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EL ÚLTIMO SECRETO DE LOS CABALLEROS TEMPLARIOS

Antonio Galera

(Editorial KR, Murcia, 1999)

PRÓLOGO

Por Manuel López López

Doctor en Filología Clásica, doctor en Filosofía Pura y


Catedrático de Latín

He aquí un libro curioso e interesante. Con estilo sencillo y


popular, como en un bastidor de artesanía, quedan hilvanados
con hilos de seda episodios de la época medieval vividos por
protagonistas hispanos.

La España de los Templarios, para muchos todavía


desconocida, aparece aquí diseñada con realismo en un bello
manto bordado con los primores de aquel tiempo mudéjar,
sacado a la luz por el autor, del baúl de los recuerdos
históricos.

Las Órdenes Militares ocupaban desde el siglo XII territorios


de España, donde encontraron los Templarios su razón de ser
y ampliaron su concepto de cruzada, siguiendo su objetivo de
luchar contra los musulmanes, enemigos de la cristiandad,
donde quiera que los hallasen.

A pesar de su vinculación a Roma y de su independencia de la


jerarquía eclesiástica, la Orden del Temple adquiere pronto en
España un carácter nacional y se distingue por su celo y tesón
en defender las fronteras colaborando eficazmente con los
reyes en la Reconquista, en Castilla y León, Aragón y
Navarra.

La historia, y la ascesis de estos monjes guerreros, su vida


religiosa monacal nos interesan como parte de nuestra
historia nacional. El autor del libro, Antonio Galera, nos la
desvela por fin, descubriendo el misterio y el enigma con el
que aparece siempre rodeada esta Orden militar, como una
bruma medieval romántica que la envuelve.

Ya la Introducción del autor antes de la novela tiene la


enjundia de lo arcaico y arqueológico encerrado en los
vetustos muros de cualquier templo o convento de la Orden
en España, de ladrillo mudéjar y bóvedas nervadas de
tradición hispano-musulmana; el románico iba dando paso al
gótico. El autor parece haber tenido el privilegio, a través del
tunel del tiempo, de vivir entre los espesos muros
conventuales y haber compartido con los monjes soldados el
pan y la sal y sus ejercicios religiosos y contemplativos,
familiarizado con la organización y jerarquía caballeresca de
la Orden.

Se trata de una novela histórica. En ella se recogen las


resonancias románticas de la literatura medieval sobre una
orden legendaria y controvertida, admirada y denigrada,
desaparecida entre aureolas de martirio y persecución
calumniosa. Un proceso inicuo que duró siete años, por la
iniciativa del rey francés, contando con la Inquisición de la
época. El autor hace justicia, como el Concilio de Vienne en el
año 1311, sobre la tergiversación de sus prácticas monacales:
escupir sobra la cruz durante los ritos de admisión, y otras
falsedades, como entregarse a la sodomía o rendir cultos a
ídolos.

El error histórico de la Iglesia institucional en la persona de


Clemente V, juguete de los intereses del rey francés, Felipe el
Hermoso, queda marcado por la Bula “Vox in Excelso”
decretando la supresión de la orden, y por la Comisión de tres
cardenales que los condena a cadena perpetua en el año
1312; y luego, el Consejo Real, excediéndose en su
absolutismo, los condena a la hoguera; final trágico, recogido
en la novela, que repercute “trágicamente” en los verdugos,
como la muerte de Jesús terminó también en tragedia para
Jerusalén, destruida por los romanos, y para Pilatos, destituido
más tarde por el emperador Tiberio. El autor se muestra
implacable en sus tintes trágicos.

