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El significado de la palabra verdad abarca desde la honestidad, la buena fe y la sinceridad en

general, hasta el acuerdo de los conceptos con las cosas, los hechos o la realidad en particular.1
El término no tiene una única definición en la que estén de acuerdo la mayoría de estudiosos y
filósofos profesionales y las teorías sobre la verdad continúan siendo ampliamente debatidas.
Hay posiciones diferentes acerca de cuestiones como qué es lo que constituye la verdad; cómo
definirla e identificarla; si el ser humano posee conocimientos innatos o sólo puede adquirirlos;
si existen las revelaciones o la verdad puede alcanzarse tan sólo mediante la razón; y si la
verdad es subjetiva u objetiva, relativa o absoluta, o aún hasta qué grado pueden afirmarse cada
una de dichas observaciones. Este artículo procura introducir las principales interpretaciones y
perspectivas, tanto históricas como actuales, acerca de este concepto.

La justicia es la concepción que cada época y civilización tienen acerca del bien común. Es un
valor determinado por la sociedad. Nació de la necesidad de mantener la armonía entre sus
integrantes. Es el conjunto de reglas y normas que establecen un marco adecuado para las
relaciones entre personas e instituciones, autorizando, prohibiendo y permitiendo acciones
específicas en la interacción de individuos e instituciones.

Este conjunto de reglas tiene un fundamento cultural y en la mayoría de sociedades modernas,


un fundamento formal:

• El fundamento cultural se basa en un consenso amplio en los individuos de una


sociedad sobre lo bueno y lo malo, y otros aspectos prácticos de como deben
organizarse las relaciones entre personas. Se supone que en toda sociedad humana, la
mayoría de sus miembros tienen una concepción de lo justo, y se considera una virtud
social el actuar de acuerdo con esa concepción.
• El fundamento formal es el codificado formalmente en varias disposiciones escritas,
que son aplicadas por jueces y personas especialmente designadas, que tratan de ser
imparciales con respecto a los miembros e instituciones de la sociedad y los conflictos
que aparezcan en sus relaciones.

Por alguna razón, la noción de memoria colectiva, que es habitual, que es frecuente entre
nosotros, y cuyo uso se constata en el ámbito académico, en la vida corriente y en los medios de
comunicación, me produce incomodidad. Me produce malestar como individuo, y este hecho,
simple y particular, me obliga a interrogarme. ¿Por qué razón experimento esa desazón cada vez
que oigo apelaciones enfáticas o suaves a la memoria colectiva? ¿Será acaso por las condiciones
en que nací y crecí? Nací cuando acababa la autarquía franquista, cuando despuntaba un
desarrollo turístico que parecía amenazar la estabilidad del orden católico, cuando empezaba la
oposición universitaria al Régimen y, sobre todo, cuando comenzaba la televisión, cuando
comenzaban las emisiones de la televisión en España. Es decir, pertenezco a la primera
generación estrictamente catódica, aquella primera generación que aprendió a ver televisión, el
mundo y el entorno cuando los severos programadores de Prado del Rey aprendían también su
uso y su gestión. Nací, además, en el seno de una familia adaptada al Régimen, una familia que
no se consideraba ni vencedora ni derrotada, una familia característicamente contemporizadora,
propia de lo que se llamó el franquismo sociológico, y en la que se mezclaban el miedo, el
silencio, la resignación. Era ésta una familia en la que fue frecuente la invocación del pasado
colectivo, el recuerdo de un desastre y de un pánico, el de la guerra. Mis mayores hacían
continuos ejercicios de memoria o lo que ellos creían que eran constantes ejercicios de memoria
para instruirme, para educarme, para aplacarme. Insisto: ¿por qué me molesta tanto la apelación
habitual y pública que en España se hace a la memoria colectiva? A este individuo que se
desconcierta con ese malestar y con una desazón antigua, tratará de responder el historiador, ese
historiador que fue adolescente y que ha crecido, que ha leído, que ha estudiado y que no
contesta sólo con emociones, con rencores y con afectos. Intentaré responder con frialdad y con
pasión. Decía Nabokov que deberíamos escribir con la frialdad del poeta y con la pasión del
científico. Trataré de responder con la temperancia del historiador.
Un conjunto de mitos y falsas definiciones han contribuido a enturbiar el entendimiento
acerca del significado y alcance de la reconciliación, por lo que se hace necesario
puntualizar algunas clarificaciones sobre el tema:

1. La reconciliación no puede ser el primer proceso que se convoque, ni puede ser


decretada. Las víctimas esperan que se les haga justicia y esta puede tomar diversas
formas: sancionar a los culpables, compensar a las víctimas, reconocer socialmente lo
ocurrido y el dolor que les fue causado. Las autoridades –con mayor o menor consenso
ciudadano- pueden optar por formas de justicia compensatoria, en aras de asegurar la
estabilidad y paz social al corto plazo, y amnistiar a los culpables en el marco de la
legislación nacional. Pero ya no puede extenderles una amnistía con respecto al derecho
internacional y la actual globalización de la justicia, por lo que los verdugos podrían ser
posteriormente extraditados a otros tribunales extranjeros o internacionales que los
reclamasen en otras latitudes, si existen convenios para ello, o tendrían que permanecer
en territorio nacional donde único la amnistía decretada puede protegerlos.

2. Amnistía no es amnesia. La verdad casi nunca es unívoca, pero los hechos sí lo son.
Los distintos protagonistas poseen diferentes verdades sobre las cuales intentan explicar
su actuación. Los hechos son unívocos, aunque su reconstrucción requiera de la revisión
seria y sosegada de las versiones diferentes que existan sobre ellos. La reconstrucción
más exacta posible de los hechos es la esencia del proceso de búsqueda de la verdad.
Los procesos de reconciliación han de seguir o mezclarse con la búsqueda y
establecimiento de la verdad, la reflexión colectiva sobre el pasado reciente, las
lecciones aprendidas y las medidas que se recomienden para eternizar los "nunca más"
en la memoria histórica nacional.

3. Empatía no es simpatía. La reconciliación no exige la amistad con los antiguos


verdugos. Lo que demanda un proceso de reconciliación es la comprensión del contexto
donde todos actuaron –de uno y otro lado- y de los métodos inaceptables que ambos
pudieran haber empleado para alcanzar sus objetivos, por legítimos que fuesen algunos
de ellos.

4. Para recibir perdón hay que pedirlo de manera clara y sincera a las víctimas, las
únicas que pueden extenderlo. La amnistía legal es la exoneración por parte del poder
judicial de la sanción debida por los crímenes cometidos. Las amnistías no representan
un reconocimiento de que la persona era inocente, sino constituyen un acto de
clemencia por razones de estado ante un culpable a quien se libera de tener que cumplir
la sanción merecida. El perdón que puede llegar a extender una víctima tampoco supone
concederle al verdugo un reconocimiento de inocencia, sino la decisión de la víctima de
hacer dejación de sus legítimos reclamos de justicia punitiva contra aquel en el futuro.
El estado tiene la prerrogativa de amnistiar cancelando las sanciones legales, pero sólo
los afectados tienen el derecho de perdonar por el sufrimiento que les fuera inflingido.
Los políticos pueden intentar persuadir a las víctimas de la alta conveniencia social de
avanzar rápidamente hacia una nueva convivencia social y de la contribución que a ese
válido fin se haría extendiendo el perdón a los victimarios. Pero son pocos quienes
pueden dejarse persuadir a ese arreglo sin ver previamente a su verdugo reconocer sus
faltas y sin pedirles perdón, de manera clara y sincera.

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