Como lo definí en La nueva psicología
del amor, la salud mental es un proceso que avanza y que consiste en una dedicación a la realidad
a toda costa.
El fracaso total en someterse a la realidad se llama autismo. La palabra viene de la raíz
griega auto, que quiere decir “uno mismo”. La persona autista no percibe ciertas dimensiones de
la realidad. Esa gente literalmente vive “en un mundo propio” donde el yo reina supremo.

44
Con palabras de Martin Buber, los malos insisten en “la afirmación independientemente de todo lo que se
descubra” (Good and evil, Charles Scuibner’s Sons, 1953, pág. 136)
Cuando yo le preguntaba a Charlene por qué quería una relación sexual conmigo su
respuesta era siempre perfectamente simple: “Porque lo amo”. Aunque yo repetidamente
discutía lo genuino de esta frase, para Charlene la realidad de su “amor” era incuestionable. Para
mí, sin embargo, era autista. Cuando me daba un cheque distinto todos los meses pensaba que lo
hacía por mí. En su mente había alguna conexión entre mi persona y el particular diseño del
cheque de ese mes. Pero esa conexión sólo existía en su cabeza. La realidad no era sólo que a
mi no me importaba en lo más mínimo qué diseño usaba, sino que su elección no tenía nada que
ver con la realidad de mi persona.
En cuanto a Charlene, ella amaba a todo el mundo. El culto al que pertenecía proponía
como doctrina principal el amor a la humanidad. Charlene se veía a sí misma repartiendo regalos
y dulzura por dondequiera que iba. Mi propia experiencia de su amor, sin embargo, era que
siempre excluía la realidad de mi persona. Una noche de invierno, por ejemplo, unos minutos
después de terminada nuestra sesión, me serví un martini y fui al living, con la intención de
acomodarme junto al fuego en uno de esos pocos momentos de descanso en que podría ponerme
al día con la correspondencia. Oí el mido de alguien que repetidamente trataba de hacer arrancar
el coche. Salí afuera. Era Charlene.
—No sé qué pasa —dijo—, no puedo hacerlo arrancar.
—No se habrá quedado sin nafta, ¿no? —pregunté.
—No, no creo —respondió.
—¿No cree? ¿Qué indica el medidor?
—Ah, indica vacío —leyó alegremente Charlene,
Me habría reído si no me hubiera sentido molesto.
—Si el medidor indica vacío, ¿por qué piensa que no se quedó sin nafta?
—Ah, siempre marca vacío.
—¿Cómo es eso? ¿Por qué siempre marca vacío? ¿Está roto?
—No. Creo que no. Es que yo nunca cargo más de diez litros por vez. De esa manera
estoy segura de no desperdiciar nada. Además es divertido adivinar cuándo necesito más.
Siempre acierto.
—¿Cuántas veces no acierta y se queda sin nafta? —le pregunté, asombrado de haber
descubierto esta nueva y extraordinaria forma de ritual.
—No muy a menudo. Tres o cuatro veces por año.
—¿Y no es posible que ésta sea una de esas veces? —pregunté con un toque de sarcasmo—.
¿Qué va a hacer ahora?
—Si me permite hablar por teléfono, voy a llamar a AAA.
—Charlene, son las nueve de la noche y estamos en medio del campo. ¿Qué cree que
podrán hacer ellos?
—Bueno, a veces vienen por la noche. Otra cosa que podría hacer es pedirle un poco de
nafta prestada a usted.
—No tengo provisión extra de nafta —repliqué.
—Podríamos sacar un poco de su auto por aspiración, ¿ no es verdad?
—Sí —admití—, sólo que no tengo nada para aspirar.
—Ah, yo tengo un tubo —respondió rápidamente Charlene—. Lo llevo en el baúl.
Siempre me gusta estar preparada.
Así que fui a buscar un balde y un embudo. Luego usé el tubo que ella me dio, aspirando
primero con la boca para iniciar la succión. Le di cinco liros. Su coche arrancó enseguida y se
fue. Yo tenía mucho frío cuando entré. Mi martini estaba tibio y diluido. Además no le sentía
gusto por la nafta. Durante el resto de la noche no pude sentir sabor a nada, excepto a nafta —el
mal gusto que Charlene, literalmente, me había dejado en la boca.
Dos días después Charlene vino a su próxima sesión. No dijo nada sobre el incidente al
final de la anterior. Finalmente le pregunté cómo se sentía con lo que había pasado.
—Creo que fue interesante —contestó—. Me gustó.
—¿Le gustó? —pregunté.
—Si. Estuvo buenísimo. Fue como una aventura, pensando cómo sacar la nafta con el tubo
para hacer arrancar el auto. Y lo compartimos. ¿Sabe que es la primera cosa que hacemos
juntos? Era divertido trabajar con usted ahí afuera, en la oscuridad.
—¿Y qué piensa que me pareció a mí?
—No sé. Supongo que se divirtió como yo.
—¿Por qué supone eso?
—No sé por qué. ¿No le gustó?
—Charlene, ¿no se le pasó por la cabeza que tal vez la otra noche yo tenía otra cosa que
hacer en lugar de ayudarla a hacer arrancar el auto, algo que yo habría deseado más poder hacer?
—No. Pensaba que a la gente le gustaba ayudar a los demás. A mí me gusta. ¿A usted no?
—Charlene —volví a preguntar—, ¿en algún momento del incidente se sintió incómoda o
molesta? ¿No se sintió mal por tener que recurrir a mi ayuda para salir de un lío que usted
misma habla provocado?
—Ah, no fue culpa mía.
—¿No?
—No —dijo terminantemente Charlene—. El auto tenía menos nafta de la que yo pensaba.
Eso no es culpa mía. Supongo que usted dirá que deberla haber calculado mejor, pero en general
lo hago bastante bien. Como le dije, sólo me quedo sin nafta tres o cuatro veces por año. Es bas-
tante buen promedio.
—Charlene, yo llevo tres veces más tiempo que usted manejando y nunca me quedé sin
nafta.
—Bueno, parece que no quedarse nunca sin nafta es algo muy importante para usted.
Quiero decir que usted es muy rígido al respecto. No es culpa mía si es tan rígido.
Abandoné. Por el momento estaba demasiado cansado de darme de cabeza contra las
paredes impenetrables de la inconsciencia de Charlene. Para ella mis sentimientos no existían.
El autismo es la forma última del narcisismo. Para el narcisista total, los demás no tienen
más existencia que un mueble. Los narcisistas sólo tienen las relaciones que Martin Buber llama
“yo-yo”. 45 Aunque Charlene realmente creía que me amaba, su “amor” estaba sólo en su cabeza.
No existía como realidad objetiva. Se veía a si misma como una “luz para los demás”, emanando
alegría y felicidad dondequiera que iba. Sin embargo, todo lo que yo y otros experimentábamos
de ella era el irritante caos y la confusión que siempre dejaba a su paso.
45
Véase Tú y yo, de Marin Buber
Charlene no chocaba con los muebles, pero no era sólo a mí y a otra gente a quienes no
tenía en cuenta. Por ejemplo, siempre se perdía en los recorridos más o menos importantes. Este
síntoma me intrigó durante largo tiempo, tal vez porque la explicación era tan obvia. Pero en
cuanto me di cuenta de su autismo todo resultó comprensible. Cuando comenté que el día
anterior había terminado en Newburgh, Nueva York, cuando en realidad quería ir a la ciudad de
Nueva York, le dije: —Parece que no dobló para salir de la Interstate 84 y entrar en Interstate 6-
84.
—Eso es —dijo alegremente Charlene—. Tendría que haber tornado por la 6-84.
—Pero usted ha entrado muchas veces en Nueva York por esa ruta, y está bien señalizada.
¿Cómo pudo haberse equivocado?
—Bueno, estaba tarareando una canción y tratando de recordar la letra.
—Entonces no estaba concentrándose.
—Eso precisamente le decía, ¿verdad? —respondió Charlene, molesta.
—Como usted siempre se pierde —insistí—, tal vez el problema sea siempre el mismo. Tal
vez simplemente no presta atención a las señales.
—Bueno, no puedo hacer dos cosas a la vez. No puedo tararear una canción y prestar
atención a las señales del camino al mismo tiempo.
—Claro —dije—, usted no puede tocar su propia canción, por así decirlo, y esperar que la
Dirección de Caminos baile al compás. Si no quiere perderse, tiene que prestar atención a las
señales. Si quiete perderse en sus fantasías, se perderá en relación con el mundo externo. Es la-
mentable, Charlene, pero así son las cosas.
Charlene saltó del diván.
—Esta sesión no sale como yo esperaba —dijo friamente—. No quiero estar aquí acostada
y que usted me regañe como a un chico. Nos vemos la semana que viene.
No era la primen vez que Charlene se iba por la mitad de una sesión. Sin embargo, le rogué
que lo considerara.
—Charlene, todavía tiene la mitad de su tiempo. Quédese y tratemos de elaborar esto. Es
un punto muy importante.
Pero enseguida se oyó el portazo irrevocable. Aquí comencé a comprender también otro de
los síntomas de Charlene: su incapacidad de conservar un trabajo más que algunos meses.
Durante los dos años y medio que llevaba su tratamiento conmigo había pasado por cuatro
empleos, con intervalos prolongados de desocupación. El día anterior al de comenzar un nuevo
trabajo le pregunté: —¿Está nerviosa?
Me miró. auténticamente sorprendida.
—No. ¿Por qué habría de estarlo?
—Si yo estuviera por empezar un trabajo nuevo, me sentiría nervioso —dije—.
Particularmente si me hubieran echado tantas veces antes. Tendría miedo de que no me fuera
bien. En realidad, siempre tengo un poco de miedo cuando entro en una situación nueva y no
conozco las reglas.
—Pero yo conozco las reglas —replicó Charlene.
La miré, atónito.
—¿Cómo puede conocer las reglas de un trabajo que ni siquiera empezó?
—Voy a trabajar como asistente en la escuela estatal de retardados. La mujer que me
contrató me dijo que los pacientes son como niños. Yo sé cuidar niños. Tengo una hermana
menor y enseñé en la escuela dominical, ¿verdad?
Explorando el tema un poco más, descubrí que Charlene nunca estaba nerviosa al comenzar
un nuevo trabajo porque siempre conocía las reglas de antemano. Porque ella misma las
inventaba. El hecho de que fueran sus reglas y no las de su empleador no le preocupaba para
nada. Ni tampoco que inevitablemente se produjera una confusión. Actuando según sus reglas
predeterminadas, con total desprecio por la forma como sus empleadores deseaban que se
hiciesen las cosas, nunca entendía por qué la gente del trabajo pronto se enojaba con ella, y casi
enseguida se hartaba de ella o llegaba a ponerse francamente furiosa. “La gente es tan descon-
siderada”, solía decir Charlene. Repitió muchas veces que también yo era desconsiderado.
Charlene le daba mucho valor a ser considerado.
También se vio con claridad por qué había dejado los estudios. Charlene casi nunca
presentaba los trabajos a tiempo, y cuando lo hacía, casi nunca eran sobre el tema estipulado. Un
psicólogo a quien envié a Charlene para una consulta dijo que “tenía un cociente intelectual
como para hundir un acorazado”. Sin embargo, no había podido seguir en una universidad poco
exigente. Repetidamente traté de hacerle entender, a veces con suavidad, a veces enérgicamente,
que su desinterés por los demás estaba en la base de sus fracasos, y qué destructivo era su
extremo narcisismo. Pero lo más que ella lograba aproximarse al problema era cuando decía: “El
mundo es demasiado inflexible”. Y agregaba: “Y desconsiderado”.
Hacia el final de la terapia, el problema fue dilucidado psicológica y teológicamente.
—Nada tiene sentido —se quejó Charlene un día.
—¿Cuál es el sentido de la vida? —le pregunté con aparente inocencia.
—¿Qué sé yo? —replicó ella con franca irritación.
—Usted es una persona devota de su religión —le dije—. Seguramente su religión debe
decir algo sobre el sentido de la vida.
—Quiere hacerme caer en una trampa —dijo Charlene.
—Es cierto —reconocí—. Quiero atraparla para que vea el problema con claridad. ¿Cuál
es, según su religión, el sentido de la vida?
—Yo no soy cristiana —proclamó Charlene—. Mi religión habla de amor, no de sentido.
—Bien, ¿qué dicen los cristianos sobre el sentido de la vida? Aunque no sea lo que usted
cree, al menos es un modelo.
—No me interesan los modelos.
—Usted se educó en la Iglesia cristiana. Enseñó doctrina cristiana durante más de dos años
—proseguí, acicateándola—. Seguro que no es tan tonta como para no saber cuál es el sentido
de la vida para los cristianos, el propósito de la existencia humana.
—Existimos para gloria de Dios —dijo Charlene con voz monótona y opaca, como si
repitiera de mala gana un catecismo extraño, aprendido de memoria y extraído de ella mientras le
apuntaban con un arma—. El propósito de nuestra vida es glorificar a Dios.
—¿Y? —pregunté.
Hubo un breve silencio. Por un momento pensé que Charlene iba a llorar… por única vez
en nuestro trabajo juntos.
—No puedo. Para mí no hay lugar en eso. Sería mi muerte —dijo con voz temblorosa.
Luego, en forma tan repentina que me asustó, lo que parecían sollozos contenidos se convirtieron
en un rugido. —Yo no quiero vivir para Dios. No lo haré. Quiero vivir para mí. ¡Para mí
misma!
Fue otra sesión en que Charlene se fue por la mitad. Sentí una profunda lástima por ella.
Quería llorar, pero mis propias lágrimas no llegaban.
—Ah, Dios mío, qué sola está —fue todo lo que pude murmurar.

EL SUEÑO DE LA MÁQUINA MARAVILLOSA


Durante todo el tratamiento Charlene no sólo sostuvo insistentemente que me amaba, sino
también que quería estar “bien”. Hacía mucho que yo sospechaba que las dos cosas eran
fingidas, aunque probablemente ella misma creía lo que decía. 46 Sin embargo, el inconsciente
tiene una hermosa y tenaz tendencia a decir la verdad. Así fue cómo, cerca del final, el
inconsciente de Charlene pareció revelarme, con notable claridad, la realidad de nuestra relación.
—Tuve un sueño anoche —dijo Charlene al comienzo del cuarto año de terapia—. Sucedía
en otro planeta. Mi gente estaba en guerra con una raza extraña. Durante mucho tiempo no se
sabía quién iba a ganar la guerra. Pero yo había construido una máquina maravillosa que era, a
la vez, ofensiva y defensiva. Era enorme y muy complicada, con muchos sistemas de armas
diferentes. Disparaba torpedos bajo el agua, lanzaba cohetes a grandes distancias, esparcía
sustancias químicas y hacía muchas otras cosas. Sabíamos que con ella podíamos ganar la
guerra. Yo estaba dando los últimos toques a esta máquina en mi laboratorio cuando entró un
hombre. Era un extraño, un enemigo. Yo sabía que había venido a destruir mi máquina antes de
que la pusiéramos en uso. Pero no estaba alarmada. Sentía una profunda confianza. Parecía
haber mucho tiempo. Pensé que podía acostarme con él y luego liberarme de él antes de que lle-
gara a la máquina. En un costado del laboratorio había un diván. Nos tendimos allí y
empezamos a hacer el amor. Pero luego, cuando ya estábamos en eso, saltó de la cama y fue
hacia la máquina para atacarla. Yo corrí a la máquina y me puse a apretar botones que activarían
el sistema de armas de defensa, que lo mataría y lo haría estallar en pedazos. Pero no
funcionaban. Yo no había terminado de controlarlas y no las había probado en acción. Seguí
apretando botones y moviendo palancas frenéticamente. En eso estaba cuando me desperté, muy
agitada. Cuando me desperté no estaba claro si lograría repeler el ataque solapado del hombre, o
si él lograría destruir mi hermosa máquina.
Una de las muchas cosas notables de este sueño fue la violenta reacción de Charlene a la
interpretación.
—¿Cuál es su sentimiento predominante sobre el sueño? —pregunté—. Después de
despertar...
—Furia. Estaba furiosa.
—¿Qué era lo que le daba más furia?
—El engaño —replicó Charlene—. El hombre me trampeó. Parecía que tenía ganas de
acostarse conmigo. Pensé que yo le gustaba. Pero luego, cuando yo me iba entregando a él, se
apartó y comenzó a atacar mi máquina. Fingía que yo le importaba, pero lo único que quería era
atacar mi máquina. Me engalló. Me usó.
—¿Pero usted no la estaba usando y engañando también? —pregunté.
—¿Que yo lo engañaba?

46
Tal vez no es casual que Malachi Martin, en Hostage to the Deyil haya llamado a la primera, más larga y más
difícil etapa del exorcismo “el fingimiento”. Estuviera o no realmente poseída, el fingimiento de Charlene sólo era
penetrado por su propio inconsciente. Nunca lo reconoció conscientemente.
—Bueno, en primer lugar sabía que él deseaba destruir su máquina —expliqué—. No sé por
qué se enojaba tanto usted, si él hacia lo que usted sabía que tenía la intención de hacer cuando
entró allí. Y yo creo que usted quería engañarlo llevándolo a la cama. Si bien parece que usted
lo deseaba sexualmente, en el sueño no dice que lo quisiera. En realidad pensaba liberarse de él,
tal vez hasta matarlo, una vez que hubieran hecho el amor. Y lo describía como algo que usted
podía hacer.
—No, él me engañó —insistió Charlene—. Fingió que me amaba, y en realidad no era así.
—¿A quién cree usted que él representaba? —pregunté.
—Ah, podía ser usted. Se parecía un poco a usted, era alto y rubio —respondió Charlene—.
Pensé que podia ser usted en cuanto me desperté del todo.
—Entonces, ¿piensa que está enojada porque yo la engañé?
Charlene me miró como si yo fuera un idiota que dice cosas obvias. —Claro que estoy
enojada con usted. Usted lo sabe. Todo el tiempo le digo que usted no me quiere lo suficiente.
Casi nunca me comprende. Se esfuerza muy poco por entender lo que siento.
—Y no quiero que nuestra relación se convierta en una relación sexual.
—Sí no quiere hacer eso tampoco.
—Pero no estoy tratando de engañarla al respecto —comenté—. Le he dicho muy
claramente que no voy a relacionarme sexualmente con usted.
—Pero usted me engaña cuando dice que yo le importo —sostuvo Charlene—. Yo creo que
honestamente usted piensa que yo le importo. Pero eso es sólo para engañarse a usted mismo.
Siempre está tan satisfecho de sí mismo, de todos modos. Usted sería muy diferente si yo
realmente le importara.
—Si el hombre del sueño me representa a mí, ¿qué representa la máquina? —pregunté.
—¿La máquina?
—Sí, la máquina.
—Buena, en eso no había pensado —respondió Charlene, un poco confundida—. Supongo
que representa mi inteligencia.
—Realmente tiene usted una inteligencia formidable —comenté.
—Y yo pienso que usted y su terapia tratan de socavar mi inteligencia. —Evidentemente
Charlene se estaba amoscando con la interpretación. —Ya se lo he dicho. A veces hasta me hace
creer en cosas en las que no creo. Usted trata de robarme mi inteligencia y mi voluntad.
—Pero en el sueño su inteligencia parece estar completamente dedicada a la lucha —
comenté—. Está llena de esos sistemas ofensivos y defensivos. Sólo le sirve como arma.
—Bien, yo tengo que contar con mi propio ingenio para tratar con usted —respondió
alegremente Charlene—. Usted también es muy inteligente. Un formidable adversario.
—¿Por qué tengo que ser un adversario? —pregunté.
Charlene parecía atónita.
—Bueno, en el sueño es mi adversario, ¿verdad? —dijo finalmente—. Trata de destruir mi
máquina.
—Supongamos —sugerí—, que en vez de representar su inteligencia la máquina representa
su neurosis. Es cierto que yo trato de destruir su neurosis.
Charlene dio un grito. —¡NO!
Fue un No tan fuerte y poderoso que me encogí en mi sillón.
—¿No? —pregunté débilmente.
—NO. No es mi neurosis.
Otra vez quedé desplomado en el sillón. No sé con qué fuerza dijo esto Charlene, pero hasta
el día de hoy tengo la impresión de que gritó con toda la intensidad de que es capaz la voz
humana.
—¿Por qué dice que no es su neurosis? —pregunté finalmente, con miedo de su ira.
—Porque era hermosa —gimió Charlene. Y prosiguió, casi canturreando al revivir la
imagen de la máquina. —Mi máquina era un objeto bello. Era complicada. Era increíblemente
complicada. Podía hacer tantas cosas. Había sido construida con tanto cuidado e ingenio.
Poseía tantos niveles y operaciones. Era una obra maestra de la ingeniería. Él nunca debería
haber tratado de destruirla. Era la cosa más bella del mundo.
—Pero no funcionó —agregué con suavidad.
Charlene volvió a gritar.
—Sí. Sí funcionó. Habría funcionado. Pero me había faltado tiempo. Sólo necesitaba un
poco más de tiempo para probarla. Habría funcionado magníficamente. Sólo me faltaba ponerle
los toques finales.
—Creo que realmente la máquina representa su neurosis, Charlene —dije—. Su neurosis es
grande y complicada. Le ha llevado años y años construirla. Cumple muchas funciones para
usted, pero es pesada y constantemente le ocasiona tropiezos y no funciona cuando usted la
necesita. Y le impide acercarse a la gente, porque está construida para la guerra, para protegerla
de la gente, como usted probablemente necesitó protegerse de sus padres. Pero ahora usted no
necesita esa protección. Necesita abrirse a la gente, no estar en guerra con ella. No necesita la
máquina. Le molesta. No es más que un sistema de armas, diseñado sólo para la guerra, para
mantener la gente a distancia.
—No estaba diseñada sólo para la guerra —aulló Charlene como un animal herido—, hacía
otras cosas también. Tenía muchos usos pacíficos también.
—¿Por ejemplo? —pregunté.
Charlene parecía otra vez confundida. Por un momento pareció tratar de recordar algo, y
luego, con total seriedad y aparente autenticidad, proclamó: —Bien, por ejemplo, cerca de la
parte inferior había una parte que reparaba la cutícula dañada… por ejemplo en las uñas de los
pies. Era muy útil para eso.
Involuntariamente hice algo que tal vez no debería haber hecho: me reí.
Charlene saltó del diván.
—La máquina no es una neurosis —declaró con una furia fría, principesca—. No quiero que
vuelva a decir eso. Y esta sesión termina ahora.
—Un segundo después, antes de que yo pudiera siquiera protestar, ya se había marchado otra
vez.
Charlene vino a su siguiente sesión. Y siguió seis meses más en terapia. Pero nunca fuimos
más allá del intento de interpretar su sueño. Trabajamos sin éxito en esto o lo otro, y cuando yo
trataba de volver al sueño ella se negaba. Cuando dijo que yo no debía hablar nunca más sobre
eso, hablaba en serio.
FRACASO
En su sueño Charlene me había dado el papel de enemigo desconocido. En la realidad yo no
era un desconocido para ella. Durante tres años me había visto de dos a cuatro veces por
semana. Yo creo que hice lo mejor que pude por quererla y por ganarme realmente las
importantes sumas que me pagaba. Ella misma creía que me amaba. Pero su inconsciente —esa
reserva de verdad que todos tenemos— me rotulaba como enemigo y extraño.
En cierto modo yo la percibía así a ella. Cuando me apartaba de sus abrazos creo que, en
parte, se debía a temores por mi propia seguridad.
¿No era acaso porque, en cieno nivel, la percibía como una enemiga? Además, en Charlene
existía algo que, por más que yo lo intentara, nunca llegué a comprender, y con lo que nunca
pude empatizar. Supongo que ella me era tan extraña como yo a ella. Constantemente me
acusaba de ser desconsiderado y poco comprensivo, y yo a menudo me preguntaba si no tendría
razón: tal vez tendría que haberla derivado a otro terapeuta que resultara más empático. Pero yo
no conocía a nadie que me pareciera más adecuado. Y, en realidad, ella había fracasado con un
terapeuta anterior y fracasaría con los que vinieran después de mí.
Sea como fuere, había momentos en que Charlene parecía movida por deseos que estaban
más allá de mi comprensión, motivos tan oscuros que estaban más allá de mi experiencia
humana. Más que cualquier otra cosa, es este algo “inhumano”, fuera del alcance de la
comprensión psicodinámica común, lo que yo he clasificado —correctamente o no— como
malo. Pero no puedo estar completamente seguro de si era extraño para mí porque era malo, o
era malo porque era tan extraño.
No puedo pensar en ninguna forma mejor de resumir este algo extraño e incomprensible que
describir la respuesta de Charlene a los cambios atmosféricos. No tenía el menor entusiasmo por
la primavera o los días soleados de otoño o el más bello de los atardeceres. Solamente le
gustaban los días grises. Entonces entraba al consultorio silbando. A Charlene le gustaban los
días grises. No los suaves, neblinosos días de otoño cuando caen las hojas silenciosamente. No
los días de verano en la costa cuando la niebla flota alrededor en grandes masas móviles. Sólo
los días grises, comunes. La clase de días que uno suele encontrar en Nueva Inglaterra a
mediados de marzo, cuando el invierno ha dejado sus residuos en el suelo: ramas de los árboles
rotas y podridas, la tierra cubierta de barro, las manchas de nieve sucia. Los días de un
implacable gris. Los días tristes. ¿Por qué? ¿Por qué amaba Charlene estos días feos que todo el
mundo odia? ¿Le gustaban porque hacían sentir mal a todos los demás? ¿O le gustaban por su
propia fealdad y respondía a la vibración de algo que había en ellos, algo tan totalmente extraño
que no tenemos nombre para darle? No lo sé.
Con miedo, porque nunca lo había hecho con otro paciente, efrenté ese año a Charlene con lo
que me parecía ser lo malo en ella. La primera vez fue varios meses antes de su sueño de “la
máquina maravillosa”.
—Charlene —le dije—, usted anda por allí creando caos y confusión en el mundo y aquí en
su terapia. Usted solía decir que era accidental. Ahora hemos visto que a menudo es por su
intención de hacerlo. Pero sigo sin entender por qué es esa su intención.
—Porque es divertido.
—¿Divertido?
—Sí, es divertido confundirlo a usted. Ya se lo dije. Me da una sensación de poder.
—¿Pero no sería más divertido tener una sensación de poder por ser realmente competente?
—pregunté.
—Yo creo que no.
—¿Le preocupa divertirse de esta manera, a costa de otra gente?
—No. Tal vez me preocuparía si realmente le hiciera daño a alguien. Pero no lo hago,
¿verdad?
Charlene tenía razón. Nunca dañaba a nadie, por lo que yo supiera. Simplemente molestaba
muchísimo. Y se dañaba a sí misma. ¿ Por qué le divertía? Me pareció que tenía que insistir.
—Charlene, aunque su destructividad sea menor, a mí me parece que hay algo… bien, algo
malo en la forma que usted la disfruta.
—Ya me imaginaba que iba a decir eso —dijo tranquilamente Charlene.
—Charlene, no puedo creerle —repliqué—. Acabo de decir que usted es mala, y usted no se
altera en lo más mínimo.
—¿Y qué quiere que haga?
—Bien, podría empezar por sentirse mal ante la posibilidad de que usted sea mala.
—¿Conoce a algún buen exorcista por el barrio? —preguntó de pronto Charlene.
Yo no esperaba para nada esta pregunta
—No —reconocí mansamente.
—¿Para qué alterarse, entonces? —preguntó alegremente Charlene.
Me sentía mareado, como si me hubieran dado una trompada, como si hubiera perdido un
match de boxeo con un contrincante muy superior a mí. Retrocedí. Pero comencé —por primera
vez en mi vida— a estudiar el fenómeno de la posesión y el exorcismo. Todo parecía extraño.
Realmente no sabía qué pensar de mis lecturas sobre el tema. Pero me enteré de que, por lo
menos, algunos de los autores parecían no sólo sanos, sino responsables y preocupadas. Decidí
hacer otro intento cuatro meses después.
—Charlene, ¿se acuerda, hace cuatro meses, cuando usted me preguntó si yo conocía un
buen exorcista? —pregunté.
—Claro, me acuerdo de todo lo que decimos.
—Bien, todavía no conozco ninguno. Pero he estado leyendo bastante sobre el tema. Creo
que podría ayudarla a encontrar uno, si lo desea.
—Gracias, pero en este momento me interesa la bioenergética.
—Caramba, Charlene —casi exploté—, estamos tratando el tema del mal, no una pequeña
tensión o ansiedad. El problema no es un lunarcito. El problema es algo muy feo.
—Y yo le dije —dijo Charlene jocosamente— que me interesa la bioenergética. No me
interesa el exorcismo. Punto. Por otra parte, me pregunto cómo puede usted trabajar conmigo si
piensa que soy mala. ¿Cómo puede afirmarme? ¿Cómo puede darme la comprensión que ne-
cesito? Es lo que siempre digo: usted no me quiere.
Retrocedí otra vez. Y volví una y otra vez para encontrarme con su terquedad, su
egocentrismo, su autodestructividad y sus fracasos. Y una y otra vez le pedí que regresara, que
me dejara quererla como a un niño, cuidarla en la única forma que podía, en los únicos términos
que parecían sanos. Era lo único que yo sabía hacer. Pero, como ya lo sospechaba, nada cambió.
No sabía qué otra cosa hacer, excepto esperar, cada vez con menos esperanza, un milagro.
Por más enferma que fuera en términos psiquiátricos, Charlene no podía llamarse
“inestable”. Al contrario, tenía una estabilidad aterradora . Impermeable a su autismo.
Inmutable. Entre todas sus cosas que no cambiaron estaba su negativa a someterse a las “reglas”
de la terapia y a las exigencias de honestidad. Aunque de vez en cuando decidía revelar esto o lo
otro, seguía todo el tiempo guardándose la información más crucial, que habría hecho posible
una auténtica terapia. Controlaba casi todas las sesiones hasta el final.
Por lo tanto, mi asombro fue infinito cuando una tarde vino para su sesión número
cuatrocientos veintiuno, se acostó en el diván y durante los siguientes cincuenta minutos
procedió a contarme con claridad y honestidad exactamente lo que estaba pensando y sintiendo.
Mejor que ningún otro paciente. Durante esos cincuenta minutos fue la paciente perfecta.
Excepto que, y eso yo no lo sabía, se estaba guardando lo más crucial. Cuando quedaban cinco
minutos de la sesión, expresé mi asombro y mi apreciación de lo bien que había estado ella.
—Pensé que se pondría contento —dijo.
—¿Pero qué sucedió —le pregunté—, para que de pronto se haya comportado en forma tan
distinta y haya podido decirme las cosas libremente, en vez de convertir a la sesión en una lucha
y un forcejeo?
—Quería demostrarle que puedo hacerlo—respondió—, que puedo hacer asociación libre y
seguir las reglas tal como usted desea que haga.
—Bien, por cierto lo ha logrado —contesté—. Fue hermoso. Espero que continúe.
—No, no continuaré.
—¿Cómo? —pregunté estúpidamente.
—No volveré a hacerlo. Esta es nuestra última sesión. He decidido no volver. Usted no es
el terapeuta adecuado para mí.
Ahora quedaban treinta segundos de la sesión. Intenté protestar. No, ella no volvería a
discutir el asunto. Mi paciente siguiente esperaba. Lo hice esperar quince minutos. Pero ella no
se movió de su posición. Había decidido que necesitaba un terapeuta menos “rígido” y eso era
todo. Finalmente tuve que dejarla ir. Le escribí varias cartas, pero nunca volví a verla. Un
notable tour de force.