En España se siguió el proceder francés en Navarra, a pesar


de haberse reconocido la inocencia de los templarios en el
Concilio de Tarragona en 1312. En Aragón y Valencia el rey
ordenó al Inquisidor General y a los obispos de Valencia y
Zaragoza actuar contra los templarios. Castilla tomó sus
bienes. En Valencia se fundaron con sus bienes y propiedades
la Orden de Montesa, adscrita al Cister, con las reglas de la
Orden de Calatrava, para no dar así los bienes a los
Hospitalarios de San Juan, sus encarnizados enemigos, que se
hicieron los dueños a su costa en Aragón y Cataluña.

Una grave injusticia que hace desenterrar nuestro autor para


reanudar un proceso, no aclarado entonces, sobre los “pobres
caballeros de Cristo”, seguidores de la regla de San Agustín,
caballeros y nobles franceses, cristianos fervientes,
agrupados por el entusiasta caballero champañés Hugues de
Payns en 1119. Contaron pronto con la aprobación y el
entusiasmo de una personalidad tan influyente como San
Bernardo de Claraval, reformador del Cister, que parece haber
contagiado su admiración a nuestro autor, que se manifiesta
decidido partidario de los templarios a través de su
investigación.

El nombre mismo de Templario lo refiere el autor a su


instalación en un palacio contiguo al Templo de Salomón,
cedido por Balduino II, emperador latino de Oriente, rey de
Jerusalén y Galilea, conquistada por Tancredo en la primera
Cruzada, y que había sucedido en el reino a su primo Balduino
I, hermano de Godofredo de Bouillon, uno de los primeros
nobles en tomar el hábito de cruzado, que vendió su ducado
de Lorena para sufragar los gastos de la expedición cristiana
y renunció al título de rey después de la toma de Jerusalén, en
la que fue uno de los protagonistas, contentándose con el
título de protector del Santo Sepulcro, del cual fueron
guardianes los templarios. En este ambiente idealista de
cruzada, de caballeros cristianos guerreros, había nacido la
Orden de los templarios.

El nombre y la vinculación de la Orden al Templo de Salomón,


ponen a la vez de relieve su espíritu bélico y su magnificencia,
que fueron la gloria de la Orden y la causa de su ruina.

El Templo de Salomón, reconstruido en todo su esplendor,


tras la cautividad de Babilonia, era un símbolo del espíritu
nacional y guerrero del pueblo de Israel. Fue edificado por
Salomón para cumplimentar el proyecto de David su padre,
unificador de las tribus, el rey pastor, poeta salmista y
guerrero, vencedor de los filisteos y suplantador del reino de
Saúl, según el deseo de Dios y del profeta Samuel.

Las dos características históricas del Templo las va reseñando


el autor a lo largo de su interesante novela como atributo de
los templarios: su carácter guerrero y su magnificencia en
propiedades y fortalezas puestas al servicio de la cristiandad.

El Temple guerrero de los monjes soldados queda puesto de


relieve en la novela por la férrea disciplina militar de su
organización y en sus convicciones cristianas de militantes de
Cristo puestas a prueba para ser admitidos en la Orden. Ellos,
especialmente, continúan en la Edad Media la doctrina
entusiasta del “soldado de Cristo”, recogida de los soldados
conversos al cristianismo procedentes de las victoriosas
legiones romanas.

La brillante aureola de defensores de los Santos Lugares y


defensores de la cristiandad llegó a provocar la envidia de
algunos reyes cristianos; cuando la Iglesia les retiró su apoyo
cediendo a la presión de Felipe IV, se sumaron luego a la
persecución.

Pero fueron los nobles los enemigos más numerosos y


principales, muchos se sintieron marginados en las conquistas
a causa de los monjes guerreros; a estos llamaban los reyes,
y ocupaban siempre un lugar destacado en las batallas, a los
monjes confiaban las conquistas realizadas y la defensa de las
plazas fronterizas.

