ISBN: 84-96447-20-0
Thesaurus:
teatro neoclásico, poética de Luzán, teatro breve, teatro musical, espectáculo, comedia
de figurón, comedia sentimental, comedia de magia,
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consolidado en el teatro anterior y que formaban parte de una tradición dramática.
Tradición que por estar basada en los gustos y costumbres del pueblo --en este caso
español-- convertía algunas de estas piezas en representaciones de lo propio, de lo
español, frente a las nuevas tendencias extranjeras. Asunto que también utilizaron
algunos sectores conservadores del XVIII como cuestión reivindicativa. Ahora bien, el
teatro popular del Dieciocho no supone una repetición de estructuras pasadas, sino
que reelabora y revitaliza esta riqueza dramática previa, y la ajusta a las necesidades
de la nueva escena del Setecientos.
Esta división teatral entre populares y neoclásicos se puede apreciar
igualmente en los escenarios del resto de Europa. Alemania es seguramente el país
que más similitudes guarda con la situación dramática española. También en tierras
germánicas se buscó la anulación del teatro popular, o cuanto menos se despreció, y
se trató de imponer de modo un tanto ficticio, un tipo de teatro erudito. Semejante es la
imagen del teatro del XVIII en países como Inglaterra o Francia, sin embargo, estas
dos naciones, más aburguesadas que el resto, alteraron rápidamente ciertos valores e
incorporaron con avidez la nueva sensibilidad de la emergente clase media. Por ello,
los rigores del clasicismo imperante, especialmente en la primera mitad del siglo, se
vieron suavizados por la sensibilidad que mostraban las diferentes manifestaciones
artísticas. Algo que se extendió progresivamente al resto de los países europeos.
A pesar de las pequeñas diferencias, lo cierto es que se generalizó en la
Europa ilustrada un espíritu universal, totalizador y clasicista, que trajo consigo otra
manera de entender la vida. Los eruditos que abanderaron este estilo clasicista pronto
concibieron el teatro como un medio excepcional para transmitir las nuevas ideas. De
ahí, el hincapié en retirar el teatro popular de los escenarios y el interés por controlar lo
que se hace y dice en las tablas.
Por su parte, los autores populares del XVIII, sin abstraerse de la nueva
realidad social, recurrían a sus propias fórmulas para seguir entreteniendo al público.
Sus producciones, aun mostrando un elenco de modelos que sirvieran de ejemplo
social, al contrario de lo que perseguían los neoclásicos, no tenían como principal
objetivo educar a los asistentes. En una primera etapa, el teatro popular buscó su
materia dramática en géneros ya practicados en el Barroco. Mostró a los espectadores
modelos dramáticos que les eran conocidos y con los que se podían identificar
fácilmente. Géneros afines para la audiencia pero que, paulatinamente, se modificaron
conforme fueron cambiando los referentes e inquietudes sociales.
Es preciso tener en cuenta también que la mayoría de los dramaturgos
populares, a diferencia de los autores neoclásicos, eran hombres de teatro. Algunos
compaginaban la escritura dramática con la periodística, o con la labor actoral, la
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censorial o la musical, por lo que conocían bien el mundo del teatro, los gustos del
público al que se dirigían, las posibilidades escénicas con las que contaban y las
cualidades de los actores que interpretarían sus piezas. Este dominio del medio les
ayudó a la hora de establecer contacto con los espectadores. Los populares
procuraban acomodarse a esta realidad dramática, entre otras cosas porque de su
éxito o fracaso dependía su salario y su continuidad laboral.
Por el contrario, los neoclásicos, desde su dogmatismo, se centraron,
primeramente en la tragedia, por entender este género como el más completo y más
puramente clasicista, pero, poco después o casi al tiempo, pasaron a cultivar la
comedia, y se obsesionaron por presentar modelos ‘realistas’. Para el público del
XVIII, recursos habituales del teatro popular como las apariciones, los asaltos, los
lances heroicos, la simultaneidad de acciones, la sucesión de decorados, o la
aparición del gracioso, aparte de entretenerles no les resultaban inverosímiles. Todo lo
contrario, formaban parte del juego dramático al que estaban acostumbrados y de la
ficción teatral en la que se sumergían con cada representación.
Sin embargo, esta libertad formal del teatro popular y su falta de ‘realismo’
resultaban inconcebibles desde los principios neoclásicos. Las unidades de acción,
tiempo, lugar y la verosimilitud (como reflejo directo de una realidad ejemplar y no
tanto como parte de una convención dramática), eran los pilares de unas piezas que
por su excesiva reglamentación y, sobre todo, por su falta de ingenio, se alejaban
mucho de los intereses de los espectadores. Las pretensiones ‘realistas’ de los
neoclásicos no encontraron el respaldo del público hasta prácticamente el siglo XIX.