EL MAL Y EL PODER
Y también notablemente mezquino.
El deseo de Charlene de conquistarme, de jugar conmigo, de controlar totalmente nuestra
relación, no tenía limites. Parecía ser un deseo de poder solamente por el poder mismo.
Charlene no quería poder para mejorar la sociedad, para cuidar a una familia, para convenirse
ella misma en una persona más eficaz, ni para nada que fuese creativo. Su sed de poder no se
subordinaba a nada más elevado que él mismo.
Por lo tanto, carecía totalmente de atractivo. Había un toque artístico en su manera de
operar: por ejemplo, su talento para el timing cuando bajó el telón en nuestra relación. Pero su
capacidad artística no era de alto vuelo. No se sometía ni siquiera a las exigencias de la trama, le
faltaba coherencia. La actuación, en última instancia, no tenía sentido.
Por esta cualidad tonta y mezquina de su vida Charlene puede no parecer un personaje
importante. La única consecuencia de su rol en el drama de la vida era la cadena de molestias
siempre menores que causaba a un empleador tras otro. Pero supongamos que ella hubiera sido
el empleador en lugar de la empleada. Imaginemos que hubiese heredado, no ya un pequeño
capital, sino toda una empresa que pudiera manejar con su tortuosa destructividad. O, y esto es
más posible, supongamos que Charlene hubiera tenido un hijo. Entonces la comedia un poco
ridícula y chapucera de su vida se habría convertido en una fea tragedia.
En cierto momento definí al mal como “El ejercicio del poder político —es decir, la
imposición de la voluntad de uno sobre otros por coerción manifiesta o encubierta— para
evitar… el crecimiento espiritual”. Lo que convertía la vida de Charlene en una comedia
bufonesca, más bien que en una espantosa tragedia, era que ella virtualmente no poseía ningún
poder político que ejercer. Si le hubieran dado un marido, se habría convertido en una Sarah. Si
le hubieran dado un hijo, se habría convertido en la señora R. Si le hubieran dado una nación, se
habría convenido en Adolfo Hitler o en Idi Amin.
Como tienen una terquedad tan extraordinaria —y siempre acompañada por un ansia
desmedida de poder— sospecho que los malos tienen más tendencia que otros a agrandarse
políticamente. Pero, al mismo tiempo, como no se someten, su extrema obstinación suele
conducirlos a desastres políticos. Para mí es concebible que, muy en el fondo, haya habido algún
instinto oculto de bondad en Charlene que la haya conducido a evitar una pareja duradera o la
búsqueda de autoridad sobre otros. Por cierto que he conocido mucha gente que se esterilizó
social o médicamente porque sabían que serían padres incompetentes. De manera que no sé si
Charlene era una persona políticamente impotente porque era menos mala o porque era más
mala. Toda la evidencia señalaba su profunda terquedad como única causa de su fracaso en ser
efectivamente mala. Pero me gustaría darle el beneficio de la duda.
Sea como fuere, Charlene era un fracaso. Cualquiera fuese la razón por la que no era una
malvada de importancia, era totalmente incapaz de ser creativa. Fuese o no una bendición
disfrazada, de todos modos su impotencia era una impotencia. Y la impotencia no es cosa de
risa. He usado la metáfora de la comedia para describir su ineficacia. Ahora que ya ha perdido
su utilidad, quiero retractarme de esa metáfora. No creo que Charlene fuese graciosa en su
impotencia. No creo que sea gracioso que un ser humano sea menos ser humano de lo que puede
ser. A pesar de que era intelectualmente brillante, Charlene era infinitamente menos ser humano
de lo que podía ser. Aunque aparentemente era muy feliz mientras avanzaba por la vida
causando una serie de inconvenientes menores y parecía bastante resignada a su impotencia, creo
que era una de las personas más tristes que he conocido.
Y me entristece no haber podido ayudarla. Aunque su pedido de “ayuda” no haya sido
sincero, de todas maneras acudió a mí. Necesitaba —y por lo tanto merecía— más de lo que yo
pude darle en esos momentos. Su impotencia y su fracaso fueron también los míos.

SI TUVIERA QUE HACERLO OTRA VEZ


Cuando trabajé con Charlene no sabía prácticamente nada de la maldad humana radical. No
creía en la existencia del demonio ni en el fenómeno de la posesión. Nunca había presenciado un
exorcismo. Nunca había oído la palabra “liberación” o “salvación” 47 en este contexto. Las
palabras “mal”, “maldad” o “malo” estaban ausentes de mi vocabulario profesional. No había
estudiado nada al respecto. No era un campo de estudio reconocido para un psiquiatra ni, en
todo caso, para ninguna persona supuestamente científica. Me habían enseñado que toda la
psicopatología podía ser explicada en términos de enfermedades conocidas o de la
psicodinámica, y que estaba correctamente etiquetada e incluida en el manual en uso de
diagnóstico y estadísticas. El hecho de que la psiquiatría norteamericana ignorara casi por
completo hasta la realidad más básica de la voluntad humana todavía no me había impresionado
como ridículo. Nadie me había contado nunca un caso como el de Charlene. Nada me había
preparado para ella. Yo era como un bebé,

47
“Deliverance” de “deliver” = liberar a otro de algo o de alguien, en este caso del demonio (N. del T).
Con Charlene dejé la infancia. Ella fue, sin duda, uno de los principales comienzos de este
libro.
Lo que aprendí con Charlene y en los años que han pasado desde entonces es insignificante
comparado con lo que hay que saber sobre la maldad humana. Pero es suficiente saber que, si
tuviera que hacerlo otra vez, trabajaría con Charlene en forma muy diferente. Y es posible que
nuestro trabajo tuviera éxito.
En primer lugar haría el diagnóstico del mal en Charlene con mucha más rapidez y
confianza. No me dejaría desorientar por sus rasgos obsesivo-compulsivos que podrían hacer
pensar que se trata de una neurosis común, ni por su autismo que me hizo pasar meses pensando
si no estaría ante una extraña variante de la esquizofrenia. No pasaría nueve meses en medio de
una confusión, ni más de un año haciendo inútiles interpretaciones edípicas. Cuando finalmente
llegué a la conclusión de que el problema más básico y real de Charlene era el mal, lo hice muy
tentativamente, y cuando la enfrenté a ella con el problema, lo hice sin ningún sentido de
autoridad. No creo que el diagnóstico del mal es algo que se pueda hacer en forma ligera. Sin
embargo, todo lo que he aprendido desde entonces ha confirmado mis conclusiones entonces
tentativas. Si tuviera que hacerlo otra vez, estoy seguro de que detectaría el problema de
Charlene en tres meses en lugar de tres años, y con una firmeza que podría ser curativa.
Comenzaría con mi confusión. Ahora sé que una de las características del mal es su deseo
de confundir. Yo me daba cuenta de mi confusión un mes después de empezar a trabajar con
Charlene, pero la atribuía a mi estupidez. Durante el primer año nunca admití la idea de que tal
vez yo estaba confundido porque ella quería confundirme. Hoy daría de eso una hipótesis
posible y comenzarla a probarla rápidamente. Si hubiera hecho ese tipo de prueba con Charlene,
es más que probable que el diagnóstico habría surgido a corro plazo.
¿Una tranquila competencia en el manejo de su caso no podría haber apartado a Charlene del
tratamiento? Sí, es muy posible.
En primer lugar debemos preguntarnos por qué vino Charlene a tratarse. La razón expresada
por ella de que necesitaba ayuda nunca se manifestó. Lo evidente era un deseo de coquetear
conmigo y seducirme. Entonces debemos preguntarnos por qué siguió tanto tiempo el tratamien-
to. También aquí la respuesta parecería ser que, en mi ingenuidad y deseo de tomarla al pie de la
letra, le ofrecí el placer continuado de jugar conmigo y la esperanza continuada de que podía
lograr seducirme, poseerme o conquistarme. Por último, debemos preguntarnos por qué
Charlene dejó el tratamiento cuando lo dejó. La conjetura más obvía sería que cuando más la
captaba yo, más remota se hacía la posibilidad de seducción, y su capacidad de coquetear
conmigo más y más limitada.
Si desde el comienzo del tratamiento hubiera estado claro que yo no sólo reconocía su
maldad, sino que tenía el poder para combatirla. En realidad es muy posible que Charlene
hubiera hecho una rápida retirada de un encuentro que ella obviamente no podía “ganar”. Pero si
hubiera sucedido eso, ¿no habría sido preferible a lo que realmente ocurrió? Por cierto que
Charlene se hubiera ahorrado miles de dólares. No veo qué ventaja hay entre un tratamiento que
fracasa a los cuatro años y otro que fracasa a los cuatro meses. Sin embargo, creo que hay
buenas posibilidades de que Charlene hubiera seguido un tratamiento. Lo creo por tres rarones.
Una razón es que sospecho que Charlene no era irremediablemente mala. Debemos recordar
que no es nada característico de los malos someterse a la luz quemante de la psicoterapia. Es
posible que Charlene haya corrido el riesgo por su deseo de “vencerme”. Es posible que haya
corrido el riesgo porque una parte de ella —una parte pequeña, con seguridad— realmente
deseaba ayuda; es posible que la maldad de ella no fuera como la de los “pura raza”. Además,
las das posibilidades no son mutuamente excluyentes. A menudo las personas tienen dos caras
diferentes, y por lo menos algunos de los que son malos lo son en forma ambivalente. Mi
principal hipótesis es que Charlene inició el tratamiento, en parte por un deseo de conquistarme,
y en parte para curarse.
Sin embargo, la parte de ella que deseaba conquistarme parecía la más grande. ¿Cómo,
entonces, puedo suponer que si yo hubiera respondido con más conocimiento, ella se habría
permitido a sí misma ser conquistada, que habría podido perder la batalla para ganar su alma?
Una razón es la cuestión de la autoridad. He aprendido en estos últimos años que el mal —ya
sea demoníaco o humano— es notablemente obediente a la autoridad. Por qué es así, no lo sé.
Pero sé que es así.
Debo subrayar que la autoridad sobre el poder del mal no viene fácilmente. Se gana con
enorme esfuerzo unido a los conocimientos. Ese esfuerzo sólo puede nacer del amor. Creo que
cuando trabajé con Charlene tenía el amor, pero era inútil sin el conocimiento. Ahora que tengo
el conocimiento volvería a tomarla —con mucho gusto, si tuviera la ocasión—, pero me
estremecería al pensar en la energía que se requeriría de mí. El amor auténtico, en última
instancia, siempre se ofrece en sacrificio. No hay palabras suficientemente fuertes para describir
esta cuestión. Yo nunca tuve confianza para emprender la verdadera batalla con la maldad de
Charlene. Sé que aquel que desea entablar una verdadera lucha con el mal debe saber que
quedará agotado más allá de lo que pueda imaginar… tal vez más allá de la recuperación. De
manera que hoy asumiría una rápida (aunque no fácil) autoridad sobre la maldad de Charlene. Y
con mis nuevos conocimientos haría algo que no hice antes: me dirigiría a su miedo.
Antes señalé que a los malos hay que tenerles lástima —no odio— porque viven sus vidas
en el más absoluto terror. En la superficie Charlene no parecía tener miedo. No tenía miedo de
las cosas que suelen ponernos ansiosos a los humanos: quedarse sin nafta, no ver la salida en la
autopista, comenzar un nuevo trabajo. Pero ahora sé que su tranquilidad, superficial y casi tonta,
ocultaba profundidades de terror que pocos conocen. Su insistencia en controlar todos los
aspectos de nuestra relación tenía sus raíces en el pánico; el terror de perder ese control. ¡Dios
sabe lo que podría sucederle si se permitía quedar al cuidado de un “extraño”! Su exigencia de
que la afirmara venía de su miedo de que nada pudiera afirmarla; la demanda de que la amara,
del terror de que yo no pudiera amarla libremente.
De manera que me dedicaría a su miedo. Se lo revelaría. La comprendería. “Por Dios,
Charlene”, le diría, “yo no sé cómo puede usted vivir con ese terror. Realmente no quisiera estar
en su lugar, no le envidio ese miedo constante”. En esa época no pude dar a Charlene la
comprensión que a menudo pedía. Hoy podría. Por supuesto, ella podría rechazar totalmente los
términos en que se la daría. Por otra parte, la compasión que yo le ofrecería sería muy auténtica,
y a través de ella podría llegar a darse cuenta de qué desesperada era su necesidad de curarse.
Finalmente, le ofrecería esa curación. Mientras trabajaba con ella me sentía casi abrumado
por la enfermedad de Charlene. No estaba seguro de que tuviese el poder de curarla. Ahora, en
realidad, sé que yo solo no tenía, y todavía no tengo, ese poder y que el método psicoanalítico
que usaba no era del todo el enfoque adecuado para ella. Entonces no conocía ningún otro
camino para seguir. Hoy es diferente. Conozco otro enfoque, mucho más apropiado y
posiblemente más efectivo en ese caso. Hoy, si viera evidencias de que una parte sana de ella
quiere la curación del todo, ofrecería a Charlene con convicción y autoridad el medio posible
para su salvación: la liberación y el exorcismo.
5. SOBRE LA POSESIÓN Y EL EXORCISMO

¿EL DEMONIO EXISTE?


Hace cinco años, cuando comencé a trabajar en este libro, ya no podía evitar el tema de lo
demoníaco. Los casos de George y Charlene habían traído tentativamente el tema, pero ninguno
de los dos requería una resolución. Sin embargo, escribir directamente sobre el tema del mal era
otra cosa. Habiendo llegado a través de los años a una creencia en la realidad del espíritu
benigno, o Dios, y una creencia en la realidad de la maldad humana, quedé enfrentado a una
obvia pregunta intelectual: ¿existe algo que pueda llamarse espíritu maligno? ¿Es decir el
demonio?
Yo pensaba que no. Junto con el noventa y nueve por ciento de los psiquiatras y la mayoría
de los religiosos, yo no creía que el demonio existiera. Sin embargo, si me enorgullecía de ser un
científico de criterio amplio, sentía que tenía que examinar la evidencia que podía desafiar mi
inclinación en el asunto. Se me ocurrió que si podía ver un buen caso antiguo de posesión tal vez
cambian de idea.
Por supuesto, yo no creía que la posesión existiera. En quince años de abundante práctica
psiquiátrica nunca había visto nada que se pareciese, aunque fuera lejanamente, a eso. Debo
admitir que durante los primeros diez de esos años, con los prejuicios que tenía, bien podría ha-
berme cruzado con uno y no haberlo visto. Pero en los cinco años que pasaron desde George y
Charlene había estado vagamente abierto a la posibilidad y todavía no había visto ningún caso.
Dudaba de encontrarlo alguna vez.
Pero el hecho de que yo no hubiera visto ningún caso no quería decir que esos casos,
pasados o presentes, fueran inexistentes. Había descubierto una gran cantidad de literatura sobre
el tema: ninguna de ella “científica”. Gran parte de esa literatura parecía ingenua, simplista, de
bajísima calidad o sensacionalista. Algunos pocos autores, sin embargo, parecían reflexivos y
sofisticados, e invariablemente declaraban que la auténtica posesión era un fenómeno muy raro.
Por lo tanto, yo no podía suponer que fuera irreal sobre la base de la experiencia limitada.
De manera que decidí salir a buscar un caso. Escribí cartas e hice saber que me interesaba
observar casos de aparente posesión para una evaluación. Los casos comenzaron a llegar. Los
dos primeros resultaron sufrir de desórdenes psiquiátricos comunes, como yo sospechaba, y
comencé a afinar mi puntería científica.
El tercer caso resultó ser lo que buscaba.
Desde entonces me he ocupado en profundidad de otro caso de auténtica posesión. En
ambos casos tuve la suerte de estar presente en los exitosos exorcismos. La gran mayoría de
casos descriptos en la literatura son los de posesión por demonio menores. Estos dos eran
sumamente raros porque ambos eran casos de posesión satánica. Ahora sé que Satanás es real.
Lo he conocido.
El lector se sentirá naturalmente decepcionado —y hasta escéptico—, al saber que no voy a
describir ninguno de estos dos casos en profundidad. Pero tengo una serie de razones
importantes para no difundir esas descripciones. La más importante es que describir sólo uno de
esos casos desequilibraría totalmente este libro. Cada caso fue extraordinariamente complejo,
mucho más que los pacientes psiquiátricos habituales. Comenzar a hacer justicia a uno de ellos
requeriría un pequeño libro por sí mismo. La auténtica posesión, por lo que sabemos, es muy
infrecuente. La maldad humana, en cambio, es muy común. Como la relación entre la posesión
y la maldad común, en el mejor de los casos es oscura, sería poco realista dedicar la mitad de
estas páginas al tema. Sin embargo, podría estar tentado de hacerlo si no hubiera un libro que
describe muy bien casos de posesión: “Hostage to the Devil”, de Malachi Martin. 48 Toda mi
experiencia confirma la exactitud y profundidad de comprensión de la obra de Martin, y una
descripción de un caso mío no agregaría prácticamente nada a sus escritos.
Es probable que el lector escéptico pregunte: “¿Como puede esperar probarme la realidad
del demonio si ni siquiera presenta su evidencia?”. La respuesta es que yo no espero convencer
al lector de la realidad de Satanás. La conversión a la creencia en Dios generalmente requiere
algún tipo de encuentro concreto —una experiencia personal— con el Dios vivo. La conversión
a la creencia en Satanás no es diferente. Yo había leído el libro de Martin antes de presenciar mi
primer exorcismo y, a pesar de que estaba intrigado, no estaba nada convencido de la realidad del
demonio. Fue otra cosa después de haberme encontrada cara a cara con Satanás. No hay forma
de trasladar mi experiencia a la experiencia de ustedes. Sin embargo, espero que, como resultado
de mi experiencia, los lectores remisos tendrán un criterio más amplio en relación con la realidad
del espíritu maligno.
Finalmente, dos casos no son suficientes para ofrecer una presentación amplia, profunda y
científica sobre los temas del espíritu del mal, la posesión y el exorcismo. Es una vieja máxima
de la ciencia que en cuanto uno responde a una pregunta surgen otras. Antes yo hacía una sola
pregunta: ¿El demonio existe? Ahora que ésta ha sido respondida por la afirmativa para mi
satisfacción personal, tengo como cincuenta nuevas preguntas que antes no me hacía. El
misterio es enorme.
De todos modos, estoy igualmente compelido a relatar algo de lo que creo que he aprendido
de mi experiencia bastante extraordinaria en estos asuntos. Así como estoy convencido de la
posesión demoníaca, por más infrecuente que sea, estoy igualmente seguro de que los sacerdotes
y los psicoterapeutas y las instituciones de servicios humanos ven estos casos, lo sepan o no.
Para ayudar a las víctimas de la posesión, necesitarán toda la ayuda que puedan conseguir. Por
cierto que el libro de Martin es el mejor comienzo. Pero aunque describe casos al menos tan bien
como haría yo, él no es psiquiatra y yo creo que tengo algunos puntos de vista importantes que
ofrecer además del suyo. Estos puntos de vista se centran alrededor de los aspectos psiquiátricos
de la posesión y los aspectos psicoterapéuticos del exorcismo. Además, aunque parezca oscura,
creo que hay alguna relación entre la actividad satánica y la maldad humana. Este libro no
estaría completo si no ofreciera lo poco que sabemos sobre “El Padre de la Mentira”.

PELIGRO: ALTO VOLTAJE


Podría pensarse que el exorcismo y la psicoterapia son enfoques totalmente distintos y que
se excluyen mutuamente. Sin embargo, los dos exorcismos que presencié me parecieron
procesos psicoterapéuticos, tanto en método como en resultado. Por cierto, una semana después
de un exorcismo, el paciente, que era atendido por psiquiatras desde hacía años, exclamó: “¡Toda
la psicoterapia es una especie de exorcismo!”. Y en mi experiencia, toda buena psicoterapia
combate a las mentiras.
Las diferencias entre psicoterapia psicoanalítica y exorcismo entran en dos categorías:
marcos de referencia conceptuales y el uso del poder.
Se ha escrito un enorme número de libros sobre los marcos de referencia conceptuales del
cristianismo y el psicoanálisis, y ahora no es apropiado sondear el tema más en profundidad. Lo
adecuado es señalar que estos marcos de referencia no tienen por qué excluirse mutuamente.
Hace años que yo los combino en la psicoterapia común con muchos pacientes y, aparentemente,
con considerable éxito. 49 Hay un número cada vez mayor de terapeutas que hacen lo mismo.
48
Bantam Books, 1977.
49
La conferencia más pedida de las que doy a los terapeutas profesionales es la que se titula “El uso de los conceptos
religiosos en psicoterapia”.
En cuanto al uso del poder, la psicoterapia psicoanalítica y el exorcismo son radicalmente
distintos. La psicoterapia tradicional —ya sea psicoanalítica o no— deliberadamente renuncia al
uso del poder o lo usa muy poco. Se realiza en una atmósfera de absoluta libertad. El paciente
es libre de dejar la terapia en cualquier momento. Incluso puede marcharse en mitad de una
sesión, como Charlene hacía con cierta frecuencia. Excepto por la amenaza de negarse a seguir
viendo al paciente (lo cual virtualmente nunca es una maniobra constructiva), el terapeuta no
tiene armas con las que empujar a un cambio, más allá del poder persuasivo de su propio ingenio,
su comprensión y su amor.
El exorcismo es otra cosa. Aquí el que efectúa la curación apela a todos los poderes de que
dispone en forma legítima y con amor en la batalla contra la enfermedad del paciente. En primer
lugar el exorcismo, por lo que sé, siempre es realizado por un equipo de por lo menos tres
personas. En cierto sentido, el equipo en conjunto “ataca” al paciente. A diferencia de la terapia
tradicional de “uno contra uno”, en el exorcismo el paciente es tratado por más de uno.
La duración de una sesión de exorcismo no se establece por anticipado, sino que está a
discreción del jefe del equipo. En la psicoterapia común la sesión no dura más de una hora, y el
paciente lo sabe. Si lo desean, los pacientes pueden evadirse de casi cualquier tema durante una
hora. Pero las sesiones de exorcismo pueden durar tres, cinco, diez y hasta doce horas: todo lo
que el equipo crea necesario para enfrentar el asunto. Además, el paciente puede ser reducido
por la fuerza en una sesión de exorcismo —y con frecuencia lo es— y ésta es una de las razones
del trabajo en equipo. El o la paciente no podrá marcharse, como Charlene, cada vez que las
cosas se ponen desagradables.
Finalmente —y esto es lo más importante— el equipo de exorcismo, a través de la plegaria y
el ritual, invoca el poder de Dios en el proceso de curación. Para el no creyente ésta puede
parecer una medida ineficaz, o bien su eficacia se explicaría en términos de un mero poder de
sugestión. Hablando como creyente, sólo puedo ofrecer mi experiencia personal de la presencia
de Dios en la habitación durante los exorcismos que presencié. 50 Por cierto que en el caso del
exorcista cristiano no es él —o ella— quien completa exitosamente el proceso; es Dios quien
hace la curación. Todo el propósito de la plegaria y el ritual es para hacer participar a Dios en la
pelea.
Así es que los practicantes del exorcismo lo ven como una guerra espiritual. La estrategia
no es, uno espera, que “en la guerra todo vale”. Pero el exorcista cree que es legítimo utilizar
todos los medios relacionados con el amor —pedir cualquier tipo de ayuda que provenga del
amor y usar cualquier recurso que provenga del amor— que puedan requerirse o estén
disponibles durante la batalla.
La palabra clave es “amor”.
Como no sólo condona sino que insiste en el uso del poder, considero que el exorcismo es un
procedimiento peligroso. El poder está siempre sujeto al mal uso. Pero el simple hecho de su
peligro potencial no es razón para prohibirlo. El procedimiento neuroquirúrgico de cuatro horas
de duración que yo sufrí hace tres años para aliviar la presión del disco y del hueso en la columna
vertebral en el cuello fue peligroso; también me permitió estar ahora escribiendo estas palabras
en lugar de ser un cuadríplejico postrado en cama o una persona enloquecida por el dolor
crónico. Tal como yo lo veo, la relación entre el exorcismo y una psicoterapia común es la
misma que existe entre una cirugía radical y la apertura de un forúnculo. La cirugía radical
puede no sólo curar sino también salvar la vida y, en realidad, es la única forma de curar en
ciertos casos que no responden a una terapia más tradicional.

50
Un ateo declarado que presenció los mismos exorcismos no tuvo la misma experiencia, aunque hay mucho en
ellos que no puede explicar. Para mi, sin embargo, el poder de Dios en estas ocasiones fue palpable.
Un tema a considerar en relación con el uso del poder en el exorcismo es la del lavado de
cerebro. He meditado sobre este asunto y he llegado a la conclusión de que el exorcismo es sin
duda una forma de lavado cerebral. Un individuo cuyo exorcismo presencié estaba muy
ambivalente después del proceso. Se sentía a la vez aliviado, profundamente agradecido y
violado. En los años siguientes, la sensación de alivio y el agradecimiento crecieron, y la
sensación de violación desapareció, como desaparece el trauma de la cirugía.
Lo que evita que el exorcismo sea una verdadera violación es que, como con la cirugía, el
individuo consiente el procedimiento. Una salvaguarda contra el exceso del uso del poder en el
exorcismo es tener en cuenta la extrema importancia de este tema del consentimiento. Creo que
algunos exorcistas le dan poca importancia. Y creo que una contribución que pueden hacer los
profesionales de la medicina y la cirugía tradicionales al exorcismo es insistir en el
“consentimiento informado”. Así hacemos antes de la cirugía cuando leemos formal y
legalmente sus derechos a los pacientes, o más bien una lista de derechos que ellos consienten
ceder. Durante el procedimiento del exorcismo los pacientes renuncian a una buena parte de sus
libertades. Creo firmemente que esta renuncia debería hacerse en condiciones legales. Antes del
procedimiento los pacientes deberían firmar autorizaciones elaboradas, nada simples. Deberían
saber exactamente a qué se están prestando. Y si el paciente fuera incapaz de percibirlo, habría
que designar a un responsable que tomara una decisión razonada por él o por ella. 51
Habría que emplear también otras salvaguardas. Es necesario llevar un cuidadoso registro
de los procedimientos que pueden hacerse públicos si el paciente o el responsable lo desean. Lo
menos que se puede pedir es que se conserve en cinta magnetofónica. 52 Es bueno que un familiar
esté presente, si se encuentra alguno que esté adecuadamente separado del problema.
Pero la mayor salvaguarda es el amor. Sólo con amor pueden los exorcistas discernir entre
las intervenciones que son “justas” y necesarias y las que son manipuladoras y verdaderamente
violadoras. Sólo con amor pueden los médicos estar seguros de que atienden a los mejores
intereses del paciente en todo momento, y que resisten a la omnipresente tendencia humana de
volverse inescrupulosos y enamorados del poder. En realidad, en todos los casos graves se
requiere algo más que conocimientos y habilidad; sólo el amor puede curar.
El exorcismo no es un procedimiento mágico, a menos que uno considere que el amor es
magia. Como en psicoterapia, hace uso del análisis, de un cuidadoso discernimiento, de la
interpretación, del estímulo y del enfrentamiento afectuoso. Difiere de la psicoterapia tradicional
sólo como la cirugía a corazón abierto difiere de una amigdalotomía. El exorcismo es
psicoterapia por asalto masivo.
Como cualquier asalto masivo es potencialmente muy peligroso y sólo debe usarse en casos
tan graves que las variedades menores de psicoterapia estén destinadas a fracasar en ellos.
Además habrá que considerarlo un procedimiento experimental hasta que haya sido
científicamente investigado. En el exorcismo se trabaja con muy altos voltajes.

51
Esta última posición puede ser demasiado idealista o poco práctica. En casos específicos, desesperados,
probablemente yo renunciaría a ella. Los abogados tradicionales aducirán que ningún paciente que necesite un
exorcismo es mentalmente competente como para dar esa autorización. Y las Cortes probablemente no autorizarían
el procedimiento del exorcismo, excepto sobre la base del testimonio de psiquiatras tradicionales que, en primer lu-
gar, no creen en eso.
52
Este recaudo no sólo tiene utilidad moral-legal; es una ayuda potencialmente invalorable en el proceso de
curación. El equipo de exorcismo puede necesitar el registro para controlar lo que recuerdan de los acontecimientos
en el fragor de la batalla con la validez desprovista de emociones de la cinta grabada. La revisión de las cintas
puede también ser muy útil para el paciente, que a menudo tiene dificultad en creer que “todo eso realmente
sucedió”, y puede ser una herramienta muy efectiva en la psicoterapia más común que invariablemente debería
seguir el exorcismo. Finalmente, con el permiso del paciente, esas cintas serán valiosísimas tanto pata la
investigación como para la enseñanza.
Todo el propósito del exorcismo es descubrir y aislar al demonio dentro del paciente para
poder expulsado. Lo demoníaco puede tener una enorme energía propia. Tal vez hay casos en
que esta energía es demasiado poderosa para que el paciente o el equipo puedan enfrentarla. O el
paciente puede no desear verdaderamente que lo liberen de ella. Entonces el resultado del
exorcismo dejaría al paciente aun peor que antes. No es imposible que el resultado sea fatal. En
tales casos sería mejor que la energía demoníaca de “alto voltaje” nunca se hubiera siquiera
palpado o develado. Antes de los dos exorcismos que presencié, los pacientes firmaron su
consentimiento reconociendo que sabían que el exorcismo podia fallar y que ellos podrían basta
morir como resultado del procedimiento. (Esto dará al lector alguna idea de su coraje y su
desesperación).
Luego está el peligro para el exorcista y para los otros miembros del equipo. Por lo menos
me dice mi limitada experiencia, creo que Martin puede haber exagerado los peligros fisicos.
Pero los peligros psicológicos son reales y enormes. Los dos exorcismos que vi tuvieron éxito.
Me estremece pensar cuáles habrían sido los efectos en el exorcista y en los miembros del equipo
—y en mí— si hubiesen fallado. Aunque los miembros del equipo habían sido elegidos por su
fuerza psicológica así como por su amor, los procedimientos fueron fatigosos para todos. Y
aunque el resultado fue exitoso, la mayoría tuvieron reacciones emocionales que atender durante
las semanas siguientes.
Podría agregar que el exorcismo no es lo que uno describirla habitualmente como un
procedimiento que rinde lo que cuesta. El primero (y más fácil) requirió un equipo de siete
profesionales altamente preparado que trabajaron (sin cobrar) cuatro días, de doce a dieciséis
horas por día. El segundo requirió un equipo similar, de nueve personas: hombres y mujeres, que
trabajaron de doce a veinte horas por día durante tres días. No es que siempre se trate de una
empresa tan masiva. Recuerdo alas lectores que ambos casos eran aparentemente infrecuentes,
por ser posesiones de Satanás.
A pesar de lo difíciles y lo peligrosos que eran, los exorcismos que presencié tuvieron éxito.
No sé cómo habrían podido curarse los pacientes si no hubiera sido así. Hoy viven y están bien
los dos. Tengo todas las razones para pensar que si no se les hubiera hecho el exorcismo, hoy los
dos estarían muertos.

