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DIARIO DE UN

COLEGIAL
Relación de lo que sucediera a un joven de 14 años en 1936
contado por un viejo de 77 años en 1999

Juan Martínez Ortega

ALMIRÓN
IMPRESOR
PATRICIO

CAZORLA

CAZORLA MCMXCIX
El enemigo de la verdad, no es la mentira,
son las convicciones personales.
Federico Nietzsche.

A mis hijas Maruxa y Paulina


para que tengan mejor conocimiento
de como fueron sus abuelos.

A mi amigo Patricio Almirón,


sin el cual este libro no se hubiera hecho,
pues yo no lo quería escribir.
INTRODUCCIÓ N

L a Guerra Civil Española es uno de los sucesos históricos del que más se ha escrito y hablado en
todo nuestro siglo. Su bibliografía es muy grande y por demás es un tema que ha apasionado
mucho, tanto entre nosotros los españoles, como fuera de nuestras fronteras. En Europa y en
América son muy numerosos los libros y los ensayos que hablan de nuestra Guerra Civil, incluso son
posiblemente más numerosos los que tratan de la II Guerra Mundial, del fascismo de Mussolini o de las
Guerras de los Balcanes. Nuestra Guerra Civil es para muchos, un absurdo, para otros una expresión
de lo que nunca debe hacerse, o una hermosa Cruzada o un ensayo de lo que fuera la II Guerra Mundial.
Pero para todos es algo apasionante. Los libros de Hut Thomas o Gian Gibson, de Ricardo de la Cierva
o de Tuñón de Lara, (sólo por citar unos pocos) son libros escritos con la suficiente documentación y con el
mejor deseo de objetividad. Pero con una objetividad a mi juicio no plenamente conseguida, pues la
objetividad es muy difícil de tener antes de que haya pasado un largo periodo de tiempo, tanto tiempo como
el necesario para que nadie de los que vivieran aquellos dolorosos sucesos viva todavía. Gregorio
Marañón dijo la verdad, cuando afirmaba que el rencor de la guerra entre hermanos dura siempre más
de cien años, y no desaparece hasta la cuarta generación de los que fueron protagonistas de los hechos.
A mas de la objetividad, hay otro factor que cuando se habla de guerras civiles, no debe olvidarse,
que es la necesidad de estudiar bien y ordenadamente las causas de las mismas, que suelen ser siempre
muy diversas e incluso venir de una lejanía de siglos y que no suelen ser simples, sino muy complejas e
incluso confusas.
Aquí en España, la Guerra Civil del 36, tiene ciertamente sus causas, en dos fenómenos de gran
transcendencia que tiene lugar en pleno siglo XVI y en los tres siglos que le siguieron. En el siglo XVI se
inició en nuestro país un lento y penoso proceso de decadencia, que tiene su punto culminante, no en 1898,
con la pérdida de Cuba, como siempre se ha dicho, sino en 1936, con el comienzo de nuestra Guerra
Civil. Los dos fenómenos a que me refiero, son la dura pobreza del pueblo español en ese largo periodo de
tiempo y la repulsa del pueblo español a toda idea renovadora o modernizadora que cambiase sus
estructuras durante ese mismo periodo de tiempo, de más de tres siglos de duración. Américo Castro
refirió todo esto de modo genial, cuando dijo que a partir del Renacimiento, los españoles sintiendose
despreciados de Europa y no comprendiendo a Europa, se empeñaron en seguir manteniendo a España
en la Edad Media sin salir de ella, y por eso en la Edad Media hemos permanecido desde entonces, nada
menos que hasta bien entrado el siglo actual.
De la pobreza de los españoles a partir del siglo XVI, no es difícil hablar. La pobreza de los
españoles existía antes del Renacimiento, como existía en todos los pueblos vecinos, pero es a partir del
siglo XVI cuando la misma se hace, si cabe, mucho mayor. Por razones que no procede explicar ahora,
España a partir del Emperador Carlos V, se empeñó en una política de presencia y protagonismo en
Europa que era muy costosa y que empobrecía sin remedio al erario español. Carlos V, siempre estuvo en
manos de los Fuger y de otros banqueros alemanes, y esta política la siguió su hijo Felipe y todos los
Austrias que le sucedieron. Mantenerse en Flandes y en el Milenasado y en Sicilia y en Nápoles y
además dar la batalla a los protestantes en Alemania y a los hugonotes en Francia era un lujo, que
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nosotros no podíamos permitirnos. A ello hay que añadir que durante toda la Edad Media hicimos de
la ganadería nuestro principal medio de vida, dejando a la agricultura en un plano muy secundario. En
tiempo de los Reyes Católicos, España tenía unos seis millones de habitantes y se calcula que había
entonces unos doce millones de cabezas de ganado. La lana de nuestras ovejas compitiendo con la lana de
las ovejas de Gales y de Escocia, se vendía en Flandes donde la industria de los paños, hacía de los
flamencos los hombres más ricos de su tiempo. La ganadería era entonces nuestro fuerte, pero a partir del
siglo XVII los ganaderos ingleses y franceses, compitieron de tal manera en calidad y en cantidad con
nosotros, que nuestra ganadería vino a menos, y entonces se quiso potenciar la agricultura marginada
hasta ahora, que por razón de nuestro clima, propenso a rigores y a sequías, no pudo salir de su atraso y
postración. Por otra parte una gran cantidad de tierras en manos y en propiedad de la Iglesia, no se
explotaba bien, creciendo el abandono de ellas, en muchos casos, por la no dedicación al campo de los
clérigos que las poseían. De los barcos que venían de América con el oro de las Indias, lo que sabemos
hoy, es que sirvió más para que Inglaterra empezara a potenciar su economía, con lo que sus corsarios
nos quitaban, que nosotros a potenciar la nuestra, con lo poco que a nosotros nos llegaba.
Más que probado está por consiguiente que nuestra pobreza nos venía de viejo y que no mucho
hicimos en siglos enteros por acabar con ella.
En cuanto a la repulsa del pueblo español a toda idea renovadora o modernizadora que pudiera
cambiar su vida y sus costumbres, es algo que no es muy difícil comprobar, que en los españoles viene
también de viejo y dura sin duda hasta nuestro tiempo. La repulsa a las ideas renovadoras, tiene en la
Iglesia Católica su más fuerte apoyo. La Iglesia temía mucho a todo lo que fuese renovador y
modernizador. Tenía por demás un peso y una influencia sobre la población que era muy fuerte. Y ese
enorme peso e influencia sobre la población, lo utilizó a fondo para que la mentalidad de los españoles no
cambiase nunca y sólo hubiera en ellos, los lentísimos y escasos cambios que ella propiciara, valiendose
para ello de la poderosa fuerza de la Inquisición. La Inquisición nos acostumbró a los españoles a no
pensar. Así de este modo, mientras en Europa se abría paso el racionalismo cartesiano, la Reforma de
Lutero y la libertad que propugnaba la Ilustración, aquí en España (salvo grupos muy minoritarios)
eramos tremendamente reacios a todo eso. No había sitio para modernizar nada, ni para renovar nada.
Y de ese modo seguimos en nuestra secular pobreza y en nuestra penosa incultura científica e
investigadora. Nadie ha dicho esto mejor que Antonio Machado, cuando en uno de sus poemas nos
habla de “Castilla ayer dominadora y que hoy envuelta en harapos, desprecia cuanto ignora”.
Y es bueno no olvidar que esta repulsa a toda idea renovadora o modernizadora, llevaba en sí,
como consecuencia inequívoca, la idea de la intolerancia como valor fundamental dentro de la sociedad de
entonces.
Pobreza social y repulsa de ideas renovadoras, han sido pues, las dos constantes de la vida
española durante cuatro siglos.
La pobreza de las clases bajas de la sociedad, se miraba hasta bien entrado el silgo XIX por
una gran mayoría de gente, como una situación marginal, que había que asumir como algo puesto por la
misma Naturaleza en el orden de la sociedad. Era algo que no tenía más remedio que existir, como las
diferencias entre el hombre y la mujer. Y esas diferencias eran inmutables. El pobre había de asumir su
pobreza, como el ciego su ceguera o como el cojo su cojera o como la mujer su inferioridad respecto al
hombre. Por eso cuando a mediados del siglo XIX y aun antes, la pobreza empezó a no entenderse así,

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empezaron muy tímidamente las primeras protestas y por razón de la intolerancia para todo lo que fuera
renovador y cambiante, comenzaron también los primeros rechazos a que nada cambiase.
En Europa los pueblos que por diversas razones tenían mejor su economía y tenían además una
tradición mayor o menor de tolerancia, acogieron las protestas obreras y las reivindicaciones obreras, con
mayor o menor rechazo. Pero no se cerraron nunca, en un rechazo total. Es decir no llegaron de manera
definitiva a radicalizar posturas. Y de ese modo se iba produciendo un clima más o menos frágil de
compromiso, que hacía posible convivir. En Inglaterra las diferencias de clase eran si cabe, mayores que
las que había aquí en España. Pero el laborismo inglés consiguió, en los hoy lejanos días de Benjamín
Disraeli, una serie de mejoras en la condición obrera, (que no eran ni con mucho las que propugnaba
Orrvens tras los días napoleónicos, que eran muy radicales) pero que produjeron no poca calma en el
proletariado inglés. En Francia la revuelta de Blanqui en 1870 (que acabó con la vida de numerosos
burgueses inventó la Internacional y asesinó a Monseñor Darbois, arzobispo de París) pese a su fracaso
completo, arrancó numerosas mejoras para los obreros franceses de su tiempo. E incluso en Suecia que a
principios de nuestro siglo, vivía una situación casi medieval, introdujo en su legislación una buena serie
de medidas sociales que la convirtieron por mucho tiempo en modelo de lo que un régimen socialista debe de
ser.
Pero en Rusia y en España no ocurrió nada de eso. Tras las protestas obreras seguía todo igual.
Las protestas de los obreros eran sólo alteraciones del orden público y nunca se quisieron admitir como
reivindicaciones de derechos humanos. Las exigencias de los partidos de izquierda pasaban todas o casi
todas por la anulación de la propiedad o mutilación de la misma. Tanto los patronos como los obreros, en
uno y en otro país, no llegaron a otra cosa que a radicalizar fuertemente sus posturas. Y así tanto en
Rusia como en España vivieron su revolución obrera y tuvieron su guerra civil, con cientos de miles de
muertos.
Cuando aquí en España en 1936 los españoles se mataban unos a otros, yo he pensado muchas
veces que de aquella sangre y de aquel rencor que nos destrozó a todos, los que posiblemente más culpa
tenían eran los padres y los abuelos de los que se mataban unos a otros, porque no supieron transigir,
porque no fueron tolerantes y por que no supieron iniciar, cuando la cosa era posible un diálogo entre
ambas partes que hubiera evitado la tragedia. Cuando en 1931 entró la II República, cuando en 1934,
estalló la Revolución de Asturias o cuando en 1936 se sublevó el Ejército, ya era muy tarde, ya estaban
todos ciegos de odio, y la Guerra Civil, ya no tenía remedio.