En concreto, fue Leandro Fernández de Moratín quien logró la atención del público con
su comedia de costumbres, El sí de las niñas, en 1806. Pero, para estas fechas, el
teatro había evolucionado y alterado parte de sus criterios, y simultáneamente se
había transformado también el público, la sociedad.
En cualquier caso, tampoco puede hablarse de una avalancha de piezas
dramáticas neoclásicas que supusieran una competencia real en calidad y cantidad
frente a las muy abundantes comedias populares. En cambio, sí se escribieron
bastantes tratados, pseudopoéticas clasicistas, además de la Poética de Luzán, y
artículos periodísticos de diversa índole en los que se mezclaban explicaciones sobre
los criterios estéticos neoclásicos con descalificaciones al teatro popular del
Setecientos y al teatro barroco anterior.
Lope de Vega y Calderón de la Barca se convirtieron en los bastiones de un
teatro aberrante por su falta de verosimilitud y su constantes trasgresiones a las tres
unidades clásicas. Los neoclásicos quisieron regular y controlar todo lo referente al
mundo teatral, por eso, trataron de retirar de los coliseos las piezas populares e,
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incluso, bastantes de las que todavía se representaban, en su mayoría adaptadas, de
Calderón y su escuela. Se encargó a determinadas personas, como Bernardo de
Iriarte (1767) y Mariano Nifo (1769), diferentes proyectos reformistas entre los que se
incluía la elaboración de un repertorio de piezas arregladas según la normativa clásica
para los teatros públicos. También opinaron y escribieron los eruditos sobre los
actores, su tipo de vida y su forma de representar. Se promovieron escuelas de arte
dramático, como la de los Reales Sitios, para educar a los actores en los nuevos
modos de interpretación. En resumen, el panorama teatral se plagó de textos teóricos
que trataban de regular todos los aspectos del mundo del teatro. Por su parte, la
prensa también se hizo eco de estas opiniones y periódicos estatales como el
Memorial Literario o privados como el Pensador (1762-1767) de José Clavijo Fajardo
emprendieron intensas campañas divulgativas del ideario teatral neoclásico.
La respuesta de los populares a estas críticas y comentarios fue más de orden
práctico que teórico. Sus constantes estrenos y reposiciones daban cuenta del éxito de
su teatro y fue el público el que validó durante todo el siglo su concepción del hecho
teatral.
Lo cierto es que los afanes reformistas de los eruditos trajeron aspectos
positivos como la remodelación de los teatros bajo la tutela del conde de Aranda. Sin
embargo, los ideales renovadores se quedaron en palabras porque no fueron capaces
de crear piezas dramáticas interesantes y atractivas, rayando a menudo en la
mediocridad, como otras muchas piezas populares.
En cualquier caso, las teorías y comentarios de unos y otros pasaron por
diversas fases y no todo fue tan exclusivo ni tajante. A lo largo de los cien años que
más o menos cubre este período ilustrado, tanto los patrones populares como los
neoclásicos se fueron modificando. Ambas tendencias reflejaron cambios
significativos, casi revolucionarios porque, en definitiva, eran cambios que respondían
a las inquietudes y necesidades de la burguesía que iba incorporándose a la sociedad.
Los principios de esta nueva clase social, sus modos de comportamiento, sus
expectativas, deseos, sociabilidad, trastocaron lógicamente las diferentes
manifestaciones artísticas y, especialmente, el teatro. También este nuevo tejido social
trajo consigo un mayor protagonismo de la mujer en todos los ámbitos y el teatro
recogió esta situación.
Este espíritu burgués incorporó una nueva forma de percibir la realidad, de
acercarse a ella y de sentirla; una nueva sensibilidad que inundó los escenarios.
Fueron los escritores clasicistas los que primero reflejaron esta sensibilidad creando el
drama burgués. En España, autores como Trigueros con El precipitado o Los ilustres
salteadores y Jovellanos con El delincuente honrado fueron de los primeros en
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adscribirse a la nueva tendencia dramática. Este género se presentaba para las
poéticas clásicas o neoclásicas de un modo controvertido por la mezcla de elementos
trágicos y cómicos que albergaba en su concepción. De hecho, algunos no lo
aceptaron, sin embargo, una gran parte de los textos teóricos de finales del
Setecientos incorporaron y valoraron el drama burgués en sus concepciones poéticas,
como se observa por ejemplo en las Instituciones poéticas del censor Santos Díez
González.
Pero esta tendencia sentimental que en definitiva reflejaba el sentir nuevo del
pueblo, cada vez más burgués, también llegó a la dramática popular. Es más, fueron
los autores populares quienes cultivaron con profusión la comedia sentimental, un
género nuevo que, a finales de siglo, llegó a desbancar de su primer puesto en los
teatros a la comedia de magia. Este género nuevo partía de ideales y planteamientos
similares a los del drama sentimental, pero se distanciaba de éste principalmente en lo
formal. La sensibilidad acercó a populares y neoclásicos abriendo las miras a un
nuevo teatro burgués. Para una explicación detallada de la evolución y diferentes
denominaciones: drama burgués, comedia lacrimógena, drama o comedia sentimental,
véanse los trabajos de Palacios Fernández (1993) y de García Garrosa (1996).