ASPECTOS DEL DIAGNÓSTICO Y EL TRATAMIENTO


Las dos personas cuyo exorcismo presencié eran dramáticamente diferentes entre sí. Una de
ellas era hipomaníaca e intermitentemente sicótico antes del procedimiento; la otra estaba
neuróticamente deprimida pero era básicamente sana. Una era de inteligencia nada más que me-
diana, la otra era de inteligencia superior. Una amaba a sus hijos, la otra los maltrataba. La que
parecía más enferma tuvo el exorcismo mis fácil; la que parecía más sana tenía la posesión más
profunda y debió librar la mis espantosa batalla para curarse. Había un toque personalísimo en
cada uno de estos pacientes.
Pero algunos aspectos de su posesión y su exorcismo eran notablemente parecidos. En esta
parte del libro voy a hablar de sus similitudes porque pueden servir como guía para la
comprensión de la naturaleza de la posesión y del exorcismo. Sólo puedo hacerlo, desde luego,
recordando antes que dos casos no constituyen una ciencia, y no se puede esperar que un caso
corresponda a esta guía.
De los dos casos puedo concluir que la posesión no es un accidente. Dudo mucho de que
alguien pueda andar un día caminando por la calle y un demonio salte desde detrás de un árbol y
lo penetre. La posesión parece ser un proceso gradual por el cual la persona poseída se vende
repetidamente por una u otra razón. La razón principal de que estos pacientes se hayan vendido
parece ser la soledad. Los dos estaban terriblemente solos, y los dos, desde el comienzo del
proceso, adoptaron lo demoníaco como una especie de compañero imaginario. Pero también
había razones secundarias, razones que sospecho pueden ser primarias en otros casos.
En uno de los pacientes el proceso parece comenzar con su interés en el ocultismo a la edad
de doce años. 53 En el otro paciente el proceso aparentemente comenzó a la edad de cinco años
con algo más terrible que lo que uno puede considerar comúnmente como ocultismo.
En ambos casos la posesión pareció crear lo que los psiquiatras llaman fijación en la edad
del comienzo. Durante el exorcismo uno de los pacientes, cuando su yo sano pudo hablar, dio la
más punzante expresión de la fijación que yo haya oído jamás: “En estos últimos veinte años no
he aprendido nada. En realidad, sólo tengo doce años. ¿Cómo puedo funcionar después del
exorcismo? Soy demasiado joven para estar casado y con hijos. ¿Cómo puedo tener relaciones
sexuales y ser un padre a los doce años?”. Después del exorcismo el otro paciente, cuya
posesión comenzó a los cinco años de edad, tuvo que trabajar en una intensa psicoterapia para
superar miedos, errores conceptuales, temas y transferencias propios de los cinco años de edad.
Ambos pacientes estaban muy predispuestos a la posesión por múltiples situaciones de stress
y después de la instalación de la posesión. Los dos eran víctimas de la maldad humana así como
del mal demoníaco. En particular, si bien los dos habían tenido el apoyo de la Iglesia tradicional
en cuestiones menores, los dos habían sido profundamente dañados por personas malas que
usaban disfraces religiosos o contaban con los auspicios de la Iglesia.
Así como la posesión es un proceso, el exorcismo también lo es. En realidad, el exorcismo
comienza mucho antes del “exorcismo propiamente dicho” y aún antes de que el exorcista vea al
paciente. Los psicoterapeutas deben comprender esto. Generalmente el paso más grande en la
curación ocurre cuando el paciente decide ir a ver al psicoterapeuta. En esas situaciones las
personas ya se han identificado como enfermas y han tomado la decisión de luchar contra su
enfermedad y de conseguir ayuda profesional en esa lucha. En cierto punto, estos dos pacientes
decidieron luchar contra la posesión. Aunque al principio parecía amistoso, finalmente
descubrieron que lo demoníaco no iba a favor de ellos. Y así comenzó la lucha. En realidad es
probable que sólo a través de esta lucha salga a la luz la posesión. Es a causa de que hay una
lucha entre el alma humana intacta y la energía demoníaca que la infesta que Martin dice, con
razón, que lo que llamamos posesión debería más bien llamarse “posesión parcial” o “posesión
imperfecta”. 54
No es fácil hacer el diagnóstico de posesión. Ninguno de estos dos casos tenía “los ojos
desorbitados”, ni demostraba fenómeno sobrenatural alguno antes del exorcismo propiamente
dicho. Los dos presentaban síntomas múltiples de enfermedad mental común tales como
depresión, histeria o desmembramiento de las asociaciones. Las autoridades que encuentran
casos a menudo preguntan: “¿El paciente está poseído o está mentalmente enfermo?”. No es una
53
La literatura sobre la posesión revela claramente que la mayoría de los casos han estado vinculados con el
ocultismo con frecuencia mucho mayor que lo que podría esperarse en la población general. Es difícil discernir qué
viene primero: la relación con el ocultismo o la posesión. No quiero decir que la mayoría de las personas que se
relacionan con el ocultismo terminan poseídas. Pero parece que las probabilidades aumentan. La Iglesia tradicional
ha hablado del peligro de la relación con el ocultismo desde que se tiene memoria.
Desde el comienzo la Iglesia tradicional ha reconocido la realidad de que ciertos seres humanos podrían tener
poderes “sobrenaturales”, tales como percepción extrasensorial o capacidad profética. A esos poderes los llamó
“carismas” o dones. Con esta palabra, “don”, la Iglesia quiere decir que esos poderes deben ser otorgados por Dios
a los humanos en un momento y para un propósito elegido por Dios. Cuando uno se relaciona con el ocultismo,
inocentemente o a sabiendas, está tratando de obtener, mantener o agrandar ese poder paras sus propios fines. A esto
la Iglesia lo llama magia. Los que practican el ocultismo también lo llaman magia, pero distinguen entre magia
blanca y magia negra. Los magos blancos a menudo execran a los negros por practicar su arte para fines malévolos,
pero se sienten bien con su práctica porque están convencidos de sus motivos bondadosos. Pero es muy fácil
engafarse con respecto a los propios motivos. Por eso, en lo que concierne a la Iglesia, la magia es la magia y es
toda negra o potencialmente negra.
54
Hostage to the Devil.
pregunta válida. Por lo que yo entiendo ahora de estos asuntos, tiene que haber un problema
emocional significativo para que ocurra la posesión en primer lugar. Luego la posesión misma
intensificará el problema y creará otros nuevos. La pregunta correcta es: “¿El paciente está sólo
mentalmente enfermo o también poseído?”
Mi primer caso fue el de un paciente que había ido primero a ver a otro psiquiatra para
tratarse por lo que él pensaba que era una posesión. El psiquiatra —que era muy experto, de
criterio abierto y muy preocupado por el paciente— no creyó en este autodiagnóstico y trató al
paciente repetidas veces con drogas y con psicoterapia, sin lograr ningún resultado. (Debemos
destacar que ese profesional muy sensato ayudó mucho al paciente más adelante, antes y después
del exorcismo). Incluso después de ser llamado para el caso, un año más tarde, pasó cuatro horas
con el paciente antes de tener la primera sospecha de que lo que sucedía estaba más allá de la
psicopatología corriente.
Mi segundo caso había estado en una psicoterapia de orientación psicoanalítica bastante
intensa con una mujer de orientación espiritual con una experiencia nada común, antes de que la
terapeuta comenzara siquiera a sospechar que podía tratarse de un caso de posesión. En este caso
fue la terapeuta quien primero habló del tema. En realidad, la terapeuta piensa que gracias a lo
que el paciente ganó con la psicoterapia comenzó a revelarse la posesión.
El tiempo transcurrido entre el comienzo de la evaluación específica del asunto de la
posesión hasta el exorcismo propiamente dicho fue de seis meses en un caso y de nueve en el
otro. En cada caso el diagnóstico no se hizo sobre la base de un solo hallazgo sino de toda una
configuración de muchos hallazgos a través del tiempo.
En ambos casos la mayor distinción en el diagnóstico diferencial fue entre la posesión y el
desorden llamado “de personalidad múltiple”. En estos casos había dos rasgos distintivos: en el
desorden de personalidad múltiple la personalidad “de fondo” prácticamente nunca percibe la
existencia de las personalidades secundarias, al menos hasta el final mismo de un tratamiento
prolongado y exitoso. En otras palabras, hay una verdadera disociación. Sin embargo, en estos
dos casos los dos pacientes percibían desde el principio, o se logró que percibieran muy pronto,
no sólo su parte destructiva sino también que esta parte tema una personalidad muy clara y
extraña. No es que no estuvieran confundidos por esta personalidad secundaria. Al contrario,
pronto se hizo evidente que la personalidad secundaria deseaba confundirlos. En muchos casos
la personalidad secundaria parecía una resistencia personificada. La segunda diferencia es que,
si bien en los desórdenes de personalidad múltiples la personalidad secundaria desempeña el rol
de la “puta”, o la “agresiva”, o la “independiente”, o alguien con otras características
desconocidas, nunca se habló de ninguna, por lo que yo sé, que fuera francamente mala. En
estos dos casos, antes del exorcismo se reveló que la personalidad secundaria era claramente
mala.
Una parte crucial en este proceso de revelación diagnóstica fue un intento deliberación. La
liberación es una especie de “miniexorcismo” frecuentemente realizado en estas dos últimas
décadas por cristianos carismáticos para tratar a personas que sufren de “opresión” (definida
como una suerte de estado intermedio entre la tentación demoníaca —que según los carismáticos
todos sufrimos— y la franca posesión). 55 En un caso deliberación misma fue un fracaso, pero
55
Hay mucha controversia sobre estos asuntos de la “opresión” y la liberación. Muchos carismáticos practican la
liberación en casos en que yo no vería evidencias de participación demoníaca. Tratan de extirpar cosas tales como
“el espíritu del alcoholismo”, “el espíritu de la depresión” o el “espíritu de la venganza”. Informan que hay muchos
ejemplos de éxito dramático. Pero muchos nos preguntamos cuánto duran estas “curas”, cuántos casos fracasados
no se informan, y si estas intervenciones casuales y generalmente no calificadas no serán con frecuencia dañinas.
No lo sabremos mientras no se haga una evaluación científica del trabajo de los que efectúan la liberación. Por
ahora todavía debo prestar alguna atención a uno de mis mentores que cree que la “opresión” es una falsa categoría,
que hay posesión o no la hay, y hay exorcismo o no lo hay. Según sus propias palabras, “los carismáticos en general
no tratan con verdaderos demonios, pero de vez en cuando agarran un pez de verdad”
cuando parte del equipo de liberación, formado al comienzo por cuatro personas enfrentó al
paciente con vigor, surgió temporariamente una persona realmente mala. En el segundo caso, el
equipo de liberación de tres personas tuvo éxito, después de seis horas, en identificar a un
espíritu demoníaco menor y, aparentemente, en eliminarlo. El paciente (que no era una persona
histérica en absoluto) experimentó una dramática y extraordinaria mejoría durante seis semanas.
Pero luego se desmoronó. De la noche a la mañana el paciente regresó a una enfermedad que
amenazaba su vida y pronto comenzó a oír “la voz de Lucifer”. Sólo puedo especular sobre las
razones de este éxito temporario de la liberación. En última instancia es misterioso. Pero sirvió
para fortalecer nuestra sospecha de que lo demoníaco desempeña un papel importante en la
enfermedad de esta persona.
Ahora debemos decir algo de la mayor importancia. Si bien estos dos pacientes demostraron
tener personalidades secundarias claramente malas, no eran personas malas. Nunca experimenté
a ninguno de los dos como malos. A diferencia de lo que me pasaba con Charlene, yo no los sen-
tía malos. Aunque dije que Charlene podría haber sido candidata para el exorcismo,
probablemente no lo habría sido. Sospecho que, aunque hubiera podido separar su yo sano de su
yo enfermo, habría encontrado que su personalidad secundaria era la sana y su personalidad de
base la enferma. No estoy seguro de que pueda realizarse un exorcismo con esa configuración.
Pero en estos casos era muy diferente. La personalidad básica de cada uno no sólo parecía
sana, sino excepcionalmente buena y potencialmente santa. En realidad yo admiraba mucho a
estas personas, aún antes del exorcismo. Como he dicho, acudieron al exorcismo porque hacia
años que luchaban contra la posesión. Un psiquiatra maduro que era miembro del equipo dijo,
después de uno de los exorcismos: “Nunca he visto una persona con tanto coraje”. Por cieno,
tengo razones para sospechar que la santidad potencial de estas dos personas era una de las
razones de su posesión. De esto hablaré más adelante.
Martin ha denominado a la primera y más larga etapa de un exorcismo el “Fingimiento”. Mi
experiencia lo confirma. Con lo de Fingimiento quiere decir que lo demoníaco se esconde
adentro y detrás de la persona. Para que se produzca el exorcismo, debe quebrarse el
Fingimiento; lo demoníaco debe ser descubierto y expuesto. Sin embargo, Martin no dice nada
sobre la naturaleza del proceso de exorcismo. La pregunta dominante durante la larga evaluación
de ambos pacientes fue: “¿Esta persona está realmente poseída?”. Para responder a esta pregunta
y proceder al exorcismo propiamente dicho, el Fingimiento debe ser al menos parcialmente
penetrado. El aspecto crucial del período de evaluación es esta penetración parcial.
No es el único aspecto. Durante la evaluación es necesario educar y estimular a la
personalidad básica. El estimulo es particularmente necesario hacia el final, porque a través de
estos dos casos tengo la impresión de que cuando se aproxima el exorcismo propiamente dicho,
la actividad demoníaca “se calienta”, y los pacientes experimentan un considerable tormento.
Uno de los muchos riesgos del exorcismo es que no se puede acudir al exorcismo
propiamente dicho con la absoluta y total certeza en cuanto al diagnóstico de posesión. En
realidad, no se debe acudir a él con total certeza. Porque el exorcismo propiamente dicho es la
destrucción final del Fingimiento para quedar frente a frente ante lo demoníaco. Jamás aceptaría
que alguien hiciera esto sin el apoyo de un equipo bien preparado y lleno de amor, y sin contar
con una gran cantidad de tiempo y de cuidadoso planeamiento. Uno de estos pacientes debió ser
refrenado durante dos horas en el exorcismo propiamente dicho; ¡el otro necesitó que se le
refrenara continuamente durante más de un día! La situación es análoga a la de realizar cirugía
del cerebro por la sospecha de un tumor. La cirugía no debe realizarse si no se está bastante
seguro de que el tumor existe. Pero, a menudo, uno no sabe lo que va a encontrar hasta que se
abre el cráneo y comienza la operación. De manera que yo aconsejo proceder como se procedió
en estos dos casos: hacer una evaluación lenta y trabajosa hasta llegar a un noventa y cinco por
ciento de certeza en el diagnóstico de la posesión, pero no intentar ir más allá de ese punto antes
de comenzar el exorcismo propiamente dicho.
Una vez que comenzó el exorcismo propiamente dicho, con plegarias y rituales apropiados,
en ambos casos el silencio resultó ser el más efectivo de los muchos medios usados para la
penetración final del Fingimiento. El equipo hablaba con la personalidad básica sana del
paciente o con la del demonio o demonios, pero se negaba a hablar con una mezcla poco clara de
las dos. Llevó algún tiempo basta que el equipo, en cada caso, se puso práctico para hacer esto.
Porque el demonio mismo parecía tener una notable habilidad para arrastrar al exorcista o al
equipo a una conversación confusa que no iba a ninguna parte. Pero a medida que el equipo se
tornaba más perceptivo y se negaba firmemente a ser aborbido, los dos pacientes comenzaron a
alternar entre una personalidad básica aparentemente cada vez más sana y una personalidad
secundaria cada vez más fea, hasta que de pronto la personalidad secundaria tomó rasgos
inhumanos y se rompió el Fingimiento.
Como terco científico que pretendo ser, puedo explicar el noventa y cinco por ciento de lo
que sucedió en estos dos casos por la dinámica psiquiátrica tradicional. Por ejemplo, la
efectividad del mencionado “tratamiento silencioso” no requiere demonios para su explicación.
Tal vez porque eran personas solitarias, sedientas de relaciones, la técnica estimuló la aparición
de un yo separado (con el que podían relacionarse) y por lo tanto la necesidad de elegir entre uno
u otro yo. Con referencia a la posesión, yo podría hablar en términos de “división” e
“introyecciones psíquicas”. Y con respecto a los exorcismos, podría hablar en términos de la-
vado de cerebro, desprogramación, reprogramación, catarsis, terapia de grupo maratón e
identificación. Pero me queda un crítico cinco por ciento que no puedo explicar en esas formas.
Me queda lo sobrenatural, o, mejor aún lo subnatural. Me queda lo que Martin llamó la
Presencia.
Cuando lo demoníaco finalmente habló con claridad en uno de los casos, en la cara de uno
de los pacientes apareció una expresión que sólo podía describirse como satánica. Era una
sonrisa increíblemente despreciativa de la más absoluta malevolencia hostil. He pasado horas
delante del espejo tratando de imitarla sin ningún éxito. He visto esa expresión sólo otra vez más
en mi vida, sólo por unos segundos, en el rostro de otro paciente durante el período de
evaluación. Pero cuando finalmente se reveló lo demoníaco en el exorcismo de este otro
paciente, fue con una expresión todavía más espantosa. De pronto el paciente parecía una ser-
piente de enorme fuerza que se contorsionaba, tratando de morder maléficamente a los miembros
del equipo. Pero más aterrador que ese cuerpo con sus contorsiones era el rostro. Los ojos
estaban semicerrados, con el torpor de un perezoso reptil, excepto cuando el reptil saltaba para el
ataque, porque entonces sus ojos se abrían llenos de ardiente odio. A pesar de estos frecuentes
momentos de ataque, lo que más me alteraba era la extraordinaria sensación de una pesadez de
cincuenta millones de años que recibía de este ser como un reptil. Desesperé del éxito del
exorcismo. Casi todos los miembros del equipo en ambos exorcismos estaban convencidos de
que en esos momentos estaban ante algo absolutamente extraño e inhumano. El final de cada
exorcismo propiamente dicho fue señalado por la desesperación de esta Presencia en el paciente
y en la habitación.
El momento crítico del exorcismo es lo que Martin llama “expulsión”. No es posible
apurarla. En los dos exorcismos que presencié, inicialmente se la intentó en forma prematura.
No puedo explicar totalmente lo que sucede en este momento, pero puedo afirmar que es cuando
el papel del exorcista es menos importante. Son más importantes las desesperadas plegarias del
equipo. Estas plegarias son para que Dios o Cristo vengan a salvar al paciente, y en ambos casos
sentí que Dios hacía eso precisamente. Como dije antes, es Dios el que hace el exorcismo.
Pero permítanme que enmiende esto. La voluntad humana libre es esencial. Tiene
precedencia sobre la curación. Ni Dios puede curar a una persona que no quiere ser curada. En
el momento de la expulsión los dos pacientes tomaron voluntariamente el crucifijo, lo apretaron
contra su pecho y rogaron por la liberación. Los dos eligieron ese momento para dejar su destino
en manos de Dios. En última instancia es el paciente o la paciente el que se convierte en
exorcista.
No deseo denigrar al hombre (nunca he oído hablar de una exorcista mujer, pero no tengo
razón para creer que no debería haberla, y pronto) designado como exorcista, sólo deseo poner su
poder en perspectiva. En realidad, el rol del exorcista es heroico. Pero la esencia del rol no es
ningún poder mágico en el momento de la expulsión. Es la suavidad y el cariño y la paciencia y
el discernimiento y la voluntad de sufrir con la que conduce todo el proceso de exorcismo desde
el comienzo hasta el fin. Sobre sus hombros pesa la decisión final de si el paciente está o no
poseído, y si debe proseguir con la tarea masiva del exorcismo propiamente dicho. Él es quien
debe reunir el equipo, discerniendo entre los que sirven y los que no. Él es quien prepara al
paciente y al equipo lo mejor que puede, alimentando su confianza y su comprensión. Él es
quien toma decisiones cruciales sobre el tíming y la dirección durante el curso del exorcismo pro-
piamente dicho. Él es quien debe soportar el mayor dolor en el choque con lo demoníaco, así
como es él quien debe cargar con la responsabilidad si el exorcismo falla. Y por último, él es
quien debe recoger los pedazos después del exorcismo propiamente dicho, no sólo enfrentando
las reacciones emocionales de todos los miembros del equipo, sino supervisando al paciente
durante el período extremadamente crítico en que él o ella son profundamente vulnerables y
requieren intensos cuidados antes de ser conducidos a un estado de seguridad.
Los dos pacientes de los que hablo requirieron por lo menos dos horas por día de
psicoterapia durante varias semanas después del exorcismo propiamente dicho. Es un tiempo de
drenaje.
Satanás no se rinde fácilmente. Después de su expulsión parece que se queda por allí,
tratando desesperadamente de volver a entrar. En realidad, en ambos casos, durante un corto
tiempo pareció que el exorcismo propiamente dicho habla fallado. Los pacientes habían vuelto
en gran medida a su estado previo al exorcismo. Sin embargo, en unas horas fue posible
discernir un cambio sutil pero extraordinario. Todos los complejos estaban nuevamente en su
lugar, pero era como si hubieran perdido su energía. El cambio era que ahora estos pacientes
podían escuchar, y lo que se les decía podía tener un efecto sobre ellos. En uno de los casos, la
psicoterapia se hizo posible por primera vez. En el otro se logro más en las cincuenta horas de
intensa psicoterapia que siguieron al exorcismo propiamente dicho, que en las quinientas horas
que lo precedieron. Estos pacientes se movieron extraordinariamente rápido. Era como si se pu-
sieran al día después de todos esos años perdidos. Pero, tal vez porque fue tan rápido, fue una
terapia tumultuosa, con grandes exigencias para el terapeuta.
Me parece importante advertir a otros que mi experiencia de Satanás demuestra que él no se
rinde fácilmente. Satanás no sólo le dice al paciente que todavía anda por allí, sino que en uno
de los casos engañó al parecer al paciente haciéndole creer que todavía estaba adentro. En
ambos casos, tal vez la mas grande y más diabólica de las tentaciones, tanto para el paciente
como para el exorcista, fue creer que el exorcismo propiamente dicho había sido un fracaso
cuando en realidad había sido un éxito.
Parecía como si el exorcismo propiamente dicho moviera a los pacientes de una posición de
posesión demoníaca a lo que se ha llamado ataque demoníaco. Las voces tentadoras,
amenazantes y atemorizantes que cada uno oía eran al menos tan activas después como antes.
Pero, como dijo uno de los pacientes: “Antes yo era como un pequeño embrión, totalmente
rodeado y tan escondido por ellos que yo no podía ser yo. Ahora yo soy yo, y aunque todavía
oigo las voces, vienen desde afuera de mí.” O como dijo el otro: “Antes las voces me
controlaban a mí; ahora yo las controlo a ellas”.
Sólo muy gradualmente las voces se alejaron de estos pacientes. Pero lo que no fue gradual
fue su mejoría. Dada la gravedad de su psicopatología antes de sus exorcismos, la rapidez de su
progreso hacia la salud no se explica en términos de lo que sabemos sobre el proceso
psicoterapéutico común.
Los equipos merecen que hable un poco más de ellos. Cada miembro de los dos equipos no
acudió tanto por curiosidad como por amor. Cada uno de ellos, como también el exorcista,
estuvo allí con considerable riesgo personal y sacrificio. Consideramos, por ejemplo, a esos dos
miembros de los equipos que ofrecieron su casa para los exorcismos. Si uno empieza a buscar
un lugar para realizar un exorcismo —que no sea la casa del paciente, donde no era posible
hacerlo en ninguno de los casos— enseguida se da cuenta del significado total de la expresión:
“No había lugar... en la hostería”. Los hospitales psiquiátricos en general no desean que se
practiquen exorcismos en su interior. Los conventos y los monasterios tampoco. De manera que
se necesitaba ser muy valiente en estos casos para dar un paso al frente no sólo con sus cuerpos
sino también con sus hogares. Dije que la presencia de Dios era virtualmente palpable en la
habitación. No creo que fuera un accidente. Creo que siempre que se reúnen de siete a diez
personas por su propio riesgo, motivadas por el amor a la curación, Dios estará allí (como Su
Hijo nos aseguró que estaría) y que se producirá la curación.
He dicho que la principal razón de que cada uno de estos pacientes se haya vendido al
demonio fue la soledad. No eran únicamente personas solitarias, sino que estaban acostumbradas
a la soledad, y cuando vinieron al exorcismo cada una de ellas era una solitaria. Su valentía al
hacerlo resalta si agregamos que ninguno de los dos era una persona confiada. Una razón
importante de que el equipo fuera crucial en cada exorcismo era que el equipo daba a los
pacientes su primera experiencia de una verdadera comunidad. 56 No tengo la menor duda de que
esta experiencia fue un factor esencial en el éxito de ambos exorcismos.
Se requieren muchas condiciones en esta batalla contra lo demoníaco: desligamiento
analítico del paciente, acercamiento compasivo, formulación intelectual, insight intuitivo,
discernimiento espiritual, una profunda comprensión de la teología, un excelente conocimiento
de la psiquiatría, gran experiencia en la oración y otras. Una sola persona no puede reunir todas
estas condiciones. Supongo que en exorcismos más fáciles el equipo puede necesitarse sólo para
refrenar al paciente. Pero en los casos de los que hablo, si bien el exorcista era el coordinador
del trabajo, era absolutamente necesario un enfoque de equipo. Se pusieron en juego las
condiciones de todos los miembros del equipo.
En los dos exorcismos tuve también la sensación de que se utilizaban nuestras debilidades y
nuestros errores. Se dice que Dios puede usar hasta nuestros pecados. He hablado de la
presencia de Dios en esas habitaciones. Puede parecer místico, pero cuando reflexionaba sobre
cada movimiento, me parecía que Dios o Cristo habían hecho la coreografía de todo el
espectáculo.
La reacción más común de los miembros del equipo después de completarse los exorcismos
la expresó una mujer cuando dijo: “Nunca más quiero pasar por algo así, pero no me lo habría
perdido por nada del mundo”. Curiosamente, los exorcismos ejercieron un poder curativo no
sólo para los pacientes sino también para varios de los miembros del equipo. Otro miembro del
equipo, un hombre, después de dos semanas, declaró lo siguiente: “Ustedes no lo saben, pero
siempre he tenido un lugarcito frío y duro en mi corazón. Ahora ya no lo tengo. Y siento que me
he convertido en un mejor terapeuta. En realidad, incluso las personas que no estuvieron
presentes en los exorcismos pero que rezaron porque tuvieran éxito experimentaron una cierta
56
En círculos cristianos se habla mucho hoy en día de la “comunidad cristiana”. Pero un grupo de cristianos
nominales no hace una comunidad cristiana. Por otra parte, a pesar del hecho de que algunos miembros del equipo
se auto-titulaban ateos o cristianos confesadamente tibios, no tengo la menor duda de que en cada exorcismo el
equipo reunido era una verdadera “comunidad cristiana”.
curación. Otra vez en un plano místico, tengo una incipiente sensación de que estos exorcismos
no fueron acontecimientos aislados sino, de alguna manera, acontecimientos casi cósmicos.
De todas maneras fueron los pacientes quienes estuvieron en el centro mismo y en el punto
focal de estos acontecimientos. Los felicito. A través del tormento y el coraje en su lucha con
Satanás ganaron una gran victoria, no sólo para sí mismos sino para muchos.

INVESTIGACIÓN Y ENSEÑANZA
Si bien me he esforzado al máximo por ser objetivo, no puedo negar que la descripción
precedente de los dos casos de posesión y exorcismo es subjetiva y proviene de mi experiencia
personal. Estoy seguro de que cada miembro del equipo escribiría una historia diferente. Creo
que los fenómenos de la posesión y el exorcismo merecen ser estudiados científicamente. Es
algo más que un asunto de simple curiosidad científica. Aunque la auténtica posesión es un
fenómeno infrecuente, el tema representa una mina de oro nunca explorada que puede
desenterrar la ciencia. La hemofilia es una enfermedad infrecuente, pero su estudio contribuyó
mucho a iluminar toda la fisiología de la coagulación de la sangre. De la misma manera, el
estudio de la posesión y el exorcismo iluminarán no sólo la fisiología del mal sino nuestra
comprensión misma del significado humano.
Hay una resistencia a este estudio científico, que es parte de la resistencia más general de la
ciencia hacia lo espiritual y lo “sobrenatural”. Es interesante que, si bien la posesión y el
exorcismo nunca han sido científicamente estudiados, por lo que sé en América y en Europa los
antropólogos occidentales han escrito extensamente sobre ritos curativos similares al exorcismo
en lejanas culturas extranjeras o “primitivas”. Es como si de alguna manera estuviera “bien”
estudiar estas cosas allá lejos, a considerable distancia de nosotros, siempre que no observemos
lo que pasa cerca de casa entre nosotros mismos.
No estoy hablando en contra de esa investigación antropológica. Al contrario, creo que
necesitamos más de ella. Los dos casos que presencié eran de posesión por un espíritu que ha
sido bien descrito en la literatura cristiana con el nombre de Satanás. ¿El mismo espíritu sería
identificable —con otro nombre— en los exorcismos de los hindúes o los hotentotes? ¿Satanás
no es más que un demonio que ataca a los judeocristianos, o es un enemigo transcultural
universal? Esta pregunta es importante.
La resistencia al estudio científico de tales asuntos cerca de casa viene de muchas personas
con mentalidad religiosa o científica. Una vez propuse la creación de un “Instituto para el
estudio de la liberación” a una organización de profesionales con orientación científica y
religiosa que estaban un poco en conflicto entre sí. Por primera vez en años pudieron unirse para
oponerse a mi propuesta de estudio científico de la curación religiosa, desde la plegaria hasta el
exorcismo pasando por la liberación. “Hay demasiadas variables, sus definiciones operativas son
vagas; el asunto es inherentemente imposible de investigar”, dijeron los científicos. “Todo el
mundo sabe que la plegaria da resultado, y no hay que meterse con la fe”, dijeron los religiosos.
En realidad, existen problemas más reales o más preocupantes respecto a la creación de
semejante instituto. Porque yo tengo grandes dudas de que el proceso del exorcismo deba ser
institucionalizado. He dicho que en los dos casos descriptos los miembros del equipo se
reunieron con gran riesgo personal y sacrificio, y sospecho profundamente que ésta es una de las
razones por las que los exorcismos tuvieron éxito. No estoy nada seguro de que se pueda realizar
con éxito un exorcismo con empleados a sueldo que hagan turnos rotativos de nueve a cinco por
sus “servicios humanos”.
Más allá de eso, es cuestionable cómo, exactamente, puede hacerse la “investigación”
científica de los exorcismos. Si yo dirigiera un exorcismo, no excluiría del equipo a ningún
hindú, budista, musulmán, judío, ateo o agnóstico maduro que fuera una presencia
auténticamente llena de amor. Pero excluiría sin vacilar a un cristiano sólo nominal o a cualquier
otro que no fuera una presencia así. Porque la presencia de una sola persona sin amor en la
habitación no solamente puede causar el fracaso del exorcismo, sino someter a los miembros del
equipo y al paciente al riesgo de un grave daño. Si el brindar amor es incompatible con la
objetividad científica, creo que no puede haber observación científica in situ de un exorcismo.
En un exorcismo los únicos observadores son los participantes.
Sin embargo, sería bueno tener por lo menos algún apoyo institucional para estos esfuerzos
curativos. Los dos pacientes cuyos casos relaté estaban gravemente enfermos desde el punto de
vista psiquiátrico antes de sus exorcismos. Habría sido mucho más fácil si hubiera existido un
hospital psiquiátrico que atendiera casos de reconocida posesión. Y habría sido mucho más fácil
para todos los implicados, si la Iglesia institucional hubiera estado abierta para ofrecer su apoyo,
su bendición y sus servicios. Si bien en ambos casos las autoridades de la Iglesia proporcionaron
cierta ayuda, la respuesta más general de la Iglesia fue evitar involucrarse. El miedo de la Iglesia
a las repercusiones en ambos casos es natural y realista, pero no necesariamente humanitario.
Por lo menos se necesitan un banco de datos y un centro de estudios. A este centro podrían
enviarse informes sobre casos y videotapes de los exorcismos. Con buenos recaudos para
conservar su carácter confidencial, científicos conductistas autorizados podrían venir al centro a
examinar los datos. Aunque se perdería gran parte del verdadero sabor y energía espiritual de
esos datos, de todos modos serían base suficiente para muchos valiosos estudios científicos.
El centro también podría servir para la enseñanza. Podría desarrollar pautas de diagnóstico y
tratamiento que disminuirían el número de exorcismos y liberaciones irresponsables que puedan
darse. También podría realizar seminarios de aprendizaje para gente adecuadamente selecciona-
da. Aunque la auténtica posesión pueda ser infrecuente, sabemos que hay más casos que pueden
ser tratados por exorcistas competentes que existen en la actualidad.

