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Todo parecía referirse al pasado, un pasado remoto y extraño, de improbable

existencia y que, sin embargo, había dado origen a aquel momento . Amelia, por
ejemplo.
Cuando la vió por primera vez allá, en la casa del tío Ernesto, notó que sus
manos eran pequeñas y frágiles, como pájaros gemelos que se posaban por un
instante en la mesa para cortar el pan o servir el vino rojo en las copas, pero que
luego volaban inquietas porque no sabían estarse detenidas y debían hacer algo
nuevo a cada instante. Era más fácil recordar las manos que el rostro, aunque la
memoría podía servirse de las fotos que aún guardaba en un álbum escondido
en el armario. Las fotos y el poema que escribió en secreto y que luego ella
encontró, con sus manos blancas, temblorosas.
Ernesto dormía la siesta en la tumbona, al lado de la piscina, y Amelia pasó
junto a él sin mirarlo para dirigirse a la casa, donde Camilo se hacía el dormido
en la hamaca. Ella traía la hoja de papel abierta, sin ningún pudor, porque sabía
caminar sobre ascuas sin quemarse, como una diosa a la que nadie jamás se
atrevería a preguntar por el sentido de alguno de sus actos.
Se detuvo junto a la hamaca y dejó caer la hoja sobre la cara de Guillermo, que
fingió despertar, y luego pasó una pierna sobre él, para quedar a caballo sobre
su torso.
Entonces él descubrió que no tenía nada bajo la falda larga , de flores azules.
No cruzaron palabra. Ni aquel día ni otro alguno, ni en las noches siguientes
cuando ella entraba descalza como una fantasma en el cuarto de Camilo que
seguía haciéndose el dormido, porque así sentía mejor la caricia de las manos
que desabotonaban, quitaban, movían, hacían, limpias y hacendosas.
Se hacían el amor a oscuras, sin prisas, con minuciosidad y en silencio: Ella
dejaba la puerta abierta para que entrara la brisa de la noche, que traía el sonido
del mar y los ruidos de la casa. Si alguien hubiese subido por las escaleras de
madera lo habrían escuchado de inmediato.
-La mejor forma de guardar un secreto es no guardarlo- le había escuchado
decir en el almuerzo, cuando Ernesto contaba un historia familiar acerca de un
hijo ilegítimo del abuelo, y Amelia acariciaba con su pie derecho la rodilla de
Camilo, bajo el mantel almidonado que casi rozaba el piso.
De pronto. Ernesto interrumpió el relato y dijo:
- Este mantel es demasiado grande para esta mesa.-
Entonces Camilo notó que Amelia levantaba la pierna izquierda y colocaba el
otro pie entre las rodillas de su esposo, que sonreía y retomaba su relato.
Fueron días calurosos. El mar reverberaba y los botes pesqueros temblaban en
el horizonte como espejismos mientras Ernesto sacaba melodías ancianas de la
guitarra y Camilo leía, sin leer, atento a la voz dulce de Amelia que tarareaba
desde la cocina, mientras cortaba cebollas y lloraba de puro gusto.
Camilo se levantaba y entraba en la casa, simulando dirigirse al baño. para pasar
junto a ella y beber por un instante las lágrimas saladas, atento a la guitarra.
Levantaba la falda y sentaba a la mujer de su tío sobre su regazo, apoyado sobre
el estante de cemento donde colocaban las verduras. Si la guitarra se detenía
aguantaban la respiración y esperaban. La voz ronca de Ernesto se escuchaba
con su frase invariable:
- Amelia, trae más vino.
- Enseguida, cariño.
Y seguían forcejeando, con más apremio, mezclando los sudores y el olor a
cebollas, mientras el agua hervía en la cocina.
No hubo despedida cuando Camilo regresó a la ciudad para continuar las clases.
Ernesto dijo sólo "vuelve", mientras Amelia, tomada de su mano frente al
portón, sonreía . La brisa agitaba la falda larga de flores opacas y Rocco, el perro
mastín , la acechaba con mirada miope.
En el autobús, Camilo intentó reproducir la estampa con carboncillo y después
tiró la hoja por la ventana para que el viento le diera un paradero que él no
hubiera sabido hallar.