Por otro lado, aunque los estudios actuales sobre el teatro del XVIII valoren por
igual al teatro popular y al neoclásico (algo que no fue así en el pasado ya que se
daba preferencia a la tendencia neoclásica), lo cierto es que la dramática popular fue
la que mayoritariamente conoció el público de los coliseos del XVIII, ya que era la que
habitualmente se representaba.
Al adentrarnos en el estudio del teatro popular hay que tener presente que se
está hablando de un teatro que se representó y vivió en estrecha convivencia con el
público, los actores, los músicos, los tramoyistas, etc. Si el teatro debe siempre
entenderse como un conjunto de elementos que posibilitan la representación, y entre
los que se encuentra el texto dramático, en el siglo ilustrado, está realidad se muestra
de manera indiscutible. La representación teatral en el XVIII se había convertido en un
espectáculo. Un espectáculo visual formado por escenografías y logrados decorados
(incluían los avances respectivos a la perspectiva), que simulaban espacios reales
como la calle, el jardín, el campamento militar, el puerto de mar, la cárcel, el café, etc.
Ya no se trataba de la decoración sinecdótica de los antiguos corrales, sino de un
espectáculo que, gracias a las técnicas de los escenógrafos y tramoyistas italianos,
que se diseminaron por toda Europa, demostraba claros avances en el aparato
escénico. Muchas piezas incorporaban música, sin que fueran específicamente
comedias musicales o zarzuelas. Así, la música se convirtió en un valor añadido de la
representación, ayudando a la creación de ambientes, a la vez que ocultaba los ruidos
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de la maquinaria escénica y potenciaba los efectos emotivos de determinadas
escenas, como la batalla, el desfile militar, situaciones lacrimógenas, momentos de
misterio, de magia, de asombro, etcétera.
A esta aparatosa puesta en escena, se añadía la variedad de registros y
géneros ofrecidos en cada representación. La comedia principal era precedida por loas
o introducciones, en bastantes casos de carácter metateatral (los actores hacían de sí
mismos y representaban una breve escena que daba pie al primer acto de la
comedia). Entre los actos de la comedia se representaban sainetes o tonadillas y, por
último, se cerraba la función con un sainete o fin de fiesta. Así pues, la variedad no se
encontraba sólo en la estructura interna de las creaciones populares, sino en la propia
concepción del espectáculo teatral.
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está abanderada por el dramaturgo catalán Luciano Francisco Comella, creador de ‘la
escuela de Comella’ definida por Alberto Lista para referirse a este elenco de
escritores entre los que destacan Valladares de Sotomayor, Rodríguez de Arellano y
especialmente Gaspar Zavala y Zamora. Comella y Zavala y Zamora se centraron
principalmente en dos géneros nuevos: la comedia militar, heredera de la heroica, y la
comedia sentimental. Por ello, una vez más estos géneros gustaron tanto y alcanzaron
tanto renombre, incluso superado el siglo XVIII.
No es tarea fácil clasificar por géneros las diversas piezas populares, ya que si
algo caracterizó al teatro popular fue su mezcla de elementos y recursos. A esto se
suma la indeterminación de los propios autores que jugaban a llamar a sus piezas de
un modo diferente en cada representación para atraer al público y tratar de
sorprenderle con la idea de que se le estaba ofreciendo cada vez algo original y
novedoso, aunque en el fondo se tratase de otra comedia de magia, de santos o
sentimental.
En respuesta a la sistematización anterior de ‘comedias de teatro’ y ‘comedias
sencillas’, que afectaba incluso al precio de las entradas, más caras las primeras que
las segundas, se puede establecer una clasificación de los diferentes géneros
populares. Emilio Palacios ha realizado este esfuerzo por estructurar la diversidad del
teatro popular del Setecientos en varios trabajos (1988, 1996, 1998, 2003), cuya
primera división es entre teatro espectacular y teatro sencillo.
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pintores, músicos y tramoyistas, además de un esmerado uso del atrezzo y del
vestuario.
Lo cierto es que no todo se representaba con el detallismo que exigían las
acotaciones de los dramaturgos. La realidad escénica había mejorado bastante, pero
todavía se cometían muchos errores, la maquinaria resultaba rudimentaria y los
decorados se reutilizaban hasta su deterioro. Algunos ilustrados como Jovellanos
denunciaron esta realidad.