EL PADRE DE LA MENTIRA
Hacia el final de uno de los exorcismos, en respuesta a un comentario de que el espíritu
debía realmente odiar a Jesús, el paciente, con una expresión totalmente satánica en el rostro,
dijo con voz sedosa, zalamera: “No odiamos a Jesús; sólo lo ponemos a prueba”. En medio del
otro exorcismo, cuando se le preguntó si la posesión era por espíritus múltiples, el paciente, con
ojos velados de reptil, respondió en voz baja, casi en un silbido: “Todos me pertenecen”.
Como dice el título de un artículo recientemente publicado: “¿Quién diablos es Satanás?” 57
No lo sé. La experiencia de dos exorcismos no alcanza para develar todo el misterio del
reino espiritual. Tampoco alcanzaría un centenar. Pero creo que ahora sé unas cuantas cosas
sobre Satanás y también que tengo la base para hacer varias especulaciones.
Si bien mi experiencia es insuficiente para probar el mito judeocristiano sobre Satanás y la
doctrina correspondiente, no he aprendido nada que no los sostenga. De acuerdo a este mito y
esta doctrina, en un principio Satanás era el segundo de Dios, jefe de todos Sus ángeles; era el
hermoso y amado Lucifer. El servicio que cumplió para Dios fue aumentar el crecimiento
espiritual de los seres humanos a través de las pruebas y la tentación, del mismo modo que les
tomamos pruebas a nuestros chicos en la escuela para estimular su crecimiento. Por lo tanto,
Satanás era principalmente un maestro de la humanidad, y por eso se llamaba Lucifer, “el
portador de la luz”. 58 Pero a medida que pasaba el tiempo Satanás se aficionó tanto a su función

57
U.S. Catholic, Feb. 1983, págs. 7-11.
58
El significado original de las palabras “satanás” y “demonio” no era peyorativo como hoy. “Demonio” y
“diabólico” venían del griego diabalein que simplemente quería decir “oponerse”. La palabra “satanás”
de adversario que comenzó a emplearla más para su propio deleite que para servir a Dios. Esto
lo vemos en el Libro de Job. Al mismo tiempo, Dios decidió que se necesitaba algo más que
unas simples pruebas para elevar a la humanidad; lo que se requería era un ejemplo de Su amor y
un ejemplo para imitar en la vida. Entonces envió a Su único Hijo a vivir y morir como uno de
nosotros. Satanás fue reemplazado por Cristo tanto en la función como en el corazón de Dios.
Satanás estaba tan enamorado de sí mismo que percibió esto como un intolerable insulto
personal. Hinchado de orgullo, se negó a someterse a los designios de Dios sobre la precedencia
de Cristo. Se rebeló contra Dios. Satanás mismo creó la situación en la que el cielo se convirtió
literalmente en un lugar donde no habla sitio para los dos. De manera que, por su propia acción,
Satanás fue inevitablemente arrojado al infierno, donde él, que otrora fue el portador de la luz,
reside ahora en las sombras como el Padre de la Mentira, alimentando continuos sueños de
venganza contra Dios. Y a través de los ángeles bajo su mando, que se unieron a él en su
rebelión y caída, ahora está siempre en guerra contra los designios de Dios. Él, que una vez
existió para elevar espiritualmente a la humanidad, ahora existe para destruirnos espiritualmente.
En la batalla por ganar nuestras almas trata de oponerse a Cristo en cada instancia. Satán percibe
a Cristo como su enemigo personal. Así como Cristo vive en espíritu, Satán es el Anticristo
viviente.
El espíritu que percibí en cada exorcismo estaba clara y totalmente dedicado a oponerse a la
vida y al crecimiento. Dijo a los dos pacientes que se mataran. Cuando se lo pregunté en un
exorcismo por qué era el Anticristo, respondió: “Porque Cristo enseñó a la gente a amarse los
unos a los otros”. Cuando se le preguntó por qué el amor humano le disgustaba tanto, respondió:
“Quiero que la gente trabaje para que haya guerra”. Cuando se le siguió interrogando,
simplemente dijo al exorcista: “Quiero matarte”’. No había en é1 nada de creativo ni de
constructivo; era puramente destructivo.
Tal vez el mayor problema de la teodicea sea la pregunta de por qué Dios, que primero creó
a Satanás, simplemente no lo hizo desaparecer después de su rebelión. La pregunta presupone
que Dios puede hacer desaparecer cualquier cosa. Supone que Dios puede castigar y matar. Tal
vez la respuesta sea que Dios dio una voluntad libre a Satanás y que Dios no puede destruir; sólo
puede crear.
El hecho es que Dios no castiga. Al crearnos a Su imagen y voluntad, Dios nos dio una
voluntad libre. Haber hecho otra cosa habría significado hacernos títeres o maniquíes huecos.
Pero para darnos una voluntad libre Dios tuvo que renunciar a usar la fuerza contra nosotros. No
tenemos voluntad libre cuando nos apuntan con una pistola a la espalda. No es necesariamente
que Dios no tenga poder para destruirnos, para castigarnos, sino que en Su amor por nosotros ha
elegido con dolor la terrible opción de no usarlo nunca. A pesar de Su agonía debe quedarse a un
lado y dejarnos en libertad. Sólo interviene para ayudar, nunca para dañar. El Dios cristiano es
un Dios de restricción. Habiendo renunciado al uso del poder contra nosotros, si rechazamos Su
ayuda, Él no tiene otro recurso que mirar, con pesar, cómo nos castigamos a nosotros mismos.
Este punto no está claro en el Antiguo Testamento. Allí se describe a Dios como punitivo.
Pero comienza a aclararse con Cristo. En Cristo, Dios mismo sufrió la muerte, impotente, en
manos de la maldad humana. No levantó un dedo contra Sus perseguidores. De allí en adelante,
en el Nuevo Testamento oímos ecos del Dios punitivo del Antiguo Testamento, de una u otra
manera, diciendo que “los malvados recibirán lo que merecen”. Pero éstos son sólo ecos; ya
nunca más aparece en el cuadro un Dios punitivo. Aunque muchos cristianos nominales todavía
ven a Dios como un policía gigante en el cielo, la realidad de la doctrina cristiana es que Dios se
ha apartado para siempre del poder policial.

comúnmente quería decir “adversario”. En el Libio de los Números, Dios mismo declaró que actuaba contra
Balaam como satanás. Viendo la necesidad de probar y tentar a la humanidad con algo en oposición a Su propia
voluntad. Dios delegó esta función de oposición (diabólica) y de adversario (satánica) al jefe de sus arcángeles
Con respecto al Holocausto y a males menores, a menudo se pregunta: “¿Cómo un Dios
bueno pudo haber permitido eso?”. Es una pregunta sangrante, brutal. La respuesta cristiana
puede no convenir a nuestros gustos, pero no se puede decir que sea ambigua: Habiéndose
apartado del uso de la fuerza, Dios es impotente para evitar las atrocidades que cometemos unos
contra otros. Sólo puede seguir apesadumbrándose con nosotros. Se ofrecerá Él mismo a
nosotros con toda su sabiduría, pero no puede hacernos elegir someternos a él.
Por el momento, entonces, Dios, atormentado, vela con nosotros a través de un holocausto
tras otro. Y puede parecernos que estamos condenados por este extraño Dios que reina en la
debilidad. Pero hay un desenlace en la doctrina cristiana: Dios en Su debilidad ganará la batalla
contra el mal. En realidad, la batalla ya está ganada. La resurrección simboliza no solamente
que Cristo venció al mal en Su tiempo, hace dos milenios, sino que lo venció para todos los
tiempos. Cristo clavado en la cruz, impotente, es el arma fundamental de Dios. A través de ella
se asegura totalmente la derrota del mal. Es vitalmente necesario que luchemos contra el mal
con todo el poder que poseamos. Pero la victoria crucial ocurrió hace casi dos mil años. Aunque
nuestras propias batallas personales sean necesarias y aun peligrosas y devastadoras, ignoramos
que son operaciones de limpieza contra un enemigo en retirada que hace rato perdió la guerra.
Esta idea de que Satanás (y sus actos), a pesar de todas las apariencias, está realmente en
retirada ofrece una respuesta posible a una importante pregunta mía. He hablado de los factores
que predisponían a los dos pacientes a la posesión. Pero. ¿y el número mucho mayor de niños
que también son víctimas solitarias de la maldad humana y que tienen defectos de carácter
todavía más graves como resultado, pero que aparentemente no llegan a ser poseídos? ¿Por qué
no? También mencioné una cualidad de santidad potencial en las personalidades de ambos
pacientes. Me pregunto si no habrán llegado a ser poseídos precisamente a causa de su santidad
potencial. Me pregunto si Satanás no empleó específicamente su energía en atacarlos porque
representaban una particular amenaza a sus designios. Tal vez Satanás ya no tiene energía para ir
dondequiera que haya debilidad humana. Tal vez está frenéticamente dedicado a apagar los
incendios.
Sea como fuere, como dice Martin, es importantísimo comprender que Satanás es un
espíritu. Dije que conocí a Satanás, y es cierto. Pero no es tangible como es tangible la materia.
No tiene cuernos, ni pezuñas, ni la cola en forma de tridente, así como Dios tampoco tiene una
larga barba blanca. 59 Hasta el nombre, Satanás, es sólo un nombre que le hemos dado a algo que
es básicamente innombrable. Como Dios, Satanás puede manifestarse en seres materiales y a
través de ellos, pero él mismo no es material, ni lo son tampoco sus manifestaciones. En uno de
los casos descriptos se manifestó a través del cuerpo del paciente que se contorsionaba como el
de una serpiente, con dientes que mordían, uñas que arañaban, y ojos amodorrados como los de
un reptil. Pero no había garras ni escamas. Era, a través del uso del cuerpo del paciente,
extraordinaria, dramática y hasta sobrenaturalmente parecido a una serpiente. Pero no es en sí
mismo una serpiente. Es un espíritu. En esto hay una respuesta, sospecho, a una pregunta que se
ha formulado a través de los siglos: ¿Por qué los espíritus demoníacos se aferran tanto a los
cuerpos? Durante uno de los exorcismos que presencié, el exorcista logró enfurecer tanto a
Satanás que éste salió del cuerpo contenido del poseído para atacarlo a él, al exorcista. La
maniobra no resultó. A Pesar de su evidente furia homicida contra el exorcista, no sucedió nada.
Y poco a poco nos dimos cuenta de que el espíritu no podía o no quería dejar el cuerpo del
paciente en esas condiciones.

59
John A. Sanford sugiere que la imagen con cuernos de Satanás deriva del Dios macho con cuernos precristiano de
los británicos: “los dioses de la antigua religión siempre se convierten en los demonios de la nueva”. (Evil: the
shadow sideo of reality, Crossroad, 1981, pág.118).
Esto nos llevó a dos conclusiones. Una, ya mencionada, es que en última instancia el
paciente mismo tiene que ser el exorcista. La otra es que Satanás no tiene poder excepto en un
cuerpo humano.
Satanás no puede hacer el mal excepto a través de un cuerpo humano. Aunque es “un
asesino desde el principio”, no puede asesinar sino es con manos humanas. No tiene el poder de
matar, ni siquiera hacer daño por sí mismo. Debe usar a los seres humanos para hacer su tarea
demoníaca. Aunque amenazaba repetidamente con matar a los poseídos y a los exorcistas, sus
amenazas estaban vacías. Las amenazas de Satanás están siempre vacías Son todas mentiras.
En realidad, el único poder que tiene Satanás es a través de la creencia humana en sus
mentiras. Los dos pacientes fueron poseídos porque creyeron en su falsa promesa seductora de
“amistad”. La posesión se mantenía porque creían en sus amenazas de que sin él morirían. Y la
posesión terminó cuando ambos eligieron dejar de creer en sus mentiras y superar su miedo con
la confianza en Cristo resucitado, y rogando al Dios de la Verdad por la liberación. Durante cada
exorcismo se enfrentaban las mentiras de Satanás. Y cada exorcismo concluyó con éxito a través
de una especie de conversión: un cambio de fe o del sistema de valores. Ahora sé lo que quería
significar Jesús cuando con frecuencia decía: “Por vuestra fe habéis sanado”.
De modo que otra vez volvemos a las mentiras. Cualquiera sea su relación con la “gente de
la mentira”, sé que no hay epíteto más exacto para Satanás que Padre de la Mentira. A través de
los dos exorcismos mintió continuamente. Incluso cuando se reveló, lo hizo con verdades a
medias. Se reveló como el Anticristo cuando dijo: “No odiamos a Jesús; sólo lo ponemos a
prueba”. Pero la realidad es que de veras odia a Jesús.
La lista de mentiras que dijo es interminable; a veces es una aburrida letanía. Las
principales que recuerdo son: los humanos deben defenderse para sobrevivir y no pueden confiar
en nada fuera de sí mismos para su defensa; todo puede explicarse en términos de energía
negativa y energía positiva (que se equilibran y dan cero como resultado), y no hay misterio en el
mundo; el amor es una idea y no tiene realidad objetiva; la ciencia es cualquier cosa que uno elija
llamar ciencia; la muerte es el fin absoluto de la vida, no hay nada más; todos los seres humanos
están motivados básicamente por el dinero, y si no parece así, es sólo porque son hipócritas;
competir por el dinero, por lo tanto, es la única forma inteligente de vivir.
Satanás puede usar cualquier pecado o debilidad humana: la codicia y el orgullo, por
ejemplo. Usa cualquier táctica que tenga a mano: la seducción, el halago, la lisonja, el
argumento intelectual. Pero su principal arma es el miedo. Y en el período posterior al
exorcismo, una vez que han quedado expuestas sus mentiras, quedó reducido a perseguir a los
pacientes con amenazas monótonamente repetidas: “Te mataremos. Te atraparemos. Te
torturaremos. Te mataremos”.
Además de ser el Padre de la Mentira, bien puede decirse que Satanás es el espíritu de la
enfermedad mental. En La nueva psicología del amor definí la salud mental como “un proceso
continuo de dedicación a la realidad a toda costa”. Satanás se dedica totalmente a oponerse a ese
proceso. En verdad, la mejor definición que tengo para Satanás es que es un espíritu real de la
irrealidad. Hay que reconocer la realidad paradójica de este espíritu. Aunque intangible e
inmaterial, tiene una personalidad, un verdadero ser. No debemos volver a caer en la doctrina,
ahora descartada, de San Agustín del “privatio boni”, por la que el demonio se define como
ausencia de Dios. La personalidad de Satanás no puede caracterizarse solamente por una
ausencia, una nada. Es cierto que hay una ausencia de amor en su personalidad. Pero también es
cierto que esa personalidad está invadida por una activa presencia de odio. Satanás quiere
destruirnos. Es importante que lo entendamos. En nuestros días hay sistemas de pensamientos
muy populares, tales como la Christian Science (Ciencia Cristiana) o el Course in Miracles
(Curso de Milagros), que definen al mal como una irrealidad. Es una verdad a medias. El
espíritu del mal es una irrealidad, pero es real en sí mismo. Realmente existe. Pensar otra cosa
es estar desorientado. En verdad, como han comentado varios, tal vez el mejor engaño por parte
de Satanás es lo bien que oculta su propia realidad a la mente humana.
Aunque tiene poder real, Satanás tiene también grandes debilidades, las mismas debilidades
por las que lo arrojaron del cielo. Martin observó que los exorcismos no sólo pueden revelar una
extraordinaria inteligencia demoníaca, sino también una extraordinaria estupidez demoníaca.
Mis obervaciones lo confirman. Si no fuera por su extraordinario orgullo y narcisismo, tal vez
Satanás no se revelaría en absoluta. Su orgullo supera su inteligencia, de manera que el demonio
del engaño es también un presumido. Si hubiera sido inteligente de veras, habría abandonado a
los dos pacientes mucho antes de los exorcismos. Pero no podía permitirse perder. Sólo quería
ganar, de manera que en ambos casos se quedó allí hasta el amargo final, con el resultado de que
hoy yo y los otros conocemos su realidad.
Del mismo modo la inteligencia de Satanás está afectada por otros dos puntos ciegos que yo
he observado. Uno es que, por su extremado egocentrismo, no tiene una comprensión real del
fenómeno del amor. Reconoce al amor como una realidad contra la que hay que luchar y que
hasta hay que imitar; pero como Satanás en sí mismo carece profundamente de amor, no lo
comprende en absoluto, la realidad del amor aparece ante Satanás sólo como la realidad de un
mal chiste. La noción de sacrificio le es completamente ajena. Cuando durante un exorcismo los
seres humanos hablan en el lenguaje del amor, no capta lo que están diciendo. Y cuando actúan
can amor, Satanás ignora totalmente las regias del juego.
Es interesante observar, considerando los propósitos de este libro, que Satanás tampoco
entiende la ciencia. La ciencia es un fenómeno antinarcisista. Supone una profunda tendencia
humana al autoengaño, emplea el método científico para combatirlo y pone a la verdad por enci-
ma de cualquier anhelo personal. Como él se engaña a sí mismo tanto como a los demás,
Satanás no puede entender por qué hay seres que no desean engañarse a sí mismos. Enamorado
de su propia voluntad y con gran odio par la luz de la verdad, encuentra la ciencia humana
básicamente incomprensible.
Las debilidades de Satanás no deben llevarnos a pasar por alto su fuerza. Presenta sus
mentiras con extraordinario poder. Puede no ser tan notable que se haya apoderado de las dos
personas descriptas cuando eran niños solitarios. Pero en cada exorcismo vi al exorcista —una
persona fuerte, madura y llena de fe— temporariamente incapacitado por la confusión en uno de
los casos y por la desesperación en el otro, como resultado del poder de las mentiras de Satanás.
Creo que es necesario que odiemos a Satanás y, a la vez, que le tengamos miedo. Sin
embargo, como sucede con todos los seres malos, creo que en última instancia hay que tenerle
lástima. En la escatología cristiana (el estudio de los últimos días) hay dos argumentos para
Satanás. En uno, todas las almas humanas, convertidas a la luz y al amor, se dirigen con ánimo
amistoso al espíritu del odio y la falsedad. Comprendiendo por fin que ha sido totalmente
derrotado, y como ya no le queda ningún cuerpo humano por poseer, ahora que todos son
inmunes a su poder, por pura soledad se quiebra y acepta el ofrecimiento de amistad, y de este
modo al final hasta Satanás se convierte. Yo ruego porque se produzca este argumento. Pero,
como ya dije, la libre elección tiene precedencia a la curación.
Según el otro argumento, negándose a perder siquiera una vez, Satanás rechaza para siempre
las manos “humillantes” de la amistad y sufre su helada soledad hasta el fin de los tiempos. Un
amigo que participó conmigo en los exorcismos me dijo: “Mira, Scotty, tú me habías hablado de
la tristeza del mal, y de cómo merece más lástima que odio, pera yo no te creía. Sin embargo,
una de mis más profundas sensaciones del exorcismo es lo aburrido que fue… esa interminable
cadena de mentiras tontas. Y cuando vi a la bestia retorcerse en su estúpida agonía por toda una
eternidad, entendí lo que querías decir”.
Por razones de claridad es posible que haya hablado en forma demasiado definida de
Satanás. Describí la mayor parte de ambos exorcismos como un proceso de separación. Sin
embargo, ni siquiera en los momentos más nítidos fue pasible distinguir totalmente si la voz que
hablaba era la del inconsciente del paciente o la de un verdadero demonio. Tal vez siempre
seguirá siendo imposible discernir con exactitud dónde termina el alma humana y comienza el
Príncipe de las Tinieblas. Es apropiado concluir centrándose en el misterio sobrenatural de
Satanás. La evidencia de los exorcismos fue suficiente para que yo comenzara a creer en su exis-
tencia, y no puedo negar la realidad de la curación que ocurrió, pero me quedan muchas más
preguntas que antes, demasiadas incluso para detalladas.
Una de las preguntas más importantes se refiere a la existencia de demonios menores. Los
dos casos que presencié eran de posesión satánica, mientras que las que aparecen en la literatura
casi siempre son de posesiones menores. ¿Mi experiencia es sólo accidental o, de alguna
manera, proviene de un designio misterioso? En realidad, en ambos casos se encontraron
demonios menores. En uno de ellos el equipo pasó por cuatro espíritus sucesivos con nombre
(cada uno de ellos representaba una mentira en particular) antes de llegar al Anticristo. En el
otro, el paciente fue liberado de un espíritu menor con una dramática curación aparente pero tem-
poraria, antes de que “Lucifer” ocupaba misteriosamente su lugar. ¿Qué sucedía? ¿ Estos
espíritus menores eran entidades individuales que actuaban por las suyas o eran simples reflejos
de Satanás que estaba en el fondo de todo? No lo sé. Sin embargo, hay cierta evidencia que
sugiere que hay menos libertad en el mundo de los demonios que en el de los seres humanos;
que, por su cobardía y terror y su creencia en sus propias mentiras, los demonios menores actúan
con tan estricta obediencia a sus superiores que tienden a carecer de individualidad en el sentido
en que nosotros la pensamos comúnmente.
La pregunta más importante, sin embargo, es la que se refiere al papel que juega Satanás en
la maldad humana. ¿Cuál es la influencia de Satanás en las personas profundamente malas como
los padres de Bobby y de Roger, y como Sarah y Charlene? Como dije, las dos personas
poseídas que vi no me parecían malas como las que acabo de nombrar, y Martin dice, con razón,
que los casos que llamamos de posesión son, en realidad, de posesión “parcial”, “incompleta” o
“imperfecta”. Martin sugiere la hipótesis de que tal vez existan los seres humanos
“perfectamente poseídos”, que incluso pueden abundar, pero presenta esta hipótesis sólo como
tentativa. ¿Los casos de personas malas que he descrito podrían ser casos de posesión perfecta?
No lo sé. Tal vez ésta es sólo una pregunta para el debate. Como son los que probablemente
acudirán menos a la psicoterapia, es muchísimo menos probable que los verdaderamente malas
se sometan a un exorcismo a través del cual se descubriría totalmente lo demoníaco. Si existe
algo igual a una posesión perfecta, es prácticamente seguro que ésta imposibilitará su propia
revelación.
De manera que no sé si Satanás elige a los malos para su obra. Sospecho que no.
Considerando la dinámica del pecado y el narcisismo, sospecho que ellos se eligen a si mismos.
Pero hasta tanto no tengamos mayor conocimiento de Satanás, mi comprensión será sólo tenue.
6. MYLAI: UN ESTUDIO DE LA MALDAD GRUPAL

Antes de que el exorcismo adquiriera mala reputación (en parte merecida) durante el Siglo
de la Ciencia y el Racionalismo, los exorcistas oficialmente formaban parte de la jerarquía de la
Iglesia. Se los consideraba una “orden menor” y estaban casi en lo más bajo de la estructura de
status. Creo que era, y todavía es, una ubicación apropiada. Aunque exigente y sacrificado, creo
que el papel del exorcista es relativamente fácil. Es un privilegio poco frecuente y muy
gratificante encontrar el mal en una forma en que puede ser aislado y eliminado.
El cura o pastor de parroquia común no está en una posición tan afortunada. El mal que
habitualmente encuentra entre los miembros de la parroquia, en las reuniones de la sacristía y en
la sociedad no es tan discreto ni tan curable. Es más sutil, más penetrante y devastador. Y por
lleno de amor y de inteligencia que esté, el clérigo debe batallar a ciegas con las fuerzas de la
oscuridad. Habrá pocos éxitos definidos, si es que los hay. Ahora dirigiremos nuestra atención a
esas difusas fuerzas cancerosas que actúan en nuestra sociedad.

LOS CRÍMENES
En la mañana del 16 de marzo de 1968, elementos de la Fuerza de Tareas Barker se
trasladaron a un pequeño grupo de aldeas conocidas con el nombre de colectivo de Mylai, en la
provincia de Quang Ngai en Vietnam del Sur. Estaba destinada a ser una típica “misión de
búsqueda y destrucción”, es decir que las tropas norteamericanas estaban buscando soldados
vietcong para destruirlos.
Vinculadas con otras unidades que operaban en Vietnam, las tropas de la Fuerza de Tareas
Barker habían recibido un apresurado entrenamiento y se las había reunido en este contingente.
Durante el mes anterior no habían tenido ningún triunfo militar. Sin poder entrar en combate con
el enemigo, habían sufrido una serie de bajas por las minas y las trampas explosivas. La
provincia se consideraba una fortaleza del Vietcong, en la que la población civil estaba muy
controlada e influida por los guerrilleros comunistas. La sensación general era que los civiles
apoyaban y estimulaban tanto a los guerrilleros que a menudo era difícil distinguir a los
combatientes de los no combatientes. De allí que los norteamericanos tendieron a odiar a los
vietnamitas del área y a desconfiar de ellos.
El servicio de inteligencia del Ejército había indicado que los habitantes de las aldeas de
MyLai concretamente asilaban a los vietcong. La Fuerza de Tareas Barker esperaba encontrar
combatientes allí. En la víspera de la operación parecía haber gran expectativa; por fin se
enfrentarían con el enemigo y lograrían cumplir su cometido.
La naturaleza de las instrucciones que recibieron esa noche los hombres alistados y los
oficiales jóvenes fueron más bien ambiguas con respecto a la distinción entre combatientes y no
combatientes. Se suponía que todos los soldados conocían la Convención de Ginebra que
establece que es un delito dañar a un no combatiente o, en todo caso, incluso a un combatiente
que ha dejado las armas por heridas o por enfermedad. Si realimente conocían la convención o
no, no lo sabemos. Pero es probable que por lo menos algunos de los soldados no conocieran la
ley de Operaciones Militares del Manual de Campo del Ejército de los Estados Unidos, que
especifica que las órdenes que violan la Convención de Ginebra son ilegales y no deben ser
obedecidas.
Aunque esencialmente todos los elementos de la Fuerza de Tareas Barker estuvieran
implicados de una u otra forma en la operación, el principal elemento de las tropas de tierra
directamente implicado fue la Compañía C, primer batallón, 20 de Infantería de la Brigada de
Infantería Ligera número 11. Cuando la Compañía “Charlie” se trasladó a las aldeas de MyLai
no descubrió un solo combatiente. Ninguno de los vietnamitas estaba armado. Nadie disparó
contra ellos. Sólo encontraron mujeres desarmadas, niños y viejos.
Algunas de las cosas que sucedieran después no están claras. Pero lo que sí está claro es que
los soldados de la Compañía C mataron por lo menos a quinientos o seiscientos aldeanos
desarmados. Los mataron en formas diversas. En algunos casos los soldados simplemente se
paraban en la puerta de una cabaña, la regaban de disparos de rifle y mataban a ciegas a todos los
que estaban adentro. En otros casos los aldeanos, incluidos los niños, eran matados a tiros
cuando trataban de escapar. Las matanzas en mayor escala ocurrieron en la aldea de MyLai 4.
Allí el primer pelotón de la Compañía Charlie, al mando del teniente William L. Calley, hijo,
reunió a los aldeanos en grupos de veinte a cuarenta o más para después asesinarlos con fuego de
fusiles, ametralladoras o granadas. De todos modos, es importante recordar que números
sustanciales de civiles sin armas fueron asesinados también en las otras aldeas de Mylai por
soldados de otros pelotones al mando de otros oficiales.
La matanza llevó mucho tiempo. Prosiguió durante toda la mañana. Sólo una persona trató
de detenerla. Era un piloto de helicóptero que volaba en apoyo de la misión de búsqueda y
destrucción. Desde el aire veía lo que estaba sucediendo. Aterrizó y trató de hablar con los
soldados, pero de nada sirvió. Otra vez en el aire, se comunicó por radio con el cuartel general y
con los oficiales superiores, que no parecieran preocuparse. De manera que abandonó el intento
y siguió con su trabajo.
Sólo podemos hacer una estimación del número desoldados implicados. Tal vez sólo
cincuenta de ellos realmente apretaron el gatillo. Aproximadamente doscientos presenciaron
directamente la matanza. 60 Podemos suponer que en esa semana por lo menos quinientos
hombres de la Fuerza de Tareas Barker sabían que se habían cometido crímenes de guerra.
No denunciar un delito es, en sí, un delito. En el año siguiente ningún miembro de la Fuerza
de Tareas Barker intentó denunciar las atrocidades que habían ocurrido en MyLai. Este delito se
describe como de “encubrimiento”.
Lo que el público norteamericano supo sobre MyLai se debió únicamente a una carta que
Ron Ridenhour escribió a fines de marzo de 1969 a varios miembros del congreso sobre las
atrocidades, más de un año después de que ocurrieran. Ridenhour no fue miembro de la Fuerza
de Tareas Barker, pero más tarde se enteró de las atrocidades por una charla casual con amigos
que habían estado en Mylai, y escribió la carta tres meses después de su retorno a la vida civil.
En la primavera de 1972 fui presidente de una comisión de tres psiquiatras designados por el
Director General de Medicina del Ejército, por expreso pedido del Jefe del Estado Mayor del
Ejército, para dar indicaciones sobre una investigación que esclareciera las causas psicológicas
de MyLai, para ayudar a evitar esas atrocidades en el futuro. La investigación que propusimos
fue rechazada por el Estado Mayor del Ejército, según dijeron porque no podía mantenerse en
secreto y tal vez resultaría molesta para el gobierno, y que “no era deseable crear más molestias
en ese momento”.
El rechazo de las recomendaciones de la comisión para la investigación es simbólico con
respecto a varios puntos. Uno es que cualquier investigación de la naturaleza del mal es molesta,
no sólo para los sujetos que se ha decidido investigar, sino para los investigadores mismos. Si
hemos de estudiar la naturaleza de la maldad humana, es dudoso que podamos separarnos
claramente nosotros de ellos; lo más probable es que nos encontremos estudiando nuestra propia
naturaleza. Sin duda, esta molestia potencial es una de las razones por las que hasta ahora no
hemos logrado desarrollar una psicología del mal.
60
Finalmente las acusaciones recayeron en veinticinco, de los cuales sólo seis fueron juzgados. Uno, el teniente
Calley, fue declarado culpable
El rechazo del Estado Mayor de nuestras recomendaciones para la investigación también
pone de relieve el hecho de que al considerar el mal en MyLai —como en todas las otras
consideraciones del mal— sufrimos de una simple falta de conocimiento científico. Como lo
anterior, mucho de lo que sigue es especulativo. Inevitablemente nos limitaremos a la especu-
lación hasta que, a través de la investigación científica, podamos desarrollar un cuerpo de
conocimiento que constituya una auténtica psicología del mal.