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1º DE FEBRERO DE 1936

C uando el Gobierno de la Segunda República presidido por Manuel Azaña, en


1932 suprimió la enseñanza religiosa, yo estaba en el colegio que los padres
Claretianos tenían en Úbeda. El colegio se cerró en muy pocos días. Los curas
estaban entristecidos y confusos. Todos tuvieron que irse de allí. Los internos que no
eramos muchos, estábamos llenos de contento, porque ello significaba que volvíamos a
nuestras casas. Yo nunca olvidaré mi alegría cuando de regreso a Cazorla, vinieron todos
mis amigos a verme a mi casa, y volví al cuarto donde yo guardaba mis trenes en
miniatura, mis soldados de plomo y mis casitas de madera. Yo no quería estar interno. Yo
quería estudiar en Cazorla. Pero mi padre opinaba que debía recibir enseñanza de calidad
y la enseñanza que en Cazorla se impartía entonces, no le gustaba. Por eso muy en contra
de mi gusto me envió al año siguiente a Linares cuyo Instituto fundado en 1932, tenía un
plantel de profesores que según se decía era muy bueno. La verdad era que no había
mucho donde elegir pues en la provincia de Jaén, sólo había entonces tres institutos de
Segunda Enseñanza y en el resto de los pueblos, los colegios privados que ya no eran
religiosos, no tenían más que problemas. En Linares había un internado que estaba en la
calle Pontón y que se llamaba Colegio de San Agustín. Y ese fue mi colegio desde el año
1934. El colegio de San Agustín era una casa de no muy antigua construcción, y bastante
grande. En los dos pisos superiores estaban las habitaciones de los internos y en el
primer piso había un amplio patio, alrededor del cual se encontraban, el salón de estudio,
el comedor y las cocinas. Del comedor se pasaba a un patio al aire libre que estaba
cubierto de hiedras y de allí a una explanada con algunos árboles. El Instituto estaba muy
cerca y allí dábamos las clases por la mañana. Volvíamos al internado a comer. Y
pasábamos la tarde en el estudio o en la explanada donde se jugaba a la pelota con gran
frecuencia. El estudio se hacía bajo la vigilancia del director que era don Juan Garrido y
del inspector que era Don Joaquín Clavijo.
Don Juan era un hombre realmente bueno, pero que amenazaba por cualquier
cosa y hablaba mucho de castigo, y luego nunca llegaba la sangre al río. Era durante las
comidas cuando nos hablaba alguna que otra vez de política, atacando a la izquierda y
alguna vez se metía con los curas aunque dijera que tuvieran todos sus respetos. Su
suegro D. Manuel Ollero era el director del Instituto. Era catedrático de Literatura y le
decían don Manuel el Cuca y a nuestro internado, la Pensión del Cuca. El inspector Sr.
Clavijo era un de 25 ó 26 años, obsesionado por la mujeres. A los niños nos hablaba de las
mujeres cuando podía y yo creo que no tenía otro tema de conversación. La comida y la
cena la servía un mozo que llamaban Martín. Era un hombre de unos 50 años, soltero y
militante activo del Partido Comunista, que también cuando podía nos hablaba del
marxismo. Yo le escuchaba siempre con interés, se quejaba de las injusticias de la
sociedad, y de los abusos de los ricos, pero no se por qué nos quería, aun cuando supiese
que todos los internos eramos hijos de burgueses, y siempre que podía nos ayudaba a
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esconder nuestros fallos de las reprimendas de don Juan Garrido que nunca pasaba a la
acción y siempre se quedaba en una reprimenda verbal. Martín era el que abría por las
noches, cuando ya todos se habían acostado, la puerta del servicio del Colegio, para que
los que eran ya mayores salieran a la calle a divertirse y estaba al cuidado para abrirles a su
regreso, no más tarde de las doce o doce y media de la noche. De este modo cogía
algunas propinas a quienes voluntariamente se las querían dar, a la vez que se daba
ocasión de hablar una vez más de los abusos de la clase burguesa y del reparto de la tierra
que era el sueño de su vida. De estas salidas no solía enterarse nuestro director, a no ser
como ocurrió una vez, que al hacer ruido sí se enteró. Y entonces cuando le oyeron
subir, los cuatro o cinco que habían salido aquella noche, se acostaron a toda prisa
metiendose en la cama vestidos y con zapatos por no tener tiempo a más. Y apagaron la
luz. Don Juan al llegar encendió la luz. Y mira por donde, uno de ellos, que era de
Cazorla, no se acordó, al acostarse, de quitarse la boina y estaba con boina y con las ropas
de la cama hasta los ojos. El pretexto de que hacía frío, no convenció mucho y
aguantando la áspera y ruidosa regañera del Director, fueron todos conducidos al salón
de estudio donde estuvieron hasta las cuatro de la mañana. No pasó más que eso.
Pero el 1º de febrero de 1936, Martín no dejó salir a nadie ni la noche anterior ni
en todo el día siguiente. La prohibición de salir aquel día era muy seria. Y nadie pensó
incumplirla. Por la mañana no fuimos al Instituto porque las clases se suspendieron y
todo ese día lo pasamos en el salón de estudio y en la explanada jugando a la pelota. La
razón de esto, era que en ese día, venía a Linares José Antonio Primo de Rivera a dar un
mitin con ocasión de la campaña electoral para las elecciones generales del 16 de febrero.
Yo en aquel día no vi nada, ni pude ver nada. Pero si oímos a los que vinieron a traer el
pan, que contaron que la ciudad estaba llena de tensión. Habían venido a Linares desde
toda la provincia largas caravanas de coches y muchísimos autobuses con gentes tanto
de derechas como de izquierdas, unos a aplaudir a José Antonio y otros a pitarlo. Con
tanta tensión con cualquier cosa podía saltar la chispa que encendiera el ambiente . Los
falangistas paseaban desafiantes por las calles con sus camisas azules y las flechas y el
yugo sobre el pecho, gritando “Arriba España” con acalorada frecuencia. Los
comunistas y los anarquistas discurrían por las calles no menos desafiantes, vistiendo
muchos de ellos la camisa roja, gritando U.H.P. (Unión de Hermanos Proletarios) con
no menos acalorada frecuencia. Y la Guardia Civil a caballo en gran número iba y venía
por las calles también con no menor frecuencia. Todos sabíamos y estábamos enterados
de que los mítines y los actos electorales de aquellos días acababan en la mayoría de los
casos en verdaderas batallas campales, donde en alguna vez hubo muertos y en casi todas
las veces algunos heridos. Pero aquel día en Linares no pasó nada. Tanto la izquierda
como la derecha perdían los estribos por cualquier cosa y mucho más en tiempo de
elecciones. Pero esta vez no pasó nada. Dentro de unos días, iba a dar un mitin, también
en Linares, Francisco Largo Caballero del PSOE. El mitin de Largo Caballero en
Linares, se esperaba que fuese un acontecimiento importante y no se quería dar lugar a
que la autoridad suspendiera las actividades electorales por ningún tipo de disturbios.
Por la noche durante la cena Martín y don Juan se enzarzaron en un agrio debate sobre
izquierdas y derechas. Y yo veía, sin comprenderlo muy bien, que en España no se
hablaba más que de política y que tanto los de un bando como los de otro, estaban
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terriblemente obsesionados y que nosotros los niños, empezábamos a obsesionarnos
también.
16 DE FEBRERO DE 1936