Las diferentes comedias espectaculares del siglo XVIII comparten una
estructura dramática simple, basada en la sucesión de escenas más o menos
asombrosas y magníficas. Imágenes pictóricas que recuerdan a las que se veían en
representaciones artísticas como la ópera o la zarzuela. Estas piezas populares
recogían la escenografía fastuosa de las antiguas representaciones cortesanas. Ahora
bien, mientras que en los palacios se contaba con todos los medios posibles, el teatro
popular estaba limitado por los medios técnicos y económicos de los locales públicos.
Y frente a las representaciones esporádicas palaciegas (normalmente para celebrar
algún acontecimiento singular, como un matrimonio o un nacimiento reales), se
enfrentaba a la urgencia que marcaba el constante cambio de cartel que exigían los
asistentes.
Por otro lado, las comedias de teatro respondían a un esquema secuencial, a
una sucesión de efectos visuales, lumínicos y juegos de maquinaria al tiempo que
contaban con una estructura abierta. Estas características propiciaban la serialización
de las obras. Como la fórmula funcionaba, sólo se trataba de situar al mismo
protagonista, fuera este un mago, un santo, o un héroe militar, en circunstancias
similares e igualmente extraordinarias, que permitieran el mismo derroche de
maquinaria y decorados. De ahí, la trilogía dedicada al rey de Prusia Federico II, las
cuatro partes de El anillo de Giges o las dos de Santa Brígida.
Dentro del teatro espectacular del XVIII se incluyen tres géneros dramáticos
que, aunque comparten la esencia de lo aquí expuesto, profundizan cada cual en
determinados aspectos, con lo que tienen sus características propias. Se trata de las
comedias de magia, las comedias historiales y las comedias religiosas.
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que compartir protagonismo con la comedia sentimental. Recoge de la tradición teatral
una estructura de comedia de enredo, similar a las de capa y espada de la etapa
áurea, a la que incorpora una sucesión de acciones, aventuras y peripecias que
pueden recordar la comedia bizantina. A pesar estas reminiscencias con el teatro
anterior, lo cierto es que la comedia de magia del XVIII se construye desde unos
patrones típicamente dieciochescos. Para empezar, los efectos mágicos y prodigiosos
que en la época calderoniana tan sólo se podían relatar, en el Setecientos forman
parte del montaje escénico y constituyen la esencia del espectáculo. El protagonista
de estas comedias de magia del XVIII se ajusta a los valores laicos de la nueva
sociedad. El mago es un “hombre de ciencia”, un hombre que adquiere sus
conocimientos gracias al estudio, la experimentación o la relación con un maestro. La
comedia de magia se seculariza y el conocimiento del mago, que le permite manipular
la realidad, no se debe ya a pactos demoníacos o a hechicerías, sino a su esfuerzo
personal y a su capacidad científica (Álvarez Barrientos, 1992: 342-343).
La comedia de magia, dentro de ser esencialmente un espectáculo visual,
creado para divertir y excitar la fantasía, utiliza lo mágico para acercarse a la realidad,
conocerla y mejorarla si es posible. Por ejemplo, en El anillo de Giges, gracias a la
invisibilidad del protagonista se puede descubrir la verdad y ayudar a que se haga
justicia. Los magos ponen sus poderes al servicio del bien. En la comedia de magia se
premia a los buenos y se castiga a los malos.
Este género fantástico se construye sobre dos realidades: una mágica (la de
los prodigios del mago) y otra teóricamente real, pero también ficticia por teatral. Y en
la diferenciación de estos dos planos, el mágico y el real, así como en la coherencia
interna de cada uno de ellos, se encuentra la verosimilitud del género y se consigue la
ilusión escénica (Álvarez Barrientos, 1992).
A todas estas novedades hay que añadir que, junto a los magos, se encuentran
también las magas. La mujer en el teatro del XVIIII adquiere un protagonismo
perturbador, estrechamente ligado a la irrupción de lo burgués en la literatura. Mujeres
que alcanzan las mismas cualidades que sus compañeros y que destacan por su
excepcionalidad. En el teatro dieciochesco, no se trataba sólo de reproducir los
esquemas masculinos y convertirse en las ‘mujeres varoniles’ del Siglo de Oro. Las
magas, por ejemplo, como ha señalado Calderone (1992: 359-361), tienen conciencia
de su excepcionalidad, luchan por defender la ciencia que han aprendido y buscan un
reconocimiento social. A esto hay que añadir el atractivo que seguía suponiendo para
los espectadores ver a una mujer vestida de hombre y solventando determinadas
lides. Las magas recogieron parte de la tradición teatral celestinesca, por lo que el
erotismo de estas piezas fue otro aliciente más para el público.
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El éxito de este género se debió, además de al espectáculo visual, a la calidad
de los autores que lo cultivaron y lo terminaron de configurar y convertir en un
producto teatral representativo del XVIII. En concreto, hay que referirse a José de
Cañizares (1676-1750). Dramaturgo y censor que conocía muy bien la tradición teatral
española, y autor de refundiciones y adaptaciones de poetas áureos, como Lope de
Vega y Cervantes. Cañizares cultivó todos los géneros en boga en el XVIII, pero
destacó en la comedia de magia y en la de figurón. En realidad, casi se puede decir
que fue el creador e impulsor de la comedia de magia dieciochesca. Abrió el camino
con su Don Juan de Espina en Madrid (o en su patria) y Don Juan de Espina en Milán,
cuyo protagonista encarnaba ya las características del mago-científico-investigador.
