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31/05/13 Kornel Zoltan Mehesz, Roma corrupta, Roma perversa

Roma corrupta, Roma perversa


Kornel Zoltan Mehesz

Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723/1996, by K. Zoltan Mehesz —


Corrientes
Depósito legal No. 91003
Correctora del idioma castellano: Sra. María Josefina Feris

Índice

PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
COMICIOS
Miopía humana
Promesas comiciales
Compra de votos
Lucha de colores
Sobornos electorales
La Ley isocrática
VERRES
Hurtos, robos, rapiñas
Violador del pudor
Verres y Antioco, rey de Siria
El hurto en Esparta
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El hurto egipcio
La diosa Laverna
EL EJÉRCITO ROMANO
Roma y Jugurtha
El Tribuno militar Niger
El caso de Aureliano
La justicia de Pisón
La cobardía romana
Ignavia et imbellia
De paleo-cristianos
Juramentos militares
Legiones «extranjeras»
EL ROMANO COMÚN
El romano «Sophokleis» adulador
El romano y el dinero
Epístola de Adriano
Calumnias y traiciones
La mentira Cretense
ALBIÓN OPIÁNICO
Una vida, hundida en el lodo de delitos
LOCUSTA
Los Pigmentarios
Los remedios malos
Cornelia y Sergia
Tiberio y Calígula
El veneno columbiano
Claudio y la memoria
El caso de Brittanico
La muerte de Claudio
La risa Sardonica
Los médicos, Rupilio y Xenophonte
Baccara
LAS ESTAFAS
La estafa de los navicularios
Cayo Canio y Pito el banquero
De las religiones
Diálogo de los dioses
Mundus y Paulina
Creusa y Apolo
FALSIFICACIONES Y TRAICIÓN

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Verania, viuda de Pisón


Régulo cazador de testamentos
La corona de Hieron y Arquímedes
Hermodoro y Dionisio
La traición de Merico
LA USURA
Peste y garrapata de los pobres
Opinión de Catón
Consejo de Hesiodo
La negación del Rebelde de Galilea
La venta de la vida
LOS MÉDICOS
La discriminación a la etrusca
El médico Herodes
Caridemo y su médico
Atosa y el médico Damocedes
El médico Glycon
LA DECADENCIA DE LOS ABOGADOS
Régulo, «Nequissimus bipedum»
Opinión de Nigrino
Industria perversa — obra de seducción
Propagadora de rencillas
El bostezos de Jurisconsultos y su precio
Labios venales y los ignorantes
Los prevaricadores
El caso de Demóstenes
Los cavilladores... usque ad Infititum
»O polla klepsas»... los sobornos
Alejandro y el pirata
LOS JUECES
Prisco, proconsul de Africa
Hesiodo y los jueces avaros
Las prevenciones
Los jueces de los faraones
Remedios contra la corrupción
LA JUSTICIA
La frentana
La de los Aeropagitas
De Caton y de Pisón
La justa injusticia

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De Nerón
La justicia de Claudio
El acto de Sila
El reciprocum de Protágoras
El «Skotison» de Ennio
El consejo de Pyndaros (epilogo)
ROMA PERVERSA
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
Costumbres
De los Tracios
En Etiopia — en Hircania — Nabateanos
De los Hindues — de los Esquitas
Los costumbres pasan las fronteras...
Libertas y libertinaje
LAS FIESTAS FLORALES
Ceremonias nupciales
Los cantos Fescennios
El «auxilio» de los dioses
La fe Defloración religiosa
Los cultos phallicos
Los «tri-Phallos»
Informe de Lukyanos
Los «neuropastos»
DROGAS
La paternidad de los dioses
La Hagia Pneu de los Egipcios
La prostitución religiosa
LAS BACCHANALIAS
La seda transparente
La peste etrusca
La denuncia de Hispala
Culpa y pena
Bacchanalia hispánica (Fiandeiras en Galicia)
AMORES LATINOS
La imitación de Menandros
Consejos de Plinio
La sombra de Marcial
Khiomara, la bella Galata
Los hermanos Eros y Thanatos, Amor y Muerte...

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La «Apotheca de Aphrodite»
La ranita «Rubeta»
Amaltea
PERVERSIONES
ACERCA DE LAS MUJERES
LOS ADULTERIOS
¡Dame más! (¿Amor o dinero?)
Messalina
Faustina
Adulterio comprado
El caso de Octavio Sagita
Adulterio concedido
Cabbas y Caton — Hortensio
Consejos de Bias
Las Ledas y la desgracia de Galo
Targelia y Tesalina
Luperco y su mujer Paula
Cynna y Marula
Cuentos de las Themophorias
Acca Larentia y el Dios Mercurio
Adulterios en los templos
LA POLIANDRÍA GRECORROMANA
Causa — fiestas taurinas
Efecto — peste de las mujeres
Papirio pretextato
La ley de Licurgo
DIVORCIO Y VENGANZA
El hongo de despedida
Publicia y Licinia
El vino de Cales
Cloe y Gala
Fabio entierra a sus mujeres
Crestil a sus maridos
VIUDAS BUENAS..., VIUDAS MALAS
Artemisa y Mausolos
La viuda de Efesus
Megapentes y Gliceria
LAS DANZAS INFAMES
La cordax y Sykinis
Las Korybantes de Phrigia

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Las bailarines de Thessalia


Las «Hijas de la malvada Cadiz»
Los Khiro-sophos de Lesbonax de Mitilene
LAS ESCLAVAS DEL AMOR
Legislación de Solón
Las rameras de la diosa
Eros Center de Aspasia
El santuario de la «Puta Aphrodite»
Las «Erothydias» en Thespia
Aspasia — Thais — y Agotoklea
Demetrio, rey de Macedonia y Lamia
Phriné
Lais y Demóstenes
Caelia
Las «Lobas» (Lupas) de Roma
Las Parias del Amor y Diogenes
Tonis, la egipcia
Los «Hijos de Rameras»
Temistocles, hijo de la Albroton de Tracia
Bion, hijo de Olímpia de Esparta
Demóstenes
Flora, amiga de Pompeyo el Grande
El caso de Verres...
Costumbre de los Auses
Hypparcha en la Stoa Poikile
Lesbia «La Perversa»
Clonario y las Lesbianas
Incestos
El caso de Sexto Papirio
Nerón y Agripina
Smirna, hija de Ciniras
Valeria y Valerio
Bestialismo
Perro, acusado de adulterio
La bella Glauke y su perro
Los «Mendezianos»
El asno de Apulejus
LA CULPA Y LA PENA
El ladrón de la honestidad
La pena de Sallustio

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El castigo a la manera egipcia


Galitta y la infamia
La severidad catoniano
La «Günaika onobatos»
El problema de Gyges
EL CASO DE LOS VARONES
Las ubres más henchidas
Aspasia y su diálogo con Xenophonte
Los adulterios y sus castigos
Un indulto para C. Letorio
El caso de Egantius Matellus
PERVERSIONES
HOMOSEXUALIDAD
El «Beso de Platón»
De Tiberio, emperador de Roma
Julio Caesar — Mario Sila — Cicero
Gerontophilia de Sulpicius Galba
El incesto de Galigula
Incesto de Neron con Agripina
La opinión de Claudio Neron
El cónsul Mamerco Scauro y sus esclavas
Los «Brutos» de Tertuliano
Homo homini lupus
Los pueblos Ombos y Tentira
Los Kalagurritanos
Numancia
Los «Tiphonianos»
El sacrificio de los niños
El peine de la novia
La sangre del gladiador para epilépticos
La crueldad de Gyngilis
Los condenados por Verres
Los «métodos» de Calígula y Macrino
Las crueldades que vencieron a los siglos
LA CRUCIFIXIÓN
EPÍLOGO
Fisuras en los muros de Roma
La venta del silencio
La sentencia de Catón
Alejandro y el pirata

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El derrumbe de Roma
La censura de Plinis
El pasado, espejo del presente
BIBLIOGRAFÍA
Erst wägen, dann wagen
Moltke
PRÓLOGO
Moltke nos recomienda que antes de echar nuestra hacha en el quebracho de nuestro tema,
quizás sería preferible deliberar acerca de la conveniencia de escribir acerca de un tan
espinoso tema, o si fuese mejor olvidarlo... Mas, si se trata de un tema que a primera ya
vista nos parece como una irrespetuosa antítesis antes que la copia de nuestras cuatro
décadas de enseñanza, en que pregonaba solamente la ejemplar gloria del pasado de un
pueblo realmente excepcional, un crisol poliétnico abigarrado, los cuales se identificaron con
el tan significativo nombre «romano».

Sin embargo, el precepto mommseniano nos obliga al impostergable deber del historiador,
tocar también las teclas negras del piano de la historia para evitar las cacofónicas
disonancias, y a la par restablecer con la objetividad ciceroniana la armonía de la verdad...,
pues cubrir con el silencio de los cobardes los delitos del pretérito sería equivalente a
brindar un inmerecido salvoconducto a los pecados del pasado.

Ammiano nos comenta que el romano es feroz y rapaz: ya se había trocado en blando:
cobarde ante el enemigo, corrompido por la ociosidad, pervertido en su moral, y sólo
experto en cuestiones de oro... quedó debilitado por la cada vez mayor indisciplina: por
causa de la decadencia de las costumbres el romano se lanza por una pendiente, y nada lo
retiene, pues el remedio resultó ser tan insoportable como el mal mismo.

Si quisieras conocer la baja moral de nuestra generación, es suficiente pasar algunos breves
días en una de esas casas.

En nuestro tan infeliz siglo abundan ya los más increíbles vicios, y de esa manera en la
sociedad romana acumulábase casi diariamente espesas y envenenadas capas de lodo. En la
superficie aparecía un barniz brillante y delicado que podía confundir a los censores y
historiadores que sufrían de miopía...

Séneca, el ilustre y eximio filósofo, acusa a su sociedad de increíbles vicios, pero la sociedad
se sumerge en su propio lodo, donde el acusador y censor es también acusado...

Publio Suilio, un gobernador corrupto hasta la médula, se defendió vituperando contra el


censor y filósofo.

Él dijo que Séneca se dedicaba a enseñar a la gente moza, ignorante y sin experiencia...
censuraba los vicios, pero él mismo violaba los lechos de las mujeres en la casa del
príncipe... Preguntaba, con voz en cuello, con qué sabiduría y con cuáles preceptos de la
filosofía logró este sabio hipócrita durante cuatro años de amistad con Germánico juntar
cerca de trescientos millones de sestercios.

No era un milagro que ante semejantes situaciones, fuentes de toda clase de decadencia,
tanto en la península itálica como en Hélade, el filósofo Demócritos, venerado anciano y
famoso por su sabiduría, apagó la luz en sus ojos para no ver tanta infamia humana...

Sean estas breves consideraciones en nuestro prólogo que en adelante nos impone el
pianista de la historia tocar casi exclusivamente las teclas negras, para que el curioso
presente —al conocer los vicios del pasado— sepa sacar sus conclusiones y así elegir una

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senda correcta hacia a un inseguro futuro...

INTRODUCCIÓN
El censor Censorino, en cierta manera casi ex oficio, conocía a sus conciudadanos mejor
que cualquier otro, y acerca del carácter del romano en su época dejó una calificación que
nos parece que el hombre del pasado de ninguna manera resultó ser mejor que sus
descendientes en nuestro presente.

El historiador que sabe interpretar lo comentado por los antiguos autores, nolens volens
llega a la conclusión de que ya a los fines de la República entre los descontentos habitantes
de Roma había una sórdida conglomeración, un hedonismo sumergido, masa de
holgazanes, asiduos asistentes del circo y en las numerosas tabernas en que pululaban las
chismerías, injurias baratas: un semillero de calumnias, delatores y demás traidores.

Esa chusma que vivía al costo de los adulados o de su cotidiana mentira y el hurto,
agrupado en unas sociedades secretas de pésima fama; en las filas del ejército era el
desertor y cobarde, pero ante el indefenso resultó ser cruel y torturador perfecto y maestro
en cómo envenenar al molesto prójimo.

De esta sórdida calaña de gente nacieron luego los maestros en estafas, los rapaces
usureros, los falsificadores y aquellos que enseñaron luego a nuestro presente, cómo hay
que hacer los cohechos, cuándo y cómo los sobornos, que son tan florecientes todavía en
nuestro presente...

En estas épocas tan sórdidamente oscuras, prácticamente nadie, absolutamente nadie era
exento de alguna clase de los numerosos vicios. En la ciudad de Roma pululaba la más
variada clase de estafadores, los especialistas en falsificar los pesos de la balanza o las
firmas para testamentos apócrifos... Al miserable habitante de Roma le perseguía la usura,
garrapata de los pobres, los sobornos y las coimas estaban en pleno auge...

En estos lejanos tiempos ni siquiera el prolongador de la vida humana, la medicina, logró


salvarse de las manchas negras. Los médicos, contagiados por su ambiente, cayeron en la
trampa del pálido oro, y —hundidos en un deplorable mercantilismo— en vez de sanar al
enfermo, se dejaron sobornar por un enemigo de éste, le ayudaron a salvarse de las
miserias de la vida para llegar al más allá...

Dicese que los médicos desde estos inmemorables tiempos, además de su diploma —más
de una vez falso— también contaban con un certificado de impunidad real, acerca de lo cual
siglos después Petrarca nos dijo que los únicos asesinos que pueden matar impunemente,
fueron, son y seguramente serán los médicos...

La perversión y corrupción, una peste del alma, se multiplicó como la plaga, pero también se
hereda como la deuda y por ello, lo ocurrido unos miles de años antes, se repetía tanto en
la Roma medieval que sigue su curso —sin detenerse— en nuestro presente... Los pecados
y el tiempo son hermanos mellizos que jamás se acabarán. Por esta misma causa los vicios
que lograron sobrevivir las inclemencias de los siglos, gozan de buena salud y hasta tienen
asegurado un feliz futuro...

Ya que el autor de esta obra es sólo un humilde portavoz de los bimilenarios autores
antiguos, nuestra tarea será un oficio sagrado, presentar al lector del curioso presente
todos los vicios y pecados del pasado por medio de los irrefutables y auténticos
comentarios de los más antiguos autores que dejaron sus testimonios sobre las
amarillentas hojas de los antiguos anales.

El lector —después de haberse enterado de lo ocurrido unos miles de años antes— se dará
cuenta de que somos como las flores del lapacho que desde un rosario de siglos ya, al
llegar la primavera, invariablemente florecen siempre con el mismo color rosado... y veremos
que el presente en realidad es un perfecto calco del pasado, y ni el pasado mañana será
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mejor que fue el anteayer...

COMICIOS
Los atenienses, cansados de la crueldad de sus tiranos, al fin decidieron terminar con el
excesivo poder de uno, y lo repartieron entre todos... así nació el poder del pueblo, la mal
llamada democracia, de tal manera fragmentada que tuvo que ceder su poder debilitado a
unos representantes elegidos en comicios, los cuales siempre fueron y serán manoseados
por unos astutos que se atreven llamarse políticos.

El pueblo de antes, como el de ahora, sufre de una incurable miopía y se porta


ingenuamente como el cuervo de Phaedro, embaucado por los halagos y las promesas del
astuto y político zorro. Plagado de este defecto —precisamente en un momento tan decisivo
— actúa con capricho, y eligió y elige a aquellos que si bien no se merecían la confianza del
pueblo, si tenían la habilidad de convencer a los bobos y sabían cómo comprar
descaradamente los votos.

De esa manera llegó desde Atenas también a Roma la corrupción y el soborno electoral;
cometido por muchos, con el demos (pueblo); un delito imperdonable que en aquellos
lejanos tiempos con un insultante y cínico eufemismo lo llamaron «política».

En Roma —ya mucho antes de las elecciones, llamadas comicios— desparramaron por las
angostas calles de la ciudad unas pandillas inescrupulosas que con voces en cuello
prometieron dar lo que ya anticipadamente sabían que después de las elecciones nunca irían
a otorgar.

Juraron no tocar lo conquistado por el pueblo, aunque ya tenían programado lo que luego le
irían a quitar. Pululaban en la ciudad los «paratodocapaces» partidarios, los cuales con una
insolencia innata compraban y vendían por denarios —y de vez en cuando por mucho oro—
el todopoderoso y decisivo único voto...

Corrió por los pobres barrios de Suburra la plata de los patricios, los cuales, aferrándose a
la grandeza pasada querían detener el tiempo, sin darse cuenta de que el presente sólo se
limita para el día del hoy, pues mañana pertenece indefectiblemente ya al inescrutable
futuro...

En el cabildeo pre-electoral nunca faltaban las sucias prebendas de los timokrates, de los
nuevos ricos, gente de vida pletórica que de esa manera querían asegurarse para sí una silla
en el Senado y poco les importaba que estaban allí en representación de sus propios
intereses.

También participaban en la más descarada compra de los votos los sacerdotes, los
pontífices, para asegurarse de esa manera el intocable poder teocrático. Estos hombres de
Dios untaban las manos y compraban los votos durante la pretura de Verres en Sicilia con
el dinero de la diosa Cibeles.

Las épocas pre-electorales fueron marcadas por la desenfrenada guerra de los más
diferentes colores: en esta lucha por el voto no faltaban los patricios «Clodio» que se
dejaron adoptar por un plebeyo, y tampoco faltaban los siempre presentes demagogos, los
cuales querían a cualquier precio apoderarse del poder para poder cambiar de esa manera
su toga plebeya por la de un patricio...

«Vuestras leyes son como la telaraña que agarra lo leve y débil, pero el poderoso las rompe
y escapa», dijo en una oportunidad Demóstenes. De esa manera fueron inútiles las leyes de
Licinias, porque los políticos depravados de la antigua Roma sabían hábilmente aprovechar
la ingenuidad de un senatusconsulto que muy astutamente permitía prometer el soborno
electoral... lo único que la ley no admitía, era que la previamente prometida suma luego
fuera efectivamente pagada.

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De esa manera la misma ley encubría el delito, y si algún corrupto y a la vez bobo fuera
atrapado por causa de un soborno electoral, podía salvarse todavía de semejante estafa
legalizada, aprovechando la tan afamada ley isocrática; para quedar impune era suficiente
que el sorprendido en este soborno denunciara a otro que cometiera el mismo delito... De
esa manera los más bochornosos sobornos y sus traficantes en Roma lograron eludir el
bien merecido destierro... Pues supieron cargar con esta pena a un último e ingenuo que al
fin de quedar impune, ya no encontraba a nadie a quien denunciar para salir ileso...

En la antigua Roma, cuando los electos resultaron ser indignos, entonces fueron sólo
tolerados, y el sufrido pueblo —durante el año legítimo— les contemplaba con calma y
paciencia, gozando la encarnizada lucha de los fraudulentos, los cuales como toros y osos
encadenados se desgarraraban mutuamente y cavaban la fosa, en que siempre caen al final
del gobierno saliente aquellos que olvidaron el imperativo de sus principales compromisos:
cumplir lo prometido y respetar el juramento hecho, sin lo cual jamás podrán conservar el
único sentido de la vida: el honor; pues los que viven sin honor son los verdaderos
muertos.

En la antigua Roma había muchos vivos, muchísimos avivados que fueron unos «muertos»
ya antes de morir.

Para demostrar la veracidad de lo arriba señalado, presentaremos al lector a continuación la


fiel imagen de un gobernador romano...

VERRES
Verres: «¿Por qué ladras contra mí, Cicerón?»
Cícero: «Porque veo un ladrón»

Este memorable gobernador de la provincia de Sicilia era en realidad uno de los productos
de las casi siempre fraudulentas elecciones romanas a los fines de la ya enervada República
Romana...

Este prototipo de un corrupto funcionario —gracias a sus pecados, escritos sobre las hojas
amarillentas de los viejos anales— logró sobrevivir el rosario de los siglos, para demostrar
quizás que los vicios del pasado más de una vez no fueron peores que los de nuestro
mísero presente...

Cuando las fechorías de Verres habían colmado ya la paciencia romana, M. Tullio Cícero
quedó a cargo para calificarlo.

Verres se hizo famoso por sus hurtos, robos y rapiñas en su provincia. Por los exagerados
tributos y demás vejatorios logró destruir la producción agraria de Sicilia.

No hubo propiedad que no hubiera sido despojada de sus legítimos dueños. En su carácter
de juez todas sus sentencias se destacaron por su infame arbitrariedad. En su tribunal los
criminales —pagando dinero— fueron absueltos como inocentes, mientras los ciudadanos
más honestos y dignos fueron condenados sin que hubieran sido citados.

Este hombre era un infame violador del pudor, autor que cometió sacrilegios, apropiándose
del oro de los templos... En esto, prácticamente nadie podía superar a Verres.

Para que el lector tenga un cuadro inolvidable acerca de la personalidad de este infame
ladrón y verdugo de Sicilia, le citaremos las palabras de M. T. Cícero que nos comenta los
pormenores de una memorable cena que Verres brindaba al rey de Antioquia...

Los dos hijos del rey Antioco de Siria —después de haber visitado Roma— contando con la
protección del Senado, emprendieron su viaje de regreso. Uno de ellos, Antioco, conociendo
la fama de Arquímedes quería conocer a toda costa por lo menos la ciudad de Siracusa. Ni
imaginaba en qué se metía con esta tan afortunada decisión...

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El gobernador Verres, al enterarse de la llegada de Antioco —sospechando que el rey traía


consigo sus preciosas joyas— decidió invitar al rey a una cena, organizada por su
imprescindible secretario Apronio.

Verres hizo adornar con magnífica esplendidez su sala de comedor. Allí mismo expuso su
hermosa colección de platería. La mesa estaba suntuosamente servida. Ante semejante
opulencia Antioco quedó encandilado y para devolver la gentileza hizo llegar a Verres
algunos días después una invitación, pidiendo que fuera a cenar con él...

En esta oportunidad Antioco ostentaba su riqueza oriental: había platería, copas de oro y
aparecieron allí sus afamados brillantes. Tenía un vaso para vino, hecho de una sola piedra
muy grande con su asa de oro...

Verres tomaba estos vasos de mil maravillas unos tras otros en sus manos para
admirarlos. Atrapado por su codicia sin límites, envió pocos días después su emisario al rey
Antioco, suplicándole que le mandara aquellos vasos tan preciosos que había visto en su
espléndida mesa, pues quería mostrárselos a sus cinceladores. Antioco —ignorando
completamente lo que había detrás de semejante pedido— los entregó con sumo gusto y
sin la más mínima sombra de una sospecha.

Un día después que haber recibido los vasos, le pedía de parte de Antioco este vaso de una
sola piedra preciosa, so pretexto que deseaba examinarle con más cuidado. Así también
este vaso le fue enviado.

Pero Antioco tenía también un candelabro adornado con piedras preciosas y brillantísimas,
una obra de maravillosa perfección; una joya única que en estos tan lejanos tiempos sólo
podían producir en el misterioso oriente.

Verres, al enterarse de la existencia de este candelabro, le suplicaba al rey que se la enviara,


porque deseaba contemplarlo y admirarlo... Antioco, que sí bien era un rey pero todavía
demasiado joven que ni por asomo sospechó de la maldad de este pretor, ordenó a sus
criados que llevaran el candelabro bien envuelto al palacio de Verres.

No bien los sirvientes de Antioco le presentaron y quitaron las envolturas, Verres exclamaba
que aquella maravilla era realmente una joya, digna del reino de Siria, digna de la
munificencia de un rey, porque su esplendor era algo fantástico. Por causa de su brillante
pedrería, la maravillosa variedad de sus labores, el arte de este candelabro —destinado al
Santuario de Júpiter Excelso— parecía competir con una riqueza inimaginable.

Cuando a los emisarios del rey Antioco les parecía que Verres había examinado ya lo
suficientemente esta obra tan maravillosa, estaban por envolverla y querían regresarla a su
señor... Pero Verres les decía que aun quería contemplarla con mayor detenimiento y les
mandaba a irse... Así los sirvientes regresaron al palacio de Antioco sin el candelabro.

Antioco nada temía al principio; no sospechaba nada. Pasó un día, pasaron dos, pasaron
muchos días y el candelabro no fue devuelto. Entonces el rey envió un aviso a Verres para
que, si le parecía bien, devolviera el candelabro.

Verres ordenó al emisario volver al otro día. Ya le parecía extraño a Antioco; entonces
manda por él de nuevo... y nada... Todo intento de recuperar al candelabro quedó sin éxito.

Al fin Antioco va personalmente a ver a Verres y le ruega la restitución, pero se encuentra


con una cara dura y un cinismo singular, pues Verres —como era previsible— en vez de
devolver el candelabro, ordena al rey Antioco abandonar Siria inmediatamente antes del
anochecer, so pretexto que estaba por llegar una flotilla de piratas...

De esa manera tan infame el rey Antioco —amigo y aliado del pueblo romano— el soberano
de un reino poderosísimo de vastos territorios en el oriente ha sido expulsado por este
gobernador romano de una provincia romana, después de haber sido despojado de todas
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sus joyas ignominiosamente...

Ahora sí entendemos perfectamente, cuando alguien increpaba a un otro con las palabras
«pero Verres —en comparación contigo— era un fino caballero romano», esto no era un
elogio sino una imperdonable injuria...

En la antigua Roma estaba muy en boga el proverbio «Nomen omen». El nombre que uno
lleva, será su destino.

Y sabemos que la palabra Verres tenía también su llamativo significado, pues los romanos lo
llamaron «verres» al puerco castrado.

Al lector, impresionado por semejante e ignominioso hurto y descarado robo de un tan alto
funcionario que llevaba el orgulloso titulo de ciudadano romano, casi espontáneamente le
surge la pregunta ¿por qué causa habrá rebajado tanto el antes tan elogiado carácter
romano?

La respuesta es sencilla. Roma conquistó casi la mitad del mundo, pero luego —casi sin
darse cuenta— fue vencido por la exquisita cultura y las costumbres, pero también por los
vicios de sus vencidos.

En Esparta el hurto y el robo eran una virtud en servicio de la estrategia militar. El autor de
un hurto o robo era castigado, pero solamente en el caso en que se dejara atrapar...

En Egipto —conquistado por Roma— el robo tampoco era descalificado. Muy por el
contrario, era tolerado y hasta en cierta manera «legalizado» por las autoridades...

En Alejandría, lo hurtado —según los comentarios de Diodoro Sikulo— fue entregado por
los rateros al honorable jefe de los ladrones que tenía su despacho en una oficina pública.
Allí mismo llevaban un registro, en el cual anotaban los objetos robados, la fecha de la
entrada, el nombre y el domicilio del damnificado.

Luego los perjudicados —en vez de correr a la poco confiable policía— concurrían
directamente a esta oficina de los ladrones, y allí —después de haberse identificado para
evitar que los ladrones a su vez también fueran robados— el damnificado pagaba la cuarta
parte del valor declarado y luego podía regresar alegre y contento con el objeto hurtado.

Roma tampoco podía sustraerse de la tentación de ser algo más flexible y hasta práctico en
esta tan espinosa cuestión... Y para legalizar semejante bochorno, los romanos recurrieron
al auxilio de sus sacerdotes, los cuales invocaron para semejante vicio el santo patrocinio de
una tal diosa Laverna que en adelante dio su bendición para todos los hurtos. Ante el altar,
el cako pidió por medio de una oración íntima y fervorosa la ayuda de la diosa, y
ofreciéndole una parte de lo hurtado, procedió luego a hurtar y robar a la Verres sin el
mínimo remordimiento de conciencia... Quien pudiera reprochar semejante acto, si en lo
ganado participaba también el contador de la diosa Laverna, un intocable sacerdote...

EL EJÉRCITO ROMANO
Acerca de esta institución el romanista sólo podía pregonar su himno de grandeza, pero
solamente hasta en las postrimerías del siglo que le seguía luego el principado.

Hacia este punto, cuando Roma con su tan acertada política de adaptación ya podía
absorber en el estado mismo los étnicos itálicos, entre ellos los superdisciplinados sabinos y
los más que valientes samnitas. Roma arrasó con su ejército de hierro la mitad del mundo...

No solamente logró vencer a su peor enemigo, la avaricia, y sucumbió ante las tentaciones
del pálido oro...

El proverbio latino «Ex capite phoetat piscis» resultó ser —además de una gran verdad—
también una reverenda calamidad, muy especialmente en la expedición que el ejército

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romano prendía contra Jugurtha... Lo que nos comenta Sallustio, es un rosario de graves
reprimendas...

Para no cansar a los lectores, basta citar sólo algunos capítulos...

»...En Roma —por otra parte— todo se vendía... Los patricios, corrompidos por las
dádivas, se aprestaban a defender el delito ajeno como si se tratase de defender el honor
propio...».

»Venció en el Senado el partido que anteponía el oro... Pocos estimaron más querida su
conciencia que el dinero»...

Jugurtha comentaba ya a sus amigos en Numancia que en Roma se vendía todo. Y el


interés privado venció al bien común.

Inútiles fueron las palabras del tribuno Cayo Memio que hizo saber al pueblo romano que
por obra de unos pocos facciosos algunos hacen lo imposible para dejar impune las
monstruosidades.

Pero esto no molestó a Jugurtha, porque se metió ya en la cabeza que en Roma seguían
vendiendo todo, y por ello envió al Senado una embajada... Y les encarga que sobornen con
oro toda clase de gente... y así cayó Scauro, el general romano, cuya resistencia incipiente
fue luego minada por la avaricia, y la cantidad de dinero que recibió, lo arrastró lejos de la
justicia... Lo mismo ocurrió con unos comandantes algo inferiores, los cuales —sucumbieron
ante el pálido oro— devolvieron a Jugurtha sus elefantes.

Poco después cayó también el tribuno del pueblo; su honor quedó aplastado por el peso del
oro...

Al fin cuando ya no tenía el suficiente oro para sobornar, Jugurtha tuvo que abandonar a
Roma por orden del Senado. Le abandonó la ciudad, cuyos habitantes sucumbieron ante su
insaciable avaricia. Al salir se detuvo frecuentemente, echando una mirada atrás y
pronunciando en cada oportunidad sus memorables palabras: ¡Oh, Ciudad Venal! ¡Que
pronto llegaríais a tu ruina, si encontrarás un comprador!

Ex capite foetat piscis... ¿Qué se podía esperar de un ejército cuyos conductores estaban
hundidos en una detestable corrupción, y en una severamente reprochable inmoralidad,
donde un tribuno militar atentaba hasta contra el pudor de un simple soldado...? Y
semejante caso no era una perdonable excepción, como lo veremos más adelante...

De todas maneras, donde penetró la avaricia y la pasión por el oro, lo primero que inicia la
fuga es la férrea disciplina...

Algunos generales intentaban frenar los excesos, y sin darse cuenta —ejerciendo su justicia
— ellos mismos cayeron en excesos.

El general Niger ordenó cortar la cabeza de diez soldados de una misma compañía, por
haber comido una gallina que habían robado, y todo estaba listo ya para la ejecución, pero
el ejército —sublevándose— le impidió semejante cruel y desmesurado acto. Bajo la presión
Niger anuló su orden, pero todavía exigía que cada soldado debería resarcir el daño y dar al
campesino damnificado por lo menos cien gallinas vivas...

El emperador Aureliano, al enterarse de que un soldado suyo violó a la mujer de su


huésped, ordenó —para castigar al soldado— que los lictores lo atasen por los pies a las
ramas de las copas de dos árboles que se habían inclinado hasta tocar el suelo. Al soltar
luego de pronto las ramas, el soldado quedó partido en dos quedándose una mitad de su
cuerpo colgado en la punta de cada árbol.

El general Pisón era también iracundo, y para demostrar que un iracundo jamás puede ser

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justo, citaremos aquí el afamado caso de este siempre autoritario y colérico general.

Séneca nos comenta que este jefe militar en un momento de ira había ordenado que
llevaran al suplicio a un soldado que había vuelto de un forrajeo sin su compañero.

Lo acusaba de haber dado muerte a ese compañero que no podía presentar. El soldado
condenado le suplicó al general que le concediese algún tiempo para buscar el extraviado en
el cercano bosque, pero Pisón se lo negó...

Llevaron entonces fuera del campamento al infeliz soldado que tendía ya su cuello para la
espada del verdugo, cuando repentinamente apareció su compañero, a quien suponían
muerto.

El centurión —encargado del suplicio— suspendió entonces la ejecución y llevó al condenado


al general para demostrar su inocencia. Pisón se lanzó furioso a su tribunal y mandó
llevarlos al suplicio. Esta vez no a uno sólo, sino a los tres: al soldado que no había
matado... Al compañero que no había sido muerto... Y también al centurión —encargado de
la ejecución— lo mandó a la muerte, quien —escuchando la voz de la razón y de su
conciencia— no había ejecutado a un inocente.

Quedó decidido entonces que perecieran tres hombres a causa de la inocencia de ellos.

»A Ti» —dijo Pisón— «te mando a la muerte, porque has sido condenado. A Ti, porque has
sido la causa de la condena de tu compañero. Y a Ti, centurión, te mando a la muerte,
porque —habiendo recibido la orden de matar— no has obedecido a tu general».

De esta manera Pisón imaginó tres delitos, porque no encontró ni uno entre los tres
inocentes...

¿Cuáles podían ser las consecuencias de semejante trato? Simplemente negar los servicios
militares...

Las altas clases comenzaban a huir del servicio militar hasta tal punto que al estado le
costaba demasiado trabajo llenar los cuadros de los oficiales para las guarniciones en
España...

Negar el servicio militar, sin eufemismo, se llama lisa y llanamente cobardía... y este
detestable pecado cambiaba su color como un camaleón... Una legión del cónsul en
Dardania —al frente de una empresa peligrosa— primero se amotinó y luego comenzó a
desertar. Otros huían y no faltaban algunos medrosos que —temiendo la muerte al frente
del enemigo— se suicidaron... Pero ¿qué era este acto sino una insensatez, matarse por no
morir? Los antiguos —según los comentarios de Ammiano Marcelino— conocían tres clases
de cobardía...

Los prevenidos —por no decir avivados— para evitar los riesgos emplearon el método del
general griego Gilokles, en cuanto dejáronse seccionar el pulgar de su mano derecha
quedando de esa manera ineptos para el servicio militar.

A la segunda clase de cobardía pertenecían aquellos que eran tímidos para luchar, pero se
avergonzaban de huir.

Los peores de los ignaves, cobardes fueron aquellos que pasaban al otro lado o confiaban
su seguridad a la velocidad de sus pies. Lo lamentable era que precisamente le dieron un
ejemplo para la cobardía aquellos que no cesaban de pregonar la importancia de la valentía
humana... Entre estos seudovalientes no faltaban nunca algunos generales y los siempre
presentes filósofos, los cuales gritaron «adelante», pero jamás dijeron «síganme».

Dícese que Demóstenes, el príncipe de los oradores, antes de llegar a la batalla de Queronea
arrojó su escudo y su lanza y emprendió una veloz fuga. La fama de su vergonzosa huida

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llegó hasta Atenas, pero él restó importancia a su fuga, se rió y para defenderse dijo:
«Aner ho pheugon, kai palin makhéesetai» — «Pero el hombre que hoy huye, mañana podrá
pelear»... Seguramente pensaba que es preferible que muera el enemigo por la patria y no
él...

La cobardía —casi sin darse cuenta— se institucionalizó con la llegada del paleo-cristianismo
de carácter netamente «antinacional»; era un frente firme contra el odiado imperio romano,
por medio de su política que carcomía tanto activa como también pasivamente los pilares ya
no tan firmes del imperio romano.

Las armas del paleo-cristianismo que empleaba para este fin fueron su estoicismo —tipo
essenita— acompañada por su fe ciega y su obediencia incondicional al cumplimiento de los
preceptos de sus doctrinas y las órdenes de sus sacerdotes.

Su otra arma era su olímpica indiferencia, nacido de su cosmopolitismo que al romano


lentamente se hizo neutro e indiferente ante los problemas nacionales. La actividad del
protocristiaismo —de carácter directamente antinacional— completaba todavía su conducta
pasiva, cuyos efectos aparecieron luego como peligrosas fisuras en las columnas que tenían
que sostener el imperio, el poder y la defensa nacional...

Este incipiente cristianismo, impregnado por su estoicismo helénico, pero en concepción


netamente essenita, por su debilidad y pasividad resultó ser para la mentalidad agresiva
romana directamente peligrosa, pues el cumplimiento de su precepto «no resistir al mal» y
«Amad a vuestros enemigos» invitaba al soldado lisa y llanamente a ser cobarde y a
cometer la alta traición.

La iglesia es un estado, en que caben imperios. Para un cristiano su iglesia es la patria que
desconoce las razas, lenguas y fronteras. El cristiano y el judío dentro del imperio romano
vivían en el país y también del país, pero se consideraron como extranjeros, pues la patria
además de su iglesia estaba lejos, muy lejos en el tan distante Hiero Solima...

El cristiano, «ayer» todavía considerado como una secta judía, fue siempre indiferente en
cuestiones de nacionalidad; interrogados en los tribunales por su nacionalidad, contaron
siempre con las concisas y muy significativas dos palabras «Cristianus sum». Esto era su
tarjeta de presentación e igual como los judíos, en su mundo antiguo llevaba en sí un
fermento activo de su cosmopolitismo; vivían en el país, pero como peregrinos, fieles a otro
mundo, no se consideraban ciudadanos de imperio...

Esta fue la causa por la que el paleocristianismo, esta secta todavía judía, demostraba
frente a los problemas nacionales una olímpica indiferencia, hasta que expresaba una
inocultable alegría, cuando el imperio, su nolens volens patria en este mundo, tuvo que
enfrentarse con problemas más que serios. El odio de la Apokalipsis destilaba su veneno a
través de sus fieles...

No podemos pasar por alto la circunstancia que semejante conducta antinacional —por no
decir traicionero— del paleo-cristianismo la descalificaba para los siglos venideros, y no
obstante que este cristianismo, fiel a los preceptos «diligite inimicos vestros» —»amad a
vuestros enemigos»— poco a poco, olvidando el odio que les impregnaba el Apocalipsis al
ofrecer a sus perseguidores los ríos de sangre junto con su policromática cultura (egipcio,
babilónico, essenita, oriental, sirio, griego y judío) intentó ofrecer al imperio un elemento
unificante que por falta de la clara visión de los ya enceguecidos romanos no podían o no
querían comprender.

Regresando al cauce de nuestra exposición, no podemos pasar por alto la resistencia activa
del cristianismo contra toda clase de lucha armada y guerras del imperio. Ellos sabían
«luchar» para no luchar por los intereses de una patria que no la consideraron como tal.
Para cumplir con su programa no les faltaban ni el consentimiento de sus superiores, ni sus

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preceptos religiosos. El buen cristiano estaba convencido de que no puede, ni debe servir al
mismo tiempo a dos muy diferentes señores.

Además el único Señor de ellos les advertía que todos aquellos que sacaban la espada, «a
espada morirán». El verdadero «Miles Christi» sólo defenderá su patria celestial, es decir su
fe y su iglesia.

Para librarse del servicio militar, junto con los judíos pregonaron el muy convincente
argumento, según el cual sería un grave pecado militar contra los conciudadanos
participarse, porque para Cristo no existían ni diferentes razas, ni lenguas, ni fronteras
nacionales...

Tertuliano sostenía que «no puede existir una coincidencia entre los juramentos ofrecidos a
Dios, y los ofrecidos a los hombres tenían la santa obligación de abandonar inmediatamente
la bandera de los hombres.

Lactancia resultó ser más exigente todavía, hasta intransigente, pregonando con voz en el
cuello que «un hombre justo no puede, ni debe militar».

Semejantes consejos, hasta imperativos categóricos, fueron en realidad incitaciones


abiertas para la rebelión y con serias amenazas para todos aquellos, los cuales —
conducidos por su fe— abandonaron la milicia, pero tentados por provechosas ofertas
regresaron de nuevo a las filas del ejército. El concilio de Nicea condenaba a estos traidores
luego a tres años de meditación...

La cobardía, sembrada a manos llenas por el paleocristianismo, y los cristianos en las filas
del ejército —apresados por el dilema— no tenían otra alternativa que morir luchando u
ofreciendo su cuello al enemigo o morir como un vulgar cobarde por el brazo de la ley...

Sabemos que los emperadores Aureliano y Diocleciano condenaron por su pasividad —por
no decir cobardía al frente del enemigo— a cientos y cientos soldados cristianos, los cuales
«preferían morir en vez de hacer morir a sus enemigos».

No podía subsistir un ejército corrupto con pulgares mutilados, cobardes innatos, traidores
y tránsfugas todavía saturados con los cristianos que amaban a sus enemigos y que se
dejaron degollar como corderos...

En la antigua Roma florecieron las librerías, y para satisfacer a los lectores se abrieron varias
bibliotecas públicas... Entre los patricios y demás acaudalados era de buen tono tener la
propia biblioteca... La biblioteca de Origines, la de Luculo y de Syla eran muy apreciados por
sus ejemplares ya en estos tiempos considerados como muy antiguos, sumamente
preciosos y desde luego saqueados de la colección de Atelicon y de Atenas...

Roma estaba inundada por los libros de origen extranjero, de origen griego y babilónico.
Llegaron estos libros en forma de un botín, una abigarrada masa de libros de las bibliotecas
saqueadas, sin la mínima selección cualitativa, sin la mínima revisión censoriana. Una gran
cantidad de estos libros era de carácter expresamente destructivo, los cuales, como
soldados invisibles, con sus letras envenenadas transformaron poco a poco la victoria latina
en la Grecia en una ya casi incurable decadencia romana.

Nos dice Plutarco que después de la vergonzosa derrota de Crasso en Persia, el gran vezir
de los partos presentó ante la asamblea de su pueblo los libros que encontraron en el
equipaje de los soldados romanos. Eran estos libros los muy obscenos del pornógrafo
griego Aristides, llamados «Milesiacos» que estaban muy en boga entre los soldados de las
legiones romanas. El persa Surena infamaba al ejército romano diciendo que ni siquiera en la
plena guerra podían prescindir de entretenerse de semejante libros decadentes e
inmorales...

No nos cabe ni la menor duda de que en esta batalla tan decisiva de Crasso los aliados de
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los persas fueron estos obscenos milesíacos...

A este ejército le había llegado el momento de elegir la desaparición o la supervivencia... y


gracias a esta decadencia moral, Roma comenzó lentamente a llenar las filas de sus antes
tan gloriosas legiones con los hijos de los pueblos vencidos en forma tan acelerada que sus
legiones, las más destacadas, fueron luego sirios o batavianos antes que romanos... Ya el
nombre de algunas legiones, estacionadas en la Dacia —la legión V. de la Macedonica «Pia
Fidelis»— la legión XIII Gallimeniana, la II Cohorte Hispana, el Cohorte I Británica, el Cohorte
II de Comagenes (Sirios) y otros reclutados de Marocco. Quizás —por lo menos por parecer
— la Cohorte de Milliaria Civium romanorum —La Largina— pareció ser puro romano, pero
tampoco fue esta de la tierra itálica, porque los integrantes de esta cohorte fueron
reclutados en las Islas Británicas; solamente les llamaron romanas, pues recibieron la tan
anhelada ciudadanía romana...

EL ROMANO COMÚN
El habitante de la antigua Roma nunca fue un santo. Muy por el contrario. Para demostrar lo
sostenido, intentaremos —por medio de unos coloridos mosaicos de sus vicios— presentar
al lector un cuadro ilustrativo...

El antiguo romano —por su artificialmente construida posición social— era un adulado y un


adulador innato. Tenía que adular para sobrevivir en su ambiente demasiado cruel y
estrecho, pero también tenía que ser adulado, porque la adulación le daba la falsa sensación
que estaba viviendo en la gloria...

Cada día a la mañana el cliente abrazaba las rodillas de su patrono, le besaba el pecho y sus
manos para demostrar su lealtad como lo hacen todavía los cakos con sus patronos de la
mafia y los creyentes en lo absurdo besan cualquier cosa... anillos o zapatos les daba lo
mismo... porque el pros—kynesis en la antigua Roma estaba y hasta en nuestro presente
está todavía muy en boga...

El himno acerca de la amistad escribió M. Tullio, pero esto no significa que esta palabra tan
noble era exenta de toda clase de vicios. Habían sido grandes amistades en la antigua
Roma, p. e. la de Cató y Hortensio, pero detrás de este tan intima amistad estaba
escondida una oscura codicia. Ya sabremos más adelante acerca de esto... aunque
podemos adelantar que detrás de todo estaba el dinero.

El dinero tenía un increíble poder en la antigua Roma. En el siglo de oro el dinero hizo feliz la
vida. Con dinero se compraba la más cerril fidelidad. Hombres y dioses se conquistaban con
dinero. Ni el mismísimo Júpiter rechazaba las dádivas... «Es fácil presumir», dice Ovidio,
«que es lo que hará el necio, si el mismo sabio rinde a los sobornos».

Al romano del principado poco y nada le importaba si lo llamaban malo. Lo importante era
tener dinero. Confesó sin sonrojarse que «si conseguimos riquezas, nadie nos preguntará,
cómo ni cuándo, solamente cuánto»... porque no se encuentra jamás nada malo en el rico.

En Roma fue el dinero y exclusivamente el dinero que hizo feliz a la gente. No el cariño de la
madre, ni los méritos del padre, si los tenía. El oro dulcificó el hermoso pero ávido rostro de
Venus, y Plauto nos confiaba que hasta en el amor triunfaba con el oro.

Las más frecuentes preguntas entre la gente de bien en la antigua Roma eran: «¿Quién es
tu padre? ¿Y cuánto tienes?» Y estas depravadas preguntas parecen lograr sobrevivir las
injurias del rosario de siglos, porque hasta hoy, si alguien no entiende bien mi nombre, me
repregunta «¿cuánto?», como lo hicieron unos miles de años antes ya...

Esta detestable y casi inextinguible peste de nuestro presente, donde la diferencia del
nombre y culto del único posible Dios siembra las sangrientas guerras entre hermanos,
porque uno suplica a su Alah para ayudar a destruir a aquellos que le conocen a su Dios
con el nombre Jahve, los cristianos que mandan al infierno a los ortodoxos y los anglicanos
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y estos a su vez a los papistas... En este sentido había cierta paz en esos lejanos tiempos,
porque el Dios de todos tenía un sólo nombre: Mammon, una palabra cuya versión en
castellano significa «el dinero».

Para que el lector tenga una sana y correcta idea acerca de esta cuestión, nos parecía lo
más acertado dejar hablar al mismísimo emperador Juliano que por medio de una epístola se
dirigía a su cuñado y a la vez gobernador de la provincia Egipto, en aquellos tiempos el
granero del imperio...

»Adriano, el emperador, al cónsul Serviano, gobernador de Egipto. Salud.

El pueblo de Egipto, cuyas alabanzas Tú me enumerabas, mi dilecto Serviano, yo se


perfectamente bien que esta gente es voluble, ligera y siempre abierto al más pequeño
rumor.

En aquel país, los que honran al Dios egipcio Serapio son los cristianos y también son
devotos de Serapio los que se dicen ser obispos de Cristo...

No existe en aquel lugar ningún judío que ostente el título de «jefe de Sinagoga» que no
sea al mismo tiempo astrólogo adivino o curandero (alipta = masajista) y lo mismo puede
decirse de los samaritanos o de los sacerdotes cristianos. El mismo patriarca, cuando viene
a Egipto, se ve obligado por unos a adorar a Serapio, y por otros a Cristo.

Esta raza de gente es muy sediciosa, llena de vanidad y muy dada a las injurias. Su ciudad
Alejandría es muy opulenta, rica, fecunda, pues nadie vive ocioso en ella... Unos soplan el
vidrio, otros fabrican el papel, todos se dedican a tejer el lino o a practicar alguna otra arte.
Los cojos tienen su ocupación, los eunucos tienen la suya, hasta también los ciegos...