F ue una buena medida del Ministerio de Instrucción Pública como entonces se


llamaba, suspender las clases en los Institutos y en las Universidades, durante
diez días, al objeto de que en las jornadas anteriores y posteriores a las elecciones
del domingo dieciséis de febrero, no hubiera incidentes en los centros de enseñanza. Por
razón de ello, todos los internos del Colegio de San Agustín podíamos marcharnos a
nuestras casas durante esos diez días, si ese era nuestro deseo. Yo tomé la “Alsina” en
Linares la tarde del día doce, para hacer el viaje de más de tres horas que me dejaría en
Cazorla. El viaje era largo porque la “Alsina” era un autobús que paraba en todos los
pueblos del trayecto, dejando y recogiendo viajeros y permanecía mucho rato en cada
parada, mientras los viajeros se acomodaban y colocaba sus equipajes, entre los que no
era raro, ver alguna gallina o algún conejo. Pero la tardanza de este viaje de hoy no iba a
ser lo más llamativo del mismo, sino la violenta polémica que se entabló entre viajeros de
derechas y viajeros de izquierdas a los pocos minutos de salir de Linares. Los de
izquierdas empezaron diciendo que los señoritos y los “moniatos” eran unos indeseables
bandidos. Llamaban “moniatos” desfigurando la palabra “monárquicos” a los de derechas, por
razón de estimarse entonces por todos, la Monarquía, como apoyo y sostén de las clases
acomodadas. Las derechas, todo lo hacían mal, no daban trabajo, fomentaban el hambre
y eran unos ladrones y había que barrerlos del mapa en las próximas elecciones del día
16. Los viajeros de derechas no se mordían la lengua. Para ellos los marxistas y
socialistas y gente de la F.A.I. no eran más que una gentuza que por su bella cara querían
quedarse con las tierras de los propietarios y acabar a la vez, con la Religión y con la
Virgen y los Santos. El debate iba subiendo de tono y yo en uno de los asientos de atrás
asistía con curiosidad y con asombro a aquel coloquio lleno de rencor y de rabia por
parte de unos y de otros. Cada vez iba subiendo el tono y el volumen de sus voces. El
conductor del autobús, muy enojado, sin lograr hacerse respetar, pidió a unos y a otros
que se callaran porque así no se podía conducir y perdía el control de lo que tenía que
hacer, que era conducir. Pero nadie le escuchaba. Yo no se quién empezó, pero la verdad
es que vinieron a las manos, se levantaron algunos de sus asientos y una nube de golpes
de unos a otros, convirtió la “Alsina” en un vehículo donde habitaba la locura. El
conductor de golpe paró, echó el freno y se bajó profundamente enfadado. Algunos
hubo que pensaron que sería bueno separar a los que se peleaban si se quería que el viaje
continuara. Y al fin a duras penas con la ayuda cada vez más numerosa del resto de los
viajeros pudieron conseguirlo. Pudimos así llegar a la Estación de Baeza que era la
próxima parada. Y ahora un silencio impregnado de tensión, nos envolvía a todos como
el aire. A alguien que quiso hablar le callaron airadamente y el viaje continuo hasta su fin
con temor a que saltase la chispa de nuevo, y surgiera de nuevo el fuego.
Cuando llegué a Cazorla me impresionó ver que el pueblo estaba lleno de carteles
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de propaganda electoral. Los había de todos los colores y formas y ocupaban buena parte
de las fachadas de las casas. Había uno que me llamó la atención porque era bonito. Sobre
una mano en una bandeja había una maqueta de un alegre caserío, rodeado de árboles,
junto a una verde pradera donde había vacas y caballos. Debajo una inscripción que
decía: “Proletario, si nos das tu voto, la tierra será para ti”. Me llamó también la atención, ver a
varios jóvenes de derechas que con una escalera pegaban carteles. Eran cinco o seis años
mayores que yo. Me dio envidia de ellos. En mi casa mi padre estaba muy contrariado.
Sabía como entonces lo sabía todo el mundo, que el triunfo de la izquierda era seguro.
Todos los partidos de la izquierda se habían unido en un frente común que era el Frente
Popular. Allí iban revueltos y unidos los socialistas del PSOE de Largo Caballero, los
Comunistas de “La Pasionaria”, los anarquistas de Durruti y muchos grupos más. La
Derecha como siempre, iba manga por hombro. La CEDA de Gil Robles no quería saber
nada ni de tradicionalistas, ni de falangistas ni de nadie. La derrota de la Derecha se sabía
segura. Mi padre hasta hacía cosa de unos dos años, había intervenido en política de
forma activa. Era un buen orador a quien la gente aplaudía mucho cuando hablaba.
Según él, era mucho lo que nos jugábamos desde la llegada de la República en 1931, para
quedar brazo sobre brazo al margen de lo que desde entonces estaba ocurriendo. Pero a
mi padre no le gustaba realmente la derecha, por conservadora, por no tener ideas que
tratasen de resolver los verdaderos problemas que tenía nuestra sociedad y por aferrarse
a mantener inamovible su estatus tradicional. Por eso le gustaba la Falange, porque creía
que por fin había alguien que tratase de arreglar los problemas del proletariado poniendo
limitaciones a la burguesía. Sabía que la Falange era una fuerza muy pequeña, sin peso
todavía para superar los problemas del país. Pero le llamaba la atención que por aquellos
días hiciese rápidos progresos, especialmente entre los artesanos. Los artesanos eran
entonces, aquellas gentes del pueblo que no tenían bienes, pero que tampoco formaba
parte del proletariado, por no vivir del sueldo de nadie y ganarse la vida sin amos ni
patronos, como los sastres, los pequeños comerciantes, los confiteros, los aladreros o los
corredores de aceite. Ellos no eran de izquierdas, pero tampoco estaban plenamente
integrados con los señoritos y con los “moniatos”. Para que yo lo entendiera mi padre me
dijo que los señoritos tenían una vaca y los de la CEDA no querían dar la vaca ni que
nadie la ordeñara. Los marxistas querían quitarnos la vaca y ordeñarla ellos. Y la Falange
parecía ser que lo que en aquellos días pretendía era que los señoritos se quedaran con la
vaca pero que la misma la ordeñaran los pobres. Para él esta solución parecía la más
realista dentro de aquel ambiente de auténtica revolución en que habíamos venido a
parar los españoles en aquellos días. La Falange no parecía tener entonces las fuertes
connotaciones fascistas que ha tenido después.
Los días anteriores al 16 de febrero fueron días de intensa actividad mitinera. En
los mítines de la izquierda causó gran sensación el discurso de unos de sus jefes que
terminó afirmando que las hoces que usaba los obreros para segar el trigo, no servían
sólo para segar el trigo, sino que tenían que servir también para segar las cabezas de los
ricos. Y en los mítines de la derecha el centro del mensaje estaba en la defensa de la
propiedad como derecho sagrado y en la defensa de la Religión, como única y auténtica
salvación de los pueblos. Y ello se acompañaba de la entrega masiva de crucifijos al
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personal. Los hombres se los ponían en la solapa y las mujeres se los prendían sobre el
pecho, como categórica afirmación de la identidad que entonces tenían la Religión y la
Derecha. Doña Pepita Páez que era una gran activista se la CEDA de Gil Robles, me dio
a mi uno, a la salida de un mitin, que yo llevé durante toda la Guerra y durante muchos
años después, en un bolsillo de mi chaqueta y que hoy lamento mucho haber perdido.
Amaneció el 16 de febrero con sol y las calles se animaron pronto con la gente que
pacíficamente iba a votar. Se formaron algunas colas en los colegios pues nadie aquel día
tenía pensamiento de dejar de votar. Todo iba bien. Mi madre por la tarde bajó a lo de mi
tía María Luisa, que tenía su casa con balcones a la plaza de la Corredera y era así un
observatorio estupendo para ver todo cuanto acontecía en el pueblo, que forzosamente
acababa teniendo a la Corredera por escenario. Cuando la tarde iba ya avanzada, llegó a al
casa de mi tía nuestro encargado que se llamaba Juan Santos, un hombre de unos treinta
años muy inteligente y muy leal a mi familia. Venía de parte de mi padre para que le
pidiese a mi madre la llave de mi casa. Entonces las llaves de las casas eran muy grandes,
como las que pintan a San Pedro en las estampas, y sólo las llevaban en sus bolsos las
mujeres, cuando al salir ellas de casa, la casa quedaba sin nadie. Nuestro encargado quería
la llave para buscar en mi casa la pistola de mi padre. Mi padre pedía la pistola porque en
el colegio de la Plaza de Santa María en cuya mesa electoral había sido enviado con otros
dos amigos más como representante de la CEDA, no iban bien las cosas y había
problemas. Según contaba Juan Santos que casi siempre acompañaba a mi padre, los
socialistas tuvieron conocimiento de que en otro colegio de Cazorla, los de derechas
habían intentado meter en las urnas votos de su candidatura de forma fraudulenta. Y los
de izquierdas que había en el colegio de la Plaza de Santa María quisieron hacer lo mismo
sin que hubiera pruebas de que la anomalía que se contaba, fuera cierta o no. Aquello
soliviantó a los que formaban la mesa electoral. Hubo palabras e incluso amenazas. Y
todos sabían que las escopetas y los garrotes tanto de unos como de otros, no estaban
lejos, de los que por este incidente discutían. Se calmó como se pudo la cosa pero no dejó
de haber en el ambiente, una vez más y como ya era habitual, una penosa tensión, Por eso
mi padre que tenía siempre la pistola en su dormitorio (y nunca la llevaba encima porque
no le gustaba llevarla) la mandó pedir. Mi madre dio la llave y ella y mi tía quedaron
grandemente preocupadas con lo que acabábamos de oír. Mi tía cruzaba las manos
como si fuese a rezar e invocaba la ayuda de Dios y mi madre dijo a Juan Santos que le
dijese a mi padre que se dejase el colegio y se viniese a mi casa. Pero mi padre tardó
mucho en venir. Tardó todavía dos o tres horas que se hicieron largísimas para todos. Y
cuando llegó dijo que con mucho trabajo habían conseguido sin llegar a las manos que
los socialistas no manipularan las urnas en aquel colegio, pero que ap pesar de eso la
derrota de la Derecha había sido apoteósica.
Había votado mucha gente. Nadie se quedó sin votar. Antes en otras elecciones
hubo muchos obreros que habían dado su voto a los patronos para congraciarse con
ellos y conseguir algún que otro favor, pero en esta ocasión se habló con gran insistencia
desde la izquierda, de que los obreros que diesen su voto a los patronos eran traidores,
con los que había que acabar, negandoles si preciso fuera el pan y la sal. La propaganda
de izquierdas estaba muy bien montada y tenía tanto, en la gentes del pueblo como en la
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gente del campo, (donde entonces era muy abundate la población) una audiencia que los
creía plenamente.
En España y de modo muy especial en Andalucía, los obreros eran obreros del
campo en su inmensa mayoría. La derecha a los que más temía era a los mineros y a los
ferroviarios. Pero tanto unos como otros vivían mal. Iban casi siempre vestidos
andrajosamente. Sus pantalones llevaban numerosos remiendos para que durasen más.
Algunos tenía en sus casas guardado como oro en paño, su traje de negro de novio. Pero
nunca se lo ponían, pues casi siempre se guardaba para mortaja. Los zapatos eran un
lujo. Siempre usaban alpargatas o en algunos casos esparteñas que eran un rudo calzado
hecho de esparto y cordel. Las comidas casi siempre eran lo mismo, los garbanzos, las
patatas y guisos hechos con harina. Los que criaban un cerdo en sus casas, tras la
matanza, tenían la carne del cerdo por algún tiempo, pero no probaban ninguna carne
más, y así el cerdo era una señal de bienestar y un signo de distinción. No podían soñar
con tener alguna vez, su casa propia o algún mueble que no fuera, el catre y el jergón. Ni
podían soñar con viajar alguna vez y salir del pueblo. Todo lo que muchos de ellos habían
visto, era sólo lo que vieron cuando hicieron el servicio militar. Y eran muchísimos los
que no conocían el mar. Y de seguros de enfermedad o de accidentes o de jubilación o de
vejez, de eso nada de nada. Y así año tras año. La conclusión era que estaban siempre mal
y achacaban la causa de todos sus males, sólo a la burguesía y nada más que a la burguesía.
Pero la burguesía no nos creamos que estaba tampoco muy bien. Los patronos
aquí en los pueblos, vivían por supuesto mucho mejor que los obreros. Tenía sobre los
asalariados la gran ventaja de su seguridad económica, lo cual no es poco. Pero no sabían
vivir. Al no haber para ellos otro modo de no llegar a ser pobres que el ahorro o el
casamiento ventajoso, vivían llenos de privaciones y de economías que hacían de su vida
algo con no mucho atractivo, donde no mucho disfrutaban de lo que tenían. Vestían
bien, eso por supuesto, sus ropas eran siempre de calidad. Y en sus casas los muebles, las
lámparas, las cortinas o los cuadros no estaban exentos de valía. La burguesía potenciaba
mucho todo lo que servía para distinguirla y diferenciarla de los demás. Ello la llevaba a
no carecer de un mínimo de buen gusto en sus cosas y a no tener ninguna clase de trato
con quien no fuese de su misma clase social. Que un señorito hablase y fuese amigo de
los pobre era impensable. Pero en todo lo que se refiere a las demás cosas de la vida y del
diario acontecer, los burgueses vivían casi como pobres. Sus comidas eran también a
base de garbanzos, patatas y guisos hechos con harina y en cuanto a la carne,
corrientemente no comía más carne que la que provenía de la matanza del cerdo, al igual
que los pobres. Y las diversiones, se reducían a reuniones al calor de la lumbre con una
mayor o menor abundancia de bebidas. Y los viajes eran pocos y no iban las más de las
veces, más allá de Madrid que era el sumun de todas la maneras de vivir y de ser. Esto,
tenía como es lógico sus excepciones. De mi tía Dª Dolores García Ortega, una hermana
de mi abuela, que hizo varios viajes a París y estuvo en Lourdes y en Roma viendo al Papa
León XIII, se habló durante años enteros. Por todas estas razones los mensajes de la
izquierda eran para los obreros como hablarles del paraíso terrenal y para los patronos
como hablarles del mismísimo infierno. Y mi padre en honor a la verdad, no estaba de

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acuerdo ni con las doctrinas de unos, ni con las doctrinas de otros. Pensaba que ibamos
como flotando sobre las aguas de un río caudaloso que nos llevaba arrastrados por la
corriente, hacía donde no queríamos ir.
En realidad, lo que pasaba en aquellos días era algo de lo que en la Celestina se
cuenta, donde nos dice que “es más difícil soportar la buena fortuna que la mala fortuna,
porque en la prosperidad no estamos nunca tranquilos por el temor de perderla, mientras
en la adversidad siempre se siente esperanza de acabar alguna vez con ella”. Lo que
entonces pasaba en Cazorla tenía mucho de eso.

25 DE FEBRERO DE 1936

L as clases del Instituto comenzaban de nuevo el día 26 que era miércoles de ceniza.
Como mi padre tenía que hacer algunas cosas en el Banco de España de Linares,
la mañana del 25 de febrero decidió que yo iría con él a Linares, arreglaría sus
cosas en el Banco y yo regresaría al Colegio por la tarde. Yo iba con cierta alegría porque
mi padre en Linares siempre me llevaba a comer al Hotel Málaga que estaba en la calle
principal de la Ciudad. Me encantaba que los camareros uniformados, nos sirvieran la
mesa como en las películas, y al final siempre pedía de postre unos pasteles de crema que
en Cazorla no los había. Era muy frecuente que cuando mi padre iba a Linares llamaba al
colegio para que me dejasen salir a comer o a cenar con él y cuando volvía al internado me
daba un duro o dos duros para mi, que entonces era mucho dinero y que a mi me duraban
mucho tiempo. Aquel día yo estaba contento además porque era martes de carnaval, y
esperaba ver las máscaras. El carnaval de Linares tenía fama de ser muy bueno. En
Cazorla también eran muchas las personas que se vestían de máscaras e incluso había una
banda de música formada por aficionados que recorrían las calles del pueblo. Todos iban
vestidos con unas chaquetas encarnadas muy largas y llevaban un altísimo sobrero de
copa. Era la banda de “Estaban Ini”. A mi me encantaba. Seguro que serían malísimo.
Pero a mi me encantaban. Tal vez ello fuera por ser de las primeras veces, que yo oyese
música en mi vida, que entonces nada o casi nada se oía. Yo oí por primera vez hablar de
Mozart con 19 años y lo escuché por primera vez a los 20 años. Las veces que mis
hermanas u otras chicas de mi edad tocaban el piano, no oíamos música. El piano sonaba,
pero aquello no era música.
Mi padre y yo salimos a la calle después de comer. La calle estaba ya muy animada y
se veían algunas máscaras. Pero conforme paseábamos iban acudiendo más, con su
algarabía, sus ademanes y sus gestos y con su clásico “No me conoces. No me conoces” tan
repetido entonces por todos los que llevaban disfraz. Pronto empezó a llamarnos la
atención ver que las máscaras eran, muchas de ellas, máscaras con disfraces que hacían
alusión de alguna forma o modo, a la tremenda derrota sufrida nueve días antes por los
partidos de derechas. La izquierda estaba eufórica. No era difícil ver en la calle o en el
campo o en cualquier parte la inmensa alegría, la extraordinaria alegría que la victoria