Obtuvo un notable éxito la aparición de autómatas en el escenario, causando la
admiración del público asistente al estreno de la primera parte.
Otra de sus piezas destacadas es El anillo de Giges, que llegó a tener cuatro
continuaciones, aunque sólo dos de Cañizares. Esta pieza se convirtió en parte del
repertorio habitual de las compañías de los teatros públicos. La comedia aborda el
tradicional tema del anillo mágico. En esta obra se observa muy bien la estructura de
comedia de enredo con los diferentes planos entre señores y criados, los triángulos
amorosos y el juego de relaciones de los graciosos. Véase el estudio previo a la
edición de Álvarez Barrientos (Cañizares,1983). Sin embargo, la serie mágica que más
éxito le proporcionó y que estuvo representándose durante todo el XVIII fue la de la
maga Marta la Romarantina, que llegó a tener hasta cuatro continuaciones.
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vida previa a la santidad del protagonista para mostrar los vicios y la vida licenciosa
que llevaba el personaje, especialmente si se trata de una santa. Estos asuntos
alimentaban el morbo de los asistentes y poco tenían de espirituales o religiosos. Se
abandona el carácter originalmente litúrgico para convertirse en pura diversión. Hay
que añadir a esta falta de religiosidad el hecho de que los actores y actrices que
protagonizaron las piezas eran conocidos entre el público por llevar vidas poco
ejemplares, con lo que su investidura religiosa resultaba a veces poco creíble e,
incluso, cómica.
De nuevo, el aparato escénico sustenta el espectáculo. Irene Vallejo ha
subrayado la estrecha relación entre la iconografía, la pintura, y las escenas de estas
piezas (1992: 141). El montaje de los milagros, junto con la música de la que solían
acompañarse, debía de dejar anonadado a más de un asistente si se representaban
con propiedad, como en el espectacular retablo de El lucero de Madrid, y divino
labrador San Isidro (1731) de Antonio de Zamora.
Junto a los santos, surgen también comedias de santas, con títulos tan
elocuentes como Princesa, ramera y mártir, Santa Afra (1735) de Añorbe y Corregel, o
A un tiempo monja y casada, Santa Francisca Romana de Cañizares. Antonietta
Calderone ha subrayado cómo la santa de las comedias de Cañizares se va
humanizando cada vez más. “La elegida del Señor parece ser exclusivamente la mujer
casada y / o la madre, que sufre a partir de este estado o por los sentimientos que tal
estado comporta” (1992: 360).
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historia antigua, de griegos y romanos, la ambientación más frecuente de estas obras,
aunque también se incluye la temática americana, como con Cristóbal Colón de
Comella y la exótica, como en La esclava del negro Ponto, La buena esposa y La
moscovita sensible, las dos últimas de Comella y Acmet el magnánimo o los
desgraciados felices de Zavala y Zamora. La escenografía de sitios y batallas que
caracteriza a estas producciones refuerza también ciertos mensajes ‘patrióticos’.
Historias tradicionales como la de Guzmán El Bueno o como la de los numantinos, que
reutilizaron los neoclásicos en sus tragedias para dar cuenta de estos principios
‘patrióticos’, se transforman en las manos de los populares en piezas de gran
espectáculo como Los hijos de Nadasti de Comella, que presenta una situación similar
a la del Guzmán
A finales de la centuria aparece un género nuevo: la comedia militar. Son los
dramaturgos Zavala y Zamora y especialmente Comella quienes desarrollan de forma
particular este género historial. Estas piezas militares, además del despliegue de la
maquinaria escenográfica que las acompaña, con desfiles de tropas, batallas y
campamentos militares, tienen como protagonista a un monarca europeo moderno que
encarna algunos de los valores de la Ilustración. El dramaturgo defiende en estas
comedias una tesis, un ideal ilustrado, y en torno a la defensa de esta idea va a girar
toda la comedia (McClelland, 1998 y Campos, 1969). Esta tesis es el elemento
unificador de una pieza que generalmente parte de varias acciones, de varios lugares
y que se desarrolla en un dilatado período de tiempo. El aparato escénico sirve
también para reforzar la tesis de la obra. Entre las comedias militares más destacadas
se encuentra la trilogía sobre la figura de Federico II de Prusia de Luciano Comella
(Angulo Egea, 2000) y la dedicada a Carlos XII de Suecia de Gaspar Zavala y Zamora
(Fernández Cabezón, 1990).