PRÓLOGO A LA MALDAD GRUPAL


Los gatillos los aprietan los individuos. Las órdenes las dan y las ejecutan los individuos.
En un último análisis, todo acto humano es, finalmente, el resultado de una elección individual.
Ninguno de los individuos que participaron en las atrocidades de MyLai o en su encubrimiento
está libre de culpa. Incluso el piloto del helicóptero —el único lo bastante valiente y bueno
como para intentar detener la matanza— puede ser acusado por no denunciar lo que vio más allá
del primer peldaño de autoridad por encima de él.
Hasta ahora nos hemos centrado en individuos específicos a quienes he clasificado como
“malos” y a quienes he distinguido de la vasta mayoría de otros individuos a quienes he
designado como “no malos”. Aunque admitamos que esta tajante distinción en un poco arbitraria
—que hay todo un continuum entre los que son profundamente malos y los que no son malos en
absoluto—, nos queda un problema: ¿cómo es posible que aproximadamente quinientas hombres,
que sin duda no eran malos como individuos, puedan haber participado en un acto tan
monstruosamente malo como el de MyLai? Es evidente que para comprender MyLai no
debemos centrarnos únicamente en la maldad individual y la elección individual. Por lo tanto
este capítulo se concentra en el fenómeno de la maldad grupal como algo diferente de, y en otros
aspectos parecido, el fenómeno de la maldad individual. La relación entre maldad individual y
maldad grupal no es un tema nuevo para estudio. Hasta hay un libro sobre el tema
específicamente dedicado a examinar los mismos acontecimientos: Individual and Collective
Responsibilty: The Masacre at MyLai. 61 Pero fue escrito por filósofos y no desde un punto de
vistá psicológico.
Desde hace muchos años pienso que los grupos humanos tienden a comportarse en forma
similar a los individuos humanos, excepto en un nivel que es más primitivo e inmaduro que lo
que podría esperarse. Por qué es así —por qué el comportamiento de los grupos es notablemente
inmaduro— por qué son, desde un punto de vista psicológico, menos que la suma de sus partes,
es una pregunta que no estoy capacitado para responder. 62 Pero de una cosa estay seguro: hay
más de una respuesta. El fenómeno de la inmadurez en el grupo está —para usar un término psi-
quiátrico— “sobredeterminado”. Esto significa que es el resultado de múltiples causas. Una de
estas causas es el problema de la especialización.
La especialización es una de las mayores ventajas de los grupos. Hay formas en que los
grupos pueden funcionar con mucha mayor eficiencia que los individuos. Porque sus empleados
están especializados como ejecutivos y diseñadores y fabricantes de herramientas y de matrices y
operadores de la línea de montaje (que a su vez están especializados en diversas áreas), la
General Motors puede producir un enorme número de autos. Nuestro nivel de vida
extraordinariamente alto está basado totalmente en la especialización de nuestra sociedad. El
hecho de que yo tenga el conocimiento y el tiempo para dedicarme a escribir este libro es un
resultado directo del hecho de que yo soy un especialista dentro de nuestra comunidad, y
61
E. Peter A. French, Cambridge, Mass., Schenkman Pub. Co., 1972
62
Sin embargo, es una pregunta muy importante que merece que se le dedique mucha reflexión e investigación. Es
un tema específico no sólo para la maldad grupal en general —como si eso fuera poco—, sino crucial para la
comprensión de todos los fenómenos del grupo humano, desde las relaciones internacionales hasta la naturaleza de
la familia
dependo absolutamente de granjeros, mecánicos, editores y libreros para mi bienestar. Mal
puedo decir que la especialización es negativa. Por otra parte, estoy totalmente convencido de
que gran parte del mal de nuestro tiempo está relacionado con la especialización y que
necesitamos desesperadamente desarrollar una actitud de desconfianza y cautela hacia ella. Creo
que debemos tratar a la especialización con el mismo grado de desconfianza y recaudos con que
tratamos a los reactores nucleares.
La especialización contribuye a la inmadurez de los grupos y a su potencial para el mal a
través de diferentes mecanismos. Por el momento me restringiré a la consideración de uno solo
de esos mecanismos: la fragmentación de la conciencia.
Si en la época de MyLai, paseándome por los corredores del Pentágono, me hubiera
detenido a hablar con los responsables de dirigir la manufactura de napalm y su transporte a
Vietnam en forma de bombas, y si hubiera cuestionado a esos hombres sobre la moralidad de la
guerra y, por lo tanta, la moralidad de su ocupación, éste es el tipo de respuesta que
invariablemente habría recibido: “Ah, apreciamos su preocupación, ya lo creo, pero creo que
nosotros no somos la gente con quienes usted debe hablar. Esta no es la sección que
corresponde. Este es el sector de pertrechos de guerra. Nosotros sólo proveemos las armas… no
determinamos cómo y dónde se las usará. Eso corresponde a planeamiento. Tiene que hablar
con la gente de planeamiento en el otro extremo del corredor”. Y si yo hubiera seguido esta
indicación, y expresado los mismos conceptos, la gente de planeamiento me habría dicho: “Ah,
sabemos que hay temas muy graves en discusión, pero creo que están más allá de nuestra esfera.
Nosotros simplemente determinamos cómo se realizará la guerra… no si se llevará a cabo o no.
Los militares son sólo una agencia de la rama ejecutiva. Los militares sólo hacen lo que les
ordenan hacer. Estos grandes temas se deciden en la esfera de la Casa Blanca, no aquí. Es allá
donde debe llevar sus preocupaciones”. Y así sucesivamente.
Siempre que los roles de los individuos en un grupo se tornan especializados, se hace
posible y fácil que el individuo pase la carga moral a otra parte del grupo. De esta manera, no
sólo el individuo abandona su conciencia, sino que la conciencia del grupo como un todo puede
llegar a fragmentarse y diluirse hasta dejar de existir. Veremos esta fragmentación una y otra
vez, de una u otra forma, en el análisis siguiente. El hecho evidente de la cuestión es que
cualquier grupo permanecerá, sin poder evitarlo, potencialmente inconsciente y malo hasta que
llegue el momento en que cada individuo se haga responsable directo del comportamiento de
todo el grupo —el organismo— del cual es una parte. Tal vez todavía no hemos llegado a ese
punto.
Recordando la inmadurez psicológica de los grupos, examinaremos aspectos de los dos
crímenes de MyLai: las atrocidades mismas y su encubrimiento. Los dos crímenes están muy
entrelazados. Aunque el encubrimiento pueda parecer menos atroz que las atrocidades, son parte
de la misma cuestión. ¿Cómo es posible que tantos individuos hayan podido participar del
mismo monstruoso mal sin que ninguno de ellos haya tenido un cargo de conciencia que lo
obligara a confesar?
El encubrimiento fue una gigantesca mentira grupal. La mentira es, a la vez, uno de los
síntomas y una de las causas del mal, uno de los frutos y una de las raíces. Por eso este libro se
llama La gente de la mentira (People of the lie). Hasta ahora hemos considerado exponentes
individuales de la mentira. Ahora consideraremos a todo un grupo. Sin duda, en virtud de su
participación extraordinariamente comunal en el encubrimiento, los hombres de la Fuerza de
Tareas Barker eran “gente de la mentira”. Cuando terminemos hasta podemos llegar a concluir
que el pueblo norteamericano, al menos durante esos años de la guerra, fue también “gente de la
mentira”.
Como con cualquier mentira, el principal motivo del encubrimiento fue el miedo. Los
individuos que habían cometido los crímenes —que habían apretado el gatillo o dado las órdenes
— obviamente tenían razones para tener miedo de informar sobre lo que habían hecho. Los
esperaba una corte marcial. Pero, ¿y el número mucho mayor de los que sólo presenciaron las
atrocidades y, sin embargo, no dijeron nada de esa “cosa un poco oscura y sangrienta”? 63 ¿De
qué tenían miedo?
Cualquiera que piense un poco en la naturaleza de la presión de grupo comprenderá que
para un miembro de la Fuerza de Tareas Barker denunciar el crimen fuera de ese grupo requeriría
gran coraje. Cualquiera que lo hiciese quedaría rotulado como soplón. Es lo peor que se puede
decir de una persona. A los soplones se los mata. Lo menos que se les hace es condenarlos al
ostracismo. Para el civil norteamericano común el ostracismo puede no parecer algo tan terrible.
“Si a uno lo echan de un grupo puede entrar en otro”. Pero recuerden que un militar no es libre
de incorporarse simplemente a otro grupo. No puede dejar el ejército hasta que haya terminado
su período. La deserción misma es un crimen enorme. De manera que está clavado en el
ejército, y más estrictamente en el grupo al que pertenece, excepto que las autoridades decidan
otra cosa. Más allá de esto, los militares hacen otras cosas muy deliberadamente para intensificar
el poder de la presión de grupo dentro de sus filas. Desde el punto de vista de la dinámica de
grupo y de la dinámica del grupo militar en particular, no es extraño que los miembros de la
Fuerza de Tareas Barker no hayan denunciado los crímenes del grupo. Ni es sorprendente que el
hombre que finalmente hizo la denuncia no fuera miembro de la Fuerza y ni siquiera fuera
miembro del ejército cuando la hizo.
Pero sospecho que hubo otra razón sumamente significativa para que los crímenes de
MyLai hayan quedado tanto tiempo sin denunciar. Como no he hablado con los individuos
implicados la presento sólo como conjetura. Pero sí hablé con muchísimos soldados que
estuvieron en Vietnam en esos años, y conozco muy bien las actitudes que prevalecían entre los
militares en esa época. Mi profunda sospecha, por consiguiente, es que, en gran parte, los
miembros de la Fuerza de Tareas Barker no confesaron los crímenes simplemente porque no
tenían conciencia de que los habían cometido. Por supuesto sabían lo que habían hecho, pero si
apreciaron el significado y la naturaleza de lo que habían hecho es otra cosa. Sospecho que
muchos de ellos ni siquiera consideraron que habían cometido un crimen. No confesaron porque
no se dieron cuenta de que tenían algo que confesar. Algunos, sin duda, ocultaron su culpa. Pero
sospecho que otros no tenían ninguna culpa que ocultar.
¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede un hombre en su sano juicio cometer un asesinato y no
saber que lo ha cometido? ¿Cómo puede ser que una persona que no sea básicamente mala haya
participado en un mal monstruoso y no tenga conciencia de lo que ha hecho? Esta es la pregunta
que tendremos como centro en el siguiente análisis de la relación del individuo con la maldad
grupal. En mi intento de responder a esta pregunta continuaré con la consideración del mal
desde el nivel del individuo hasta el nivel del grupo pequeño (Fuerza de Tareas Barker), y luego
hasta los niveles de los grandes grupos.

ASCENDIENDO EN LA ESCALA DE LA RESPONSABILIDAD COLECTIVA

EL INDIVIDUO EN SITUACIÓN DE ESTRES


Cuando yo tenía dieciséis años me extrajeron las cuatro muelas del juicio durante unas
vacaciones de verano. Durante los siguientes cinco días no sólo me dolían las mandíbulas sino
que las tenía tan hinchadas que no podía abrir la boca. No podía comer comida sólida, sólo
líquidos y comida para bebé sin gusto a nada. Tenía un gusto fétido a sangre en la boca todo el
tiempo. Al final de esos cinco días mi nivel de funcionamiento psíquico había descendido al de

63
Frase de Ron Ridenhour.
un chico de tres años. Estaba totalmente egocéntrico. Me mostraba quejoso e irritable con los
demás. Esperaba que me atendieran todo el tiempo. Cuando alguna cosita no salía exactamente
como yo lo esperaba, se me llenaban los ojos de lágrimas y tenía un disgusto enorme.
Creo que cualquiera que haya tenido un sufrimiento constante que le haya durado una
semana o algo así, reconocerá la experiencia que acabo de describir. En una situación de
molestia prolongada los humanos naturalmente, casi inevitablemente, tendemos a regresar.
Nuestro crecimiento psicológico se revierte; nos olvidamos de nuestra madurez. Nos transfor-
mamos muy rápidamente en seres más infantiles, más primitivos. El sufrimiento o la
incomodidad es estrés. Lo que estoy describiendo es una tendencia natural del organismo
humano a la regresión como respuesta al estrés crónico.
La vida de un soldado en zona de combate es de estrés permanente. Aunque el Ejército
hacía todo lo posible por minimizar el estrés en sus tropas de Vietnam (proporcionando
entretenimiento siempre que era posible, descanso y períodos de recreación, y otras formas de
relajación), el hecho es que los soldados de la Fuerza de Tareas Barker estaban en una situación
de estrés crónico. Estaban muy lejos de sus hogares. La comida era mala, los insectos
abundantes, el calor enervante, los lugares para dormir incómodos. Y estaba el peligro, en
general no tan grave como en otras guerras, pero probablemente mayor causante de estrés en
Vietnam porque era tan impredecible. Venía en forma de ráfagas de artillería por las noches,
cuando los soldados pensaban que estaban seguros, de cazabobos en el camino a la letrina, de
minas que le volaban las piernas a un soldado mientras paseaba por un bonito sendero. El hecho
de que la Fuerza de Tareas Barker no encontrara en My Lai al enemigo esperado en aquel día era
un ejemplo de la naturaleza del combate en Vietnam: el enemigo aparecía cuando y donde no se
lo esperaba.
Además de la regresión hay otro mecanismo con el que los seres humanos responden al
estrés. Es un mecanismo de defensa. Robert Jay Lifton, que estudió a los sobrevivientes de
Hiroshima y otros desastres, lo ha denominado “parálisis psíquica”. En una situación en que
nuestros sentimientos emocionales son abrumadoramente dolorosos o desagradables, tenemos la
capacidad de anestesiamos. Es una cosa simple. La vista de un solo cadáver ensangrentado,
aplastado, nos horroriza. Pero si vemos esos cadáveres alrededor de nosotros, uno tras otro, día
tras día, lo horrible se vuelve normal y perdemos nuestro sentimiento de horror. Sencillamente
lo desconectamos. Nuestra capacidad de horror disminuye. Ya no vemos realmente la sangre ni
olemos el hedor ni sentimos el sufrimiento. Inconscientemente nos hemos anestesiado.
Esta capacidad de auto-anestesia emocional tiene sus ventajas. Sin duda se ha desarrollado
en nosotros a través de la evolución y mejora nuestra capacidad de sobrevivir. Nos permite
seguir funcionando en situaciones tan espantosas que nos harían pedazos si conserváramos
nuestra sensibilidad normal. Sin embargo, el problema es que este mecanismo de auto-anestesia
no parece ser muy específico. Si nuestra sensibilidad a la fealdad disminuye porque vivimos
rodeados de basura, es probable que nos convirtamos nosotros mismos en gente que arroja la
basura en cualquier parte. Insensibles a nuestro propio sentimiento, tendemos a volvernos
insensibles al sufrimiento de otros. Al ser tratados en forma indigna, no sólo perdemos el sentido
de nuestra propia dignidad, sino también el de la dignidad de otros. Cuando ya no nos afecta ver
cadáveres aplastados, tampoco nos molestará aplastarlos nosotros mismos. Por cierto, es difícil
cerrar los ojos selectivamente a un tipo de brutalidad sin cerrarlos a toda la brutalidad. ¿Cómo
podemos tornarnos insensibles a la brutalidad sin convertirnos en brutos?
Por lo tanto, podemos suponer que después de un mes en el campo de batalla an la Fuerza
de Tareas Baker -un mes de mala comida, mal dormir, ver camaradas muertos o lisiados- el
soldado medio era más psicológicamente inmaduro, primitivo y bruto que lo que habría sido en
un momento y en un Jugar con menos estrés.
He hablado de la relación entre el narcisismo y el mal, y he dicho que el narcisismo es un
estado del que normalmente salen los seres humanos a través de la maduración. Podemos
pensar, entonces, que el mal es una suerte de inmadurez. Los individuos inmaduros tienen más
tendencia al mal que los maduros. Nos impresiona no sólo la inocencia sino también la crueldad
de los niños. Si un adulto se deleita arrancándoles las alas a las moscas es correcto pensar que es
sádico y sospechar que es malo. Si lo hace un chico de cuatro años, se lo regaña pero se piensa
que es solamente curioso; si lo hace un chico de doce, ya crea cierta preocupación.
Si superamos el mal y el narcisismo, y si naturalmente tenemos una regresión en momentos
de estrés, ¿no podemos decir que los seres humanos tienen más probabilidades de ser malos en
tiempos de estrés que en tiempos tranquilos? Yo creo que sí. Preguntamos cómo sucedió que un
grupo de cincuenta o de quinientos individuos -de los que sólo una pequeña minoría debían de
ser malos- pudo haber cometido un mal tan grande como el de MyLai. Una respuesta es que
debido al estrés constante que soportaban, los individuos de la Fuerza de Tareas Barker eran más
inmaduros y por lo tanto había que esperar que hicieran más mal que en una situación normal.
Como resultado de la situación de estrés, la distribución normal del bien y el mal se había
inclinado en dirección al mal. Sin embargo, como veremos, éste es sólo uno de los muchos
factores que explicaron el mal en MyLai.
Habiendo considerado la relación entre el mal y el estrés, es apropiado comentar la relación
entre el bien y el estrés. El que se comporta con nobleza en los buenos tiempos -un amigo en las
buenas, diríamos- puede no ser tan noble en las malas. El estrés es la prueba de fuego de la
bondad. Los verdaderamente buenos son los que en tiempos de estrés no retiran su integridad, su
madurez, su sensibilidad. La nobleza puede definirse como la capacidad de no regresar en
respuesta a la degradación, no volverse insensible frente al dolor, tolerar la agonía y permanecer
intacto. Como he dicho en otra parte, “una medida, y tal vez la mejor medida de la grandeza de
una persona es la capacidad de sufrimiento”. 64

DINÁMICA DE GRUPO: DEPENDENCIA Y NARCISISMO


Los individuos no sólo regresan habitualmente en momentos de estrés; la regresión se
produce también en el encuadre de grupo. Si no lo creen, observen una reunión del Club de
Leones o de la universidad. Un aspecto de esta regresión es el fenómeno de dependencia del
líder. Es muy significativo. Si se reúne un pequeño grupo de extraños, de alrededor de doce
personas, casi lo primero que ocurre es que una o dos de ellas asumen rápidamente el rol del líder
del grupo. No sucede por un proceso racional de elección consciente; simplemente sucede en
forma natural, espontánea e inconsciente. ¿Por qué sucede con tanta rapidez y facilidad? Una
razón, por supuesto, es que algunos individuos son más aptos para la conducción que otros, o
bien desean ser líderes más que otros. Pero la razón más básica es la inversa: la mayoría de las
personas prefieren ser seguidoras un líder. Más que nada se trata probablemente de un problema
de haraganería. Simplemente es fácil seguir, y mucho más fácil ser seguidor, que líder. No hay
necesidad de pasar por la agonía de tomar decisiones complejas, planear por anticipado, ejercer
la iniciativa, arriesgarse a ser impopular o esforzarse con mucho coraje.
El problema es que el rol de seguidor es el rol del niño. El adulto individual como
individuo es el capitán de su propio barco, e1 director de su destino. Pero cuando asume el rol de
seguidor entrega su poder al líder: su autoridad sobre sí mismo y su madurez en la toma de
decisiones. Se torna psicológicamente dependiente del líder como un chico es dependiente de
sus padres. De esta forma hay una profunda tendencia en el individuo promedio a regresar
emocionalmente no bien se convierte en miembro de un grupo.

64
La nueva psicología de/amor. Emecé Editores, pág. 78.
Desde el punto de vista de un terapeuta que conduce un grupo terapéutico, esta regresión no
es positiva. Al fin y al cabo, el papel del terapeuta es estimular, alentar y desarrollar la madurez
de sus pacientes. Por lo tanto, gran parte del trabajo de un terapeuta de grupo será enfrentar y
desafiar la dependencia de los pacientes dentro del grupo, luego hacerse a un lado para que el
paciente pueda arriesgarse a asumir el liderazgo y así aprender a ejercer un poder maduro en un
encuadre de grupo. Un grupo de terapia bien conducido será aquel en que todos los miembros
hayan llegado a compartir igualmente el liderazgo del grupo de acuerdo a sus capacidades
individuales personales. El grupo de terapia maduro ideal es el que está totalmente compuesto
de líderes.
Pero la mayoría de los grupos no existen con fines de psicoterapia o de crecimiento
personal. El propósito del Primer Pelotón de la Compañía Charlie de la Fuerza de Tareas Barker
no era preparar líderes, sino matar soldados vietcong. En realidad, para sus propósitos, los
militares han estimulado un estilo de liderazgo de grupo esencialmente opuesto al del grupo
terapéutico. Según una vieja máxima, los soldados no deben pensar. Los líderes no se eligen
dentro del grupo, sino que son designados desde arriba y deliberadamente investidos con los
símbolos de la autoridad. La obediencia es la disciplina militar número uno. La relación de
dependencia que el soldado tiene con su líder no es sólo alentada, es un mandato 65. Por la
naturaleza de su misión los militares, intencionalmente y tal vez con sentido realista, alientan la
dependencia regresiva que se da naturalmente en los individuos dentro de los grupos.
En ocasiones tales como My Lai el soldado individual está en una situación casi imposible.
Por un lado, puede que recuerde vagamente que en algún aula le dijeron que no es necesario que
entregue su conciencia y que debe tener la independencia de juicio madura -incluso la obliga-
ción- de negarse a obedecer una orden ilegal. Por otro lado, la organización militar y su
dinámica de grupo hacen lo más doloroso, difícil y antinatural posible que el soldado ejercite
independencia de juicio o practique la desobediencia. No está claro si las órdenes de la
Compañía Charlie fueron “matar todo lo que se moviera” o “asolar la aldea”. Pero si lo fueron,
¿es sorprendente que los soldados hayan seguido las órdenes de sus líderes? ¿Habríamos
esperado que en cambio se amotinaran en masa?
Si el amotinamiento en masa parece demasiado, ¿al menos no podríamos haber esperado
que unos cuantos individuos fueran lo suficientemente valientes como para rebelarse contra el
liderazgo? No necesariamente. Ya he comentado el hecho de que los modelos de conducta de
grupo son notablemente parecidos a la conducta de un individuo. Esto se debe a que un grupo es
un organismo. Tienden a funcionar como una entidad única. Un grupo de individuos se
comporta como una unidad debido a lo que se llama cohesión del grupo. Hay fuerzas profundas
en acción en un grupo para mantener juntos y en línea a los miembros individuales. Cuando
fallan estas fuerzas para la cohesión, el grupo comienza a desintegrarse y deja de ser un grupo.
Probablemente la más poderosa de estas fuerzas cohesivas del grupo es el narcisismo. En
su forma más simple y benigna, esto se manifiesta en el orgullo del grupo. Una vez más, los
militares hacen deliberadamente mucho más que otras organizaciones para alentar el orgullo
dentro de sus grupos. Lo hacen a través de una variedad de medios, por ejemplo desarrollando
una insignia del grupo -banderas de cada unidad, distintivos, incluso desviaciones especiales del
uniforme como por ejemplo las boinas verdes- y alentando la competencia dentro del grupo,

65
Hasta los civiles hacen el mal con bastante facilidad en situación de obediencia. Como lo describió David Myers
en su excelente artículo “A Psychology of Evil” (la psicología del mal) (The Other Side, abril de 1982, pág. 29): “El
ejemplo más claro es el de los experimentos de obediencia de Stanley Mitgram. Enfrentados con un imponente
comandante que estaba allí, con ellos, el sesenta y cinco por ciento de sus sujetos adultos obedeció totalmente las
instrucciones. Si se les ordenaba, estaban dispuestos a aplicar lo que parecían ser shocks eléctricos traumatizantes a
una víctima inocente que gritaba en la habitación contigua. Eran personas comunes, una mezcla de obreros,
empleados de oficina y profesionales. Sentían desprecio por lo que tenían que hacer. Pero la obediencia tenía
precedencia sobre su propio sentido moral”.
desde los deportes dentro del cuartel hasta la comparación de la cantidad de bajas producidas en
el enemigo por cada unidad. No es casual que el término común para denotar el orgullo del
grupo sea espíritu de cuerpo. 66
Una forma menos benigna, pero prácticamente universal, de narcisismo de grupo es lo que
podría llamarse “creación del enemigo”, u odio a los que están “fuera del grupo”. Vemos ocurrir
esto naturalmente en los niños cuando por primera vez aprenden a desarrollar grupos. Los
grupos se convierten en pandillas. Los que no pertenecen al grupo (al club o a la pandilla) son
despreciados como inferiores, o malos, o las dos cosas. Si un grupo no tiene ya un enemigo,
muy probablemente creará uno a corto plazo. La Fuerza de Tareas Barker, por supuesto, tenía un
enemigo predesignado: los vietcong. Pero los vietcong eran casi todos compatriotas de los
survietnamitas, de quienes resultaba casi imposible distinguirlos. Inevitablemente el enemigo
especificado se generaliza hasta incluir a todos los vietnamitas, de manera que el soldado
norteamericano promedio no odiaba solamente a los vietcong; odiaba a los “amarillos” en
general.
Casi todo el mundo sabe que la mejor manera de fomentar la cohesión del grupo es
fermentar el odio del grupo contra un enemigo externo. Las deficiencias dentro del grupo
pueden pasarse por alto fácilmente y sin sufrimiento si se centra la atención en las deficiencias o
los “pecados” de los externos al grupo. Así los alemanes de Hitler podían ignorar sus problemas
domésticos usando a los judíos como chivo emisario. Y cuando los soldados norteamericanos no
luchaban con eficiencia en Nueva Guinea en la Segunda Guerra Mundial, el comando mejoraba
su esprit de corps mostrándoles películas de los japoneses cometiendo atrocidades. Pero este uso
del narcisismo -ya sea inconsciente o deliberado- es potencialmente malo. Hemos examinado
extensamente las formas en que los individuos malos escapan al autoexamen y a la culpa
acusando e intentando destruir cualquier cosa o a cualquier persona que ponga de manifiesto sus
deficiencias. Ahora vemos que esa maligna conducta narcisista se da naturalmente en los grupos.
La conclusión obvia es que el grupo que fracasa es el que probablemente se comportará en
forma más maligna. El fracaso hiere nuestro orgullo, y el animal herido es el más maligno. En
el organismo sano el fracaso será un estímulo para el autoexamen y la autocrítica. Pero como el
individuo malo no puede tolerar la autocrítica, es en el momento del fracaso cuando él o ella
atacarán de una manera u otra. Y lo mismo sucede con los grupos. El fracaso del grupo y la
estimulación de la autocrítica del grupo actúan para dañar el orgullo y la cohesión del grupo.
Los líderes de grupo en todos los lugares y épocas, por lo tanto, fortalecen la cohesión del grupo
en momentos de fracaso acicateando el odio del grupo por los extranjeros o “el enemigo”.
Volviendo al tema especifico de nuestro examen, recordaremos que en la época de MyLai la
operación de la Fuerza de Tareas Barker había sido un fracaso. Después de más de un mes en el
campo de batalla todavía no se habían enfrentado al enemigo. Sin embargo, los norteamericanos,
en forma lenta pero constante, tenían bajas. Y el enemigo ninguna. Como fracasaba en su
misión —que era en primer lugar matar— el liderazgo de grupo estaba mucho más sediento de
sangre. Dadas las circunstancias, esta sed se había vuelto indiscriminada, y los soldados querían
satisfacerla sin prestar atención a nada más.

EL GRUPO ESPECIALIZADO: LA FUERZA DE TAREAS BARKER


Ya he mencionado el potencial para el mal en la especialización. He hablado de cómo el
individuo especializado está en posición de pasar el fardo moral a otro engranaje especializado
66
Los psicólogos han observado que en un campamento cuando grupos similares de chicos de doce años, sin el
liderazgo restrictivo de los adultos, eran estimulados a competir entre sí, la competencia benigna pronto se
transformaba en una violenta “guerra a escala de los doce años”. (Myers. A Psycho/ogy of evil, pág. 29).
de la máquina o a la máquina misma. Incluso cuando yo hablaba de la regresión que sufren los
individuos cuando asumen el rol de seguidores en un grupo, hablaba de especialización. El
seguidor no es una persona completa. La persona cuyo rol aceptado no es ni pensar ni conducir
ha descuidado su capacidad de pensar y conducir. Y como pensar y conducir ya no son su
especialidad ni su ob1igación, generalmente descuida también su conciencia en la transacción.
Si consideramos no ya el individuo sino el grupo especializado, veremos los mismos tipos
de fuerzas peligrosas en acción. La Fuerza de Tareas Barker era un grupo especializado. No
existía para muchos propósitos: para jugar al fútbol o para construir represas; ni siquiera para
alimentarse a sí mismo. Existía para un solo propósito especializado: para buscar y destruir a los
vietcong en la provincia de Quang Ngai en 1968.
Un hecho importante que hay que recordar acerca de la especialización, es que rara vez es
accidental o azarosa. Generalmente es muy selectiva. No es por accidente que yo soy psiquiatra.
Elegí serlo y realicé selectivamente las tareas necesarias para prepararme para este rol
especializado. Además, no sólo elegí este rol sino que fui elegido por la sociedad. En muchas
etapas diferentes fui examinado para ver si cumplía con los requisitos para ser socio de este
“club”. Cualquier grupo especializado nace como resultado tanto de la autoselección como de la
selección de grupo. Si usted, por ejemplo, asistiera a un congreso de psiquiatras y viera cómo se
visten, como es su acento al hablar, la forma como se mueven, su forma particular de discutir,
llegaría a la conclusión de que realmente son un grupo peculiar.
Veamos otro ejemplo todavía más típico: una fuerza policial. Nadie se convierte en policía
por accidente. Los que se presentan como postulantes son tipos especiales de personas que
desean ser policías. Por ejemplo, un joven de clase media baja, que es a la vez agresivo y
convencional, puede interesarse en entrar en la policía. Un joven intelectual tímido, no. La
naturaleza del trabajo policial permite la expresión de una cierta cantidad de agresión al servicio
de la ley y, al mismo tiempo, estimula a contener la agresión a través de una organización
altamente estructurada dedicada al respeto por la ley. Es apropiada para las necesidades
psicológicas del primer tipo de joven. Este joven gravita naturalmente hacia ese trabajo. Si
durante el período de su preparación descubre que éste no le satisface o que de alguna manera él
es imcompatib1e con lo que hacen los demás miembros de la fuerza, renunciará o lo separarán de
su puesto. El resultado es que una fuerza policial generalmente es un grupo bastante homogéneo
de personas que tienen mucho en común entre sí y que son muy diferentes de otros tipos de
grupos, como por ejemplo los que hacen manifestaciones antibélicas o los profesores de inglés de
la universidad.
A través de estos ejemplos podemos discernir tres principios generales con respecto a los
grupos especializados.
En primer lugar, el grupo especializado inevitablemente desarrolla un carácter grupal que lo
refuerza. Segundo, por este motivo los grupos especializados tienen gran tendencia al
narcisismo, es decir a considerarse como extraordinariamente correctos y superiores a otros
grupos homogéneos. Finalmente, la sociedad en conjunto, en parte a través del proceso de
autoselección descripto, emplea tipos específicos de personas para realizar sus roles
especializados: por ejemplo, emplea hombres agresivos y convencionales para realizar sus
funciones policiales.
Ya hemos mencionado que la Fuerza de Tareas Barker era un grupo especializado que
existía con el único propósito de llevar a cabo misiones de búsqueda y destrucción en la
provincia de Quang Ngai. Lo que tal vez el lector no perciba, sin embargo, es la gran cantidad
de selección y auto-selección involucrada en la creación de ese grupo. Aunque en esa época se
reclutaban civiles, la Fuerza de Tareas Barker estaba lejos de ser un ejemplo al azar de la
población norteamericana. Los miembros más pacifistas de la sociedad se eximían yéndose a
Canadá o declarándose objetores de conciencia. Los miembros menos pacifistas que deseaban
evitar la obligación de combatir generalmente se alistaban y no esperaban a ser reclutados.
Alistándose podían elegir servir en la Fuerza Aérea, en la Marina o en alguna especialidad que no
fuera de combate dentro del Ejército, que muy difícilmente los llevaría a Vietnam. La Fuerza de
Tareas Barker se componía de personal militar de carrera que había elegido deliberadamente
combatir o de jóvenes “descontentos” que habían hecho lo mismo (o que por alguna razón no
habían logrado eludir el rol fácilmente esquivable de soldado de infantería).
Hasta fines de 1968, mucho después de MyLai, la guerra de Vietnam fue casi totalmente
librada, del lado norteamericano, por voluntarios. Para muchos militares de carrera un viaje de
trabajo a Vietnam era algo muy deseable y buscado. Significaba, medallas, entusiasmo, dinero
extra, y una segura promoción. También existía un sistema único de voluntarios en esa época
para los jóvenes que se alistaban. Casi todos los que iban a Vietnam como voluntarios se
aseguraban tres cosas: un cambio de ubicación instantáneo, una licencia inmediata y una
bonificación. Estos incentivos fueron suficientes para asegurar una adecuada provisión de “carne
de cañón” voluntaria hasta el incremento en la cantidad de soldados norteamericanos en la guerra
después de MyLai.
El caso de un individuo prototipo puede servir para ilustrar algunos aspectos de la relación
entre la sociedad norteamericana en 1968, sus militares, y el subgrupo de los militares que
luchaban en Vietnam. Llamaremos “Larry” a este individuo prototipico y tomaremos a Iowa
como su lugar de origen. Larry, el mayor de los seis hijos de un granjero alcohólico que
trabajaba contratado y de su cansada esposa, fue claramente un revoltoso desde el comienzo de
su pubertad. En 1965 a los dieciséis años, Larry había abandonado el colegio y se mantenía
dudosamente con una serie de trabajos diversos que no le alcanzaban para pagar el seguro del
auto, la nafta y un estilo de vida muy dado a la bebida. En noviembre de 1966 lo llevaron preso
cuando trataba de robar en la estación de servicio local. La comunidad estaba encantada de
liberarse de Larry, pero por otro lado no deseaba incrementar la población de la prisión del
estado ni los impuestos correspondientes. Además, el dinero robado se había recuperado y los
daños no habían sido importantes. De manera que el juez del distrito le dijo a Larry que tenía
dos opciones: entrar en el Ejército o ir a la cárcel.
De allí en adelante todo fue muy simple. El reclutador del Ejército tenía su pequeña oficina
en el mismo edificio que el juez. No hace falta decir que había vacantes en la infantería. Larry
se alistó para Alemania porque le habían dicho que allí las chicas eran fáciles, y esa misma
semana salió de Fort Leonard Wood, Missouri, para hacer su entrenamiento básico. La
instrucción básica y luego avanzada para infantería lo tuvo tan ocupado que no tuvo tiempo de
portarse mal. Pero cuando llegó a Alemania fue distinto. Las chicas estaban tan bien como se
decía y la cerveza, mejor todavía. Pero los precios eran altos. Pidió dinero prestado y tuvo
problemas para devolverlo. Vendió un poco de hachís para un comerciante más importante, y
eso lo ayudó, pero luego el proveedor rotó. Sus deudas crecieron. Larry, que ahora tenía casi
diecinueve años, se daba cuenta de cómo andaban las cosas. Sus acreedores podían destrozarlo o
denunciarlo por lo del hachís. Pero había una salida. Se alistó sin decir nada para Vietnam, y en
tres días estaba volando de regreso a Estados Unidos, dejando atrás sus problemas. Se sentía
bien. Tenía una bonificación para tirar por la ventana durante una licencia de diez días en Iowa,
viendo a los viejos camaradas e impresionando a las chicas. El futuro que vendría después de
eso no le preocupaba en absoluto. Había oído que las mujeres de “Nam” eran todavía mejores
que las de Alemania, y además sería interesante ver un poco de acción alguna vez. Matar unos
cuantos “amarillos” podía ser divertido.
Lamentablemente, a pesar de que habría sido muy útil para nuestra comprensión, jamás se
ha hecho un análisis sociológico de la composición de la Fuerza de Tareas Barker. Por lo tanto,
no puedo decir nada científico. No quiero decir que todo el grupo estuviera formado por
pequeños delincuentes como “Larry”. Lo que sí quiero sugerir es que la Compañía Charlie y la
Fuerza de Tareas Barker no eran una muestra promedio del pueblo norteamericano. Sus
miembros llegaron todos a MyLai en marzo de 1968, por razones de historia personal y
autoselección, a través de un sistema de selección también establecido por los militares
norteamericanos y por la sociedad norteamericana como un todo. No era un grupo de hombres
reunidos al azar. Era altamente especializado, no sólo en su misión sino también en su
composición única.
La composición humana especializada de la Fuerza de Tareas Barker (y de muchísimos
otros grupos humanos) presenta tres aspectos significativos.
Primero está la flexibilidad que puede esperarse de los seres humanos especializados. La
Compañía Charlie era un grupo especializado de asesinos. Los individuos que la componían, por
una u otra razón, gravitaban hacia el rol de asesinos al mismo tiempo que el sistema los seducía
deliberadamente para que lo asumieran. Además, los instruimos para el rol y les dimos las armas
para desempeñarlo. ¿Es sorprendente, entonces, que ante una cantidad de circunstancias que
contribuían a ello mataran indiscriminadamente? ¿O que aparentemente no sintieran mucha
culpa por haber hecho aquello a lo que los habíamos arrastrado? ¿Es realista alentar y manipular
a los seres humanos en grupos especializados y simultáneamente esperar que ellos, sin ninguna
preparación significativa, mantengan una amplitud de visión mucho más allá de su especialidad?
Un segundo aspecto es la sutil pero definida utilización de un chivo emisario involucrada.
El prototípico Larry era un tramposo y un ratero, un tipo de persona desagradable por quien no es
fácil sentir gran simpatía. Pero era también un chivo emisario. Cuando su comunidad lo arrastró
a] Ejército, no trataba de resolver el problema social y humano que él les presentaba; sólo
trataban de sacárselo de encima. Purificaron su propia comunidad arrojando la basura a los
militares, sacrificando a Larry al Dios de la Guerra. Y también usaron a los militares como chivo
emisario. Es, por supuesto, una de las funciones no escritas de los militares servir como basural
para algunos de los peores ciudadanos norteamericanos: una especie de reformatorio nacional.
Pero el hecho de que este sistema funcione con bastante éxito, y no siempre para el mal, no debe
cegarnos con respecto a la naturaleza del proceso en su búsqueda de un chivo emisario.
Seduciéndolo después de ir a Vietnam, el Ejército usó nuevamente a Larry como chivo
emisario. Por un lado, la cosa tiene una definida lógica social. ¿Por qué no han de ser los
individuos como Larry, revoltosos e inadaptados, los candidatos más apropiados para servir
como carne de cañón? Si alguien debe morir, ¿por qué no tratar de que sea el que aparentemente
tiene menos valor social? Pero la decisión de matar no era de Larry. Ni del teniente Calley. Ni
de su superior, el capitán Medina. Ni del teniente coronel Barker. Era la decisión de
Norteamérica. Por la razón que fuese, Norteamérica decidió que habría matanza, y en tanto esos
hombres mataran estaban cumpliendo con la orden de Norteamérica. Tal vez eran más sucios y
menos nobles que el norteamericano medio, pero el hecho es que nosotros, los norteamericanos
como sociedad, deliberadamente los elegimos y los contratamos para que se hicieran cargo de
nuestra matanza —de nuestro trabajo sucio—; y en ese sentido, todos fueron nuestro chivo
emisario.
Esta utilización de chivo emisario se ve muy claramente en la historia de nuestro
movimiento antibélico. La crítica del rol de Norteamérica en Vietnam comenzó a florecer en
1965 entre los “intelectuales de izquierda”, pero a pesar de toda la propaganda y las
manifestaciones masivas, el movimiento antibélico no obtuvo apoyo popular, y por lo tanto
efectividad, hasta 1970. ¿Por qué esta demora en el tiempo? Sin duda había una serie de
fáctores que incidían. Pero tal vez el factor más importante —y que mayormente no se ha
reconocido— es que sólo en 1969 un número significativo de norteamericanos que no se habían
presentado como voluntarios comenzó a ser enviado a Vietnam.
Era muy natural que el gran público norteamericano no se hubiera sentido muy tocado
cuando todos los que estaban en Vietanam querían estar allá. Y, a la inversa, es natural que el
público comience a alterarse cuando los hermanos y los hijos y los padres que no querían
participar en eso comenzaron a ser enviados a Vietnam. Allí se inició el apoyo popular del
movimiento antibélico.
El hecho es que teníamos suficiente número de asesinos especializados para librar una
guerra relativamente en gran escala durantes seis años sin involucrar significativamente en forma
personal al pueblo norteamericano en su conjunto. Como no estaban personalmente
involucrados, en general estaban conformes en dejar que los asesinos que habían creado
“hicieran su trabajo”. El público no comenzó a asumir responsabilidad por la guerra hasta que
nos quedamos sin especialistas.
Y éste es el tercer aspecto que debemos considerar. Nos revela una terrible realidad que no
debemos ignorar. Porque la realidad es que no sólo es posible, sino fácil y hasta natural para un
grupo grande cometer el mal sin alterarse emocionalmente con sólo dejar sueltos a sus
especialistas. Sucedió en Vietnam. Sucedió en la Alemania nazi. Y me temo que volverá a
suceder.
Lo que necesitamos aprender es que siempre que creemos grupos especializados estamos
creando la peligrosa posibilidad de que nuestra mano derecha no sepa lo que hace la izquierda.
No digo que podamos prescindir totalmente de los grupos especializados, porque estaríamos
prescindiendo de algo que necesitamos. Pero debemos conocer el peligro potencial y estructurar
nuestros grupos especializados de manera tal que podamos minimizarlo. Todavía no lo estamos
haciendo. Por ejemplo —porque no nos daña en conjunto— nuestra sociedad desarrolló y
actualmente mantiene la política de un ejército compuesto totalmente de voluntarios. Nuestra
respuesta al sentimiento antibélico engendrado por Vietnam ha sido optar por un ejército aún más
perfectamente especializado, pasando por alto el peligro que implica. Abandonando el concepto
del soldado ciudadano en favor del mercenario, nos hemos puesto nosotros mismos en un grave
riesgo. Dentro de veinte años, cuando Vietnam haya caído en el olvido, qué fácil será, con
voluntarios, meternos otra vez en pequeñas aventuras en el extranjero. Esas aventuras
mantendrán activos a los militares, les proporcionarán juegos de guerra de dimensiones naturales
para probar su eficacia, y no es necesario dañar o involucrar al ciudadano norteamericano medio
en absoluto hasta que sea demasiado tarde.
El reclutamiento (servicio militar obligatorio) es lo único que puede mantener cuerdos a
nuestros militares. Sin él, los militares no sólo se tornarán inevitablemente especializados en su
función, sino cada vez más especializados en su psicología. No penetrará aire fresco. Se
convertirán en un grupo cerrado y reforzarán sus propios valores, y luego, cuando estén sueltos
otra vez, se lanzarán a matar con furor como lo hicieron en Vietnam. El servicio militar
obligatorio es algo penoso. Pero también lo es el precio de las pólizas de seguros, y el servicio
militar obligatorio es la única forma que tenemos de asegurar la salud mental de la “mano
izquierda” de nuestros militares. El hecho es que si debemos tener una fuerza militar, eso debe
causar dolor. Como pueblo no debemos jugar con los medios de la destrucción en masa sin estar
dispuestos a cargar personalmente con la responsabilidad de usarlos. Si debemos matar, no
elijamos ni entrenemos asesinos a sueldo para que se encarguen de hacer el trabajo sucio y
nosotros nos olvidemos de que allí hubo sangre. Si debemos matar suframos honestamente
nosotros mismos la agonía que eso implica. De otro modo nos aislaremos de nuestras propias
acciones, y como pueblo entero nos volveremos como los individuos descriptos en los capítulos
anteriores: malos. Porque el mal surge de la negativa a reconocer nuestros propios pecados.