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electoral del Frente Popular había causado en los suyos. Los sueños de la izquierda de
acceder a la propiedad privada, de acabar con los curas o de poderse organizar, para
defender mejor sus derechos, estaban ya más cerca y eso llenaba de júbilo a todo el que
fuese de izquierdas. Dos máscaras pasaron delante de nosotros produciendo en todo el
mundo gran hilaridad. Formaba una extraña pareja. Él iba disfrazado de cura con su
negra sotana y su sombrero de teja y un hisopo en la mano. Ella vestida de monja, se
cogía del brazo del cura y sus tocas eran amplias y muy blancas, con una enorme cruz
encarnada sobre el pecho. Pero ella tenía el vientre abultado de las embarazadas cuando
están en avanzado estado de gestación y esperan ya pronto el nacimiento de su niño. La
gente reía y aplaudía a tan rara pareja. No pasó mucho tiempo sin que viéramos otra
máscara que llamó si cabe, mucho más la atención. Se trababa de un hombre corpulento
que llevaba una altísima mitra sobre la cabeza y de casulla llevaba una estera de esparto
(de las que entonces de ponían a la entrada de las casas). La estera tenía sus bordes
redondeados y en el centro tenía un agujero por donde se metía la cabeza para que hiciese
las veces de casulla. En la mano llevaba un cáliz gigantesco lleno de pequeños envases de
lata vacíos, de papeles arrugados y revueltos, así como cartones y otros desechos. Y
sobre el pecho llevaba una inscripción que decía en letras grandes “Esta es la basura que nos
daba el cura”. Un hombre iba cargado como un burro y con una larga cadena de la que
tiraba otro hombre elegantemente vestido, en alusión al señorito opresor y al obrero
explotado. Aparecían cada vez mas máscaras y más disfraces, todas ellas con mejor o
peor fortuna, alusiva a los señoritos y a los curas en términos más o menos grotescos. Yo
miraba todo aquello con estupor y curiosidad. Cogido del brazo de mi padre iba viendo
todo aquello como si fuera una película de cine que yo no entendiera muy bien. El
ambiente como era corriente en aquellos días, poco a poco se iba caldeando. Con
frecuencia, las máscaras reunían junto a ellas, pequeños corros o grupos de gente para oír
lo que las mismas decían explicando su disfraz, explicaciones que siempre acababan en
burlas muy duras contra los señoritos, los “moniatos” y los curas. En uno de aquellos
corros, el que hacía como de jefe de un grupo de máscaras se subió a una silla que le
acercaron y desde allí hablaba a los que le rodeaban con mucha pasión. Estaban muy
cerca de nosotros. Un falangista respondió a la arenga del que subido a la silla hablaba al
corro. Yo no se lo que le diría. Ni lo sé, ni lo pude saber. Lo que sí puedo contar, es que el
que se atrevió a responder al improvisado orador de izquierdas, salió en rapidísima
carrera huyendo del corro, hacia una pastelería a cuya puerta estábamos nosotros.
Nosotros al verlo venir hacía donde estábamos, como empujados por el que huía, y por
toda la gente que llevaba detrás, entramos como pudimos en la pastelería. Mi padre me
arrinconó como pudo entre una pared y el saliente interior de un escaparate. Y en menos
tiempo del que todo esto cuento, entró tras nosotros el que huía, que saltó por encima del
mostrador y se perdió en el interior de la tienda. No muchos instantes después, entraron
las máscaras que a toda velocidad saltaron también el mostrador y se perdieron también
dentro del establecimiento. Eran cuatro o cinco y todos llevaban recios garrotes. Yo pasé
mucho miedo. Iban con el rostro descompuesto y como poseído de fuerte furia e
indignación. Mi padre me cubrió con su cuerpo para que nada me pasara en el hueco en
que nos situamos. En la pastelería quedaron rotas las vitrinas de cristal del mostrador y la
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puerta de la trastienda y hubo algunas personas de las que estaban allí, que fueron
derribadas. Todos comentaban que si cogían al que había ofendido a las máscaras, era lo
más posible que fuera hombre muerto. Mi padre me cogió del brazo y salimos de allí a la
calle. En la calle había una tremenda algarabía, en que cada cual comentaba a su modo lo
que había visto y oído. En los balcones de la casa de la pastelería varias mujeres daban
gritos y pedían socorro. Poco podía saberse de lo que estaba pasando allí. Pensamos que
era mejor irnos al hotel, o subir más arriba al Paseo de Linarejos donde posiblemente
habría más tranquilidad. El Paseo de Linarejos es un largo y hermoso paseo con asientos
de azulejos y numerosas y altas palmeras. Allí había realmente más tranquilidad.
También había allí grupos de máscaras de matiz político. Y cuando ya parecía estar todo
en más calma, mi padre me dijo algunas cosas que me causaron gran impresión. Nunca
mi padre me había hablado así. Me contó que estaba tan preocupado y se sentía tan mal,
que sentía necesidad de hablar, aunque fuera con un niño, como todavía era yo, que sólo
hacía ocho días que había cumplido catorce años. “Me parece bueno -me dijo- que hayas visto
todo esto, porque así es posible que sin que nadie te lo diga, tu sepas y te des cuenta de la situación tan mala
y del peligro tan grande en que vivimos los que como nosotros somos de derechas”. “Las cosas vienen muy
mal -continuó- vienen cada día peor y yo tengo por seguro que nos quitaran todas las tierras y todos los
bienes que tenemos y que nos dejarán pidiendo limosna. Eso tenlo por seguro. Y ten por seguro también
que a mi me mataran. Hay mucho odio en España entre unos y otros y no se puede impedir que todo esto
acabe en sangre. Yo digo todas estas cosas en Cazorla a los amigos y a la familia y no me creen. No creen
de ninguna de las maneras que puedan matar a todos los que son señoritos. Pero yo tengo por seguro que
nos mataran a todos y sólo dejaran con vida a los viejos, a las mujeres y a los niños, de los que no temen que
impidan los proyectos que tienen de quitarnos todo lo que tenemos. Tu madre está muy preocupada y se
pasa los días llorando. Me da compasión de ella. Y la animo como puedo diciéndole que todo pasará. A
ella no le he dicho nunca que nos matarán”.
Yo escuchaba a mi padre sin querer creer lo que me decía. No quería creerlo. El
continuó: “He pensado mucho si debía o no debía hablarte así. Pero he pensado que aunque sean tan
joven, es mejor que lo sepas y te vayas mentalizando en la idea de que tienes que vivir, si es que puedes, de
tus estudios o de lo que sea, pero de los bienes que tenemos no pienses que vas a vivir”.
Mi padre al hablar así no era un pesimista, sino un hombre con una gran visión de
futuro, que analizaba los hechos con bastante sabiduría. Y lo peor de todo es que no veía
ninguna salida a aquella situación y su sufrimiento no era sólo por él, sino por no esperar
nada bueno para nosotros a los que nos quería enormemente.
Me llevó al internado, ya avanzada la tarde y vino conmigo hasta la misma puerta.
Yo estaba bastante desconcertado y no sabía que hacer ni que decirle. Durante la cena D.
Juan Carrillo contó que no se sabía lo que había sido del falangista que huyó entrando en
la pastelería. Las noticias no eran claras. Unos decían que había logrado escapar. Otros
decía que le habían dado tal paliza que estaba todavía inconsciente en el Hospital. Martín
que servía la cena dijo que no se debía en solitario provocar a nadie, pues en los tiempos
que estábamos, era peligroso. Yo lo que sí sabía porque eso lo vi, es que aquel hombre,
saltó el mostrador como un poseso, con una pistola en la mano y más pálido que la cera.
Durante muchos días aquella imagen no se borraba de mi imaginación y aquella noche
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antes de acostarme seguía pensando en el rostro del falangista saltando el mostrador y en
las palabras de mi padre.

8 DE MARZO DE 1936

E l Inspector Sr. Clavijo era quien los domingos nos sacaba de paseo y cuidaba de
nosotros los menores de dieciséis años, que eramos unos veinte poco más o
menos. Cuando pasaba alguna mujer que fuese de amplia pechera, nos decía con
cierta malicia que no dejásemos de fijarnos en ella. Los chicos en aquellos días vivíamos
nuestra incipiente sexualidad con cierta libertad. Yo me acuerdo que con doce y trece
años me encantaban las películas de Tarzán, por las mujeres que salían nadando en los
ríos o apartando medio desnudas las ramas de los árboles que les impedía el paso por los
laberintos de las selvas de África. Esas películas me las vi muchas veces. En el internado
había por demás un chico llamado Torres, que estaba obsesionado por la sexualidad, al
igual que el Sr. Clavijo. El fue quien2 años antes me informó (quieras o no) de lo que
hacían los padres para tener hijos, que yo con los doce años que tenía entonces, era algo
que ignoraba por completo. La masturbación era costumbre generalizada en todo el
internado, aunque nadie se refiriera nunca a la misma. Eso había sido impensable y de
muy mal gusto. De este modo, nuestra información en materia de sexo, estaba en la calle y
en los amigos. En la calle y en los amigos fue donde acabamos por aprender la moral que
en materia sexual había entonces. A los hombres desde niños, no les descalificaba en
absoluto que practicasen su sexualidad. Eso era un signo de hombría. Y la hombría se
valoraba entonces muy altamente por todos. Las chicas por el contrario, tenía que ser
como las monjas. Todas tenían que llegar al matrimonio (y de hecho llegaban) sin saber
nada de nada en materia sexual. En esto pensaban lo mismo los ricos que los pobres y
todo esto ocasionaba que nuestro campo sexual fueran sólo las actividades solitarias y las
películas de cine y alguna que otra revista pornográfica que cayese en nuestras manos. Ya
cuando se tenían 18 ó 20 años, los jóvenes tenía en las prostitutas su única salida. Pues
hacer el amor con chicas que no fuesen prostitutas, era punto menos que milagroso. Las
enfermedades de transmisión sexual eran para los jóvenes de estas edades, algo que había
que temer. Pero un control sanitario de las prostitutas que duró hasta bien entrados los
años de la Dictadura , evitaba no pocos contagios. Y si alguno se contagiaba, ese sabía
muy bien que tenía que curarse solito, con sólo la ayuda de los amigos y sin decir nada a
sus padres. En aquellos días todos sabíamos las penalidades que pasó un chico de
Santisteban que cogió la sífilis y que se la curaba con ayuda de Martín y de alguno de sus
compañeros sin enterar por entonces, para nada, a su familia, de lo que le pasaba.
Pero conmigo no iba nada de eso. Un año antes, en la catequesis de la Parroquia de
Cazorla, a mi me aleccionaron muy bien en la idea de que toda vivencia sexual era un
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gravísimo pecado mortal. Me acuerdo de lo muchísimo que yo sufrí en una confesión
que hice con el párroco, en que no me atrevía a decir que me había masturbado y confesé
lo que yo estimaba ya como grave pecado, como una desobediencia a mis padres, sin
aclarar mucho más Aquello me hizo sentirme muy desgraciado y me produjo un fuerte
complejo de culpabilidad y vergüenza. Me lavaron bien el coco en materia de sexualidad,
pues desde entonces miraba los actos impuros por muy pequeños que fueran como algo
gravísimo que no se podía hacer nunca. Me ponía de ejemplo a la Virgen Nuestra Señora
y a san Luis. Y así en los días de mi juventud y muchos años después, yo fui un auténtico
reprimido, ayudado a ello por mi férrea fuerza de voluntad y por la idea de que mi
heroísmo en aguatar las pasiones, era como el de los Santos. Este año ya, sí el inspector
Clavijo y mi amigo Torres hablaban a los chicos de sexualidad, yo les hablaba de San Luis
Gonzaga aunque nadie me hiciera caso, como me pasaba con los hermanos Medina cuya
actividad masturbatoria era frenética.
Yo veía mal que el inspector cuando nos llevaba de paseo a las afueras de Linares
nos mandaba que jugásemos por el campo con toda libertad, mientras él se perdía por
allí, yendo siempre a parar a una caseta medio derrumbada que había no muy jejos. Mi
amigo Torres (a quién ahora recuerdo con simpatía y al que todos llamábamos “Riquilla”
porque ese era el piropo que con más frecuencia dirigía a las chicas del Instituto) me dijo
que le acompañase que iba a ver “Canela Fina”. Me llevó a la parte de atrás de la caseta y
por una pequeña rendija me hizo mirar para que viese al señor Clavijo, meterle mano a la
limpiadora del Instituto una mujer de cierta edad que se llamaba Dorotea y que era de
buen ver y tenían las ropas revueltas. Yo no me asusté de aquello, pero me quedé muy
impresionado. Y Torres llevandose el dedo a su boca me imponía silencio. Por supuesto
que yo no iba a decir nada a nadie, ni ninguno de nosotros ibamos a decir nada a nadie. La
costumbre de callar era ya muy vieja. Unos meses antes, el Inspector nos llevó a todos los
chicos a su cargo a un pequeño Teatro, que habían montado en la Plaza Mayor de la
Ciudad. Era un teatro en que dejaban entrar a todo el mundo, sin reparar para nada en la
edad. Y lo llevaban una especie de cómicos de la legua, que entre sus números hacían
subirse a una cabra a un pequeño tonel, mientras sonaba la música de un saxofón que
tocaba un mal equipado payaso. Pero como número final, una joven como de 25 años,
hacía un número de Striptip y acababa quedandose sólo con las bragas y el sostén. El
público berreaba y gritaba y los chicos que allí había gritaban también. Todos estábamos
allí muy contentos. Para pagar la entrada, cada uno de nosotros tuvo que dar una peseta al
Sr. Clavijo. De esto, no decíamos nada a nadie, ni en el Colegio, ni en nuestras casas. El
silencio era total. Por eso cuando días después el Sr. López, otro de los inspectores,
regañaba muy enfadado a nuestro paisano Antoñillo Cuadros, todos nos reíamos
mucho. El Sr. López le decía a Cuadros: “No intentes ocultar la verdad de lo que has hecho, porque
yo lo sé todo, estoy enterado de todo y nada se me oculta”. Y Cuadros le contestaba: “Usted no sabe de
la misa la mitad, Usted no sabe nada de nada”. Todos reíamos, por que a lo que Cuadros se
refería era a que todos menos él, conocíamos el rumor de que su mujer, le ponía los
cuernos.