En cuanto a la religión... El dinero es su único Dios. A este Dios dirigen su adoración los
cristianos, los judíos y todos los habitantes de aquel país.....»

Y en nuestro miserable presente que es un fiel calco del pasado, estamos firmemente
convencidos de que la citada epístola del emperador Adriano se dirige también a todos los
pontífices, en cuyos santuarios nunca faltan las alcancías y hasta venden sus bendiciones...
Laverna, la diosa de los bandidos, sigue cobrando por sus servicios...

En son de la verdad, no podemos ni debemos cubrir con el silencio la realidad que también
los romanos ejercían cientos de diferentes labores de artesanía que la magnífica obra de
Mommsen logró perpetuar para nuestro presente, pero ahora no es nuestra tarea comentar
a nuestros lectores, cómo trabajaron los albañiles, los cinceladores orfebres y fontaneros,
sino más bien presentar que esa gente tan trabajadora a su vez tenía que tolerar a su lado
un tumulto de los hedonistas y ociosos holgazanes, eternos huéspedes de las tabernas y
del circo, siempre listos para condenar al gladiador caído con sus pulgares u elogiar al
victorioso...

Esa masa de patoteros que desde el momento, cuando en el otoño las tormentas
comenzaron a cabalgar sobre el mediterráneo, empezó a vociferar por la demora de la
llegada de los barcos que transportaban el trigo desde Egipto al siempre hambriento
«Populus Romanus». Pan y circo. Fueron en aquellos tiempos el alimento más imprescindible
que sólo podía acallar el grito del estómago vacío.

Esa pigra masa de gente que prácticamente vivía al costo del otro, lo único que sabía era
cómo explotar al vecino, y por ello —al conquistar con fuerzas ajenas la mitad del mundo
antiguo— se degradó al rol de ser una parásita de sus vencidos...

Fueron revoltosos como los egipcios y sus gritos se acabaron sólo con las prebendas
estatales, con el trigo gratis y demás beneficios. El pueblo que se cambiaba como el
tiempo...

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El himno acerca de la amistad de Cicerón que hoy era algo más que sagrado, mañana ya
podía trocarse en una injuria y luego en traición que era peor que una enemistad silenciosa.

En Roma el íntimo amigo tuyo, mañana ya podía ser tu calumniador. Esa peste que como
herencia griega que desde Grecia cruzó las fronteras sin pasaporte, en Roma se hizo una
epidemia y ningún curandero halló un remedio... Sólo Isokrates se atrevió levantar su voz,
recomendando a los legisladores que para salvarse de semejante peste en el futuro, había
que dar a los calumniadores la misma pena que hubieran dado al calumniado, si realmente
hubiera delinquido... Pero este mal aparece todavía en nuestro presente como un cáncer
que asegura el pan cotidiano a los integrantes de los tribunales... hasta para el futuro...

Kalumniar (con «K») era algo peligroso, pues en una época Roma resolvió —para liberarse
de esta epidemia— penar al calumniador con la pena de la Kappa griega, grabando con un
hierro candente la letra «K griega» en la sien del delincuente...

La traición del prójimo resultó ser un buen negocio, pues se vendía muy, muy caro, y en
Roma nunca faltaba gente que ejercía este infame negocio, aprendido del español Merico,
aunque ignoramos, cuanto cobraba este infame de parte del general Marcello en el año de
Júpiter (212 a. Cr.n.), cuando éste sitiaba a Siracusa.

Por causa de la traición de Merico murió en su modesta casa el genio de Siracusa y de su


siglo. Sobre su tumba en Agrigento vierten todavía sus lagrimas los matemáticos de
nuestro presente...

La insobornable historia en sus Anales acusa al pasado, diciendo que los romanos, plagados
de los vicios griegos, se destacaron per ser irreparablemente mentirosos y también
cobardes.

El que analiza los hechos del pasado —y si lo hace con la objetividad de Tácito— nolens
volens tiene que admitir que la realidad confirma y ratifica lo sostenido por la historia.

La mentira que hoy es un pecado mortal para los cristianos, pero que lo ejercen sin
sonrojarse también aquellos que lo inventaron, para esto los consabidos infiernos, por todo
ello ni antes ni ahora la gente hace de esto un escándalo, salvo si en esto dejan patinar la
cabeza de un estado... Pero ni en Grecia ni en Roma lo tomaron en serio, pues ninguna
novia confiesa al bobo que tiene un otro en reserva...

La gente que miente rara vez admite su culpa, y si lo hace, como lo hizo un mentiroso
Cretense, tampoco le faltaba inmediatamente un avivado que lo defendiera con elegancia...

Un Cretense —acusado en una reunión de mitomanía— se defendió con mucha inteligencia,


pues admitió ante todos los demás presentes, ser efectivamente un mentiroso. Su
espontánea confesión causó perplejidad y confusión, más todavía, cuando un tal Philetas de
Kos les dijo que el asunto no era para tanto, pues un mentiroso que también miente,
cuando dice que miente, ya no es un mentiroso, sino un hombre sincero que —mintiendo
que miente— no miente sino dice la verdad que demuestra claramente su mendacidad...

ALBIÓN OPIÁNICO
No podemos agradecer lo suficiente al insigne abogado y orador M. T. Cicerón que por
medio de una de sus obras rescatadas de las inclemencias de los siglos, nos permite
presentar a nuestros lectores la imagen verídica de un caballero romano, llamado Albion
Opiánico.

Este romano de la clase media estaba perdidamente enamorado del único Dios que en estos
lejanos tiempos hasta en el politeística Roma adoraban todos: la diosa Pecunia, llamada y
conocida también con el nombre «Dinero».

Ya hemos dicho que en la antigua Roma el dinero fatigaba a los foros, movía los tribunales,
sus jueces y una caterva de abogados corrompidos... Por dinero y por causa del dinero
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compraban y mezclaban en la sopa o en el vino del honor los venenos... El dinero puso en
lucha a los padres contra los hijos y los hijos contra los hermanos y contra los demás
parientes.

En estos lejanos tiempos, cuando los hombres y los dioses se conquistaban con regalos y
cuando los mismos dioses estaban acostumbrados a ser sobornados, qué se podría
esperar de parte de los tan frágiles humanos, hundidos en sus avaricias, la fuente de
innumerables malos...

Lucio Albión Opiánico no podía ser una excepción...

Oriundo de un municipio de Larino en Apulia en el sur de la bota itálica, al llegar a la edad,


cuando el hombre comienza a sentirse solo, busca a una familia opulenta para acercarse
mejor al dinero que tanto le fascinaba.

Se casaba entonces con Magia, la hija del ya fallecido Aurio, y con este primer matrimonio
comienza una serie de tragedias humanas que una por una presentaremos al curioso
lector...

Vaya saber qué habrá pasado con la joven esposa Magia, pues apenas haberse casada,
comenzó a marchitarse como las hojas en el otoño. Muy pronto su corta vida ha sido
llevada por los vientos, y Opiánico, el inconsolable viudo, se sentía algo incómodo en el
círculo de los cuñados y muy especialmente al frente de su suegra... Nadie quiere a las
suegras, y parece que él tampoco. Cuando la suya, Dinea, se enfermó de un resfrío,
Opiánico inmediatamente trajo el médico para curarla. El médico —famoso por su impericia—
que mandó decenas de pacientes al cementerio, fue rechazado por Dinea que se enteró del
plan de su yerno.

Opiánico entonces trajo un charlatán de Ancona que por 400 sestercios recetó un remedio
que la hizo más enferma todavía... Dinea, al sentir su fin, hizo su testamento y luego pasó
a la eternidad. Opiánico falsificó inmediatamente el testamento, corroborado con sellos
falsificados.

Pero todavía vivían los molestos cuñados... A Marco Aurio que habitaba en Galia, lo hizo
asesinar por una suma bastante módica. Así ya se liberaba de uno de ellos.

Otro, Cnejo Magio, al sentir su fin, dejó como heredero a su hijo que todavía su esposa
llevaba en el vientre, y un legado a Opiánico...

La inconsolable viuda de Cnejo Magio se casó cinco meses después de la muerte de su


marido con Opiánico, y al recibir la suma del legado, se abortaba el hijo para eliminar de esa
manera un molesto heredero... Murió la suegra, murió el cuñado en Galia, desapareció el
heredero, murió la segunda esposa y Opiánico quedó con todo...

Pero no es conveniente ser un viudo, y ya sabemos que lo que más rápido se secan son las
lágrimas, y de esa manera ocurrió que Opiánico esta vez entró en la familia de un opulento
caballero romano, Aulo Cuentio Avito, casado con una ilustre mujer —corrupta hasta la
médula— que llevaba el nombre de Sasia.

En estos lejanos tiempos los maridos que ya peinaban canas —sabrá Júpiter por qué razón
— como si fuera una maligna peste lentamente desaparecieron, dejando detrás una viuda,
hermanos e hijos. Sasia un día quedó viuda y contaba sólo con una cuñada Cluencia y con
sus dos hijos Cluencio y Cluencia, una hermosa muchacha. Ésta, cumpliendo los deseos del
fallecido padre, se casó con su primo Aulo Aurio Melino, un joven muy apuesto. Pera la
felicidad de la pareja no duró mucho, porque Sasia, la madre, envidiando la suerte de su
hija, conquistó al yerno y logró separar la pareja, y sin inmutarse se casó con su yerno
Melino.

Referente a este incalificable acto, Cicerón tenía su propia opinión que merece ser citada
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palabra por palabra...

»Sasia, repito, madre de Cluencio y de su hija Cluencia, enamorada de su yerno Melino, si


bien procuró al principio (que no duró mucho tiempo) reprimir su criminal pasión muy
pronto dejóse arrastrar por su desenfrenada locura, y —entregándose al impuro fuego que
la abrasaba— lo que ni la vergüenza, ni el pudor, ni el cariño materno, ni el temor de
deshonrar a la familia, ni el respeto de la opinión pública, ni el dolor del hijo, ni la
desesperación de la hija casada con este ayer todavía yerno pudieron dominar, y extinguir
el nefasto deseo.

La hija Cluencia sufría como sucede a todas las mujeres en semejante caso...

Separóse Cluencia de Melino, sin repugnancia porque la había ofendido, y esta madre
inhumana a su vez hizo pública ostentación de su alegría... y al poco tiempo —todavía no
satisfecha de que el escándalo permaneciese oculto— hizo que el lecho nupcial, dispuesto
dos años antes para su hija Cluencia, lo prepararan y adornarán para ella misma en la
propia casa, de donde ya había expulsado a aquella desdichada... La suegra convirtióse en
esposa del yerno...

Sasia, una mujer de increíble maldad, liviandad indómita, inmoralidad desenfrenada, audacia
inaudita.

Esta mujer no temía ni la cólera de los dioses, ni la indignación de la gente, ni la noche que
presta sus sombras al himeneo... su furiosa liviandad atropella y pisotea a todo. Vence en
ella la lujuria al pudor, la audacia al miedo, la demencia a la razón.

No puede ver al hijo, sin amarga pena, la vergüenza de su familia, la deshonra de su


estirpe... la creciente pena por las incontenibles lágrimas de una inconsolable hermana.

Ni un momento este hijo Cluencia podía quedarse en la casa, donde el ayer cuñado se
transformó ahora en un padrastro...

Pero todavía no es todo. Falta la paprica que le comentaremos con lujo de detalles y con
gusto...

Opiánico no quedó viudo por mucho tiempo... se casó entonces con la cuñada de esta
mujer depravada, Sasia. La novia era la hermana del ya fallecido Cluentio, llamada también
con el mismo nombre que tenía la hija traicionada, Cluentia. La solterona ni imaginaba que
en vez de la felicidad la esperaba en realidad la funesta muerte, pues un día menos
esperado tomó la copa de las manos de su marido Opiánico, y al beber solamente la mitad
que había en ella, exclamó que sufría horribles dolores y repentinamente cayó muerta. Esta
tan inesperada muerte y los desesperados gritos de la moribunda infundieron más que
justificadas sospechas en algunos de los pocos presentes, entre ellos Cayo Opiánico, el
hermano del nuevamente viudo Opiánico...

No es conveniente tener testigos de un delito, y por esta misma razón Opiánico cometió
otro grave delito, pues invitó a su hermano a tomar también una copa del dulce vino de
Lesbos. Ni su hermano tuvo siquiera tiempo para quejarse de los dolores, porque en el acto
cayó muerto a los pies de su hermano asesino...

Opiano, que quedó otra vez viudo, miró a su alrededor y descubrió que su cuñada Sasia era
todavía una mujer además de fogosa y linda, dueña de cierta suma de dinero y opulencia.
Decidió entonces conquistarla primero y luego casarse con ella... El hecho de que ella era ya
casada con su yerno, el marido de su propia hija, no era un impedimento para Opiánico que
contaba con más venenos que escrúpulos... Así un buen día Sasia quedó viuda, porque su
flamante marido Melino, al beber unas copas con su cuñado Opiánico, pasó a la eternidad...

Sasia odiaba ser viuda de nuevo y apenas le sacaron las falsas lágrimas, estaba dispuesta a
casarse con el fogoso asesino de su marido, pero le puso condiciones a Opiánico en tal
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sentido que tiene que liberarse de sus dependencias, pues él estaba ligado todavía con los
tres hijos de sus ex compañeras. Una se llamaba Novia que tenía un hijo todavía lactante, y
la otra compañera Papia que vivía con su madre en el municipio de Teana de Apulia y tenía
junto consigo dos niños de tierna edad...

Opiánico, amante de los niños, pedía de sus ex amantes que les dejan estar un rato en la
compañía de sus hijos... Sabrá Juno qué habrá pasado a estas criaturas, pero las tres
murieron en pocos días de diferencia en los brazos del padre Opiánico que les amaba
tanto...

Libre de toda clase de impedimentos, Opiánico se casó con la alegre viuda, Sasia, llena de
alegría y llena de las más halagüeñas esperanzas, porque lo que Opiánico codiciaba, era
solamente el dinero, el mucho dinero de Sasia.

Sin embargo, para llegar a una herencia tan opulenta, Opiánico tenía todavía un serio
impedimento que tenía que ser eliminado... Decidió entonces asesinar al hijastro Cluentio,
pero sus planes de querer envenenarlo, resultó ser un tiro por la culata, pues fue
denunciado por este hijo, de ser un vulgar asesino que por medio de sus venenos mandó
mucha gente a la muerte...

Una loca carrera detrás del dinero, pues para Opiánico los encantos del dinero fueron más
atractivos que la belleza de Sasia, una mujer algo marchitada ya.

Su próxima finalidad era casarse con Sasia, para un día eliminarla y quedar con toda la
opulencia.

El medio para sus fines era costumbre en su época: el veneno, la peste artificial, inventada
por el hombre. Una peste que hizo estragos en la población en aquellas épocas remotas en
la historia del hombre.

El otro medio para cubrir con silencio sus fechorías era sobornar a los jueces. Para este fin
halló un tal Estaleno que exigía para sí no menos que seiscientos miles de sestercios.

La avaricia impulsaba a Staleno para quedar con toda la plata. Calculó que para este fin lo
más conveniente para sus intereses era la condenación de Opiánico, pues de lo contrario
tenía que distribuir la suma entre los otros jueces, o devolverla, mientras que si lo
condenaban, Opiánico ya no podría reclamarla. Dominado por esta idea, imaginó la estafa
que superó la viveza del más astuto Siciliano...

Resolvió entonces prometer dinero a algunos jueces menos decorosos y no dárselos


después... calculaba pues acertadamente que los jueces honestos darían espontáneamente
una condena severa a Opiánico, junto con los menos escrupulosos que irriataría contra
Opiánico al no entregarles la suma prometida.

De esa manera en un juicio público, integrado por jueces honestos y otros engañados,
condenaron a Opiánico y lo condenaron por medio de un destierro, donde pocos años
después murió, al parecer, envenenado...

Pero su repentina muerte despertó la sospecha del hijo de Opiánico, y éste demandó luego
a Cluencio, pensando que el envenenador era también víctima de un veneno...

Sasia se enviudó ya por tercera vez, y esto ya no podía perdonar a su propio hijo...

En el juicio que seguía, se reventaba como un furúnculo una serie de horribles crímenes,
incestos, envenenamientos, falsificación de testamentos, un conjunto de espantosos
delitos, cohechos de jueces, sobornos de testigos, todo lo sucio que uno puede imaginar...

Todo lo ocurrido nos parece como si fuera un calco del presente o nuestro presente quedó
incurablemente contaminado por el pasado que antes nos parecía siempre como si hubiera

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sido un pretérito intacto.

El tiempo que ve y revela todo y la objetividad de Tácito no nos permite cubrir los errores
del pasado con el silencio bondadoso...

LOCUSTA
Parece que Opiánico cometió un fatal error... Si él hubiera estudiado los comentarios del
jurisconsulto Gajus, hubiera podido defenderse contra la acusación de Cluencio con cierto
éxito, pues Gajus sostiene que también los remedios son venenos..., y para demostrar la
verdad de su tesis, cita las palabras de Homero, según lo cual el veneno —en su versión
griega «Pharmakos»— es un concepto genérico, pues en su forma benigna es un remedio y
cuando es dañino, llevaba el nombre latino «virus», cuya versión en castellano significa
veneno, un tóxico.

Mezclar «pharmakos» o venenos en la antigua Roma era un respetado oficio de los


«pigmentarios», llamados así en entonces tiempos a los droguistas del presente... Los
pigmentarios preparaban los «venenos buenos», los remedios en sus boticas.

Desde luego no faltaban las farmacólogas, las cuales con frecuencia preparaban los
«remedios malos», los virus, los «tóxicos». Estas farmacólogas fueron llamadas
«virólogas»...

Los testimonios de los antiguos Anales demuestran que a este gremio de los
envenenadores pertenecían no pocas sino centenares de mujeres...

Livius nos comenta en algunos de sus libros que el año ciento decimotercero olímpico (328
a.Cr.n.) fue algo trágico y escandaloso, por la crueldad del cielo o por la incalificable perfidia
de las mujeres.

Ocurrió pues que en Roma en este año murió en una casi ininterrumpida cadena un gran
número de ciudadanos, los más ilustres y distinguidos: cónsules, pretores, senadores y
otros patricios; hombres de cierta edad con cabellos ya plateados sucumbieron de una
misteriosa enfermedad que presentaba en todos los casos idénticos síntomas.

El pueblo de Roma estaba asombrado y aterrado por los estragos de una nueva epidemia, y
más todavía porque los mismos médicos estaban totalmente desorientados.

Revelar la identidad de semejante peste, parece que por el destino era reservado para una
sencilla esclava, cuyo nombre quedó para siempre cubierto con el benigno velo del olvido...

Ella se presentó ante el Jefe de la Policía de Roma y le ofreció a Q. Fabio Máximo revelar el
secreto de esta epidemia funesta, siempre y cuando su confesión no le causará daño
alguno.

Fabio, el Jefe de la Policía —una vez autorizado por los cónsules y por el Senado— dio las
garantías necesarias a la muchacha, quien a su vez con lengua suelta brindó un amplio
informe, narrando con lujo de detalles, cómo las más distinguidas señoras romanas
eliminaban a sus maridos por medio de sus «remedios malos».

La policía —en base de la información suministrada— pudo sorprender a unas veinte


mujeres que estaban cocinando las drogas y tenían los venenos cuidadosamente ocultos.
Todas fueron conducidas al Foro Romano para tratar los asuntos ante el mismo pueblo
congregado en esta plaza.

Dos de ellas, Cornelia y Sergia, ambas distinguidas damas de familias patricias, sostuvieron
en su defensa que las drogas decomisadas en sus casas eran unas medicinas saludables.

El magistrado actuante a su vez expresó que acerca de la veracidad de lo declarado no tenía


ninguna duda, pero sería más que conveniente que ellas —para convencer también al pueblo

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allí presente— tomaran sus tan saludables remedios...

Cornelia y Sergia vieron entonces que su causa estaba perdida y para acelerar un fin que ya
no podían postergar y tampoco evitar, decidieron tomar sus drogas en presencia del pueblo
y de los magistrados romanos.

Livius nos comenta que Cornelia y Sergia, al tomar sus drogas, murieron en el acto como
víctimas de sus propias perfidias.

Las otras mujeres detenidas denunciaron enseguida a las demás expertas «farmacólogas»
que no fueron pocas, pues en esta oportunidad fueron condenados cerca de ciento setenta
personas.

El Senado —perplejo por lo ocurrido— se dirigió al Colegio teocrático de los Pontífices,


pidiendo una respuesta acerca de las posibles causas de semejante escándalo. Los
Pontífices lo calificaron al hecho como un prodigio divino, y por eso lo ocurrido tenía que ser
calificado como un acto de dementes antes que como un delito criminal... Vaya a saber ¿por
qué motivo los Pontífices fueron tan benignos en su veredicto?...

Envenenar al prójimo estaba muy en boga en la antigua Roma en estos lejanos tiempos; de
semejante mal fueron contaminados también los hombres y semejante costumbre cruzaba
hasta las doradas puertas de los palacios imperiales...

Algunos emperadores de Roma tenían cierto apuro, es decir poca paciencia... y de esa
manera habría ocurrido que Tiberio que frisaba ya sus 78 años al enfermarse, su sucesor
legal Cayo Calígula le ayudó a pasar hacia el más allá.

De acuerdo a los comentarios de Suetonio, Cayo Calígula le había dado un veneno lento que
le parecía ser demasiado lento; por ello para «terminar con este asunto» Calígula intentó
quitarle al moribundo el anillo, pero Tiberio mantuvo su puño firme y encerrado. Entonces
Calígula ordenó empujar encima un colchón y estranguló al hombre ya inerme con sus
manos... Ni por eso había tenido algún inconveniente pronunciar sobre el cadáver de Tiberio
un elogio fúnebre (... de mortinus nil, quasi bonum...), vertiendo abundantes lágrimas. El
cínico asesino lloraba sobre el cadáver de su propia víctima.

Calígula estaba enamorado de los venenos... Contaba con venenos de diferentes clases;
tenía unos lentos, otros más acelerados... y de vez en cuando probaba en otros seres sus
efectos. Él era muy adicto a los gladiadores y muy especialmente apreciaba a los Tracos,
pero no se sabe por que razón odiaba a los gladiadores mirmilones. En una oportunidad
uno de ellos —un tal Columbiano— ganó la batalla, pero a precio de una herida abierta.
Calígula se ofreció personalmente curar su herida, pero en vez de remediar, puso uno de
sus venenos en la herida... El gladiador —gracias al remedio imperial— dejó este mundo,
pero su nombre sobrevivió las inclemencias de los rosarios de siglos, pues todavía sabemos
que el «remedio» preferido de Calígula se llamaba en adelante con el nombre de este
gladiador: «veneno Columbiano»...

Un antiguo proverbio dice que a los polígamos persigue la amnesia pisándole los talones...
Algo semejante era el caso del cuarto emperador romano, T. Claudio Druso que se casó
primero con Urgulanila, luego con Petina y por tercera vez con la afamada Messalina, cuyo
hijo Británico entró luego junto con su madre disoluta en la historia...

Por haber mandado a su tercera mujer al verdugo, cometió un fatal error casándose por
cuarta vez con Agripina. Ella vino ya de otro matrimonio junto con su dote, llamado Nerón,
un hijo adolescente que —mimado por su madre— logró convencer a su padrastro, el
amargado y anciano Claudio, dejar al lado al hijo de Messalina y adoptar a su hijastro como
sucesor en el trono imperial. Este acto era un grave error, lo mismo como hacer un
testamento a favor de su mujer...

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Claudio ya ni sabía lo que había hecho, pues estaba sumergido en una amnesia que no tenía
remedio alguno...

Acerca de este mal que sufría, nos dicen los comentarios de Suetonio que poco después de
la ejecución de su tercera esposa Messalina, al sentarse a la mesa preguntó al sirviente:
«¿Por qué tarda en llegar la Emperatriz?» Ordenaba a menudo convidar a comer o a jugar
los dados con él a ciudadanos que había mandado a matar el día anterior, y cansado de
esperar, enviaba a mensajeros a reprenderles por la tardanza...

Lo que sí recordaba diariamente era que se sentía arrepentido de haberse casado con
Agripina y haber adoptado a su hijo Nerón.

Agripina se dio cuenta de que estaba en peligro y decidió hacer lo que ya no podía ser
postergado... Ella encargó entonces a la afamada Locusta preparar un veneno. La orden fue
cumplida, ella y el eunuco Haloto, un confidente de la emperatriz, lo mezcló en un guisado
de hongos, un plato que a Claudio le gustaba mucho...

El tóxico, sin embargo, al parecer no tenía mayor efecto, pues Claudio, después de varios
vómitos comenzó a mostrar señales de franca mejoría... Agripina, temerosa de que su
nefasto plan pudiera ser descubierto, decidió obrar inmediatamente. Llamó a su confidente
—al médico Xenophonte— y le dio las instrucciones necesarias.

Este galeno malvado, so pretexto de provocar vómitos aliviantes, tocó la garganta del
emperador con su pluma medicinal. Dícese que el emperador Claudio murió esta vez
repentinamente, porque la punta de la pluma había sido previamente untada con un veneno
que mata en el acto.

Al emperador Claudio muy pronto después tenía que seguir su hijo Británico que había
nacido de su anterior esposa Messalina, pues la existencia de este resultó ser demasiado
peligrosa para los ambiciosos planes de Nerón. Celoso de Británico que tenía una mejor voz
que él, y temiendo que por el recuerdo de su padre, pudiera adquirir el favor popular, Nerón
resolvió deshacerse de él por medio del empleo de un veneno.

La celebre envenenadora Locusta proporcionó a Nerón un brebaje, cuyo efecto defraudó su


impaciencia, pues no produjo a Británico más que una diarrea. Nerón castigó a la mujer y la
reprendió por haber preparado una medicina en vez de un tóxico.

La obligó a preparar en su palacio y en su presencia el veneno más activo y lo más rápido


posible. Luego lo ensayó en un cabrito, el cual sobrevivió al efecto del veneno unas cinco
horas.

Entonces lo hizo concentrar y le dio a un cochinillo que murió en el acto...

Nerón, para ejecutar su plan funesto, recurrió a un método que merece ser comentado...

Él sabía que la vianda destinada a Británico, por razones de seguridad, sería probaba como
siempre por el «Salva», llamado así el oficio del esclavo pregustador, y como la repentina
muerte de éste podría hacer fracasar su plan, inventó un ingenioso ardid que no podía
fallar.

Le presentaron a Británico la bebida sin veneno, pero tan caliente que al no poder beberla,
echó a su acostumbrado «Salva» y fue templada con agua fría envenenada.

Después de haberlo bebido, cayó muerto bajo la mesa. Parecía que había sufrido un ataque
de epilepsia, la enfermedad que padecía, pero el acusador silencio de los comensales dio a
entender que estaban asistiendo a unos de los tantos y nefastos actos del futuro
emperador... Locusta con sus venenos parece que estaba destinada a intervenir en la
historia romana. Su actividad nefasta —como Tacitus nos dice— ha sido considerada como
un importante instrumento en la turbulenta política del Imperio.

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Envenenar al prójimo molesto estaba en aquellos lejanos tiempos muy en boga, no sólo en
Italia, sino también en sus vecindades... Pausanias de Magnesio, en una de sus brillantes
descripciones geográficas, habla de la isla Sardinia (Cerdeña) que mucho tiempo antes fuera
conocido con el nombre de «Ikhnusa» que en griego significa «la huella de un pie». Más
adelante recibió el nombre de Sardos, un navegante que había llegado allí desde Lidia, y él
bautizó con su nombre a esta tan grande isla. Desde entonces la llaman Sardonia.

Había en esta isla una planta, un runúnculo sumamente venenoso, llamado «sardonia». Su
consumo resultó fatal... el inevitable fin comenzaba con contracciones de los músculos
faciales que torcían la cara de tal manera que parecía como si la víctima hubiera querido
reírse acerca de su propia desgracia.

La fama de esta planta llegó hasta el poeta Homero que lo recuerda en los «Sardonios
Gelos» la risa sardónica.

Parece que los pobladores recurrieron más a menudo al uso de esta planta, porque Livio
nos cuenta que en el año 180 A.Cr.n. el Senado Romano recibió una epístola del pretor
Cayo Menio, gobernador de Sardonia, por la cual informaba a los senadores acerca de la
trágica suerte de miles de isleños fallecidos con los síntomas de la «risa sardónica» y por
esta misma causa él había condenado ya más de mil personas y estaba aun —en razón de
las denuncias existentes— rastreando las huellas de muchos más.

Cuatro años más tarde el Pretor Q. Nevio informaba al Senado Romano que en su carácter
de gobernador de la isla tenía que investigar otros numerosos envenenamientos en esta isla
tan desgraciada, desgarrada por la perfidia y maldad humana. Valerio Antias sostiene que
en esta oportunidad fueron condenadas por el Pretor cerca de dos mil personas, sin
mencionar siquiera la considerada cantidad de víctimas, los cuales por culpa de otros cinco
mil condenados, tenían que dejar este mundo —tantas veces inmundo— con una tristeza,
oculta detrás de una cara grotescamente deformada por la «risa sardónica», calambres
faciales que indicaban la pronta muerte...

La pena aplicable a los condenados por causa de envenenamiento estaba determinada por la
ley y en forma siempre desigual, ya que a los culpables, pertenecientes a las familias
patricias y de ecuestres, se les solían desterrar, pero a los más humildes, les ahorraron los
«gastos de un viaje», pues los echaron —por lo menos en Roma— ante las fieras.

Los médicos de Opiánico y Xenophonte y el médico de la emperatriz Agripina no fueron los


únicos que en vez de curar mandaron a algunos a la muerte, después de haber sido bien
sobornados... Los laureles del emperador Augusto comenzaron a marchitarse, cuando
corrió la fama de que estaba involucrado en un hecho poco limpio. Dijeron que la muerte de
uno de sus contrincantes, llamada Pansa, fue causada por una herida que el Glycon, en vez
de curarla, la untaba con un poderoso veneno...

Los médicos en Roma —en la mayoría griegos— no gozaban de muy buena fama, ni siquiera
existía entre ellos mismos una colegialidad armoniosa... Marcial nos dice en uno de sus
picantes epigramas que...»el médico Baccara ha encomendado su penis a un rival para que
lo cure. Estoy convencido de que Baccara, el muy ingenuo médico, terminó de ser
castrado...

Del deseo de curar de vez en cuando nacen curiosos acontecimientos... Sabemos que en la
antigua Roma había médicos que hicieron sembrar las enfermedades a fin de tener trabajo y
conseguir mayor prestigio, curándolos.

Se hizo muy famoso Rupilio, el médico de Opiánico que —sobornado por la infiel mujer Sasia
— aseguró para su patrono un viaje sin regreso por medio de un veneno...

El veneno —tanto en Roma como en toda Italia y Cerdeña— era el medio seguro e
imprescindible para hacer desaparecer a aquellos prójimos, los cuales por el simple hecho de
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querer vivir, molestaban con su vida los nefastos planes de algunos malvados. Para apagar
la voz de la conciencia que quizás de vez en cuando protestaba, había en estos lejanos
tiempos un medio seguro, al que llamaban dinero.

LAS ESTAFAS
El necio y el bobo fueron víctimas del avivado...

Casi diariamente aparecieron los incendios y lo llamativo era que casi todos los casos fueron
previamente asegurados. Ese negocio —de vez en cuando nada provechoso— ha sido luego
casi arruinado por el incendiario emperador Nerón. Los negocios de seguros quebraron
definitivamente.

En las estafas ni faltaba la viveza de los mercantes del trigo...

Apenas comenzaron a soplar los vientos sobre las encrespadas olas del Mare Magnum —
llamado así el Mediterráneo en aquellos tiempos— ya se había levantado la voz de protesta
del siempre hambriento pueblo romano, por la demora de los barcos que traían el grano
desde Egipto y Sicilia.

Es una larga historia que se repetía a cada rato como el tan variante clima de Italia... la
estafa con el trigo...

El gran mercado marítimo de los granos estaba casi sin excepción en las manos de los
Navicularios Colegiados, llamados así en aquellos tiempos a los Capitalistas. Les
acompañaban como la pena a la culpa los inescrupulosos especuladores que acumulaban en
sus nunca limpias manos además del capital también los créditos hipotecarios. Fueron
dueños de empresas de obras públicas, pero muy especialmente se ocupaban del comercio
marítimo de granos que les aseguraba grandes ganancias.

Precisamente la dudosa limpieza de semejantes operaciones marítimas fue una entre las
distintas y muy numerosas causas que por medio de las estafas promovieron la progresiva
decadencia de la antes tan ejemplar moral de los romanos. La honestidad y moral en los
comercios estaba por desaparecer, porque el ansia de poder y la avaricia corría
irrefrenablemente detrás del oro, sin distinguir ya entre los medios para conseguirlo.

La estafa comenzaba con los comerciantes navicularios marítimos de cereales que crearon
artificialmente una «Inopia frumenti» —falta de granos por medio de una dolosa retención
de las naves— y al mismo tiempo proclamaron la llamada «Avara Venditio», la venta del
trigo, pero con precios elevados.

El Estado —temiendo una revolución por el hambre— solía intervenir contra semejantes
manipulaciones por medio de severas multas, pero aunque las ganancias superaron la
elevada suma de las multas, los estafadores no tenían ningún inconveniente en elevar los
precios de los granos todavía más, «porque los barcos —retenidos en el Sur— por causa de
unas tormentas no podían llegar»...

Era inútil recomendar a las autoridades que tendrían que impedir las maniobras de los
acaparadores de las mercancías para evitar el incremento de los precios. Convencer con
semejantes consejos a los depravados para que sigan con mejores modales, resultó ser un
reverendo fracaso, hasta que un severo edicto del emperador Trajano los amenazaba con la
pena capital o con la relegación a una isla, para morir algo más lentamente...

El transporte marítimo de granos fue siempre acompañado por la sombra de las estafas...
El Magister navis, que en la mayoría de los casos era el dueño de la nave, tenía amplias
posibilidades para cometer sus estafas en tres diferentes etapas —en el mismo puerto
donde recibía la carga—, luego durante la travesía en alta mar y por tercera vez en el puerto
de Ostia, donde tenía que descargar.

En el puerto de la salida —Alejandría— no era difícil para el patrón de la nave, hallar gente
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depravada. Había allí funcionarios, los cuales —si sus manos eran lo suficientemente
untadas— indicarían al guía del transporte una menor cantidad de trigo que lo que había
sido entregado. La diferencia el capitán podía venderla al mejor postor en los puertos más
cercanos de la costa africana, preferiblemente en la colonia romana de Leptis.

Otro modus operandi era que el capitán compraba en el puerto de Alejandría con la
complicidad del funcionario trigo de segunda calidad, pero la guía que le acompañaba, lo
calificaba como trigo de primera calidad con el respectivo precio elevado. El trigo vendido
luego en Ostia por un precio muy alto aseguraba al patrón una ganancia muy grande, un
comercio deshonesto, cubierto por una guía comprada...

Otra costumbre era que durante la travesía en alta mar el dueño de la nave comenzaba a
vender en la costa africana una gran parte del trigo y al llegar al puerto itálico de Ostia,
declaraba que lo faltante tuvo que arrojarlo durante una gran tormenta en el mar, para
evitar un naufragio.

Algunos de estos depravados, si podían vender toda su carga con un elevado precio
durante la trayectoria de su viaje, entonces hacían su negocio. Llegaron a Ostia, sin barco y
sin tripulación, mintiendo que sufrieron un naufragio. Para hacer creíble su estafa, tenían la
costumbre de hacer desaparecer su tripulación en Sicilia, y algún tiempo después, cuando
las olas del disgusto ya se habían esfumado, comenzaban de nuevo con la variedad de sus
fechorías.

La estafa consistía en la circunstancia de si la fábula acerca de un naufragio ha sido


aceptada en el puerto de Ostia, entonces el dueño de la nave podía reclamar todavía la
indemnización correspondiente por el barco y la carga que era una suma más que
considerable.

Se vende cualquier cosa, hasta humo...

Dice Aelio Lampridio que el emperador romano Alejandro Severo —alrededor de los años
230 de nuestra época— tenía en su corte imperial un funcionario, a quien llamaban
Vercomio Turino. El muy atrevido y poco respetuoso hizo correr la fama de que tenía una
amistad muy íntima con el Emperador y que ejercía sobre él una gran influencia. Todos
aquellos que recibían de Alejandro Severo cualquier clase de favores, tenían que pagar
grandes sumas a Turino que sostenía que los beneficios los recibían gracias a su oportuna
intervención.

El Emperador, al enterarse de semejante picardía, decidió dar un castigo ejemplar a su


funcionario tan desleal que vendía humo y muy caro a sus desprevenidos súbditos.
Verconio Turino fue condenado a una pena pareja a su culpa: atado a una estaca en el Foro
Transitorio, se encendió una hoguera con leños húmedos para que muriera sofocado por el
humo...

Mientras se ejecutaba la sentencia, un pregonero del Emperador anunciaba a los


espectadores: «Con humo se castiga a aquel que vende humo a los demás».

Para epilogar este capítulo dignamente, citaremos el caso de un banquero de Siracusa,


llamado Pitio que estaba untado con toda clase de viveza griega...

Nos comenta Cícero que había en Siracusa un caballero romano, un tal Cayo Canio, un
hombre discreto y algo ingenuo, porque él estaba convencido de que como era honesto,
todo el mundo también lo era.

Este Canio, ya que era un hombre bastante adinerado, más de una vez expresó ante sus
amigos su deseo de querer comprar una casa con campo para poder invitar allí luego a sus
amigos, recrearse y divertirse a sus gustos.

Al escuchar esto un tal Pitio, banquero, hombre perspicaz y listo, se acercó a Canio y le
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dijo: «¡Carissime Amice! Veo que tú necesitas un rincón un poco apartado. Yo tengo uno.
Desde luego no es para la venta, pero ya que eres mi amigo, te le ofrezco para que te
sirvas de él como si fuera tuyo, y para que tú veas que lugar hermoso es, te convido que
vengas mañana bien temprano y almorzarás conmigo».

Canio aceptó el convite y el banquero Pitio mandó llamar a unos pescadores, para que al
otro día fuesen a pescar delante de su casa de campo, dándoles las instrucciones sobre lo
que debían hacer.

Al día siguiente Canio fue a comer en el campo a la hora señalada. Pitio tenía un cocinero
experto y las comidas eran realizadas a las mil maravillas. Estaba también a la vista una
multitud de naves pesqueras. Cada uno de estos pescadores se acercaba luego a la casa y
echaba un montón de peces a los pies del dueño del campo.

»¿Pero qué es esto, Pitio?» preguntó el asombrado huésped Canio. «¿Tantos peces?
¡Cuántas barcas! ¡Increíble! ¡Fantástico!»

Entonces el anfitrión Pitio respondió: «Aquí en mi campo está reunida toda la pesca de
Siracusa: de aquí toman el agua para la ciudad y es la quinta más importante».

En Canio crecieron entonces grandes deseos de adquirir esa casa-quinta y durante el


almuerzo le suplicaba al dueño Pitio que se la vendiera. El banquero se hizo rogar mucho,
hasta que al fin cedió ante la insistencia de Canio que estaba ya decidido ofrecer cualquier
precio. Summa summarum, el caballero romano Canio compró la casa junto con el campo
por un precio muy elevado...

Canio nadaba en la felicidad al ser el dueño de esta hermosa propiedad, y al otro día invitó a
sus más dilectos amigos para la inauguración.

Él mismo llegó muy temprano ya, pero ni un sólo barco estaba a la vista «¿Qué es lo que
pasa?» preguntó ya un poco inquieto a un vecino. «Me dijeron que hoy habría una fiesta de
los pescadores y yo no veo ni un solo barco ¿Por qué razón ahora no veo ninguno?»

»No sé, Señor, qué es lo que ocurre» respondió el vecino, «pues aquí nadie, absolutamente
nadie suele venir a pescar y le confieso que ayer me sorprendió la gran cantidad de barcos,
y me preguntaba ¿qué habría atraído a tantos pescadores?»

Se aclaró entonces cómo el ingenuo Cayo Canio cayó en la tan hábilmente preparada
trampa. El caballero Canio se encolerizó mucho, pero para esta tan hábil estafa no existía
todavía ningún remedio.

En estos lejanos tiempos los artificios y los pérfidos engaños estaban muy en boga, y los
griegos de Siracusa fueron sabios en hacer entender una cosa y hacer otra, estafando a los
menos perspicaces.

En el mundo —tanto en el pasado como también en nuestro presente— habrá siempre dos
diferentes clases de gente. Unos serán los Canios, otros los avivados Pitios. Para hallarlos,
basta ir a los Tribunales...

En la antigua Roma construir una vivienda resultó ser muy, muy caro pues en la mayoría de
los casos los costos reales duplicaron la suma de los presupuestos originales.

Pretextos para semejantes estafas —ni siquiera bien disimuladas— nunca les faltaban a los
avivados constructores romanos... Vitruvio, este excepcional capaz y honesto arquitecto
romano detestaba del alma a los audaces y al par deshonestos colegas que olvidaban a
cumplir con el presupuesto y la palabra dada.

Para evitar semejante calamidades —aun si inútil— insistía aplicar una ley de los efesianos.
Allí estaba en plena vigencia una ley —que si bien a primera vista parecía ser dura— era más

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que acertada y justa.

Esta ley obligaba al arquitecto o a un idóneo constructor, cuando se encargaba realizar una
obra, tenía que fijar los costos a que podía ascender la construcción de la vivienda.

Una vez aceptada por ambas partes la suma estipulada en la presencia del Magistrado, los
bienes del arquitecto quedaban ipso jure hipotecados hasta concluir la obra.

Al terminar la obra, si los costos habían respondido a lo estipulado, el arquitecto podía


levantar la hipoteca, en caso contrario los excesos de los gastos los tenían que pagar de su
propio bolsillo.

Esta ley de los efesianos nunca fue aplicada en Roma.

Ni la religión romana logró liberarse de la peste de los engaños que se le adhería como el
humo del incienso que quemaron alrededor de los altares de sus numerosos dioses.

Los avivados sacerdotes inventaron a sus dioses, los cuales —desde luego— jamás fueron
mejores que sus venales servidores.

Para sembrar la credibilidad inventaron que los dioses podián aparecer también como los
demás seres humanos y éste no muy santo fraude, igualmente facilitaba al hombre elevarse
al rango de los dioses...

De la anthropo-morphosis nació la Apo-theosis que luego se perpetuó como el tiempo, y


como herencia del pasado quedó apegado a nuestro presente.

La credibilidad en lo absurdo creció en estos lejanos tiempos hasta la potencia del infinito, y
para demostrar al lector lo sostenido, le presentaremos a continuación un solo caso para
que vean, cuando dos augures sacerdotes romanos se cruzaron en una calle angosta de
Roma, por qué razón se sonrieron como cómplices... conocían perfectamente las mentiras y
artimañas que les servían para engañar al estúpido pueblo...

La antigua mujer romana era muy religiosa y en vez de rezar, prefería platicar, conversar
con un Dios y no confiar sus secretos a un ser humano...

La historia de los antiguos Anales sostiene que en estas épocas tan lejanas existió una muy
peculiar relación entre los seres humanos y los dioses, los cuales fueron creados por los
mismos sacerdotes; por esta simple razón las divinidades nunca fueron ni mejores, ni más
virtuosos que sus excesivamente venales pontífices.

De vez en cuando ocurrió lo contrario, pues en la antigüedad había siempre dioses


humanizados y seres demasiado humanos que pretendían poner sobre su cabeza la aureola
de los dioses...

El «diálogo» de las mujeres con los dioses solía tener sus consecuencias humanas, y
cuando lo inexplicable ya no podía ser ocultado, las muy religiosas mujeres tenían siempre a
mano un ser divino, a quién podían acusar...

Las galantes aventuras de los dioses no fueron jamás vengadas y menos todavía
rechazadas; por ello, en caso de que la resistencia de una dama fuera demasiado grande,
entonces algunos hombres pedían del cielo una humilde representación...

Josephus Flavius, íntimo del emperador Tito refiere que casi al mismo tiempo en que el
Procurador de Judea, un tal Pontius Pilatus, cometía un error judicial, ocurrió en la muy
hedonista Roma un acontecimiento risueño, hasta tragicómico, comentado por la chismosa
alta sociedad romana. Fue así:

Mundus, un riquísimo caballero romano, en una reunión social tuvo la oportunidad de


conocer a Paulina, mujer famosa por sus virtudes y por su extraordinaria belleza. Estaba

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casada con Saturnino, otro caballero del orden ecuestre, dueño de grandes fortunas que
vivía con su Paulina en un fastuoso palacio.

Mundus se enamoró de esa mujer perdidamente, y unos días después le confesó a ella
misma el secreto de su ardiente corazón.

Paulina, ya que era una mujer muy honesta rechazó la declaración muy indignada, pero el
fracaso de su primer intento excitó a Mundus todavía más, y tanto que un día en su
desesperación cometió un desliz mayor, pues a la riquísima Dama de la alta Sociedad
Romana le ofreció doscientos mil sestercios, si iba a la cama con él por lo menos una vez.

Ante semejante desfachatez la indignación de Paulina ya no tuvo límites, y al caballero


Mundus lo mandó a lo más profundo de los infiernos.

Destrozado éste por su gran fiasco, regresó triste y amargado a su casa. Su vieja ama de
llaves, preocupada por su amo, cuyo ánimo, al parecer, arrastrábase por el suelo, le
preguntó la causa de su infortunio.

Mundus le contó entonces su triste historia a la vieja, comentándole que ni siquiera el poder
del dinero podía ablandar el corazón duro de Paulina.

¿Y, cuánto le ofreciste? preguntó la vieja. —Doscientos mil sestercios— le contestó él,
tristemente. Mucha plata —meditó la vieja—. Pero señor, yo le arreglo este problema si
usted me da la cuarta parte. —Trato hecho— le contestó Mundus, y la vieja, al recibir lo
solicitado, salió apurada de la casa.

Al llegar al Santuario de la diosa Isis, pidió una urgente entrevista con el Sacerdote
Supremo de la diosa, diciendo que ella traía mucho dinero que quería entregar como
ofrenda piadosa al venerable Pontífice. La vieja fue inmediatamente recibida y después de
una breve audiencia se retiró del Santuario.

Muy pronto también el sacerdote de la diosa Isis salió del templo y se dirigió con grandes
pasos al palacio de Paulina y solicitó allí una entrevista urgente con la dueña de la casa.

El Pontífice saludó a Paulina ceremoniosamente y dijo:

»Señora, vengo con un mensaje divino que no puedo, ni debo mantenerlo oculto: Nuestro
venerado dios Anubis se enamoró perdidamente de Ti. Me encargó a mí, humilde servidor
suyo, hacerte llegar esta noticia, además de su invitación, pues quiere verte sin falta
mañana a la noche en nuestro Santuario. Dios quiere estar Contigo».

»No. No puede ser ¿Tú crees, sacerdote que el dios Anubis se enamoró de mí?» Exclamó
Paulina. «Sí, Señora». Le contestó el sacerdote, «es la pura verdad, y te advierto que no
sería conveniente rechazar la invitación, porque la venganza de un Dios es terrible». «Pero
de mil amores», exclamó la virtuosa Dama, y al salir el sacerdote, se apresuró a comentar la
gran novedad inmediatamente a su muy ingenuo marido y desde luego a todas sus amigas
más íntimas.

»Imagínate, Sempronia», dijo a una de ellas, «el dios Anubis se enamoró de mí, y ya
mañana a la noche me recibirá en su Santuario».