También surgen en las militares protagonistas femeninas, en este caso
monarcas ilustradas que ejercen a un tiempo de madres y gobernantes. Una trilogía le
dedicó Comella a María Teresa de Austria y dos piezas a Catalina II de Rusia.
Estas comedias exprimían al máximo los recursos escénicos. El vestuario y los
decorados fastuosos de lugares lejanos, Prusia, Suecia, en Rusia sitúa Comella cuatro
de sus comedias, aportaban un espíritu cosmopolita y exótico a las historias y
escenarios. Los desfiles de tropas, las batallas, los ruidos de las armas, el fuego y el
fragor de la batalla animaba a los espectadores, al tiempo que recibían la imagen
nueva de la monarquía ilustrada. Las historias se tomaban de artículos y noticias
periodísticas, de biografías y de textos que proliferaron en el XVIII sobre la vida y la
historia de algunos monarcas europeos. El tratamiento sencillo, cercano, en ocasiones
excesivamente familiar, con el que se mostraba al rey en escena, así como la falta de
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rigor histórico de las piezas, fueron duramente censurados por los reformistas que,
fieles a sus postulados neoclásicos, fueron incapaces de reconocer y valorar los
modernos ideales ilustrados que desprendían estas producciones.
Este género teatral provenía una vez más de la tradición dramática española.
Lope lo había practicado con éxito, aunque se desarrolló plenamente en la época de
Calderón, con significativas producciones de Rojas Zorrilla y de Moreto. Sin embargo,
y como sucede en otros géneros teatrales iniciados en el Barroco, será en este siglo
XVIII cuando la comedia de figurón se constituya plenamente y dentro de unos códigos
puramente dieciochescos. El carácter costumbrista de este género le obliga a tener un
contacto directo con los referentes sociales de su época. Precisamente, la conexión
con el público se sustenta en la estrecha vinculación que existe entre los modelos que
la obra reproduce y la realidad del momento.
La comedia de figurón presenta a un personaje ridículo sobre el que giran el
resto de las historias y personajes. La ridiculez de este tipo dramático está ligada a un
referente social cercano para los espectadores del momento. Por eso en el XVIII no se
abunda mucho más en el montañés ridículo de etapas pretéritas, aunque muchos de
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los rasgos que configuraron a estos primeros figurones pasan a ser convencionalismos
propios del tipo, como las ínfulas nobiliarias o la tacañería. En el período ilustrado,
serán las supersticiones y la creencia en hechicerías, duendes y diablillos las que
traten de ridiculizarse en las comedias de figurón. El siglo de la razón no podía seguir
arrastrando estos temores atávicos e infundados, alimentados por la ignorancia
durante generaciones. De ahí que se presenten figurones miedosos, supersticiosos,
que creen en hechizos y en duendes para ser reprendidos y ridiculizados.
Muchos son los ejemplos, los más conocidos son don Claudio de El hechizado
por fuerza, de Antonio de Zamora, inmortalizado por Goya, don Lucas, de El Dómine
Lucas de Cañizares o don Domingo de Don Blas de la pieza homónima también de
Zamora. Pero otras muchas comedias tratan el asunto, como la singular pieza de
origen italiano de Zamora, Diablos son alcahuetes y el espíritu foleto. En general estos
figurones aparecen acompañados de un gracioso, que potencia el carácter irrisorio de
su amo. Escenas memorables por su comicidad dentro del teatro del XVIII fueron
protagonizadas por un figurón y un gracioso.
Por sus constantes enredos, entradas y salidas y asuntos amorosos, estas
piezas recuerdan estructuralmente las comedias de capa y espada. Esta sucesión de
enredos y circunstancias fueron las que propiciaron el rechazo de los neoclásicos a un
género que, en principio, por su carácter más o menos costumbrista y su intención
crítica hubiera podido entrar dentro de sus patrones. En efecto, ‘el teatro erudito’
prefirió desarrollar la llamada ‘comedia de carácter’ de origen francés que ironizaba
también sobre el defecto acusado de un personaje. Lo cierto es que la comedia de
figurón ridiculizaba de modo un tanto entremesil para provocar la risa de los
espectadores, mientras que la comedia de carácter criticaba un defecto social a través
de un personaje, con el fin de educar a los asistentes.
Destacó en este género el dramaturgo Antonio de Zamora (1660,1664?-1728-
1740?). quien refleja en su producción el período de transición que le tocó vivir entre el
Barroco y la Ilustración. Cultivó los géneros de moda en su época, comedias heroicas,
de santos, zarzuelas, sainetes, pero sobresalió con sus logrados figurones, en
especial, El hechizado por fuerza. Fue un dramaturgo que supo adaptarse a los
nuevos tiempos e incorporar las novedades dramáticas a su teatro. Probablemente su
obra más conocida y más representada a lo largo del tiempo sea No hay deuda que no
se pague y convidado de piedra. Pieza que reelaboraba la figura del mítico burlador
tirsiano, creando un eslabón entre éste modelo y el ideado por Zorrilla con su Don
Juan Tenorio , como ha estudiado Ignacio Arellano (Zamora, 2001).