EL GRUPO ESPECIALIZADO GRANDE : LOS MILITARES


He hablado del soldado de infantería individual y de la regresión experimentada como
respuesta al estrés del combate. La tendencia a la regresión del individuo en un encuadre de
grupo también fue señalada. Luego examinamos las fuerzas del conformismo y el narcisismo en
el trabajo en grupos pequeños como la Fuerza de Tareas Barker. De allí procedimos a explorar la
relación entre un grupo especializado como éste y el grupo más grande que lo lanza, y
comentamos sobre aspectos de la búsqueda de un chivo emisario en la relación. Ahora
ocupémonos de ese grupo más grande, en este caso el de los militares en los Estados Unidos.
La médula de los militares es el soldado de carrera, el hombre de veinte o treinta años, ya
sea oficial superior o suboficial. Estas son las personas que más determinan la naturaleza de la
organización. Verdad es que la organización debe inclinarse en ciertos sentidos para acomodarse
a los conscriptos y para incentivar alistamientos. T debe responder en ciertas formas a la
dirección de su liderazgo civil, presidido por el Secretario de Defensa. Pero los secretarios de
defensa van y vienen. Los hombres de carrera se quedan, y son ellos los que dan al ejército no
sólo su continuidad, sino también su alma.
Algunos aspectos del alma de los militares de los Estados Unidos son de gran valor, incluso
espiritual. Los civiles tienen mucho que aprender, mis de lo que piensan, de las tradiciones, la
disciplina y los estilos militares de liderazgo. Pero mi propósito aquí no es presentar un cuadro
totalmente equilibrado de los militares sino examinar uno de los fracasos de los militares como
ejemplo del fenómeno de la maldad grupal; por lo tanto es necesario concentrarse en los aspectos
menos agradables de la “mentalidad (o el alma) militar”.
Los seres humanos estamos constituidos de manera tal que necesitamos tener una sensación
de nuestra propia significación social. Nada puede darnos más placer que la sensación de que
somos buscados y útiles. Y viceversa: nada produce tanta desesperación como la sensación de
que somos inútiles y que nadie nos necesita. En una época de paz continuada los militares
pierden prestigio; en el mejor de los casos su país los considera un mal necesario, y más
frecuentemente un parásito bastante patético del cuerpo político. Pero en tiempo de guerra de
pronto se los necesita otra vez, y cumplen un rol que no sólo se considera útil sino absolutamente
esencial para la sociedad. El inútil se convierte en héroe.
Por lo tanto, el estado de guerra es no sólo psicológicamente satisfactorio para el soldado de
carrera sino también económicamente gratificante. En tiempo de paz se congelan las
promociones y se podan las ramas secas. Hasta son frecuentes las degradaciones. Sólo para
sobrevivir económicamente en tiempos de paz el militar de carrera debe poseer una energía
emocional mayor que la del común de la gente. Debe esperar, ignorado y olvidado, el tiempo de
guerra en que nuevamente volverá por las suyas. Las responsabilidades aumentan en forma
repentina y dramática. Las promociones son rápidas. Llueven los aumentos de salario, los
beneficios y las bonificaciones. Se amontonan las medallas. Y una vez más es el hombre del
momento, sin deudas y sin desesperación, incuestionablemente importante y significativo.
Por lo tanto, es inevitable que el militar de carrera común, consciente o inconscientemente,
desee la guerra. La guerra es su realización. Algunos militares de extraordinaria altura y
grandeza espiritual lograron superar las enormes inclinaciones naturales de su carrera para
trabajar y argumentar en favor de la paz. Pero estos pocos mártires y héroes a quienes nadie
recuerda no se encuentran a cada momento. Al contrario, lo que debemos esperar, sin rencor ni
recriminación, es que el militar siempre vote y apoye el lado de la guerra. Otra cosa, sería
infantil y poco realista.
Entre otras cosas esto significa que los militares de los Estados Unidos no estuvieron en
1968 en Vietnam de mala gana. La actitud predominante del personal de carrera no era de duda,
ni de cautela, ni de moderación. En todo caso era un exuberante: “¡Viva! Adelante,
muchachos!”, santificado por el Presidente y Comandante en jefe, que fue é1 mismo a Vietnam
para ordenar a los soldados “traer a casa la piel del mapache”.
Otro factor que debe considerarse es la naturaleza tecnológica de los militares
norteamericanos en la década del 60. Los militares no siempre habían tenido esa orientación,
pero ésta era la época de nuestra máxima fe en la tecnología en general y la norteamericana en
particular. En este aspecto, los militares reflejaban la infatuación de toda nuestra sociedad con
máquinas y aparatos y equipos que hacían todo fácil y eficiente, incluso matar. En realidad, en
esa época no sólo Vietnam se consideraba una especie de campo de pruebas idealmente
desafiante para la nueva tecnología militar, sino que se pensaba que los militares mismos eran
muy adecuados para desempeñar el rol de ser los primeros en desarrollar la nueva tecnología
innovadora para la sociedad norteamericana en su totalidad. Un resultado de esto fue que
tecnológicamente llegamos a todos los extremos en Vietnam, empleando nuestras aplanadoras y
sistemas de armas y bombardeos de precisión y defoliantes químicos con fervor enloquecido. El
otro resultado fue un distanciamiento emocional de nuestras víctimas, a quienes en general ni
siquiera veíamos. Era el napalm, no nosotros, lo que incendiaba los cadáveres de los
vietnamitas. Eran los aviones y los tanques y los morteros los que mataban, no nosotros. En
MyLai la matanza fue cara a cara, pero creo que nuestro uso de la tecnología en la guerra había
servido para eliminar nuestra sensibilidad. Varios años de colocar todos esos aparatos entre
nosotros y nuestras víctimas habían tenido el efecto de aislar nuestras conciencias. Sospecho que
el uso similar de la tecnología siempre tendrá ese efecto.
Sin embargo toda nuestra tecnología colectiva y nuestra habilidad militar y el know-how
norteamericano no funcionaban, Norteamérica era la nación más poderosa de la tierra. En toda
su historia nunca había perdido una guerra. Pero ahora sucedía lo increíble. En 1967 y 1968
comenzábamos a percibir indicios de la realidad de algo tan monstruoso que ni siquiera lo
habíamos concebido jamás: no lográbamos ganar la guerra. Con toda nuestra tecnología, en un
país tan pequeñito, con un pueblo no industrializado y supuestamente primitivo, nosotros, la
nación más poderosa de la tierra, estábamos perdiendo.
Como estaban en el lugar, los militares fueron los primeros en experimentar lo
inimaginable. Y fueron los militares los que tuvieron que soportar lo peor del sufrimiento
intenso de la humillación norteamericana. Era el invencible ejército el que fallaba en el
cumplimiento de su raison d’être misma. Ahora no podía lograr eso mismo para lo cual existía.
La que debió haber sido su mejor hora se tornaba, repentina e inexplicablemente, amarga. Su
cultivado esprit de corps, su orgullosa tradición, se iba al tacho de basura. 67 En el momento de
MyLai, a principios de 1968, el ejército era como una enorme bestia confiada que de pronto
comienza a sentirse herida por centenares de pequeños dardos sin saber siquiera de dónde vienen.
Comenzaba a rugir de rabia y confusión.
Es prácticamente una regla que los animales acorralados o heridos son especialmente
malignos o peligrosos. Norteamérica no estaba seriamente acorralada ni amenazada en Vietnam
a principios de 1968, pero su orgullo había sido definitivamente golpeado, y el orgullo de los
militares en particular estaba malherido. Muchas veces hemos visto ya nacer el mal de un estado
67
Una pequeña viñeta personal puede servir para ilustrar lo que sucedía en la psicología de los militares
norteamericanos en aquellos años. Pero primero debemos observar que la desazón engendrada por nuestra derrota
tardó algún tiempo en extenderse hasta los confines de Vietnam y filtrarse en la psiquis de los militares de carrera
que no estaban experimentando en forma directa el insulto. Desde 1968 hasta 1970 mi familia y yo vivimos en un
barrio de viviendas en Okinawa ocupado principalmente por oficiales de carrera del Ejército. En la Nochebuena de
1968 un grupo de nosotros y nuestros amigos salimos a cantar villancicos por el barrio. Era una ocasión alegre, casi
mágica. Mientras cantábamos las familias salieron a sus ventanas, abrieron sus puertas, nos ofrecieron refrigerios,
expresaron su aprecio con gran placer, y algunos se unieron a nosotros. La cosa tuvo tanto éxito que intentamos
repetirla en la Nochebuena de 1969. Nuestras voces eran más o menos las mismas y nosotros estábamos muy
entusiasmados. Pero algo había cambiado radicalmente. La mayoría de las Casas estaban a oscuras. Las ventanas
no se abrían. Nadie venía a la puerta. Nadie nos felicitaba. Nadie se unía a nosotros. “Parece que toda la
comunidad estuviera deprimida”, comentamos con desilusión mi esposa y yo mientras volvíamos a casa. En esos
momentos nuestra visión no en completa, pero retrospectivamente sabemos que la comunidad estaba de veras
deprimida, y sabemos por qué.
de narcisismo amenazado. Para los militares las condiciones estaban maduras para el mal. Así
como el individuo sumamente narcisista (malo) golpea para destruir a quienquiera que desafíe su
autoimagen de perfección, a fines de 1967 la organización militar norteamericana —sumamente
narcisista, como tienden a ser todos los grupos— comenzó a golpear con malignidad y engaño
poco comunes al pueblo vietnamita, que infligía semejante herida a su autoestima. Los
sospechosos de espionaje eran torturados. Los cuerpos de los vietcong, sin vida o quizá todavía
vivos, eran arrastrados por el barro detrás de los transportes blindados del personal. Había
llegado la hora del recuento de cadáveres. Hubo una escalada de la mentira y la falsificación,
que desde el comienzo caracterizaron nuestra participación en la guerra de Vietnam. Aunque la
atrocidad de MyLai fue indudablemente única en magnitud, tengo todas las razones para
sospechar que se cometían atrocidades menores en todo Vietnam en esa época. Creo que
podemos decir sin temor a equivocarnos que MyLai ocurrió en el contexto de una atmósfera de
atrocidad y maldad que imperaba no solamente en la Fuerza de Tareas Barker sino en toda la
presencia norteamericana en Vietnam.
Aunque incisiva, esta conjetura de una atmósfera atroz sigue siendo una conjetura. Como
he dicho, yo estuve entre varias personas a quienes se les pidió que hicieran una propuesta de
investigación que contribuyera a comprender los aspectos psicológicos de MyLai. Sabiendo
perfectamente que recibiría una recepción desfavorable, nuestra comisión se vio obligada, por
honestidad, a hacer la propuesta, entre otras, de que la frecuencia de las atrocidades cometidas
por los soldados norteamericanos en otros lugares de Vietnam debía ser examinada y comparada,
en lo posible, con la frecuencia de atrocidades cometidas por los norteamericanos en otras
guerras contra otros enemigos. Entre la insurrección filipina de 1899 68 y MyLai no hay nada
públicamente escrito o documentado sobre los crímenes de guerra y atrocidades cometidos por
los norteamericanos. ¿Debemos suponer que los muchachos norteamericanos simplemente no
cometieron esas brutalidades en Corea o durante la Segunda Guerra Mundial? Me asaltan
muchísimas preguntas. ¿En otras guerras se cometieron atrocidades con la misma frecuencia que
en MyLai o con menos frecuencia que la que suponemos? ¿El nivel de atrocidades en Vietnam
fue único? ¿Los norteamericanos tienen mis tendencia a cometer atrocidades contra los
orientales que contra los caucásicos o contra los alemanes?
Nunca podremos comprender la maldad grupal cometida en MyLai sin responder antes a
esas preguntas. Las preguntas sólo pueden contestarse a través de una investigación histórica del
tema. Aunque hay dificultades técnicas (y habría que garantizar a los interrogados que no serán
procesados), esa investigación es teóricamente factible. Si es políticamente factible, ya es otra
cosa. No era viable en 1972, cuando la propusimos. Mi predicción es que estas preguntas
quedarán sin respuesta, no porque las respuestas no merezcan el esfuerzo de hallarlas, sino
porque nosotros como pueblo preferiríamos ignorarlas. La vergüenza potencial es demasiado
grande. Preferimos no examinarnos a nosotros mismos y a nuestra sociedad tan de cerca en este
aspecto. Nuestro potencial para el mal como grupo todavía es suficiente como para que no
queramos enfrentarnos directamente con él.
El propósito para el que se nos pidió que hiciéramos la recomendación de investigación en
1972, fue que no volvieran a cometerse esas atrocidades en el futuro. Como la propuesta de
investigación se rechazó in toto, no poseo una base totalmente científica para discutir el tema de
la prevención. Sin embargo, parece haber un camino importante hacia la prevención.
Ya que debemos tener una organización militar, sugiero que nuestra sociedad considere
seriamente su desespecialización hasta el último grado posible. Lo que propongo es una
combinación de varias otras ideas: servicio universal y un cuerpo de servicio nacional. En lugar
del ejército tal como existe actualmente podríamos tener un cuerpo de servicio nacional que
realice funciones militares pero que, además, sea utilizado extensamente para funciones pacificas
68
Véase Leon Wolff, Little Brown Brother, Doubleday, 1961.
también: limpieza de barrios bajos, protección del medio, educación para el entrenamiento en
diversos trabajos y otras necesidades civiles vitales. En vez deque el cuerpo sea una fuerza to-
talmente compuesta por voluntarios o esté alimentado por algún sistema de reclutamiento poco
equitativo, podría basarse en un sistema de servicio militar obligatorio para todos los jóvenes
norteamericanos, hombres y mujeres. No se los llamaría a las filas para que sirvan de carne de
cañón, sino que se los emplearía para una variedad de tareas necesarias. El requisito de que
todos los jóvenes hicieran el servicio militar haría más difíciles las aventuras militares y a la vez
facilitaría la movilización si fuera necesario. Con tareas importantes que cumplir en tiempo de
paz, un cuadro menos especializado estaría menos ansioso por ir a la guerra. Aunque estas
propuestas parezcan radicales, no hay nada en ellas que sea imposible de llevar a cabo.

EL GRUPO MÁS GRANDE: LA SOCIEDAD NORTEAMERICANA EN 1968


Si bien los militares norteamericanos se comportaron en Vietnam como un toro
enloquecido, o llegaron allí por decisión propia. La bestia irracional fue enviada allá y soltada
por el gobierno de los Estados Unidos que actuó en nombre de la sociedad norteamericana. ¿Por
qué? ¿Por qué entablamos esa guerra?
Básicamente por la combinación de tres actitudes: 1) El comunismo era una fuerza del mal
monolítica, hostil a la libertad humana en general y a la libertad norteamericana en particular; 2)
Era obligación de Norteamérica como la nación económicamente más poderosa del mundo con-
ducir la oposición contra el comunismo; y 3) Había que oponerse al comunismo dondequiera que
apareciese por cualquier medio necesario.
Esta combinación de actitudes que participan en la postura norteamericana en las relaciones
internacionales tuvo sus orígenes a fines de la década del cuarenta y comienzos de la del
cincuenta. Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética
comunista, con extraordinaria rapidez y agresividad, impuso su dominación política sobre la casi
totalidad de Europa oriental: Finlandia, Polonia, Lituania. Latvia, Estonia, Alemania Oriental,
Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria, Albania y, presumiblemente, Yugoslavia. Aparentemente
sólo a través del dinero norteamericano, las armas norteamericanas y el liderazgo norteamericano
podía salvarse el resto de Europa de caer en las garras del comunismo. Luego, mientras
estábamos fortaleciendo la defensa contra el flanco occidental del comunismo, éste explotó en
Oriente, cuando toda China cayó bajo la dominación comunista en 1950 casi de la noche a la
mañana. Y ya las fuerzas del comunismo amenazaban claramente con expandirse por Vietnam y
Malasia . Había que poner un límite. Dada la expansión explosiva del comunismo en toda la
extensión de la Unión Soviética, no es extraño que en 1954 la percibiéramos como una fuerza
maligna monolítica, tan peligrosamente amenazante para el mundo entero que necesitábamos
combatirla en una lucha de vida o muerte que dejaba poco lugar para los escrúpulos morales.
Sin embargo, el problema fue que apenas doce años más tarde el Comunismo demostró que
ya no era (si es que alguna vez lo había sido) una fuerza monolítica, ni necesariamente mala.
Yugoslavia era claramente independiente de la Unión Soviética, y Albania estaba recuperando su
independencia. China y la Unión Soviética ya no eran aliadas sino potenciales enemigas. En
cuanto a Vietnam, cualquier examen más o menos objetivo de su historia revelaba que era un
enemigo tradicional de China. La fuerza que impulsaba a los comunistas vietnamitas en ese
punto de su historia no era la expansión del comunismo sino el nacionalismo y la resistencia a la
dominación colonialista. Además, se hacía evidente que, en general, a pesar de las restricciones
en sus libertades individuales, al pueblo le iba mejor en las sociedades comunistas que bajo
formas de gobierno precomunistas. Y también era evidente que en muchas sociedades no
comunistas con las que nos habíamos aliado, las personas sufrían violaciones de los derechos
humanos que igualaban las de la Unión Soviética o las de China.
Nuestra participación militar en Vietnam comenzó entre 1954 y 1956, cuando la idea de una
amenaza comunista monolítica parecía realista. Doce años después ya no era realista. Sin
embargo, precisamente cuando había dejado de ser realista, cuando tendríamos que haber estado
reajustando nuestra estrategia y retirándonos de Vietnam, iniciamos una grave escalada de
nuestra presencia militar allí en defensa de actitudes obsoletas. ¿Por qué? ¿Porque, desde 1964,
la conducta de Norteamérica en Vietnam se hizo cada vez menos realista y más inadecuada? Hay
dos razones: la haraganería, y, una vez más… el narcisismo.
Las actitudes tienen una especie de inercia. Una vez que empiezan a moverse se mantienen
en movimiento, aunque la evidencia demuestre que deberían hacer otra cosa. Cambiar una
actitud requiere una considerable cantidad de trabajo y sufrimiento. El proceso debe comenzar
ya bien con una postura de autocrítica y duda constantes mantenida con mucho esfuerzo o bien
con el doloroso reconocimiento de que aquello que creíamos que estaba bien en realidad no está
tan bien. Luego se pasa aun estado de confusión. Este estado es muy incómodo; parece que ya
no sabemos qué está bien y qué está mal. Pero es un estado de apertura y, por lo tanto, de
aprendizaje y crecimiento. Sólo desde las arenas movedizas de la confusión se puede saltar a una
visión nueva y mejor.
Creo que es correcto que pensemos que los hombres que gobernaban Norteamérica en los
tiempos de MyLai —la administración Johnson— eran haraganes y engreídos. A ellos, como a la
mayoría de los individuos, no les gustaba la confusión intelectual —ni el esfuerzo implicado en
mantener una postura de duda y autocrítica constantes. Suponían que las actitudes que habían
desarrollado durante la “amenaza comunista monolítica” durante las dos décadas precedentes
seguían siendo las actitudes correctas. Aunque sin duda crecía la evidencia de que debían revisar
sus actitudes, la ignoraban. Hacer otra cosa los habría colocado en la penosa y difícil posición de
tener que repensar sus actitudes. No asumieron el trabajo requerido. Era más fácil continuar a
ciegas, como si nada hubiera cambiado.
Hasta ahora, nos hemos centrado en la haraganería implícita en “aferrarse a los viejos
mapas” y en las actitudes que se han vuelto obsoletas. 69 Examinemos también el narcisismo.
Somos nuestras actitudes. Si alguien critica una actitud mía, siento que me está criticando a mí.
Si se demuestra que una de mis actitudes es equivocada, soy yo que estoy equivocado. Mi
autoimagen de perfección se hace pedazos. Los individuos y las naciones se aferran a ideas
obsoletas y gastadas no simplemente porque requiere trabajo cambiarlas sino también porque, en
su narcisismo, no pueden imaginar que sus ideas y puntos de vista puedan estar equivocados.
Creen que tienen razón. Sí, somos muy rápidos para declarar que no somos infalibles, pero muy
en el fondo de nosotros mismos, en especial cuando aparentemente hemos tenido éxito y somos
poderosos, consideramos invariablemente que tenemos razón. A esta dase de narcisismo, ma-
nifestada en nuestra conducta en Vietnam, se refirió el senador William Fulbright llamándolo “la
arrogancia del poder”.
Por lo general, si tenemos la evidencia delante de la nariz, podemos tolerar la dolorosa
herida narcisista, admitir nuestra necesidad de cambio y corregir nuestra visión. Pero, como
sucede con ciertos individuos, a veces el narcisismo de naciones enteras excede los límites
normales. Cuando esto sucede la nación, en lugar de readaptarse a la luz de la evidencia, trata de
destruir la evidencia. En esto estaba Norteamérica en la década del 60. La situación en Vietnam
nos presentó la falibilidad de nuestra visión del mundo y los límites de nuestra potencia.
Entonces, antes que repensarlo, nos pusimos a destruirla situación en Vietnam y, junto con ella,
todo Vietnam si era necesario.
Y eso era malo. Ya hemos definido el mal muy simplemente como el uso del poder político
para destruir a otros con el propósito de defender o preservar la integridad del propio yo enfermo.
Como había pasado de moda, nuestra visión monolítica del comunismo formaba parte de nuestro
69
Véase La nueva psicología del amor, pags.47-52.
yo nacional enfermo, que ya no era realista ni tenía capacidad de adaptación. En el fracaso del
régimen de Diem, que nosotros apoyamos, en el fracaso de todos nuestros “consejeros” y los
Boinas Verdes y la masiva ayuda militar y económica para contrarrestar la expansión del Viet-
cong, vimos el error y la enfermedad de nuestras políticas. Sin embargo, en vez de alterar esas
políticas, nos lanzamos a una guerra en gran escala para mantenerlas intactas. En vez de admitir
lo que habría sido un fracaso menor en 1964, hicimos una rápida escalada en la guerra para
probar que teníamos razón, a expensas de los vietnamitas y de sus propias aspiraciones. El tema
ya no era hacer lo que convenía a Vietnam, sino lo que convenía para conservar nuestra
infalibilidad y nuestro “honor” nacional.
En cierto nivel, aunque parezca extraño, el presidente Johnson y los hombres de su
administración sabían que lo que hacían estaba mal. Porque de otro modo, ¿por qué todas las
mentiras? 70 Resulta extraño y aparentemente tan incorrecto que es dífícil para nosotros recordar
solamente la deshonestidad de aquella época, hace apenas quince años. Hasta la excusa que dio
el presidente Johnson para comenzar a bombardear Vietnam del Norte y hacer una escalada en la
guerra de 1964 (el “Incidente del Golfo de Tonkin”) fue aparentemente un engaño deliberado. A
través de este engaño obtuvo del Congreso la facultad de hacer la guerra sin que el Congreso
jamás la declarara formalmente (lo cual era su responsabilidad constitucional). Luego se puso a
“pedir préstamos” para pagar la guerra, desviando fondos que estaban destinados a otros
programas e imponiendo “bonos de ahorro” que se extraían de los salarios de los empleados es-
tatales, de manera que el público norteamericano no tuviera que pagar de inmediato grandes
diferencias de impuestos ni sentir la carga de la escalada.
Este libro se titula Gente de la mentira porque mentir es a la vez una causa y una
manifestación del mal. Es en parte por sus mentiras que reconocemos a los malos. El presidente
Johnson claramente no deseaba que los norteamericanos supieran ni comprendieran totalmente lo
que él estaba haciendo en Vietnam en su nombre. Sabía que lo que estaba haciendo finalmente
les resultaría inaceptable. Engañar al electorado no sólo era malo en sí mismo sino que era una
prueba de que conocía la maldad de sus acciones, ya que se sentía obligado a ocultarlas.
Pero sería un error y una racionalización potencialmente mala en sí misma que culpáramos
totalmente del mal de aquellos días a la administración Jonson. Debemos preguntarnos por qué
Johnson logró engañarnos. ¿Por qué nos dejamos engañar durante tanto tiempo? No todos se
engañaron. Una pequeña minoría se dio cuenta rápidamente de que trataban de taparnos los ojos,
de que algo “un poco oscuro y sangriento” estaba siendo perpetrado por la nación. Pero, ¿por
qué la mayoría de nosotros no sentimos ira ni sospechas, ni siquiera una preocupación signifi-
cativa sobre la naturaleza de la guerra?
Nuevamente nos enfrentamos con nuestra muy humana haraganería y nuestro narcisismo.
Básicamente, era demasiado problema. Todos teníamos nuestras vidas que vivir, nuestro trabajo
cotidiano, teníamos que comprar nuevos autos, pintar nuestras casas, mandar a los chicos a la
universidad. Así corno la mayoría de los miembros de cualquier grupo aceptan que unos pocos
ejerzan el liderazgo, nosotros, como ciudadanía, aceptamos dejar que el gobierno “haga lo suyo”.
A Johnson le correspondía liderar, a nosotros seguirlo. La ciudadanía simplemente estaba dema-
siado aletargada para reaccionar. Además, compartíamos con Johnson su inmenso narcisismo.
Con seguridad que nuestras actitudes y políticas nacionales no podían estar equivocadas. Con
seguridad que nuestro gobierno sabía lo que hacía; al fin y al cabo nosotros lo habíamos elegido,
¿verdad? Y sin duda tenían que ser hombres buenos y honestos, porque eran productos de
nuestro maravilloso sistema democrático, que por cierto no podía fracasar gravemente. Y
70
Una de las pruebas de responsabilidad criminal es la cuestión de si el defendido conoce la diferencia entre lo que
está bien y lo que está mal. Si de alguna manera un criminal trata de ocultar su crimen, se supone que sabía que su
acción era criminal, es decir que lo que hacía estaba mal. Puesto que el presidente Johnson realizó varias acciones e
inventó varias mentiras para encubrir sus hechos, podemos suponer que sabía que lo que estaba haciendo estaba
malo, por lo menos, que sabia que era inaceptable para la sociedad que él había jurado representar
seguramente cualquier tipo de régimen que nuestros gobernantes y expertos consideraran
correcto para Vietnam debía estar bien, ¿verdad? ¿Acaso no éramos la más grande de las
naciones, líder del mundo libre?
Al dejarnos engañar en forma tan grosera y tan fácil; nosotros como pueblo entero
participamos en el mal de la administración Johnson. El mal —los años de mentira y
manipulación— de la administración Johnson condujo directamente a toda la atmósfera de
mentira y manipulación y maldad que invadió nuestra presencia en Vietnam en aquellos años.
Fue en esta atmósfera que ocurrió lo de MyLai en marzo de 1968. La Fuerza de Tareas Barker
apenas se dio cuenta de que ese día había enloquecido totalmente, pero tampoco Norteamérica
tenía mucha conciencia a comienzos de 1968 de que había perdido los límites morales en forma
casi irredimible.