Concurrió en el día y la hora indicada al Santuario, y quedó allí solita con el dios Anubis en
una sala completamente oscura, sin que hubiera podido ver el semblante de su Dios...,
porque al ver a un ser Divino, los ojos quedarían para siempre cerrados.

Con la salida del Sol, Paulina regresó a su palacio, y le contó a su marido que la entrevista
con el dios Anubis fue maravillosa, y con lo que contó a sus amigas, sembró la envidia entre
ellas.

Poco tiempo después, Paulina —llevada en una litera por sus esclavos— en una de esas
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angostas calles de Roma se encontró de nuevo con el caballero Mundus. «¿Cómo andas,
Paulina? Mira que boba eres, rechazaste doscientos mil y yo con la cuarta parte de esta
suma compré el derecho de ser una noche Anubis...»

Josephus Flavius comenta con su pluma maestra lo que después ocurrió. Se armó en Roma
un reverendo escándalo. El emperador Tiberius al enterarse del asunto, furioso por lo
ocurrido mandó a la cruz al sacerdote de la diosa Isis, junto con la vieja que tramó toda
esta vergonzosa tragicomedia: ni la diosa Isis se salvó. Su santuario fue derrumbado y su
estatua echada al río Tiberis.

A Mundus mayormente no le pasó nada. Sólo tuvo que emprender un viaje largo al exilio, y
para que su riqueza no se sintiera sola, se confiscaron sus bienes que fueron a acrecentar
algo las siempre vacías arcas del Fisco. Mundus por lo menos logró salvar su vida, porque la
culpa en realidad no era de él, sino de los dioses que permitieron que sus venales pontífices
vendiesen su imagen a los hombres...... y para no cometer semejantes deslices, si la mujer
era excepcionalmente bella, los dioses en vez de mandar a un representante, preferían
aparecer personalmente...

En Egipto, el dios Osiris que ya estaba un poco viejo, envió a la doncella electa solamente
su Espíritu, pero el mujeriego Apolo en Grecia prefirió presentarse personalmente.

Enamorado de Creusa, hermosa hija del rey de Atenas Erektos, Apolo el Dios adorado,
decidió hacer lo impostergable.

Tomando la imagen de un joven atleta se acercó a ella, cuando Creusa paseaba por la
montaña; mientras los dos conversaban muy alegremente, decidieron descansar un rato en
una gruta cercana...

Al despedirse cariñosamente, la princesa Creusa regresó al palacio real y el atleta Apolo a su


Olimpo...

Parece que en la gruta ocurrió algo, pues diez meses después Creusa dio a luz a un niño;
pero como estaba de novia, tuvo que esconder su deshonra, y por ello ordenó a una de
sus siervas que llevara el niño a la cercanía de la gruta, confiando su suerte a los buitres.

Apolo, furioso por semejante sacrilegio, pidió al dios Mercurio que lo rescatase y lo dejase
en Delphos al cuidado de la sacerdotisa.

Creusa, mientras tanto se casó con su novio Xutho que era un famosos guerrero y muy
ingenuo, por no decir bobo. Vivían ambos en plena armonía sin que hubieran podido tener
un hijo, a quien dejar un día el cetro y el trono. Decidieron entonces hacer una
peregrinación a Delphos, para consultar al oráculo, y rogar al Dios Apolo que se les
concediese tener un hijo.

La sacerdotisa al escuchar atentamente el pedido, preguntó a Creusa para qué quería tener
un hijo, cuando hacía un tiempo que ya tenía uno. «¿Y de dónde?» replicó algo fastidiado la
reina Creusa. La sacerdotisa entonces le dijo: «Quiero que sepas que tu hijo está conmigo;
pues cuando tú lo expusiste poco después del parto, Apolo me lo hizo traer y desde hace
quince años está a mis cuidados».

La sacerdotisa seguidamente hizo traer al niño, y lo presentó diciendo: «Ion: Esa mujer es
tu madre. Creusa Ion es tu hijo».

Creusa, conmovida y bañada en lágrimas, confesó su culpa diciendo: «Ion, te engendré con
Apolo, en la gruta de los ruiseñores. Allí me uní con él en furtivo lecho, y en la décima
revolución del mes te dí a luz ocultamente. Luego del parto, mira mi hijo...» —dijo
señalando unos vestidos que trajo la sacerdotisa— «te vestí con esas telas con mis manos
virginales. Confieso que cometí un grave pecado, pues te expuse entregándote a las aves».

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El hijo Ion, fastidiado por tantas explicaciones de su madre, sólo se limitó a decir: «Cuida
Madre mía de no achacar al Dios tu falta, como suele suceder a las vírgenes...»

Hasta allí los pintorescos relatos de Eurípides acerca de nacimiento de semidioses, y de


otros autores que cuentan milagrosas historias de amores de dioses con mujeres bellas
pero demasiado humanas... En el Congreso de los hijos de dioses no faltarán Pythagoras,
Platón, ni el emperador Augusto y estará presente el conquistador de Oriente, Alejandro
Magno.

Este último, al entrar en el Santuario del Dios Ammon Krio-prosopos, detrás de la imagen
de un macho cabrio, en su oráculo, en el desierto de Libya, escuchó la voz de este Dios.
«Tú eres mi hijo predilecto». Desde este momento Alejandro estaba convencido de que su
padre verdadero no era Philipo, sino este dios egipcio...

En estos lejanos tiempos los dioses frecuentemente se comunicaban con los humanos, y
éstos, a su vez, no podían resistir la tentación —de vez en cuando— de sentirse como si
fueran dioses.

Si los dardos de Cupido lograron herir hasta a los mismos dioses, se puede imaginar lo que
habrá pasado con los débiles seres humanos, porque ni la filosofía, ni siquiera el trono,
puede matar los sentimientos...

FALSIFICACIONES Y TRAICIONES
¿Cómo obtener herencias mediante «trucos»? Más vale que nos hable acerca de esta tan
espinosa cuestión el joven Plinius...

Encontrábase muy enferma Verania, la viuda de Pisón. Al enterarse de la enfermedad de la


viuda, acudió casi inmediatamente a su casa el peor enemigo de su marido fallecido, un tal
Régulo, un hombre realmente desvergonzado que había sido para Verania siempre un
horror...

Sin embargo lo dejaron pasar la sinvergüenzura. Régulo ocupó el puesto más cercano a la
viuda enferma, luego se atrevió a sentarse junto al lecho y le pregunta el día y la hora de su
nacimiento. La enferma le contesta y Régulo seguidamente hace la ceremonia, cuenta con
los dedos lo incontable, hace gestos raros, fija los ojos... Una ceremonia misteriosa que
tenía el fin de impresionar a la enferma, a quién al fin le dice su sentencia.

»Verania, te encuentras en tu año de climaterio, pero igualmente te sanarás. Para tener


más seguridad en esto, voy a consultar a un haruspice muy experimentado».

Régulo marcha, hace un sacrificio, luego regresa y jura a la viuda que las entrañas de la
oveja sacrificada le dicen lo mismo que el horóscopo de los astros...

Aquella mujer crédula —como símbolo de su sincero agradecimiento— hace un codicilo y


deja un legado a Régulo que antes era el peor enemigo de su marido difunto... La
credulidad y el olvido suelen andar bien juntos.

Régulo, el «cazador de testamentos», un día se dio cuenta de que el muy rico Veleyo Bledo
estaba muy enfermo, además se enteró de que el enfermo quería hacer algunos cambios en
su testamento. Acudió inmediatamente para conseguir por lo menos algo... y en la
presencia del enfermo se dirige a los médicos y les pide, les suplica que prolonguen la vida
de su tan querido amigo a cualquier precio... Veleyo Bledo, conmovido por tanta lealtad,
cambió el testamento a favor de su amigo y seguidamente quedó sellado el testamento.

De repente Régulo cambió el tono y exhortó a los médicos: «¿Hasta cuándo vais a
atormentar a este desgraciado? ¿Por qué no proporcionáis la dulce muerte al que no podéis
conservar la vida?»

Plinius nos comenta que Bledo murió, pero parece que escuchó todas las fingidas
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exhortaciones de Régulo, pues no le dejó ni un as, ni un solo sestercio...

En Roma era costumbre falsificar las firmas, los testamentos, los pesos de las balanzas, las
aleaciones de las monedas, hasta la corona que algunos monarcas querían ofrecer a los
mismos dioses...

Conocemos el caso de Hieron en Siracusa que —para honrar a un dios muy especial suyo—
encargó a un orfebre que le preparara una corona de oro y para este fin le entregó 7 Kg de
oro puro.

El orfebre trajo la corona que había confeccionado, y Hieron estaba encantado por su
realmente excepcional arte... aunque le pareció que la corona era algo pálida Hieron
mencionó esta observación y el orfebre le dio su pronta respuesta: «Claro, señor, el oro se
hizo pálido por el temor que todo el mundo ande detrás de tan hermosa joya».

Sin embargo, la respuesta del orfebre no logró disipar la duda de Hieron, y éste —para
saber la verdad acerca de la pureza del oro— citó a Arquímedes a su palacio real y le
encargó buscar la causa de la demasiada palidez de esta corona de oro.

Arquímedes conocía los valores de los pesos específicos de los metales, muy especialmente
el del oro y de la plata (19,30 y 10,46); hundió la corona en un recipiente lleno de agua,
midió la cantidad de agua derramada (462 cm3) y en base a estos tres datos y conociendo
el peso de la corona, aprovechó la formula de un pitagórico, Apiarius Melittopoulos, para
verificar, si la corona era hecha con oro puro o no. Sospechando que era mezclado con
plata, hizo los siguientes cálculos:

Y = plata

Y=

Y = = 2267,83 gr plata

De esa manera quedó demostrada que la corona de oro de 7 Kg de peso tenía solamente
4732,17 gr de oro, pues el resto (2267,83 gr) era plata pura; el rey Hieron ha sido
estafado con una aleación adulterada de 32,40 % que correspondía a la plata.

Ignoramos qué fue lo que pasó luego con el orfebre, pero seguramente él también tuvo que
elegir entre los dos rollos que el dictador Hieron tenía en sus ambas manos durante un
juicio...

No sabemos si el orfebre era tan inteligente como Hermodoro... Éste, gracias a su


excepcional inteligencia, logró salvar su vida, no obstante que había sido condenado a la
segura muerte...

Hermodoro era un poeta que por medio de sus filosos epigramas censuraba en más de una
oportunidad la omnipotencia del rey Dionisio.

Dicese que Dionisio mandó a Hermodoro bajo acusaciones falsas al suplicio, pero antes —
fiel a las costumbres de Siracusa— con una fingida benevolencia el tirano le dio la alternativa
al condenado a elegir entre los dos rollos de pergamino que tenía en cada uno de sus
manos. En uno de estos dos rollos había sido escrita la funesta palabra «Thanatos» — la
Muerte.

Hermodoro sabía que esta vez en ambos rollos ha sido escrita la palabra «Thanatos» — la
muerte... Sin embargo tomó uno de los rollos de pergamino de las manos de Dionisio y lo
abrió. Lo miró un instante y arrojó con rostro alegre inmediatamente el rollo sobre las
llamas del altar de Hércules que estaba a su lado, exclamando con voz de júbilo: «¡Gané la
vida, mi emperador! Pues el pergamino con la palabra «muerte» quedó en tu mano, Señor».

Siracusa, esta ciudad de joya, quizás la más celebre de la Magna Grecia después de
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Krotona, en la que vivía Pitágoras, no era famosa ni por sus tiranos, ni por Hermodoro, sino
por uno de sus más celebres habitantes, cuyo nombre era como unos faros inapagables y
que todavía siguen iluminando hasta en nuestro presente: Arquímedes, cuyo talento logró
impedir la toma de la ciudad de Siracusa durante los tres años largos..., hasta que la
traición de un hispano, llamado Merico, facilitaba al general romano Marcelo la toma de la
ciudad y también el imperdonable asesinato de este genio de su siglo, Arquímedes.

La traición de este hispánico Merico logró apagar la antorcha de este genio que de balde
pregonaba «Dos moi, pou stoi, kai tén gén kinéso» —Dame un punto fijo, donde pueda
asentarme firme y moveré esta tierra.

En el año 212 a.Cr.n. Siracusa perdió en un mismo día dos joyas muy preciosas que luego
jamás pudo recuperar: su libertad y el genio de todos los tiempos, Arquímedes...La ciudad
fue entregada al saqueo —excepto las casas de los traidores—, cuya integridad le
aseguraban los centinelas romanos, puestos allí por orden de Marcelo.

Algunos autores antiguos sostienen que Marcelo tenía sumo interés de hallar vivo al ilustre
septuagenario y por esta razón encargó una tropa de sus soldados para que averiguara el
paradero del genio, ubicarlo y traerlo ante el general Marcelo. Sin embargo —en medio del
tumulto y el saqueo estrepitoso y cruento— dícese que Arquímedes fue sorprendido por un
soldado bruto mientras estaba trazando algunos círculos en la arena que le servía como
mesa de trabajo para sus ingeniosos cálculos, quizás acerca de los espirales...

Arquímedes, al ver que el legionario al entrar en su sala, pisoteaba sus figuras, le censuró
suavemente, diciendo: «Nolito turbare circulos meos» —Pero, mi hijo, no arruines mis
círculos.

El soldado —ofuscado por la censura del anciano y en su ira olvidando su misión, buscar al
sabio— sin averiguar siquiera el nombre del viejo, con un sólo golpe de su espada quitó la
vida del genio de su siglo.

Ciento treinta y siete años después, cuando M. Tullio Cícero era cuestor en Lilibea, en Sicilia,
halló y visitó la tumba de Arquímedes. En su obra acerca de «Cuestiones Tusculanas»
sostiene que él descubrió la tumba olvidada por los Siracusanos, una tumba perdida entre
las zarzas, malezas y matorrales. Después de haber recurrido a innumerables sepulcros,
cerca de la puerta de Agrigento, descubrió una pequeña columna que apenas se levantaba
entre los matorrales, en la cual estaba la figura de una esfera y el cilindro.

Dícese que sobre la tumba apareció también un epigrama, unas letras borradas de las
últimas palabras de un epitafio... texto que Cicerón lamentablemente no nos transmitió.

De esta manera fue descubierta la tumba de Arquímedes por el no menos famoso


Demóstenes romano, Ciceron en el año setenta y cinco antes del n.Cr.

La tumba de Arquímedes desapareció junto con la esfera, el cilindro y el epitafio por causa
de las injurias del rosario de los siglos, pero su nombre quedará sempiterno como el mundo
y su nombre sobrevivirá a todos los siglos, porque por la ciencia que dejó, logró vencer la
muerte y se hizo athanasio, un ser verdaderamente inmortal...

Regresando a nuestro tema —pasando por alto las traiciones, en que se destacaron no sólo
los griegos y españoles— cabe recordar que la peste de querer hacer falsificaciones cruzó
las fronteras, y Roma se contaminó con todos estos vicios... Falsificaron parentesco, si con
esto podían ser beneficiados económicamente... los plebeyos falsificaron rangos para
convertirse en patricios... pero también es cierto que el patricio Clodio quería ser plebeyo...

Los comerciantes falsificaron el peso de sus balanzas, otros las firmas y desde luego los
mismos testamentos. El finado desde el más allá ya no podía protestar, ni siquiera los
herederos legales, ¿por qué el falsamente beneficiado sabía cómo y cuándo tenía que untar

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las manos de unos deshonestos jueces?

El mundo romano durante estos siglos estaba hundido profundamente en el lodo de los
vicios... Los cohechos, los sobornos —por no decir la palabra coimas— todos dependían de
la cantidad del dinero, este dios visible que regía y sigue gobernando la vida hasta en
nuestro presente...

LA USURA
Una de las peores pestes que casi cotidianamente asolaba la población de Roma fue la
usura.

El usurero —con una cara bondadosa— se le acercaba al angustiado, ostentando un


profundo sentimiento de compasión y humanismo y le ofrecía al hombre —ahogado en sus
deudas— su servicio de salvación por medio de inmediatos préstamos... Se decoraba con el
título «khrestóteron» —acreedor— que al prestar su plata ya sabía que no podría
recuperarla, pero sí por medio de su usura, sacaba grandes provechos en la política,
imponiendo su voluntad a los angustiados deudores que eran en la mayoría plebeyos.

Mommsen nos dice que como en el fondo el sistema era puramente capitalista, no había en
el estado más que una inmoralidad creciente. La sociedad romana era carcomida de una
inmoralidad que le llegaba hasta la médula. La parte más sana de la nación sentía —sin duda
— el mal: los odios instintivos de la explotada multitud se sublevaban contra los
prestamistas, contra los usureros, castigados por una ley cuyas letras hace tiempo ya que
fueron muertas.

Catón sabía que el préstamo era un mal necesario, pero para él el usurero era peor que el
ladrón, hasta estaba convencido de que el usurero no era de ninguna manera mejor que un
vulgar asesino.

El estado, al intentar remediar este mal, resultó ser impotente, pues en vez de cambiar el
sistema económico desde su cimiento, se contentaba con poner la especulación solamente
bajo la vigilancia de la policía.

Bajo los elevados porcentajes de la usura sufrían no sólo los romanos, sino también los
pueblos del oriente. Ni los preceptos del Rebelde de Galilea que por medio de sus doctrinas
revolucionarias borró lo recomendado por Hesiodos, —devolver un poquito más de lo que
Tú recibiste— sino lo calificó lisa y llanamente pecadores a todos aquellos que pretendían
solamente recuperar lo prestado sin siquiera pensar en la tan odiada palabra «interés»...

Detrás de los usureros llegaba la pobreza con la desesperación. El hombre de las clases
bajas, al no poder ya soportar el hambre, comenzó a sumergirse en la corrupción y en la
holgazanería del proletariado pordiosero.

Hombres libres se vendían para ser esclavos y se vendían para las Escuelas de Gladiadores,
sólo para tener techo y comida, en realidad por muy poco tiempo, porque muy pronto
tuvieron que dejar su sangre en la arena, terminando con este trágico «circo» que se llama
también «la vida de un miserable».

Lo cierto es que «el oficio de gladiador estaba siempre en alza, cuando la libertad estaba en
baja».

Algunos infelices tenían más apuro todavía, pues se ofrecieron para una diversión macabra
y muy particular; se dejaron decapitar por cinco Minas con la condición que la suma
estipulada sea entregada después a los entristecidos pero hambrientos deudos. La vida era
cara pero también muy costosa, así que algunos tenían que morir para que otros puedan
vivir...

Acerca de esta peste económica se podrían escribir tomos y más tomos. Esta peste invadió
a Roma y en su mundo a todos, y en esto ni los dioses fueron una excepción, pues por
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medio de sus sacerdotes ejercieron este nada santo comercio, y como discípulos del
pasado, también en el presente siguen ejerciéndolo los Servi servorum Dei a la Napoli...

LOS MÉDICOS
Tampoco en Roma existió el bien sin el mal y entre tantos buenos que los antiguos autores
nos nombran, había también muchos que no respetaban nada ni nadie fuera de sus propios
intereses.

Así entre aquellos médicos hubo también numerosos a los que no podríamos considerar
como caballeros sino más bien como hombres cargados de vicios.

Algunos tomaron a mal que a ellos les quitaran un enfermo, sintiéndose sensiblemente
heridos, si el sucesor empleaba otros medicamentos.

¿Cómo se toleraron los médicos entre sí?

Nos lo dice Marcial: «El médico Baccara ha encomendado su órgano a un rival para que lo
cure. Estoy convencido que Baccara, el muy ingenuo, terminará castrado».

Fiel a las leyes etruscas, Roma tuvo diferentes tratamientos para libres y para esclavos.
Escribe Plinio a su dilecto amigo Máximo: «Mira, Máximo ¿cómo obran los médicos? Aunque
ante la enfermedad no hay diferencia entre libres y esclavos, sin embargo tratan a los
primeros con más benignidad y humanidad que a los segundos».

Las causas de este diferente tratamiento las sabrán los únicos competentes, los antiguos
médicos. Afortunadamente en nuestra cultura ya no existe este problema.

Dícese que no es raro encontrar incendiarios entre los mismos bomberos. Refiere Séneca
que en Roma había médicos que andaban buscando qué curar y para tener trabajo
aumentaron e hicieron sembrar las enfermedades a fin de granjear mayor prestigio
curándolas.

También hubo quienes olvidaron sus obligaciones para con la comunidad y se degradaron
como el médico Herodes —que según Marcial— robaba la tasa del mísero enfermo a quien
visitaba.

Se hizo famoso Rupilio, el médico de Opiánico que —comprado por la infiel mujer Sasia—
aseguró por medio de un veneno el viaje sin retorno para su patrono.

También existieron en Roma aquellos que con la mayor buena fe estaban convencidos de
que la mujer va al consultorio siempre con una doble intención.

El humilde e ingenuo marido confía en que su mujer se queja de que tal médico es muy
tosco y por eso no es competente para ella... Marcial compadece al pobre amaltífero y
públicamente denuncia la oscura trama:

»Carídemo ¿cómo es que tú no sabes que el médico de tu casa es amante de tu mujer?»

Pero Marcial denuncia también a las mujeres, las histéricas, las Ledas de los maridos viejos
que por medio de médicos buscan la salud perdida o la felicidad.

Atosa, esposa de Darío, el rey de los Persas, sufría de cáncer de pecho. Cuando sus
dolores fueron ya insoportables, hizo llamar al muy famoso médico griego Damócedes que
habitaba en la ciudad de Crotona en la Magna Grecia, llamada así en aquellos tiempos a la
parte sur de la península itálica, sembrada de colonias griegas.

Este médico, al revisar la dolencia de la reina Atosa, prometió curarla, pero con la condición
de que la reina cumpliera después un especial pedido suyo que desde luego no sería de
ninguna manera deshonesto.

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Demócedes, el médico de la ciudad de Crotona, tuvo amplio éxito, porque la reina Atosa se
sanó milagrosamente y ella, para cumplir lo prometido a su médico, entabló entonces una
conversación con su esposo Darío.

En un largo diálogo logró convencer a su esposo Darío de que sería peligroso dejar a un
poderoso ejército sin trabajo alguno, y para evitar semejante peligro, convendría dar un
golpe a Grecia. «Además», dijo Atosa, «hace tiempo ya tengo unas ganas de contar entre
mis siervas algunas muchachas de Atenas y otras de Esparta».

Darío aceptó las sugerencias de su esposa y encargó a una comisión que previamente
tendría que explorar la situación política de Grecia. Este grupo de inteligencia fue conducido
por el mismo médico Damócedes de Crotona, pues fue él quien solicitaba de la reina esta
guerra contra su propia Madre Patria, sin que hubiera revelado los motivos de su
resentimiento y su deseo de vengarse...

Darío, al recibir noticias alentadoras de Grecia, dio orden a su ejército de marchar y millones
de sus soldados regaron luego con su sangre la dividida y fratricida Grecia.

Sabrán Zeus y Hera por qué razones fue tan odiada por los emigrantes de la Madre Patria,
que se sintieron siempre superiores.

El acto de Demócedes era —sin duda alguna— una traición vergonzosa contra su raza y la
nación griega, pero el proverbio griego nos dice que no hay mal que por bien no venga,
pues estas sangrientas guerras con los persas enseñaron a los helenos que tanto los
habitantes de Atenas como los de Esparta son todos griegos...

El lector recordará las hazañas de algunos médicos malvados que ayudaron a Opiánico —en
vez de curar— mandaron a algunos que molestaban en sus planes, allí, desde donde no hay
un regreso...

La historia desconoce el nombre de este galeno que no obstante no logró esconderse en el


anonimato, pues su propia fechoría le aseguró la sobrevivencia de sus nefastos hechos,
porque la suegra de Opiánico, la matrona Dinea, era sólo de los tantos que por causa de
sus remedios fueron sorprendidos por el hombre de la guadaña...

Conocemos la carta de Brutus en la que intercede ante Cicerón por el médico de Pansa
Glycón que está en un apura, porque ha sido arrestado por el cuestor Torcuato por
sospechas de haber puesto veneno en las heridas de su amo.

Tampoco podemos olvidar a Clycon, que en vez de curar envenenaba las heridas, ni
tampoco al astuto médico griego de Agripina que con su pluma envenenada cumplía
órdenes de Agripina o quizás vengaba la muerte de la reina Messalina. ¿Quién sabe?

La historia del pasado con su velo negro cubre todavía muchos secretos, sólo el sempiterno
tiempo revelará quizás un día menos esperado todo, todo...

LA DECADENCIA DE LOS ABOGADOS


»Los abogados procuran decir
lo justo, pero no hacerlo.»
Diógenes Laercio, Dialog., 5.

M. Tullio Tirón en uno de sus manuscritos nos asegura que «no hay nadie, cuya conducta
no ofreciese en algún punto una detestable infamia: no hay nadie que no tuviese la
impudicia de vivir públicamente en el vicio y que no hubiese parecido más imprudente aun si
lo hubiere negado».

Si Tito, heredero del emperador Vespasiano podía vender la justicia de las causas que se
ventilaban ante el tribunal de su padre, no debe extrañarse entonces el cuadro sombrío que
nos pintan las vibrantes censuras de algunos autores de los decadentes tiempos del
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principado.

Séneca, el observador estoico de la primera mitad del siglo primero, habla de «millares de
litigantes que desde el amanecer corren al Foro para iniciar infames procesos con el auxilio
de abogados que son más infames aún.» Uno acusa los rigores paternales, otro pleitea
contra su propia madre. Éste se hace delator de un crimen, y aquel, elegido como juez,
condena los mismos delitos que él mismo acaba de cometer.

Simpatiza la multitud con la mala causa, merced a la elocuencia de un abogado-defensor. El


Foro es ocupado por una multitud, donde hay tantos vicios como gente aglomerada. No
hay paz en medio de aquellas togas, y por el mínimo interés cada uno está dispuesto a
sacrificar al otro.

A fines del Siglo de Oro, Marcial habla con elogios de un abogado, llamado Régulo, de quien
Plinio despectivamente dice que éste fue el «Nequissimus bipedum», el más detestable entre
todos los que andan con dos pies en este mundo.

Hombres muy viles, y aun más bestias letradas y abogados. Buitres de rapiña, vestidos
como jueces... y ahora todos los jueces venden sus sentencias por dinero...

En la nueva Roma el Forum (Foro) se ha convertido en un establo de cerdos y en donde si


el rey Numa resucitase y contemplara su ciudad, no encontraría vestigios de sus sabias
leyes.

Juvenal, en el siglo segundo, se dirige en su sátira cáustica a sus conciudadanos, diciendo:


«Si tú pretendes defender una causa dudosa no sin gran peligro, pregúntate quién eres, si
eres un orador elocuente o sólo un Mato o un Curio que eran unos charlatanes.

Nigrino, el tribuno del pueblo, dijo que los abogados vendían sus servicios, vendían su
prevaricación y traficaban con las causas...

La situación en el Foro durante el Principado no mejoró en nada; al contrario, y para brindar


al lector un cuadro bien claro, casi gráfico, reproduciremos aquí la penetrante y agria
censura del historiador más competente de los siglos restantes del principado y del bajo
imperio. Ammiano Marcelino, el griego nativo con espíritu romano, con palabras duras
censura lo que —durante el cuarto siglo— ocurría diariamente en el Foro, fustigando con
especial afán la Justicia del Imperio de Oriente, diciendo que «con razón definió Platón la
elocuencia de los oradores: Simulacro de una parte de la política, cuarta especie de la
adulación», y Epicuro la llamó: «Industria perversa», calificándola entre las partes
perjudiciales. Tisias y con él Georgias y Leoncio la llaman: «Obra de seducción»; todo lo cual
permite deducir que este arte era para los antiguos muy sospechoso.

La práctica de los abogados del oriente lo hicieron objeto de aversión para las personas
honradas, hasta el punto de establecerse limitación de tiempo para el ejercicio de la palabra.

Antes de continuar mi relato, diré brevemente que la larga permanencia en aquellas


comarcas me puso en condiciones de ver los excesos de esta clase de hombres.

Florecía en la antigüedad el Foro, cuando hombres, abogados de espontánea elocuencia y


poseedores de hermosas doctrinas, con pecho leal y sincero, desplegaban en él las riquezas
de la imaginación y de la palabra...

Entre los romanos se citan los nombres honrosos de Rutilio, Galba, Scauro, modelos de
pureza, desinterés y candor antiguos: y más adelante en el orden de los tiempos, los
nombres ilustrados por el consulado, por la censura, por el triunfo de Antonio, de Craso,
Scaevola, de los Filipos y otros muchos.

Los que llevaban estos nombres, después de hábiles y afortunadas campañas de victorias
ganadas, de trofeos recogidos querían servir también a la Patria en los más o menos

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gloriosos combates de la Tribuna, unir en sus frentes los laureles del Foro con los de las
batallas y conquistar con doble título la inmortalidad.

Después de éstos apareció Cicerón, el más excelente de todos, cuya triunfante palabra
arrancó a tantos inocentes de los peligros judiciales. «Se puede legítimamente», decía,
«negarse a defender a alguno: pero es un crimen defenderlo con negligencia».

Pero hoy los tribunales se encuentran infestados por una especie de rapaz y perniciosa
peste de las causas opulentas que parece dotada del olfato de los perros de Esparta o de
Creta, para seguir la pista de un proceso o descubrir dónde se esconde un litigio.

Entre esta gente aparecen en primer lugar esos propagadores de rencillas que se presentan
en todos los tribunales que desgastan con los pies los umbrales de las viudas y los
huérfanos y que del germen más pequeño de disensión entre parientes y amigos hacen
surgir un manojo de odios. La edad que enfría todas las pasiones, en éstos robustece y
fortifica sus instintos. Sin embargo, su vida de rapiñas los deja pobres, porque la
consumen en sorprender con argumentos caprichosos la buena fe de los jueces, esos
órganos de la justicia de la que toman su nombre. Su franqueza es falta de pudor: su
constancia, obstinación y su talento vana y hueca facundia. Cicerón reprobó con estas
palabras las celadas que tienden a la religión de los jueces, diciendo: «En una República no
hay nada que exija tanto respeto como la pureza de los sufragios, de los juicios, y no
comprendo que se considere delito la corrupción particular, mientras que por el contrario se
entienda como mérito la que se ejerce por medio del arte de la oratoria. En mi opinión la
seducción por la oratoria es más criminal que la que se realiza por los regalos. Ante el
hombre prudente fracasarán siempre los dones, la elocuencia puede triunfar».

Forman la segunda especie los profesores de esta ciencia, ahogada hace mucho tiempo en
un caos de leyes discordantes: gentes, cuya boca parece encadenada, que se muestran
silenciosos como su sombra, en tanto con gravedad estudiada en las respuestas,
pronunciándolas con la entonación de un horóscopo o de un oráculo de la Sibylla.. A éstos
todo se les paga, hasta los bostezos. Jurisconsultos profundos, a cada momento citan a
Trebacio, Caseelio, Alfeno, y hasta invocarán las leyes de los Auruncos y Sicanios,
enterradas con la madre de Evandro. Que se les presente uno, fingiendo que ha asesinado
a su propia madre: enseguida se comprometerán a encontrar veinte textos diferentes para
absolverlo: por supuesto, si saben que el parricida tiene el bolsillo repleto.

A la tercera clase pertenecen los abogados que para exihibirse en esta profesión turbulenta
han dedicado sus venales labios al ultraje de la verdad: frentes de bronce, desvergonzados
ladradores que se abren paso por todas partes y aprovechan las preocupaciones de los
jueces para embrollar los asuntos, eternizar los procesos, turbar la paz de las familias y
transformar los Tribunales, Santuarios de Derecho, cuando no se encuentra falseada su
institución, y oscuras trampas cuando se depravan antros de despojo de los que solamente
se sale después de muchos años, chupados hasta la médula.

En la cuarta y última clase está esa especie ignorante, insolente, desvergonzada, salida
demasiado pronto de la escuela que ocupa las calles, fomentando las farsas de los
charlatanes en vez de estudiar las causas, cansando las puertas de los ricos y siempre al
acecho de las buenas cocinas.

Si uno de éstos consigue algún dinero, la utilidad le despierta el gusto y el primero que cae
bajo su mano, a poco que le escuche, se ve abrumado con un proceso.

Si por casualidad, cosa que no es muy común, se encarga una causa a uno de éstos, en el
Tribunal y en el mismo momento del debate se cuida de conocer el nombre de su cliente y
en qué funda su derecho: y entonces comienzan los indigestos circunloquios y
nauseabundos flujos de palabras, pronunciadas con el lacrimoso tono de Tersites. Los
abogados de esta especie, a falta de pruebas, se lanzan a personalidades, y más de una

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vez la desenfrenada licencia de sus ataques contra los nombres más honrosos los ha
expuesto a sus pensiones y castigos personales.

Los hay tan poco instruidos que jamás leyeron un libro y que son capaces de tomar de una
reunión de personas doctas el nombre de un autor antiguo por el de un pescado o un plato
exótico. Si llega un extranjero que solamente conoce de nombre al orador Marciano, no hay
uno que no responda: «Yo soy Marciano». Ningún escrúpulo los detiene: consagrados a la
ganancia, son esclavos de la utilidad, no saben más que presentar la mano sin pudor, ni
descanso. Quien cae en sus redes queda envuelto de la cabeza a los pies. En primer lugar,
para ganar tiempo, vienen las enfermedades convencionales; después presentan siete
medios de un texto de una ley vulgar: expedientes que sólo sirven para prolongar el
asunto. Y cuando el empobrecido litigante ha visto pasar días, meses y años esperando que
se presente al fin la olvidada y antigua instancia, llegan entonces estos corifeos de los
Tribunales, escoltados por simulacros de colegas: aparecen delante de los jueces: ahora se
trata seriamente de salvar una fortuna o una vida: de liberar a la inocencia o al buen
derecho de la espada o la ruina.

Comiénzase por arrugar la frente y tomar actitudes teatrales: solamente falta el flautista de
Graco, colocado en segundo término; y todo esto solamente para recogerse. Después de
este obligado preludio el más seguro de sí mismo toma la palabra y pronuncia un exordio
suave que promete un rival a los célebres defensores de Cluentio y Ctesifonte; pero
después de haber excitado en los oyentes palpitante expectativa, el defensor concluye
diciendo que no han bastado tres años a los defensores para estudiar bien la causa, porque
se necesita nuevo e igualmente largo aplazamiento. Y después de esta lucha de Anteo
todos pugnan por solicitar el precio de tan ímprobo trabajo. A pesar de todo esto, no faltan
dificultades al abogado que quiere ejercer honradamente su profesión. En primer lugar, el
reparto de utilidad entre ellos es fuente de violentas discordias. La intemperancia del
lenguaje que se desencadena especialmente cuando carecen de razones, les suscita muchas
enemistades.

Muchas veces tienen que habérselas con jueces que han adquirido más títulos en la escuela
de Filistión o de Esopo que en la de Catón o de Arístides; que han comprado muy caro su
cargo y quieren indemnizarse sobre las fortunas particulares que discuten como ávidos
acreedores.

En fin, y no ésta la contrariedad más pequeña de la profesión; los litigantes, por regla
general, tienen la manía de creer que dependen de los abogados, de las vicisitudes de su
pleito, y los hacen responsables del resultado sin tener en cuenta la debilidad de su propio
derecho ni el error o la iniquidad de los jueces.

Por medio de estos concisos relatos ya nos podemos formar una opinión clara acerca de la
profundidad de las raíces que alimentaban la decadencia de los acólitos de la diosa Justicia.

Para completar el cuadro acerca de la grave acusación de Ammiano creemos conveniente


especificar aquí los delitos procesales del abogado romano durante el Principado y el Bajo
Imperio.

El delito más común era, lo que en nuestros Tribunales ya no existe, la prebenda que el
abogado recibe y reparte. Entre éstos, los más comunes eran:

Lo que el abogado ofrecía al juez deshonesto para «hacerlo más sumiso» a favor de la
causa. No faltaban, naturalmente, atrevidos que pagaban al juez para «olvidar» la
sentencia, o por medio de una buena prebenda los testigos cambiaban prestamente su
opinión, recordando de otra manera el hecho presenciado; los testigos a menudo sufrieron
en estos calamitosos tiempos la enfermedad de los Tribunales: la amnesia.

En Roma la palabra «sestercio» lo escribieron con letras mayúsculas y por ello era cosa muy

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común que él que para todos los oyentes era inocente al final del litigio salió condenado,
porque tenía menos recursos que el adversario. Por medio del dinero en Roma podíanse
«arreglar» las cosas, y esto lo demuestran claramente los fragmentos de Marciano que no
dejaremos de citar.

El delito más grave de un abogado era la deslealtad con su cliente. Los que «entregaron al
adversario la causa y de la parte del actor se pasaron a la del reo» fueron llamados
prevaricadores, de «varicare», lo que significa «apoyarse en una y en otra parte», aun si
este crimen, cometido por el abogado, no era propiamente llamado prevaricación, y por ello
el caso, si fuera cometido, no era ventilado en un juicio público, sino en una cognitio extra
ordinem, donde, como fiel expresión de la indudable influencia helénica, no demoraron en
aplicar la pena netamente isocrática, en cuanto castigaban las prevaricaciones de los
abogados con la misma pena a la que estarían sujetos los que siendo infractores de la ley
no hubieran sido absueltos en virtud de la prevaricación. Hasta la publicación del Rescripto
mencionado, en Roma era muy frecuente esa clase de delito y Plinius nos informa sobre
numerosos casos, entre los cuales había algunos abiertos y hasta públicamente tolerados.

Refiere Cristolao que llegaron a Atenas legados de Miletos en pro de su ciudad para implorar
socorros de los atenienses.

Para que defendiesen su causa ante el pueblo eligieron oradores que hicieron lo que podían.

Demóstenes combatía enérgicamente la petición de los Milesianos, poniendo bien manifiesto


la indignidad de ellos.

El asunto se aplazó para el día siguiente. Los legados de Miletos acercaron la casa de
Demóstenes y le rogaron que guardase silencio. Demóstenes les pidió dinero y éstos le
dieron todo lo que tenían.

Al día siguiente volvió a tratarse del asunto. Pero Demóstenes apareció con el cuello
envuelto en lana y declaraba que no podía hablar contra los Milesianos, porque padecía de
una angina.

Uno gritó en la multitud que no era una angina, sino argirancia... El mismo Demóstenes,
dice Cristolao, lejos de ocultarlo, se alardeó con ello más adelante. Preguntaba al actor
Aristodemo, cuánto ganaba por representar. «Un talento» le contestó. «Más he recibido yo
por callar» dijo Demóstenes...

Otra clase de delito que podía cometer el abogado contra los intereses de su cliente era el
de dilatar el litigio por medio de cavilaciones, llamadas por los griegos sorites, cuyo
contenido significaba que las cosas evidentemente verdaderas, por medio de pequeñas
mutaciones se transformaban en evidentemente falsas. Dilatando de esa manera el litigio
usque ad infinitum, al cliente por ende no le quedó mejor solución que seguir el buen
método recomendado por Marcial: «pagar a su acreedor librándose del litigio», pues la
situación en este sentido en Roma no era de ninguna manera mejor que en Ática, donde
«los grillos cantaban uno o dos meses, pero los atenienses ronroneaban toda su vida sobre
los procesos»...

Uno de los peores vicios que causaba más disgustos y controversias y hasta nuevos litigios
entre el cliente y su defensor, era la excesiva avidez del abogado.

El tumulto más grande se encontraba siempre alrededor del dinero que tanto y tantas veces
fatigaba los Foros..., y convirtió en enojosos litigios el amor de los matrimonios.

Dice Gellio que...»el abogado por deseo de lucro irrita las pasiones y agrava el litigio, y luego
por el dinero grita» hasta hacer salir los ojos de la cabeza, y en las Basílicas (Tribunales) se
sientan juntos los jueces para decidir: «De qué lado tiene más derechos la avaricia», porque
al finalizar el litigio «se abre la puerta para las rapiñas que diariamente se observan en el

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Foro junto con la odiosa connivencia de los abogados con los jueces..., vendiendo los
intereses de los pequeños a la ávida opresión de los abogados».

El abogado, para desagraviar a su mancillada conciencia, se justificaba demostrando que la


mayor parte tiene que ir a las manos del juez y él queda solamente con el resto, aun si éste
no era siempre la verdad, porque en la época de los Severos estaba muy en boga el refrán
de los abogados: «O polla klepsas óliga dous ékfeusetai» (»robar mucho y dar poco a los
jueces que se venden, es asegurar la impunidad.»)

Pocos eran los intachables y sabemos que ni siquiera un Cicerón desdeñaba aceptar un
préstamo de parte de un cliente suyo. Era ésta una acusación seria, pero el maestro de la
retórica se defendía con elegancia, por cuanto admitía el cargo, cambiando solamente los
motivos del hecho.

El emperador Valentiano exhortaba a los abogados que eviten la torpe ganancia, porque los
que se dejan arrastrar por el lucro y el dinero, serán contados entre los más viles como
abyectos y degenerados.

El abogado del Imperio estaba abrumado de litigios, porque su oficio nació de controversias
y la conducta durante su defensa más de una vez era a su vez causa de otros litigios; de allí
surgió la decadencia, fuente de costumbres, depravadas y delitos.

No deseamos acusar a nadie, porque estamos con Plinio que estaba convencido, de que
quien odia a los vicios prácticamente odia a sus prójimos, pues «fácil es inclinarse al bien,
pero difícil es obligar la voluntad para perseverar en la honradez y quedar leal con la
justicia», observa agudamente Polibio.

El que erraba sin que hubiera sido castigado tenía que sentir que el mayor suplicio se
encuentra más bien en el mismo crimen, y solamente a estos arrepentidos les estaba
reservado el dicho de Cicerón: «Olvido de dónde he caído, y solamente veo de dónde me he
levantado.» A éstos nadie les puede, ni los más severos, negar la absolución, pues de otra
manera «el perdón sería peor que el arrepentimiento».

Como resumen de lo expuesto nos cabe recitar todavía aquí las inscripciones que están
grabadas a ambos lados de la medalla que podría llevar el título: «La decadencia del
abogado romano».

A un lado está la acusación de Plutarco que sostiene que «...muy resbaladiza es la vida del
togado...»; la inscripción del otro lado es la defensa, una parábola de profundo contenido, y
repetimos, al par es la apología de un abogado que al resentirse por los términos
despectivos del Príncipe, tenía el deseo olímpico de repetir las palabras del pirata, por medio
de las cuales éste se dirigía a Alejandro Magno, cuando fue capturado:

»Señor, cuando yo hago mis piraterías con un pequeño bajel, me llaman ladrón. Y a Ti,
porque las haces con ejércitos grandes, Te llaman Rey».

Después de haber presentado la medalla con la objetividad de Tácito, nos resta todavía
decir que hemos tratado este tema solamente por la insistencia de Sófocles que nos
exhortaba: «No ocultar nada, porque el tiempo que lo ve y oye todo, todo lo revelará de un
momento a otro»...

Nuestras observaciones al tratar este tema no podían ejercer ninguna clase de crítica,
porque la sorprendente semejanza que tenemos con nuestros «padres» nos priva de la
competencia de criticarlos...

Más bien nos conviene, por lo menos esta vez, ser grandes y saber olvidar, porque nada
realza tanto la grandeza —dice el inmortal Píndaro— como el generoso perdón.

LOS JUECES

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El juez que falla, no falla,

pero si no falla, falla

No faltaron en Roma los que se desviaban del camino recto, a los cuales Cicerón llamaba
«Vesánicos» e increpaba preguntándoles: «¿Qué demencia tuerce vuestras mentes hasta
ahora tan firmes y rectas de su acostumbrado camino?

»Los desviados lamentablemente no eran muy pocos y en Roma, desde las postrimerías de
la casta República, nadie dudaba ya de que el dinero era omnipotente en los Tribunales, en
los que durante el proceso se cometían delitos más enormes que aquel que se perseguía, y
corría el rumor, de que se habían repartido muchos Denarios entre los jueces. La
negociación no fue tan secreta —dice Cicerón— como hubiera debido serlo, ni tan pública,
como convenía a la causa de la República que lo fuera.

Dicen que la prieta multitud de sobornos era simple y calificada. Los simples los cometieron
los pérfidos que —violentando todas las leyes divinas y humanas— vendieron sus
conciencias y su juramento, nos dice Aulo Gelio.

Apulejos sostiene: «...hombres muy viles y aun bestias letradas y abogados y aun más
digo buitres de rapiña, vestidos como jueces, si, ahora todos los jueces venden sus
sentencias por dinero».

A Prisco, el procónsul de Africa, acusábase nada menos de que haber vendido la


condenación y hasta la vida de inocentes. Comparecieron también algunos cómplices...

Vitellio Honorato (sin honor), pues éste había comprado por 300.000 sestercios el destierro
de un caballero romano y la muerte de siete amigos suyos y Flavio Marciano le pagó a este
nefasto juez 700.000 sestercios para imponer a este desdichado otro caballero romano que
le dieron primero diferentes tormentos, después se le enviaron a las minas (de plomo) y al
ver que todavía no había muerto, lo llevaban entonces a la cárcel y el verdugo allí lo
estrangulaba.

No hay cosa más indigna que ver sentado en el Senado un hombre corrupto, censurado por
el Senado mismo.

La causa del soborno era el irrefrenable vicio de los hombres por la «pecunia». No hay pues
cosa más deleitosa —dice Biante— que la ganancia. Al enamorado del dinero le llamaron en
Roma «avaro», palabra que según Publio Nigidio está compuesta de «av-aero», «av-ero»,
«av a ro», derivadas de avidus aeris, es decir ávido por el dinero. La avaricia —dice la
Novella— es la madre de todos los males y principalmente, cuando este vicio infecta a los
jueces en que se la puede considerar como principio y término de toda iniquidad.

Los jueces avaros, según Hesíodo, son devoradores de regalos y adúlteros del derecho que
absuelven a los reos... vendiéndoles su delito y condenan a los inocentes, haciéndoles
pagar por los delincuentes.

La opinión pública en Roma, si bien admitía con Polibio que «en el Foro siempre se perjudica
algún ciudadano», consideraba sin embargo que la santidad del Derecho no puede tolerar la
corrupción del juez por medio del dinero, y por ello estimaba, «que aceptar dinero por
juzgar es doble delito, cuyos merecidos frutos son también dobles en la pérdidas y
castigos».

Dobles son las pérdidas, porque el juez avaro, al aceptar un «beneficio», pierde la libertad y
con ésta irremediablemente la dignidad, dice acertadamente Isócrates.

También son dobles los castigos, porque el juez desviado, con seguridad será condenado.
Primero será castigado por su insobornable conciencia y luego por el Pueblo, cuyos
representantes que dieron al juez junto con la designación una misión de confianza, con

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razón se sentirán defraudados.

Roma, en todas sus épocas, defendióse con esmero y tino contra los sacrilegios en la
Justicia por cuanto hizo todo lo posible para eliminar preventivamente las posibles causas
de ellos, aplicando en caso de culpa y delito, desde las multas hasta las más severas y
«aterradoras» sanciones.

Con la prevención persiguieron tres fines a través de cinco medios, empleados en orden
ontológico.

Primero al tratar la designación mencionamos que el pretor juraba no inscribir en la lista de


los jueces, sino a los óptimos que merecieron recibir la misión de confianza. No podía ser
considerada persona «óptima», ni en Grecia ni en Roma, un elemento que fuera
manifiestamente «bausánico» o comerciante que quasi ex officio fuese adicto al dinero y a
los que no les faltaba la avidez, pero sí los escrúpulos; de manera tal que éstos difícilmente
podían figurar en la lista de los candidatos. En los casos contrarios existía todavía la
solución ciceroniana que pregonaba a voz en cuello que la única salvación para la República
era la facultad de poder recusar a los jueces.