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21 DE MARZO DE 1936

M is estudios en el Instituto iban bien. Este curso yo estudiaba 4º y era un buen


estudiante. Pero esto no había sido así en los tres cursos anteriores del
Bachillerato, donde nunca me habían suspendido, pero donde muchas
asignaturas, las aprobaba por los pelos. Las matemáticas se me daban muy mal y era un
desastre en ellas. Los idiomas no eran mi fuerte y se me daban de manera muy regular.
Únicamente en Historia y Literatura lo hacía bien y me daban nota. Cuando estudiaba
tercero o sea en el curso anterior, yo iba tan mal que mi padre estaba muy contrariado
conmigo. Mi padre quería que yo sacase muy buenas notas en todas las asignaturas y no
sólo no sacaba buenas notas sino que parecía casi seguro, que aquel año iba a recoger
algunos suspensos. En la Gramática no me entraban las oraciones subordinadas que yo
odiaba con todo mi corazón y que a su vez consideraba como una auténtica tontería. Me
sacaron una vez a la pizarra y el profesor que era el Sr. Cavada me puso un cero. Yo
quedé desolado porque sabía que aquello era el comienzo de mi derrota en aquel curso.
Me dolía que mis padres se contrariaran y que posiblemente me jugaba las vacaciones
del verano en Cazorla con las que soñaba de día y de noche.
Aquel mismo día le dije al Sr. Cavada que quería hablar con él. Y él me recibió
horas después, en la sala de profesores del Instituto, donde yo le conté mis dificultades
con las oraciones subordinadas. Y acabé contándole que para mi era muy penoso que
me suspendieran porque ello era dar a mis padres un serio disgusto y ellos no se
merecían eso de mi, pues eran muy buenos conmigo. Cuando conté esto se me saltaron
las lágrimas pues sentía de verdad lo que decía. Al Sr. Cavada le gustó que yo hablara así y
me prometió que me ayudaría todo lo que pudiese. Y la verdad es que lo hizo. Me aclaró
siempre muchas cosas, me preguntaba con frecuencia y fue para mi un gran profesor.
Todo lo que a mi me pasaba era que no sabía estudiar. No sabía separar el grano de la
paja. No sabía separar las ideas esenciales de un texto, de las ideas que iban de relleno del
mismo. En una palabra coger de los libros sólo las dos o tres ideas que a lo sumo hay en
cada capitulo de ellos, desechando todo lo demás. Al hacer esto los libros dejaron de ser
farragosos para mi. El mal estudiante que fui en los tres primeros cursos del
Bachillerato, se convirtió así casi de la noche a la mañana, en un estudiante brillante a
partir del 4º Curso. Recuerdo que fueron muchas las veces que cuando me preguntaban
quedaba muy bien.
Todo ello por cierto, se debía también a que teníamos un plan de estudios en la
Segunda Enseñanza, como entonces se decía, que estaba muy bien hecho, que era el
Plan de 1932. Después hemos visto muchos planes de estudio, pero a mi juicio ninguna
estaba tan bien hecho como este plan establecido por la II República, en el comienzo de
su corta andadura. El Plan 32 era bueno para mi, porque se apoyaba en dos ideas que le
eran esenciales. No hacer muy extenso el número de materias que integraba el
Bachillerato y estar durante siete años que duraba el Bachiller repitiendo en todos los
cursos lo que se estudiaba en cursos anteriores a la vez que se iban ampliando

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conocimientos sobre lo estudiado tan repetidamente. Sólo estudiamos Latín y Francés
en idiomas y Geografía, Historia y Literatura en Letras y Biología, Física, Química y
Matemáticas en Ciencias. Los siete años teníamos todos los años las mismas asignaturas,
cuyo estudio se repetía siempre añadiendole cada año algunos conocimientos más. Así
teníamos siete cursos de Latín y siete cursos de Física y siete cursos de Geografía. Y
cuando se terminaba el Bachillerato, por cansosería, no teníamos más remedio que
conocer muy bien aquello que habíamos estudiado. Por otra parte fuera de eso nada se
estudiaba. Y en contrapartida a lo bueno que el Plan tenía cuando se acababa el Bachiller,
no sabíamos nada de Arte, ni de Filosofía, ni de Inglés, ni de otras muchas cosas que
hemos tenido que aprender después. Pero de todos modos el Plan era bueno y para mi
fue una auténtica y sólida base y como plataforma en que yo apoyé todo lo que he llegado
a conocer después, aun cuando acabé mis estudios preuniversitarios, sin apenas saber
nada sobre Goya y mucho menos de Federico Nietzsche.
Los amigos del Instituto eran otros, distintos a los del Internado. Para mi eran
unos privilegiados, porque podían estudiar, sin salir de casa de sus padres. Y siempre los
recordaré con afecto bien sincero, Fernández Conde, Martín Navas, Velasco y Juan de
Dios Mendoza, ¿dónde estarán ahora? No he vuelto a saber nada de ellos. Sólo sé que
Mendoza se hizo de la Compañía de Jesús.
Aquellos profesores de la II República eran muy liberales y enseñaban bien. La
profesora de Historia, escandalizaba a las timoratas señoras de Linares porque acudía a
clase sin medias. Don Gregorio Retenaga profesor de Física estaba muy gordo y hacía
deporte en el campo de deportes del Instituto, que no era más que un gran patio, en
donde los chicos que habían formado un equipo de rugby, se dejaban la piel en cada
partido. Y don Carlos el profesor de Geografía, fundo una revista del Instituto, y me hizo
a mi miembro de la redacción. Yo en mi vida me he sentido tan alagado. Era un gran
Instituto. Y yo creo que su calidad estaba en que no eramos en total más de doscientos
alumnos en los siete cursos.
Por otra parte me sorprende todavía hoy, que en el Instituto en unos tiempos en
que todo estaba politizado no se hacía política, ni se hablaba de política ni se comentaba
nada de carácter político, ni se sabía (yo por lo menos lo ignoraba) que profesores eran de
izquierdas y que profesores eran de derechas. Del que si acaso sabíamos algo, era del Sr.
Cavada que estuvo en el Seminario de Santiago antes de la República y antes de la
República también se salió, porque según el mismo contó había perdido la vocación.
Ahora estaba novio con una farmacéutica muy joven, que había puesto una farmacia
hacía muy poco tiempo en la calle Moredillas. Como buen Gallego hablaba mucho de
Galicia y en Enero de aquel mismo año en que había muerto D. Ramón María del Valle
Inclán nos habló de él en forma muy emocionada. Los días que eran fiesta de la Iglesia,
como el día de San José, nos decía que respetando las normas del Ministerio, teníamos
que ir a clase porque el día no era festivo, pero que al ser todos los chicos católicos en su
mayoría, guardaríamos el precepto dominical, contando chistes o hablando de nuestras
cosas durante la clase. En una de esas clases, yo que para contar chistes no he valido
nunca un duro, hice reír largamente a todos mis compañeros y al propio Sr. Cavada con
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un chiste sobre monos que conté. Yo todavía no acierto a comprender como se rieron
tanto con lo que dije. Seguramente sería por mi desangelada manera de contarlo porque
nunca he contado un chiste bien.
Pero todos estos días iban a acabar con algo que nos desconcertó grandemente a
todos El Sr. Cavada la tarde del 3 de Abril, sufrió repentinamente una perforación de
estómago. Lo llevaron al Hospital de Linares y nada pudieron hacer por su vida, pues
aquella misma tarde falleció. La noticia fue como un mazazo para todos. Aquella misma
mañana había dado todas sus clases. Mi amigo José Sierra que era de Jódar, me insistió
para que fuésemos a verlo, yo me decidí a ir, con temor de que no me dejasen entrar.
Fuimos los primeros en llegar, todavía no había llegado nadie. Ni había llegado aun la
familia. Había sólo dos profesores del Instituto. El cadáver estaba en el suelo entre
cuatro cirios. Pepe Sierra se apoyó en mi hombro llorando amargamente. Yo no lloraba
pero sabía y era consciente, de que había perdido al mejor de los profesores que había
tenido hasta ahora. El señor Cavada, tenía 34 años.

1 DE ABRIL DE 1936

S iempre he creído que las personas que son muy religiosas, lo son en gran parte por
razones genéticas que determinan que al heredar de sus mayores cualidades y
rasgos de ellos, no pueden evitar que les apasione lo que a ellos apasionó. Y
cuando lo que se hereda genéticamente es la impresionabilidad y la pasión por el
misterio (que son los rasgos fundamentales de la mentalidad religiosa) estamos ya ante
personas propensas a ser fieles a cualquier Religión o incluso a cualquier secta. Esto,
como es lógico no puede formularse como una norma de carácter universal. Pero es la
verdad que tiene mucho de cierto, y explica por qué a unos les afecta tanto lo religioso,
mientras a otros, el fenómeno religioso los deja fríos. Por lo que a mi se refiere, creo sea
bueno decir, que en mi familia todos eran muy liberales y prácticos y poco dados a lo
religioso, tanto en mis abuelos como incluso en mis bisabuelos, no había nadie inclinado
al beaterio. Peor una abuela mía (sólo una abuela mía) sí era profundamente religiosa,
tenía muchas devociones, frecuentaba la iglesia y tenía su casa llena de imágenes de
santos. Yo estoy seguro de que yo en mucho, he salido a ella, pues cuando todavía era
muy niño, hacía pequeños altares en mi casa a los que ponía flores y les encendía velas,
me encantaba ver en la iglesia la imagen de la Virgen de los Dolores con su corazón de
plata traspasado de puñales y, cuando mi padre iba de viaje le pedía que me trajese
imágenes de San Antonio o de San José con su vareta de flores blancas. Por eso cuando
con trece años entré en la catequesis que daba en la Parroquia Don Jesús Martínez
Bautista (un seminarista cazorleño, que estudiaba en Toledo) en sólo dos o tres meses,
me hice profundamente religioso. A mis padres eso no les gustaba mucho, no porque les
desagradara que yo fuera creyente y me gustaran las cosas de Dios, sino porque no