LA MATANZA DE SERES HUMANOS


En esta consideración debemos recordar que Norteamérica es en sí misma sólo un grupo y
no una totalidad. Específicamente, es uno de los muchos subgrupos políticos de la raza humana
que llamamos naciones-estado. Y, por supuesto, la raza humana es sólo una del enorme número
de distintas formas de vida en el planeta. (El hecho de que tengamos que recordarnos esto a
nosotros mismos es otro reflejo de nuestra propensión humana narcisista a pensar sólo en
términos de nuestra especie).
También debemos recordarnos que el mal tiene que ver con matar: que en inglés evil (mal)
es live (vivo, que tiene vida) escrito al revés. Hemos tomado a MyLai como ejemplo de maldad
grupal por el tipo particular de matanza que ocurrió allí. Pero esa clase de matanza fue sólo un
tropezón en la danza ritual de la muerte que llamamos guerra. La Guerra es una forma de
asesinato en gran escala que nosotros los humanos consideramos un instrumento aceptable de la
política nacional. Ahora es necesario que examinemos el tema de la matanza en general y de la
matanza de seres humanos específicamente.
Todos los animales matan, y no solamente con fines de alimentación o en defensa propia.
Nuestros gatos, demasiado bien alimentados, nos horrorizan a veces trayendo a la casa los
cadáveres destrozados de las ardillas que han matado por el solo placer de la cacería. Pero en la
matanza de seres humanos hay algo especial. La matanza de los seres humanos no es instintiva.
Una manifestación de la naturaleza no instintiva de los seres humanos es la extraordinaria
variabilidad de su conducta. Algunos son halcones y otros son palomas. Con respecto a la forma
de matar, a algunos les encanta cazar y otros lo aborrecen, y aun hay otros a quienes les resulta
indiferente. No sucede lo mismo con los gatos. Todos los gatos cazan ardillas si se les da la
oportunidad.
La falta casi total de instintos —patrones de conducta elaborados, predeterminados,
estereotipados— es el aspecto más significativo de la naturaleza humana. Nuestra falta de
instintos es la responsable de nuestra naturaleza y nuestra conducta. Lo que reemplaza a los
instintos comunes a toda una especie en el ser humano es la elección individual aprendida. Cada
uno de nosotros es, en última instancia, libre de elegir cómo va a comportarse. Hasta somos
libres de rechazar lo que nos enseñaron y lo que es normal en nuestra sociedad. Hasta podemos
rechazar los pocos instintos que tenemos, como hacen los que racionalmente eligen el celibato o
se someten a la muerte por martirio. La voluntad libre es la realidad humana esencial.
Recordemos lo que tantos teólogos han dicho: el mal es el concomitante inevitable de la
voluntad libre, el precio que pagamos por nuestro poder humano de elección que es único.
Como tenemos el poder de elegir, somos libres de elegir sabiamente o estúpidamente, de elegir
bien o mal, de elegir el mal o el bien. Como tenemos esta enorme —casi increíble— libertad, no
es extraño que con tanta frecuencia abusemos de ella y que la conducta humana, en comparación
con la de los animales “inferiores”, tan a menudo parezca salirse de control. Muchos animales
matan para proteger su territorio. Pero sólo un ser humano puede dirigir la matanza en masa de
su propia especie para proteger sus “intereses” en una tierra lejana que nunca ha visto.
De manera que nuestra matanza de seres humanos es una elección. Para sobrevivir no
podemos no matar. Pero podemos elegir cómo, cuándo, dónde y qué vamos a matar. Las
complejidades morales de estas elecciones son enormes y a menudo bastante paradójicas. Una
persona puede volverse vegetariana como opción ética para evitar hasta la responsabilidad
indirecta de matar, pero para sobrevivir tendrá que cargar con la responsabilidad de arrancar
plantas vivas de raíz y asar sus cadáveres en el horno. Uno se pregunta si el vegetariano debe
comer huevos (potencialmente los hijas no nacidos de unas hermosas aves) o beber leche (sacada
de vacas cuyos terneros han sido sacrificados para usar su carne). Y hay temas como el del
aborto. ¿Tiene derecho una mujer a llevar a término un embarazo y traer al mundo un hijo que
no desea ni puede cuidar? ¿Pero tiene derecho a matar a ese feto potencialmente sagrado? ¿No
es extraño que tantos pacifistas sean partidarios del aborto? ¿O que los que quieren privar a otros
de la elección de abonar con el argumento de que la vida es sagrada sean tan a menudo los que
defienden la pena capital? Y ya que hablamos de eso, ¿qué sentido ético tiene matar a un asesino
como ejemplo para convencer a otros de que matar es moralmente malo?
Por mis compleja que sea la ética de nuestras elecciones de matar o no matar, hay
claramente un factor que contribuye a una matanza innecesaria y obviamente inmoral: el
narcisismo. Una vez más el narcisismo. Una manifestación de nuestro narcisismo es que
tenemos mucha más tendencia a matar lo que es diferente de nosotros que lo que se nos parece.
El vegetariano se siente culpable al matar otras formas de vida animal, pero no de vida vegetal.
Hay vegetarianos especializados que comen pescado pero no carne; otros que comen pollo pero
no carne de mamíferos. Hay pescadores que aborrecen la idea de cazar y cazadores que matan
pájaros pero que jamás matarían ciervos. El mismo principio se aplica cuando los seres humanos
matan a otros seres humanos. Los caucásicos parece que tenemos menos problemas en matar
negros o indios u orientales que en matar a nuestros compañeros de la raza blanca. Es más fácil
para un blanco linchar a un negro que aun blanco. También sospecho que aun oriental le resulta
más fácil matar a un caucásico que a un compañero oriental. El tema de los aspectos raciales de
la matanza dentro de una misma especie también merece una significativa investigación
científica. 71

71
Hay sutilezas implicadas en el asunto de la matanza interracial que no sólo merecen ser investigadas sino que son
sumamente fascinantes. Una de las varias propuestas (rechazadas in toto) que se le hicieron al Jefe del Estado
Mayor del Ejército en relación con los aspectos psicológicos de MyLai fue que debía investigarse sobre las
diferencias interraciales e interculturales en la conducta no verbal.
Un día íbamos por un camino poco transitado en Okinawa y un chico cruzó directamente frente al auto. Frenamos
bruscamente, casi a punto de atropellarlo. Temblábamos de ansiedad y horror ante el daño que podíamos haber
causado. La madre del chico, una joven de Okinawa que estaba parada al borde del camino, nos miré y se rió.
Todavía riendo, fue a buscar a su hijo. Experimentamos una ola de furia contra ella. Allí estibamos nosotros,
temblando por lo que podíamos haberle hecho a su hijo. y ella riéndose como si no le importara. ¿Cómo podía ser
tan desalmada? Malditos orientales, no tienen respeto por la vida humana, ni siquiera por la de sus propios hijos.
Nos gustaría aplastarla con el auto, a ver si siente algo!
Sólo después de haber recorrido algunos kilómetros con el auto se nos dio por recordar que cuando están
avergonzados o asustados, los habitantes de Okinawa sonríen o ríen. La mujer estaba tan asustada como nosotros,
pero interpretamos mal su conducta. Uno se pregunta cuál habrá sido la conducta no verbal de los civiles
vietnamitas cuando los conducían apuntándolos con un fusil en MyLai. ¿Caían de rodillas sollozando y rogando con
esa postura de súplica que nosotros los caucásicos adoptaríamos en una situación semejante y que podía haber
despenado la piedad de los soldados? ¿O, tal vez, como la mujer de Okinawa, sonreían o reían de terror,
enfureciendo más a los norteamericanos, que quizá sentían que se burlaban de ellos? No lo sabemos. Pero
necesitamos saber esas cosas
En la actualidad la guerra es por lo menos en la misma medida, un asunto de orgullo
nacional como de orgullo racial. Lo que llamamos nacionalismo es más frecuentemente un
narcisismo nacional maligno que una sana satisfacción por los logros de la propia cultura. En
realidad, en gran medida es el nacionalismo lo que preserva el sistema de la nación-estado. Hace
un siglo, cuando un mensaje tardaba semanas en llegar desde los Estados Unidos a Francia, y
meses en llegar a China, el sistema de la nación-estado tenía sentido. En nuestra era actual de
comunicación global al instante, así como de holocausto al instante, mucho del sistema político
internacional se ha vuelto obsoleto. Es nuestro narcisismo nacional, sin embargo, el que se
aferra a nuestros conceptos de soberanía pasados de moda e impide el desarrollo de un
mecanismo internacional de conservación de la paz que sea efectivo.
Sabiéndolo o sin saberlo, enseñamos concretamente a nuestros hijos el narcisismo nacional.
El mapa lineal del mundo que se despliega en los pizarrones de innumerables aulas muestra que
los Estados Unidos están más o menos en el centro de ese mapa. Y en los mapas de los niñitos
rusos, es la Unión Soviética la que está más o menos en el centro. Los resultados de este tipo de
enseñanza pueden a veces ser ridículos.
Recuerdo el 1º de mayo de 1964, cuando a mi esposa le concedieron la ciudadanía, junto
con otros doscientos nuevos ciudadanos, en una celebración a la que asistieron sus familias y
varios dignatarios y funcionarios en el Centro de Honolulú. La festividad comenzó con un
desfile. Tres compañías de soldados con uniformes impecables y brillantes rifles dieron una
vuelta al campo y luego formaron detrás de siete obuses. Luego se disparó una salva de veintiún
cañonazos para celebrar la ocasión. En este punto el gobernador de Hawai subió al podio, frente
a los obuses todavía humeantes. “Este día se llama May Day (Primero de Mayo)”, dijo, “pero
nosotros lo llamaremos Law Day (Día de la Ley). Aquí en Hawai podríamos llamarlo Lei Day.
De todos modos, lo que importa es que aquí lo celebramos con flores, mientras que en los países
comunistas lo celebran con demostraciones militares”.
Nadie se rió. Fue como si el absurdo —la locura— pasara inadvertida: este hombre sin
duda inteligente, por cierto digno, con tres compañías de soldados en posición de firmes a sus
espaldas, mientras el humo de siete cañones formaba un halo alrededor de su cabeza, reprendía a
los rusos por la naturaleza militar de las celebraciones de ellos.
La matanza sistemáticamente organizada, grupal, dentro de una misma especie (la guerra)
es una forma de conducta exclusivamente humana. Como esta conducta ha caracterizado
esencialmente a todas las culturas desde los albores de la historia, muchos han sostenido que los
seres humanos tienen un instinto de guerra: la conducta guerrera sería un hecho inmutable de la
naturaleza humana. Supongo que será por eso que los halcones siempre se describen así mismos
como realistas, y describen a las palomas como idealistas que tienen la cabeza llena de quimeras.
Idealistas son los que creen en el potencial de la naturaleza humana para la transformación. Pero
ya he dicho que el atributo más esencial de la naturaleza humana es su mutabilidad y libertad del
instinto: siempre está dentro de nuestras posibilidades cambiar nuestra naturaleza. De manera
que, verdaderamente, son los idealistas los que están bien ubicados, y los realistas los que se
equivocan. Todo aquel que dice que hacer la guerra no es una elección ignora tanto la realidad
del mal como la evidencia de la psicología humana. Hacer la guerra puede no ser siempre
necesariamente malo, pero siempre es una elección.
Personalmente me resulta muy tentador pensar en la guerra en términos simplistas. Me
gustaría tomar literalmente el Sexto Mandamiento, creer que “No matarás” significa
simplemente eso: al menos “no matarás a otros seres humanos”. Igualmente tentador sería creer
en la universalidad absoluta del más grande de los principios éticos: el fin no justifica los medios.
Pero hasta aquí no puedo escapar a la conclusión de que en raros momentos anteriores de la
historia humana fue necesario y moralmente correcto matar para evitar matanzas aun más
grandes. Me siento profundamente incómodo en esta posición.
Sin embargo no todo es ambigüedad. Yo sigo siendo lo suficientemente simplista como
para creer que toda vez que se entabla una guerra algunos seres humanos han perdido sus límites
morales y que algunos (más probablemente muchos) han sucumbido al mal. Siempre que hay
guerra, hay alguien que procede mal. Uno de los lados, o los dos, tienen la culpa. En alguna
parte se ha hecho una elección equivocada.
Es importante recordar esto, porque en esta época es habitual que las dos partes en guerra se
declaren victimas. En otras épocas, cuando los seres humanos no eran tan escrupulosos, una
tribu no vacilaba en matar a otra con el motivo francamente admitido de la conquista. Pero hoy
en día siempre se pretende ser intachable. Hasta Hitler inventó excusas para sus invasiones. Es
probable que él y la mayoría de los alemanes hayan creído en esas mentiras. Y así ha sido desde
entonces. Cada parte cree que la otra es la agresora y ella misma la víctima. Frente a esta
retórica bilateral y a las complejidades de las relaciones internacionales tendemos a hacer un
gesto de impotencia y a pensar que tal vez la guerra no es culpa de nadie, que nadie es realmente
el agresor, que nadie ha hecho una elección equivocada, que la guerra es simplemente algo que
sucede, como la combustión espontánea.
Yo denuncio esta posición de impotencia ética, este abandono de nuestra capacidad de juicio
moral. No creo que haya nada que alegre tanto a Satanás, o que demuestre mejor el éxito final de
su conquista de la raza humana que una actitud por parte de los humanos de que es imposible
identificar al mal.
La guerra de Vietnam no fue algo que simplemente sucedió. Fue iniciada por los británicos
en 1945. 72 Fue apoyada por los franceses basta su derrota en 1954. Luego, cuando ya se
avistaba la paz, fue reiniciada y sostenida por los norteamericanos durante los siguientes
dieciocho años. Aunque todavía hay muchos que debaten el tema, es mi opinión —y estoy
seguro de que será el juicio de la historia— que Norteamérica fue la agresora en esa guerra
durante aquellos años. Nuestras elecciones eran las más reprensibles moralmente. Nosotros
éramos los villanos.
¿Pero cómo podía ser que nosotros, los norteamericanos, fuéramos villanos? Los alemanes
y los japoneses en 1941, claro que sí. Los rusos, sí. Pero, ¿los norteamericanos? Por cierto que
nosotros no somos un pueblo de villanos. Si fuimos villanos, habrá sido sin darnos cuenta. Esto
lo admito, fuimos muy inconscientes. Pero, ¿cómo hace un individuo o un grupo o una nación
para transformarse en un villano o un grupo de villanos inconscientes? Esta es la pregunta
crucial… Ya me he hecho esta pregunta en varios niveles. Permítanme volver a ella y analizar
una vez más los temas del narcisismo y la haraganería en este nivel más amplio.
La denominación “villano inconsciente” es particularmente apropiada porque nuestra
villanía estaba en nuestra inconsciencia. Nos convertimos, en villanos porque no teníamos
conciencia. La palabra “conciencia” en este sentido se refiere a conocimientos. Éramos villanos
por ignorancia. Así como lo que sucedió en MyLai fue encubierto durante un año porque los
soldados de la Fuerza de Tareas Barker no sabían que habían hecho algo radicalmente malo,
Norteamérica hizo la guerra porque no sabía que lo que estaba haciendo era una villanía.
Yo solía preguntar a los soldados que iban a luchar en Vietnam qué sabían sobre la guerra y
su relación con la historia de los vietnamitas. Los hombres alistados no sabían nada. El noventa
72
Gran Bretaña, a la que los términos de Yalta asignaron la tarea de “desarmar y repatriar a los japoneses y restaurar
el orden” en el sur de Indonesia al final de la Segunda Guerra Mundial, eligió interpretar su tarea como el
restablecimiento del régimen colonial francés (a pesar del hecho de que éste habla sido un régimen de Vichy que
cooperó con la ocupación japonesa). Los soldados británicos encontraron a los japoneses ya desarmados y un
Vietnam unificado bajo el control del Vietminh. Procedieron a rearmar a los japoneses y a usarlos para reforzar sus
propias tropas y arrancar a la fuerza el control de Saigón de las fuerzas de Hô Chi Minh. Luego, por la fuerza de las
armas, mantuvieron su ocupación de Saigón hasta que comenzaron a llegar masas de soldados desde Francia tres
meses más tarde. Entregaron Saigón a los franceses y luego se retiraron. Había comenzado la Guerra de Indochina
Francesa
por ciento de los oficiales jóvenes no sabían nada. Lo que sabían los oficiales de alta graduación
y muy pocos de los jóvenes era lo que les habían enseñado según los programas sumamente
tendenciosos de sus colegios militares. Era asombroso. Por lo menos el noventa y cinco por
ciento de los hombres que iban a arriesgar sus vidas no tenía el más leve conocimiento de por
qué se hacía la guerra. También hablé con los civiles del Departamento de Defensa que dirigían
la guerra y descubrí una ignorancia igualmente atroz de la historia vietnamita. El hecho es que
como nación ni siquiera sabíamos por qué estábamos haciendo la Guerra.
¿Cómo pudo haber sucedido esto? ¿Cómo pudo todo un pueblo ir a la guerra sin saber por
qué? La respuesta es simple. Como pueblo éramos demasiado haraganes para aprender y
demasiado arrogantes para pensar que teníamos que aprender. Sentíamos que cualquiera fuese la
forma en que percibíamos las cosas estaba bien y no hacía falta estudiarlas más. Y que cualquier
cosa que hiciésemos sería lo correcto, sin ninguna reflexión. Nos equivocamos tanto porque
nunca pensamos que podíamos equivocarnos. Con nuestra haraganería y nuestro narcisismo, que
se fortalecían el uno al otro, fuimos a imponer nuestra voluntad a los vietnamitas con
derramamiento de sangre y prácticamente sin ninguna idea de lo que eso involucraba. Sólo
cuando nosotros —la nación más poderosa de la tierra— sufrimos consistentemente la derrota a
manos de los vietnamitas, comenzamos, en número significativo, a tomarnos el trabajo de
enterarnos de lo que habíamos hecho.
Y así fue como nuestra nación “cristiana” se convirtió en una nación de villanos. Así fue
con otras naciones en el pasado, y así será con otras naciones —incluyendo nuevamente la
nuestra— en el futuro. Como nación y como raza no seremos inmunes a la guerra hasta que
hayamos avanzado más en el proceso de erradicar de nuestra naturaleza humana a los proge-
nitores gemelos del mal: la haraganería y el narcisismo.

PREVENCIÓN DE LA MALDAD GRUPAL


Como ejemplo de la maldad grupal MyLai no fue un “accidente” inexplicable ni una
aberración impredecible. Ocurrió en el contexto de una guerra, que es en sí misma un contexto
de maldad. Las atrocidades fueron cometidas por el lado agresor que, en su agresión, ya había
caído en el mal. La maldad del grupo pequeño —la Fuerza de Tareas Barker— era claramente
un reflejo del mal de toda la presencia militar norteamericana en Vietnam. Y nuestra presencia
militar en Vietnam estuvo dirigida por un gobierno mentiroso y narcisista que había perdido sus
límites morales y que cumplía el mandato de una nación que había caído en la inercia y la
arrogancia. Toda la atmósfera estaba podrida. La matanza de MyLai fue un acontecimiento que
tenía que suceder.
Recordemos que hemos estado examinando MyLai como un ejemplo de la maldad grupal.
La maldad grupal no es algo que ocurrió una mañana de 1968 en el otro lado del mundo. Ocurre
aquí hoy. Como la maldad individual, la maldad grupal es común. En realidad es más común;
tan común, por cierto, que puede ser la norma.
Vivimos en la Era de la Institución. Hace un siglo la mayoría de los norteamericanos
trabajaban en forma independiente. Hoy todos, excepto una pequeña minoría, dedican sus vidas
de trabajo a organizaciones cada vez más grandes.
Comencé este análisis observando cómo la responsabilidad se diluye en los grupos hasta el
punto de que en los grupos grandes puede llegar a ser inexistente. Consideremos la corporación
grande. Hasta el presidente del directorio dirá: “Mis acciones pueden no parecer totalmente
éticas, pero, al fin y al cabo, no son realmente mi prerrogativa. Tengo que responder a los
accionistas, ¿saben? Por esa razón sólo puede guiarme el motivo de las ganancias”. ¿Quién es,
entonces, el que determina la conducta de la corporación? ¿El pequeño inversor que ni siquiera
comienza a entender las operaciones implicadas? ¿El fondo mutual en el otro confín de la
nación? ¿Qué fondo mutual? ¿Qué casa de cambio? ¿Qué banquero?
De manera que, a medida que crecen, nuestras instituciones pierden totalmente el rostro.
Pierden el alma. ¿Qué sucede cuando no hay alma? ¿Queda sólo un vacío? ¿O está Satanás
donde antes, una vez, hace mucho tiempo había un alma? No lo sé. Pero creo que los activistas
antibelicistas, los hermanos Berrigan, tienen razón cuando dicen metafóricamente que nuestra
tarea es, ni más ni menos, exorcizar nuestras instituciones. No hay palabra adecuada para
describir la urgencia de esa tarea.
El complejo militar-industrial que desempeñó un papel tan grande en Vietnam, y sigue
siendo el principal creador del grotesco de la carrera armamentista, no se somete a nada excepto
al motivo de las ganancias. Esto no es un sometimiento en absoluto. Es puro interés personal.
Yo no soy enemigo del capitalismo per se. Creo que es posible que el motivo de las ganancias
sea operativo y a la vez se someta a los valores superiores de la verdad y el amor. Difícil, pero
posible. Si no podemos manejar de alguna manera esta sumisión y “cristianizar’’ nuestro
capitalismo, estamos condenados como sociedad capitalista. El fracaso total de la sumisión es
siempre malo: para un grupo, una institución, una sociedad y un individuo. Sino podemos
curarnos por sumisión, las fuerzas de la muerte ganarán la batalla y nos consumiremos en nuestro
propio mal.
Aunque no se ha realizado una investigación que establezca una base realmente científica
para la prevención de la maldad grupal, creo que ya sabemos por el examen de MyLai y de otros
fenómenos similares hacia dónde deben dirigirse los esfuerzos preventivos. Nuestro estudio de
MyLai reveló cómo operaron una gran pereza intelectual y un narcisismo patológica en todos los
niveles. La tarea de prevenir la maldad grupal — incluyendo la guerra misma— es claramente la
tarea de erradicar, o al menos disminuir significativamente, la haraganería y el narcisismo.
Pero, ¿cómo se logra esto? Aunque hay fenómenos tales como la identidad grupal, el
narcisismo grupal y el espíritu grupal, no hay formas de influir sobre tales fenómenos excepto
influyendo sobre los miembros individuales del grupo. Habitualmente, cuando queremos influir
en la conducta del grupo, primero intentamos hacerlo por el medio más eficiente posible:
influyendo sobre los líderes individuales del grupo. Si nuestro acceso a los líderes del grupo está
bloqueado, debemos volvernos hacia los miembros de menor importancia y buscar apoyo
popular. De cualquier manera, nos dirigimos al individuo. Porque la “mentalidad del grupo”
está determinada en última instancia por las mentes de los individuos que componen el grupo.
Así como un solo voto puede ser crucial en una elección, todo el curso de la historia humana
puede depender del arrepentimiento de un único individuo solitario y hasta humilde. Esto lo
saben quienes son auténticamente religiosos. Es por esta razón que ninguna actividad posible se
considera más importante que la salvación de una sola alma humana. Es por esto que el
individuo es sagrado. Porque es en la mente y el alma solitarias del individuo que se libra la
batalla entre el bien y el mal, y se gana o se pierde en última instancia.
Por lo tanto, el esfuerzo para evitar la maldad grupal —incluida la guerra— debe dirigirse al
individuo. Por supuesto, es un proceso de educación. Y la educación puede realizarse muy
fácilmente dentro del marco tradicional existente en nuestras escuelas. Este libro se escribe con
la esperanza de que algún día en nuestras escuelas tanto laicas como religiosas se enseñe
cuidadosamente a los niños la naturaleza del mal y los principios para su prevención.
Hace poco tiempo, en una comida, uno de los invitados, hablando de un famoso director de
cine, dijo: “Dejó su marca en la historia”. En forma bastante espontánea, comenté: “Cada uno de
nosotros deja su marca en la historia”. Todas las personas allí reunidas me miraron como si
hubiera dicho algo no sólo fuera de lugar, sino levemente obsceno. Que afectemos la historia
para bien o para mal es, por supuesto, elección de cada individuo. Un buen medio para
enseñarnos nuestra potencial responsabilidad individual en la maldad grupal y la historia ocurre
cuando en ciertas iglesias, el Viernes Santo, al representar la Pasión según San Marcos, se pide a
la congregación que haga el papel de la turba y grite: “Crucifícale”.
Sueño con que se enseñe a los niños que la haraganería y el narcisismo están en las raíces
mismas de toda maldad humana, y por qué es así. Aprenderán que cada individuo es de sagrada
importancia. Aprenderán que la tendencia natural de un individuo en un grupo es entregar al
líder su juicio ético, y que hay que luchar contra esta tendencia. Y finalmente comprenderán que
es responsabilidad de cada individuo examinarse continuamente para ver si hay en él haraganería
y narcisismo, y purificarse como sea necesario. Lo harán sabiendo que esa purificación personal
se requiere no sólo para la salvación de sus almas individuales, sino también para la salvación del
mundo.
7 . EL PELIGRO Y LA ESPERANZA

LOS PELIGROS DE UNA PSICOLOGIA DEL MAL


Hay una variedad de razones por las que todavía no hemos desarrollado una psicología del
mal. La psicología es una ciencia muy joven todavía, y no puede esperarse que haya logrado
todo en su breve existencia. Sin embargo, como es una ciencia, incluye el respeto por un
pensamiento libre de valores y una desconfianza de los conceptos religiosos tales como el
concepto del mal. Y además, sólo recientemente la mayoría laica de la sociedad se ha
preocupado seriamente por las manifestaciones sociales del mal. La esclavitud fue abolida hace
un siglo. Los castigos corporales a los niños eran cosa aceptada hasta la generación actual.
Pero tal vez la razón más importante de que no hayamos examinado científicamente el
fenómeno del mal es el temor a las consecuencias. Tenemos buenas razones para tener miedo.
Hay peligros reales inherentes al desarrollo de la psicología del mal. Este libro se ha escrito
suponiendo que estos peligros son menores que los de no desarrollar una psicología del mal. Sin
embargo, cualquiera que desee participar en la tarea de someter el fenómeno del mal al escrutinio
de la ciencia debe comenzar por considerar en profundidad que esta tarea, en sí misma, tiene
potencial para causal el mal.

EL PELIGRO DEI JUICIO MORAL


Como hemos señalado, es característico de los malos juzgar a los demás como malos.
Incapaces de reconocer su propia imperfección, tienen que explicar sus defectos culpando a
otros. Y, si es necesario, hasta destruirán a los otros en nombre de la virtud. ¡Con cuánta
frecuencia lo hemos visto: en el martirio de los santos, la Inquisición, el Holocausto, MyLail! Lo
bastante a menudo como para que cada vez que culpemos a otros de ser malos, es posible que
nosotros mismos seamos quienes estamos cometiendo el mal. Hasta los ateos y los agnósticos
creen en las palabras de Cristo: “No juzguen, para no ser juzgados”. 73
El mal es un juicio moral. Propongo que puede ser también un juicio científico. Pero hacer
el juicio científicamente no lo sacará de la esfera moral. La palabra es peyorativa. Ya sea que
llamemos malo a un hombre sobre la base de la pura opinión o de un test psicológico
estandarizado, de todos modos estamos haciendo un juicio moral. ¿No seria mejor que evi-
táramos hacer cualquiera de las dos cosas? La ciencia es bastante peligrosa. El juicio moral es
bastante peligroso. ¿Cómo nos atrevemos a mezclar los dos a la luz de la admonición de Jesús?
Sin embargo, si examinamos el asunto mis de cerca, veremos que es a la vez imposible y
malo en sí evitar totalmente hacer juicios morales. Una actitud como “soy una buena persona;
eres una buena persona” puede tener cierto lugar para facilitar nuestras relaciones sociales, pero
no más que eso. ¿Hitler era una buena persona? ¿El teniente Calley? ¿Jim Jones? ¿Los
experimentos médicos realizados en sujetos judíos en los campos de concentración alemanes
estaban bien? ¿Los experimentos con LSD realizados por la CIA?
Observemos la vida cotidiana. Si voy a contratar un empleado, ¿debe tomar a la primera
persona que se presenta o entrevistar a una serie de postulantes y juzgar entre ellos? ¿Qué clase
de padre sería yo si descubriera que mi hijo engaña, miente o roba y no lo critican? ¿ Qué debo
decirle a un amigo que piensa suicidarse o a un paciente que está vendiendo heroína? “¿ Estás
bien?” Existen cosas tales como el exceso de comprensión, el exceso de tolerancia y el exceso
de permisividad.
73
San Mateo, 7:1.
El hecho es que no podemos llevar una vida decente sin hacer juicios en general y juicios
morales en particular. Cuando los pacientes vienen a verme, se supone que me pagan por mi
juicio presumiblemente bueno. Cuando yo busco asesoramiento legal, me interesa la cualidad
del juicio de mi abogado. ¿Gastamos cinco mil dólares en unas vacaciones para la familia o los
invertimos en ahorros para la educación de los chicos? ¿Hago trampa o no con mis impuestos a
las ganancias? Ustedes y yo pasamos nuestros días tomando decisiones que son juicios, la
mayoría de los cuales tienen matices morales. No podemos escapar al acto de juzgar.
La frase “No juzguen, para no ser juzgados” generalmente se cita fuera de contexto. Cristo
no nos pidió que siempre evitáramos juzgar. Lo que dijo en los cuatro versos siguientes es que
debíamos juzgarnos a nosotros mismos antes de juzgar a los demás, no que no debemos juzgar
en absoluto. “Hipócrita”, dijo; “primero quítate la viga de tu propio ojo, y entonces podrás ver
claramente para sacar la paja del ojo de tu hermano”. 74 Como reconocía el potencial para el mal
en los juicios morales, nos instruyó no para que siempre evitáramos hacerlos, sino para que nos
purificáramos antes de hacerlos. Que es donde fallan los malos. Es la autocrítica lo que ellas
evitan.
También debemos recordar el propósito para el cual juzgamos. Si es para curar, perfecto. Si
es para mejorar nuestra autoestima, nuestro orgullo, entonces el propósito es equivocado. “Sólo
por la gracia de Dios no lo he hecho yo” es una reflexión que debe acompañar todo juicio de la
maldad ajena.
Creo que la exploración científica de la maldad humana dará testimonio de la verdad de esa
reflexión. Consideremos algunos de los temas que este trabajo ha presentado: la posibilidad de
causa o predisposición genética; la evidencia del rol de los padres que no dan amor a sus hijos y
el excesivo sufrimiento en la infancia; la naturaleza misteriosa de la bondad humana. Cuanto
más profundamente examinamos el tema, menos causa encontramos para el orgullo personal.
Algunos interpretan la verdad de la reflexión “sólo por la gracia de Dios no lo he hecho yo”
como una razón para el fatalismo. Como Dios rescata a esta persona pero no a aquélla, como el
grado en que podemos salvarnos por nuestro propio esfuerzo nunca llega a aclararse bien, ¿ para
qué preocuparse? Pero el fatalismo es justamente eso: fatal. Declararnos impotentes es morir.
Aunque tal vez nunca lleguemos a discernir en última instancia el significado de la existencia
humana —incluyendo por qué esta persona es buena y aquella otra mala—, sigue siendo nuestra
responsabilidad vivir lo mejor que podamos. Lo cual también significa seguir haciendo los
juicios morales necesarios para apoyar la vida. Y se nos permite elegir sí hemos de vivir en un
estado de mayor o menor ignorancia.
Por lo tanto, el tema no es si juzgar o no: debemos juzgar. El problema es cómo y cuándo
juzgar sabiamente. Nuestros grandes líderes espirituales nos han dado la base. Pero como
finalmente tenemos que hacer juicios morales, tiene sentido refinar un poco más nuestra
sabiduría con la aplicación del método científico y el conocimiento del mal cuando sea
apropiado, y siempre que recordemos la base.