Ernesto murió dos años después. En el velorio Amelia tomó la mano de Camilo
con las suyas, frías y húmedas, mientras lo miraba sin palabras. Estaba muy
delgada y el traje negro le daba un aspecto de niña huérfana, o de religiosa: era
una viuda perfecta, a pesar de que sus ojos no vertieron lágrimas. El llanto
parecía estar en su boca, que por primera vez no sonreía. Camilo manejó la vieja
camioneta de regreso a la playa e intentó inútilmente hacer que Amelia hablara.
Parecía como si las palabras, que antes estaban de sobra, estuvieran ahora
cumpliendo el luto junto a las manos, que ya no se movían. Dormían sobre las
rodillas, más blancas que nunca sobre la falda negra: eran dos pájaros
desmayados en una noche sin estrellas.

La casa estaba sola, cerrada y polvorienta. El sol caía sobre las colinas . Rocco
los vió llegar sin levantar la cabeza hundida entre las patas. Amelia abrió y se
dirigió a la alcoba. "Ven", la oyó decir Camilo, " quiero darme un baño".
Era el único lugar de la casa en el que nunca habían entrado juntos. El piso era
de piedra y la ducha estaba ubicada junto a un gran ventanal que daba sobre los
riscos, con el mar al fondo. Amelia puso a correr el agua caliente y Camilo la vio
deshacerse de la ropa y tirarla en un cesto. Se colocó bajo la ducha y cerró los
ojos, parecía rezar. Sin abrirlos, buscó el jabón y tendió la mano con él en
dirección a Camilo. Este se acercó, sin desvestirse , y fue enjabonándola
despacio, centímetro a centímetro, con la dedicación de quien limpia una
escultura preciosa.
Cuando ella salió y buscó la toalla, Camilo se quitó la ropa empapada y fue tras
ella al armario. Amelia le entregó una bata de Ernesto y se sentó a peinarse
frente al espejo. "Hay cigarrillos secos en aquel cajón". dijo señalando un
mueble. El obedeció y encendió dos. Ella tomó el suyo y miró a Camilo en el
espejo.
- Te has hecho un hombre- comentó con el primer asomo de sonrisa.
Camilo se quedó de pie. Su imagen le recordó el boceto en carboncillo: Ernesto
llevaba esa misma bata aquel día.

Durmieron juntos sin tocarse. Esa y las noches siguientes. Hacía calor y a pesar
de que se acostaban desnudos, con las ventanas abiertas, despertaban sudados.
Ella abría los ojos y se quedaba inmóvil, mirando el techo, hasta que él llegaba
con un tazón de café.
- Ernesto nunca quiso poner aire acondicionado- dijo un día.- Le gustaba el olor
de mi transpiración.
Camilo Levantó la vista del cartón sobre el que dibujaba el cuerpo de Amelia y
vio cómo se recogía el pelo con una cinta amarilla. Un pájaro se posó en la
ventana. Desde el jardín llegó el ladrido del perro.
- Mi hermana viene a pasar unos días con nosotros- agregó Amelia- Puede que
esté llegando.-
Se llamaba Rita y debía tener un par de años menos que Amelia. Era más
menuda y mucho menos amiga del silencio. pero tenía los mismos ojos oscuros
y las mismas manos pequeñas e inquietas.

Sentado en la butaca frente a la ventana que da sobre la bahía, Camilo fuma,


veinte años después. "Es el título de una obra de Dumas" piensa. "Que nunca
leí" agrega. Fue un sesentero y ahora es un sesentón. Como era Ernesto en
aquella época.

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