El tercer medio de la prevención «para que los jueces abstengan sus manos de recibir
cantidades y demás obsequios», era el juramento de soborno, eficiente remedio y a la vez
«religioso» apoyo de la conciencia.

En la época imperial consideraron útil controlar los cambios del estado patrimonial de los
jueces durante su oficio, facilitando al mismo tiempo «gloria y victoria» para los
denunciantes de sobornos.

En especial resultaba un eficiente medio para la prevención la circunstancia de que el juez,


«al terminar su sagrado oficio, tenía que dar cuenta de sus actividades a Dios y al
emperador».

Todos estos medios y precauciones sirvieron para tres fines: los antiguos querían eliminar
de esta manera la posibilidad de perjurios, sobornos y sacrilegios, terminar con la opresión
de inocentes y con las injusticias y asegurar de esta forma que los jueces tengan siempre
las manos limpias.

Roma criticaba agriamente las costumbres de los egipcios. Basta recordar la carta del
emperador Adriano que envió a su cuñado, en que censuraba ásperamente a este pueblo.
Pero todas las medallas tienen su doble cara, y es una pena que los romanos no copiaron el
ejemplo de los jueces de los faraones.

Diodoro Sikulos nos comenta que en este país de los faraones cada caso y controversia fue
tratado ante el Colegio de los «Treinta Jueces», cuyo presidente llevaba sobre su talar una
cadena ancha con una medalla grande, símbolo de la justicia y la verdad.

Tanto los acusadores como los defensores podían presentar sus cosas exclusivamente por
escrito —Papyrus abundaba en entonces tiempos en Egipto. La causa presentada ha sido
revisada luego por el noble Colegio y el veredicto ha sido comunicado por medio de un acto
simbólico: el Presidente del Colegio, quitando de su cuello su cadena ancha, puso la medalla
de la Justicia sobre aquellos escritos que según la opinión de los demás jueces
representaba la pura verdad.

Establecieron los santos sacerdotes de Heliopolis en la ciudad —consagrada al Invencible


Dios Sol— que todos los juicios sean por escrito, porque los jueces no deben ser ni
convencidos por los bivalentes silogismos de los abogados y ni conmovidos por las lágrimas
y llantos de los participantes.

Las afamadas figuras en la ciudad de Tebas en Egipto, talladas todas del cedro, representan
precisamente este Sacro Colegio de los Magistrados egipcios: treinta jueces con el
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presidente en el medio, luciendo el gran collar de la Verdad. Lo que al espectador llama la


atención que ninguno de estos jueces que dirigen sus miradas sobre los escritos, tienen
manos ni orejas, pues todos son sordos.

Dice Diodoro que esta carencia corporal es precisamente el símbolo de la absoluta


imparcialidad que a estos jueces libraba de la malvada sospecha, según el cual «...el ladrón
de mucho puede ser absuelto por poco»...

Esta colección de figuras, el Colegio de Jueces, tallados todos del cedro, era una de las
magníficas obras del faraón Ossymandias. Sobre su estatua un visionario escribía —quien
sabe en que oportunidad— las tan significativas dos palabras latinas «Utinam viveres».
Ojalá que vivieras todavía.

Sepan los jueces que la pena por sus hechos será reclamada.

Dice Horacio que «la pena acompaña a la culpa pisándole los talones», y si no fuera así
«¿quién no roba sin peligro, viendo que todo se vende y se compra por dinero?

Las sanciones variaban según fueran aplicadas en caso de culpa o delito de un juez o de un
tercero.

Sin el deseo de profundizar en el aspecto penal de esta cuestión, nos limitaremos a citar
solamente los casos más característicos.

Una de las imputaciones que para el juez podía tener consecuencias de Judex qui litem
suam facit, fue precisamente la ignorancia, tachada además con una nota censoria.

Culpable era el juez que omitía cumplir con su deber y con los postulados de su autoridad
sobre jurisdicción y competencia y en consecuencia tenía que sufrir la aludida nota censoria,
pagar una multa de diez libras de oro además de la ipso facto pérdida del cíngulo y con éste
la dignidad.

Suetonio tachó de infamia a los jueces corrompidos; fue eliminado de la lista de jueces un
caballero romano que después de haber repudiado a su esposa por causa de adulterio, la
había recibido de nuevo. Lo condenó en virtud de la Lex Scantinia.

Consideraron los jurisconsultos como tentativa de soborno que una de las partes entrara
en la casa del juez que dirimía el litigio. Multaron a la parte correspondiente con cien libras
de oro a favor del Fisco y obligaron al juez a devolver el duplo de la suma prometida, si esta
circunstancia era confirmada en una denuncia por medio del juramento en espera de un
perdón, y completada con la «Gloria y Victoria».

En caso de delito consumado contra las obligaciones derivadas de la autoridad auto-kratica


del juez (imparcialidad), dijeron los antiguos que se damnat judex, se condena al juez
«opresor de inocentes y libertador de criminales» y será castigado con diferentes grados de
severidad, según que la causa en que cometió el delito fuera civil o criminal.

El juez sobornado en una causa civil tenía que devolver el triple de lo dado; perdía su
dignidad con el cíngulo y además en una acción privada respondía por la pérdida de la
reputación, daños y perjuicios, causados al inocente condenado. Pero también castigaron al
mismo tiempo con la definitiva pérdida de la acción «al que, por desconfianza de una
sentencia justa, hubiera puesto la esperanza del negocio en la corrupción por medio del
dinero».

Semejante caso en una causa criminal en la época de la República significaba para el juez
desviado del espíritu severo de la Ley Decemviral, una acción pública y capital con la
inevitable pena de muerte y confiscación de bienes. Solamente unos pocos podían escapar
con un destierro, para algunos peor que la misma muerte.

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Los propios romanos que estimaron absurdo que fuesen juzgados los pequeños hurtos,
precisamente por quienes los cometían mucho mayores, coincidieron con Séneca, cuando al
aplicar los castigos, los consideraron como un remedio e intentaron restablecer el orden
perturbado por el delito.

Con la severidad del castigo querían amedrentar a los que «con el menosprecio de las
leyes... pensaban que todo está expuesto a la venta» y con todo, desearon con Cicerón
«librar a los Tribunales del odio y vituperio»..., restableciendo así la autoridad de juez, la
Justicia y la Santidad del Derecho; querían pues no solamente que al honor de un juez no
llegase ni la sombra de culpa o delito, sino que fuese él mismo una especie de padre de los
litigantes, adornado del honor de Fabricio, de quien dijo Pirro que «es más fácil desviar el
sol de su curso que a Fabricio del camino recto del honor».

De todas maneras es muy difícil ser un buen juez. Quizás por ello uno dijo: «Yo en todos
los casos prefiero ser juez antes entre dos enemigos que entre dos amigos, pues ser juez
en un caso entre dos enemigos, uno de los dos será en el futuro mi amigo. Pero juzgando
entre dos amigos, uno será por causa de mi sentencia un enemigo seguro».

LA JUSTICIA
Para ser justo, es suficiente
con querer serlo
Plutarchos. Cato Minor. 44.

Dice Crysipo que tres caras tenía Themis, la diosa de la Justicia. Una cruel y ciega con ojos
vendados. Otra sin la faja negra, era benigna y equitativa. La tercera cara seria y enojada,
estaba oscura por la sombra de una espada que la diosa llevaba siempre entre sus manos.

Las tres caras prometían justicia: la ciega, sólo una a la «frentana»; la sonriente una
equitativa; y la irascible con la espada, se hizo famosa por su justicia Catoniana y Pisoniana.

En los anales de la antigua Roma, cada semblante de Themis tenía su propia historia.

En la ciudad de Frentano, pueblo vecino a Cliternia en la costa adriática, por razones de


seguridad, bajo pena capital era prohibido a los extranjeros, subir a las murallas durante la
noche.

Un ciudadano de Capua, en su viaje por razones de comercio, atrapado por el cansancio del
camino tan largo quedó a pernoctar en Frentana; pero durante la noche despierto por la
incesante orquesta de cigarras y por el sofocante calor, salió de su taberna, y subió a las
murallas en busca de calma y de alguna afable brisa que en la noche siempre solía soplar del
mar. Sempronio, el capuense, apenas llegó a la cima de los muros, observó que en los
alrededores estaban los Teanios de Apulia, intentado tomar de sorpresa, a la ciudad con
sus habitantes, sumergidos éstos en el profundo sueño de verano.

El peregrino capuense corrió entonces desesperado hacia abajo y con gritos estridentes
alarmó a la soñolienta ciudad.

Los frentanos, en los primeros momentos dominados por el pánico, muy pronto
enfrentaron con valor a los Teanios, y lograron rechazarlos.

Al día siguiente los Magistrados de la ciudad de Frentana al son de trompetas y clarinetes


dieron al huésped de Capua las gracias, otorgándole —por medio del sacrificio de cien
ovejas— la «ovación» correspondiente y también el título codiciado: Salvador de la Patria.
Sempronio el capuense, sin embargo no gozó durante mucho tiempo de su fama y título,
porque ya en el día que siguió a la gran fiesta, los mismos Magistrados procesaron al
huésped, y aplicaron contra él las sanciones de la Ley que bajo pena capital prohibía a los
extranjeros subir durante la noche a las murallas. Como final del proceso, al comerciante
capuense Salvador del Pueblo, con el vitoreo del mismo pueblo, le cortaron la cabeza. Los

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magistrados de Frentana, ni se dieron cuenta que la actitud de ellos constituía una cruel
afrenta, un «Summum Jus» y, precisamente por ello una «summa injuria», un acto de
justicia sin misericordia porque estaba ciega... como la justicia sin venda observa con ojos
bien abiertos la balanza, y juzga equitativamente, nos refiera Valerio Máximo.

Dice que cuando Dolabella era procónsul en Cilicia, presentaron ante su tribunal una mujer
que envenenó a su marido. Ella no lo negaba pero sostenía que su acto era justo, pues su
marido a su vez dio muerte a su hijo que ella tuvo de su primer matrimonio.

El Consejo de Dolabella estaba confundido y no se animaba a juzgar un asunto tan


delicado. Por ello, el precónsul optó por remitir el caso al afamado tribunal de Atenas.

Los Areopagitas, escuchando atentamente la causa, consideraron que sería injusto dejar
impune un asesinato, pero también castigar a una culpable digna de perdón. Por todo ello
resolvieron prorrogar el juicio y decretaron que la acusada fuera citada para oír la sentencia
cien años después...

Acerca de la tercera e irascible cara de la Justicia con espada, nos refiere Frontino que M.
Catón, en su carácter de jefe de la flota romana, en una oportunidad, próxima a dejar una
playa enemiga, donde se había detenido unos cuantos días, había dado tres veces la señal
de partida y luego había levado anclas.

Un marinero atrasado llegó a la orilla suplicando con gritos y ademanes que lo recogieran.
Catón mandó a volver a la flota e hizo levantar al soldado, pero ordenó luego su suplicio.
Prefirió que el soldado sirviera de ejemplo al ejército y no de víctima a los enemigos.

Iracunda es la justicia que está ceñida con arma; pero, para demostrar que un iracundo no
puede ser justo, citaremos aquí el afamado caso del autoritario y siempre colérico general
romano, Pisón.

Refiere Séneca que éste, en un momento de ira, había ordenado que llevaran al suplicio a un
soldado que había vuelto del forrajeo sin su compañero. Lo acusaba de haber dado muerte
a su compañero, al que no podía presentar. El soldado desesperadamente le suplicó que le
concediese algún tiempo para buscarlo, pero Pisón, el general se lo negó. Llevaron entonces
al infeliz soldado fuera del campamento y, tendía ya su cuello para la espada del verdugo,
cuando repentinamente apareció el otro, a quien suponían muerto.

El Centurión, encargado del suplicio, suspendió entonces la ejecución y llevó al condenado al


general, para demostrar al juez su inocencia, y devolver al inocente la vida.

Inmensa multitud de soldados seguían a los dos compañeros que marchaban abrazados y
alegremente hacia el toldo del general.

Pisón se lanzó furioso a su tribunal y mandó a llevarlos al suplicio, esta vez, a los tres. Al
que no había matado, al compañero que no había sido muerto, y al centurión que
escuchando la voz de la razón y de su conciencia, no había ejecutado la pena.

Decidido quedó que perecieran tres hombres, a causa de la inocencia de uno de ellos.

A ti —dijo Pisón— te mando a la muerte, porque has sido condenado.

A ti, porque has sido la causa de la condena de tu compañero.

Y a ti, Centurión, te mando a la muerte, porque habiendo recibido orden de matar, no has
obedecido a tu general.

De esta manera imaginó Piso tres delitos, porque no encontró ninguno, entre los tres
inocentes, observa acertadamente Séneca.

Tres caras tenía Themis, la diosa de la Justicia en la antigua Roma. Una cruel y ciega que

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privada de vista, no podía ser libre, sino esclava de la letra, como era la justicia frentana.

La otra cara, con gesto abierto, contemplaba las cosas con ojos de águila, y sus sentencias,
con sonrisas y miradas de soslayo, acompañaban el espíritu de la Ley, como era la de los
Areopagitas.

La tercer cara era la rigurosa Catoniana, y la irascible Justicia Pisóniana, justicia pisoteada,
típicamente inhumana.

Todos los semblantes de Themis nos demuestran claramente que en el templo sagrado de
la Justicia Romana también se cometieron más de una vez sacrilegios; quizás por ello
escribieron los romanos sobre la puerta de un templo el afamado dicho socrático: «Kakion
einai to adikein tou Adikeisthai» Peor es cometer la injusticia que soportarla.

Existía también en Roma la Justa Injusticia. Era siempre un acto realizado por los
Magistrados, cuya finalidad consistía en aclarar la pura verdad, y a la par, dar a cada uno lo
suyo, ni menos ni más.

En aras del interés particular en la antigua Roma, perdonábase al que antes de la sentencia
por medio de prebendas corrompía a su acusador, pues se estimaba que debían ser
dispensados los que de esa manera tan injusta querían encontrar su propia injusticia,
porque quizás esa era la única manera de salvar la vida.

A su vez, en nombre de la Utilidad Pública, escrita en Roma siempre con mayúscula,


cometieron muchas injusticias, las cuales en sus efectos más de una vez resultaron ser
sumamente justas.

Cuando el prefecto de Roma fue asesinado por uno de sus esclavos, Nerón el emperador,
en base a una antigua ley de seguridad, hizo ejecutar la totalidad de los cuatrocientos
esclavos de la víctima y, si no agregó a éstos también sus libertos, fue porque según
Tácito: «No quería alterar por la crueldad aquella antigua costumbre que no podía
reemplazar con la misericordia».

Durante la milenaria historia de Roma, los Tribunos militares más de una vez se sintieron
obligados a diezmar las filas del ejército, sin tener por ello ni siquiera el mínimo conflicto con
la conciencia, consideraron pues los romanos con Polibio que «si la multitud de los
inculpados hace imposible el castigo», entonces por la culpa de todos, tienen que sufrir por
lo menos algunos, además que «todo gran ejemplo tiene en sí algo de injusticia, pero la
injusta desgracia de pocos —dice Tácito— servirá con seguridad al justo interés público de
todos».

La injusticia que virtualmente nace de un acto que con fines aclaratorios manda realizar el
Magistrado, los antiguos la recordaban con el nombre de la «Justicia Claudiana». Era éste
un sistema que más de una vez repetíase ante los tribunales también de otros Príncipes;
justicia como la Salomónica, parece que era reservada solamente a los más altos jueces. En
el Foro, ante el tribunal del emperador Claudio, en una oportunidad una distinguida señora
romana por cuestiones personales y de herencia se negaba rotundamente a reconocer que
el apuesto joven que tenía al frente, fuera su hijo. El emperador, al ver que las pruebas
resultaron dudosas, decidió cometer entonces una justa injusticia, en cuanto mandó que la
mujer, acto seguido se casase con el joven. Más, ella se arrodilló entonces ante el
emperador, y confesando entre lágrimas la verdad, le suplicó al Príncipe que no la obligara a
casarse con su propio hijo.

En forma semejante actuaba el emperador Galba, ante cuyo tribunal se presentaron dos
ciudadanos, disputándose la propiedad de un buey de carga. Las pruebas eran dudosas por
ambas partes, y los testigos, como siempre, sospechosos. La cuestión parecía naufragar en
un mar de mentiras. Galba, en vista de ello decidió entonces que se llevase el animal con la
cabeza cubierta a la laguna donde acostumbraba a beber. Una vez allí, lo dejaron libre y
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ganó el complejo litigio aquel, a quien el buey se dirigió espontáneamente.

Sila, el verdugo de Pueblo romano, por medio de un decreto prometió la libertad a todos los
esclavos que se prestasen a denunciar el paradero de sus amos proscriptos. No faltó uno
que denunciase a su señor inmediatamente, y Sila cumplió su promesa, porque decretó la
libertad (manumisión) del esclavo, pero, para dar también a cada uno lo suyo, ordenó que el
infiel siervo ya liberto, fuera precipitado desde la Roca Tarpeya, pena que establecía una
antigua ley. El acto de Sila, sin duda, era una injusticia justa.

Todas estas Justicias injustas y Justas Injusticias las ejercieron los antiguos romanos con la
audacia de la conciencia pura y con la indulgencia catoniana que advertía a sus
conciudadanos que «para ser justo, sin preocuparse mucho, es suficiente con querer
serlo».

En Roma realmente no era fácil hallar la justicia... Perdidos en las intrincadas redes de la
dialéctica sofística griega no todos lograron salir de las trampas que les preparaban las
«anti-strephontai» griegas, y para aclarar el significado de esto, más vale dar al lector un
ingenioso ejemplo.

Se dice que Protágoras, el célebre maestro de los sofistas, le enseñaba a un joven


muchacho, Evathlos, la elocuencia. Acerca de los honorarios este último —ya que era pobre
— se comprometió a pagarlos sin falta, en el momento en que ganara su primer pleito.

Evathlos se hizo muy facundo, sin haber actuado como abogado, y parece que olvidó
completamente la deuda que tenía con su maestro.

Protágoras esperaba y esperaba, pero un día se cansó y demandó al ingrato alumno para
cobrar los honorarios.

Presentes ambos ante los jueces, Protágoras se dirigió a Evathlos: «si tú demuestras que
no tienes deuda conmigo, ganarás tu primer pleito y según nuestro convenio me pagarás lo
prometido, pero... si no puedes demostrarlo, en este caso —querido amigo— te
condenarán los jueces, para que me pagues lo adeudado».

Evathlo, sin embargo no se dejó impresionar por el dilema de su impaciente maestro y con
sonrisa picaresca devolvió el argumento genérico diciendo: «si los jueces me absuelven,
sería injusto pagar ya que reconocen que no soy tu deudor, pero si me condenan perderé
mi primer pleito, y sería una injusticia pagarte, porque sería contrario a nuestro convenio».

En vista de todo ello, recordamos una sentencia de Ennio que con su clásica oscuridad,
condena en forma elegante los antistrephontai diciendo: «el que medita ingenioso engaño
se engaña al decir que engaña a aquel a quien se propone engañar, porque si se comprende
que nos hemos engañado al querer engañar, el engañador es quien se engaña, si no, lo es
el otro».

EPÍLOGO

Píndaro, el poeta griego, nos advertía que es peligroso fatigar a los lectores. Por ello, para
cumplir fielmente con su exhortación —en esa parte ahora ya concluida— hemos decidido
dar solamente unas breves reseñas, unos mosaicos policromáticos acerca de un rosario de
pecados y delitos que nuestros antepasados cometieron casi diariamente en la antigua
Roma.

Evidentemente no hemos podido tratar con lujos de detalle, como nuestros antecesores
falsificaron los testamentos, como estafaron y hasta envenenaron a sus prójimos,
precisamente para evitar una contaminación que pudiera sufrir nuestro no tan santo
Presente...

Horacio nos dice que la noche empuja al día... y el día nos urge seguir con nuestro relato.

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Cumpliendo fielmente con nuestra meta, a continuación —en esta segunda parte de nuestra
obra bajo el título de «Roma Perversa»— intentaremos demostrar que la antigua Roma a la
vez era también lamentablemente perversa...

Nuestro comentario acerca de este tan espinoso tema lo haremos con la objetividad
ciceroniana sin cubrir con el silencio, lo que quizás de vez en cuando quisiera quedar
olvidado y oculto. No podemos pasar nada por alto, porque el tiempo que ve todo, un día
—quisiéramos o no— revelará todo a todos...

ROMA PERVERSA
PRÓLOGO
Todos nosotros, Tú y Yo, nacimos de un querer sin querer. Nadie, absolutamente nadie nos
ha preguntado, cuándo, dónde y cómo quisiéramos pisar los primeros pasos sobre un
corto puente que une unas dos Eternidades, a un antes y un después... Puente que se
llama Vida.

Y este nacer y desaparecer se repite inexorablemente rosarios de siglos antes exactamente


como hoy en nuestro presente.

Llegamos a esta vida con un cuerpo que nosotros no hemos elegido, con un alma que nos
han impuesto, fuente de virtudes, pero también una policromática serie de pecados que ya
hemos intentado presentar al lector anteriormente bajo el nada decoroso título «Roma
corrupta».

Llegamos a esta vida con una deficiencia casi imperdonable. Apenas dura, pues el puente es
demasiado angosto, pero lo que es peor todavía, es muy muy corto... y para asegurar la
sobrevivencia, la naturaleza nos implantó los hermanos mellizos, el Amor y la Muerte.

Ambos están inexorablemente en servicio del hombre, pues lo que el amor produce, lo
cosecha luego con su guadaña filosa el hermano del amor, la muerte...

Ninguno de estos hermanos puede existir sin el otro, pues si muriera el amor, al no existir
más vida que cosechar con la guadaña, moriría tambien la misma muerte...

El amor es quien nos permite sobrevivir en nuestra descendencia, y cuando llegamos al fin
del puente detrás de la primavera, ya nos esperan los vientos del otoño, en que caen las
hojas, abrazándose de nuevo con la Madre Tierra...

Lo que es realmente triste que ni siquiera el amor, este tan sublime valor en la vida humana,
puede conservar su cristalina pureza, y se mancha con los pecados humanos, demasiado
humanos que le persiguen al hombre, pisándole los talones.

Los pecados, los vicios que nos persiguen como la sombra, son los hermanos mellizos del
Tiempo. Por ello se hacen sempiterno y nunca mueren. Son invariables como fueron un
rosario de siglos antes... Y precisamente es ahora nuestra tarea presentar la lacra, el
libertinaje del Pasado, para que el Presente tenga la oportunidad darse cuenta de que no
somos mejores de lo que fue el Pasado.

Para que el lector sepa por qué razón hemos elegido para esta segunda parte de nuestra
obra el título:

Como un digno prolegómeno, seguidamente citaremos algunos párrafos de unos insignes


autores antiguos...

Suetonio nos comenta que después del amor y el gusto llega el disgusto brazo del brazo
con el odio.

El emperador Nerón, cuyas hazañas pregona para todos la insobornable Historia, tenía
como esposa a la pobre Octavia. Diversas veces quiso estrangularla. Al fin la hizo desterrar

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y para que no se sintiera sola la pobre, mandó detrás de ella algunos verdugos, so pretexto
de una impudente y falsa acusación de un adulterio... Doce días después de la muerte de
Octavia se enamoró perdidamente de la mujer de un Rufio Crispino que se llamaba Popea
Sabina. Pero a penas pasaron la luna de miel, su amor —trocado en odio— no le impidió
tratar a su mujer con puntapiés... Ella no vivió mucho tiempo...

Una oda de Horacio nos comenta que en sus «...épocas —fecundas en crímenes—
mancillaron primero los matrimonios y de este manantial nació luego un río que se ha
desbordado y llevó delante, lo que antes era santo..., «porque ahora en nuestro siglo la
virgen demasiado precoz ya aprende con alegría las desvergonzadas danzas jónicas, y
acostumbrada a las malas artes ya desde su tierna infancia se apresta a impuros amores».

Más tarde —una vez ya casada— en la misma mesa, en que bebe su marido, nuevos
amantes, más jóvenes que su marido algo envejecido, y no elige ella el hombre, sino
simplemente requerida, se levanta abiertamente delante de su marido cómplice, al ser
llamada por un negociante o por el patrón de una nave ibérica, lo importante que pague a
buen precio su deshonor...

La generación de nuestros padres peor que la de nuestros abuelos ha hecho nacer hijos
peores aun en nosotros, y nosotros mismos daremos una descendencia todavía peor...»

Aun sorprendidos por semejante profecía horaciana, nos respiramos algo aliviado, porque
nos damos cuenta de que no somos peores que fueron nuestros antepasados, y ahora es
nuestra obligación presentar al Presente los vicios del Pasado...

INTRODUCCIÓN
Tempora quae multas res innovant
Dionisio V.74

El ya todopoderoso Imperio de los Príncipes y Augustos Señores abrieron las puertas para
los más policromáticos razas y pueblos. El imperio, en su interior parecía como un crisol de
pueblos costumbres y leyes más abigarrados; y los de afuera, fueron peores todavía; pues
golpearon las puertas en los límites, exigiendo la entrada...

Ya hemos mencionado anteriormente que el romano por excelencia era ecléctico, tomando
de todos los pueblos vecinos, estrictamente todo lo que a ellos parecía útil, bueno y a la vez
justo y honesto. Precisamente, gracias a su capacidad selectiva podían salvarse de la
tentación, de aceptar costumbres y normas que hubieran podido luego contaminar y
enfermar al Estado insalvablemente.

Para que el lector estudioso tenga la oportunidad de ver que en estos tiempos lejanos
existía una amplia gama de variedad en lo referente a la Kosmovisión y conducta del hombre
que solo se diferenciaba de los demás por medio de su ambiente, raza y lengua, no
obstante que estaban todos bajo el cielo del Señor, preferimos brindar una muestra acerca
del nacimiento, la moral y la muerte y también acerca de los costumbres, guía rectora de
todos los pueblos...

La alegría sincera estalla en una familia en Roma, cuando nace un hijo..., pero en Tracia la
gente lloraba desesperadamente, cuando aparece un ser más, nació solo para sufrir. Para
este pueblo no había cosa más grata que la Muerte, y con banquetes fastuosos celebraron
entre hilaridad y sonrisas, cuando un ser querido al fin por medio de una piadosa muerte
logró esquivar las miserias de la vida: y si el muerto era un feliz marido, sin vacilar mucho
degollaron a su mujer más querida, para que tenga su dulce compañía...

Algunos enterraron a sus muertos para que no los viera el Sol. Los egipcios no dejaron
escapar el alma, la encerraron en el cuerpo momificado. En Etiopía ahorraron los tantos
gastos y trabajos, y los cadáveres tiraron al río..., en Hyrcania los muertos servían como
banquete para perros, los trogloditas pisotearon la cabeza de sus muertos, tapando luego
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con piedras grandes; los hindúes encargaron con el funeral a los cuervos y los persas los
empalaban con nitratos, mientras los nabateanos en Arabia Felix en la península de Sinaí
enterraron a sus muertos, siempre al lado del coral, lugar cubierto con el estiércol de sus
animales. Algunos otros pueblos como los hindúes Calatias y Padeos, también los Esquítas
Massagetas fueron más prácticos. Estos pueblos tenían la costumbre que cuando sus
padres y demás parientes han llegado a la edad de sesenta años, o si sufrieron la desgracia
de una enfermedad, los liberaron de semejantes males, pues el ser más querido de ellos
tenía el privilegio de degollarlos y luego en un banquete «comerlos» pues no los enterraron,
sino sus cuerpos fueron picados en pequeños trozos y mezclados con carne picada de
ovejas, desaparecieron en una comida pública.

Hemos dicho que Roma, auxiliada por su capacidad selectiva, rechazaba categóricamente
algunas costumbres, cuya aceptación hubiera significado para el estado una contaminación
grave con el peligro concomitante de caer en el abismo de la incultura.

Sin embargo, en cuestiones de moral no logró demostrar una resistencia inflexible, pues las
raras formas y conceptos acerca de la moral de sus vecinos lograron trepar los muros de
Roma.

Conocían los romanos el control sangriento y primitiva de la virginidad del pueblo fenicio en
Tunezia, la más benigna pero eficiente, realizada por una serpiente en una Caverna en
Lavinia y también tuvieron la oportunidad de conocer bien cerca la libertad, o libertinaje de
las doncellas entre los Tracios, y el amor libre de las mujeres en Libia; peores fueron las
mujeres en Lidia, pues vendieron caro, lo que no tenían; el honor. Ganaron su dote con la
prostitución voluntaria, y siempre hallaban luego un hombre —que tentado por el dinero—
sabía olvidar perdonar y tapar sus oídos y ojos...

Cabe agregar todavía que los parientes más cercanos de estos lidios fueron los vecinos y
maestros de los romanos; los etruscos.

En estos tiempos antiguos, a donde uno levantaba la vista, tropezaba con lo mismo...el
sexo en la antigüedad —igual que hoy— resultó ser muy cosmopolita. Pasaba las fronteras
sin pasaporte, sin visa alguna...Las concubinas, las Pallakes en Egipto le dieron el ejemplo a
las de Babilonia, y estas no demoraron a contaminar las fenicias... Sus parientes en
Cartago, para legalizar el comercio infame de sus cuerpos, la vendieron al mejor postor en
el Templo de la diosa Melitta y Venus, y el hecho que estas «lobas» luego se casaron,
naturalmente cambió la situación, pero de mal en peor, porque entre los nasamones en
Libia y también entre los pueblos de las Islas Baleares, la primera noche era reservada para
los amigos del joven marido, y para los demás «convidados». Poca consolación podía ser
para el infeliz novio que estos «amigos» tan principescamente «obsequiados», al casarse
tuvieron que correr la misma suerte. El desmoral, ni siquiera con este tragicómico ultraje del
pudor y honor terminó su alocada carrera. Muy por el contrario, el Matrimonio, en vez de
despertar la virtud rara de la lealtad y el adormecido pudor, abrió la puerta ancha para los
más depravados vicios, legalizando el deshonor por medio de las llamadas «Comunidad de
las mujeres».

Entre los persas casarse con la madre era lo más natural, pero para un romano semejante
acto constituía un abominable incesto, no obstante de su política flexible respetaba cultos y
costumbres de sus lejanos súbditos, y de esa manera la situación incestuosa en Egipto
consideraba como una institución nacional, por ello intocable.

Semejantes aberraciones morales durante unos siglos resistían los toscos pero firmes
muros de la regida y sobria disciplina romana. Solamente «unos siglos», porque cuando
Roma fue invadida ya por tercera vez por la arrolladora influencia cultural helénica, ya nadie
se atrevía a querer refutar a un Plató que pregonaba palam et publice que la mujer es para
la comunidad.

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Semejantes antecedentes nos aclaran ahora cuáles fueron las causas más remotas de las
agrias críticas de un Horacio, de un Cicerón que citando los Anales de Lucio Pisón, expresa
su crítica en una forma realmente peculiar. A los Censores citados los secundan en esto no
solo el comediógrafo Plauto, sino también M. Valerio Marcial que por medio de sus mordaces
epigramas sin el mínimo titubeo, cuelga las ropas sucias de la ya corrompida Roma imperial,
donde pululaban las Adelfasias de Plauto, las Galittas de Plinio, y las desvergonzadas
Marulas de Marcial; y los maridos de Séneca que aprovecharon las mujeres de sus prójimos,
y entregaron las suyas a otros y horrible dictu, quizás lo mejor sería olvidar que este mismo
insigne filósofo, y moralista Séneca —según los informes de su no muy amigo Tácito—
corrompía la moral de tantas mujeres en la corte imperial; parece que ni él podía sustraerse
de la influencia de su compañero, pero no amigo Petronio, autor del afamado Satirikon.
Quien pudiera —después de todos estos antecedentes— escandalizarse de que las damas
de la alta sociedad romana, primero cambiaron a sus maridos con la misma frecuencia que el
pueblo romano a sus ya cansados cónsules, luego estas mismas finas damas contaron sus
años, según el número de sus divorcios.

La castidad, ese «adorno de Séneca», en las personas más elevadas se transformó solo en
un barniz, conque el pintor suele embellecer los rasgos duros de sus figuras.

La generación de nuestros padres es peor que la de nuestros abuelos, y ahora tenemos


hijos que son peores que nosotros. ¿Quién pudiera hoy refutar la amarga acusación de
Horacio? Ni podemos negar que lo que ocurrió siglos antes, hoy es también una triste
realidad. La cizaña crece con el trigo..., y la rueda de la historia se va arriba para bajar
luego...

Entre los Rhodios, el hijo heredero jamás podía liberarse de su obligación moral; le gustara
o no, tenía que pagar las deudas de su progenitor fallecido; mientras tanto en Roma, el
heredero suyo —auxiliado por su jus abstinendi— podía conservar la integridad de su
patrimonio y honor, sin que por ello, hubiera sido tachado de infamia, al no encargarse con
las pasivas de su padre finado.

Hesiodos recomendaba a sus conciudadanos devolver el préstamo, y si era posible, un poco


más, solamente con la finalidad de que el prestamista tenga la buena voluntad —en
cualquier otra oportunidad— ofrecer a un buen deudor un prestamito más.

El romano en esta cuestión resultó ser ya más práctico, pues ese «poquito más de
Hesiodos» le llamaba interés, y el porcentaje lo determinaba según los postulados de su
Economía Política. Los galos en este sentido parecían vivir en la Luna, porque dieron
préstamos, reembolsables en el más allá, porque estaban convencidos que el hombre es
realmente inmortal.

Ciertamente los dioses nunca fueron mejores que aquellos que los crearon, los Pontífices,
Zeus se destacó por sus adulterios, y seguir la conducta del rey de los dioses, para muchos
era un acto religioso de lealtad... Hermes, el Dios, era un vulgar ladrón, por ello, en Esparta
el hurto no era un delito; Castigaron solo aquel que por ser torpe, podía ser atrapado en
semejante acto.

Frecuentemente ocurre que aquellos que obtienen la libertad, la trasforman pronto en


libertinaje, lo que a su vez se califica como causa natural de una serie de desviaciones y
decadencias en el ámbito económico-político-moral que a su vez engendró nuevos
desplazamientos culturales jurídicos-políticos sociales hacia un polo que esta vez resultó ser
el poderoso y místico oriente...

Con la repentina y artificial igualación de los siempre divergentes estratos y clases sociales
comenzó lentamente, pero sin detenerse una progresiva desintegración, de la antes tan
férrea disciplina que se basaba en la tradición y precisamente en la interdependencia y en la
diferencia de las clases.

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En el plano económico se inició un abandono masivo del culto del campo, con la
consecuente afluencia a grandes centros urbanos; esta circunstancia al par, trajo consigo,
cumpliendo la ley de árbol de Porphirio, la progresiva pauperización de las masas, escasez
del dinero, caída de producción que a su vez resultó ser causa de problemas muy serios de
abastecimiento...comenzaron los revuelos de hambre, en cuyas aguas turbias pescaron sus
víctimas los especuladores en los mercados negros, y desde luego no podía faltar los
siempre presentes usureros.

El excesivo hacinamiento junto con la miseria procreó una ya peligrosa decadencia moral
que amenazaba muy seriamente las virtudes de la antigua tradición y hasta el patriotismo y
el valor militar, y todo esto ocurrió en una medida tan grave que en Roma, para poder llenar
el vacío moral en sus filas, nolens volens, tenía que recurrir a la progresiva «barbarización»
de sus antes tan poderoso y exclusivamente nacional ejército. Este acto tan equivocado de
los emperadores, más adelante acentuado todavía por algunos principales de origen
oriental, engendraron a uno de los más poderosos factores del proceso que nosotros lo
calificamos como la primera etapa de una progresiva orientalización del antes tan occidental
mundo romano.

La lenta, pero ya irrefrenable desviación hacia oriente prácticamente se inició en el mismo


Occidente, cuando la antes tan sólida Cultura Grecorromana, después de su progresiva
saturación con elementos de la cultura germánica y celta comenzó a debilitarse de tal
manera que ya no podía, ni tenía la suficiente fuerza para resistir la progresiva
orientalización de las grandes masas populares, que si bien vivían en un ambiente en que ya
se sentaba sus reales una nueva cultura helénica, sus raíces fueron jónico-orientales de
poca y nada moral....

LAS FIESTAS FLORALES


Como anteriormente hemos dicho, las ideas y las costumbres cruzan las fronteras sin
pasaporte...

De esa manera Roma con su reducido Lacio comenzó a adaptarse a las costumbres y
formas de sus inmediatos vecinos y luego al extender sus fronteras, las legiones que
regresaron a su patria trajeron una policromática mezcla de costumbres que parecían
chocar con la primitiva y rígida moral sabina de los romanos.

Lo que hoy nos parece escandaloso, mañana esto mismo aparece como lo más natural... y
precisamente esto ocurrió por estrecho contacto con los inmediatos vecinos —y en cierta
manera maestros— los etruscos...

Fue este pueblo el verdadero Maestro de los romanos que transmitió a los latinos las
ceremonias de las nupcias, entremezclados con una picaresca caterva de dioses que desde
luego de ninguna manera podían faltar en los más diferentes actos y acontecimientos
humanos...

En las ceremonias nupciales —la in domum deductio— cuando el novio llevaba a su mujer a
la casa, casi siempre en las horas vespertinas, cuando el sol dejaba detrás la oscuridad de la
noche, la marcha de la pareja era conducida por cinco niños, cada uno de ellos con una
antorcha mantenida bien alta.

Fueron las cinco antorchas el símbolo de los penteteoses, de los cinco dioses que asistieron
en esta tan importante reunión de dos diferentes sexos... Para este acto le dio su bendición
el Padre Auxiliador Jú-piter. No podía faltar allí tampoco la diosa Juno, la patrona de los
desposados. Unas nupcias sin amor no habrían tenido sentido; estaba entonces también la
diosa del Amor, Venus, y también la Virgen Diana, para advertir a la todavía púdica novia
que ahora ya ha llegado el momento de perder, lo que ella hasta ahora tan celosamente
guardaba, su honor...

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Y para eliminar, si había alguna vacilación de parte de la mujer, entonces apareció el quinto
dios, el Pitho, para persuadir la novia que lo que está por perder, en realidad será su
victoria.

Durante la marcha la gente congregada cantaba «Carminas phalicas», llamadas


«Fescennias», unos versos rústicos y obscenos que tenían la finalidad de invocar el dios
Libido, despertando en los recién desposados unos pensamientos «dulces» para los
venideros momentos. Lo llamativo en este acto era que estos versos picarescos y obscenos
fueron cantados por los niños portadores de las antorchas.

Esta costumbre, tomada de los vecinos etruscos, se propagó luego entre los griegos y
cretenses, los cuales cantaban estos versos «Fescennios» en honor de los dioses
«Itiphallicos», cuyas imágenes fueron simbolizadas por medio de una gigantesca imagen de
un Phallos que en la ciudad de Lanuvio —cerca de Roma— ha sido llevado sobre los
hombros de las señoras Matronas más honestas en una procesión. La imagen del Phallos
(penis) esta vez ha sido cubierta de flores primaverales; por ello estas procesiones eran
conocidas con el nombre de Fiestas florales.

Después de la marcha nupcial hacia a la casa del desposado, la Pronuba preparaba la cama
nupcial al «lectum genitalis» y ni siquiera en este último acto faltaba el no solicitado
«auxilio» de los dioses. El irascible obispo de Hippona, Augustin, con su ironía siempre agria
eleva su protesta contra los dioses, diciendo: «¿por qué razón vienen de nuevo para
molestar a esa gente? Más vale que los dejen en paz para que puedan cumplir el misterio de
la carne».

Así que están de nuevo unos otros tres dioses: el dios Subigo que le ayuda al marido poner
a su mujer en la cama; la diosa Prema que junto con la Virgen se desata la faja que ciñe la
túnica recta de la desposada, y en el acto aparece el dios Priapo con su enorme phallos.
Ahora todos ellos, el dios Subigo y el Pito, de nuevo persuaden a ella que no vacile ya tanto
y se rinda al esposo...

Y si había algún problema, Priapos estaba para auxiliar al esposo flojo. No lo reemplazará.
«Sálganse ya todos estos dioses y haga también algo ya el marido» protesta el obispo.

¿Y sabrá hacer este «algo»? No es muy seguro, pues frecuentemente ocurría en la antigua
Roma que la joven esposa, después que abrir sus trenzas, señalando de esa manera que
ella estaba dispuesta ya a perder, lo que no quería conservar más, si el marido no contaba
con el indispensable vigor, entonces en vez de hacer el amor, la pobre mujer tenía que
sentar sobre el «phallos in erectione» del dios Priapos, tallado de madera, sicut mos
honestissimum Matronarum, esto lo prescribía la costumbre religiosa de las honestisimas
matronas romanas.

Después de semejante «defloración religiosa» ella podía unirse con su marido, si lo podía...

En estos lejanos tiempos había una caterva de mujeres ya más que adiestradas que le
enseñaron al marido inexperto, lo que debiera saber. «La experimentada Lycenias,
deslizando ella con destreza abajo, debajo de él, le enseño el camino que el bobo en vano
buscaba... Una vez el arriba, no fue preciso instruirlo, porque la diosa Pertunda le enseñaba
al marido como tendría que atravesar y penetrar en la felicidad...»

Cierta composición o combinación de consonantes y vocales nunca debieran ser calificadas


como palabras «feas»; por ello esta «fuerza creadora divina», cuyo símbolo es el griego
«Phallos» o el «Penis» latino, y el miembro viril en castellano es un símbolo sagrado, porque
representaba el único medio humano que puede cooperar con el principio de la creación
divina...

Precisamente la esencia de esta coparticipación de los más excelsos misterios de la vida


aseguraba a la liturgia y al culto de Phallos la absoluta santidad (sancio, sancire) con la
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correspondiente seriedad.

Por esta razón nadie, absolutamente nadie se escandalizaba en estos lejanos tiempos ante
las numerosas imágenes de Dios, sea Priapos o Subigo — presentados en forma de un
Phallos in erectione...

Tertuliano comenta que en los ritos eleusinos la revelación del misterio de la divinidad se
realizaba en un acto ceremonioso que consistía en la ostentación pública de un phallos in
erectione.

Todo esta veneración de la fuerza creadora ha llegado a la Hélade y luego a la península


itálica desde el misterioso y lejano oriente... En las fiestas phallicas en Pamphilia los
sacerdotes de la Divinidad Creadora presentaban ante el público congregado un cuadro que
ostentaba un «Tri-phallos» que los fieles llevaron luego en alto en una procesión. Este
cuadro del «Tri-phallos» representaba la Trito-Genia, el principio de la Divinidad Creadora
que se multiplicaba por medio de la «Fuerza creadora».

Pausanias, el antiguo autor griego, nos dice que en Cyllene la imagen del dios Hermes es la
más devotamente venerada, es un miembro viril erecto sobre un pedestal. En Egipto Horus,
el hijo de Osiris, al vencer su tío Typhon, el dios del Mal, llevaba en sus manos altas el botín
de su victoria: el phallos del Set, de Tiühon.

Lukianos, el antiguo autor griego, nos dice que en Siria la fuerza creadora divina es
simbolizada por torres... En el vestíbulo de una iglesia hay dos enormes phallos con esta
inscripción: «Yo, Bacchus, he erigido estos dos phallos en honor de mi madrastra, la diosa
Hera» En el muro del templo a la derecha hay un hombrecillo de bronce con un enorme
phallos.

Fuera del templo los sirios construyeron una torre muy alta de unos 55 metros como
símbolo del phallos que hoy lo llaman minarete. El sacerdote del turno sube a esta torre dos
veces por año. El ascenso se realiza de este modo: pasa una cadena de hierro alrededor de
este símbolo de phallos, y también de su propio cuerpo y sube después lentamente por
unos tacos de madera que salen de esta torre de phallos gigante, lo suficiente para que el
sacerdote pueda apoyar la punta de los pies en ella. Según que se va elevando, sube
consigo también la cadena de hierro aun delgada; quien no haya visto esto, seguramente
habrá visto ya subir a la gente a las palmeras de Arabia o en Egipto, cuando cosechan las
frutas de coco o datteln... Cuando el sacerdote llega al termino de su ascenso, al borde de
la glándula de este miembro viril gigante, le tira una otra larga cadena que arrastraba
consigo y con el auxilio de esta cadena hace subir lo que quiere: vestigios, alimentos,
utensilios. Forma con estos una especie de nido y permanece allí durante siete días. Los
fieles llegan allí con oro y plata, porque el verdadero Dios que adoran todos hasta hoy en
día, es el dios Mamon, conocido con el nombre de «dinero». Los fieles depositan sus
ofrendas y dicen a un sacerdote al pie de la torre sus nombres. Este sacerdote
seguidamente hace sonar su campanilla de bronce y transmite el nombre del creyente hacia
arriba a su colega. Este no duerme arriba, pues si se rinde al sueño, dícese que sube un
escorpión y lo despierta con un doloroso pinchazo; pero a mi me parece que el sacerdote
arriba no duerme por el terror de caerse...

El templo mira al Sol saliente y está abierto para todo el mundo. En su interior tiene otro
santuario que es reservado solamente a los sacerdotes. En el templo consagrado al dios
Belus, en su parte superior hay una capilla y dentro de ella una gran cama magníficamente
arreglada y una mesita de oro. No se ve allí estatua alguna y nadie puede quedarse allí por
una noche, excepto una sola mujer escogida entre miles que recibe el título «La hija del
país».

Dicen estos sacerdotes de los caldeos que por la noche llega el Dios personalmente y
duerme con esta Hija escogida hasta la llegada del Alba, cuando el sol aparece en el

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horizonte, cubierto de su vestido escarlata... Del mismo modo sucede semejante ceremonia
en Egipto en la ciudad de Tebas, donde duerme una mujer joven y linda en la cama de
Osiris... En ambas partes aseguran los sacerdotes que aquellas mujeres siguen siendo
intocables por los seres humanos. Igualmente lo mismo sucede en el templo de Patara en
Lycia, donde la sacerdotisa reside en este mismo oráculo y por la noche queda encerrada
para unirse sólo con su Dios...

Lo que era moda en el oriente cruzó las fronteras y sus ceremonias asentaron sus reales en
el occidente.

En Grecia construyeron en honor del Numen Phallos un gran número de hombrecillos de


madera con un sobredimensionado gran phallos, llamándoles «Neuropastos».

En Italia comenzaron a venerar las partes pudendas del hombre (phallos) no en un lugar
secreto, se escandalizó Tertuliano, sino en público a la vista de todos, conduciendo la
imagen del phallos en los días más solemnes, puesto en un carro o andas, llevado primero
por los campos y luego por la ciudad. Gastaban un mes entero en hacer fiestas en honor de
Phallos y en tales días usaban sin sonrojarse expresiones obscenas entre tanto que duraba
la procesión por las plazas y calles de la ciudad. Al terminar la procesión, colocaron la
imagen en un lugar público y una matrona muy honesta de la ciudad tenía el privilegio de
colocar sobre esta imagen de la fuerza creadora una corona de flores.

Quizás el lector nos pregunta, pero ¿por qué razón semejante fiesta de carácter tan
obsceno podía tener la «Nihil obstat» de la religión? Por una causa irrefutable, pues la gente
de la antigüedad tenía como concepto profundamente religioso que el phallos, el pene, era
el verdadero y real portador de la vida, pues el semen del hombre, del varón, millones de
veces repetido, por causa de su movimiento inmanente demostraba que vive, y era él el
portador de la vida y al despertar un huevo dormido, los dos juntos cumplieron con el
postulado de la misteriosa naturaleza, produjeron un ser nuevo...

