La novela negra -con la que muchos hispanoamericanos parecen tener cierta fijación-
puede (o no) ser un subgénero: desde el punto de vista comercial, lo fue en sus
inicios; la zona de confluencia era la revista Black Mask, que, como ha observado
Chandler, exigía seguir una fórmula y abusaba de las portadas escandalosas.
Pero lo que fascina y gana nuevos adeptos hasta hoy es un cierto discurso narrativo
que, reconociendo alguna deuda con las novelas del oeste, tuvo precursores en Carrol
John Daly y Dashiell Hammet y su culminación en Raymond Chandler. No sé si
Chandler quería hacer “literatura social”; mi impresión, al leer su correspondencia, es
que, ya cerca de la cincuentena (es decir, antes de debutar como escritor de novelas),
solo quería dar salida a su rabia y a su desprecio por ciertos tipos humanos y escribir
sin las ridiculeces en que estaba cayendo el policial británico.
¿Por qué digo que el policial en español va por derroteros poco recomendables? Por la
frecuencia con que se escucha la cantinela de que “la novela negra es la nueva novela
social” y que “está siendo usada para investigar la realidad”, entre otros tópicos ya
intragables. A los severos autores latinoamericanos les encanta referirse a su trabajo
en estos términos, tal vez porque en nuestra área idiomática no existe una verdadera
y buena literatura de entretención. Los anglosajones, en cambio, no tienen mayores
complejos. John Banville, un premiado y prestigioso autor irlandés de “literatura seria”,
lleva años escribiendo bajo el pseudónimo de Benjamin Black novelas policiales que se
venden como pan caliente y además obtienen críticas elogiosas. Su intención no es
esconderse, sino cultivar una personalidad literaria distinta de la principal.