Sólo así se explica el proceso civil y eclesiástico que


constituye la trama de la novela, entre envidias y ambiciones
siniestras. Influencia, prestigio, poder y riquezas también
objeto envidiado de otras órdenes hospitalarias de la época;
sobre todo por parte de los Hospitalarios de San Juan, que en
Valencia consiguen ser los herederos directos en el despojo
templario. El autor va moviendo los hilos de los personajes
enemigos como en un teatro de guiñol. Los perseguidores
“crueles e inflexibles” como Felipe IV el Hermoso; al que
siguen en comparsa el rey de Navarra y, en algún aspecto, el
de Aragón, y el rey de Castilla, que pone a su propio favor los
bienes templarios. Perseguidores “dóciles” en las manos
absolutistas del rey francés, como el primer Papa de Aviñón,
Clemente V, que llega a disolver la Orden. Perseguidores
“inexorables” como la Inquisición eclesiástica y el Tribunal de
Cardenales, que se lavan las manos ante los desmanes civiles
del rey frente a unos fervorosos monjes, personalmente
pobres, que tanto contribuyeron a la causa de la cristiandad.
Como a todos los perseguidores de los inocentes, el autor
reserva un justo castigo.

Estos sucesos históricos novelados, el autor los presenta


como un ramillete sencillo de variadas flores silvestres
recogidas en las tierras de España. Su estilo es candoroso,
popular, gusta de la ingenuidad y sencillez, procurando ser
accesible a todos los ambientes de lectores, evitando la
amplificación y el retoricismo: cualidades de estilo
precisamente propias de aquella época, del prosista Juan
Manuel y del historiador Canciller Ayala; el estilo que marca la
obra didáctica, “Libro de Patronio” o “El Conde Lucanor”,
frente a las prácticas retóricas del Medievo. Así nace la prosa
novelística española, que se realizará luego, dos siglos más
tarde, con el “Lazarillo de Tormes”.

Como novela histórica se apoya en datos fehacientes y


documentos que garantizan la verdad de unos hechos.
Nuestro autor sigue en su obra una línea rigurosa de
investigación y un estudio de los documentos de la época,
muchos de ellos desconocidos e inéditos, valiéndose de su
tarjeta nacional de investigador que le permite el acceso fácil
a museos y bibliotecas, como él mismo explica mediante
recurso literario. La obra resulta así curiosa y científica para
conocer a través de una novela entretenida la leyenda y el
misterio que siempre rodearon la Orden de los Templarios,
demostrando un asesoramiento y una información que resulta
también intrigante y misteriosa.

Una obra de intriga, en línea directa con la persecución


histórica de los nobles, del rey, del proceso de la Inquisición y
de la inexcusable debilidad de un Papa a expensas de la
ambición y crueldad del rey de Francia.

A veces la intriga se detiene en la historia y en los


documentos; y allí es donde llega la “pericia policial del
autor”, con una experiencia policial vivida durante treinta
años. Parece estar dotado de ese “instinto policial” que el
pueblo atribuye a los mismos Templarios, encargados en un
principio de los servicios policiales de Palestina. Como un
detective encargado para resolver el caso, el autor, Antonio
Galera, va siguiendo detenidamente el hilo de su observación,
atando todos los cabos sueltos, reconstruye el final como fue
o como pudo ser, hasta completar la verosimilitud del relato y
dejar así el caso solucionado, visto para sentencia del lector,
que reviste la categoría de jurado y de juez, y acaba dando al
fin la razón al autor.

En el transfondo de la novela el lector llega a atisbar unos


negros nubarrones de venganza que pueden convertirse en
otra amenaza contra la probidad e inocencia de los templarios
afirmada en los Concilios de Vienne y Tarragona. No presenta
aquí el autor una venganza anticristiana y sanguinaria,
maquiavélica y perversa contra los verdugos, sino una justicia
divina que brilla defendiendo la causa del inocente; es una
táctica guerrera de lucha de los protagonistas frente a los
enemigos de la Orden, considerados como enemigos de la
causa cristiana. Los Templarios habían sido educados para la
defensa de la cristiandad, como cruzados de la fe frente a los
enemigos del bien y de la Orden. El final de los culpables es,
más bien que un castigo, el cumplimiento jurídico y militar de
la justicia, espíritu caballeresco del que estaban imbuidos los
monjes Templarios, defensores del bien más que del honor.