EL PELIGRO DE DISFRAZAR UN JUICIO MORAL CON LA AUTORIDAD CIENTIFICA


Esta es una trampa importante. Es una trampa porque atribuimos a la ciencia más autoridad
que la que merece. Lo hacemos por dos razones. Una es que muy pocos de nosotros conocemos
las limitaciones de la ciencia. La otra es que dependemos demasiado de la autoridad en general.
Cuando nuestros hijos eran pequeños tuvimos la suerte de llevarlos al mejor de los pediatras,
un hombre bondadoso y muy dedicado, y de gran erudición. Cuando fuimos a verlo un mes
después del nacimiento de nuestra hija mayor, nos indicó que comenzáramos a darle comida
74
San Mateo 7:5.
sólida casi enseguida, porque ese suplemento era necesario para los bebés que se criaban con
pecho. Un años después, cuando lo visitamos al mes de nacer nuestra segunda hija, nos indicó
postergar todo lo posible darle alimento sólido para no privarla de su extraordinaria nutrición con
leche materna. ¡El estado de la “ciencia” había cambiado! Cuando yo era estudiante, nos
enseñaron que el mejor remedio para la diverticulosis era una dieta con pocos desechos. Ahora
se les enseña a los estudiantes de medicina que el tratamiento esencial es una dieta con alto
porcentaje de desechos.
Estas experiencias me han enseñado que lo que llamamos conocimiento científico es, en
realidad, la creencia actual de algunos científicos. Estamos acostumbrados a considerar a la
ciencia como una Verdad con mayúscula. Sin embargo, el conocimiento científico no es más que
la mejor aproximación a la verdad según el juicio de la mayoría de los científicos que trabajan en
la especialidad particular de que se trata. La verdad no es algo que poseemos; en el mejor de los
casos, es una meta hacia la cual luchamos por dirigirnos.
Lo que más preocupa en este caso es la posibilidad de que los científicos, —específicamente
los psicólogos— hagan públicos ciertos pronunciamientos sobre el mal de ciertos personajes o
acontecimientos. Nosotros los científicos, lamentablemente, no somos mucho más inmunes que
cualquier otro a llegar a conclusiones apresuradas y erróneas. Muchos psiquiatras que jamás
habían conocido personalmente al hombre, clasificaron a Barry Goldwater en 1964 como
“psicológicamente inepto” para ser presidente. En la Unión Soviética los psiquiatras
sistemáticamente abusan de su profesión clasificando a los disidentes políticos como
“mentalmente enfermos”, sirviendo así a los intereses del Estado antes que a los de la verdad y la
curación.
El problema se agrava por el hecho de que actualmente el público está ansioso de ser guiado
por los pronunciamientos de los científicos. Como ya dijimos en relación con el tema de la
maldad grupal, la mayoría prefiere seguir a conducir. Nos conforma, y hasta deseamos, dejar que
nuestras autoridades piensen por nosotros. Hay una profunda tendencia a hacer de nuestros
científicos “reyes filósofos”, a quienes permitimos que nos guíen por los laberintos intelectuales,
cuando ellos con frecuencia están tan perdidos como el resto de nosotros.
Por pereza intelectual olvidamos que el pensamiento científico es casi tan caprichoso como
el gusto. Como la opinión actual del establishment científico representa sólo la palabra más
reciente y nunca la última, debemos, por nuestra seguridad como público, cargar con la
responsabilidad de ser escépticos de nuestros científicos y sus pronunciamientos. En otras
palabras, nunca debemos renunciar a nuestro liderazgo individual.
A pesar de que es mucho pedir, todos debemos tratar de ser científicos, al menos en un grado
que nos permita hacer nuestros propios juicios sobre los temas del bien y el mal. Aunque los
temas del bien y el mal son demasiado importantes para excluirlos del examen científico,
también son demasiado importantes para dejárselos totalmente a los científicos.
Afortunadamente, en nuestra cultura, a los científicos les encanta discutir entre ellos. Me-
estremezco al pensar en un tiempo y una cultura en que haya un “evangelio” científico sobre la
naturaleza del bien y el mal que no se someta a debate. Digo “científico” entre comillas con res-
pecto a esto porque el debate es la piedra fundamental de la auténtica ciencia, y una ciencia sin
debate y exuberante escepticismo no es ciencia en absoluto. La mejor salvaguarda que tenernos
contra el uso equivocado del concepto del mal por los científicos es asegurar que la ciencia siga
siendo científica y se apoye en una cultura democrática en la que se estimule el debate abierto.

EL PELIGRO DEL USO EQUIVOCADO DE LA CIENCIA


El uso equivocado más grande de la ciencia puede atribuirse no a los científicos mismos que
proclaman opiniones personales disfrazadas de verdad científica, sino al público —a la industria,
el gobierno y los individuos poco informados— que emplea los hallazgos y conceptos científicos
para fines dudosos. Aunque la bomba atómica se hizo posible a través del trabajo de los
científicos, fueron los políticos quienes tomaron la decisión de fabricarla y los militares quienes
la arrojaron. Esto no significa que los científicos no tengan ninguna responsabilidad en las
aplicaciones que se dan a sus hallazgos. Pero sí quiere decir que no tienen control de la
situación. Una vez que un descubrimiento se publica (y generalmente debe publicarse, porque la
ciencia depende de la publicación y del libre flujo de ¡a información), se vuelve parte del
dominio público. Cualquiera puede usarlo, y los científicos no pueden decir mucho más al
respecto que cualquier otro grupo de interés público.
El cuerpo de conocimiento científico de la psicología ya es usado equivocadamente en una
variedad de formas por el público en general. Su empleo —y el grado en que es empleado— por
el sistema judicial en este país es discutible, y ni hablemos del que se le da en la Unión Soviética.
Aunque los tests psicológicos son a veces de enorme valor para los maestros y profesores,
muchos niños son erróneamente diagnosticados y mal clasificados a través de ellos. Se usan
tests similares (muchas veces mal) para rechazar postulantes a empleos y a la universidad. En las
reuniones sociales hombres y mujeres charlan sobre la “envidia del pene”, el “miedo a la
castración” y hasta del “narcisismo” sin tener mucha idea de lo que dicen ni de las posibles
consecuencias de sus charlas.
Por eso da un poco de miedo imaginar lo que podría suceder si el público accede a una
información científica referente al mal. Supongamos, por ejemplo, que se desarrollara un test
psicológico que pudiera identificar a las personas malas. Muchos podrían querer usar ese test
para fines no académicos: escuelas que quisieran eliminar postulantes indeseables, cortes de
justicia que trataran de determinar culpa o inocencia, abogados que libraran batallas por la
tenencia, etcétera. Consideren además cómo buscaría la gente señales del mal en una suegra, un
jefe, un antagonista, y qué rápidamente podrían usar esos estigmas para manchar a sus
adversarios, en público o informalmente.
Pero aunque sería imposible evitar el acceso del público a la información sobre el mal, el
cuadro no es tan sombrío como parecería a primera vista. La información psiquiátrica sobre los
individuos puede mantenerse confidencial. El diagnóstico formal del mal tal como lo hacen los
psicólogos y los psiquiatras puede restringirse únicamente a los fines de la investigación
científica estrictamente controlada. En cuanto a la realidad de que la información psicológica
general es a menudo usada equivocadamente por el público, esto no significa que estemos peor
por tener ésa información. En realidad, yo creo firmemente que la creciente conciencia
psicológica del público en general en las últimas décadas representa un dramático paso adelante
intelectual y moral. 75 Aunque algunos se luzcan con sus conocimientos de Freud muy
tontamente, el hecho de que muchos hayan llegado a reconocer la realidad de su inconsciente (y
hasta comiencen a hacerse responsables de él) puede ser el germen de nuestra salvación. Nuestro
incipiente interés en la existencia y fuente de nuestros prejuicios, hostilidades ocultas, miedos
irracionales, puntos ciegos de percepción, estereotipos mentales y resistencia al crecimiento es el
comienzo de un salto evolutivo.
Finalmente, una creciente sofisticación pública sobre la psicología del mal servirá en si
misma para evitar el abuso de la psicología. Aunque necesitamos investigación para saber más
sobre el mal, hay cosas que ya sabemos más allá de toda duda. Una es la tendencia de los malos
a proyectar su maldad en otros. Incapaces o renuentes a aceptar sus propios pecados, deben

75
Algunos, en especial Martin N. Gross, en The Psychological Society (Random House, 1975), lamentan el énfasis
actual en la mentalidad psicológica, pero si bien son elocuentes sobre sus abusos, pasan por alto sus virtudes. No
ven el cuadro general ni dan un punto de vista equilibrado
explicarlos acusando a otros de los defectos. A medida que desarrollemos una psicología del
mal, este hecho —que ya representa un conocimiento común entre los estudiosos— seguramente
se difundirá más. Nos volveremos más y no menos perspicaces con respecto a los que arrojan la
primera piedra. A medida que el interés científico por el fenómeno del mal se filtre al público,
nuestra consideración de ese fenómeno debe ser cada vez más cuidadosa.

El PELIGRO PARA EL CIENTIFICO Y PARA EL TERAPEUTA


Hasta ahora hemos hablado de los peligros que puede encerrar el trabajo de los científicos
sobre el tema del mal para el público. Pero, ¿y los científicos mismos? ¿No podrían llegar ellos
mismos a ser dañados por su propia investigación? Creo que sí.
El investigador más básico del mal siempre será un terapeuta. No hay método para mirar
en el interior de una persona que pueda compararse al psicoanálisis por su profundidad y
discernimiento. No hay forma de penetrar en el disfraz del mal excepto en el rol del que cura,
alguien que, en pro de la curación, está dispuesto, como terapeuta, a entablar batalla con la
personalidad maligna o, como el exorcista, a luchar con lo demoníaco escondido detrás de esa
presencia. Nuestros datos más básicos sobre la naturaleza del mal los obtendremos de un
combate mano a mano con el mal mismo.
Alguna literatura sobre el exorcismo insiste sobre el peligro que existe para el exorcista en
esta lucha. Generalmente ese peligro se describe en términos físicos porque son concretos y es
fácil hablar sobre ellos. Pero supongo que mayor que el riesgo de muerte y deformidad es el
riesgo que corre el exorcista de que su propia alma quede dañada o contaminada. Creo que el
psicoterapeuta que realmente intenta enredarse terapéuticamente con un paciente malo enfrenta
riesgos en ciertos modos similares. Como no es común que una persona mala haga psicoterapia,
no sabernos mucho sobre esos riesgos. Pero si este libro logra estimular el interés psiquiátrico en
el mal, habrá cada vez más terapeutas que experimenten con su tratamiento. Yo les aconsejaría
que tuvieran cuidado. Es posible que se coloquen en situación de gran riesgo. No creo que estos
experimentos deban ser intentados por un terapeuta joven, que ya tiene bastante con aprender a
batallar con la resistencia y la contra-transferencia más comunes. Tampoco deben ser intentados
por los que todavía no han aprendido a ver la viga en el propio ojo, porque un terapeuta de alma
débil sería el más vulnerable.
Los peligros existen no sólo para los terapeutas. exorcistas y otras personas que tratan de
curar. Siempre existe el riesgo de contaminación, de una u otra manera. Cuanto más de cerca
nos rocemos con el mal, más probable será que nos volvamos malos nosotros mismos. Todos los
científicos, incluso aquellos cuyo trabajo se restringe a la biblioteca o al laboratorio esterilizado,
harían bien en comenzar su investigación leyendo la obra de Aldous Htixley, Los demonios de
Loudon (de donde cito más adelante). 76 Hasta que sepamos más, a través de un desarrollo de la
psicología del mal, no hay mejor trabajo sobre la contaminación con el mal que este análisis
histórico de los acontecimientos ligados con el mal, que se dieron en una ciudad francesa del
siglo diecisiete. El investigador o el terapeuta deben recordar que:
Los efectos que siguen a una concentración en el mal demasiado constante e intensa son
siempre desastrosos. Los que luchan no a favor de Dios en ellos mismos, sino contra el
demonio en otros, nunca logran mejorar el mundo, sino dejarlo como estaba, o bien
perceptiblemente un poquito peor de lo que estaba antes de comenzar su cruzada. Al
pensar ante todo en el mal, por excelentes que sean nuestras intenciones, tendemos a crear
ocasiones para que el mal se manifieste (pág. 192).

76
Harpe and Row, 1952 Perennial Library Edition.
No hay quien pueda concentrar su atención en el mal, ni siquiera en la idea del mal, y no
resultar afectado. Estar más contra el mal que a favor de Dios es excesivamente peligroso.
Todo cruzado puede llegar a volverse loco. Lo persigue la maldad que él atribuye a sus
enemigos; ésta se convierte de alguna manera en parte de sí mismo (pág. 260).

LOS PELIGROS EN PERSPECTIVA


La preocupación final que uno podría tener sobre la investigación científica de la maldad
humana es que podría poner en peligro la naturaleza de la ciencia misma. La tradición de
la ciencia de estar exenta de valores se vería seriamente amenazada. Si consideramos que
esta tradición es básica para la ciencia, una “ciencia” del mal basada, como está, en un
juicio de valor a priori, ¿no socavaría los cimientos mismos de la ciencia tal como la
conocernos?
Pero tal vez es necesario modificar esta base particular de la ciencia. Excepto en rarísimos
casos, la investigación científica la realiza en un simple laboratorio, un buscador de la
verdad solitario e independiente, por su propia cuenta. Por el contrario, la financian el
gobierno o la industria en forma de trabajos de grupo de acuerdo con programas ejecuti-
vos. La tecnología requerida para la investigación moderna misma se ha vuelto tan
complicada que puede ser peligrosa. El hecho es que la ciencia moderna se ha mezclado
tan inextricablemente con los grandes negocios y las altas esferas del gobierno que ya no
existe algo que pueda llamarse “ciencia pura”. Y el resultado final de una ciencia apartada
de la visión y las verdades de la religión parecería ser la locura de la carrera armamentista,
así como el resultado final de una religión que no se somete a la duda y al examen
cientffico es la locura rasputiniana de Jonestown...
Hay razones profundas para sospechar que la ciencia tradicionalmente libre de valores ya no
sirve a las necesidades de la humanidad y que la ciencia ya no puede ignorar el tema de los
valores. El más obvio de esos valores es la cuestión de1 mal. Cuando vivíamos a merced
de las bestias en el bosque, de la inundación y la sequía, de las hambrunas y sin poder de-
fendernos de las enfermedades infecciosas, nuestra supervivencia dependía de que nuestra
raza controlara a esas vastas fuerzas externas. No teníamos tiempo ni necesidad de esa
introspección. Pero a medida que hemos ido domando esas amenazas externas gracias a
nuestra ciencia tradicionalmente exenta de valores y la tecnología resultante, han surgido
peligros internos con rapidez proporcional. Las principales amenazas a nuestra
supervivencia ya no surgen de la naturaleza externa, sino del interior de nuestra propia
naturaleza humana. Son nuestro descuido, nuestras hostilidades, nuestro egoísmo y
orgullo y terca ignorancia los que ponen en peligro al mundo. Si ahora no logramos domar
y transmutar el potencial para el mal en el alma humana estaremos perdidos. ¿Y cómo
podremos lograrlo a menos que estemos dispuestos a contemplar nuestro propio mal con el
mismo cuidado, discernimiento independiente y rigurosa metodología a las que sometimos
el mundo externo?
Los peligros inherentes al desarrollo de una psicología científica del mal son muy reales.
No hay que subestimarlos. El hacer juicios morales, la confusión de la opinión con respecto al
hecho científico, el uso equivocado de la información científica por parte de las mal
intencionados y los mal informados, y los riesgos de acercarse al mal lo necesario para exami-
nado no son peligros simplemente teóricos. Al avanzar en el desarrollo de una psicología del
mal, algunos caerán en esas trampas. Aunque se podrá sugerir las formas de evitarlas en grado
considerable, no tengo dudas de que habrá víctimas. Pero en el mundo del conglomerado y de la
bomba neutrónica, del Holocausto y de MyLai, el camino parece claro. Los peligros de
desarrollar una psicología del mal no se aproximan en magnitud al peligro de dejar a la maldad
humana sin un estudio esforzado y coordinado. Por más peligrosa que parezca una psicología
del mal, será más peligroso aún no tenerla.

UNA METODOLOGÍA DEL AMOR


El mal es feo.
Hasta ahora nos hemos centrado, como correspondía, en su peligro y su destructividad.
Pero hay otro aspecto de su fealdad: su pequeña, barata y vulgar monotonía.
“El mal imaginario es romántico y variado”, escribió Simone Weil en su ensayo “Criterios
de la sabíduría”; “el mal real es sombrío, monótono, estéril, aburrido”. No es casual que
cuando C. S. Lewis describió el infierno lo comparó con una gris ciudad británica de los
Midlands. 77 Después de una reciente visita a Las Vegas, mi última visión del infierno es
que es un infinito emporio de máquinas automáticas, totalmente apartado de la variedad de
la noche y el día, monótonamente ruidoso con el clamor de los premios sin sentido,
atestado de seres de mirada opaca que en forma espasmódica pero constante hacen
funcionar esas máquinas por toda una eternidad. Sin embargo, el brillo sin ningún
atractivo de Las Vegas es una apariencia destinada a ocultar toda esa terrible monotonía.
Si alguna vez uno tiene la suerte de encontrarse con un santo, habrá conocido a un ser
absolutamente único. Aunque sus visiones pueden ser notablemente similares, la
personalidad de los santos es singularmente distinta. Esto se debe a que han llegado a ser
totalmente ellos mismos. Dios crea cada alma en forma diferente, de manera que cuando
finalmente desaparece todo el barro, Su luz brilla a través de esa alma en un dibujo her-
moso, colorido, totalmente nuevo. Keats descubrió este mundo como “el valle donde se
hacen almas”, y lo sepan o no, cuando ayudan a sus pacientes a limpiar el barro, los
psicoterapeutas se ocupan de esta actividad de hacer santos. Por cierto que los
psicoterapeutas saben que su tarea de todos los días es liberar a los pacientes para que sean
ellos mismos.
En el otro extremo del espectro humano, en oposición a los santos, están los menos libres:
los malos. Lo único que se puede ver de ellos es el barro. Y todo parece igual. En el
capítulo tres ofrecí una descripción clínica, nosológica de la personalidad del individuo
malo. Es extraordinario lo bien que los malos encajan en el molde. Una vez que se ha
visto a una persona mala se las ha visto a todas. Hasta los sicóticos, de quienes solemos
pensar que son los más trastornados, son más interesantes que los malos. (En realidad, hay
alguna razón para sospechar que en algunos casos se elige la psicosis como alternativa
preferible al mal).
Entonces, ¿cómo es que hasta ahora los psiquiatras no han logrado reconocer un tipo tan
claro, tan rígido? Es porque han creído en su fingida respetabilidad. Han sido engañados
por lo que Harvey M. Cleckley llamó “la máscara de la salud”. 78 Como decía mi amigo el
sacerdote, el mal es “la enfermedad esencial”. A pesar de su pretendida salud, los malos
son los más enfermos de todos.
A la increíblemente monótona locura de los Adolf Eichmann de este mundo se refería
Hannah Ahrendt cuando hablaba de “la banalidad del mal”. Thomas Merton lo dijo de esta
manera:

77
The Gret Divorce, New York, Macmillan, 1946.
78
The Mask of Sanity, St.Louis, C. V. Mosby, 1964, cuarta edición.
Uno de los hechos más perturbadores que surgieron del juicio a Eichmann fue que un
psiquiatra lo examinó y lo declaró perfectamente cuerdo. Igualamos la salud mental con
un sentido de justicia, con una actitud humanitaria, con la prudencia, con la capacidad de
amar y comprender a otra gente. Confiamos en las personas mentalmente sanas del
mundo para que nos preserven de la barbarie, la locura, la destrucción. Y ahora
comenzamos a descubrir que son precisamente los mentalmente sanos los más peligrosos.
Son los sanos, los bien adaptados, los que sin escrúpulos y sin náuseas dirigen los misiles y
oprimen los botones que iniciarán la gran orgía de destrucción que ellos, los sanos, han
preparado). 79

¿Qué debemos hacer con los malos cuando su disfraz de salud o de cordura es tan eficaz, su
destructividad tan “normal”? En primer lugar tenemos que dejar de creer en sus mentiras y no
permitir que nos engañen con sus fingimientos. Espero que este libro nos ayude a eso.
Pero entonces, ¿qué? Es una vieja máxima: conoce a tu enemigo. No sólo debemos
reconocer sino estudiar a esas pobres, aburridas y aterrorizadas personas. Y tratar de hacer lo
que podamos por curarlas o contenerlas.
¿Cómo haremos esto, considerando los grandes peligros que entraña una psicología del mal?
Creo que podemos realizar sin peligros la investigación científica de un tema al que a priori
damos un valor negativo sólo con una metodología de valor positivo. Específicamente, creo que
sólo podemos estudiar y tratar al mal a través de los métodos del amor.
Un hombre de veintiocho años había pasado varios años en terapia conmigo, enfrentándose
con el mal que su padre le había hecho en la infancia. Una noche tuvo el siguiente sueño, que,
representaba el comienzo de una nueva etapa en el proceso de su curación:

Era en la época de la guerra. Yo llevaba uniforme de combate. Yo estaba parado


frente a la casa de Morristown... la casa donde pasé los peores años de mi infancia. Mi
padre estaba en la casa. Yo tenía un walkie-talkie y estaba en comunicación con un
pelotón de morteros. Yo le daba al jefe del pelotón las coordenadas de la casa y le pedía
que hiciera un esquema de nuestra posición. Sabía que probablemente yo volaría junto
con mi padre y la casa en el bombardeo, pero el hecho no parecía importarme en absoluto.
Sin embargo, el jefe del pelotón me daba trabajo. “Tenemos montones de pedidos como
éste en todas partes”, dijo. Agregó que no sabía si podrían hacerlo. Yo estaba muy
alterado. Le rogué que lo hiciera. Hasta le dije que habría un cajón de botellas de whisky
para él si lo hacía. Finalmente pareció aceptar. Vería lo que se podía hacer, dijo. Me
sentí magníficamente bien. Pero entonces mi padre salió corriendo de la casa para hablar
conmigo. No recuerdo exactamente qué dijo, pero tenía algo que ver con los invitados o
las visitas o con otra gente. Volvió a entrar en la casa. Miré hacia el sendero, y sí, era
cierto, había un grupo de personas que se dirigían a la casa. No sé quiénes eran. No eran
de la familia. Sólo visitantes. Y de pronto me di cuenta de que también volarían con el
fuego de artillería. Volví a llamar frenéticamente al jefe del pelotón… sólo que esta vez le
rogaba que no dispararan contra nosotros. Le dije que de todos modos le regalaría el
cajón de botellas de whisky. Dijo que cancelaría la orden, y me desperté, sintiéndome
tremendamente aliviado. Sé que había vuelto a él justo a tiempo.

Como el paciente en el sueño, todos combatimos contra el mal. En el fragor de la batalla es


tentador aferrarse a alguna solución aparentemente simple, tal como “lo que tenemos que hacer
79
Raids on the Unspeakable, New Directions Publishing Corp., 1964, edición en rústica, págs. 45-46
con esta gente es simplemente reventarlos a bombas”. Y si nuestra pasión es suficientemente
grande, hasta es posible que estemos dispuestos a volar nosotros junto con ellos en este proceso
de “extirpar” el mal. Pero chocamos con el viejo problema de que el fin no justifica los medios.
Aunque el mal es la anti-vida, es en sí mismo una forma de vida. Si matamos a los que son
malos, nosotros mismos nos volveremos malos; seremos asesinos. Si pretendemos enfrentar el
mal destruyéndolo, terminaremos por destruirnos a nosotros mismos, si no físicamente, en el
sentido espiritual. Y es posible que también caigan con nosotros algunos inocentes.
¿Qué hacer, entonas? Como mi paciente, tenemos que empezar por abandonar la simple idea
de que podemos vencer efizcamente al mal destruyéndolo. Pero esto nos deja en una suerte de
vacío nihilista. ¿Debemos declararnos impotentes, considerar el problema del mal como inso-
luble por naturaleza? Seguramente que no. Eso no tendría sentido. Es en la lucha entre el bien y
el mal que la vida adquiere su significado, y en la esperanza de que el bien puede triunfar. Esa
esperanza es nuestra respuesta: el bien puede triunfar. El mal puede ser vencido por el bien. Al
traducir esto nos damos cuenta de algo que siempre supimos: el mal puede ser vencido por el
amor.
De manera que la metodología de nuestro ataque —científico y de otra índole— al mal debe
ser el amor. Suena tan simple que uno no puede menos que preguntase por qué no es una verdad
más obvia. El hecho es que por más que suene muy simple la metodología del amor es tan difícil
en la práctica que no nos animamos a usarla. A primera vista hasta parece imposible. ¿Cómo es
posible amar a las personas que son malas? Sin embargo eso es precisamente lo que digo que
debemos hacer. Específicaniente, si queremos realizar sin riesgos una investigación sobre las
personas malas, debemos hacerlo en el amor. Debemos comenzar a parir de una posición de
amor por ellas.
Permítanme volver al dilema que enfrenté cuando trabajaba con Charlene. Ella insistía en
que yo la amara en forma incondicional, como si ella fuera un bebé inmaculado. Pero no era un
bebé. Y yo no podía, con toda honestidad, afirmarla en el mal como ella tan desesperadamente
me pedía. ¿Acaso amar el mal no es malo de por sí?
La resolución de este dilema es una paradoja. El camino del amor es un equilibrio dinámico
de opuestos, una tensión de incertidumbres creativa y dolorosa, una difícil cuerda floja entre
cursos de acción extremos peso más difíciles. Consideremos la crianza de un niño. Tolerar todas
sus conductas malas no es quererlo. De alguna manera debemos ser a la vez tolerantes e
intolerantes, aceptar y exigir, ser estrictos y flexibles. Se requiere una compasión casi divina.
Un sacerdote describió esta compasión de Dios por el hombre poniendo en boca de Dios las
siguientes palabras:
“Te conozco. Yo te he creado. Te he amado desde que estabas en el vientre de tu madre.
Has huido —como ahora sabes—de mi amor, pero igual te amo, y no menos, por más lejos
que huyas. Soy yo quien apoya tu poder mismo de volar, y nunca te dejaré ir del todo. Te
acepto como eres. Te perdono. Conozco todos tus sufrimientos. Siempre los he conocido.
Más allá de lo que puedas comprender, cuando tú sufres, yo sufro. También conozco todos
los pequeños trucos con que tratas de ocultar a los demás y a ti mismo la fealdad en que
has convertido tu vida.
Pero tú eres hermoso. Eres más hermoso por dentro de lo que percibes. Eres hermoso
porque tú mismo, en la persona única que sólo tú eres, reflejas ya algo de la belleza de mi
santidad de una manera que nunca terminará. Además eres hermoso porque yo, y sólo yo,
veo la belleza en que te convertirás. A través del poder de transformación de mi amor que
se hace perfecto en la debilidad, tú llegarás a ser perfectamente hermoso en una forma úni-
ca e irremplazable, que ni tú ni yo lograremos solos, porque la lograremos juntos”. 80

No es fácil abrazar a la fealdad con el único motivo de la esperanza en que de alguna


manera desconocida se operará una transformación en belleza. Pero sigue existiendo
el mito de los sapos que al recibir un beso se transforman en príncipes. Pero, ¿cómo
es eso de que un beso transforma un sapo en un príncipe? ¿Cómo funciona la
metodología del amor? ¿Como cura? No lo sé con exactitud.
No lo sé porque el amor puede funcionar de muchas maneras, y ninguna de ellas es
predecible. Sé que la primera tarea del amor es la purificación de nosotros mismos.
Cuando uno se ha purificado, por la gracia de Dios, hasta el punto en que puede
realmente amar a sus enemigos, sucede algo hermoso. Es como si los límites del
alma llegaran a estar tan limpios que se vuelven transparentes, y entonces el
individuo irradia una luz única.
El efecto de esta luz varía. Algunos, en su camino hacia la santidad, se mueven con
más rapidez gracias a su estímulo. Otros, en su camino hacia el mal, cuando
encuentran esta luz sienten el impulso de cambiar de rumbo. El que lleva la luz (que
es sólo un vehículo de ella, porque la luz es de Dios) a menudo no percibirá estos
efectos. Por último, quienes odian la luz la atacarán. Pero es como si sus malas
acciones fueran llevadas a la luz y consumidas. De este modo, la energía maligna se
pierde, se contiene y se neutraliza. El proceso puede ser doloroso para el que lleva la
luz, a veces hasta fatal. Sin embargo, esto no significad éxito del mal. Más bien le
sale el tiro por la culata. Como ya dije en La nueva psicología del amor, “Fue el mal
lo que llevó a Cristo a la cruz, permitiéndonos así verlo desde lejos”. 81
La forma más específica en que puedo hablar de la metodología del amor es citando
las palabras de un viejo sacerdote que dedicó muchos años a la batalla: “Hay muchas
maneras de tratar el mal y varias formas de vencerlo. Todas ellas son facetas de la
verdad que dice que la forma última de vencer el mal es permitir que se asfixie en un
ser humano vivo que esté dispuesto a ello. Cuando se absorbe allí como la sangre en
una esponja o una lanza en el propio corazón, pierde su poder y no sigue
avanzando”. 82
La curación del mal —científica o en otro sentido— sólo puede ser lograda por el amor de
los individuos. Se requiere un sacrificio voluntario. El luchador o la luchadora individual debe
permitir que su propia alma se convierta en un campo de batalla. El o ella, en forma de
sacrificio, deben absorber el mal.
Entonces, ¿qué impide la destrucción de esa alma? Si uno hace entrar el mal en su propio
corazón, como una lanza, ¿cómo puede sobrevivir la propia bondad? Incluso si así se vence al
mal, ¿no se vencerá de la misma manera al bien? ¿Qué se logrará más allá de un trueque sin
sentido?
Sólo puedo responder a esto en lenguaje místico. Sólo puedo decir que hay una misteriosa
alquimia por la cual la víctima se conviene en vencedor. Como escribió C. S. Lewis: “Cuando
una víctima volunraria que no había cometido traición murió en lugar de un traidor, la Mesa se
partió y la Muerte misma comenzó a retroceder”. 83
80
De “Known”, por el reverendo doctor Charles K. Robinson, 4 de noviembre de 1973 (Duke Divinity School
Review, Invierno de 1979, Vol. 44. pág. 44).
81
Emecé Editores, pág.291.
82
Gale D. Webbe, The Nigth and Nothing, New Cork, Seabury Press, 1964. pág
83
The lion, the witch and the wardrobe (Collier/McMillan, 1970) pág. 160
No sé cómo sucede esto. Pero sé que sucede. Sé que las personas buenas pueden dejarse
penetrar deliberadamente por la maldad de otras —y de esta manera quebrarse, pero sin embargo
quedar enteras—, incluso morir en cierto sentido y sin embargo sobrevivir y no sucumbir.
Siempre que esto sucede hay un ligero desplazamiento del equilibrio del poder en el mundo.

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