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La Oración por los

Enfermos

Ministerio de Curación, 171-178

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La Oración por los Enfermos
La escritura dice que “es necesario orar siempre, y no desmayar”
(S. Lucas 18:1); y si hay momento alguno en que los hombres
sientan necesidad de orar, es cuando la fuerza decae y la vida
parece escapárseles. Muchas veces los sanos olvidan los favores
maravillosos que reciben pródigamente, día tras día, año tras
año, y no tributan alabanzas a Dios por sus beneficios. Pero
cuando, sobreviene la enfermedad, entonces se acuerdan de Dios.
Cuando falta la fuerza humana, el hombre siente necesidad de la
ayuda divina. Y nunca se aparta nuestro Dios misericordioso del
alma que con sinceridad le pide auxilio. El es nuestro refugio en
la enfermedad y en la salud.
“Como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová
de los que lo temen, porque él conoce nuestra condición; se
acuerda de que somos polvo.” (Salmos 103:13-14, RVR95)
“Fueron afligidos los insensatos a causa del camino de su
rebelión y a causa de sus maldades; su alma rechazó todo
alimento y llegaron hasta las puertas de la muerte. Pero clamaron
a Jehová en su angustia y los libró de sus aflicciones. Envió su
palabra y los sanó; los libró de su ruina.” (Salmos 107:17-20,
RVR95)
Dios está tan dispuesto hoy a sanar a los enfermos como cuando
el Espíritu Santo pronunció aquellas palabras por medio del
salmista. Cristo es el mismo médico compasivo que cuando
desempeñaba su ministerio terrenal. En él hay bálsamo curativo
para toda enfermedad, poder restaurador para toda dolencia. Sus
discípulos de hoy deben rogar por los enfermos con tanto empeño
como los discípulos de antaño. Y se realizarán curaciones, pues
“la oración de fe salvará al enfermo.” Tenemos el poder del
Espíritu Santo y la tranquila seguridad de la fe para aferrarnos a
las promesas de Dios. La promesa del Señor: “Sobre los enfermos
pondrán sus manos, y sanarán” (S. Marcos 16:18), es tan digna
de crédito hoy como en tiempos de los apóstoles, pues denota el
privilegio de los hijos de Dios, y nuestra fe debe apoyarse en todo
lo que ella envuelve. Los siervos de Cristo son canales de su
virtud, y por medio de ellos quiere ejercitar su poder sanador.
Tarea nuestra es llevar a Dios en brazos de la fe a los enfermos y
dolientes. Debemos enseñarles a creer en el gran Médico.
El Salvador quiere que alentemos a los enfermos, a los
desesperados y a los afligidos para que confíen firmemente en su
fuerza. Mediante la oración y la fe la estancia del enfermo puede
convertirse en un Betel. Por palabras y obras, los médicos y los
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enfermeros pueden decir, tan claramente que no haya lugar a
falsa interpretación: “Jehová está en este lugar” para salvar y no
para destruir. Cristo desea manifestar su presencia en el cuarto
del enfermo, llenando el corazón de médicos y enfermeros con la
dulzura de su amor. Si la vida de los que asisten al enfermo es tal
que Cristo pueda acompañarlos junto a la cama del paciente, éste
llegará a la convicción de que el compasivo Salvador está
presente, y de por sí esta convicción contribuirá mucho a la
curación del alma y del cuerpo.
Dios oye la oración. Cristo dijo: “Si algo pedís en mi nombre, yo lo
haré.” También dijo: “Si alguno me sirve, mi Padre lo honrará.”
(Juan 14:14; 12:26, RVR95) Si vivimos conforme a su Palabra, se
cumplirán en nuestro favor todas sus promesas. Somos indignos
de su gracia; pero cuando nos entregamos a él, nos recibe.
Obrará en favor de los que le siguen y por medio de ellos.
Sólo cuando vivimos obedientes a su Palabra podemos reclamar
el cumplimiento de sus promesas. Dice el salmista: “Si en mi
corazón hubiera yo mirado a la maldad, el Señor no me habría
escuchado.” (Salmos 66:18, RVR95) Si sólo le obedecemos parcial
y tibiamente, sus promesas no se cumplirán en nosotros.
En la Palabra de Dios encontramos instrucción respecto a la
oración especial para el restablecimiento de los enfermos. Pero el
acto de elevar tal oración es un acto solemnísimo, y no se debe
participar en él sin la debida consideración. En muchos casos en
que se ora por la curación de algún enfermo, lo que llamamos fe
no es más que presunción.
Muchas personas se acarrean la enfermedad por sus excesos. No
han vivido conforme a la ley natural o a los principios de estricta
pureza. Otros han despreciado las leyes de la salud en su modo
de comer y beber, de vestir o de trabajar. Muchas veces uno u
otro vicio ha causado debilidad de la mente o del cuerpo. Si las
tales personas consiguieran la bendición de la salud, muchas de
ellas reanudarían su vida de descuido y transgresión de las leyes
naturales y espirituales de Dios, arguyendo que si Dios las sana
en respuesta a la oración, pueden con toda libertad seguir sus
prácticas malsanas y entregarse sin freno a sus apetitos. Si Dios
hiciera un milagro devolviendo la salud a estas personas, daría
alas al pecado.