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1.2.2 Comedia de guapos y bandoleros
Género que surge a finales de la centuria por la apropiación por parte de los
autores populares del drama burgués ilustrado. El progresivo aburguesamiento de la
sociedad trajo consigo la invasión de lo sentimental y los dramaturgos populares
reconocieron rápidamente el filón comercial que existía en la manifestación de ciertos
sentimientos que antes pertenecían al espacio de lo privado y, sobre todo, en la
presentación de la sociabilidad nueva que regía en todos los ámbitos, el laboral, el
familiar y el matrimonial y con la que se identificaba la cada vez más abundante clase
media.
Los dramaturgos populares se inspiraron en las comedias sentimentales
europeas, que tradujeron y adaptaron a la situación española, a la vez que extrajeron
argumentos de las novelas sentimentales extranjeras y, por supuesto, miraron en su
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entorno urbano más inmediato. Frente al drama burgués centraron su interés en los
aspectos lacrimógenos y especialmente emotivos y se olvidaron de las tres unidades y
de la verosimilitud clásicas. Sin embargo, estas piezas de teatro romancesco, de
estructura episódica y novelística, revelan muchos de los ideales ilustrados de la
época. Presentan los modelos y las virtudes civiles necesarias para lograr ser un
excelente trabajador, padre-madre, hijo-hija, esposo-esposa, por eso, muchos de los
títulos de las piezas recogen esta realidad: La buena nuera, El hombre agradecido, El
bueno y el mal amigo, etc. La mujer, que ya venía asumiendo importancia en otros
géneros, se convierte en la protagonista indiscutible de la comedia sentimental, de ahí
que algunas piezas se titulen con los nombres de sus protagonistas femeninas, La
Cecilia, La Jacoba, La Adelina, La holandesa, imitando también la moda de las
grandes novelas sentimentales inglesas. Dramaturgos como Valladares Sotomayor
dieron prioridad a los asuntos profesionales de la clase media abordando su situación
laboral, el mundo del comercio y de las finanzas en piezas como El fabricante de
paños o el comerciante inglés, El vinatero de Madrid o Los perfectos comerciantes
(Pataky Kosove, 1977: 56-67). Para un estudio detallado del género sentimental,
véase García Garrosa (1990).
El teatro sentimental también puede dividirse en función de su escenografía y
de sus ideas. Por un lado, estarían las comedias sentimentales rurales, que
desarrollan su acción en el campo, y por otro, las urbanas, que se desenvuelven en la
ciudad. Las primeras son en realidad una modernización de las comedias rurales
barrocas de Lope y Calderón.. En cualquier caso, tanto los decorados como la música
popular guardan muchas reminiscencias con las escenografías zarzueleras y las
óperas italianas del momento, que se traducían y adaptaban para los teatros
españoles por los mismos autores populares. Luciano Comella destacó en muchas de
estas traducciones y, de hecho, es quien más se ocupó de estas comedias rurales.
Este tipo de sentimentales presenta una temática de acuerdo con su entorno. Se
tratan asuntos como el abuso de la nobleza terrateniente sobre el campesinado, la
dignificación de los trabajos manuales, la crítica de la ociosidad y la defensa de
principios como el honor que otorgan las buenas acciones frente al de los títulos
heredados.
Estas obras son también en ocasiones la imagen coral de todo un pueblo. Un
pueblo que muestra los problemas que surgen entre las formas antiguas de entender
las relaciones de poder, las laborales y sociales. Títulos como las dos Cecilias, Los
falsos hombres de bien, El buen labrador, El dichoso arrepentimiento, El hombre de
bien, todas ellas de Luciano Comella, y la relevante pieza de Rodríguez de Arellano
Las vivanderas ilustres, entran de lleno en esta clase de sentimentales. Es aquí donde
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surgen las piezas más propagandísticas, como El pueblo feliz de Comella, en la que
se ensalza de forma explícita y populista el ideario ilustrado.
Las comedias sentimentales urbanas se desenvuelven en las casas burguesas,
que vienen a simbolizar la ciudad. A veces son ciudades concretas, por lo general, de
fuerte movimiento comercial, como las urbes portuarias de Cádiz y Londres; sin
embargo, los personajes aparecen en espacios domésticos, como el salón o el
gabinete. Estas comedias reflejan la naturaleza diferente de las relaciones
matrimoniales, familiares y amistosas que surgen en el XVIII y muestran modelos
ideales de hombres y mujeres del Setecientos. Entre otros, ejemplos serían El
matrimonio por razón de estado, El hombre agradecido, El ayo de su hijo, Natalia y
Carolina, La dama colérica, El hijo reconocido, La niña desdeñosa, de Comella, La
reconciliación de los hermanos , La mujer de dos maridos de Rodríguez de Arellano,
entre otras. Algunas de estas piezas sentimentales, por su ambientación, tipología y
temática, se acercan mucho a las comedias de buenas costumbres clasicistas, como
sucede con El abuelo y la nieta de Luciano Comella.
