Opinión
Hace mucho tiempo leí un fragmento de un texto de Papini llamado “Coloquio con
García Lorca o de las corridas de toros” en donde Lorca explicaba al italiano “la belleza
heroica, pagana, popular y mística que hay en la lucha entre el hombre y el toro.” Claro,
que el relato es producto de la prodigiosa imaginación del escritor italiano y su deseo
intenso por abordar las cuestiones políticas, morales, sociales, psicológicas, teológicas y
esotéricas, en ocasiones abiertamente expuestas y en otras, magistralmente disimuladas.
“La victoria sobre la bestia sensual y feroz, es la proyección visible de una victoria
interior. Por lo tanto, la corrida es el símbolo pintoresco y agonístico de la superioridad
del espíritu sobre la materia, de la inteligencia sobre el instinto, del héroe sonriente
sobre el monstruo espumajeante o si prefiere, del Sabio Ulises sobre el cruel Cíclope.”
Por este motivo, en ese Templo (La Plaza de Toros) el torero es el ministro cruento en
una ceremonia de fondo espiritual, su espada no es otra cosa que el descendiente
supérsite del cuchillo sacrifical que utilizaban los antiguos sacerdotes. Y así como
también el Cristianismo enseña a los hombres a liberarse de las sobrevivencias bestiales
que hay en nosotros, nada hay de extraño que un pueblo católico concurra a éste juego
sacro, aun cuando no comprenda con claridad la íntima significación espiritual del
mismo. En este pequeño relato, Papini recuerda también que el rito inicial del antiguo
culto de Mitra, aquella religión que en un cierto momento amenazó el triunfo del
Cristianismo, consistía en el sacrificio del toro: el taurobolio. Si los humanitarios y
puritanos fueran capaces de profundizar el verdadero secreto de la tauromaquia,
juzgarían de una manera muy diferente las corridas.
Según el autor, después de esa breve disertación su amigo español y García Lorca se
despidieron con un abrazo. El italiano reconoció que la ingeniosa y paradojal teoría era
merecedora de una atenta reflexión.
Puesta sobre la mesa esta interesante teoría fruto de la visión muy particular de Papini,
he de reconocer que aunque cualquier profano intente acceder al conocimiento velado
de la tauromaquia, únicamente a través de la lectura, jamás obtendrá auténtico
conocimiento de esa tradición al igual que sucede con muchas otras para las cuales
algunos autores avispados hacen compilaciones de verano, que venden como el secreto
último de las mismas.
En ésta línea, para que cobre realmente vida, el ritual debe experimentarse. En la
tradición ritual viva, tienen lugar además prácticas orales, instrucciones y “secretos” que
sólo son transmitidos por los funcionarios sacerdotales en la ceremonia y lugar
destinado para el mismo, el templo (La Plaza de Toros)
En esta vía, el toreo significa algo más que un arte o un juego sangriento. Es un ritual
que contiene una trascendencia profunda y a la vez, es seña de identidad de un pueblo
que una y otra vez, muestra a sus miembros lo más profundo de su esencia repitiendo el
ritual.
No obstante, no se puede esperar que la mayoría comprenda esto. De hecho, hay quien
lleva años asistiendo y no lo ha visto. Por otro lado, quizás es hasta mejor, pues como
dice en el texto de la ópera Lohengrin de Wagner: “Y su poder es sagrado mientras siga
siendo desconocido para todos”.