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querían que yo fuera hombre que se moviera bajo el influjo de los curas y me impusiera a
mi mismo limitaciones religiosas. En nada se opusieron a que yo fuese como quisiera.
Pero en mas de una vez, vi lo poco que les gustaba que yo fuese así, pues yo extremaba las
cosas. Me acuerdo que una vez que mi madre vio que llevaba piedrecitas pequeñas en los
zapatos para mortificarme, me dijo algo que he recordado después infinidad de veces:
“No es preciso que tu mismo busques el sufrimiento y el dolor, la vida te dará dolor y sufrimiento en
abundancia, para que tu mismo le añadas más. No creo yo que Dios que es bueno, quiera que sufras más
de lo que ya se sufre al vivir”. Ha sido preciso que pasen muchos años para que yo entendiera
que la fe y el sentido práctico no tienen porque estar en contradicción, al igual que lo
entendían mis padres.
En aquellos días la mayor parte de la gente de nuestra clase iba a misa los
domingos, tenía gran devoción al Señor del Consuelo, o tenía en sus casas cuadros o
imágenes religiosas como único tema de decoración. Pero de inquietudes por vivir el
Evangelio, o de llevar gente a Dios, o de no trabajar en sus fincas en Domingo, de eso
nada de nada. Había creencias y devociones. Y yo creo que no había más que eso. Esto
como es lógico tenía abundantes excepciones. Pero la Religión en España antes de la
Guerra Civil, era a mi juicio, una impresionante rutina, una rutina social que venía de muy
viejo y en la que estábamos inmersos todos los burgueses. Los hombres creían en Dios,
pero no pisaban la iglesia. Las mujeres creían en Dios, pero no tenían fuera de su casa,
otro sitio donde estar que la iglesia. Y los pobres y asalariados tenían la Religión como
cosa de los señoritos. Ahora bien, a la procesión del Señor del Consuelo y a su novena,
iban todos, ricos y pobres, hombres y mujeres y hasta los niños.
Mi religiosidad y mi beaterío en aquellos días, no me planteaba problemas. Era
como una senda llena de flores y de luces por donde yo caminaba sin miedo y sin
encontrar en el camino ninguna contradicción. Estaba yo muy lejos de pensar en la
guerra sin cuartel que tendría que mantener durante años enteros para no perder la fe, y
tener siempre mi propio criterio y mi propia conciencia. Pero todo eso vendría después.
Tras contar todo esto, continuaré diciendo que la tarde del 1º de Abril fuí como
solía hacer dos o tres veces por semana a la iglesia de San Francisco de Linares, que estaba
no muy lejos del Instituto y en donde había un Cristo colocado casi a ras del suelo, que me
impresionaba en el abatimiento de su muerte, con la cabeza inclinada sobre el pecho y la
sangre pintada sobre su carne. El Cristo tenía melena que le ocultaba parte del rostro y
tenía un faldellín muy largo bordado en flores de oro. Me encantaba aquel Cristo. Pero a
lo que yo iba era a rezar ante el Santísimo Sacramento. Toda mi vida he sentido
fascinación por el Santísimo Sacramento. Yo aquel día hice mis rezos y salí a la calle. Nada
más salir de la iglesia, pasaba por allí un grupo como de ocho o diez muchachos, algunos
de mi edad y otros algo mayores que yo. Y sin mediar palabra me cogió de la solapa de la
chaqueta el que parecía el jefe de ellos y con gesto muy poco amable me dijo:
“¿Se puede saber asqueroso “moniato”, que leche has venido a hacer en la iglesia?
¿Es que eres amigo de los curas, que sólo quieren acabar con nosotros los pobres?
Sus compañeros lo animaban a que siguiera provocandome para que se armase
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pelea. Si yo dijese que no sentí miedo, mentiría. Yo sólo veía que eran muchos y que
estaba metido en un lío y que iba a terminar muy mal. Y como creí mejor, respondí así:
“Yo no soy amigo de los curas, ni he venido aquí a nada que pretenda hacer daño ni a los obreros,
ni a nadie”.
De mi chaqueta tiraba con más fuerza y el gesto de las caras de todos era
claramente inamistoso.
Y entonces se produjo un milagro para mi. Acertó a pasar por allí muy cerca de
nosotros un grupo de tres hombres de unos 20 ó 25 años que por sus ropas se veía
claramente que eran obreros y uno de ellos dijo así:
“Debía de daros vergüenza, un grupo de ocho o diez, meterse con uno sólo. Si le hacéis algo, os
tendrá por cobardes”.
Aquello fue como una fórmula mágica, porque de momento me soltaron y yo
aceleré el paso para alejarme cuanto antes de allí. Pero ahora vino lo peor. Cuando no
estaba muy alejado de ellos, empezaron a tirar piedras contra mi. Yo las esquivaba como
podía. Pero eran muchos y las piedras me llovían. La suerte estuvo esta vez, en que de
puntería no andaban ciertamente muy bien y en que yo corría abiertamente y pude llegar
al Instituto.
Había visto en mi huida que ellos venían tras de mi. Lleno de gran temor, dije al Sr.
Donat que era un bedel del Instituto con quien me llevaba muy bien, que me ayudase y
cuando mis perseguidores llegaron a las puertas del Instituto, ya había cerrado a cal y
canto la puerta el Sr. Donat, como medida de seguridad. Cuando nos cercioramos de
que ya se habían marchado, el bedel abrió las puertas de nuevo y yo regresé al internado.
El director se enteró de lo que me había pasado y me dijo que fuese la última vez, que iba
a la iglesia solo, pues si alguien me apedreaba, no había absolutamente ningún medio
para poder impedirlo ni se podía pensar que nadie se hiciera responsable de lo que
ocurriera.
La frase de Azaña de que España había dejado de ser católica, a lo mejor, en
contra de lo que entonces se dijo, puede que tuviera mucho de verdad.

9 DE ABRIL DE 1936

P ara las vacaciones de Semana Santa en Cazorla, la profesora de Literatura nos


había ordenado que teníamos que leer la comedia Peribañez de Lope de Vega y
hacer un extenso comentario de la misma al regreso de las vacaciones. A mi, ya
me gustaba entonces la poesía. En un libro que tenía mi padre en casa, había leído
muchos veces a Rubén Darío que entonces estaba en pleno apogeo, cuando hacía ya 20
años de su muerte. Y también en libros de mi padre había leído los versos de Francisco
de Villaespesa, un poeta almeriense que entonces estaba también de moda y que en
aquellos días supimos por la prensa que había muerto. Era un poeta brillante de la
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escuela de Rubén. Hoy no se habla mucho de él, pero a mi sus versos de El Alcázar de las
Perlas, que leí por aquellos días me emocionaban cuando hablaba de las acequias del
Generalife por donde veía pasar “cadáveres de rosas perfumadas, en sábanas de espuma”. Lope
de Vega era un poeta del que sólo muy pocas cosas me gustaban y el comentario a
Peribañez, fue un trabajo penos para mi. Eso no quitó que cuando después de Semana
Santa me preguntaron, en clase di una auténtica empollación sobre el Monstruo de la
Naturaleza, como creo que le llamó Cervantes.
La Semana Santa en Cazorla iba a ser aburrida para mi. El Gobierno de la
República había prohibido todas las procesiones y toda clase de actos religiosos en
público. Los actos religiosos de cualquier tipo que fueren, no podían hacerse en la calle.
Sólo en Sevilla y por razones turísticas, podrían salir las procesiones a la calle. Y a los
curas de toda España, se les prohibió también desde aquellos días que pudiesen usar
sotana por las calles, sólo podían hacerlo dentro de las iglesias. Cazorla tenía entonces
una Semana Santa muy aceptable. Había varias cofradías y numerosos penitentes y había
ocho pasos procesionales, alguno de ellos de buena factura. En el año 1935 que fue la
última vez que salieron, la Semana Santa de Cazorla fue un éxito total, y gustó mucho a
todo el mundo. Este año de 1936, no saldría ni un sólo trono a la calle.
Pero hubo suerte. Vino a Cazorla una compañía de teatro con unos 22 actores en
total que representarían dentro de los días de la Pasión, “La vida y Muerte de Nuestro
Señor”, en el Teatro de la Merced. Como era en local cerrado, ni las autoridades civiles ni
las religiosas pusieron a ello la menor objeción. Yo recuerdo haber visto en la calle o en el
bar, por aquellos días al que iba a hacer de Jesucristo, un hombre como de treinta años,
de fuerte constitución y con el p elo ensortijado. La que hacía de Virgen María era una
mujer de cierta edad, que no era fea, pero que estaba algo gorda. La Verónica tendría
unos veinte años. Pero la que nos sorbía el seso a todos los zagales de Cazorla tenía mi
edad o poco más, era Maravillas, una jovencita, rubia y espigada, que hacía de Ángel en la
Oración del Huerto y en la Resurrección del Señor. La función a teatro lleno, comenzó
en uno de los días de la Semana Santa y se componía de 19 cuadros y duraba varias horas.
Yo fui el tercer o cuarto día tras su estreno y tuve mi asiento, nada menos que junto a las
“Jovitas”, unas señoritas de nuestro pueblo que hablaban mucho, y todo lo comentaban y
que eran encantadoras. Empezó la representación con la entrada de Jesús en Jerusalén
con palmas y ramas de olivo. En el escenario apenas si cabía más gente de la que subió,
repitiendo el grito de “Hosanna, Hosanna al Hijo de David”, inacabablemente. A alguno de
mis amigos le decepcionó mucho, que Jesús con su largo pelo ensortijado, entrase a pie, y
no entrase montado en la borriquita. Opinaban que meter la borriquita en el escenario
no era imposible. Vino después la escena de la Oración del Huerto que era donde
Maravillas nos dejaba a todos prendados. Llevaba una diadema sobre la cabeza cuajada
de pedrería barata, que tenía a la luz pálidos destellos. Llevaba una túnica azul y unas alas
hechas con plumas blancas y por unas escalerillas disimuladas con nubes de cartón
pintadas de blanco, descendía majestuosa y lentamente entregaban a Jesús el cáliz de su
amargura. (El descenso de Gloria Swason en su decadencia, por la gran escalera, en su
película “El Ocaso de los Dioses” que habíamos visto no hacía mucho, era menos

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impresionante) Los zagales aplaudían con entusiasmo y largamente. En la Última Cena el
pan que consagraba Jesús era de varios kilos de peso. Y en la mesa en que los doce
apóstoles se sentaban, sólo había una jarra de vino y una copa a más del pan. Camino del
Calvario, Jesús caía con la cruz, tres veces y la cruz hacía un ruido tremendo al caer sobre
las tablas del escenario. Pero a la gente le gustaba ver lo bien que lo hacía Jesús cuando caía
y así se alzó una voz desde el gallinero que dijo entusiasmada: ¡ Que se caiga otra vez ! En
el Calvario se llegaba al punto culminante. Despojaban a Jesús de sus vestiduras y Jesús
con su pelo ensortijado, era atado y no clavado en la cruz, que se izaba, poniendola en pie,
sobre un hoyo que se hacía en las tablas del escenario. En la cruz Jesús no estaba desnudo,
pues eso hubiera sido entonces un atentado al pudor. Llevaba una camiseta blanca de
manga corta que debajo de ella, ocultaba una pequeña bolsita de tinta. El centurión con
una lanza se acercaba y con mucho cuidado con la punta de la lanza rompía la bolsita y la
tinta corría como si fuese sangre por la limpia camiseta blanca. Entonces expiraba Jesús y
acababa el cuadro escénico más importante de la obra en medio del delirio del público
que aplaudía a rabiar y de las lágrimas de muchas mujeres que lloraban emocionadas. No
era eso el mejor número de la representación, el mejor para mi, era el número de Judas en
el Infierno. Duraba sólo tres o cuatro minutos. Se hacía una oscuridad total en el
escenario. Se encendía la luz de golpe. Y entonces el que había hecho de Judas, entraba en
escena corriendo alocadamente de una parte a otra de la misma, con una bolsa en la mano
que agitaba con frenesí. Las grutas infernales cambiaban de iluminación rapidísimamente
del amarillo al rojo y del rojo al amarillo otros vez, y mientras, una invisible batería de
tambores eran aporreados por invisibles manos, haciendo un ruido infernal y
sobrecogedor. Al final, numerosas bengalas de colores iluminaban el ambiente, donde un
Judas aterrado se retorcía en el suelo. Tras las bambalinas yo pude ver (porque no se
ocultó suficientemente bien) a Antonio Jiménez “el pintor”, con una bengala en la mano.
Era por lo visto, quien dirigía la escena, con su extraordinaria imaginación que le llevaba a
hacer maravillas sin medios y con su sentido del humor, que apenas si se notaba. El Dante
no lo hubiera hecho mejor.
La obra vino, para ser representada 3 ó 4 días, pero al tener llenos hasta la bandera
todos los días, estuvo en cartel y a lleno diario, hasta mediados del siguiente mes de mayo.
Hubo quien vio la obra cinco o seis veces. En el Teatro aplaudían, los ricos y los pobres,
los jóvenes y los viejos, lo de la CEDA y los de la F.A.I. Yo no me explico un éxito mayor.
Ni me explico tampoco por que muchos que aplaudían las escenas en que aparecía Jesús
hablando de su Reino, fueran sólo dos meses más tarde, los que profanaron las iglesias,
derribaron las imágenes de los santos y arrancaron los retablos, haciendo con todo,
grandes piras a las que prendieron fuego.
Siento que estos tipos de representaciones teatrales (que con carácter religioso o
sin carácter religioso) se hicieron en Cazorla por aquel tiempo y algunos años después,
durante la Dictadura, sean algo totalmente imposible de repetir. Ya no puede hacerse
aquello. Hoy estas cosas se hacen mucho mejor. Pero entonces la pobreza de medios
escénicos podría ser muy grande y la calidad de los jóvenes del pueblo que hacían de
actores, podría ser deficiente por falta de formación. Pero como no se podía hacer otra

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cosa, ni había otra cosa, la gente no exigía mucho, lo pasaba bien y se divertía. Y yo pasé
en estos teatrícos de pueblo, horas inolvidables. Yo no puedo olvidar el casco de soldado
romano que llevaba Servulita en la representación de Fabiola en 1944. El casco estaba
hecho de cartón y era todo menos un casco. Pero a todos les pareció muy bien..