De esa manera las fiestas florales tenían un carácter estrictamente religioso. Algunos
pueblos —como los etruscos— transmitieron esta veneración hacia la Fuerza Creadora por
medio de la construcción de sus santuarios en forma de torres muy altas que se terminaron
en la forma de una cabeza de una cebolla. Templos con una fiel imagen de los antiguos
cultos phalicos fueron imitados por los Árabes en Paetria, y a esta forma de construcción —
como un legado sagrado del Pasado— se puede contemplar todavía en los templos, iglesias
y santuarios de las religiones del Presente.

Diodoro nos comenta que los griegos veneraron al «Phallos anthropo-morphisado» en la


persona de Prapos, cuya imagen presentaron siempre por medio de un phallos grande y
siempre «in erectione». Los muy eclécticos romanos, fieles imitantes de las costumbres
griegas, veneraron a Priapos en la misma forma y manera, hasta tenían la costumbre de
colocar su imagen en sus jardines, ostentando de esa manera la fecundidad de la casa que
ocupaba su numerosa familia.

Este portador y fiel imagen de la vida, de la Fuerza Creadora, fue también objeto de cultos
místicos, por medio de los cuales los dioses se humanizaron, manteniendo con las mujeres
una comunicación lo más intima: en la religión de los antiguos Grecorromanas, en su parte
ontológica existía la firme convicción de que entre los dioses y los humanos mayormente no
hay diferencia alguna, porque ambos tienen un origen común; afirmaron pues que los
hombres inventaron a los dioses, para que éstos se apresten luego legalizar el origen divino
de los hombres.

Desde luego no faltaban otros que sostuvieron que en realidad fueron los dioses que
crearon a los hombres para poder contar siempre con atemorizados y obedientes
sirvientes, y también para sus sacerdotes...

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Los egipcios inventaron para los dioses la paternidad, pues ellos estaban firmemente
convencidos que el Dios a veces se transforma y toma la imagen de un ser humano para
crear de esa manera unos hijos del Dios... El Dios de los egipcios se reencarnaba en un ser
humano y lo hizo este misterio por medio de su Fuerza Creadora que los egipcios —según
los testimonios de Plutarco— lo llamaron en griego «Hagia Pneu». Espíritu Santo...

Apolo, el Dios griego, uno de los dioses más apuesto, estaba casi siempre vagando entre
los humanos en busca de bellas mujeres... De esa manera uno de los hijos de origen divino
era Pythagoras, pero también el sabio Platón tenía origen divino y unos siglos después
Alejandro el Grande y también el emperador Octavio Augusto.

En estos antiguos tiempos la comunicación entre los dioses y los humanos era más que
frecuente y en las épocas antiguas la credibilidad absoluta sentó sus reales, y lo absurdo se
vestía con la toga de la verdad... Bastará meditar algo acerca de la tragicómica historia de
Paulina, del dios Anubis, para entender que el Credo es enemigo mortal de la duda y
viceversa.

Pero los cultos phallicos sobrevivieron todas las inclemencias de los rosarios de siglos y
desde Roma se propagaron como los hongos después de una benigna lluvia matutina...

Apareció entre los paleocristianos la «charitas sexual», comentado por Epifanio, el obispo
de Constancia. Este tuvo sus excesos también entre los gnósticos y manicheos, los
karpocratians, los nicolaides, los ebionicos... Y para que no olviden a priapos, los hispanos,
al sentirse algo disgustados, lo recuerdan con la pronunciación de la palabra «carajo» y los
italianos en semejante situación le dicen «cazzo»...

Ni falta en nuestro presente. En el Japón se cultivan con la absoluta protección de la


religión; los sacerdotes de Shinto festejan este culto cuatro veces por año en la ciudad de
Komaki — junto con las mujeres. Semejante culto estaba y esta muy de moda en Italia,
Francia y en la España oculta... Brasil simplemente copió lo experimentado en Europa. Ellos
suelen llevar la imagen de esta fuerza creadora de la vida a la necrópolis. La vida visita al
imperio de la muerte... Y ¿por qué no? ¿Y si son hermanos mellizos?

El culto phallico, en que la gente veneraba la Fuerza Divina de la creación, el símbolo de la


fecundidad, durante largos tiempos, muy especialmente durante la edad media, antes
oscura que clara, logró penetrar también en algunos ritos del cristianismo, acerca de lo cual
nos informan con lujo de detalles los autores ingleses Richard Payne Knight y Thomas
Wright, argumentando entre otros tantos con la Crux Ansata que hallaron arqueólogos en
San Agati di Doti cerca de Napoli.

Los cultos phalicos abrieron el camino para una santa licenciosidad... Herodotos —
escandalizado— nos comenta que entre los babilonios es la cosa más natural que todas las
mujeres de este país deben prostituirse por lo menos una vez en su vida con algún
forastero y para no perder la santidad de semejante acto, tuvieron que hacer esto en el
templo de Aphrodite, la diosa del amor, llamada allí Melitta.

El cumplimiento de este acto hierático se desarrolla según la opulencia que la mujer tiene. La
gente de bien llega allí, a ese templo con carroza; orgulloso por su opulencia, desdeñan de
mezclarse en la turba de los demás; así que quedan en la cercanía del templo, rodeados de
su comitiva. Las pobres entran al santuario del amor y se sientan, adornándose con una
corona de flores.

Todas sí entran en largas filas y pasan entre ellas los forasteros que eligen a la mujer de su
gusto. Ninguna mujer puede negarse a quien la elige; su deber sagrado es para seguir y
recibir el dinero que su hombre le tira a su regazo con las palabras «Invoco en favor tuyo
muchacha, la diosa Melitta».

No es lícito rehusar el dinero, sea mucho o poco, porque éste se considera como una
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ofrenda sagrada. Después de haber cumplido con lo que debía a la diosa Melitta, puede
regresar a su casa. Desde este momento ya es imposible conquistarla otra vez por medio
de dones o dinero.

Las mujeres hermosas se arreglan enseguida, las lindas también dentro de unas semanas,
pero las feas tienen que esperar hasta que algunos las compadezcan y las lleven. Pero
según los informes de Herodotos, algunas visitan esta iglesia diariamente durante tres o
cuatro largos años...

Ya hemos dicho anteriormente que las costumbres y las creencias son como una peste y se
propagan con la velocidad de los huracanes. Primero en Babilonia, muy pronto la fe y el
culto de Melitta se hizo muy en boga en la isla de Chipre y de allí —cruzando las aguas del
Mare Magnum— apareció en Grecia, y como veremos más adelante, las damas de la
sociedad romana se prostituyeron en los Balnearios de Baias... Hay que seguir con la
moda...

A las mujeres, al ver tanto y frecuentemente esta tan interesante «fuerza creadora», les
llegó también la gana de mostrar lo que por causa de tan tacaña naturaleza no tenían; pero
sí, por lo menos podían mostrar que todavía era más agradable... Entonces descubrieron el
secreto como vestirse por medio de unas telas transparentes, llamadas seda que trajeron
las karawanes fenicios desde la lejana China.

DROGAS
El romano —por excelencia— era ecléctico. De esa manera ellos se limitaban sólo a importar.
Importaban todo lo que a ellos parecía ser importante y útil para mejorar su vida cotidiana.

Sus legiones victoriosas que regresaron de Grecia, de Egipto y del Asia oriental, trajeron un
montón de costumbres y hasta nuevas religiones.

De esa manera llegaron a conocer las bondades del uso de las drogas que al hombre
antiguo, castigado por millares de desgracias, les permitía de vez en cuando hundirse en
sus fantasías y olvidar un poco su triste realidad... De esa manera también las drogas del
oriente cruzaron las fronteras y llegaron a Roma con las legiones que regresaron a su
patria...

La culpa la tenemos nosotros, siempre débiles humanos, aunque los antiguos autores
sostienen que los verdaderos culpables fueron los dioses que sembraron este veneno en
las plantas y minerales, y para demostrar la veracidad de lo sostenido, seguidamente
citaremos algunos relatos de los autores más antiguos griegos y romanos.

Plutarco en su «Moralia» nos dice que aquellos que perdieron la claridad en la vista,
aspiraron los vapores que saturaron el ambiente en una fundición de bronce. Algunos
seguramente tenían la suerte de recobrar su buena vista, pues en caso contrario no
hubieran dado a esta clase de curación el «visto bueno».

Aquellos que tenían que ser sometidos al bisturí de los antiguos cirujanos, fueron
anestesiados con los frutos de «belladonna» — del «Papaver Somniferum», llamado
«opium» y de la Mandrágora. A los dos primeros llamaron los antiguos griegos «drogas
hipnóticas» pues la belladona junto con el «opium» producían un profundo sueño, en el que
se hundieron adormecidos todos los dolores de las heridas sufridas; también aquellas
causadas por intervenciones quirúrgicas.

Un poderoso somnífero era la Mandrágora, llamado también «Antimalo»; otros la conocían


con el nombre de «Circea», porque su raíz llamativamente antropomorfa se prestaba para
ciertas clases de encantamientos (Circe), también esta planta abría la puerta para los
sueños.

Según los informes de Dioscorides, solían hervir sus raíces con vino y acostumbraban a dar

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esta bebida a todos aquellos que no podían reconciliarse con el sueño, y también servía
como poderoso anestésico para quienes tenían que amputarle un miembro o cauterizarles
heridas infectadas de modo que no sintieran el tormento de los dolores.

Las «psicodrogas» y el hombre antiguo tienen su milenaria historia; las drogas las
inventaron los dioses, y la aprovecharon sus devotos feligreses, tanto en Egipto como en
Roma y Grecia, y en cualquier otra parte del aquel mundo oriental en Persia y Skythia...

Exhaustos y fatigados, los egipcios por el sofocante calor del día, dormían durante la noche
muy intranquilos, hasta el insoportable calor nocturno, como un pesado duende oprimía sus
pechos y sembraba en sus almas angustiosos sueños. Al despertar de semejantes sueños
letárgicos, tenían la costumbre de encender en sus habitaciones casi inmediatamente unas
resinas, para ahuyentar el aire pesado, y para recobrar también por este medio refrescante
las ganas de aguantar otro día más...

Cuando el dios Osiris, con sus rayos ardientes del Sol, estaba ya con su asfixiante calor
encima de ellos, entonces para atemperar por lo menos algo lo insoportable del clima,
encendían los egipcios «Myrrha» o resina de los Cypreses; ellos estaban convencidos de
que la Myrrha por medio de su penetrante humo podía limpiar sus almas, y los liberaba de
toda clase de aturdimientos y torpezas.

Precisamente por causa de este efecto, la Myrrha ha sido llamada en Egipto también con el
nombre de BAL, cuya versión castellana es ya algo más largo, porque suena así : «la droga
que nos libera y nos salva del mal».

Esta creencia nació cinco siglos antes de Cristo, cuando la peste negra —relatada tan
magistralmente por Tukidydes— «arrasaba a Atenas y, sólo lograron parar cuando el
médico griego de Agriegento en Sicilia AKRON llegó a Atenas para salvarlo. Dices que este
médico encendió en el centro de la ciudad grandes cantidades de Myrrha y por medio de su
humo logró desinfectar el ambiente y liberar la ciudad atribulada, transformada ya en un
cementerio.

La droga que liberaba a los egipcios de sus congojas y demás angustias, fue la llamada
KIPRI, una mezcla de dieciséis diferentes ingredientes; fue llamada también kipt o kip, lo que
en el idioma egipcio significa «droga para quemar». Acerca de la composición de los
ingredientes nos brindan un amplio informe el Papyrus de Ebbers — Manethos con su
«Egipciaca» y también Plutarchos en su relato sobre «Isis Kai Osiris». Según los casi
coincidentes informes de estos autores y Papyrus los ingredientes fueron: miel-vino-pasas
de Corinto-Cyprus-resina-myrrha-aspalathus-seselis-mastic-asphalto-hojas de higo-
enebro-acedera-kardamon en sus dos variaciones y cáñamo. Durante la preparación de esta
polivalente mezcla recitaban textos religiosos; todos estos ingredientes tenían esencias
aromáticas y una fragancia sumamente agradable que —al extenderse en el ambiente—
excitaba el cuerpo en forma muy suave y entre sentimientos eufóricos desaparecían stress,
angustias, preocupaciones, y una beneficiosa indiferencia tranquilizaba las almas agitadas.

Los egipcios bebían la droga Kiphi, como también tenían la costumbre de mezclarla con
otras libaciones en proporciones «ad libitum». Cabe agregar que entre todos los
ingredientes citados los dos más importantes fueron la resina y la Myrrha; la resina, pues
esto fue un producto del mismo dios Osiris, dios del Calor, Darío SOL Invicto, y la Myrrha,
esto era un «Don de la diosa Isis» (en su versión griega Isi(s)-dora diosa de la LUNA).

Homero en su Odisea habla de una droga, inventada por las mujeres en ciudad de Thebas
en Egipto. Dice él que esta droga ayudaba a las mujeres atribuladas a olvidar sus penas,
causadas por sus desleales maridos. Dijeron las egipcias que esa droga —mezclada con vino
— aquietaba las pasiones y les brindaba el benigno olvido de todas sus preocupaciones...

Esa droga de las mujeres de la ciudad de Diospolis o Thebas fue introducida en Grecia bajo

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el nombre de NEPENTIS, y nos dice Diodoro Siculos que fue muy bien aprovechada por las
griegas, las que no tenían menos problemas que sus hermanas egipcias...

Además de la «KIPHI» y «NEPENTIC» había en Egipto también otra planta, un arbusto que
sembraban en las orillas de los riachos y lagunas, y en el delta del Nilo; llamaban a esa
planta SILICIPRIOS que daba un fruto muy copioso, pero de fragancia nada agradable, por
esta misma razón la llamaban infernal. Este fruto lo exprimían y su jugo, llamado KIKI, era
aprovechado como ungüento y como droga sin que los autores antiguos nos hubieran
informado acerca de sus efectos.

Gellius nos informa que el muy ilustre académico Karneades, antes que comenzara a escribir
su obra contra las doctrinas del estoico Zenón, purgó la parte superior de su cuerpo por
medio de «eleboro» blanco, para evitar que humores corrompidos de su estómago —
elevándose hasta el asiento de su alma y memoria (que tiene su sede en el lóbulo de la
oreja)— alterasen el vigor y la claridad de su espíritu. Había varias drogas alucinógenas que
estaban prácticamente al servicio de cierta clase de liturgia. De la hiedra (»planta
consagrada al Dios Osiris») se lograba —una vez masticada sus hojas— alucinaciones y
estados de paroxismo. También se creían poseídos por Dios. En Nyssus (Arabia) los
habitantes del lugar introdujeron plantaciones y como aquí había nacido DIO-NYSSIUS, la
llamaron «corona de dionisio».

Esa droga podía causar también cierta clase de euforia con efectos afrodisíacos. No sin
causa la llamaron la hiedra los del pueblo de Cicyon «Hiedra phallophorius»— Athaeneus en
sus Deipnosophistas nos dice que ese tipo de drogas euforizantes en Grecia solían comerse
con tortas de miel y Theophrastos sostiene que algunos de estos euforizantes fueron
excesivamente poderosos, pues aquellos que los tomaron, podían hacer sacrificios sobre el
altar de la diosa de Afrodita hasta setenta veces seguidas. Esto es —desde luego— cosa de
creer, dudar o quizás también algo de envidiar...

Una suave y alucinante droga resultó ser el incienso, producto de un arbusto de Arabia
Felix. Por esta misma razón la llamaban THURIFERA ARABIA. Dioscorides nos dice que
«sanos que beben, se hacen locos, y si mezclan con vino y beben así, mueren..., pero
quemado sobre brazas encendidas larga un humo blanco sumamente agradable y causa
unos sentimientos eufóricos, como si aquel que inhala hubiera tomado algunos sorbos de
un buen vino...»

En Egipto tenían la costumbre de quemar Thus (incienso) en algunas fiestas religiosas —


también durante el mes de agosto, cuando cosecharon el poroto, lo que en esa
oportunidad comían con miel— y levemente embriagados con el humo del incienso, cantaron
como una letanía religiosa «Glotta tukhe-Glotta daimon». La lengua es la felicidad, la lengua
es la maldición.

El humo del incienso se propagó en el mundo antiguo. Fue incorporado por los muy
eclécticos sacerdotes romanos; y éstos honraron a sus emperadores quemando incienso
sobre el altar en honor y la divinidad de ellos. Los egipcios dijeron que esa droga era un
invento de la diosa ISIS, y la llamaron PHARMAKON ATHANASIOS, la droga de la
inmortalidad.

Precisamente esa doctrina egipcia comenzó a ejercer una llamativa influencia sobre el
renacimiento religioso romano. La gente en Roma, cansada ya de sus pontífices venales,
comenzó a prestar mayor atención a las religiones, las cuales —salpicadas con misterios,
drogas e incienso— sintiera cierta clase de euforia y éxtasis, libraron a sus creyentes de la
necesidad de entender lo creído. Se contentaron con el «credo quia absurdum» y solo
exigieron de su religión una protección para el presente y una vida mejor en el más allá...

En Egipto, luego en Grecia y en Roma, a estos desilusionados les pareció preferible iniciarse
—acariciados por el humo del incienso— en los misterios de la Trinidad Egipcíaca. —Y así se

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dijo : OSIRIS, padre; ISIS, madre; HOROS, hijo— una fiel copia de la polifuncional Familia
Romana.

Horus, el hijo, en su lucha contra SET el Malum necesarium, perdió la vida, y por medio de
su muerte aseguraba a su pueblo la periódica crecido del NILO (Neilos = nuevo limo ) y la
fecundidad de su tierra, gran cosecha y bienestar.

Pero HORUS, el Redentor del pueblo, no podía quedar muerto, porque en este clima-religion
tenían que sufrir la muerte cada año..., por ello, su madre, la diosa ISIS inventó esa droga
de la inmortalidad PHARMAKON ATHANASIOS, ese humo sagrado de los dioses. Horus se
resucita cada año y por medio de su «resurrección» ocurre que «la muerte entierra a la
misma muerte». De esa manera nació para los egipcios la inmortalidad. Todo esto como una
antanaclasia sagrada dice «emit morte inmortalitatem».

Otra droga alucinante era el cáñamo de los esquitas: La Kannabios. Es una planta muy
parecida al lino, aunque éste es menos grueso y alto. De esta planta sacaron los esquitas
muchas ventajas, y entre tantas aprovecharon especialmente sus semillas aceitosas
«Kannabios sperma» que los esquitas solían tirar sobre piedras previamente muy
recalentadas.

Los granos tirados sobre candentes piedras levantaron grandes humaredas similares al
sahumerio. Nos relatan Strabo y Herodotos que los esquitas prácticamente embriagados
por los vapores de Cannabis, cayeron en un trance lindante ya con el éxtasis; gritaron de
placer, sentían euphoria y tenían la sensación que estaban bañándose en aguas de rosas.
Estos seres embriagados fueron llamados «Kapnobatas».

Los sahmanes (sacerdotes esquitas) estaban convencidos que el alma durante el trance,
embriagado por el humo del cáñamo, podía transitoriamente abandonar el cuerpo, y
haciendo grandes viajes, llegaba a enterarse de muchas coas y regresar de nuevo...

Semejante clase de metempsicosis de las esquitas — por medio de los contactos


comerciales con las colonias griegas en el litoral póntico, llegó también a la Hélade.

Los candidatos para el viaje del alma, llamados «myképhagos», es decir «comedores de
hongos»— en la mayoría gente de edad ya, se preparaban con largos ayunos para esta
fiesta principal, en la cual —después de unas danzas religiosas y al son de cánticos
religiosos— comían el hongo de la despedida, llamado AMMANITA MUSCARINA (oronja
falsa), un hongo muy hermoso, colorado con lunares blancos.

Por el efecto de las triples toxinas, muscarina + atropina + bufotenina, el que lo ingería se
sumergía en un largo y profundo sueño, mientras el alma bien despierta, salía de su cárcel y
emprendía su migración para ver, lo que pasaba en el mundo...

Dícese que algunos de estos hongo-phagos se despertaron en el momento, cuando sus


almas fatigadas por el largo viaje en el mundo, regresaban a fin de descansar de nuevo en
el cuerpo «desalmado».

Algunos se despertaron realmente y contaron luego extrañas historias; hasta dieron datos
importantes a su pueblo... Sin embargo, la fiesta no estaba exenta de peligros, pues en la
mayoría de los casos, el alma errante olvidaba el camino del regreso, y el cuerpo —en
realidad envenenado— él también tenía que regresar, pero a la madre tierra...

De esa manera, la AMMANITA MUSCARINA frecuentemente resultó ser más bien Thanato-
poios, mortífera, especialmente entre los pueblos griegos, donde periódicamente el
amenazante hambre obligó a los Magistrados deshacerse de esta manera de las ya inútiles
personas mayores...

Fue la epieikeia griega y la piedad que reemplazó los hongos por el vino, impidiendo al alma
salir del cuerpo, salvando de esa manera el don más precioso de los dioses: la vida.
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31/05/13 Kornel Zoltan Mehesz, Roma corrupta, Roma perversa

Nihil novum sub sole. No hay nada nuevo bajo el sol. El que investiga las causas etiológicas
de los hechos del pasado y se entera, de que ya en estos tiempos muy lejanos, los Tracos
festejaban entre llantos y lágrimas el nacimiento de un nuevo ser que tenía la inmensa
desdicha de llegar a esta tierra, valle de mil miserias, estos mismos tracos con gran hilaridad
y festines (si tenían qué comer) despedían al muerto que al morir, librábase de guerras,
dolores, heridas y un montón de males más. Y los tracos no fueron los únicos pueblos que
al despertar ya maldijeron el día. No es difícil imaginar que aprovecharon todo lo que les
podía ayudar a olvidar y sentirse de vez en cuando algo feliz entre un mar de desgracias.

Ya que el Presente es un nieto del Pasado, apoyándonos en la experiencia del Pretérito,


creemos sin equivocarnos mucho que la causa de las drogas y de la drogadicción, los
políticos la podrían hallar en los factores negativos de la política socio-económica.
Subsanados éstos, hallarían el remedio más eficiente de este cáncer que carcome a nuestro
vapuleado Presente...

BACCHANALIAS....

La que pueda comprará adornos. La que no pueda, pedirá dinero de su marido.


Desgraciado será el

marido que no acceda pues, lo que él niega, ya se lo dará un otro

Marco Porcio Caton.

A los fines de la República o más bien en los primeros años del principado, Roma estaba
inundada con las más exquisitas mercaderías del lejano oriente: telas transparentes,
púrpura de Fenicia, sandalias multicolores con cintas de oro, forradas con púrpura,
sandalias que hoy en día también suelen reaparecer en nuestro presente... Las telas con
que se vestían eran tan ligeras que según el griego Lukianos, constituían solamente un
pretexto y nada más para decir que no estaban en cueros. A través de esta tela se
distingue el cuerpo con más facilidad que el rostro, y con esto ya hemos dicho todo.

El filósofo Séneca —a su vez también un mujeriego con cierta hipocresía— nos dice que
«...veo vestidos de seda, si se puede llamar semejante vestido aquello que no cubre el
cuerpo y menos todavía la vergüenza, porque después de ser puestos, no habrá mujer que
pudiera jurar que no está completamente desnuda». Séneca gustaba de esta tela...

La llamaron a esta tela transparente por el nombre de Sericum y también Bombyx, por
haber sido importada por los sericarios, unos comerciantes de seda en China (Serici), de
donde la tela llegaba a Bombay en la India. Los Anales chinos recuerdan frecuentemente de
los comerciantes, los «sericarios» romanos que llegaron desde la gran ciudad occidental de
Tatsin, es decir de Roma.

Este tipo de seda transparente, proveniente de China, tuvo un extraordinario éxito y en


Roma se la vendía con el precio del oro. Quizás por esta misma causa concedieron premios
a la perfección y querían importar el gusano de seda para poder salvar el equilibrio en la
economía política de Roma. La balanza comercial —por causa de esta tela enormemente cara
— era siempre desfavorable, y Plinio el mayor dio su voz de alarma por causa de los daños,
causados por este comercio de la seda que dejó al imperio reducido a un mísero estado de
pobreza. Esta clase de seda oriental, llamada Sericum o Bombyx, tuvo la culpa que la mujer
romana, antes más o menos púdica, lentamente se transformara y se familiarizara con el
«destape de piernas y cuerpo» del ya bastante pervertido imperio...

No es un milagro entonces que un día desde la moralmente ya contaminada Grecia cruzaba


las fronteras y los muros de la ciudad el culto del dios Dionisio, llamada Bacchanalias...

Unos dos siglos antes que hubiera nacido en Galilea de Palestina el Rebelde de Galilea, ha
llegado desde Hélade un griego de oscuro linaje en Etruria. Este muy audaz declaró ser el
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supremo sacerdote del misterioso culto del Baco Dionisio, y para obtener adictos entre las
prácticas religiosas, hizo los placeres de la carne obligatorios... placeres que nacen del
consumo de vino, cubierto por la oscuridad que es cómplice de toda clase de desórdenes.

Livio nos refiere que esta repugnante práctica de origen oriental de Lidia pasó como una
peste desde la vecina Etruria directamente a Latium y Roma. Se afincó en el bosque
sagrado de Similia y bajo las órdenes de sacerdotes, corruptos hasta la médula,
entregábase una impresionante cantidad de hombres y mujeres a este culto de misterios
saturados de depravadas obscenidades.

Una turba de corrompidas jóvenes y muchachas se reunía periódicamente durante la noche


en los lugares más apartados, donde los jóvenes se destacaban por sus aberraciones
sexuales y las mujeres igualmente cayeron en un abismo moral. Los presuntos sacerdotes
del sexo reclutaron sus adictos entre los adolescentes hasta veinte años de edad. Sabían
pues que los jóvenes a esta edad se prestaban más fácilmente a la seducción y la deshonra,
como nos comenta Livio.

Una vez adentro, no era fácil escapar... pues aquellos que al comienzo de los misterios se
arrepentían y se negaban a prestar el juramento ritual, fueron inmolados sin misericordia
alguna, y entre la infernal bulla y algarabía —ahogaban a la manera cartaginesa— los
desesperados gritos del pudor ultrajado.

A consecuencia de estas infames orgías nocturnas, surgidas como los hongos después de
la lluvia, se aumentaron alarmadamente el número de los degenerados, crecieron los
perjurios, las firmas falsificadas, los testamentos apokrifos, los envenenamientos y
asesinatos secretos con cadáveres desaparecidos. La de antes tolerable moral romana —
como un dique rajado— estaba por derrumbarse.

Estas reuniones nocturnas por razones jamás aclaradas, pasaron durante dos años
inadvertidos para las autoridades. Ni la policía romana se dio cuenta de lo ocurrido, hasta
que el triste caso del joven romano Aebutio logró despertar a los responsables, los cuales
con la conciencia adormecida y sumergida en una olímpica indiferencia, mal velaban por la
seguridad del pueblo romano.

La denuncia fue formulada por una adicta arrepentida, llamada Hispala. Ella alarmó a los
senadores de Roma que si bien con una censurable demora, pero todavía a tiempo llegaron
a comprender que nada era más apto para destruir el culto y la base de una nación que
tolerar la introducción de semejantes prácticas. Así se dieron cuenta de que la verdadera
causa de todos los excesos de libertinaje, de los asesinatos no aclarados, en realidad
provenía de esta nefanda y abominable sociedad secreta que con sus luctuosas reuniones
nocturnas se constituía en el azote más terrible y contagioso que la República Romana
jamás sufriera antes. Para terminar con esta peste, los senadores de Roma resolvieron por
medio de un Senatusconsulto destruir este culto de gran inmoralidad.

Los cónsules, encargados de la depuración, procedieron tanto en Roma como también


emitieron sus órdenes para toda la península. Las puertas de Roma fueron inmediatamente
cerradas para atrapar a los culpables. En la redada cayeron además de los tres cabecillas
otros siete mil adictos, entre los cuales —impedidos para huir— muchos se quitaron la vida.
El resto, en un juicio público, breve y sin sutilezas procesales, resultó ser condenado. Los
simples curiosos y adictos fueron confinados en las cárceles, pero la mayoría, culpables de
excesos, fueron ejecutados: los hombres públicamente, mientras a las mujeres se las
entregaban a sus familiares para que fuesen ultimadas en secreto por sus propios
parientes...

Roma intentó de esa manera drástica cortar las cabezas del dragón de Lerna, olvidando que
esta bestia tenía la habilidad de hacer crecer en lugar de la cabeza cortada, esta vez dos
más... Por ello los vicios como efecto de tantas causas crecieron como los hongos después

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de una benigna o maligna lluvia matutinal...

Unos dos siglos después los romanos se alarmaron nuevamente, porque les parecía que las
temidas Bacchanalias tenían un brote nuevo en el paleo-cristianismo que para los romanos
era una despreciada secta judía, una sociedad secreta, triste y «lucífuga» que además que
desataba una lucha sin tregua entre las diferentes clases sociales, todavía acumulaban sus
pecados, incitando a la gente a la rebeldía con su política netamente antinacional.

A este rosario de las significativas causas, los romanos completaron con algo más que les
causaba una alarma nacional.

Acusaron pues a los paleo-cristianos que ellos ejercieron su culto a la «manera griega» en
prohibidas reuniones nocturnas Semejantes ágapes de los cristianos parecían a los
romanos como una nueva edición de las reuniones nocturnas de las afamadas Baccanalias
que se convirtió en un semillero de una muy contagiosa peste moral. Los cristianos fueron
acusados que en sus reuniones practicaron — según Tácito — cosas vergonzosas y
perversas que según el testimonio de algunos autores antiguos consistía en abominables
infanticidios. Niños de corta edad, envueltos en masa cruda de pan, cortados en dos, y
seguidamente apareció la mística teo-phagia pagana y cristiana, el cuerpo y la sangre de
Cristo, recordando de esta manera también las celebres banquetes canibaliscas de los
Ombitas.

Tertuliano también nos refiera que los romanos acusaron a los cristianos de que ellos en
sus reuniones nocturnas, al tirar un pedazo de carne al perro atado a un candelabro y al
caer esto junto con su antorcha en son de amor al prójimo, se entregaron a los más
abominables incestos. El falso misticismo de los descarrilados les hizo caer en enormes y
detestables obscenidades, cosa común entre los herejes, censurado también por los padres
de la recién nacida iglesia.

Tenemos que admitir que no era fácil para el magistrado romano distinguir entre las ovejas
de Cristo y los siervos de Satanás... pues en esta época estaban todavía en plena vigencia
las fiestas florales con el culto phalico, y las mentes impregnadas de semejantes ritos no se
escandalizaron tanto al frente de hechos, pero si ante detestables perversiones que al
romano le hicieron recordar las abominables Baccanalias, fuente de mil vicios que hicieron
peligrar la base de las columnas que sustentaron al estado...

Las fiestas florales lograron sobrevivir las inclemencias de los siglos y aparecen en
policromáticos ritos hasta en las religiones de nuestro presente... El tan ominoso
«candelabro» de los protocristianos se repetía también en las «Fiandeiras» galicianas...

EL AMOR Y LAS GRECORROMANAS...

Ton phileonta philein...


Ama al que te ama
Hesiodo: Erga kai hemera V.353

Vive el que ama


Perezca el que no sabe amar
Corp. Inscr. Lat. 3199

Quiero, quiero amar


El amor me impelía a amar
Anacreonte: vrs. 12.

No busques el amor, alma mía,


cuando los años te prohiben
Pyndaros: Fragmt. Hymn. triunf. 6

Es una pena amar, y otra es no amar


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Pero lo más penoso es fracasar,


cuando se ama
Anacreonte: V. 30

Terrible cosa es no amar, pero


amar es terrible cosa
Anacreonte: cant. 46

AMORES LATINOS
Pervertir el acto más sagrado que el ser humano realiza junto y con la plena conformidad y
por medio de la Fuerza Creadora de los omnipotentes dioses, se troca en un pecado
sinceramente imperdonable... El amor es tan sublime, tan maravilloso que basta releer un
fragmento de Petronio, para ver de qué manera es justificado lo arriba sostenido...

La invocación de la imitación de Menandro —como una oración matinal— nos recomienda:


«¡Oh felices mortales! ¡Saboread ardientes besos! ¡Frotad con suaves mordisqueos labios
de rosa! ¡Pegad una boca amorosa contra las mejillas animadas..., contra pupilas que fulgen
como diamantes! ¡Haced todavía algo más... en los momentos, cuando extendidos junto a
vuestra bella y suavísima cama, vuestros miembros se confundan, se adhieran con la liga
del placer!, cuando el instinto del deseo excite a vuestro amante a secundar a vuestros
anhelos amorosos: cuando ella gima, y gima con voz apagada de gozo, entonces apretad
su nivea gargante, ceñid su cuerpo todavía con más fuerza, y trazad nuevos surcos en el
campo de Venus Red oblad el ardor, y llegados al término de la carrera, extraviados los
ojos, prestos a echar el alma, agotados del placer, descargad en su seno un tibio rocio...

El amor es algo muy sagrado — fuerte pero al mismo tiempo es también débil. Tierno en su
comienzo. Para mantenerlo vivo, tiene que ser alimentado con delicadas atenciones, pero
también hasta prudentemente con unos bien dosificados celos.

Entonces si, el amor puede transformarse en una fortaleza, pero con las puertas abiertas
para el enemigo, pues el amor es como la suerte. Una ave sin pies y para retenerlo uno
debe sujetarlo con tiernas palabras, con finas atenciones y obsequios, porque lo que tú
olvides darle, se lo dará otro...

El joven Plinio, maestro en semejantes cuestiones, recomienda a sus congéneres alimentar


el fuego del amor con celos muy bien medidos, porque las llamas del celo si son demasiado
grandes, puede transformar tu amor en humo y en cenizas, pero a su vez le aconseja
también a la mujer, diciendo: «Recuerda que el demasiado celo estrangula a los más firmes
amores, rompe las uniones más cimentadas, así que es más que conveniente poner un
límite a estas pasiones que si son demasiadas, te pueden destruir, lo que te pareció tan
fuerte». El amor es frágil como el vidrio egipcio... En las manos de un grosero el amor se
hace añicos.

Plinio advierte también al varón que jamás debiera ser celoso, porque «cuando Tú tengas
una causa para esto, recuerda que será inútil que tú la quieras más, porque te ganará tu
rival que ama mejor».

Y Heliodoro sostiene que las mujeres suelen elegir esto. Así que líbrate de la enfermedad del
celo, porque suele trocar la miel del amor en hiel y suplicios que destrozan al corazón.

Tristemente muy cierto es lo que nos dice Marcial: Si me sigues, huyo. Si huyes, te sigo, tal
es mi genio. No quiero lo que Tú quieres, y lo que Tú no quieres, quiero... es una ley casi
inmutable de la naturaleza..., por que las espigas del campo vecino son siempre mejores
que las nuestras..., además es también muy cierto lo que nos advierte Horacio, según el
cual las cabras ajenas tienen las ubres siempre más henchidas que las nuestras...

Por esta misma razón suele ocurrir que todo lo que tiene un comienzo, un día tendrá su
fin... Una mujer despechada desconoce la palabra perdonar, pero elige entre las
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alternativas, en cuanto suele quitar la vida. Rara vez la propia, pero muy frecuentemente la
tuya para vengarse..., y para este fin la romana tenía una gran variedad de medios, entre
ellos unos fueron los filtros del amor.

Pero antes de tratar a este tema nos parece conveniente una vez más demostrar la
veracidad de la tesis que suele pregonar que la mujer despechada desconoce la palabra
«perdonar», pero sí la voz de la venganza...

Khiomara, una mujer muy bella y esposa de un caudillo galata, un día quedó atrapada en
una emboscada de unas tropas romanas. Ella cayó cautiva de un centurión romano, pero
éste a su vez quedó cautivado por la excepcional belleza de esa mujer y desde luego no la
dejó de aprovechar.

Después de un buen tiempo el centurión, oficial de la caballería, y de haber quedado algo


harto de tanta miel o por avidez del dinero que los galatas le ofrecieron por la libertad de la
dama, daba la preferencia al oro y se presentó con su bella cautiva al borde del río que
separaba a los galatas del ejército romano.

Estaba en la costa el centurión con la mujer presto para cambiar la belleza por el oro
pálido... Cruzó el río una comisión del rescate y mientras el centurión se despedía de su
amada Khiomara con grandes abrazos y ardientes besos, ella dio una señal a uno de los
galatas que trajeran el oro, para que corten la cabeza del centurión... Las mujeres tienen
esta maldita costumbre de susurrar algo dulce a nuestro oído, mientras tanto cambian
miradas con otro...

Khiomara levantó la sangrienta cabeza de su anterior dueño y amante, y al cruzar el río, tiró
esta cabeza ante los pies de su marido. «¡Qué gran fidelidad!» exclamó el marido. «Si»,
replicó la mujer. «Ahora sí, puedo decirte que entre los hombres que viven, eres Tú el único
que me poseía».

Esa mujer dijo realmente la verdad, pero el marido era demasiado bobo y no se dio cuenta
de que antes tenía a sus pies la cabeza de un hombre que durante un buen tiempo lo
reemplazaba en el amor...

Polibio Megalopolitano habló luego en una oportunidad con esta tan «virtuosa» dama en la
ciudad de Sardes, pero olvidó o no se atrevió a preguntarle, por qué razón hizo matar al
centurión que tanto la amaba y quien tan cariñosamente la despedía.

Ella seguramente guardaba su secreto... por ello quedó en deuda con una respuesta, pero
seguramente ella también pensaba en el fondo de su alma la máxima de Publius Sirius: «La
mujer o ama u odia» precisamente cuando queda despechada y le cambian por un puñado
de oro... Las heridas del Eros jamás se cicatrizan...

Evidentemente lo que tiene su principio, un día menos esperado tendrá inexorablemente


también su fin y este fin hallará más que frecuentemente en el «Beneficio de la Muerte» a la
Séneca...

Referente a esta relación tan sagrada que existe entre el Amor y Thanatos, la Muerte,
creemos una vez más firmemente que del amor nace, lo que cosecha luego la muerte, y por
ello en cierta manera la muerte es que con su existencia nos asegura que el amor sembrará
siempre la vida. La muerte existe mientras haya el amor que siembre la vida.

Los antiguos grecorromanos contemplaron al Eros y al Thenatos como dos inseparables


enamorados, porque si muriera el amor de pena, dejara de existir la muerte y desde luego
tampoco pudiera sobrevivir la muerte, si un día tuviera que enterrar al amor...

Hay tanta gente que muere por causa del amor..., y otros se enamoran de la misma
muerte. El amor debe existir para tener un futuro..., y una vez más repetimos como una
letanía romana que si el amor un día dejase de vivir, moriría de pena hasta la misma muerte.
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Cuando llega el temido fin del amor, entonces para este triste caso, la antigua romana tenía
la alternativa de elegir entre tres diferentes soluciones: recurrir a los filtros del amor que
fabricaron algunas expertas brujas para ellas, o visitar la fuente —el lago del olvido— o
visitar a Locusta, la afamada envenenadora en la época del igual y tristemente famoso
emperador Nerón.

Naturalmente ni siquiera en estos lejanos tiempos faltaban algunos y algunas que —sabrá
Dios por qué razón— cayeron en la desgracia ante las dioses Venus y Aphrodite. Quizás ni
ellos sabrán por qué razón fueron condenadas a contemplar solamente la dicha ajena. A
estos desgraciados en lo inmediato no quedó otra alternativa que recurrir lo más pronto
posible a la «Apotheca de la diosa», donde les vendieron afrodisíacos, entre las cuales había
una muy elogiada por Plutarchos, la que se llamaba «Satyrions». También Plinius pregonaba
su invento, la «Appetentia Veneri» que devolvía el tan escurridizo libido.

Otra alternativa era peregrinar a la fuente del olvido de Claron y Gelon en la muy lejana
Phrygia, pero aquellas que tenían apuro, podían ir a la más cercana Cyzicum, donde —una
vez sumergidos en la fuente o si tomaban su agua— olvidaban inmediatamente ese amor en
todos sus detalles...

Plutarco despreciaba a las mujeres que preparaban «filtros» para despertar al adormecido
libido, y esposas que cocinaron drogas para reconquistar a sus maridos demasiado
cansados o hartos de ellas.

Plutarco sabía que detrás de estos filtros en más de una oportunidad estaban también los
pulmoncitos de una rana «Rubeta» o —como Juvenal nos dice— una ilustre señora que a su
sediente marido presenta el delicioso vino de Cales, envenenado con los pulmones de la
rana Rubeta.

En la antigua Roma estaba muy en boga preparar por medio de semejantes drogas un
camino seguro hacia el más allá a fin de reemplazar a los ya vencidos por unos jóvenes y
bien vigorosos hombres.

Las mujeres impacientes despacharon a los ya inútiles sin empacho y sin el mínimo conflicto
con la conciencia, excusándose con el versículo:

»Si en tu pecho apagóse ya

la llama del amor que antes ardía,

quedó yo entonces con la ceniza fría,

que me quedan después de tu entierro»

Semejante barbaridad de matar a un pobre esposo cuyo único pecado era que ya le
pasaron algunos años, ocurrió en la mayoría de los casos para epilogar una serie de
infidelidades que en Roma —hasta en nuestro presente— los abogados llamaron adulterio y
los de la mala lengua «los cuernos de Amaltea»...

El lector seguramente quisiera saber lo que hay detrás de esta palabra griega, y no
podemos pasar por alto semejante curiosidad. Así lo aclaramos inmediatamente.

Según los informes de la mitología griega, cuando Gea, la Tierra Madre, se unió en
matrimonio con Khronos —llamado así al sempiterno Tiempo— de esta unión nació un hijo
que recibió el nombre de Zeus, Dios Supremo que tenía su sede en el Olimpo.

Para el recién nacido y todavía lactante la vida no era muy segura, porque el padre Khronos,
el Infinito Tiempo que devora todo y no respeta ni siquiera al propio hijo, por ello Gea, la
Madre, hizo llevar al niño a Creta y lo entregó al cuidado de los sacerdotes Curetas, los
cuales a su vez le dieron a Amaltea, una cabra con henchida de ubre para obtener la leche
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para el lactante. Esta cabra le servía en adelante como nodriza... Zeus se hizo fuerte y
grande por haber bebido la leche de Amaltea, y al crecerse grande y adulto, subió a la cima
del Olimpo para tomar allí su trono y gobernar su mundo inmundo.

Zeus casi casi olvidó algo: agradecer a su nodriza. Bajó entonces de nuevo y llevó su
Amaltea al cielo. Al llegar a la puerta tan angosta no la podía introducir en su mundo tan
divino por causa de los dos muy grandes cuernos. La puerta del cielo no cedió, pero sí los
cuernos. Les separó de la cabeza de Amaltea y al tenerlos, Zeus el Dios omnipotente se dio
cuenta de que el interior de los cuernos estaba vacío «Benditos sean estos dos cuernos»,
les dijo el Dios. Llenó uno de ellos con néctar y ambrosía, diciendo que «...este cuerno sea
para el futuro la Cornucopia, el cuerno de la abundancia». Al otro le dio un destino algo más
triste... En este cuerno tenían que juntarse en el futuro las lágrimas de los engañados... Le
fue imposible juntar todos, pues las lágrimas ya formaron unos lagos anchos y profundos...

Precisamente por esta misma causa Anakreonte exclama en unos versos: «¡No! No quiero
que venga el niño alado a herirme con el amor a mi hígado, porque no quiero los cuernos de
Amaltea». Pero ¿quién quisiera tenerlos?

Para evitar un malentendido cabe aclarar que los antiguos estaban convencidos de que la
mente toma la cabeza como su sede; la memoria se esconde en los lóbulos de las orejas,
las pasiones se anidan en el corazón, pero el amor, este tan misterioso sentimiento tiene su
despacho bien al fondo del hígado... ya casi tenían razón, porque los fisiólogos nos dicen lo
mismo... De esa manera todos los enamorados son unos hepáticos, por lo menos en la
antigua Roma y en Grecia. Lo seguro es que en los santuarios en la antigua Roma y Grecia
jamás faltaban los devotos y religiosos que se dirigían al Dios Amon-Krio-Prosopos,
suplicando con fe y humildad con Anacreonte: «Dios Amon, ayúdanos evitar los cuernos de
Amaltea».

No podemos pasar por alto esta cuestión, pues los cuernos de Amaltea fueron producto de
un pecado, casi más viejo que el infinito tiempo que tanto unos bimilenios antes, como hoy
en nuestro Presente apareció siempre en una gran variedad con abigarrados colores — el
adulterio que vamos a tratar en el siguiente capítulo...

LAS PERVERSIONES...
ACERCA DE LAS MUJERES...
Dos mujeres son peores
que una sola.
Plautus: Curculio V.1.

¿Dónde habrá algo peor,


ni más osado que una mujer?
Plautus: Miles glor. I.5.

Terribles son las mujeres


Terencio: La suegra II.4.

Mujer muy buena no hay, ¿quién


la encuentra? hermano
Sólo las hay menos malas unas
que otras
Plautus: Aulularia II.1.

Licoris ha mandado al sepulcro


a cuantas amigas tuvo
M. V. Martical: Epigr. IV.24

Quien se fía de una mujer,


se fía del ladrón
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Hesiodo: Erga kai h. v. 375

Pasa güné kholos estin, Hékhei


dágathas duoo oomas
tén mian en thalamoo,
tén mian en thanáto
Antología Griega: XI.381 Palladas

La mujer es una desgracia


Sólo sirve para dos cosas
Para la cama y para la muerte
Antología Griega: XI. 381 Palladas.

Sea casta, o sea mala


En ambos casos es la perdición
Antología Griega: IX. 166

LOS ADULTERIOS...
Ambos juramos
Más: nuestros juramentos fueron
escritas sobre las olas de las aguas,
y las aguas lo llevaron al olvido...
Tú, quizás piensas ahora en nuestro
juramento, mientras estás reclinada
en otros brazos...
Meleagros: Elegía

Quien se fía de una mujer,


se fía de un ladrón
Hesiodos: Erga kai hemra v. 375

ADULTERIOS

Había adulterios ocultos, descubiertos, directamente abiertas hasta compradas, no faltaban


las concedidas y desde luego estaban también los adulterios descarados y había también
unas religiosas con sacerdotes.

Cada uno de estos arriba citados adulterios merecen ser aquí mismo bien aclarados, aunque
no con la finalidad que estos ejemplos sean luego eventualmente imitados por algunas
mujeres de nuestro Presente, solamente para ver que el autor dijo la verdad o se hizo
cretense...

Para evitar cualquier conflicto con un lector cretense tenemos ante todo que aclarar que si
bien los Cretenses tenían la imborrable fama de ser mentirosos, en una reunión de
filósofos, cuando un cretense confesó ser mentiroso, Philetas de Kos, un sabio, le dijo:
«Momentito. Un mentiroso también miente, cuando dice que miente. Pero entonces ya no
es un mentiroso, sino un hombre sincero que —mintiendo que miente— no miente, sino
dice la verdad, lo que demuestra claramente su mendacidad».

Analizar la conclusión de este dicho lo dejamos a cargo de nuestros lectores y


seguidamente presentaremos la primera clase de los adulterios, los que son ocultos, y bien
ocultos, pues en la mayoría de los casos, si bien ya saben casi todos, siempre el marido es
quien no se da cuenta y se entera de último, sintiéndose muy seguro, porque compró
perros molossianos para ahuyentar a los amantes nocturnos, sin darse cuenta de que el
oro cierra la boca de las esclavas que guardan el honor de la dama de la casa... Otras
advierten a sus amantes: «Ven dentro de poco, cuando ya haya marchado mi marido, pero
dame más».

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Horacio no nos aclara en qué consistía este «dame más» ¿Amor o dinero? Quizás la mujer
pensaba en ambos.