La confesión del pecado


Trabajo perdido es enseñar a la gente a considerar a Dios como
sanador de sus enfermedades, si no se le enseña también a
desechar las prácticas malsanas. Para recibir las bendiciones de
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Dios en respuesta a la oración, se debe dejar de hacer el mal y
aprender a hacer el bien. Las condiciones en que se vive deben
ser saludables, y los hábitos de vida correctos. Se debe vivir en
armonía con la ley natural y espiritual de Dios.
A quienes solicitan que se ore para que les sea devuelta la salud,
hay que hacerles ver que la violación de la ley de Dios, natural o
espiritual, es pecado, y que para recibir la bendición de Dios
deben confesar y aborrecer sus pecados.
La Escritura nos dice: “Confesaos vuestras ofensas unos a otros y
orad unos por otros, para que seáis sanados.” (Santiago 5:16,
RVR95) Al que solicita que se ore por él, dígasele más o menos lo
siguiente: “No podemos leer en el corazón, ni conocer los secretos
de tu vida. Dios solo y tú los conocéis. Si te arrepientes de tus
pecados, deber tuyo es confesarlos.” El pecado de carácter
privado debe confesarse a Cristo, único mediador entre Dios y el
hombre. Pues “si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para
con el Padre, a Jesucristo el justo.” (1 S. Juan 2:1.) Todo pecado
es ofensa hecha a Dios, y se lo ha de confesar por medio de
Cristo. Todo pecado cometido abiertamente debe confesarse
abiertamente. El mal hecho al prójimo debe subsanarse
ofreciendo reparación al perjudicado. Si el que pide la salud es
culpable de alguna calumnia, si ha sembrado la discordia en la
familia, en el vecindario, o en la iglesia, si ha suscitado
enemistades y disensiones, si mediante siniestras prácticas ha
inducido a otros al pecado, ha de confesar todas estas cosas ante
Dios y ante los que fueron perjudicados por ellas. “Si confesamos
nuestros pecados, él es fiel y justo para que nos perdone nuestros
pecados, y nos limpie de toda maldad.” (1 S. Juan 1:9.)
Cuando el mal quedó subsanado, podemos con fe tranquila
presentar a Dios las necesidades del enfermo, según lo indique el
Espíritu Santo. Dios conoce a cada cual por nombre y cuida de él
como si no hubiera nadie más en el mundo por quien entregara a
su Hijo amado. Siendo el amor de Dios tan grande y tan infalible,
se debe alentar al enfermo a que confíe en Dios y tenga ánimo. La
congoja acerca de sí mismos los debilita y enferma. Si los
enfermos resuelven sobreponerse a la depresión y la melancolía,
tendrán mejores perspectivas de sanar; pues “el ojo de Jehová
está sobre los que lo temen, sobre los que esperan en su
misericordia,” (Salmos 33:18, RVR95)
Al orar por los enfermos debemos recordar que “qué hemos de
pedir como conviene, no lo sabemos” (Romanos 8:26, RVR95) No
sabemos si el beneficio que deseamos es el que más conviene. Por
tanto, nuestras oraciones deben incluir este pensamiento: “Señor,

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tú conoces todo secreto del alma. Conoces también a estas
personas. Su Abogado, el Señor Jesús, dio su vida por ellas. Su
amor hacia ellas es mayor de lo que puede ser el nuestro. Por
consiguiente, si esto puede redundar en beneficio de tu gloria y
de estos pacientes, te pedimos, en nombre de Jesús, que les
devuelvas la salud. Si no es tu voluntad que así sea, te pedimos
que tu gracia los consuele, y que tu presencia los sostenga en sus
padecimientos.”
Dios conoce el fin desde el principio. Conoce el corazón de todo
hombre. Lee todo secreto del alma. Sabe si aquellos por quienes
se hace oración podrían o no soportar las pruebas que les
acometerían si hubiesen de sobrevivir. Sabe si sus vidas serían
bendición o maldición para sí mismos y para el mundo. Esto es
una razón para que, al presentarle encarecidamente a Dios
nuestras peticiones, debamos decirle: “pero no se haga mi
voluntad, sino la tuya».” (Lucas 22:42, RVR95) Jesús añadió estas
palabras de sumisión a la sabiduría y la voluntad de Dios cuando
en el huerto de Gethsemaní rogaba: “Padre mío, si es posible,
pase de mí esta copa.” (Mateo 26:39, RVR95) Y si estas palabras
eran apropiadas para el Hijo de Dios, ¡cuánto más lo serán en
labios de falibles y finitos mortales!
Lo que conviene es encomendar nuestros deseos al sapientísimo
Padre celestial, y después, depositar en él toda nuestra confianza.
Sabemos que Dios nos oye si le pedimos conforme a su voluntad.
Pero el importunarle sin espíritu de sumisión no está bien;
nuestras oraciones no han de revestir forma de mandato, sino de
intercesión.
Hay casos en que Dios obra con toda decisión con su poder divino
en la restauración de la salud. Pero no todos los enfermos curan.
A muchos se les deja dormir en Jesús. A Juan, en la isla de
Patmos, se le mandó que escribiera: “Bienaventurados de aquí en
adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu,
descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen.”
(Apocalipsis 14:13, RVR95) De esto se desprende que aunque
haya quienes no recobren la salud no hay que considerarlos faltos
de fe.
Todos deseamos respuestas inmediatas y directas a nuestras
oraciones, y estamos dispuestos a desalentarnos cuando la
contestación tarda, o cuando llega en forma que no esperábamos.
Pero Dios es demasiado sabio y bueno para contestar siempre a
nuestras oraciones en el plazo exacto y en la forma precisa que
deseamos. El quiere hacer en nuestro favor algo más y mejor que
el cumplimiento de todos nuestros deseos. Y por el hecho de que