Dentro del conjunto de escritores de finales de siglo, Gaspar Zavala y Zamora
(1762-1814) y Luciano Francisco Comella (1751-1812) destacaron por su prolijidad y
calidad dramática. Fue especialmente importante la colaboración de ambos en la
implantación y desarrollo de géneros nuevos, como la comedia militar y la sentimental,
influyendo también en la evolución de otros géneros ya existentes, como las comedias
heroicas. Ambos compaginaban la escritura dramática con otras actividades
intelectuales. Zavala y Zamora fue además novelista y Comella fundó y codirigió un
periódico, El diario de las musas. Los dos se dedicaron a la traducción y adaptación, y
Comella cultivó también la composición de piezas musicales, zarzuelas y óperas,
dando sus primeros pasos dramáticos como tonadillero y sainetista. Los dos
dramaturgos se preocuparon por la situación del teatro en su época y trataron de
colaborar en su mejora, especialmente tras el fracaso de la Junta Censora de 1800.
Comella presentó un plan para codirigir el teatro de los Caños del Peral y Zavala y
Zamora, más ambicioso, presentó un proyecto para reorganizar completamente el
funcionamiento de los teatros públicos.
Respecto a sus comedias historiales, Zavala y Zamora fue un especialista en el
empleo de los recursos escénicos y la maquinaria. Los escenarios que ideó
desbordaban dinamismo y vistosidad. Asaltos, sitios y defensas de ciudades fueron su
especialidad. Uno de sus mayores éxitos le llegó con la segunda parte de Carlos XII
rey de Suecia, en la que se podía presenciar: “un duelo entre Carlos XII y Pedro el
Grande, un intento de violación, un atentado palaciego, el rey escapándose por una
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mina, el asalto a una ciudad, el rey sacando los ojos a un soldado” (Palacios, 1988:
270-271).
Comella, aprovechando también estos recursos, especialmente los
movimientos de masas mediante evoluciones y desfiles militares y cortesanos, se
caracterizó por la mezcla de elementos heroicos y sentimentales. Supo simultanear
escenas militares, dinámicas e, incluso violentas, con otras notablemente
sentimentales, con familias hambrientas, niños que lloran, madres y esposas
abnegadas y expuestas a la maldad de sus superiores, etc. Esta mezcla fue uno de los
aciertos del nuevo género militar, además de la moderna presentación ideológica del
monarca ilustrado.
En cuanto a las comedias sentimentales, también presentan una base común
pero se aprecia una asimilación diferente de la sensibilidad que materializan en estas
producciones. Comella se muestra, salvo en las traducciones más literales que realizó
ya a principios del siglo XIX, como con El error y el honor, más apegado a cierto
‘tradicionalismo’, de hecho, destaca especialmente en las que se han llamado
comedias rurales que son en definitiva la versión moderna y burguesa de historias
como Fuenteovejuna. También sobresale en aquellas en las que abordan un problema
social puntual como en El matrimonio por razón de estado o en El abuelo y la nieta,
son en cierta mediada costumbristas. Las comedias sentimentales y militares de
Comella, en muchas ocasiones, salvo por el ejército y el ambiente de milicia, no están
tan diferenciadas. En cambio, Zavala y Zamora parece más atraído por lo pasional,
misterioso, gótico y sublime en sus comedias sentimentales, de hecho, recuerdan
mucho las conflictivas situaciones y las peripecias de sus protagonistas de novelas
como en La Eumenia o en Oderay.
En resumen, el teatro popular del siglo XVIII, desde la variedad y la
imaginación, y al contrario que el teatro neoclásico, centró sus aspiraciones en ser
principalmente espectáculo, función teatral, entretenimiento. Los espectadores, sus
gustos y necesidades, fueron el espejo en el que se miraron las comedias populares.
Por ello, este tipo de teatro fue cada vez más reflejo de las inquietudes de la
emergente clase media, se acomodó a las circunstancias sociales y cambió
paulatinamente en función de su público, de ahí, su indiscutible éxito y su proyección
posterior en propuestas tan aparentemente novedosas como los dramas románticos.
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BIBLIOGRAFÍA
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Pataky Kosove, J. L. (1977): The “comedia lacrimosa” and Spanish Romantic Drama
(1773-1865), London, Tamesis Books.
Vallejo, I. (1992): «Tradición y novedad en la comedia de santos del siglo XVIII», en La
comedia de magia y de santos, cit., 133-153.
Zamora, A. de (2001): No hay deuda que no se pague y convidado de piedra, Madrid,
España Nuevo Milenio.
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