Queremos destacar a los protagonistas, dos españoles del


Temple, producto de nuestra tierra en la época medieval. El
caballero don Santiago Sotomayor y Ramírez y el armiguero
Timoteo Gil y Pérez, de la Encomienda de la Santísima Cruz
de Caravaca.

Dos monjes, maestro y discípulo, santo y experimentado,


joven y aprendiz novicio de un convento austero del Medievo.
Como caballero y escudero de los libros de caballerías, ciego
y lazarillo de la novela picaresca. Rico hacendado, entrado en
años, de sabiduría y experiencia popular, y mozo labriego a su
servicio, diligente, vivo y con curiosidad de saber. Todos esos
papeles encarnan nuestros protagonistas. El autor revive así
el procedimiento literario de la época que narra. Tiene cierta
correspondencia, salvadas las distancias de época y estilo,
con el “Libro del Caballero y del escudero” de don Juan
Manuel, imitado del “Libre del ordre de Cavaylería” de
Raimundo Lulio (Ramón Llull), donde un caballero anciano
instruye a un joven escudero, resumen del saber medieval.
El autor sin pretender un fin didáctico como en el “Conde
Lucanor y su ayo Patronio”, queriendo informar de un modo
novelado y ameno sobre un periodo decisivo de la Orden
templaria, en un ambiente español, emplea un procedimiento
narrativo basado en el contraste de dos personajes que, con
sus preguntas y respuestas, sus lecciones y ejemplos, su
modo de actuar, nos van ilustrando los hechos y las personas
del relato, evocando recuerdos de la novela picaresca
española.

El monje ciego refleja aquí la sabiduría, la sensatez, la


perspicacia y sagacidad, la astucia guerrera, la santidad
incluso, y la experiencia del templario. El lazarillo indica la
ingenuidad del novicio, la docilidad y entrega al servicio de la
causa, la fidelidad al maestro y caballero, el tipo popular
inocente, inexperto y confiado.

La obra está llena de colorido y ambiente popular, recoge


tradiciones y leyendas de nuestro folklore, canciones
populares; huele a azahar de huertos levantinos y recoge la
belleza hispana de nuestros jardines y verdes paisajes, de
nuestros almendros en flor, y la espesura de nuestros
bosques en el siglo XIV, en plena luz medieval.

Queremos poner en guardia al lector para que no se


desentienda de la Introducción de la novela, donde privan los
detalles informativos sobre la Orden del Temple y su
organización monacal y militar. Es interesante para seguir con
fluidez la lectura de la novela, una base científica de
documentos monacales templarios; zona quizás árida, de
cierta sequedad en la lectura, que es preciso atravesar para
llegar al florido paisaje de una lectura reconfortante,
monotonía de un camino necesario para comprender todos los
detalles de una amena narración. Es una fría antesala de
programación ilustrada sobre la Orden de los templarios, para
que el lector tenga un documento informativo previo en la
visita entretenida de este museo medieval de la Orden de los
templarios, que nos presenta Antonio Galera en forma de
novela histórica.

Los que gusten de la novela histórica, los nostálgicos de las


leyendas antiguas, los amantes de la intriga, los curiosos de
penetrar en los claustros monacales de una antigua Orden
prestigiosa, quienes deseen asomarse desde este balcón
literario a una época “romántica” de la historia de España,
tienen aquí un libro adecuado, escrito con esmero, por un
escritor ilusionado con la época que describe. Un libro
documentado, objeto de investigación de un escritor
meticuloso, que se hace ameno y se lee con fluidez, adaptado
a la mentalidad popular y sencilla, y no menos interesante
para el lector entendido en el tema.

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