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podemos confiar en su sabiduría y amor, no debemos pedirle que
ceda a nuestra voluntad, sino procurar comprender su propósito
y realizarlo. Nuestros deseos e intereses deben perderse en su
voluntad. Los sucesos que prueban nuestra fe son para nuestro
bien, pues denotan si nuestra fe es verdadera y sincera, y si
descansa en la Palabra de Dios sola, o si, dependiente de las
circunstancias, es incierta y variable. La fe se fortalece por el
ejercicio. Debemos dejar que la paciencia perfeccione su obra,
recordando que hay preciosas promesas en las Escrituras para
los que esperan en el Señor.
No todos entienden estos principios. Muchos de los que buscan la
salutífera gracia del Señor piensan que debieran recibir directa e
inmediata respuesta a sus oraciones, o si no, que su fe es
defectuosa. Por esta razón, conviene aconsejar a los que se
sienten debilitados por la enfermedad, que obren con toda
discreción. No deben desatender sus deberes para con sus amigos
que les sobrevivan, ni descuidar el uso de los agentes naturales
para la restauración de la salud.

No excluye los cuidados y remedios


A menudo hay peligro de errar en esto. Creyendo que serán
sanados en respuesta a la oración, algunos temen hacer algo que
parezca indicar falta de fe. Pero no deben descuidar el arreglo de
sus asuntos como desearían hacerlo si pensaran morir. Tampoco
deben temer expresar a sus parientes y amigos las palabras de
aliento o los buenos consejos que quieran darles en el momento
de partir.
Los que buscan la salud por medio de la oración no deben dejar
de hacer uso de los remedios puestos a su alcance. Hacer uso de
los agentes curativos que Dios ha suministrado para aliviar el
dolor y para ayudar a la naturaleza en su obra restauradora no es
negar nuestra fe. No lo es tampoco el cooperar con Dios y
ponernos en la condición más favorable para recuperar la salud.
Dios nos ha facultado para que conozcamos las leyes de la vida.
Este conocimiento ha sido puesto a nuestro alcance para que lo
usemos. Debemos aprovechar toda facilidad para la restauración
de la salud, sacando todas las ventajas posibles y trabajando en
armonía con las leyes naturales. Cuando hemos orado por la
curación del enfermo, podemos trabajar con energía tanto mayor,
dando gracias a Dios por el privilegio de cooperar con él y
pidiéndole que bendiga los medios de curación que él mismo
dispuso.

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Tenemos la sanción de la Palabra de Dios para el uso de los
agentes curativos. Ezequías, rey de Israel, cayó enfermo, y un
profeta de Dios le trajo el mensaje de que iba a morir. El rey
clamó al Señor, y éste oyó a su siervo y le comunicó que se le
añadirían quince años de vida. Ahora bien; el rey Ezequías
hubiera Podido sanar al instante con una sola palabra de Dios;
pero se le dieron recetas especiales: “Tomen masa de higos, y
pónganla en la llaga, y sanará.” (Isaías 38:21.)
En una ocasión Cristo untó los ojos de un ciego con barro y le
dijo: "Ve a lavarte en el estanque de Siloé… Entonces fue, se lavó
y regresó viendo." (Juan 9:7, RVR95) La curación hubiera podido
realizarse mediante el solo poder del gran Médico; sin embargo,
Cristo hizo uso de simples agentes naturales. Aunque no
favorecía la medicación por drogas, sancionaba el uso de
remedios sencillos y naturales.
Cuando hayamos orado por el restablecimiento del enfermo, no
perdamos la fe en Dios, cualquiera que sea el desenlace del caso.
Si tenemos que presenciar el fallecimiento, apuremos el amargo
cáliz, recordando que la mano de un Padre nos lo acerca a los
labios. Pero si el enfermo recobra la salud, no debe olvidar que al
ser objeto de la gracia curativa contrajo nueva obligación para
con el Creador. Cuando los diez leprosos fueron limpiados, sólo
uno volvió a dar gracias a Jesús y glorificar su nombre. No
seamos nosotros como los nueve irreflexivos, cuyos corazones
fueron insensibles a la misericordia de Dios. “Toda buena dádiva
y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en
el cual no hay mudanza ni sombra de variación.” (Santiago 1:17,
RVR95)

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