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Las Viruelas

En primer plano, como tema central del estudio, aparecen esas odiosas viruelas, pánico de
otros tiempos. En rigor, trátase de un informe que extendió a solicitud del Cabildo quiteño,
cual había cursado sendas circulares a los médicos residentes en la ciudad con idéntico
pedimento, el de dictaminar sobre un método para curar viruelas propuesto por el
académico español doctor Francisco Gil, médico y cirujano que fuera del Real Monasterio
de San Lorenzo.

Espejo elaboró su informe con arreglo a los datos epidemiológicos conocidos y más en
boga de la época, y hasta se permitió hacer reparos a determinados conceptos del doctor
Gil, autoridad en la materia. La crítica llevaba el sello de la certitud científica, al extremo
que Gil incorporó a su trabajo, a modo de apéndice, el estudio de nuestro doctor Espejo.
Triunfo rotundo fue éste para el sanitario quiteño; tanto, que algunos mensajes de
felicitación le llegaron del extranjero.

Evidentemente, nótase en dicha obra un dominio medular del tema. Ejecuta un espulgo
rápido del origen y etiología de las viruelas; emite juicios propios, macizos; extrae
acertadas conclusiones y entra en un examen a fondo de los medios preventivos y curativos
de la maligna enfermedad. Invoca la higiene social y la pública como recursos inmediatos
para la erradicación del temible virus. Tal manera de discurrir clara y precisa, poniendo el
dedo en la llaga viva, le trajo a nuestro primer higienista una serie de enemistades con el
dichoso Clero; pues, enfáticamente aludía a los monasterios, conventos e iglesias como
peligrosos focos pestilenciales por la aglomeración de gentes y gran descuido en el aseo de
aquellos sacros lugares.

Defiende, desde luego, en delineamiento general, el proyecto de Gil para la extinción total
del "veneno varioloso", que la creencia y corto alcance de los más, consideraban como
impracticable, oponiéndole por valladar "un cúmulo sombrío de dificultades".

"La tímida razón _discurría Espejo- al representarse esta idea, Viruelas, trae conjunta la
noción equívoca de que son epidémicas, y en la misma etimología de esta palabra se juzga
hallar la necesidad de que al tiempo de su invasión, la hagan universal a todo un pueblo, o
la mayor parte de él: que en este caso no bastaría una casa de campo o ermita para tantos
virolentos: que el aire es su conductor continuo, perpetuo, trascendental, y un cuerpo
eléctrico, que atrayendo hacia sí todos lo efluvios variolosos, los dispersa a todos los
cuerpos humanos que no habían contraído de antemano su contagio"... "Estas y otras
dificultades son sostenidas por la mala educación y falta de gusto de lo útil y de lo
verdadero"... "Más de dos personas he conocido _añade Espejo en tono irónico- que
aseguraban era impracticable el nuevo método de don Francisco Gil, porque no estaba
amurallada esta ciudad y creían con mucha bondad que el contagio varioloso lo habían de
introducir hombres malignos (aún si fuese impedido en las entradas de Santa Prisca, San
Diego y Recoleta Dominicana) de la misma forma que introducirían, gentes de mala fe un
contrabando de aguardiente por sobre las colinas de los mismos caminos reales citados.
¡Qué modo de pensar tan irracional!", acababa exclamando así el higienista del Altiplano.
Fácil es colegir que propugnaba la segregación del variólico, ubicándole en un hospital ad
hoc en los extramuros de la ciudad, en evitación de todo mecanismo de contagio, directo o
indirecto, bien por contacto, bien por cercanía del infeccioso con las gentes sanas.

Espejo reclamaba, como cuestión básica e insoslayable, una rigurosa educación higiénica
llevada a todos los estratos sociales; "es preciso _decía- que el pueblo esté bien persuadido
que las viruelas son una epidemia pestilente. Esta sugestión era ociosa en Europa en donde
están persuadidas generalmente las gentes, que no se contrae sino por contagio. Acá las
nuestras, parece que está en la persuación de que es un azote del cielo, que envía a la tierra
Dios en el tiempo de su indignación".

Es de notar que Espejo, de evidente formación católica, no está de acuerdo en que los males
físicos que aquejan a la humanidad necesariamente sean de procedencia celestial, por ira o
rencor, venganza o castigo del Divino Ser, como se quería hacer ver en aquellos tiempos.
De ahí las rogativas, procesiones públicas, exorcismos, etc., dizque para aplacar la "ira de
Dios". En los casos epidemiales, eran los únicos socorridos medios a los cuales recurría, e
incurría, la feligresía para combatirlas, descuidando clamorosamente la higiene pública y
aseo personal, prácticas inexcusables en la salud de los pueblos.

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