Había en Roma tantos adulterios ocultos, pero el tiempo que ve todo, lo reveló a los
poetas...

Solamente un ciego no se da cuenta de que, cuando tu mujer sale temprano de la casa y al


regresar en la noche llega con vestidos mojados, con arrugas sospechosas, la cabellera en
desorden y las orejas tan rojas — ella sabrá porqué... Es un adulterio descubierto,
solamente el marido no se da cuenta.

Este tan aberrante vicio golpeaba no solamente las entradas de las casas sencillas, sino
también las puertas doradas de los palacios imperiales...

Messalina, la esposa del emperador Claudio, hizo sus adulterios con Silio casi abiertamente,
y Claudio que la amaba tiernamente, al fin tuvo que ordenar su ejecución, no tanto para
vengarse sino para evitar que ella por una conjuración lo reemplazara con el amante.
Felizmente su memoria andaba mal, porque unos días después que ella perdió su vida por el
verdugo, Claudio se enojó mucho porque Messalina tardó tanto en aparecer para el
almuerzo...

Pobre emperador. Lo que tenía que aguantar. Cuando Messalina se dio cuenta de que
Claudio dormía ya, la Augusta prostituta abandona el palacio, acompañada sólo por una
esclava. Con los negros cabellos disimulados bajo una peluca rubia llegaba a su lupanar de
raídas colchonetas y entraba en un cuarto vacío, reservado solamente para ella. Después,
con sus pechos protegidos por una red de oro, se prostituía bajo el nombre de la ramera
Licisca y ponía al descubierto el vientre que dio la luz al príncipe británico.

Ella recibió entre zalemas a cuantos entraban y les reclamaba su pago... Ardiente aun del
prurito y de su intimidad en tensión, se reiteraba cansada de hombres, pero no saciada y,
repulsiva con el humo del candil que ensuciaba sus mejillas, llevaba al lecho imperial el olor
asqueroso del prostíbulo, nos comenta con gran tristeza Juvenal.

Terribles son las mujeres..., y dos mujeres son peores que una sola. Terencio nos dice
esto, no es la opinión del autor.

De todas maneras, algo de esto debe ser cierto, porque el caso de la emperatriz Faustina,
fiel esposa del emperador Antonino, nos demuestra que ni siquiera el trono puede matar los
sentimientos...

Faustina admiraba las luchas de los gladiadores. Era esto en aquellos lejanos tiempos un
más que agradable pasatiempo de las damas de la alta sociedad en el siglo de oro.

Ella se entusiasmó —al parecer— demasiado por uno que se destacaba por sus victorias y
vencía también el corazón de las damas romanas. Faustina mantenía largas conversaciones
con el héroe del turno, tantas veces y tanto que un día quedó embarazada. Ella mantenía
esto bien en secreto, pero cuando se enfermó gravemente, para aliviar su conciencia
rebelde confesó su desliz a su paciente marido Antonino.

No hay ninguna mancha que no pudiera ser borrada...

Antonino, para librarse de este tan delicado problema, encargó al colegio de los augures
que le dieran una solución para este caso tan especial. Los sacerdotes declaraban que la
mancha moral que sufrió la reina se podría borrar, siempre que la reina Faustina aceptara
lavar sus partes pudendas con la sangre vertida de este gladiador. Remedio santo y
religioso. El gladiador fue degollado inmediatamente y su sangre fue llevada al palacio.

Faustina, después de haber tomado su «Baño de sangre», podía acostarse de nuevo con
su esposo ingenuo, sin siquiera interrumpir su gestación. De su infidelidad nació luego un

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hijo que entró en la historia con el nombre Comodo, quien antes parecía ser un gladiador
que un emperador de Roma...

Había también adulterios «comprados». Acerca de esto nos comenta Tácito la tragicómica
historia de un Tribuno del pueblo, Octavio Sagita. Este —enloquecido de amor por Pontia,
mujer casada— compró primero el adulterio por medio de grandes dádivas, llamado así en
aquellos tiempos el dinero.

Luego compró también un divorcio y prometió a la mujer el matrimonio. Poncia, al verse


libre del primer matrimonio, comenzaba primero con delaciones, mintiendo que su padre
negó dar su consentimiento. Finalmente —esperando pescar un marido más rico— desdijo
su promesa... Octavio quejándose unas veces, luego seguía ya con amenazas, llamaba a los
dioses por testigos de cómo había perdido por su amor no solamente la reputación sino
también casi todos sus bienes y su hacienda, le pidió a la ingrata Poncia una despedida para
estar por lo menos una vez juntos en una noche. Le señalaron la noche, Poncia encargó a
su sierva para preparar la cámara y la cama. Los dos se juntan, y como sucede entre
enamorados, después de muchos desdenes contenidos, ruegos zaherimientos... se
encendió Octavio en una irrefrenable cólera y celos, apuñaló a Poncia dándole la muerte...

Poncia fue cremada, sus cenizas volaron por los vientos del otoño, y el tribuno terminó su
vida en un destierro después que le confiscaron lo que todavía tenía...

Había también algunos adulterios concedidos...

Kabbas, un caballero romano, invitaba a Mecenas para una cena, y cuando advertía que el
huésped se interesaba demasiado por su esposa, simulaba dormir. Uno de los siervos, al
ver esto, comenzó a probar el vino que quedó en la mesa Kabbas, al ver esto por sus ojos
no bien cerrados, se «despertó» y reprendió al siervo: «Bribón ¿qué haces allí? No te das
cuenta de que duermo solamente para mi huésped?»... Kabbas por lo menos sabía por qué
razón se hizo tan complaciente con Mecenas...

También Caridemo sabía por qué razón se hizo tan complaciente, pero él no se dio cuenta
de que estaba destinado a morir «sin haber tenido fiebre», pues el inclemente burlón Marcial
lo advirtió, diciendo: «Caridemo, como que no sabes que tu mujer es la amante de tu
médico. No te das cuenta de que un día te morirás sin que tengas fiebre?»

Había tantos que murmuraban públicamente acerca de las mujeres ajenas y al mismo
tiempo permitieron a las suyas que se entreguen a otros... Desde luego no faltaban los
bobos, como es el caso citado por el picaresco Apulejus: un marido que mientras se metió
en el barril para revisar el estado en el interior, su mujer se agachó para sostener un candil
para el interior del barril y el amante de ella, el falso comprador, le hizo el amor
prácticamente en presencia del marido...

Fueron estos ingenuos que demasiado tarde se dieron cuenta de que el filósofo Bias
proclamaba una gran verdad, cuando recomendaba... «por amor de Dios, jamás casarse
mientras eres joven, y si eres viejo, categóricamente nunca».

No es conveniente casarse porque si tu novia es bella, prepárate a compartirla con otro, y si


es fea, ¿para qué amargar luego el resto de tu vida? Es inútil quejarse luego, como aquel,
citado por Palladas: «Yo infeliz. Me he casado con una mujer que es la perfecta desgracia».

Desde luego jamás faltaban las mujeres demasiado exigentes... Marcial se defendió contra
Lesbia: «Ella exige que yo debiera estar siempre a su servicio..., pero yo le dije: Lesbia es
imposible disponer de mí como si fuera un solo dedo».

Otras —en semejante caso— resolvieron sus problemas nymphomanicas de otra manera,
como Leda, la histérica...

Leda había dicho a su marido que ella era una histérica; gime y llora y dice que quiere morir.
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Su marido le suplica que por favor no lo haga, que siga viviendo. Leda, no me abandones,
dejándome en una triste viudez. Él llama entonces a los médicos que de pronto vienen... Ya
esta Leda con las piernas en alto..., las comadres se retiran..., pero los médicos se
quedan... ¡Ah! ¡qué hermoso remedio...!

Nunca faltan y jamás faltarán los ingenuos. La historia se llena de ellos..., pero lo que
ocurrió con Gallo ya era el colmo, menos mal que quedó grabado para la posteridad.

Gallo se quejaba diciendo: «Mi esposa me suplica que yo debiera permitirle tener un amante.
Aunque sea uno solo. Pero esto ya es el colmo, y yo mismo no entiendo cómo no le saqué
todavía sus ojos».

Nosotros lo entendemos, ¿por qué no lo hizo? Porque él era un perfecto idiota.

Si realmente tuviésemos que creer todo lo que nos comentan los antiguos autores como
Plautus, Aristophanes, Martial, Apulejus Heliodoro, Juvenal y otros, en este caso nos resta
sólo expresar nuestra más sincera compasión con los antiguos grecorromanos, héroes en
las batallas y unos imbéciles en sus propias casas. Realmente tenemos que repetir lo que
ellos al fin de una pieza de teatro dicen: «Risum tenatis —Sólo les faltan los aplausos—
Plaudite».

Hay que reír o llorar...

Algunas damas, patricias, para evitar eventuales y agrias críicas, optaron por legalizar sus
andanzas, el frecuente cambio de sus amantes, por medio de unas nupcias legíimas, por lo
menos para eludir también las consecuencias y severas sanciones de las leyes Julias...

Proculina, por esta misma causa se casó con su amante, pero ella por lo menos lo hizo una
sola vez, pero Targelia se casó catorce veces y la muy ilustre dama romana Telesina dejó en
esto a todos muy detrás, pues ella se casódiez veces en un mes...

Ni esto era todavía todo, porque muchas mujeres, fingiendo un matrimonio honesto,
buscaron la felicidad en brazos ajenos, hasta con la conformidad de sus impotentes
maridos. No todos los maridos fueron ingenuos, algunos fueron directamente ciegos y
sordos...

Juvenal intentó despertar a estos infelices, diciendo: «Bobo. ¿Cómo no te das cuenta de
que mientras tu suegra vive? Ella será una hábil maestra de tu mujer... Ella le enseñará
como arruinarte y también iniciará a ella en el infame oficio de los adulterios. Ella instruirá a
tu esposa con sus experiencias, cómo escribir cartas amorosas y cómo se puede sobornar
la guardia, facilitando la salida de tu mujer en las horas nocturnas con el ya impaciente
amante. También las Amigas... Fulvia le sacará a tu mujer para ir a un santuario. ¿Qué
santuario? Se van ambas directamente a un nido de amor... Allí ocurrirán algunos misterios.
Algunas peregrinan a las aguas de Sinuseia para recobrar la esterilidad. Otras, para ahorrar
los gastos de un largo viaje buscan el reemplazo de los efectos de estas aguas en los
brazos de un vigoroso amigo...»

La insaciable se entrega a su vil amante que además de su honor deja también su


monedero para pagar los servicios prestados.

Marcial advierte a Luperco diciendo que en la escena están tres cómicos, pero tu Paula, mi
querido amigo, ama a cuatro... y también a un mudo, y éste sería el quinto...

A Cinna le cuentan las fechorías de su amada mujer, cuyos adulterios conoce todo el mundo
—y como siempre ocurre— menos el marido; por ello Marcial le advierte: «Cinna, tu mujer
Marula, ya te hizo siete veces padre, pero yo quiero que sepas que estos chicos no son
tuyos. Ni son de un amigo, ni de tu vecino, porque todos fueron engendrados en lechos
muy, muy vulgares. Aquel de cabellos crespos que parece ser un perfecto moro, es el hijo
de Santro, tu cocinero. El segundo de crecidos labios y de nariz muy roma, es un retrato
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vivo de Panno, el luchador en el circo. Y aquella tercera — todos los que conocen al
legañoso Damón, saben que esta hija es de él, de tu panadero. El cuarto de tez blanca es
fruto del amante ligado, en cuanto al quinto, quien no lo reconocerá inmediatamente, es el
hijo del Bufón Cyrra. Las dos hermanas, una morocha, otra rubia, una es la hija de Croto,
el flautista, y la rubia es el fruto de Carpo que es tu colono... Menos mal que otros
sirvientes, Coreso y Dindymo, ya fueron castrados, porque si no podrías contar todavía en
tu familia por lo menos unos diez hijos...»

Parece que Marula no era la única en esto. Euthymus había tenido veinte hijos y ni uno tenía
semejanza con este muy ingenuo, pero no es para sorprenderse, porque semejantes
deslices ocurrieron en las mejores familias...

Marco prestaba su mujer a Tiberio, y Claudio Gorgio prostituía a su propia esposa... Más
vale quizás no decir todo, y contar con detalles los pormenores de las orgías en que
participaban las mujeres más ilustres de la Roma imperial... Nerón, Comodo y Heliogabalo,
emperadores de pésima fama, pudieran contarnos largas historias acera de sus
ignominiosas fechorías...

La moral de las mujeres en Roma estaba en el suelo, en la plena decadencia, ni la cruel


venganza a la manera catoniana, ni la muy severa intervención estatal lograron extirpar esta
nefasta destrucción de la moral. Muy por el contrario... En la misma proporción que
disminuía la persecución estatal, en la misma manera a la inversa comenzaron a extenderse
los vicios de tal grado que poco a poco los adulterios comenzaron a ser considerados como
un decente pasatiempo y casi un «desponsorio» y por esta misma causa ninguno llevaba ya
a su casa una soltera, sino sacaba una casada pero de una casa ajena...

¿Y dónde habrán cometido las mujeres sus fechorías? En todas partes. En el nido de su
amante, y hasta en la casa propia. Juvenal advierte a los ingenuos: «Amigo. Si tu mujer
salió de tu casa muy temprano y regresa recién entrada la noche, mira como llega con
vestidos arrugados, mojados, con cabellera en total desorden, mejillas y orejas coloradas...
Me imagino que ya sabes, de dónde viene ella...»

En la Thesmophoria de Aristophanes una mujer lamenta amargamente: «Nuestros maridos


ahora nos tienen encerradas con llave en la casa. Estamos vigiladas. Y nos vigilan también
los feroces perros molossianos que nuestros maridos trajeron aquí para atemorizar a
nuestros amantes».

Semejantes precauciones habían tomado también los celosos maridos de Roma, pero los
ingenuos fueron burlados hasta en sus propias casas, porque una mujer que ama a otro,
puede hacer lo imposible para llegar a su meta...

Una que fue sorprendida con su amante, rápidamente desplegaba su velo muy ancho,
mostrando a su marido la calidad del tejido, y el marido —encantado por la hermosura del
velo— ni se dio cuenta de que detrás de la tela desplegada estaba escondido el aterrado
amante, esperando el momento para poder escaparse y no ser atrapado. La palma por la
insolencia, sin duda alguna, la llevaba y llevó la mujer, cuyo marido revisaba las paredes de
un barril adentro muy grande...

El perro molossiano de vez en cuando podía ser un pequeño perrito de falda... Graciosa es
la historia que nos comenta Aeliano. Él dice que un atrevido amante que por la inesperada
llegada del marido ya no podía escapar y no tenía otra salida que esconderse rápidamente
en una de las salas de la gran casa. Al parecer estaba todo en orden, hasta que la perrita
faldera del ama de casa comenzó a ladrar muy insistente y —corriendo hacia a la sala, donde
el amante estaba escondido— denunciaba la presencia del atrevido.

Se armó un escándalo muy grande, porque el atrapado y ferozmente apaleado confesó


luego que estaba armado de un puñal, y esperando la noche, tenía pues el plan de asesinar

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al marido y casarse luego con la viuda alegre.

Encerrar las mujeres en sus casas resultó ser una idea absurda, pues una mujer encerrada
sabía hasta en su cautiverio cómo, cuándo y con quién engañar al celoso marido...
Simplemente se enfermaron... y los médicos —igual que hoy— no todos conocían las reglas
de ética, la mayoría estaba y está dispuesto a curar cualquier mal.

Semejantes planes podían existir solamente allí, donde la mujer por falta de la posibilidad de
divorciarse, ya no tenía otro medio de liberarse...

Es un mal, un error fatal, estrangular con leyes hipócritas la libertad, y si esto ahora
frecuentemente ocurre hasta en nuestro presente, la causa se halla en la inflexibilidad de la
miopía teocrática que sólo se impone en estados donde el índice del nivel intelectual está
todavía muy bajo y donde el ignorante es presa fácil, porque es conducido todavía por ideas
absurdas, en que ni sus pontífices creen.

Los más graciosos de los adulterios sin duda alguna fueron los llamados «religiosos». Éstos
nos brindan además la oportunidad de ver los efectos nefastos de una credulidad excesiva
que es capaz de creer lo increíble y hace sus inciensos ante el altar de lo absurdo...

Para que el lector tenga la oportunidad de ver la veracidad de lo sostenido, presentaremos a


continuación lo que nos dice la historia...

Una serie de prohibiciones sacroreligiosas, si bien para los antiguos romanos era poco o
nada comprensible, pero en estos tiempos tan lejanos, la gente común —por causa de su fe
«Credo quia absurdum»— era acostumbrada para las «explicaciones de lo inexplicable» de
sus siempre mentirosos sacerdotes; por ello no se preocuparon mucho por la causa de las
prohibiciones, porque ni siquiera sus pontífices sabían cuándo y qué sería grato a sus tan
caprichosos dioses que nunca fueron mejores que sus venales pontífices.

En estos lejanos tiempos, cuando la credulidad humana llegó hasta el máximo grado
imaginable, el intercambio o la comunicación de los humanos con sus dioses era un
acontecimiento casi cotidiano.

A una de estas frecuentes visitas de los dioses facilitaron a los romanos elevar al grado de
las santas a Acca Larentia, Patrona de Roma. Ella en su juventud era una muchacha
hermosa, pero en el otoño de su vida la historia la conoce como una ramera ya retirada...

Plutarco nos comenta que el sacerdote del santuario del dios Mercurio era muy adicto al
juego de los dados; ganaba en esto a todo el mundo, y cuando ya no tenía a nadie con
quien jugar, se atrevió a jugar a su propio Dios, Mercurio. Le pidió el sacerdote que bajara
de su alto pedestal y viniera a hacer con él una serie de juegos...

Mercurio, el Dios, algo sorprendido por tamaño atrevimiento de su hasta ahora tan devoto
sacerdote, primero se enojó por la falta de respeto, pero al fin aceptó la invitación de su
pontífice, siempre con la condición de que el que pierde deberá ofrecer al ganador una
opípara cena y quedar encerrado en el santuario una noche entera con una hermosa
muchacha...

Trato hecho. El sacerdote aceptó las condiciones de su dios Mercurio, y comenzaron a


jugar. Al fin del juego el perdedor resultó ser el sacerdote, pues ¿quien podría ganar a un
dios?

Acto seguido —según lo estipulado— el sacerdote trajó al templo una suculenta comida
junto con una hermosa joven muchacha que ejercía la profesión «horizontal».

Mercurio, el Dios, al salir el Sol se despidió muy cariñosamente de la muchacha y le dijo:


«Que los hombres te paguen». Y para asegurar que su dicho divino sea cumplido, mandó a
ella al viejo Taruncio que —inflamado por la belleza de la muchacha— le dio a ella sus

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cuantiosos bienes. Ella, a su vez, cuando llegó a su vejez, dejó todos sus bienes para la
ciudad de Roma... Allí está la causa de tantos honores..., de esa manera la joven y bella
Acca Larentia escaló el pináculo de su carrera y se hizo Patrona de la ciudad eterna... El
principio petroniano —assem habeas, assem valeas— era ya un lema muy conocido, tanto
en la antigua Roma como también en nuestro presente. El dinero no tiene edad...

La historia de los antiguos demuestra que en las épocas muy remotas existía entre los
humanos y los dioses una muy peculiar relación. Ya que los dioses fueron inventados por
los seres humanos, por esta simple razón los divinos nunca fueron mejores ni más
virtuosos que sus excesivamente venales pontífices; por todo ello en aquellos tiempos los
dioses fueron humanizados y los humanos hicieron lo imposible pare ser considerados
como dioses...

Los diálogos de las mujeres con los dioses solían tener sus consecuencias, y cuando ya
tenían la necesidad de explicar a sus maridos lo inexplicable, en semejantes casos las muy
religiosas siempre tenían en su liste un ser divino, a quien podían acusar...

Las aventuras galantes de los dioses jamás fueron vengados y menos todavía rechazadas;
por ello, si la resistencia de una dama era demasiado grande, algunos atrevidos
enamorados podían pedir del cielo una divina representación...

Pero todavía no es todo..., pues entre los adulterios «religiosos», lo más gracioso, picante y
picaresca era la directa intervención de los sacerdotes, los cuales —según la opinión de
Tertuliano, vertido en su apología— «conciertan los adulterios en los templos mismos, y
entre los altares trazan alcahueterías, y en los mismos tabernáculos y sacristías los
sacerdotes —vestidos ya con las cintas y púrpura con la mitra en la cabeza— entre el humo
del incienso, ardiendo en la torpeza, ejecutan sus lascivias con la mujer...»

Lo sostenido por este Padre montanista de la Iglesia nos brinda la oportunidad de


contemplar y ver con cierta claridad los efectos nefastos de una hipocresía por parecer
perenne que sembraba y sigue sembrando la credulidad entre la gente lo absurdo y lo
realmente increíble.

En la antigua Roma el adulterio de la gente sencilla siempre ha sido calificado como una cosa
torpe y detestable, pero si este pecado ocurría entre la gente de bien, los ricos y patricios,
el mismo vicio ha sido calificado como un pasatiempo divertido, hasta algo elegante. Era un
pecado mortal y detestable, excepto si lo cometían con sacerdotes, pues en este caso la
pecadora podía recibir inmediatamente la absolución total.

El Pasado es un espejo del Presente y estamos convencidos de que en el árbol de la vida en


cada primavera brotan siempre y exactamente las mismas hojas y flores; por ello el
Presente carece de derecho a criticar al Pasado, pero si, nos invita a meditar sobre nuestro
Presente...

LA POLIANDRÍA ROMANA
Era esta una clase de la poligamia. No se sabe hasta qué punto podría ser considerada
como algo perverso o contrario a la naturaleza humana. De todas maneras el hombre es
sólo un ladrillo en el gran edificio del estado, cuyos intereses ipso jure se califican como
superiores a los del individuo.

Esta clase de poligamia surgió como consecuencia de los desequilibrios demográficos,


causado no tanto por las guerras, sino por las pestes y demás epidemias que
frecuentemente azotaron las poblaciones itálicas, haciendo estragos especialmente entre las
más debilitadas, las mujeres y los niños...

Festus nos refiere que los romanos recordaron con grandiosas fiestas taurinas —llamadas
Tauro-makhias— una trágica y funesta peste que hizo grandes estragos en las filas de las
mujeres durante el reinado de los tarquinios, posiblemente por causa del excesivo consumo
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de carne de toro: en esta oportunidad especialmente aquellas que estaban embarazadas —


probablemente por causa de una brucelosis aguda— cayeron masivamente como el trigo,
sorprendido por la filosa guadaña...

Roma en esta oportunidad quedó con muy pocas mujeres núbiles, y la solución de esta
cuestión tan espinosa, tanto en su aspecto eugenésico como demo-políticamente, ha sido
felizmente superado con el estallido de la guerra con los etruscos y la supresión provisoria
del concubinato. Si bien en Roma no podía existir una «bi-andría» legalizada, sí florecía una
poliandria censurable.

Pues fueron cultivadoras de una poliandria las más distinguidas romanas, las cuales
contrajeron nupcias solamente con el fin de divorciarse lo más pronto posible y de casarse
de nuevo casi inmediatamente. Era esta época de oro, cuando las muy ilustres damas de la
alta sociedad romana habían dejado de contar los años por los cónsules, sino que notaban
por la cantidad de maridos que habían tenido casi mensualmente...

También fueron pecadoras de una poliandria aquellas antiguas romanas, las cuales bajo la
capa de una honesta monogamia cometieron adulterios con una serie de amantes, hasta
con sus propios esclavos, como la mujer de Caridemo lo hizo muy discretamente con su
médico. Los casos de Emilia Lépida o la de Gallia, esposa desleal del miope Pannico no
fueron los primeros casos, ni los únicos, y menos todavía los últimos... Poliándricas fueron
también aquellas pobres romanas que fueron corrompidas por sus propios esposos,
obligadas para ir a la calle, vendiendo su amor por algunos sestercios. Ni debemos olvidar
en esto la muy fina Marcia, esposa de un Caton que fue prestada —por medio de un
divorcio legal— a su íntimo y muy acaudalado amigo Hortensio. Todavía no sabemos, por
qué razón murió luego este gran amigo poco después de haberse casado con Marcia, pero
su triste viuda —cargada con toda la herencia— regresó de nuevo a su amado ex—esposo
Catón. El secreto de ambos fue llevado luego a la tumba junto con ellos...

La idea de la poliandria no era nunca ni ajena ni extraña a la mentalidad de la antigua mujer


romana...

Marco Porcio Catón, el bisabuelo del recién mencionado marido de Marcia, escribió una
graciosa historia acerca de esta cuestión tan picaresca... El héroe de su historia era el joven
Papirio Pretextato. Dice él que este joven que todavía vestía la toga pretexta de los
menores, en una oportunidad había acompañado a su padre al Senado, prometiendo a su
progenitor no hablar luego con nadie acerca de lo escuchado. El niño al regresar ha sido
interrogado inmediatamente acerca de las deliberaciones, pero Papirio, para guardar
fielmente su compromiso, negó rotundamente brindar a su madre una información. Ella
insistía y entonces Papirio —para librarse ya de la excesiva curiosidad de su madre— inventó
una graciosa mentira, diciendo: «Bien, Madre, los senadores de Roma hoy habían discutido
acerca de la cuestión de la poligamia, dialogando qué sería mejor para la República: si dar
dos mujeres a un marido o dos maridos a una mujer».

Aterrada quedó la madre de Papirio con esta noticia y salió enseguida de la casa, narrando a
sus amigas lo que había oído. Uno más uno más uno no son tres sino ciento once, y nos
cuenta Aulo Gellio que a la mañana siguiente acudió a las puertas del Senado un numeroso
grupo de desesperadas mujeres que —llorando y con muchas lágrimas— suplicaron a los
senadores que más bien dieran DOS maridos a cada mujer, antes que dos esposas a cada
marido.

El Senado —enterado de la causa del tumulto y la ejemplar conducta del joven Papirio—
como símbolo del reconocimiento resolvió otorgarle el honroso apodo «Pretextato»,
teniendo en consideración que todavía llevaba la toga pretexta, y desde entonces la mentira
de noble motivo todavía se llama Pretexto...

En la Grecia existía una poliandria legalizada. Nos refiere Polibio Megalopolitano que las

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costumbres e instituciones en Lacedemonia en Esparta permitían que tres o cuatro


hombres —siempre si eran hermanos— tenían una sola y misma mujer, cuyos hijos les
pertenecían en común. Los de Esparta recurrieron siempre a esta modalidad, cuando el
índice cuantitativo de las mujeres por causa de las pestes hizo peligrar hasta la subsistencia
del Estado.

Los espartanos dieron mucha importancia a la perfecta salud de la población y cumplieron


fielmente los postulados eugenésicos.

Cuando hallaban un matrimonio sin hijos o con uno solo, entonces el marido tenía la
obligación de aumentar el número de sus hijos, y si por causa de su propia culpa era
impedido cumplir con la ley, entonces tenía que invitar o a un amigo o un joven y vigoroso
que sin falta venga a su casa a fin de «reemplazar al marido en las delicias del amor y
procrear hijos con su todavía joven mujer. Lo dispuso el sabio legislador Licurgo que no
podía admitir que la gente a un lado buscaba mejores sementales para mejorar la raza de
sus caballos y de los perros para la caza, y al mismo tiempo encerraban a sus mujeres en
unas fortalezas, en vez de cederlas a aquellos que pudieran procrear para el estado fuertes
y vigorosos descendientes...

En Esparta no ha sido tolerado que alfeñiques y decrépitos sigan procreando niños que
luego fueron precipitados desde la Roca de Taigetos... El legislador Licurgo sacrificó de esa
manera sobre el altar de la patria la tan cuestionable lealtad femenina y también el tan
temido término de adulterio..., con los cuernos de Amaltea.

Esta clase de poliandria en Esparta basabáse en el mote: Mens sana in corpore sano. No
sabemos con precisión qué era lo que pensaban acerca de esta legislación de Licurgo los
mismos espartanos, pero también es cierto que cuando un peregrino preguntó al rey
Geradas, qué pena daban en Esparta a los adúlteros, el rey le contestó secamente:
«Ninguna porque en Esparta no existe el adulterio».

El curioso peregrino cometió un lamentable error al no preguntar a un simple ciudadano por


su opinión acerca de esta cuestión tan espinosa, tan contraria a la naturaleza humana.

El ciudadano, uno de los numerosos ladrillos del estado, tenía que someterse a los siempre
teocráticos intereses del estado — le gustase o no. Tenía que entender que «Dura lex, sed
lex Dura» es la ley, pero así es la ley, y el hombre debe obedecer.

DIVORCIO Y VENGANZA
Había en estas épocas lejanas solamente dos clases de divorcios: uno legal, donde la mujer
había sido repudiada. Esta clase era bastante rara, porque a la mujer que marchitaba, le
acompañaba en su salida brazo a brazo también su dote, más de una vez acrecentada.

La otra clase de divorcio obligaba al marido a irse de la casa y tomar una dirección hacia el
más allá, desde donde no había regreso; un divorcio, en que no se metieron los abogados y
demás causidicos. En ambos casos corrieron el peligro de perder además de la unión
también sus haciendas, pero en este segundo caso regresó la paz a la casa con la diferencia
que la mujer difícilmente podía llamarse viuda, porque en fin resultó ser una vulgar
asesina...

Anteriormente ya hemos mencionado el caso de envenenamientos masivos en la isla


Cerdeña y también las machinaciones de algunas damas de la sociedad que buscaron las
ranas en las zarzuelas... Los pulmoncitos de estas ranas, llamadas Rubeta, mezclados con
un buen vino, tenían un efecto casi inmediato...

Las romanas conocían también las bondades de los hongos y mucha fama tenía el «hongo
de la despedida». Fue llamado así la Oronja falsa, un hongo rojo como la sangre, sembrado
con lunares blancos, sumamente tóxico por causa de sus tres venenos muscarina, atropina
y bufortenina, los cuales juntos aseguran una feliz salida a cualquiera que quisiera regresar
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de nuevo a la Madre Tierra...

Publicia y Licinia, ambas damas de origen patricio, fueron acusadas que de esa manera
despacharon a sus maridos consulares, los cuales tenían que dejar sus vidas, porque tenían
la imperdonable culpa de haber perdido ya algo del fuego y peinaron canas... Juvenal llama
la atención de los ya algo envejecidos maridos, diciendo: «Cuidado con tu mujer que al
sediento marido tan presto ofrece el vino de Caleno o de Lesbos, mezclado ya con
veneno...»

Y para evitar la sorda ira de las sospechas, mandan al fiel marido —negro como la noche por
el efecto del veneno— inmediatamente a la pira, transformándolo por medio de ardientes
llamas en humo y en cenizas.

Fueron estos unos divorcios seguros y baratos sin la intervención de abogados rapaces,
jueces sobornados, sin peleas de las partes, juicios acompañados solamente por las falsas
lágrimas de las viudas alegres y las sonrisas de los herederos...

Ni las penas, ni los castigos asustaron a las mujeres...

El más ilustre cónsul, H. Labia, perdió su vida por el veneno que le dio su amada mujer
Hostilia. Nomen Omen. También las patricias Publicia y Licinia fueron acusadas por haber
envenenado a sus respectivos maridos: ambos fueron en Roma ilustres personas —
grandes cónsules. Las dos asesinas fueron condenadas y en un juicio familiar ambas
tuvieron que pagar sus fechorías con la muerte...

Juvenal advertía en vano a los demasiado confiados maridos: «Mira, ingenuo, un poco más
cerca a tu mujer. Qué pronto, qué apresurado te ofrece una bebida refrescante».

Un dulce vinito de Cales, quizás de Lesbos, pero ambos mezclados con los pulmones de
esta simpática ranita, la Rubeta de los zarzales... Ellas mismas aleccionan a sus íntimas
amigas, cómo hay que despachar al marido ya menos o nada vigoroso a la pira funeral...

En el siglo de oro los envenenamientos estaban ya tan en boga en toda Italia que ninguno
que estuviera algo enfadado o poco vigoroso con su mujer, se atrevía a comer en su propia
casa..., ni siguiera el muy picaflor amante confiaba a probar los deliciosos pasteles de su
muy celosa y peleadora Poncia.

Mercurio y Carón añoraban en los infiernos los antiguos tiempos, cuando los hombres
murieron, cubiertos por la sangre roja, vertida por la patria, pero ahora, bien enteros, sin
heridas, negros como la noche por el veneno — gracias a sus amadas esposas...

La pobre mujer Cloe ¡Qué mala suerte tiene! Ella ya por séptima vez que celebra los
funerales de sus maridos. Hasta inscribe sobre las lápidas, junto con su nombre...

La muy alegre viuda Gala ya ha enterrado otros siete maridos y ahora está por casarse con
un Pisentino. Octavio Marcial nos dice que este ingenuo de la municipalidad de Picentino
debe ser un perfecto idiota que no se da cuenta de que él dentro poco será el próximo...

Fabio entierra a sus mujeres y Crestil a sus maridos... Por causa de la ley Julia, Telesilla
ahora tiene que esperar —por lo menos— un mes entero para poder casarse con la serie de
sus diez maridos... Ella es una dama muy honesta y desde luego no mata a ninguno. Ella se
divorcia, disimulando de esa manera sus numerosos adulterios. «Una simple plebeya causa
menos escándalos que hoy nuestras tan finas patricias», se queja Marco Valerio Marcial...

La moral y decencia estaban en plena decadencia... En el primer siglo del imperio pagaron ya
unos veinte mil sestercios por una esclava mucama sorda y más todavía si era también
muda... La honestidad y la castidad que durante la república fueron consideradas como una
virtud nacional, en los siglos del imperio era una delgada capa de barniz... solía citar el
emperador Juliano esta observación del poeta griego Baquilides.

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Ya no alcanza un solo hombre para Hibernia. Hombre ¿para qué casarte? ¿para que tu
mujer luego haga padre al citarista Esquión o al flautista Amrosion?

Antes de casarte, recuerda al filósofo Bias que nos recomendaba quedarse célibe, porque si
te casas con una mujer hermosa, prepárate a compartirla con otro y si es fea, convertirá tu
vida en un infierno.

Es una regla muy sabia que vale también para nuestro Presente.

Ninguna cosa se enjuga

tan pronto como las lágrimas

Quintiliano

VIUDAS BUENAS..., VIUDAS MALAS


La denominación viuda, en latín vidua, tiene un doble sentido, porque los antiguos romanos
dieron este nombre no solamente a la mujer casada que perdía a su esposo, sino también
llamaron así a la soltera que no tenía la suerte de tener un buen marido... Precisamente por
ello la soltera se sentía «vi-dua» —doblemente mal— pues ella tenía «Ve-cors» —corazón
solitario— y a la par también «Ve-sania», desesperación...

Para demostrar al lector la veracidad del jurisconsulto Javolenus, citaremos aquí la historia
de Aulo Gellio... Él nos cuenta que vivía en Caria el rey Mausolos. Su esposa, la reina
Artemisa, lo amaba de una manera que estaba muy por encima de todas las pasiones
célebres que uno puede imaginarse en las cuestiones del amor.

Cuando Mausolos murió por causa de una grave enfermedad, su reina se hizo viuda con ve-
cors y ve-sania con su corazón desesperado. Estrechaba el cadáver de su marido entre sus
brazos, regándole con la lluvia de sus lágrimas. Luego lo hizo cremar con mucha pompa y
ceremonias y al recibir las cenizas de su tan amado esposo, mezcló una parte de las cenizas
con agua y lo bebió para unirse con aquel, a quien ya nunca podría olvidar... Para el resto
de las cenizas hizo construir un famoso sepulcro que luego ha sido contado como una de
las siete maravillas del mundo y que llevaba y lleva todavía el nombre de este tan amado
esposo, Mausoleo...

La tesis de Quintiliano que sostiene que las cosas que más pronto se enjugan son las
lágrimas, nos convence que no todas las mujeres fueron como Artemisa y para no quedar
en duda sobre esto, evocaremos aquí el afamado caso de Gliceria y también la historia de la
viuda efesiana.

Nos refiere Petronius, el afamado maestro de la elegancia en el corte imperial de Nerón que
él conocía en la ciudad de Efesus una matrona tan honesta que llegaron desde muy alejadas
regiones mujeres a la ciudad para verla y admirar su excepcional lealtad. Cuando a esta
mujer falleció su esposo, ella marchaba detrás del féretro con los cabellos revueltos y el
pecho desgarrado, desesperada del dolor. No se separó del cuerpo de su amado esposo y
después de los funerales ella quedó en la cripta, decidida a morir por medio del hambre,
porque ella quería quedarse unida con él hasta en la muerte...

Pocos días después del entierro ocurrió que en la cercanía de la tumba el gobernador de
Efesus mandó atar a unos árboles algunos ladrones, y para evitar la liberación de ellos por
medio de sus parientes, puso al lado de ellos un soldado como guardia. Al anochecer el
centinela observó una lucecita que venía desde la cripta vecina. Curioso, y para ver qué era
lo que ocurría allí, entró en la cripta y encontró a la triste viuda más muerta que viva por los
dolores y también por el hambre que sufría.

El soldado recurría entonces a toda su capacidad oratoria para consolar a la desesperada


mujer y tenía que hacer esto largamente, porque también en las noches siguientes estaba
allí en la cripta, o porque los ladrones ya murieron y ya no temía que volvieran a robar el
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cadáver. Sin embargo en la quinta noche ocurrió que uno de los familiares —aprovechando
la ausencia del soldado— sacó uno de los cadáveres y el soldado, saliendo de la cripta a la
mañana, al advertir que faltaba uno de los muertos, no dudó que su pena sería la muerte.
Nos consta sin embargo que la centinela no tuvo que morir por causa de su negligencia,
porque dicen que ocurrió un milagro, pues el cuerpo desaparecido regresaba de nuevo...

Sólo la ya muy consolada viuda y el soldado sabían que el féretro en la cripta quedó vacío y
aquel cuerpo que regresó a la cruz no era el del ladrón...

Lukianos nos comenta que murió Megapentes, el tirano de Misia. Al llegar al Hades, al
Infierno, le preguntaron las demás sombras (almas), ¿cómo fue su vida y su sepelio?
«Mejor ni hablar de ello» les contestó, «pues todo fue muy vergonzoso y a la vez
tragicómico... Mi esclavo preferido, Cepion, tan pronto me vio muerto, subió al atardecer a
la sala, donde yo estaba velado y —aprovechando la oportunidad de que nadie estaba—
cerró la puerta y abrazó a mi tan querida mujer Gliceria, con quien seguramente me
engañaba ya durante mi vida. Seguidamente la aprovechó en mi presencia como si nadie
estuviera presente. Luego me miró con desprecio y me dijo: «Canalla ¿cuántas veces me
has apaleado injustamente?» Al decir esto, me arrancó las barbas, me dio algunas
cachetadas y me escupió en la cara. Yo ardía de cólera, pero como estaba muerto y rígido
no podía castigarlo. No puedo contarte, amigo alma, lo que yo sentí, cuando yo muerto lo
vi, cómo mi pérfida mujer en cuanto oyó los pasos de los que llegaron para verme, se
humedeció con saliva sus ojos y —fingiendo llorar— sollozaba gritando mi nombre:
«Megapentes Megapentes ¿por qué me has dejado sola? «... Demasiado tarde me di cuenta
de que en los funerales del marido casi siempre está presente el sucesor...

Dícese que siete velos cubren al alma humana. Los amigos conocen hasta el quinto... Los
esposos conocen quizás los secretos del sexto velo, pero los misterios que cubre el velo
séptimo, no conocen ni siquiera el dueño del alma que está escondido en su corazón... Por
ello es difícil creer que haya alguien que pudiera entender verdaderamente el luto de
Artemisa, la conducta de la viuda efesiana, aunque sí, el teatro nefasto de Gliceria...

El presente es el hijo del pasado, y por la culpa de los siglos estamos íntimamente
convencidos de que en este crisol abigarrado del bien y del mal, si bien nunca faltarán en
nuestro mundo las Glicerias y mujeres como la viuda de Efesus, pero siempre habrá
también algunas Artemisas...

LAS DANZAS INFAMES


No se puede tachar de perversión unos oficios que fueron ejercidos exclusivamente por
mujeres, las cuales ipso facto et ipso jure fueron tachadas de infamia por la demasiada —y
de vez en cuando— ciega hipocresía romana.

¿Cómo podían ser calificados como oficios deshonestos las obras de los actores que
divirtieron en el teatro el siempre disgustado y también hambriento populacho? El mismo
peligro de ser consideradas como infames corrieron las bailarinas, las cuales ofrecieron por
medio de sus danzas para los espectadores una coreografía que en sí resultó ser una
fiesta...

Esta cuestión —en estos tiempos infames y en nuestro presente es admirada y tiene fama
— merece ser presentada con mayores detalles al curioso presente. Lo que aclararemos
acerca de la danza, a su vez será una muy justificada protesta contra semejante
clasificación que la degradaba como un acto y una profesión infame...

La danza es antigua como la humanidad misma: existía entre todos los pueblos civilizadas,
hasta entre los salvajes, como una forma de expresión de las pasiones o tormentas que
invadían en este momento al alma humana... Homero, el inmortal poeta griego, calificaba la
danza como una de las más bellas en la vida humana y la elevaba al rango del canto, de los
sueños y del amor...
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Los griegos importaban desde el Cáucaso las dos danzas: la cordax y la sykinis. Los
macedonios lo bailaron alegremente, cuando fueron conducidos por Alejandro el Grande, y
de esa manera estas dos clases de danzas llegaron hasta la India.

La danza en estos lejanos tiempos igual que en nuestro presente se elevó al rango de una
arte, era una fina expresión que contenía tres importantes elementos: gesto, pose, y algo
inexplicable que el danzante quería hacer saber, algo íntimo que sentía.

Puede ser que la danza de las muchachas en Thessalia tuvieran cierto sabor sensual, pero
esto era lo más natural, pues según la opinión de Athaeneo nada puede ser más agradable
para un hombre que contemplar los gestos, movimientos y la belleza de una graciosa
mujer.

Había en aquellos tiempos también unas danzas religiosas en honor de los dioses, los
Korybantes en la Phryghia, las Kuretas en la Isla de Creta en honor de Zeus, las Baquidas
en Esparta y no tan santas danzas en honor del Dios del vino Dionisio, danzas frenéticas de
dementes en honor a un dios algo indecente.

Había una danza llamada Hormos, en que primero se juntaron las parejas, enlazándose
entre muchos. Fueron las danzas phallicas en honor de la inmortalidad — Athanasicas del
hombre, agradeciendo de esta manera a los dioses que permitieron una coparticipación del
hombre en la mágica y misteriosa creación de los siempre nuevos seres no obstante de la
siempre y eterna cosecha de la muerte...

No sólo Hélade sino también Roma fue invadida por una muy variada clase de danzas.
Fueron importadas por los soldados de las legiones que regresaron desde las más vastas y
alejadas regiones del imperio. Sin embargo había una clase de danzas que conquistaba al
mundo antiguo — fue la que inventaron en España las muchachas gaditanas y las «Hijas de
la malvada Cádiz que sabían con encanto agitar los vientres con una danza lasciva,
temblando con todos sus cuerpos», nos dice con cierto reproche el epigramista Martial,
aunque sabemos que también a él le gustaba. Ni siquiera el severo criticón Juvenal podía
sustraerse de las maravillas de las danzas, porque también él esperaba a estas muchachas
gaditanas que también sabían cantar acompañado con sus castañuelas sus siempre lascivas
danzas...

La mayoría de estas danzas, sagradas algunas y no tan santas otras, pero muy
especialmente las lascivas gaditanas servían exclusivamente para honrar al Dios del amor,
pues la vida en aquellos tiempos era demasiado corta..., llena de guerras, pestes, hambre y
montones de desgracias diariamente...

La danza podía cruzar hasta las infranqueables fronteras de las Babel de idiomas...

Dícese que el emperador Nerón —en una oportunidad en honor de un rey de Asia— dio una
recepción espléndida: había en el circo lucha de gladiadores, carreras de caballos y entre
otros magníficos espectáculos maravillaba a los espectadores con sus danzas un bailarín,
cuya pantomima era indescriptiblemente maravillosa y extraordinariamente expresiva.

Cuando este sátrapa, o rey, estaba ya para regresar a su patria, el emperador Nerón lo
abrazó efusivamente y le dijo que le pidiera lo que quisiera para llevarse los mejores
recuerdos...

»¡Me harías dichoso, oh Rey de los romanos, si me regalases este bailarín tan magnífico!,
pues yo tengo por vecinos unos bárbaros esquitas de lengua muy distinta a la nuestra, y si
no puedo hallar un interprete para entenderme con ellos, ese bailarín les explicará todo y
perfectamente por medio de sus danzas tan magníficas y expresivas...»

El antiguo autor griego Lukianos nos dice que los gestos y demás movimientos del cuerpo y
del alma se confunden perfectamente en la danza, pues los movimientos rítmicos

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transmiten no sólo el vigor de un cuerpo, sino también del alma, siempre y mientras no se
cruzan las barreras que les impone la naturaleza...

Lesbonax de Mytilene llamaba a las danzantes «Kyro-sophos», unos señores y eruditos,


pues estos bailarines sabían transmitir sus pensamientos por medio de rítmicos y elegantes
gestos y movimientos.

La Roma catoniana condenaba las danzas guaditanas, pero al mismo tiempo era incapaz de
prescindir de ellas.

Nosotros absolvimos a los bailarines de la infamia romana, pues sabemos que aquellos que
la critican y censuran la cultivan muy en secreto.

Nos persigue la hipocresía humana como la sombra, pisándonos los talones... y conocemos
censores, los cuales —cubiertos por la capa de la noche— hacen lo que censuran en sus
santuarios...

Pasa güné, kholos estin... XI.381


Todas las mujeres son una peste
Antolog. griega: XI.381 Palladas

Lucilla ex corpore
lucrum faciebat
Graffit. Romae

LAS ESCLAVAS DEL AMOR


Palladas, este insigne poeta de la antología griega sostiene que las mujeres solamente son
buenas en dos oportunidades: en la cama y después en la muerte.

Pero, ¿quienes están casi siempre en la cama? Aquellas —nos dice Séneca— que ejercen un
oficio de fama manchada. Dice esto —sin ruborizarse— el pretendido estoico de Roma que
jamás se abstenía «manchar» el ya no existente honor de las damas en la corte imperial de
Nerón.

El origen de este oficio es antiguo como la humanidad, y en cierta manera era un postulado
de la sabia naturaleza que por un capricho o por una inescrutable finalidad hace nacer
siempre más mujeres que varones, y como forzosamente son unos «supernumerarios»
tienen el derecho no sólo de existir, sino también de ser felices y vivir.

Hay mujeres que brindan las delicias de una vida conyugal sin cónyugue...

Los más antiguos pueblos hasta lograron juntar las «delicias con utilidad», pues espaldaron
las momentáneas relaciones íntimas a base de la prostitución hierática de Babilonia con el
contrato innominado «Dame tu amor, para que Te dé después». De esa manera tan
armonioso el amor y el oro llegaron a conocerse mutuamente hasta que se juraron
quedarse siempre como unos íntimos amigos... inseparables para siempre.

Cada pueblo tiene sus costumbres muy especiales, su moral. Lo que para el pudoroso
Sabino en Padua sería inconcebible, esa misma costumbre era entre los espartanos lo más
natural... Estos alardearon con la belleza de sus mujeres y para demostrar la veracidad de
sus palabras, desnudaron a sus beldades en la presencia de sus huéspedes.