1 DE MAYO DE 1936

E l día de hoy es la Fiesta del Trabajo, una fiesta que desde 1889 en que se celebró
por primera vez, se celebra cada año en todo el Mundo multitudinariamente. La
fiesta es conmemorativa de la condena a muerte de varios obreros que en
Chicago, en 1886 habían promovido varios disturbios en demanda de la jornada laboral
de sólo 8 horas. Entonces la jornada era de once horas. Y desde esas fechas, es una fiesta
conmemorativa de un martirio obrero, a la vez que reivindicativa de derechos laborales.
Este año se va a celebrar en toda España, por todo lo alto. Es fiesta nacional y por
supuesto no hay clases en el Instituto. Sobre media mañana, me sorprendió mucho saber
que mi padre me mandaba llamar al Colegio, para que fuese a comer con él en el Hotel
Málaga, como siempre que venía a Linares. Y me sorprendió, porque me llamaba
siempre que venía, que solía ser por cuestiones bancarias una o dos veces al mes, pero
siempre venía en días de trabajo, nunca vino en días festivos. En los días festivos los
bancos están cerrados. Estuve comiendo con él y después nos fuimos a una terraza
cercana y él tomo café y yo un refresco de zarzaparrilla (la Coca-Cola no llegó a España
hasta el año 1957) Y entonces le pregunté que a que se debía que hubiese venido. Me dijo
que en el pueblo estaban los ánimos tan enconados entre obreros y patronos que tenía
gran temor, a que con el entusiasmo del 1º de Mayo, pudiera ocurrir cualquier
desagradable percance. Las peleas y enfrentamientos entre izquierdas y derechas, en
aquellos días, con algún golpe o tortazo de por medio, era cosa más que corriente en
todos los pueblos del país, según la prensa de todos los días y no era infrecuente que
hubiera heridos o algún muerto.
En mi casa había muchos obreros que querían bien a mi padre. Llevaban muchos
años con nosotros y él siempre se portó bien con ellos. Había algunos trabajadores que
conocían su modo de pensar porque era corriente que dialogara con ellos e incluso con
algunos tenía buena amistad pero no se fiaban de él. Creían que al fin y al cabo, era un
hombre de derechas y que al lado de la Derecha estaría siempre. De los muchos
trabajadores que había en mi casa, la mayoría eran partidarios de que las tierras se
expropiasen de modo total a los señoritos. El problema era, que nadie quería posturas
intermedias, ni se fiaban de las posturas intermedias, como las de mi padres. El problema
de España, era que no había términos medios.
No hacía más de tres días, se presentaron en la Casería de Cañamares que era una

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finca nuestra, sobre unos cuarenta trabajadores que dijeron que querían ver a Don
Mauricio. Mi padre salió a recibirlos. Le dijeron que venían a escardar el trigo. Mi padre
les dijo que el trigo no se llevaba tantos jornales como hombres habían venido, porque
estaba escardado más de la mitad. Ellos contestaron que eso a ellos no les importaba ni
poco ni mucho, que forzosamente tenía que colocarlos a todos, pues tenía que acatar y
cumplir la orden del Sindicato que ellos traían en la mano, que disponía que tenían que
quedar todos colocados en mi casa. Se habló de ver como darle alguna solución al
problema. Pero no había solución para colocarlos a todos y en el mismo día. Mi padre
tenía que colocarlos a todos quisiera o no, porque eso era legalmente lo que tenía que
hacer. Y en vista de que no pudo convencerlos, pensó que lo mejor era darles la
propiedad del trigo (si era preciso por escrito para que no hubiera dudas) y que ellos
hicieran con el trigo lo que quisieran. Y entonces uno de ellos dijo así: “Don Mauricio, eso
no lo podemos aceptar, porque eso a nosotros no nos conviene. Si aceptamos ser propietarios del trigo, sólo
nos lo comemos una vez y encima tenemos que costear su recolección. Mientras que si sigue siendo de Ud.
Nos lo comemos dos veces, una ahora al escardarlo, y otra dentro del mes y medio en que venimos a
segarlo. Así es que eso no puede ser.”
Y no pudo ser. Aquel grupo de obreros empezó con los escabillos a escardar el
trigo y no hubo que esperar a la siega para que se lo comieran, porque en la escarda se lo
comieron a fuerza de lentitud.
La Autoridad, no descalificaba nada que hicieran los militantes de izquierda.
Pedir eso en aquellos días era soñar.

11 DE MAYO DE 1936

S e hablaba por entonces de Manuel Azaña que en el primer bienio de la República


había sido Presidente del Gobierno y ahora iba a ser nombrado Presidente de la
República. Azaña para los de Derechas era la bestia negra de la política. No
olvidaban que sólo en un año de su presidencia, había suprimido la enseñanza religiosa,
había expulsado de España a la Compañía de Jesús, había aprobado la Ley del Divorcio,
había dejado en la reserva a todos los generales adictos a la Monarquía, dejando las
Capitanías Generales a cargo de militares adictos a la República. Y había aprobado la
Reforma Agraria que expropiaba infinidad de tierras a los propietarios que excedían de
un número determinado de hectáreas. Esto trajo a mi casa el año 32, verdaderos
quebraderos de cabeza. Ahora parecía que la expropiación de la tierra iba a ser
contundente y sin escapatoria. Y los obreros lo sabían. Era sólo cuestión de esperar. Por
eso crecía la alegría de unos y la tristeza de otros y el odio y el rencor de todos. Y por eso
cuando mi amiga Carmen Oltras en el Instituto me dijo que el día once de Mayo no había
clases, porque ese día era la toma de posesión de D. Manuel Azaña Díaz de la Presidencia
de la República, yo sentí una enorme tristeza. En mi casa no querían a Azaña, ni en
pintura. El error de Azaña no estaba en sus impopulares medidas contra la derecha. Esas
medidas a excepción de la Reforma Agraria, se han llevado, poco más o menos, a la
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práctica años después. El error de Azaña estuvo en querer operar al enfermo a la vez, de
cinco o seis operaciones de gravedad, y no hacerlo poco a poco. Para muchas cosas, aun
no estábamos preparados. De la misma Ley del Divorcio, se pensó que iba a librar de su
atadura a infinidad de matrimonios y se vino a un enorme desencanto cuando al año de
su promulgación se vio que sólo se habían divorciado en toda España, algo más de 1200
matrimonios. Hubo una fotografía de ABC en que venía Azaña saliendo del Congreso
de Diputado y en letras muy grandes su frase de “Tiros a la barriga. Tiros a la barriga”, para
reprimir la rebelión anarquista de Casas Viejas en 1933. La frase se aireó mucho y
durante mucho tiempo fue como expresión de la maldad de Azaña. Y es lamentable que
no se usara la verdad, porque parece ser que la frase no se dijo así.

24 DE MAYO DE 1936

E ste año el curso escolar ha terminado muy temprano. El día 23 teníamos ya


todas las calificaciones. Y ese mismo día me vine a Cazorla. Había terminado 4º
Curso del Bachillerato y con muy buenas notas. Este curso no fue como el
anterior en 1935, cuando acabé tercero sin ningún suspenso pero con todas las
asignaturas aprobadas por los pelos. Ello era para estar muy contento y en verdad lo
estaba. Pero la situación en que vivíamos todas las familias que eran de derechas me
influía, aunque yo no quisiera pensar en eso y había momentos en que me preocupaba.
Al día siguiente de llegar yo al pueblo, quiso mi padre que fuésemos a
Despeñaperros, donde tenía unas ciento cincuenta vacas que había comprado hacía
unos dos años. Quería ver si hacía dinero con la ganadería, no dependiendo sólo de la
agricultura. Vivir de la agricultura empezaba ya a ser casi insostenible. No hacía mucho
había arrendado la mayor parte de sus tierras a muchos de sus trabajadores. Por lo que yo
oía en mi casa, era ya mucho más costoso producir trigo y aceite que vender carne. En la
ganadería había menos gastos. Teníamos las vacas en tierras nuestras. Pero cuando en
nuestra tierra no había pastos, alquilábamos una dehesa en Sierra Morena y allí estaban
las vacas más o menos tiempo.
Me acuerdo que había un fichero con los nombres e el historial de cada vaca. Para
mí todas las vacas eran iguales. Mi padre las conocía a muchas por sus nombres que él
mismo había puesto. Cuando fuimos a Despeñaperros era la segunda vez que las
veíamos. Y gustaba verlas, cuando estaban todas juntas, con tanto ruido de cencerros y
de voces de los mayorales. Aquello recordaba a las películas del Oeste.
El paisaje de Sierra Morena de monte bajo y tierra oscura, en aquellos días de
Primavera era un agradable sedante, y tenía sin duda su belleza. Habíamos venido a
Sierra Morena, mi madre, mis dos hermanas y yo. Mi padre estaba allí. El viaje lo hicimos
en un Ford Cuba que era entonces el único coche que había en la casa. Antes habíamos
tenido un Ford del año 32, un Fiat amarillo descapotable que era un primor y un Bugatti

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de carreras azul, que era una joya, y que mi padre vendió porque mi madre se empeño en
que lo vendiera por que era un coche que corría demasiado. Era muy agradable comer en
el campo sentados sobre la hierba, en un pequeño prado debajo del cual y no muy lejos
pasaba la vía del tren. El tren pasó dos veces mientras estuvimos allí, con el ruido y el
traqueteo de sus antiguos vagones y la locomotora que llevaba un largo e intenso
penacho de humo. Tanto mis hermanas como yo lo pasábamos bien viendo pasar el tren,
que hasta entonces habíamos visto no muchas veces. Los niños de entonces veíamos
muy pocos cosas. Yo había visto el mar el año anterior. Mis hermanas no habían visto
más que Úbeda y Baeza. Y de lo que más se acordaban es que en ese viaje vieron un coche
de caballos que llevaban las colas cortadas y que pasó haciendo mucho ruido delante de
las ventanas del hotel donde comíamos.
El día fue realmente un día muy agradable. Pero el regreso ya no fue tan agradable.
Mi padre se quedó. Y en el pequeño Ford Cuba regresamos a Cazorla. Al llegar a Úbeda
no se podía pasar porque venía en dirección contraria a nosotros una inmensa
manifestación de izquierdas con miles de personas. Todos coreaban frases relativas a los
señoritos y a los curas y repetían insistentemente las siglas U.H.P. Llevaban un montón
de carteles que levantaban en alto para que se vieran mejor, y casi todos, tanto hombres
como mujeres vestían camisas rojas y se tocaban con pañuelos rojos. Al pasar junto a
nuestro coche que estaba parado, daban golpes en los cristales con los nudillos, y nos
animaban a que levantáramos el puño. Nosotros estábamos asustados. Mi madre nos
dijo que no levantásemos el puño. La cosa no fue a más. La manifestación pasó, y
nosotros seguimos hacia Torreperogil. Pero allí tuvimos también que parar a la entrada
del pueblo, porque delante de nosotros cruzaba otra manifestación más multitudinaria
que la de Úbeda y si cabe, más llena de fervor izquierdista, vociferando contra la derecha
y levantando el puño constantemente. También al pasar golpearon los cristales del coche
para que levantáramos el puño. Pero de nuevo mi madre no quiso levantar el puño. La
gente de la manifestación se percató de que no queríamos hacer el saludo de la izquierda.
Y yo pensé que nos volcaban el coche o nos rompían los cristales. Yo pasé mucho miedo
y dije a mi madre que levantara el puño porque nos iban a volcar. Pero mi madre aguantó
el tirón con la esperanza (según contó después) de que se cansaran y nos dejara, por
razón del empuje de los que venían detrás y por fortuna así paso. Con enorme alivio,
seguimos nuestro camino. Pero todavía quedaba Peal de Becerro. Yo le rogué a mi madre
que si en Peal nos pedían de nuevo que levantásemos el puño, que cediese y ella me lo
prometió. Por suerte al pasar por Peal, la manifestación ya había terminado. Creo que no
pasó nada porque se trataba de una mujer y unos niños. El chofer por supuesto levantó el
puño tantas veces como se lo pidieron. En Cazorla la manifestación fue al sábado
siguiente. Yo muy pocas veces he visto tanta gente en la plaza de la Corredera y en las
calles adyacentes, como la que se dio cita aquel día, ni tanta bandera roja, ni tantas
camisas rojas. Aquella manifestación del 6 de Junio en Cazorla nos terminó de
convencer, que todo estaba perdido. Yo no se por lo que sería y la verdad es, que no
puedo asegurarlo, pero parece ser que todos los partidos de izquierda habían dado la
consigna de afirmar su presencia y su fuerza con manifestaciones dominicales, que
mantuvieran la euforia y el entusiasmo.
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Días después mi madre y mis hermanas se bajaron a la Casería de Cañamares. El
tiempo primaveral y la hermosura del campo y de los árboles en los días finales de Mayo
invitaban a ello. Mi padre y yo nos quedamos en Cazorla para bajar después cuando mi
padre acabase en el pueblo, lo que en el pueblo tenía que hacer. Cuando cogimos el Ford
Cuba para bajar a la Casería era ya casi de noche. Y al pasar junto al Cuartel de la Guardia
Civil, que estaba entonces a la salida del pueblo, en un viejo caserón muy cercano a la
Plaza de Toros, nos vio el Sargento de la Guardia Civil y nos hizo señas de que parasemos.
El Sargento le dijo a mi padre que como estaba tan loco que iba al campo cuando era ya
casi de noche, que si no se había enterado de que había problemas con militantes de la
C.N.T. porque en protesta de no se que cosa, cortaban las carreteras donde podían y
echaban clavos y cristales para que los coches no pudiesen circular. Mi padre dijo al
Sargento (con el que tenía buena amistad) que no estaba enterado de aquello, pero que no
tenía más remedio que seguir viaje porque mi madre estaba en el campo y si no bajaba
temería lo peor y lo pasaría muy mal. El Sargento, (cuyo nombre siento haber olvidado)
preguntó a mi padre si llevaba la pistola y mi padre dijo que no. Su pistola, estaba yo harto
de verla en el cajón de su mesita de noche, tan fija allí, como un cuadro grande de San
Pedro que había encima de su cama. El sargento entró entonces en el Cuartel y salió poco
después comuna pistola cargada que entregó a mi padre. Yo veía todo esto como quien ve
en el cine una película de tiros, con los ojos como platos. El chofer que venía con
nosotros arrancó y a mi me dijeron que me tumbase en el asiento de atrás y no levantase la
cabeza por si alguien disparaba por el camino. Unos kilómetros antes de llegar a la
Casería, un árbol no muy grande estaba atravesado en la carretera. Nos costó mucho
trabajo poner el árbol a un lado para que el coche pudiera pasar. Yo que nunca he sido
muy forzudo ayudé como pude a mi padre y al chofer a apartar el árbol. Cuando llegamos
a la Casería mi madre estaba ya un poco intranquila.