Ni las muchachas en Khios consideraron reprochable luchar desnudas con los jóvenes en los
gimnasios. Petronio, ese tan exquisito maestro de la elegancia, nos hace entender que
estas niñas han adquirido de esa manera tan honesta algo más que la simple libertad. La
libertad del sexo. La libertad del sexo era una cuestión de costumbre y la costumbre en su
versión latina es mos, y lo que pasa según las reglas del mos lógicamente se identifica con
la moral.

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Por esta misma causa nadie, absolutamente nadie se escandalizaba por la demasiada
libertad de las muchachas en la isla de Cyprus, las cuales —al prostituirse con los marineros
fenicios, cretenses y griegos en las costas litoraleñas de la isla— consideraron semejante
acto como lo más natural y hasta lo más decente, juntando de esa manera una considerable
suma de dinero que lo llamaron Dote.

No hallaron esto ni los novios como algo reprochable, muy por el contrario. Nunca se
pregunta de dónde y cómo vino el dinero, sino solamente: ¿cuánto? Estas mujeres —hartas
ya de sus previas experiencias— vivían luego con sus respectivos maridos en una casi
ejemplar fidelidad.

El amor tenía su respectiva deidad entre los antiguos pueblos. Aphrodité para los griegos,
los romanos tenían su Venus y además de estos dos, casi cada pueblo latino tenía su
propio numen del amor...

En honor de esta diosa del Amor en la antigüedad erigieron numerosos templos y


santuarios, donde las mujeres ofrecieron en honor de la diosa sus encantos y su «fugaz
amor», aun si no de gratis. Los precios —previamente estipulados— cobraban las
sacerdotisas del templo para fines jamás aclarados. En estos templos de la diosa del Amor,
el precepto proclamado por el Rebelde de Galilea siglos después —»Ama a tu prójimo»— ha
sido cumplido siempre con o sin alegría, pero religiosamente.

El sabio legislador Solon erigió en Atenas un templo para la diosa «Aphrodite Pandemos»
después que vio que en Atenas había una gran cantidad de jóvenes solteros, para los
cuales, y muy especialmente para sus «problemas», tenía que buscar una rápida solución.
Para este mismo fin llenó el citado santuario con las «Rameras de la diosa». Solon creó
además un Eros Center, llamada Erótica, donde mujeres fáciles con sus vestidos totalmente
transparentes atendían a sus clientes por el precio ínfimo de un sólo «obulo». Ese Eros
Center seguramente ha sido subvencionado luego por el estado para satisfacer la exigencia
algo mayor de esas tan amables damas.

En la época de Pericles la muy hermosa hetera Aspasia trajo una multitud de bellísimas
prostitutas desde el exterior. Estas mujeres fueron instaladas en muy especiales nidos del
amor, donde estas llamadas «Siervas del amor» tenían que respetar toda clase de
exigencias.

Siguiendo los ejemplos de Solon y de Aspasia, uno de los reyes de Macedonia erigió un
santuario en honor de la «Puta Aphrodité» en el pueblo de Abydus. También en la ciudad de
Efesus —no obstante que su divinidad patrocinante era la «Casta Diana»— consagraron un
santuario para la «Hetera Afrodité» con la misma finalidad. El templo ha sido llenado con las
«Siervas del amor» que hicieron con todo gusto el amor, y la diosa cobraba... La Casta
Diana y la Prostituta Aphrodité siguieron muy juntos... cada una cumplía religiosamente su
oficio.

En estos templos y santuarios las Siervas de la diosa hacían el amor — sea con quien fuera.
No había allí una admisión y ya que sus oficios fueron sagrados, festejaron también con
actos litúrgicos sus llamadas «Erothydias» en Thespia. Era venerado en estas fiestas muy
especialmente el niño Eros, para que siguiera tirando sus certeras flechas en el hígado de
sus candidatos. Plautus nos comenta que en estos templos pululaban las mujeres, rameras,
curiosas y señoras descontentas —una masa de mujeres de todas las clases sociales— las
cuales prácticamente transformaron a estas iglesias en un mercado de mujeres, las cuales
—según los informes de Epidico— «Atenas ahora es la ciudad «doblemente» de las mujeres,
porque acá sobraban también los jóvenes, los cuales «no querían» a las mujeres...»

Referente a la calidad humana de las meretrices, había entre ellas una gran variedad para
todos los gustos. Había hermosas, bellas y otras no tanto, pero finas y muy cultas. Las
llamadas Heteras. Estas últimas lograron acaparar no sólo mucho dinero sino los más

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poderosos —en más de una oportunidad— lograron también «apoderarse del poder». La
hetera Smerdyas dominaba enteramente al poderoso Polykrates, y Aspasia, esa bellísima
mujer, hija de Hermotimos en Phocea, después de que por medio de su pudor y castidad
logró conquistar primero al persa Cyrus y luego Artaxerxes, ha llegado un día a Atenas y se
rindió ante ella toda Grecia y hasta el inclito estadista Perikles...

Aspasia pertenecía también al círculo de Sokrates y brillaba entre los sabios con su
extraordinaria inteligencia. En esto no podía competir con ella ni la muy culta discípula de
Sokrates, la hetera Theodoto. La influencia de Aspasia que ejercía sobre Perikles, la
demuestra el caso de una ramerita insignificante que fue raptada por algunos jóvenes de la
ciudad de Megara. Aspasia, furiosa por lo ocurrido, logró convencer a Perikles de que
declarara la guerra contra los megarenses. Estos amedrentados llamaron inmediatamente a
los lacedemonios en Esparta para poder defenderse... Esta —por parecer pequeña chispa—
fue lo suficiente para incendiar a toda la Grecia que bajo el título «la guerra peloponesíaca»
entró en las páginas amarillentas de los Anales de la Historia...

Otras rameras de mayor importancia fueron Thais y Agatoklea. Thais era amiga de
Alejandro Magno y ella —después que el rey murió— se casó con Ptolomeo.

Agatokleia logró acaparar todo el poder en Egipto, pero después que condujo al país a una
sangrienta revolución, ella —junto con sus parientes— halló también una cruel muerte...

Dícese que «Amor omnia vincit» que el amor vence todo y el enamorado se hace también
ciego... solamente por esta causa el tirano de Siracusa elevó a una vulgar prostituta,
llamada Pitho, a su trono real.

Lukianos sostiene en su obra acerca de los diálogos de las cortesanas que el amor de los
rechazados en vez de apagarse crece como el fuego que arrasa todo.

Algo semejante ocurrió con el rey Macedonico Demetrio. Este rey, locamente enamorado
pero también más que indignado por causa de la desdeñosa indiferencia de la muchacha,
para convencer a la ramerita, sin pensar mucho, sacó rápidamente su «diferencia» y la
mostraba a ella con su mano... Penem fricans, tangensque dixit... y dijo: «Olfacito Lamia, et
senties, quantum prestet aliis omnibus unguentis».

Lo cierto es que Lamia desde este momento —convencida por el espectáculo— se rindió
ampliamente a los deseos de Demetrio.

No debemos olvidar los encantos de Phrine. Nos dice Quintiliano, ese maestro de la
dialéctica que en un juicio público que entablaron contra esta tan famosa ramera, ella —sin
saber nade de derecho, no conocía las reglas de la elocuencia— supo defender su causa
mejor que su afamado abogado Hyperides. Su defensa consistía en un solo gesto, pues
durante la audiencia, mientras los jueces contemplaban atentamente su exquisita figura, ella
—por pura casualidad— dejó caer su único vestido, un khiton, una túnica muy larga...

Dícese que en este juicio los jueces que la procesaron por una acusación capital por
Euthias, la absolvieron unánimemente, salvando su tan hermosa vida. Su bella figura está
perpetuada por una obra magnífica de Praxiteles. Algunos sostienen que ella aprovechó en
esta oportunidad también su otra arma, su inigualable amabilidad, acompañada por sus
copiosas lágrimas que ablandaron los corazones de piedra de los —al parecer— inflexibles
jueces...

Athaeneus sostiene que estos mismos jueces —arrepentidos quizás por tanta misericordia
— en un acuerdo prohibieron en adelante lamentar o lagrimear ante los jueces para
conmoverlos en vez de convencer...

Phriné, otra hetera, por no decir ramera, ha llegado a Atenas de su pueblo Thespia.
Aristogeiton sostiene que su nombre real antes era Mnesaret, pero apareció como Phriné.

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Ella resultó ser la más bella entre sus compañeras. Su bellísima figura ha sido pintada por el
famoso pintor Apelles. Éste la tomó como modelo, cuando pintó su cuadro que entró en la
historia con el título de «Aphrodite, saliendo del mar». Ella era también modelo del escultor
Praxiteles, cuando éste esculpía su estatua «Aphrodité, la Knydian».

Ella tenía como apodo «sonrisas con lágrimas»; También la llamaron «pez de oro», pues fue
sumamente rica... Su fama era tan grande que ella vendía por mucho dinero hasta sus
fecalias... y sólo por causa de su inmensa celebridad. Lo gracioso es que había hombres que
compraban su caca... De gustibus non est disputandum.

La ramera Lais vino de Hyccara de Sicilia y era tan bella que el pintor Apelles al verla quedó
atónito y la pintó también a ella... Dícese que de todas partes de Grecia vinieron los
pintores, sólo con la finalidad de perpetuar en sus cuadros su exquisita figura.

Lais contaba con un rosario de amantes y no obstante su belleza nunca hizo distinción
entre ricos y pobres... derrochaba su amor a todo el mundo. Entre sus admiradores estaba
también Aristipo de Cyrene, el renombrado filósofo... Este sabio colmaba a Lais con oro y
un montón de regalos y por ello fue severamente censurado por Hycetas que dijo: «Yo no
te entiendo. Mientras tú la llenas con dinero y oro, ella hace el amor gratis con un maldito
cínico». Aristipo le replicó, defendiéndose: «Puede ser que sea cierto lo que tú dices, pero
en lo que yo puedo darle a ella nadie puede imitarme»...

Lais nunca hizo distinción entre pobres y ricos, pero sí tenía la inveterada costumbre,
primero hacia pagar el precio que ella determinaba, y en general —en la mayoría de los
casos— era más que elevado; por ello nació el proverbio entre los griegos que no es dado a
todos poder llegar a Korinthos... Dícese que un día apareció muy secretamente en su casa
el afamado orador Demóstenes, solicitando sus favores. Lais le pidió que pagara primero mil
Drakhmas. Sorprendido por la gran cantidad de dinero que ella exigía, Demothenes se retiró
inmediatamente y mientras se alejaba, murmuraba muy indignado: «Myrion drakhmon
Myrion Ouk onoumai myrion drakhmon matameleian». Mil drakhmas. No quiero comprar tan
caro el arrepentimiento.

Había cortesanas para toda clase de bolsillos y también para todos los gustos. Había una
caterva de prostitutas que ya ni merecieron el título de cortesanas. Fueron meretrices
baratas, rameras de ínfima calidad. A estas pobres mujeres ni siquiera la diosa del Amor
podía brindarles belleza y calidad. Carne vil de lupanar, mancebas de molineros, las heces de
su casta, unas miserables que vienen del lodo: un desecho de servidumbre que huelen del
establo: son tan podridas que una persona libre ni debiera tocarlas. Ellas servirían
solamente para esclavos. Por un óbolo ya las pueden tener. Semejante ramera era la
romana Lesbia la perversa, pues ella atendía a puerta abierta a sus clientes y se divertía
más, si tenía alrededor espectadores.

Caelia era muy cosmopolita: ella hizo el amor con los germanos, se acostaba también con
los muy sucios dacos, no despreciaba los lechos de los cilicios y recibía gustosamente los
cappadocios. La visitaba gente de Egipto, de la India y hasta le agradaba probar judíos
circuncisos. Vaya saber por qué razón rechazaba solamente a los romanos. Marcial no nos
confiaba la razón de esta conducta...

Pero, para consolarse, entre los tantas había también una cortesana llamada Thalia de ojos
de cristal, cutis de porcelana y su cuello era como el mármol de carrara. Al verla, uno
realmente podía suspirar: «Thalia —por fin— dime ¿cuándo me permitirás adorarte?»

En estas épocas tan lejanas la prostitución florecía igual que hoy. Ningún país, ningún
pueblo era libre de esta plaga tan infame y necesaria. La mujer que lucha para ser igual al
hombre, todavía no podía liberarse de sus dos pecados que la retienen todavía en la
inferioridad: la desnudez en su indumentaria junto con la prostitución de su honor...

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En la misma Roma, ya mucho antes de su fundación, en los cerros que rodearon al río
Tiberis, vivían mujeres en sus chozas y cuevas, esperando los barquitos de poca calada que
vinieron río arriba, cargados de mercadería desde el puerto de Ostia.

Ellas, con la lógica de Porphyrio sabían que dónde hay mercadería, allí mismo hay también
un comerciante, forrado de dinero, entonces —ya que estaban algo alejadas para anunciar
que ellas estaban dispuestas a vender sus encantos— para llamar la atención de los
marineros, imitaban ululando las llamadas de la loba, desde sus cuevas que estaban en lo
alto de la costa... Por ello, a esas mujeres que vendieron su amor, las llamaban «Lupa»
(loba), y sus primitivas chozas «Lupanarios».

Plutarco nos refiere que una de ellas, cuando ya en sus años sin mayores encantos, se casó
con el pastor Faustulus, y ella, enternecida por el evento que su marido halló y trajo unos
mellizos todavía lactantes, los criaba como si fueran los suyos, y esta antes tan hermosa
prostituta, Acca Larentia, dejó luego su cuantiosa fortuna a su hijo adoptivo Romulus.

Por esta misma razón le dieron en Roma a esta profesión infame cierta clase de un visto
bueno, y el Supremo Sacerdote de Quirinal —en consideración de la cuantiosa donación— le
ofreció un sacrificio, y para la memoria de este tan dichoso acontecimiento, el Pontífice
consagró un día en los Fastos. Los sacerdotes de entonces como también en el presente,
hacen su genuflexión ante ambos dioses: ante el invisible y también ante el pálido oro, pues
este Dios, llamado Mamón dulcifica el hermoso rostro de Venus, quita toda clase de
manchas y otorga su indulgencia a todos los pecados...

Acca Larentia, la loba del Septimontium —por su dinero legado— fue consagrada como «La
diosa protectora de Roma», nos dice Gellius, tanto más porque en estos lejanos tiempos
estaba ya muy en boga humanizar a los dioses y elevar al rango de los dioses aquellos, los
cuales por incógnitas causas merecen ser consideradas como algo divino.

El tiempo es sempiterno y lava todas las manchas... Acca Larentia hoy es una santa
Patrona, y precisamente su caso ratifica el dicho que nos advierte que no debemos olvidar
«De viles causas suelen nacer brillantes efectos»...

Quizás por causa de la patrona Acca Larentia consideraron en Roma esta profesión antes
de ser infame más bien un «mal necesario». Marcial recomendaba a los jóvenes que para
aprender correctamente como hacer el amor, deberían tomar lecciones de las maestras que
viven en el barrio Suburra «Ándate allí, cuando las venas te hinchan, en vez de manchar el
honor de las mujeres casadas».

Al atardecer aparecieron en las calles estas parias del amor, acompañadas por las sombras
que fueron como los cómplices. Las cortesanas caras vivían en lujosas residencias, las
meretrices baratas en pobres lupanarios. Las todavía más pobres que amaban por un
simple As, vivían en el barrio toscano o en el barrio sucio, infestados por los ladrones
nocturnos, en la Suburra.

Acá las lobas tenían sobre la puerta un cartel con nombre ficticio y para que nadie tenga la
duda, colgaron allí también una lampara roja, señalando de esta manera que en ese lugar
venden el amor por dinero...

Al oscurecer la baja categoría quedaba en su casuchona, las mejores poblaron las angostas
calles y las finas aparecieron en la compañía de sus admiradores.

Otras muy solitarias fueron identificables casi inmediatamente por causa de su


indumentaria. Se vestían con túnicas multicolores, con camisas moteadas de color hyacinto,
velos de color aguamarina... Cacareaban en las calles como un pavo real. Otros preferían
quedarse en la casa, esperando su lenones que les traían desde el puerto patrones de
naves, ricos comerciantes, marineros, hambrientos de amor. Algunas fijaron sus días
(nunca en domingo), otras hasta fijaron sus horarios y también sus honorarios. Algunas
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descaradas hasta por medio de klepshidra midieron la duración de su amor.

Todas tenían sus precios que oscilaba según la calidad de sus encantos, porque la belleza
es como la flor —hoy primorosa y llena de agradables fragancias— pero al llegar el otoño,
sus pétalos ya están en el suelo... Por esta misma causa la pobre Gala, cuando era todavía
muy hermosa, vendió sus amores por veinte mil sestercios, luego los bajó a diez mil,
después —se contó— eran totalmente gratis, y un día llegó el momento que fue vituperada
agriamente por Marcial: «...per tus dientes están negras ya y una fea vejez surca tu frente
de arrugas y entre tus nalgas flacas bosteza el ano... procuras incitar mis deseos apagados
con tus pechos flácidos como las de una yegua... tus piernas endebles con puestas bajo
hinchados muslos...»

Horacio tampoco queda detrás con semejantes censuras y critica a una: «... qué sudor y
qué perfume horrible, extendidos por tus flácidos miembros, Tú insaciable».

Desgraciado pintor es el tiempo. Cuanto más trabaja sobre nuestro retrato, tanto peor sale
el cuadro.

En este mundo inmundo —sea el pasado o nuestro presente— todo tenía su precio fijo. Las
feas, pero todavía jóvenes se contentaron en Roma con un humilde As. Las bellas
vendieron su amor ya por sestercios y denarios. Las muy hermosas cobraban solamente
oro, y algunas descaradas querían cobrar hasta por los sueños...

Algo semejante ocurrió precisamente en Alejandría en Egipto. Un joven egipcio se


enamoraba perdidamente en la muy hermosa cortesana Tonis. El joven ofreció a ella una
considerable suma de dinero, pero parece que no era lo suficiente para la muy bella y de esa
manera no se realizó el comercio del amor.

El joven sin embargo no se sentía frustrado, porque ya en la noche que seguía al día amaba
a Tonis con toda su ardiente pasión. Vivía esta gran pasión como si hubiera sido una
realidad, pues todo era solamente un sueño.

Al otro día se encontró con Tonis y con cierta ironía y sorna le anunció su sueño con todos
los detalles... Tonis se indignó mucho por la estafa sufrida y lo demandó al insolente
muchacho para cobrar retroactivamente sus honorarios.

El faraón Bokhooris —al enterarse de lo ocurrido— ordenó que aparezcan ante él


inmediatamente. Al llegar el muchacho y Tonis, por orden del faraón la cuestionable suma
de dinero ha sido puesto en una canasta que luego ha sido movida ida y vuelta ante la
cortesana... Seguidamente el faraón pronunció su sentencia con estas palabras: «Tú hiciste
el amor con ella, pero sin tenerla. Tonis, cobraste tu plata sin recibirla». De esa manera
salomónica la justicia una vez más recibía su defensa justa por el sabio Bokhooris... Para
que aprenda acerca de esto también el curioso Presente...

Las entradas que cobraron las rameras fueron grabadas con los impuestos. Cada una tenía
que pagar al fisco por lo menos el precio de uno de sus amores. Ellas, las patriotas, dijeron:
«doy un amor bien cobrado, pues el precio se va a favor de mi querido pueblo romano».

En las postrimerías del tercer siglo del Principado, el astuto político Diocleciano que fijaba
para dos un precio fijo, grababa a las prostitutas con mayores impuestos, cobrando de esa
manera por la protección que el estado brindaba a ellas para ejercer el amor sin
impedimentos... De todas maneras este «oficio horizontal» aportaba al «Protector Estado»
cuantiosas sumas, porque en estos tiempos había tantas mujeres de esta calaña como
moscas en el mercado durante el verano...

Las pobres rameritas, al ofrecerce para el altar del amor, lo hicieron entre otras, para
brindar una protección a las mujeres casadas, pero éstas —en vez de agradecer— más de
una vez se vengaron, haciéndoles la competencia. En realidad estas «infelices felices» fueron

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unas desgraciadas, hasta por el amor que ellas brindaron recibieron frecuentemente un
doble pago: algo de dinero junto con el desprecio.

No todas respetaron la maternidad... El viejo Plinios enumera en su obra una gran cantidad
de yerbas para abortar... Una que alardeaba de estar en cargue, Aristipo la censuraba,
diciendo: «Tanto sabes Tú de esto como la espina que te ha punzado al tocar en el desierto
una cactus de tuna»... Y Diógenes, al ver el hijo de una ramera tirando cascotes contra una
reunión de gente, le reprendió: «Mira, hijo. Cuídate mucho, porque es una falta de respeto
cascotear a tus padres».

Sin embargo, entre estos depreciados «hijos de puta» existían también grandes personajes
que tenían sus manos bien firme sobre el timón del estado y de la historia... Temistocles,
uno de los personajes más brillantes de Grecia, era hijo de la ramera Albroton de Tracia, y
el insigne filósofo Bion era hijo de la cortesana Olimpia de Esparta. También Demóstenes, el
rey de los oradores, era hijo de una ramera sin que por eso debiera sentir ni la mínima
desgracia. Venimos de un querer, sin querer. Ni los antecedentes, ni la nobleza tienen un
«ayer». El destino de cada uno nace con nosotros...

La hipocresía calificaba a las rameras como «miel con vino envenenado». Vivían ellas en la
antigua Roma en llamativamente gran cantidades. Había entre ellas pobres, sencillas pero
también algunas muy distinguidas. La cortesana Flora era amiga de Pompeyo el Grande, y
quien no conocía a Chelidona que endulzaba las inquietas noches del malvado pretor Verres
en Siracusa...

Quizás fue este mismo gobernado de Sicilia el muy arrogante que un día, al cruzar el foro en
la ciudad de Siracusa, se tropezó con el hombre que le parecía como si fuera su hermano
mellizo. «Alto. Deténgase» le hizo parar Verres. «Dime cómo es posible que tú seas tan
parecido conmigo, cuando que yo sepa, mi padre jamás vino desde Roma a Siracusa». El
siciliano, rojo como un tomate por la injuria sufrida, sin embargo serenándose ante tamaña
injuria, le contestó a Verres: «Señor. Lo que tú dices debe ser muy cierto, pero te advierto
que mi padre era un comerciante que muy a menudo viajaba desde Siracusa a Roma».

Para epilogar este tan espinoso tema creemos con Demóstenes que cada oficio cumplía
inexorablemente su finalidad. Las cortesanas nos brindaron unos momentos felices,
mientras las esposas por medio de los hijos perpetúan a nuestro nombre...

¿Cuál será la diferencia de estas dos mujeres? No es fácil contestar la pregunta. Quizás la
inversión del deseo de ellas, pues las esposas viven con un solo varón y quizás sueñan con
otro... mientras las cortesanas viven con muchos y sueñan que maravilla sería vivir con uno
solo y llenar la casa con una caterva de hijos...

Y para demostrar que cada una de estas mujeres envidiaba en secreto a la otra, y que
nadie tiene el derecho de considerarlas como infames —para no olvidar esto— le
recordaremos al lector que en el siglo de oro Suetonio nos dice que en el balneario de
Baijas, las damas de la alta sociedad romana, imitando las maneras incitantes de las
cortesanas, le invitaban aquí y allá a abordar...

Sólo ellas sabían con qué finalidad.

PERVERSIONES
Lo contrario de lo bueno es lo malo... Donde existen montañas, estarán necesariamente los
valles... Detrás de la luz del día llega la oscuridad de la noche. La antítesis de lo natural es lo
pervertido, es la perversidad que luego se hace una costumbre...

Apulejus y también el padre de la historia, Herodotos, nos comentan que en el pueblo


salvaje de los Auses existía la rara o más bien pervertida costumbre de hacer el amor a la
manera de los perros: públicamente. Después cuando los hijos ya han crecido algo, criados
por sus respectivas madres, se juntan ellas con los hombres en un lugar previamente
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determinado cada tres meses con sus hijos, y en esta oportunidad cada uno buscará a su
propio hijo, y allí se dice, cual niño es de éste o de aquel otro, a quien más se asemeja...,
porque las madres, acostadas con otros y tantos, ya no pueden recordar para identificar al
padre.

En la tan cercana Grecia también regía entre unos pocos semejante perversidad, y ya que
se comportaron en esto como los perros (künos), los pertenecientes a esta secta fueron
llamados los cínicos. Un cínico llevó la mujer Hypparcha directamente a la Stoa Poikile, al
Pórtico de los estoicos, y allí mismo en pleno día en la presencia de todos se acostó junto a
ella y estaba dispuesto a hacer el amor con el consentimiento de ella... Felizmente Zenon,
allí presente, les cubrió inmediatamente con su manto para ocultar a su maestro de las
miradas y la curiosidad de la multitud que les rodeaba...

El Presente carece de derecho de escandalizarse, pues las ideas de la secta de los cínicos
están en plena vigencia, precisamente en los países culturalmente más adelantados, donde
la moral en proporción inversa con la civilización está en plena decadencia... Quizás ésta es
la nueva moral..., porque cada pueblo hizo y hace lo que le parece bien y correcto. La
cuestión es que ser decente depende del grado de la regla que los romanos identificaron
con el «tacitus consensus populi» — según lo cual el pueblo de vez en cuando se apresura
en otorgar su visto bueno a cualquier novedad, si le agrada.

Los romanos detestaron a la secta de los cínicos, no por eso podían liberarse de la regla de
excepción. Anteriormente ya hemos mencionado el caso de Lesbia, conocida con el apodo
«La Perversa», pues esta ramera atendía a sus clientes a puerta abierta y se divertía más, si
tenía en su alrededor curiosos y espectadores.

Algo semejante habrá sido el perverso comportamiento de la insaciable vulgar meretriz,


llamada Leda que tenía la costumbre de atender al mismo tiempo a tres clientes, ofreciendo
para este fin su boca y el resto de su cuerpo...

Lukianos en su diálogo de las cortesanas cita a Clonario que nos informa que en la Isla de
Lesbos hay un montón de mujeres, más bien varoniles que no quieren hacer nada con los
hombres, pero si se hacen de hombres con las mujeres... Fueron estas las lesbianas, una
casta de mujeres que lograron sobrevivir el rosario de los siglos, y se aseguraron su
sobreviviencia también para nuestro Presente.

Este despreciable vicio era entre los latinos más que frecuente y apareció en todas sus
versiones... Tácito nos refiere que Sexto Papirio, descendente de una familia muy
distinguida, eligió para sí una muerte muy triste: se arrojó a un precipicio. Los ediles crueles
—la policía de Roma— al investigar el caso, llegaron a la conclusión que la causa de su
muerte era la conducta incestuosa de su propia madre... Hace poco ella fue repudiada por
su esposo, entonces tentaba a su propio hijo y éste no pudo superar el grave conflicto de
su conciencia y halló la solución a su problema sólo en la muerte.

Después de que ella confesó su crimen, los senadores la desterraron por el término de diez
años, para brindar al otro hijo —todavía muy joven— cierta clase de protección, para no
caer en las redes de una depravada madre.

El proverbio latino nos dice que «ex capite foetat piscis». Desde la cabeza se pudre el
pescado. Por esta misma causa el vicio golpeaba también las doradas puertas del palacio
imperial... Si la madre del emperador Nerón, Agripina, se descalificó cometiendo con su
propio hijo el mismo pecado ¿qué se puede esperar entonces de parte de la gente de
menos categoría? Agripina terminó su vida deshonesta, porque fue asesinada por orden de
su propio hijo.

Themison no tenía esposa, pero si una bella hermana hace su insinuación, él siempre muy
cáustico. Sasia, la madre de Cluentio, se casó con su propio yerno y una madrastra quería

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31/05/13 Kornel Zoltan Mehesz, Roma corrupta, Roma perversa

hacer lo mismo con su hijastro...

Smirna, la hija de Ciniras, se enamoró perdidamente de su padre. Ya que ella no podía


frenar su loca pasión, mandó su nodriza al padre con la noticia que uno de sus vecinos se
enamoró de él y ya que esa vecina es muy pudorosa, ella vendrá para estar con él
solamente en la benigna oscuridad de la noche...

Ciniras, el padre, le dio su consentimiento para recibir la vecina enamorada, pero durante la
noche, al encender una vela, se dio cuenta de qué horrible manera fue engañado. Se
despertó también la muchacha, y el furioso padre —para vengarse por lo ocurrido— con su
espada filosa cortó la vida de su hija...

La historia tiene la mala costumbre que a cada rato se repite Valeria —la pobre— quedó
embarazada y dio luz a un hijo, cuyo padre era su propio abuelo. El trágicamente
doblemente padre Valerio que cometió el incesto con su hija, siguió luego el ejemplo de
Sexto Papirio, pues se quitó la vida, saltando desde una roca a un profundo precipicio.

No sólo los monos, sino también

los perros suelen asaltar mujeres...

Claudio Aeliano

Ignoramos por qué razón los dioses se enfadaron tanto con la gente de Sodoma, porque
las prácticas que ejercieron en esta ciudad las imitaron después tanto en la Grecia como
luego también en Roma y en su Italia.

Algunos no pueden creer que Pasiphas, la esposa de Minos, el rey de la isla de Cretas, se
enamoró de un toro. Pero ella no era la única en este sentido, pues su ejemplo lo siguieron
muchas otras —hasta algunas mujeres casadas— uniéndose con perros o machos cabríos...

Semejante depravada costumbre, unirse con perros, era muy frecuente en los países y
ciudades citadas, y probablemente no por culpa de los inocentes animales, sino por la
infernal maldad de las mujeres... Aeliano sostiene que los monos y perros suelen asaltar a
las mujeres, pero a nosotros parece más bien que las cosas ocurrieron al revés. Realmente
ya ni sabemos qué decir —risum aut fletum teneamur— reír o llorar al leer los comentarios
de Aeliano que nos refiere que en Roma un hombre acusaba a su mujer por causa de un
adulterio y el adúltero en este caso resultó ser un perro muy grande.

Algunos maridos celosos —imitando el ejemplo de los griegos— importaron desde Epiro
unos perros muy grandes, llamados molossianos, para guardar a sus mujeres contra los
amantes nocturnos... En este caso risueño nos parece que el tiro salió por la culata. Cuidar
el honor de las mujeres por medio de perros, en este caso muy especial, resultó ser
simplemente tragicómico. No conviene ser celoso...

Este caso no era el único. También la bella arpista, Glauke, ha sido amada por su perro
favorito...

Aristophanes cree en semejante asaltos amorosos de perros y según su opinión, es muy


difícil demostrar la inocencia de un perro, acusado de semejante fechoría...

Es fácil condenar a un ser que no puede hablar, y más bien creemos —hasta firmemente—
que el perro antes de ser acusado, él mismo debiera acusar... Para muchas mujeres
depravadas resultó ser un alivio que los perros solamente ladran y no pueden hablar, pero
detrás de sus ladridos —nos imaginamos— cuantos casos y cosas podrían comentar estos
perros abusados...

En la ciudad de Mendez, en el
delta del Nilo... allí el macho cabrío

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se une con las mujeres...


Pyndaros: Frgmt.de hymnos 64-201

El pueblo de los Mendezios en la Ciudad de Mendes, situada en el ángulo extremo del delta
del Nilo, veneraba al dios Pan. Su imagen la esculpen y pintan con el rostro de una cabra y
con pies de un cabrón, pero lo veneran muy especialmente el macho cabrío. Uno es —entre
todos— lo más privilegiado y su muerte se honra en toda la provincia de Mendezio con el
luto más riguroso.

En Egipto al dios Pan llaman también su imagen, «Cabrón Mendez», cuyo representante —
un vigoroso macho cabrío— se junta con una mujer en pleno público. Por lo menos esto
nos comenta Pyndaros, y Herodotos califica semejante acto como una «monstruosidad y
escándalo», pero otros autores, además que confirman el hecho, nos hacen entender que
este acto antes de ser calificado como bochornoso más bien era un oficio y rito sagrado de
este pueblo que de esta manera querían simbolizar el misterio de la unión del dios Mendez
con el ser humano y por eso este acto sexual era algo sagrado. Plutarco nos comenta que
para este acto en la ciudad de Mendez se presentaron siempre solamente las más bellas
mujeres de este tan peculiar pueblo. Por lo menos todos aquellos que tienen el honor de
llevar el nombre de esta ciudad como apellido en nuestro presente, tendrán la grata
oportunidad de poder meditar sobre este asunto...

Ad analogiam de lo comentado, en el oriente existía la muy firme creencia, especialmente en


Egipto que los dioses pueden comunicarse con los seres humanos por medio de una ráfaga
de luz que embaraza a una joven muchacha, o los divinos aprovechan para este fin la
imagen de los animales...

El Dios de los griegos, Apolo, no obstante que era muy bello y parece ser un apuesto
muchacho, sin embargo tenía la rara costumbre de aparecer ante las mujeres en forma de
un pitón muy grande... Ambos dioses hicieron el amor con las mujeres con la diferencia que
Apolo visitó entre tantas a la madre del emperador Augusto, y el dios Pan hizo su amor en
pleno público... Pero no hay que olvidar que su acto no tenía nada que ver con la ciudad de
Sodoma, porque esto lo que hizo era una cosa de religión y algo muy sagrado.

Otros egipcios hicieron este mismo acto en una forma quizás ya algo más decente, porque
Plutarco nos dice que entre ellos existe la firma creencia de que el dios Osiris puede
comunicarse con una bella muchacha y que la infunda una concepción divina, y lo que nace
será luego el hijo de Dios. Esta idea muy firme en Egipto, por parecer no cayó sobre una
piedra... y de esa planta nació la concepción inmaculada.

Las mujeres en la antigüedad prefirieron la visita de los dioses; poco les importaban que
estas divinidades les llegaron en forma de perros, monos o burros... y no es imposible que
un dios jocoso y gracioso de vez en cuando tomara la imagen de este animal tan noble y
simpático... Apulejus nos comenta con lujo de detalles cómo un hombre por causa de una
hechicería ha sido transformado en un burro y ha sido alquilado por un buen precio para
una dama para fines muy especiales.

Este hombre mismo, una vez que recuperó su forma humana, relató su aventura diciendo:
«... esta mujer rica y de fama muy honesta al verme se enamoró locamente de mí y
deseaba a cualquier precio estar conmigo y ser otra Pasifae, contentándose esta vez con un
simple asno... En fin, me alquiló de mi dueño para poder estar conmigo por lo menos
durante una noche entera y por esto ella ofrecía a mi dueño un alto precio que él al acto
cobraba. Me llevaron a la casa de ella, donde cuatro eunucos me esperaban. Me prepararon
una cama en el suelo con muchos cojines, llenos de plumas finas, tan llenas como si
hubieran sido infladas por el viento... Después cerraron las puertas y yo, el burro quedé
con ella entre cirios encendidos. Ella entonces se desnudó completamente, quitándose
también la faja que cubría sus senos y comenzó a untarse con bálsamo y luego a mí
también, fregándome largamente mi boca y narices; luego comenzó a besarme
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apasionadamente y me dijo: «Yo te amo, te deseo, a Ti solo. Sin ti, mi amor, ya ni puedo
vivir». Y me dijo semejantes otras cosas que las mujeres suelen decir a sus enamorados.
Acto seguido, me hizo arrodillar, y yo por el buen vino y por sus caricias, se despertó en mi
una gran pasión y la lujuria y el deseo de abrazarla... Ella —encendida desde las uñas hasta
sus cabellos— me besaba mil veces, susurrando: «Ya te tengo, mi palomita» y me abrazó
fuertemente... y cuantas veces yo —recelando de no hacer daño— me retraía, tantas veces
ella con un rabioso ímpetu me apretaba y se llegaba a mí...

Mi patrón, al darse cuenta, como yo fui aprovechado, concertó con las autoridades judiciales
para un acto en el teatro. Allí yo, ante todos los espectadores, tenía que hacer el amor con
una mujer que fue sentenciada por un asesinato, condenada par ser echada ante las fieras.
Parece que yo, el asno, he tenido más pudor que la gente, porque antes quería morir que
prestarme para semejante espectáculo, ensuciándome con una mujer tan maligna y asesina.

En realidad me quedé con un problema por resolver, ¿cuál era peor: el crimen, cometido por
esta malvada mujer, o la perversión de los jueces, los cuales por medio de mi impúdica
actuación querían excitarse y corromper también a los espectadores?

Pero Roma y sus mujeres no fueron mejores que esta dama griega que me alquiló para una
noche... En Roma nada es fingido. Todo se hace con gran verismo... La lascivia no admite
dilaciones... Si no encuentran un amante, se acude a los esclavos y si no encuentran ni
siquiera un esclavo, no vacilan en echar mano a un perro o a un asno.

Lo importante era ser amada a cualquier precio.

La pena acompaña la culpa,

pisándole los talones.

Horacio: Oda IV.5.

LAS CULPAS Y PENAS


En Roma también ha llegado el momento en que en esta frenética danza de la inmoralidad el
estado tenía que intervenir, ya que no estaban dispuestos a tolerar más.

Ya que en los adulterios intervinieron tanto la mujer como el hombre, parecía justo
entonces que fueran castigados ambos, es decir, también la «otra mitad» del delito que por
su naturaleza lo es de dos.

En la isla de Creta, donde por excelencia pululaban los depravados y mentirosos, fueron
severamente castigados no tanto las mujeres, sino los varones, quienes —tentados por
tantos senos hermosos a la vista— no podían resistir a los estímulos e incitaciones... En el
pueblo cretense Koryne, al «ladrón de la honestidad» —una vez detenido— pusieron sobre
su cabeza una corona hecha de lana para señalarlo como mujeriego. Seguidamente tenía
que pagar a la caja municipal cincuenta Stater, una cuantiosa suma, y fue declarado como
persona infame con la respectiva pérdida de sus derechos civiles como ciudadano.

En Roma era todo al revés... Allí consideraron culpable no tanto al varón, a quien Catón
prácticamente permitía todo, sino a la mujer, quien a tiempo fue advertida que «... si el
marido cometía adulterio, ella no se atreverá a tocarle ni con un dedo, porque así establece
la ley» — propuesta y votada en estos lejanos tiempos exclusivamente por varones...

De esa manera el soltero mujeriego podía seducir a las mujeres, cuantas veces quisiera y
hacerlo sin temer represalia alguna..., por lo menos durante la época catoniana. Más
adelante la pena comenzó a perseguir también la menuda culpa de los varones...

Varro, el antiguo escritor romano, nos comenta en sus historias que un marido, Annio
Milón, sorprendió al historiador Sallustio con su esposa. Milón, después que azotó a
Sallustio con correas, le obligaba todavía a pagar una suma considerable; recién después
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pudo liberarse del furor del marido burlado.

Ignoramos que pasó luego con la Donna Mobile, ni Sallustio nos dejó comentarios acerca de
su aventura, pero de todas maneras es harto difícil compensar un honor perdido por medio
de una indemnización pecuniaria.

Al parecer, en Roma era todo posible..., y Annio Milon cobraba también a la manera
«cretense» con la diferencia de que la «multa» retenía para su propio bolsillo...

Lo llamativo es que un siglo después comenzaron a tratar con cierta benignidad las faltas
femeninas y perseguir esta vez a los varones a la manera cretense...

El emperador Augusto, muy disgustado por la vida licenciosa de las dos Julias, ordenó
ahorcar al liberto Phebo, el cómplice de ellas en sus desórdenes y vidas licenciosas. Augusto
comentaba el caso luego con cierta amargura, diciendo: «Para mí hubiera sido mejor ser
padre de este bribón Phebo que ser padre de Julia».

Pero no sólo el liberto Phebo, sino hasta un senador romano perdió dos veces su cabeza.
Primero por una mujer, luego —por causa de esta misma mujer— fue decapitado.

Algunos se salvaron, pagando cuantiosas sumas, otros que carecían de recursos, llamado
dinero, tenían que sufrir humillaciones: a uno le orinaron encima los esclavos del marido
burlado y tenía la suerte, si podía escapar ileso y sano, porque a otro le cortaron el
«Corpus delicti» o como Horacio dice «el instrumento de su pecado».

A varios le confiscaron sus bienes, pero a ellos esto poco y nada les importaba, porque
después tuvieron que perder lo único que les quedaba todavía, la vida misma.

Un marido engañado decidió vengarse a la manera «egipcia» que para Marcial resultó ser
ridículo, y burlaba al bobo con un epigrama muy cáustico: «Pero dime, tú perfecto cretino,
¿quién te aconsejó cortar la nariz de este bribón que te burló? ¿Qué has hecho tu, imbécil?
¿No te das cuenta de que él conserva todavía con lo que te ha engañado?»

Los militares fueron castigados todavía con mayor severidad que los simples ciudadanos...

Galitta, la muy alegre esposa de un Tribuno militar, era muy conocida por sus numerosos
adulterios. Ella, después de que se casó con este Tribuno militar, había deshonrado la
jerarquía de su esposo y su honor propio por causa de su amorío con un centurión. El
esposo engañado denunció el hecho ante el legado militar, y este mismo informó al
Emperador Trajano.

Después de que las pruebas fueron presentadas, el centurión fue degradado y relegado a
otras regiones..., pero restaba a castigar «la otra mitad del delito», y no obstante que el
Tribuno Militar retuvo a su mujer, haciendo entender que por medio de su denuncia sólo
pretendía a alejar a su rival, ella quedó castigada según lo establecido por la Ley Julia, y el
hecho de que ella todavía había sido retenida en el matrimonio, podía significar para el
Tribuno, además de ser engañado, ser tachado también de infamia.

También Hylo, un mujeriego y muy atrevido, se acostaba con la mujer de un otro Tribuno
Militar; parece que éste no era tan complaciente como el otro que perdonó a su mujer, sino
tenía la fama de vengador, y por ello Marcial advertía a Hylo en uno de sus epigramas,
exhortando que se cuidara mucho, porque en este caso podía perder fácilmente lo que
tanto quería conservar, la «diferencia»...

En cuestiones del adulterio, el emperador Aureliano desconocía la palabra «perdón». En su


disciplina militar la palabra «moral» fue escrita con mayúsculas. Flavio, el biógrafo de su
vida, nos refiere que el emperador era muy temido por sus soldados por su tremenda
severidad en cuestiones de la disciplina militar, tanto que nadie se atrevía a incurrir ni
siquiera en una leve falta.

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Él fue el único entre todos los jefes militares que llegó a castigar de un modo espantoso a
un soldado suyo. Este joven militar cometió adulterio con la esposa del hombre que le
brindó hospedaje en su casa.

Aureliano, al enterarse del caso, para castigar al culpable hizo doblar las copas de dos
árboles continuos y dejó atar a cada una de ellas uno de los pies de aquel soldado.
Después, al soltar las copas, los árboles recobraron inmediatamente su posición vertical,
dividiendo al infeliz soldado en dos mitades.

Por esta misma razón hemos dicho que los militares fueron castigados en casos de
adulterios peor que los simples ciudadanos.

La severidad catoniana contra la adultera quedó lentamente desgastada; los romanos


tomaron sólo muy a pecho, si una mujer se humillaba tanto que —olvidando el pudor,
honor y todo— se entregaba a un esclavo.

Emilia Lepida fue acusada por causa de semejante acto y después, cuando ya había sido
abandonada hasta por sus defensores, no le quedaba otra solución que quitarse la vida.

Otras, por semejante delito, ipso jure perdieron la libertad. Algunas constituciones
imperiales, para semejante acto que manchaba el honor y destruía la libertad, establecieron
también como agravante la pena capital... La mujer tenía que morir, pero curiosamente la
libertad que ella no sabía honrar y apreciar, le dieron al esclavo que en realidad era la causa
de la condena de ella.

Otras lograron salir de semejantes apuros ilesos, salvándose con penas más benignas.

Vilio Tapulo y Fundano Fundulo acusaron a varias damas romanas por causa de adulterios
ante el mismo pueblo. Todas fueron condenadas y desterradas como Apuleja también; ella
—según «uso antiguo»— tenía que alejarse de su familia a la distancia de doscientas millas.

Si bien en la época de Horacio las penas se atenuaron tanto que «...la esposa sorprendida
ya no tenía que temer por su vida, sino sólo por su dote», las penas comenzaron a
agravarse de nuevo. El emperador Flavio Domiciano prohibió a las mujeres deshonradas el
uso de litera y el derecho de recibir legados y herencias, también perdieron el derecho de
vestirse con la estola distintiva de las mujeres honestas: dos siglos después, la condenada
por adulterio, no podía contraer nuevas nupcias.

Al parecer, los citados castigos no amedrentaron a las mujeres, ni las preocuparon literas y
estolas, y siguieron con sus fechorías... tanto que al fin el emperador León, el Isaurico tuvo
que aplicar penas más severas, tomando en esto como modelo una ley de los faraones.
Ordenó que en adelante tanto al adúltero como a la adúltera fueran cortadas las narices,
además la deshonrada y mutilada tenía que entrar en un monasterio para meditar acerca de
tantas cosas...

En los pueblos griegos en Italia —llamada Magna Grecia— las autoridades fueron más
compasivas con las mujeres, las cuales por su innata debilidad difícilmente podían resistir a
las tentaciones, y con menos resultado todavía, si el seductor llegó a ella auxiliado por los
dos divinidades Bacchus y Venus...

Ellos, en Sybaris, en Metapontos, en Tarentos opinaron a la manera de Demóstenes,


«...que el que hoy huye, mañana podrá pelear, y aquella que hoy peca, mañana podrá
confesar, además para qué tanto alboroto, cuando en algunos pueblos —como los
Iktiophagos— desterraron definitivamente la palabra «lealtad». Viven en total
promiscuidad».

La ciudad de Cumas, una muy antigua colonia griega, situada en la costa tirrena frente a la
isla Ischia, en el mundo antiguo era muy conocida por su oráculo con la Sybilla y también
por su piedra de infamia.
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Plutarchos nos refiere que en esta ciudad, si una mujer fue sorprendida en un adulterio, ella
era conducida a la Agora, a la plaza pública, y allí mismo tenía que subir sobre una piedra
muy grande en alto para que desde allí pueda ser visto por todo el pueblo congregado muy
curiosamente para semejante espectáculo. Después de haber sido lo suficientemente
vituperada e injuriada por los curiosos espectadores, ella tenía que montar un burro y la
hicieron a pasear durante todo el día a través del municipio.

Al terminar la cabalgata, ella tenía que subir una vez más sobre la piedra, donde los
Magistrados la declararon indigna, la tacharon de infamia y al par le dieron el humillante
título «Günaika Onobatos», es decir «mujer que monta un burro».

Por esta razón llamaron a este lugar «La piedra de la Infamia».

Terribles son las mujeres


Terencio: La suegra

Dos mujeres son peores,


que una sola.
Plautus: Curcullio V.1.

No es fácil ser fiel y leal; es una eterna lucha con la muy propia naturaleza humana, pues
todo el mundo, especialmente las mujeres «dejan de querer a quien las quiere y corren
detrás de otro que no las quiere tanto que a otra...»

Por ello es una cosa vana prometer lealtad y jurar «que en adelante no me apasionaré por
ningún otro hombre» y al día siguiente ya el marido sorprende a ella abrazada por otro
hombre. Pero ¿cómo que te sorprendes, cuando todas las mujeres hacen esto, mi hijo?

Algunos precavidos que temían los cuernos de Amaltea, cerraron sus ojos y oídos, porque
también temieron la suerte de Giges. Comentan los Anales que este pobre y sencillo pastor,
por medio de un anillo mágico que halló en una oportunidad, podía hacerse invisible y al
mismo tiempo ver todo en su alrededor. Por medio de este anillo llegó hasta ser rey de
Lidia. Hizo su país rico y poderoso. Cuando estaba ya en el apogeo de su poder y pensaba
que en el mundo entero nadie podría ser más dichoso que él, consultó al oráculo de Delfos.

La sacerdotisa le dijo que el más dichoso en el mundo era el viejo Agladios, porque es muy
pobre y jamás abandonó su pequeño terruño. Giges quedó muy pensativo y muy pronto
tuvo que darse cuenta de que la felicidad no está reservada a los palacios...

Al regresar se hizo invisible y vio que su amada esposa era fiel también con otro... y
aquellos a quienes él consideraba leales amigos, fueron sólo vulgares aduladores y en
secreto muy descontentos y hasta enemigos suyos. Observó con asombro que en su
alrededor todos andaban con un antifaz, pues las sonrisas ocultaban lágrimas y detrás de
los aplausos vio sólo sonrisas irónicas.

Atormentado por el dilema, dejar su anillo o quitarse la vida, eligió la vida, convencido de
que si uno en este mundo quisiera ser un poco feliz, debería ser por lo menos algo miope,
porque al hombre no le conviene ver todo y menos todavía demasiado..., muy por el
contrario, de vez en cuando lo mejor es ser un poco sordo y hasta mudo...

Tanto el hombre antiguo —sus severos censores— como también los críticos de nuestro
Presente cometen el error de tener ante sus ojos solamente los vicios ajenos, olvidando
completamente que si cumplieran con la máxima griega «Opiso Blepe» — Mira detrás de ti,
podrían ver sus propios vicios, quizás todavía peores...

Menos mal que el mundo nos perdona, pero nadie nos socorre para ser mejores.

EL CASO DE LOS VARONES

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El sexo masculino tampoco se destacó por sus virtudes; antes bien entraron en la historia
por sus pecados y vicios que no fueron ni pocos, ni ligeros, de todas maneras, algo similar
a lo que ocurrío con el sexo opuesto.

Entre los hombres casados no hubo excepción y ellos también pecaron con el adulterio y
vivían en una categoría poli-ginea, reconocida y legalizada por el mismo estado.

En este lejano tiempo la familia se formaba por la esposa legal y por las concubinas,
rodeadas por una caterva de niños, unos de la esposa y otros de la Pallak... las concubinas.
Para un estado en continuas guerras en son de su expansión nada podía ser mejor que
reemplazar con los hijos nuevos la pérdida de tan precioso caudal humano... Roma extendía
sus fronteras solamente a precio de sangre, mucha sangre...

Si los hombres casados cometieron un adulterio real, lo hicieron por la causa cantada por
Horacio, según lo cual «...las cabras ajenas llevan siempre las ubres más henchidas...» y
nos parece que esto es un postulado de la naturaleza humana que los romanos lo
justificaron con las dos muy significativas palabras «Varietas delectat».

En el socrático Esquines hemos hallado la reproducción de una muy ingeniosa conversación


de Aspasia —íntima amiga de Pericles— con el matrimonio de Xenophonte.

Aspasia se dirigía primero a la mujer: «Dime querida amiga, ¿si tu vecina tuviera más oro
que tú querrás los tuyos o los de ella?» «Naturalmente los de ella» contestó la esposa. «¿Y
si tendrá mejor marido y más apuesto que el tuyo?» Bien, aquí la mujer quedó sorprendida
y titubeó algo sin contestar...

Entonces Aspasia se dirigió a Xenophonte: «Dime, ¿si tu vecino tiene mejor caballo que el
tuyo, cuál preferirías?» El de mi vecino —contestó Xenophonte con seguridad. «¿Y si tiene
un campo mejor que el tuyo?»— El campo de él, si fuera mejor, replicó Xenohponte sin
hesitación. «Bien, Xenophonte, ¿y si tiene una mujer más linda y más buena que la tuya?»
— Aquí se quedó también Xenophonte callado, porque la insinceridad y la hipocresía son
sempiternos como la humanidad misma...

Aspasia se dirigió entonces a los dos, diciendo: «Puesto que ninguna de vosotros me
contestó lo que yo quería saber, diré yo lo que ustedes pensaban sin decirlo. Tú, esposa,
en tu intimidad querías tener el marido que es más apuesto y mejor que tu Xenophonte. Y
tú, desde luego, te gustaría una mujer más hermosa y más buena que la tuya... y mientras
ustedes no lo consiguen, seguirán deseando siempre y secretamente lo que no tienen,
porque pertenece a otro».

De esa manera la sabia mujer Aspasia les hizo entender que hasta en el mejor matrimonio
puede existir el deseo oculto de querer tener lo que posee el otro, porque —repitiendo una
vez más las concisas palabras del gran poeta Horacio— «...las cabras ajenas llevan siempre
las ubres más henchidas».

Más vale prevenir que curar... por ello tenían la alternativa de elegir entre los consejos o de
Bias o de Plutarco. Bias les advertía que casarse con una mujer hermosa, significaría
prepararse a compartirla con otro, por ello lo mejor sería no casarse, mientras eres joven
todavía no. ¿Y si eres viejo? Nunca.

Plutarco en sus preceptos conyugales recomendaba a los jóvenes casarse solamente con
mujeres, las que fueron como las espartanas que trajeron como dote el pudor y la perfecta
y sempiterna fidelidad. Sólo de esa manera podían evitar «...casarse con los ojos y con los
dedos...», buscando solamente mujeres bellas y con los dedos las más ricas, sin tener en
consideración la reputación y el largo tiempo que solamente un sincero y leal amor puede
compensar...

¿Quién no fue adúltero en la antigua Roma? Más vale preguntar, ¿quién fue entre las

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celebridades? Por lo menos vale la pena mencionar a uno, porque leyendo sus magníficas
obras, sus epístolas morales, estábamos convencidos de que era un verdadero sabio y al
par un santo, modelo de la perfección humana... Sin embargo hemos creído esto hasta que
Tácito nos aclaraba que no todo lo que brilla es oro...

Es precisamente este escritor él que nos informa con su «sine ira et studio» con la casi
perfecta objetividad que Séneca —según la opinión de su enemigo Suilio— era encumbrado
para estudios viles y era adúltero de su propia casa. Violaba las habitaciones y lechos de las
mujeres de la casa del príncipe... ¿Con qué sabiduría, con cuáles preceptos filosóficos
Séneca, el estoico ha podido juntar trescientos millones de sestercios?

No tiene sentido enumerar aquí los príncipes y emperadores romanos, los cuales con muy
poca excepción cometieron sus adulterios prácticamente en la presencia, hasta con el auxilio
de los propios maridos degradados para el oficio infamante de un lenocinio... igual ni estos
podían salvarse de los cuernos de Amaltea... y ni de los castigos...

Pues, los sorprendidos, si no tenían la suerte de escapar —protegiendo sus nalgas y su


reputación— entonces tenían que enfrentar penas más que humillantes...

Horacio nos dice en una de sus tantas sátiras que «...yo conozco a uno que salvó su vida,
porque ofreció al marido mucho dinero, y conozco también a otro que le orinaron encima
unos viles esclavos del marido engañado, y aun ocurrió a un tercero que tuvo que aguantar
que el marido con sus esclavos le cortaran al pecador los objetos de su pecado para no
poder ofender con su «diferencia cortada» en el resto de su vida jamás a un otro marido...

La suerte era sólo de aquellos que tenían unas piernas veloces, y lograban escapar
descalzos y con sus túnicas desteñidas, defendiendo el objeto e instrumento de su pecado
que era tan fácil de cortar...

Suetonia nos refiere que en las actas del senado se lee en efecto que un joven patricio,
llamado C. Letorio, convicto de adulterio — para evitar la rigurosa pena impuesta a este
delito, alegó en su defensa ante los senadores, ser propietario y guardián del fundo y suelo
que tenía el honor de recibir en el nacimiento del emperador Augusto... Los senadores le
dieron por eso la indulgencia, porque el lugar era divino y sagrado...

Cuando un marido se sentía convencido acerca de la verdad de Plauto, según la cual «...una
mujer muy buena, ¿quién la encuentra? Sólo las hay unas menos malas que otras...»,
entonces podía fácilmente recuperar su libertad, enviando a ella una carta de repudio. La
vida era demasiado corta —más en aquellos tiempos— y le valía más vivir en libertad que
atada indisolublemente con una Xantipa o una mujer que no resultó ser santa...

Pero repudiar a la mujer significaba también divorciarse de la dote, y para que no ocurra
esto, algunos podían matar a su mujer impunemente, acusándola ante las autoridades que
las sorprendieron en sus manos con las llaves de la bodega...

Valerio Maximo nos refiere que Egantius Matellus mató a su mujer a palos, porque la
sorprendió mientras tomaba vino. Las autoridades consideraban que su acto no era un
asesinato, sino lo más correcto, «...porque la mujer que toma, cierra la puerta a las
virtudes y abre una otra para los vicios...»

Para impedir que la mujer cometiera esta grave falta, nació la costumbre muy antigua que
permitía besar a la mujer por los parientes y desde luego a su marido para demostrar con
su aliento que no ha tomado vino...

Las costumbres sobrevivieron los rosarios de los siglos y las mujeres son todavía besadas
por sus amistades, aunque ahora pasan por alto la regla romuliana que prohibió a las
mujeres tomar el vino puro.

HOMOSEXUALIDAD
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Lo peor que podía pasar a un hombre, no querer cumplir con los postulados de la
naturaleza, buscando el amor entre su propio sexo...

Este vicio ha sido importado desde Esparta, donde la pedofilia estaba muy en boga, y
también había sido legalizada por la legislación de este estado tan puritano. Luego el mal
pasó a Atenas y desde allí golpeaba las anchas puertas de Roma. Según Polibio
Megalopolitano, Catón el severo censor romano se indignaba con los griegos que
importaban en Roma este nuevo genero de corrupción, por el cual un bello adolescente, un
esclavo, se vendía más caro que un campo fértil...

Roma venció a Grecia, pero Grecia conquistó a Roma con su exquisita cultura, pero también
lo contaminó con el beso de Platón que según Petronio era algo muy especial. Él nos cita
diciendo: «...En el momento, en que cogía un beso en los labios de mi joven amigo y
espiraba en su boca entreabierta el dulce perfume de su aliento, mi alma doliente y herida
precipitábase a mis labios queriendo abrirse pasos entre los de aquella adorable criatura...
Si este tierno acercamiento de nuestros labios hubiese durado un sólo instante más, mi
alma ardida en las llamas del amor habría pasado a la suya abandonándome... ¡Oh,
metamorfosis maravillosa! Yo muerto por mí mismo, habría seguido viviendo en el seno de
mi amigo...»

El «beso de Platón» se extendió en Roma como una epidemia, sin que hubiera existido un
médico para curarla. Estaba en cualquier parte... entre civiles y soldados... contaminaba a
los plebeyos y no paraba ante las puertas de los palacios. Estaba tan en boga entre los
paganos como también visitaba a los sacerdotes cristianos en sus santuarios. Ni el
«peregrino» de Lukianus era en esto una excepción. Varios tomos se podrían llenar con la
historia de los más ilustres antepasados...

Tiberio tenía en su corte imperial además de un maestro de elegancia, Petronio, también


unos expertos en voluptuosidades —»Spintrias»— para inventar toda clase de lascivias...
entre otras tantas recordaremos que este monstruo había adiestrado niños de tierna edad,
a los que llamaba «mis pececillos», ya que estos niños tenían que jugarse en los baños
entre sus piernas, excitándole con la lengua y con los dientes... niñitos todavía lactantes
tenían que mamar sus pechos.

Le compró un cuadro por un millón sestercios, un cuadro de Parrasino, en el que Atlanta


prostituyó su boca a Meleagro. Tuvo este cuadro en su alcoba como objeto sagrado... Se
afirma también que un día, asistiendo a una ceremonia religiosa, se enamoró de un bello
muchacho que llevaba en sus manos el incienso; apenas esperó que terminase la ceremonia
para satisfacer su nefasto pasión, en que tuvo que participar también el hermano de este
joven que era flautista. Luego hizo romper las piernas a ambos, porque mutuamente
echaron en su cara su infamia. Fue el precio por haber protestado, olvidando los
jóvenes, quod principi placuit, legis habet vigorem..., los deseos del príncipe tienen la
vigencia de una ley. El emperador Comodo se enamoraba locamente de un hombre, llamado
Onon, porque este hombre tenía un enorme phallos. Quizás por esta misma causa, su
concubina, la muy devota cristiana Marcia, hizo estrangular luego al emperador y gladiador
Comodo por otro gladiador...

Julio César pagaba precios exorbitantes por esclavos bellos y hábiles y prohibía anotar
estos gastos. Curión le llamaba en un discurso como «...marido de todas las mujeres, y
también mujer de todos los maridos», hasta en el día de sus triunfos sobre Galia, sus
propios soldados cantaban en coro: Urbani, servate uxores maechum calvum adducimus...
Ciudadanos, guardad bien vuestras esposas que traemos aquí el muy adúltero Calvo...

Nadie, absolutamente nadie echa una piedra sobre nuestro héroe, pues ni Mario, ni Sila, ni
Cícero fueron libres de este pecado y menos todavía los intachables emperadores como
Octavio Augusto Nerón, Galba, Domiciano y Comodo y otros tantos que por su número es
imposible contar todo, si no queremos aburrir a los curiosos lectores...
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Ni los hombres fueron libres de excesos y de perversiones.

El emperador Serv. Sulpicius Galba —además de que uno de sus tantos vicios era la
pederastia— él en este asunto dio cierta preferencia a los hombres bien maduros hasta
ancianos ya...

Calígula tenía incesto con sus tres hermanas, igual que Nerón con Lepida y hasta con su
propia madre Agripina... Siempre cuando paseaba en litera con su madre, satisfacía su
pasión incestuosa, lo que demostraban las manchas de su ropa... Tras haber prostituido
todas las partes de su cuerpo, tenía como supremo placer cubrirse con la piel de fiera y
lanzarse así desde un sitio alto sobre los órganos sexuales de hombres... Nerón Claudio
estaba convencido de que ningún hombre en este mundo inmundo es absolutamente casto,
ni son exentos de una mancha del pecado, sino que la mayor parte de ellos sabe disimular
el vicio y ocultarlo con cautela... Por esta razón él perdonaba a todos, los que le confesaban
sus obscenidades... ¿Qué podría decir a Nerón el hombre de nuestro presente?...

Parece que ni siquiera los dioses se enteran de todo, pues Séneca nos comenta que la
«divina providencia» se hizo cónsul a Mamerco Scauro que era tan lascivo que recibía de
boca abierta el flujo menstrual de sus esclavas... De todas maneras ya sabemos que «de
gustibus non est disputandum» y no sabemos, cual fue peor, el caso de Scauro o lo que
reprimenda Tertuliano, el montanista padre de la iglesia cristiana que nos comenta que hay
muchos brutos que «insertan en su boca el miembro viril de unos adolescentes y también
chupan los senos de otros...» (Qui pudendam mamillam sugunt, humani seminis perversi
irrumatores...)

Roma intentó defenderse contra toda clase de perversidades —actos contra la naturaleza
humana— por lo menos por medio de algunas leyes, entre las cuales merece ser recordada
la Lex Scantinia unos dos siglos a.Cr.n. todavía en el siglo de la pudorosa República.
Legislada acerca de la «Nefanda genere». El primer caso significaba una cuantiosa multa,
pero la reincidencia ha sido castigada con la pena capital. Semejantes aberraciones y vicios
que estaban para contaminarse primero el cuerpo y luego al estado mismo, considerábase
como un cáncer, y el remedio más acertado era extirpar la maldad junto con la portadora
del vicio... Etiam, de legibus non est disputandum — sólo nos permitimos observar que el
hombre tiene la obligación de hacer su genuflexión ante la ley, pero jamás a la inversa que
siembra luego la impunidad y la justicia sufrirá entonces un mal incurable...

CRUELDAD Y PERVERSIÓN
Detrás del odio hay un íntimo deseo de destruir al prójimo, pero cuando esto se pretende
hacer, infligiendo al otro una serie de sufrimientos, esto ya es crueldad y sinónimo de la
perversión.

Conociendo a fondo los fenómenos y los postulados de la naturaleza, llegamos a la


conclusión de que este tan reprochable acto —la crueldad— está prácticamente implantado
en todos los seres vivientes. Basta contemplar la lucha encarnizada en el nido de los recién
salidos seres de unos huevos, donde además que el más fuerte hace lo imposible para
captar el alimento, al mismo tiempo intenta empujar al hermanito fuera del nido para dar
victoria al ego...

Ni siquiera el ser humano es una excepción, y los recién nacidos no siempre son
bienvenidos por los hermanos que tuvieron la suerte de haber llegado antes. ¿Qué habrá
detrás de todo este misterio de la naturaleza? Creemos que esta lucha del ego es un fiel
cumplimiento del postulado que pretende a exigir la supervivencia del más fuerte. Ya hemos
visto que el odio al otro nace ya en el nido...

El odio al otro además la crueldad, este poder selectivo de la naturaleza es un constante


impulso que está en todos los seres vivientes, produjo un bellum omnium contra omnes,
prácticamente sin treguas, porque hasta en los pocos intervalos el ser humano demuestra
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su inextinguible odio acompañado por la crueldad. En esto se destacaron en la antigüedad


muy especialmente los pueblos provenientes de las inmensas estepas de Asia y los persas,
los árabes, los sarracenos, los alanos, los wandalos y los visigodos, los cuales —después de
la ocupación del imperio romano— al invadir la península ibérica, dejaron su inextinguible
sello en los pueblos hispánicos.

El proverbio latino «Homo Homini Lupus» —el hombre es un lobo para su prójimo— tiene su
permanente vigencia y resiste a toda clase de inclemencias de todos los tiempos.

Es nuestro deber presentar al lector por lo menos lo que ocurrió en la lejana antigüedad. El
lector tendrá luego la oportunidad de evaluar la imagen de tanto odio y crueldad que
sentaba sus reales también en nuestro cínico, hipócrita y holocáustico Presente...

Juvenal en su sátira XVI nos comenta el crimen de un pueblo entero, más horroroso que
todas las tragedias juntas.

Entre dos pueblos vecinos existía desde un largo tiempo una vieja rivalidad y un odio
inextinguible, una herida incurable que aun abrasa a los habitantes de Ombos y Tentira. La
causa de este gran furor mutuo fue —exactamente igual que en nuestro Presente— que
cada uno odiaba a las divinidades del otro y que ambos creían que se debía poseer
solamente la religión que cada uno adoraba... Muy antiguo es el origen de las incesantes
guerras de las religiones...

Se celebraba un día de fiesta en Tentira, y esto alarmó a los jefes de la ciudad de Ombos.
Del otro lado estaba el latente odio, y las injurias comenzaron a resonar entre los ánimos
caldeados. Era la señal del combate. Los habitantes de las dos ciudades se atacan
mutuamente con igual clamoreo, y a falta de armas se acometen a puñetazos. Pocas
mandíbulas están indemnes, ninguno queda con su nariz intacta... En el grueso de los
combatientes podría verse los rostros mutilados, frentes y mejillas desgarradas, huesos al
descubierto, puños con sangre de los ojos reventados. — Sin embargo, todavía creen que
para ellos es un juego, una batalla de niños, porque no pisan todavía sobre cadáveres...

El ímpetu ahora se hace más violento; comienzan a recoger por el suelo piedras y las
arrojan con furor; de ambos lados comienzan a llegar los socorros y uno de los bandos,
dejando las espadas, establece la lucha combatiendo con saetas. Acosados por los ombitas,
los de Tentira, habitantes en las cercanías de las Palmeras, comenzaron a huir. Uno de ellos,
medio muerto de miedo, flaqueo en su corrida, cayó y le cogieron prisionero. Le cortaron
inmediatamente en numerosos trozos a fin, de que un sólo muerto llegara para muchos.

La victoriosa multitud se lo comió todo, ni siquiera lo cocieron en el caldero, ni le asaron...,


se les hubiera sido muy largo esperar a encender el fuego, y quedaron satisfechos con el
cadáver crudo... más aquel que se ha atrevido a hincar sus dientes en un cadáver
humano... ya nunca comerá otra cosa con más gusto... el primero que comió, encontró
deleite, y cuando se presentó el último —al ver que se habían comido todo el cuerpo— pasó
sus dedos por el suelo para saborear por lo menos algo de sangre...

En el año 72 a.Cr.n. Pompeyo el Grande, durante su campaña contra el general romano


Sertorio, llegó a la tierra de los Vascos y hasta a los muros de la ciudad de Calagurris
Nasica. Ciudad fortalecida con soberbios muros que no mostraba ni el menor interés de
entregarse. Pompeyo le puso entonces sitio, cortando al mismo tiempo sus vías de posible
abastecimiento; no obstante los calagurritanos lograron resistir durante mucho tiempo, y el
plan de Pompeyo quedó durante largo tiempo sin resultado, porque estos calgurritanos
fueron muy ingeniosos y lograron vencer al todavía peor enemigo — el hambre. Estos
valientes vascos, por falta de otros víveres, se alimentaron con la carne que encontraban en
su misma ciudad, pues se alimentaron con la carne fresca de sus mujeres e hijos,
diariamente sacrificados según un riguroso sorteo...

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Polibio Megalopolitano y Appio nos comentan algo semejante, lo que ocurrió en otra ciudad
hispana, llamada Numantia. Cuando el hambre les obligó a llegar a la antropofagia, y cuando
la heroica tentativa de Rectúgenes Karaunius fracasó para socorrerlos, consintieron rendirse
ante Escipión después que previamente incendiaron la ciudad y la mayoría de sus habitantes
se suicidaron...

Las interminables guerras entre religiones y por causa de religiones son sempiternas como
los tiempos, y el lector recordará que sólo el diferente nombre del Dios es suficiente, para
que las religiones de nuestro presente desaten sangrientas guerras sin treguas, porque el
otro lo llama al mismo dios con diferente nombre. Fueron crueles también los mismos
dioses...

El Mal venció el Bien absoluto, cuando el diablo o Satanás egipcio —Set o Typhon— asesinó
a su hermano Osiris. Era un crimen imperdonable, pues la muerte de Osiris abrió la puerta
de los Infiernos para el reinado de Typhon que llegó a la tierra con sus 72 compañeros y
setenta y dos días de espantosa sequía... Egipto quedó con un Nilo casi desaparecido...

Pero cuando el hijo de dios Osiris mataba a su tío, vengando la muerte de su padre, redimía
al angustiado pueblo de Egipto, porque con la muerte de Typhon, del Mal necesario, el río
Nilo comenzó a crecer y cubrió lentamente con su fructífero limo los sedientos campos,
transformándolos en un mar amarillo de trigo.

Por esta causa el pueblo egipcio odiaba a Typhon «colorado» entre las eternas llamas de su
infierno...

El pueblo odiaba a Typhon colorado, pero también todos aquellos que tenían cabellos
colorados, y o fueron pecaminosos. Fueron todos estos infelices llamados «Tiphonianos» y
anualmente degollados ante la tumba de Osiris... Felizmente el faraón Amassis terminó con
semejante crueldad que sacrificaba inocentes humanos, sólo por causa de una reyerta entre
dioses que fueron hermanos...

Karthago, palabra sinónima de gloria, luz y rapiña, inmensa codicia y «Crueldad» con
mayúscula. Estos lobos, desnaturalizadas hienas de la costa de Africa, desde la lejana
antigüedad sacrificaban niños de tierna edad a fin de venerar al dios Khronos que por su
naturaleza tenía la mala costumbre de devorar todo.

A los niños trajeron sus propias madres, y aquellas que no tenían hijos, los compraban en
el mercado de niños a fin de que ellos fueran luego degollados como pollos y corderitos.

La madre, antes de entregarlo al sacerdote, abrazaba a su niñito cariñosamente; le llenaba


con tiernos besos, porque el eventual llanto del engaño de la criatura, podía anular el valor
del sacrificio. El sacerdote, al recibir al niño, lo abrazaba y lo tranquilizaba, pero en el
momento en que la criatura abrió su boca con una inocente sonrisa, el hombre de Dios Baal
con un sólo tajo cortó con su cuchillo filoso la garganta de la infeliz criatura y colocándola
sobre la palma estrechada del ídolo, hizo resbalar hacia al vientre abierto de la divinidad —
vientre en que había una furia de llamas, sangre y fuego... La madre en estos momentos no
debía verter ni una sola lágrima. Muy por el contrario, tenía el deber religioso de presenciar
el acto con una indiferencia religiosa; para evitar que un eventual e incontrolable llanto
perturbe este cruelísimo sacrificio «sin lágrimas»: los ayudantes de los sacerdotes del dios
Baal organizaron allí un ruido infernal con sus tambores y flautas... En la ciudad de Kernath
Hoddisat, llamada también Karthago, por esta misma causa y de esa manera nació la Música
Sagrada, adoptada por todas las religiones...

La maldad y la estupidez humana carecen de límites...

Hamilkar, el general de Cartago, muerto de cobardía y miedo, en vez de luchar


valerosamente buscaba su salvación en el sacrificio de un niño... El llanto de la criatura
clamaba al cielo, acusando de esa manera a esa gente insana que fue incapaz de entender
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que semejante sacrificio en si era un remedio peor que la enfermedad.

En estos tiempos crueles y lejanos no era conveniente ser prisionero de las batallas...
Diodoro nos comenta cómo estos infelices fueron sacrificados de la misma manera como los
niños: en una fiesta en honor al dios Baal tenían que ser degollados todos, pero esta vez el
mismo Dios de ellos se sublevó contra tamaña insensatez humana, pues vomitó el fuego
que se desató en su vientre contra ellos mismos, y el campo entero se consumió en un mar
de llamas. En su furia los mismos cartagineses fueron achicharrados por el fuego vengador
de su Dios Saturno...

El poderoso ni siquiera a la muerte quería ir solo. Tuvieron que acompañarlo hacia el más
allá sus siervos y si no los tenía, entonces sus piadosos deudos han ido al mercado de los
esclavos para comprar algunos inútiles que no servían ya para otra cosa que acompañar al
muerto hacia al más allá, pues en los funerales fueron degollados sin misericordia...

De esa macabra manera la muerte ha sido consolada con la muerte, pero de otros, porque
también los siervos podían luchar entre sí, donde uno indefectiblemente tenía que morir.

Desde Etruria —Toscana— vino esta costumbre a Roma y se afincó en la ciudad eterna,
donde la lucha de los gladiadores tanto en el circo como en casos de funerales la gente
curiosa congregaba para deleitarse al ver la sangre derramada de hombres que sólo vivieron
para que pronto fueran muertos, ofreciendo su sangre vertida como símbolo y remedio...
Era esta sangre derramada un símbolo, porque en las nupcias romanas, la pronuba que
vestía la novia, separaba los cabellos de ella con la punta de una lanza que poco antes había
sido teñida con la sangre de un gladiador caído en la arena. Con esta clase de peinado
querían advertir a la futura esposa que su unión en el matrimonio por celebrarse tenía que
ser tan firme como la sangre adherida a la punta de la lanza que acababa terminar con una
miserable vida humana.

Pero esta sangre vertida de un gladiador era también un remedio.

Celsus, este gran médico de su época, en su tratado nos informa que las enfermedades
«comiciales», es decir la epilepsia, se curaba bebiendo la sangre todavía caliente de un
gladiador recientemente degollado...

La crueldad humana es muy difícil de comparar con la de los animales: ellos matan para
alimentarse, el hombre lo hace para deleitarse...

Gyngillis, el cruel rey de Tracia, logró entrar en las páginas de la historia por causa de sus
horripilantes crímenes contra la humanidad. Él se deleitaba en matar no sólo el cuerpo, sino
también el alma, cuyas heridas no se cicatrizan nunca. Este cruel rey ordenó decapitar niños
y obligaba a sus madres, llevar luego las cabezas cortadas de sus hijos por medio de una
cadena en el cuello, como si fueran medallas. Hizo cortar a los hombres también sus
«diferencias» que las mujeres luego tenían que llevar en sus cuellos... Hizo también otras
cosas más, pero no lo podemos relatar, porque las letras negras sobre el papel blanco se
sublevarían contra el autor...

Ni los romanos fueron mejores que los hasta ahora citados, y la crueldad humana sentaba
sus reales muy especialmente en la incalificable conducta de sus todopoderosos príncipes,
irrefrenables en sus maldades... Todavía suena en nuestros oídos la injusta regla legalizada
«...quod principi placuit, legis habet vigorem» —... y los príncipes romanos se deleitaban
hacer sufrir a la gente...

Lo que al monarca le agrada es ley.

Para demostrar la veracidad de nuestra tesis, presentaremos a continuación algunos pocos,


pero bien instructivos ejemplos...

En la época, cuando el Pretor Verres era gobernador de Sicilia, los parientes más cercanos
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de los condenados a muerte tenían que sobornar con cuantiosas sumas a los verdugos que
le corten la cabeza de sus seres más queridos con un sólo corte si es posible, para
ahorrarles los horribles tormentos haciendo esto lentamente...

El emperador Caligulo era un ser más que tacaño... como le costaban muy caro los animales
para el mantenimiento de las fieras, destinadas a los espectáculos, los alimentaba con la
carne de los criminales, echándoselos vivos para que los devorasen. Frecuentemente
visitaba a las prisiones y sin consultar siquiera los registros, por qué causa la gente estaba
encarcelada, sin más ordenó que echasen a todos ante las fieras.

Un ciudadano que hizo voto que estaba dispuesto combatir en la arena por la salud de su
emperador, lo obligó a cumplir su promesa...

Encerraba ciudadanos muy ilustres en jaulas, en las cuales tenían que mantenerse en
postura de cuadrúpedos, o bien los mandaba acerrar por la mitad del cuerpo... Obligaba a
los padres a presenciar la ejecución de sus hijos... El autor de una poesía fue quemado por
orden suya en el anfiteatro: su culpa era un verso equívoco.

Un caballero romano que hizo echar a las fieras, gritó que era inocente. Le hizo sacar al
acto, le cortó la lengua y lo envió de nuevo al suplicio.

Suetonio nos dice que la crueldad de Tiberio no conocía freno ni límites. Entre sus horribles
invenciones había imaginado una que era hacer beber a sus convidados una gran cantidad
de vino y enseguida les hacía atar el miembro viril para que sufrieran los dolores de la
atadura y la viva necesidad de orinar...

Nerón especializábase para los cristianos... Estos infelices —en la mayoría de los casos—
fueron en principio aquel pueblo que al acostarse pidió a su Dios que les permitiera no
despertar a la mañana, y al llegar la noche maldijeron el día que con la salida del sol les
esperaba solamente con hambre, guerras y mil sufrimientos. Los apóstoles les prometían
una vida eterna sin hambre, sin guerras, sin miserias, el Señor les esperaba en el cielo con
el coro polifónico de los ángeles... ¿Qué más querían? Todos estaban ansiosos por morir,
salir de esta vida cruel, para poder vivir en el más allá en la plena —hasta ahora nunca
experimentada— felicidad.

Con túnicas impregnadas sirvieron a Nerón en sus fiestas nocturnas como antorchas
vivas... ¿Qué les importaba morir? Muchos se autodenunciaron para ser ejecutados
inmediatamente. Esa gente vivía en un fanatismo superlativo que sorprendía a las máximas
autoridades en esos tiempos. Querían morir, para poder luego vivir en el más allá...

Macrino, un emperador romano por un solo año, repetía con los condenados el suplicio de
Mezencio... que consistía en atar a un condenado vivo con un muerto... Era un suplicio
largo, luego murieron infectados por los cuerpos en descomposición... A los adúlteros
confesos los ataba juntos y tenían que morir sobre una hoguera... Durante este un solo
año de su gobierno nadie cometió adulterio...

El emperador Avidio Cassio, famoso por su mote, según lo cual «nadie consigue matar a su
sucesor», cometió muchas injusticias y entró en la historia por sus crueldades.

Hizo colgar sobre un palo muy alto a muchos condenados que luego morían por el fuego y
el humo del palo encendido... Unos morían quemados, otros asfixiados, otros por el
espantoso dolor de ser asados... Él se divertía al ver como se sumergían en el mar decenas
de personas encadenadas...

El emperador Heliogabalo tenía la maldita perversión de ofrecer sacrificios humanos. Eligió


para este fin solamente los niños llamativamente bellos que tenían unos padres patricios.
Elio Lampridio nos dice que el emperador examinaba las entrañas de los niños sacrificados,
y para que el dolor de los padres fuera mayor todavía, los obligaba a asistir a sus macabras

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ceremonias.

Ya que los crímenes contra la humanidad carecen de tiempo, bastará recordar al lector que
Gingilis y su hijo Ziselmius no fueron los únicos que inventaron las más selectas
atrocidades. Basta leer la muy cristiana obra del P. Emericus Dominicano que lleva el
repugnante título «Directorium Inquisitorum», donde se puede leer que con la típicamente
«crudelitas hispánica» 31.912 infelices tuvieron la gracia cristiana de sufrir horribles torturas
y atrocidades y transformarse luego en humo... en mucho humo y cenizas. Y a este Gingilis
o Zizelmius hispano la historia conocía con el nombre P. Tor Quemada Nomen, Omen. Al
final logró quemar todo — excepto su triste historia...

Las torturas, masacres y genocidios seguían su curso... La sangre mezclada con la de los
alanos y wandalos —sin olvidar a los sarracenos— no podía purificarse... acerca de lo cual
nos pueden cantar a posteriori sus jeremiadas los olvidadizos descendientes de los diez
millones de aztecas y mayas y los tan nobles habitantes del país de los tulipanes...

Cruel era el hombre, si se le puede llamar con este nombre a las hienas de la humanidad. ¿Y
cómo será mañana? Igual que hoy, porque el hombre sigue siendo algo peor ya que el
mismo lobo, y de esta enfermedad ni la cultura, ni la civilización pueden curarlo...

Y si alguien quisiera ver como se deleitaba la gente en el circo romano al ver la sangre
derramada, sería suficiente observar a los espectadores de nuestro Presente que asisten la
lucha de dos seres humanos en un cuadrilátero o a aquellos que se deleitan al ver la sangre
vertida en las corridas... El circo romano no se muere.

LA CRUCIFIXIÓN
Según lo reglamentado por el Derecho Penal Romano, esta clase de ejecución reservada
para los esclavos y ladrones, era ligada con una categórica crueldad, pues la finalidad de la
crucifixión consistía —además de atormentar— prolongar esta clase de tormentos para
varios días.

Por ello la crucifixión, un derivado del verbo latino «crucio, cruciari»: atormentar, consistía
atar al condenado sobre las ramas de un árbol «infelix» que no podía tener frutos y se
llamaba este árbol — como objeto del tormento, CRUX.

En la mayoría de los casos, esta «crux»: objeto del tormento, era un árbol con una
bifurcación como se observa en el cuadro ilustrativo, obra de un pintor medioeval.

Precisamente para evitar que el «atormentado» sobre el objeto de su tormento (crux)


expire por causa de un colapso pulmonar o una parálisis del diafragma, si bien ataron
también los pies del condenado, pero lo dejaron apoyar sobre un sostén de madera.

El atormentado (crucificado) sufría de esa manera durante varios días y noches los ataques
de las aves, buitres, hormigas y avispas, los rayos del sol que les asaban, el frío de las
noches que les congelaba... Muy pocos sobrevivieron semejantes tormentos... A los cuatro
o cinco días la muerte que tanto tardó en llegar, al fin les liberaba de sus sufrimientos.

Nunca un crucificado ha sido clavado, porque semejante acto hubiera sido contrario a los
muy estrictos reglamentos del Derecho Penal Romano, pero muy especialmente una
hemorragia inevitable por medio de una pronta muerte, hubiera eliminado el propósito de
esta clase de crueldad que precisamente consistía en prolongar la llegada de la muerte...

La vida, esa melliza de la muerte, siempre está presente para ver cómo cosecha la vida su
hermano. La San Muerte...

Dura Lex, sed lex — dura es la ley, reza el dicho latino. Aunque no siempre — depende de
su interpretación...

C. Tácito nos comenta que causó un espanto en Roma el triste caso de un caballero
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romano de Vibulo Agripa. Este, al escuchar la acusación que hacían contra su persona en
medio del senado, para prevenir su condena inevitable sacó un veneno que guardaba en su
toga y se lo tragó en el acto.

Cayó inmediatamente casi muerto, pero los lictores lo llevaron al inconsciente con urgencia a
la cárcel, aunque allí llegaron ya con el cadáver.

Sin embargo lo estrangularon, como si estuviera todavía vivo. Lo hicieron así, porque la ley
acerca de las confiscaciones establecía que esta clase de rapiña a favor del fisco se puede
realizar solamente después que el condenado ya está ajusticiado...

La interpretación de la letra de la ley y el interés muy personal del emperador que hace
tiempo que codiciaba las cuantiosas fortunas de Vibuleno Agripa, hallaron vía libre para
cometer una cruel injusticia. Semejante acto demostraba claramente que la sutil
interpretación de la letra de la ley —de vez en cuando unida con un oscuro interés— servía
solamente para alterar y corromper la misma ley.

Suetonio nos comenta entre otras fechorías que durante el triste reinado del emperador
Tiberio las personas se mataron para evitar los tormentos y las demás ignominias. Menos
mal que existía una antigua ley que prohibía estrangular a las vírgenes... Pero echa la ley,
echa la trampa Suetonio nos comenta que las condenadas, si eran todavía vírgenes, el
verdugo las violaba primero y luego las estrangulaba... cumpliendo así fielmente con la ley...

De vez en cuando la ejecución de una matrona podía ser fatal para el mismo verdugo.

Ammiano Marcelino nos comenta que la corrupción y la perversión seguía su curso...


Durante el dominato de Valentiniano muchos fueron condenados por algunos gobernadores
y aquellos que buscaban su salvación apelando al emperador, en realidad —como el
proverbio dice— se arrojaron al fuego, huyendo del humo..., pues todos tenían cita con el
verdugo. Ilustres mujeres de la alta sociedad fueron acusadas de adulterios y de incesto y
fueron entregadas al verdugo La muy distinguida dama Claritas fue llevada al suplicio por el
verdugo — despojada de sus ropas, en completa desnudez...

Semejante indignidad no podía ser tolerada y por ello el verdugo ha sido quemado vivo por
orden del emperador.

Dura Lex, sed Lex. Aun no siempre. Pues más de una vez ocurrió que el rico alcanzó la
impunidad, no obstante su corrupción practicada en vasta escala, mientras que los pobres
que no podían pagar el rescate de su vida, fueron inflexiblemente enviado al cadalso... En
estos tiempos sucumbió la verdad ante la mentira y la mentira se vistió con la toga de la
verdad.

Solon, el sabio legislador de Atenas, censuraba a su época diciendo: «Son vuestras leyes
como la telaraña. Agarra lo leve, pero el poderoso le rompe y escapa». La impunidad es
hermana melliza del tiempo — es perenne y nunca muere.

EPÍLOGO
Juvenal acusa severamente a su siglo de oro, cuando nos dice que «...ahora padecemos los
males de una larga paz. Más cruel que la guerra. La lujuria ha caído sobre nosotros, para
vengar al mudo que hemos conquistado... No hay crimen, ni un acto de liviandad que
permanezca oculto desde que murió la pobreza romana.

Nuestras colinas romanas fueron invadidas por la corrupción de Sybaris, Rodas de Mitilene y
de Tarentos. Nos corrompieron con sus impúdicas coronas, empapados en lujurias y vino...

El dinero obsceno fue el primero que introdujo costumbres extrañas y depravadas, y la


nueva riqueza con sus lujurias vergonzosas destruyeron nuestro siglo anterior, en que
regía la honestidad...

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Ahora en nuestras provincias los derechos humanos son pisoteados por nuestros
gobernadores..., porque nosotros mandamos gente corrupta para quienes la ley ya ha
perdido su fuerza de frenar... Todo se decide en el Senado según las simpatías o el
irrefrenable odio que sentimos contra nuestra oposición... El oro de los reyes en el exterior
ya halló su senda, como convencer con su oro a nuestro Senado... Violaciones inauditas de
las palabras y de la fe jurada y Tertuliano nos dice que «...ya se venden el silencio del delito,
dando de esa manera un salvoconducto de los más abominables pecados».

Ya casi nadie recuerda las palabras de Catón que nos advertía que los que roban a sus
prójimos, pasan su vida atados y se pudren en una cárcel vulgar, mientras que los ladrones
del estado viven impunemente entre el oro y la púrpura.

Ni Macrobio recuerda ya quizás las leyes según la cual la gente de bien tenía que almorzar y
cenar con las puertas abiertas para que la gente viera la sencillez en que vivían...

Sólo Cicerón recuerda todavía que por otra ley estaba terminantemente prohibido que aquel
que hubiera sido condenado por un cohecho, hablara delante del público y para el público,
sin pensar siquiera que tenga una función pública.

La corrupción y la reinante inmoralidad destruyó la censura que había sido creada para
impedir la contaminación y la corrupción..., pero cuando el mal ya resultó ser mayor que el
castigo, la censura política de Catón era ya insostenible y la corrupción andaba mano a
mano con la inmoralidad, le enterraron Catón con toda su política y censura...

La podredumbre se defendía diciendo que...»reconocemos que no somos mejores que


fueron nuestros dioses junto con los venales pontífices...», además «...me basto yo solo
para perdonarme» citaron lo dicho por Horacio. Lo cierto es que la calificación «ladrón»
depende de la persona que lo hace...

Apresado un pirata, lo llevaron ante Alejandro Magno, para que fuera juzgado, y éste al
recibir el permiso de defenderse, le dijo: «Si yo, oh Rey, hago mis piraterías con mi pequeño
bajel, me llaman pirata, y Tú que haces lo mismo con tu ejército, a Ti te llaman Rey».

Una extraña mezcla de corrupción con el abismo de una perversa inmoralidad condujo al
estado romano fatalmente a su ruina. El honor nacional y el honor individual —por causa de
la total impunidad— han sido arrastrados por el lodo.

La justicia y el pudor, estos hermanos mellizos, huyeron al Cielo, abandonando esta


corrupta tierra, dejando atrás una descendencia cada vez más degenerada...

Roma se derrumbó primero por causa de sus propias fuerzas..., y ahora se arrastra en el
lodo de su propia desgracia. Para Roma era demasiado tarde ya defenderse con el mote de
Plinio «quien censura los vicios, odia a los hombres».

Lo narrado en este libro tenía la exclusiva finalidad de poner nuestro espejo ante la cara del
Pasado y para evitar una censura de Plinius que insiste diciendo que «...cuando la
posteridad no acusará los vicios del Pasado, esto sería una señal principal que el Presente
tampoco es mejor que fue el Pretérito», aunque es también muy cierto que las leyes de
aquellos tiempos difícilmente podrían ser aplicadas en nuestro Presente, pues se aplicará
hoy la ley que establecía que un manchado del delito de un cohecho no puede hablar en
público... En este caso algunos parlamentos y congresos del mundo tendrían que cerrar sus
puertas, porque nunca tendrían «quorum».

Al enfrentarse con tantos vicios del mundo antiguo, nos advierte nuestro censor, la
conciencia que nosotros mismos en nuestro Presente plagado de una gran variedad de
vicios y crímenes tampoco somos mejores que fueron nuestros antepasados, pues, si bien,
los siglos cambian como los vientos y las nubes, jamás cambiarán los hombres... Somos
como las flores de nuestra tierra... vienen, se marchitan y se van..., pero en la próxima

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primavera regresan exactamente igual con su pompa de colores y fragancias...

La historia es tanto más venerable,

cuanto más antigua es

Panegirico a Const.

Peligroso es fatigar a los oyentes

Pyndaros: Nemea X

COLOPHONO
Nuestro relato acerca de tan espinoso título ROMA CORRUPTA — ROMA PERVERSA en cierta
manera resultó ser un epílogo para nuestras cuatro décadas de docencia, en que hemos
pregonado el Jus y la Gloria de la antigua Roma... pero ya que toda medalla tiene dos caras,
no hemos podido pasar por alto del severo postulado de la Verdad que nos obliga
presentar también la otra cara de la medalla...

Nuestro relato no ha sido envuelto en los Skotisones de Quintiliano, sino en la forma más
sencilla hemos repetido los pensamientos y dichos de los más antiguos y cristalinas fuentes
de los bimilenarios autores grecorromanos.

Nuestra finalidad primordial era hacer llegar nuestros comentarios tanto a los eruditos como
también a aquellos que no tienen acceso a las cátedras, para que pueden politizar y quizás
analizar semejantes problemas...

Otra finalidad nuestra con esta obra era querer encender una antorcha alrededor de la
estatua del Pasado, hundido en la inmensa profundidad de los sempiternos tiempos. Sólo
para que nuestros lectores tengan la grata oportunidad de ver que nuestro Presente en
realidad es un fiel reflejo de nuestro no tan glorioso Pasado.

BIBLIOGRAFÍA
AUTORES LATINOS

I. HISTORIADORES

Ammiano MarclinoRerum Gestarum/Hist. Imperii

Aelianus ClaudiusVariae Hist.

Aulus GelliusNoctes Atticae

Flavius JosephusBellum Judaicum

Jud. Archeologia

JustinusHist. Phil e- Trogo Pomp.

Titus LiviusAb urbe cond.

MacrobiusSaturnales

C. NeposBiografiae

Plinius Vet.Nat. Hist.

Plinius Caec.Epistolae

Pomponius MelaDe situ mund.

SallustiusConjurat. Catlinae

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Bellum Jugurth.

Servius ad Aeneas

Tr. SuetoniusCaesar

August

Claucius Drusus

Domitian

C. TacitusAnnales

Historia

Aelio SpartAelio

Julio CapitolinoAntonino Pio

Aelio Spart.Alex. Severo

Flavius VopiscusAureliano

Trebellio PolioDiv Claudio

Julio CapitolinoGordiano

II.POETAS

CatullusElegiae

HoratiusOdae-Epod- Satirae

M. Valerio MartialEpigramma

JuvenalSatirae

PersiusSatirae

PorpertiusElegiae et Carmina

Ovidius NasoArs amatoria - Remedia amoris

III.N o v e l l a e

ApulejusMetamorph. / Las floridas

el demonio de Socrates

PetroniusSatyiricon + Fragmentae

Valerius Max.Fact. Dict. memorab.

IV. COEMEDIOGRAPHOS

Plautus Titus Mach.Aulularia-Casina-Epidicus

Curculio-Cistellaria-

Las Baquidas-Miles glor.-

Pseudolus etc.

Publ. Terentius AferLa Suegra

V.PHILOSOPHOS
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L.A.SenecaDe beneficiis-De ira-

Epistolas morales

Pro Cluentio

Quaest. Tusculan

Verres

Epist. familiares

Epist. ad Atticum

VI.Patres Eccl.

Episc. de HypponaDe civitate Dei + Confess.

Tertullian Sep. FlorensApologeticus

De Spectaculis

Minucius FelixOctavius..

LactantiusInst. Div.

VII. Corpus Inscr. Latinarum

AUTORES GRIEGOS

I.HISTORIADORES

AthaeneusDeipnosoph.

Diodoros SiculosHai Koinai Hist.

Dion CassiusHist. Roma.

HeliodorusDaphne el Kloe +

Las Etiopicas

HerodotosHist.

LukyanosNekrikoi dialog. etc.

PausaniasDescr. Graeciae

Plutarchos...Moralia.....

Polibio MegalopolitanoHist.

SimonidesDe mulieribus

II.P O E T A S

Anacreon

Ennius

Homeros

Meleagros

Pyndaros

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Antologia Griega

III. COMEDIOGRAPHOS - TEATRO

AristophanesThemophorias +

Avispas +

Ecclaes.

EuripidesIon.....

IV.Del a u t o r

Pythagoras 711 pág.1980 notas

Judex Romanus 63 pág. 198 notas

Jusjurandum romanum 80 pág. 213 notas

La antigua mujer romana 444 pág.1012 notas

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