4 DE JUNIO DE 1936

E n aquellos días, que yo supiera, no había hambre ni en nuestro pueblo, ni en


nuestra Comarca, ni en España. El año anterior no había sido, un año malo de
cereales, y en el año presente había habido una buena cosecha de aceituna. La
gente del campo hablaba algunas veces del hambre que habían pasado sus padres o sus
abuelos en años ya lejanos. Me figuro que sería en los años que siguieron a la Guerra de
Cuba que fueron años en que no hubo desastre que no nos afectara. Los obreros sin duda
estaban llenos de carencias pero tenían comida. Del hambre de sus abuelos hablaban
como de algo espantoso que no querían ni esperaban que se repitiera. Cuando se veía que
las mujeres del campo, ellas mismas amasaba el pan y en los hornos de los cortijos lo
cocían, aquello era señal de que algo de gran importancia no estaba fallando. Entonces

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los cereales se guardaban en las cámaras de los caseríos y el aceite al igual que ocurre
todavía, se guardaba en las bodegas de las fábricas (donde era muy corriente en contra
muchas tinajas de barro) Todo se guardaba tras recias puertas de madera y fuertes
cerrojos de hierro. En esta primavera de 1936, había todavía mucha cebada y mucho
trigo en las cámaras de los cortijos procedentes de la cosecha anterior que aun no había
sido vendida. Nosotros teníamos un pequeño camión que no cargaría más de mil o mil
quinientos kilos y que entonces llamábamos camionetas. Y como mi padre necesitaba
dinero lo cargaron de trigo y salió él y uno de sus encargados a venderlo en el primer
pueblo de la provincia donde no se lo pagasen muy mal. Recorrió con la camioneta
cargada muchos pueblos de Jaén. Y cuando regresó a la noche con la camioneta llena de
trigo, igual que se la llevó, me comentó que no pudo venderlo en ninguno de los nueve o
diez pueblos que visitó. Aquello era decepcionante.
Pero más decepcionante era que continuaran enviando a las fincas alojados
forzosos. A primeros de Junio llegaron a la Casería unos veinte obreros para que mi
padre les diese trabajo y los colocase. Llegaron andando. Entonces todos los obreros
iban del pueblo al cortijo y del cortijo al pueblo a pie, por los muchos caminos que había.
Eran muy pocos los que venían por la carretera en coche, porque alguien los trajese y
bastantes los que vivían siempre en cortijos, más o menos cercanos, de donde iban y
venían al trabajo, también andando. Los obreros que vivían en la misma Casería eran
algunos más de diez. Y los que no tenían coche eran absolutamente todos. Entonces un
coche pequeño como el nuestro no valía menos de cinco mil pesetas y un sueldo alto al
año en el campo, no pasaba de mil quinientas pesetas.
Los obreros que vinieron esta vez a pedir trabajo, para ser colocados en lo que
fuera, traían también esta vez una orden de colocación . Aun no era tiempo de la siega,
que entonces se hacía toda a mano y solía durar casi todo el verano. Y mi padre esta vez
pudo convencerlos para que desistieran de ser colocados. No he podido saber ni
entonces ni después porque razón, tras hablar un rato con mi padre, se fueron de la
Casería y no insistieron en ser colocados.
Dos días después las cosas fueron peor. Estaban mis padres en la terraza de la
Casería, donde a todos nos gustaba mucho estar. Desde allí se veía un paisaje muy
agradable. Se veía el río cercano, bordeado de grandes y altos árboles y las montañas de la
Sierra al fondo, a las que el Sol por la tarde daba unas tonalidades de gran belleza.
Vino un enviado del encargado que teníamos en Rondan, que era otra finca
nuestra. Traía una nota. Y en la nota se informaba a mi padre de que había llegado a
Rondan un grupo de obreros con ordenes de la autoridad, de que se llevasen el trigo que
quisieran y necesitaran del que había en las cámaras de Rondan procedentes todavía del
año anterior. El encargado no quería darles las llaves de la cámara pero si mi padre no
asomaba por allí, tendría que darselas porque los obreros insistían mucho y era peligroso
resistirse a complacerles. Mi padre decidió ir de inmediato a Rondan. Pero mi madre se
opuso a que fuera. No consistió que fuera. Decía que aquello tenía mucho peligro e
incluso, al haber algunos, que se sabía que llevaban armas podía ocurrir cualquier cosa
sumamente enojosa. Mi padre le dijo que no podía quedarse allí, que tenía que ir a
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Rondan, que tenía que hacer acto de presencia, para evitar que el caso se repitiera e
impedir que se llevasen el trigo y que posiblemente los pudiera convencer para que
desistieran de llevarselo. Pero mi madre no se convenció y siguió negandose a que se
marchara. Yo estaba allí al lado de ellos. Y veía aquella escena, otra vez, con los ojos
como platos, porque iba en aquellos días de asombro en asombro, sin llegar a ver todo
aquello, como hechos normales porque en verdad no eran hechos normales. Era
realmente, como si nos envolviera un aire de Guerra que yo no acertaba a presentir
todavía y que sin embargo, ya estaba en nosotros. Mi madre entonces abrazó a mi padre,
y se le llenaron los ojos de lágrimas. Yo no se por qué de las muchas cosas que yo vi
entonces, es esta escena en la Casería de Cañamares en los primeros días de Junio, una de
las cosas que más me impresionó y me impactó y que con más firmeza quedó en mi
imaginación y en mi memoria durante todos los años de mi vida. Mi padre se marchó.
Esta vez llevaba pistola y esta vez, una vez más, hubo suerte.

19 DE JUNIO 1936

D ías pasados vino D. Jesús del Seminario de Toledo. Un grupo de amigos


fuimos a su casa a verlo, y a que nos informase de como se iba a hacer la
catequesis en el verano de este año, para que todo resultase como en el verano
anterior. Don Jesús nos habló del horrible calor que hacía en el verano en Toledo, donde
las piedras de la Catedral con el fuego del Sol, quemaban, si las tocabas. Nos informó de
que el viernes siguiente era el día del Sagrado Corazón, y tendríamos por ello fiesta
especial, y pasó entonces a hacer algo que se le daba muy bien, que era hablar a los niños,
sobre lo que a ellos pudiera impresionar. Tras oírlo quedamos como siempre muy
convencidos de lo que decía y dijo así: “La situación en España es terrible y muy penosa. Todo va
mal y está sumido en la confusión y el desorden. El pecado nos destroza. El pecado se ha adueñado del
País. Por todas partes no hay mas que pecado. Y Dios se ha cansado de España y la va a abandonar.
Porque España con sus pecados le ha dado la espalda a Dios. La inmoralidad de la carne, ha inundado
los cines, los teatros y las salas de espectáculos. Las ropas de las mujeres son cada vez mas oscenas. Las
revistas, como una que hay que se llama “Crónica” traen fotografías con mujeres casi desnudas. A las
imágenes sagradas se les ha perdido el respeto y no se permiten las procesiones. Y algunos sacerdotes son
insultados. Y Dios se va a cansar de España. Aquí va a pasar como en Rusia que por haber
abandonado a Dios, está hoy en la ruina y en la miseria del marxismo. Y todo solamente por el pecado”.
Esta vez usaba el lenguaje tremendista, que siempre usó la Iglesia, desde la Edad
Media, el lenguaje del miedo y del castigo, un lenguaje que siempre había sido eficaz para
los religiosos y al que no se pensaba todavía renunciar. Y en el que no había más
pecadores que nosotros, pues los curas o no tenían pecado o nunca los refirieron.
Aquello todavía funcionaba, y muy bien. En nosotros mismos estaba la prueba, pues
salimos de allí convencidos de que se avecinaba un cataclismo (y en verdad el cataclismo
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se avecinaba) pero no porque España tuviese sumida a la mayor parte de su población en
una pobreza de siglos, sino por nuestros pecados solamente. Don Jesús siendo aun
seminarista, respondía perfectamente al estilo y forma de ser que entonces tenía el clero
en España. Yo recuerdo ahora que en el año anterior, me había conmovido mucho,
contando la Pasión del Señor, en que explicó con todo detalle los golpes que le dieron, o
el dolor que hubo de sentir cuando de un tirón le arrancaran la túnica, cuya tela quedara
pegada a su heridas, cuando estas, se resecaron. Y otras veces su mensaje se hacía
conmovedor con pastorcillas y pastorcillos, que se perdían en el bosque hasta que la
Virgen se aparecía toda de blanco y resplandeciente, les mostraba con dulzura por donde
iba el camino. Él sin duda era un hombre de la Iglesia de entonces.
Cuando yo contaba todo esto en mi casa, mis padres me decían que yo tenía que
ser práctico, que los problemas que teníamos no eran por nuestros pecados, sino por
causa de comunistas y anarquistas. Pero yo por lo menos en aquellos días, con mi fuerte
impresionabilidad, creía firmemente que todo lo que pasaba era por nuestros pecados.
Estaba yo como Felipe IV, tres siglos antes, cuando se moría y creía honradamente que la
ruina de su Reino se debía exclusivamente a sus numerosos pecados carnales.
El día del Sagrado Corazón de Jesús, hubo misa donde todos comulgamos en la
Iglesia del Carmen. A mi me encantaba la Iglesia del Carmen. Es sin duda la iglesia más
bonita y más esbelta de todas las que hay en Cazorla. La hicieron los Jesuitas a principios
del siglo XVIII o poco antes, y dispuso según creo, su factura un maestro de obras que se
llamaba Blas Antonio Delgado. La torre es también la más bonita del pueblo y está muy
cerca de mi jardín. En el jardín de mi casa, se ve asomar la torre de la iglesia del Carmen,
airosa y bellamente sobre los árboles. La iglesia tenía un retablo de madera donde en un
camarín estaba la imagen de la Virgen del Carmen con su manto bordado en oro y su
corona con destellos tallados en plata. A un lado y otro en hornacinas, había una imagen
de San Joaquín y otra de Santa Ana. Y todo el retablo estaba cuajado de bombillas de
colores al descubierto, que cuando se encendían, siendo yo niño, a mi me parecían la cosa
más bella que hubiese en el Mundo. En un lateral había una imagen del Sagrado Corazón
en actitud de dar la bendición y también cuando era niño, yo creía y me imaginaba que
Dios estaría en el Cielo, igual, exactamente igual y en la misma postura y en la misma
actitud de bendecir que tenía en la iglesia del Carmen.
Tras la comunión, pasamos a la Sacristía para jurar la bandera que teníamos. Era
una bandera blanca con un corazón sangrante en el centro envuelto en llamas y en
espinas. Era la bandera de lo que nosotros formábamos y llamábamos nuestro “Ejército
Blanco”, como contraposición humildísima al “Ejército Rojo” que había en Rusia, un
ejército en que nuestras armas, eran el rosario y la oración. Como es lógico nosotros no
sabíamos nada del Ejército Blanco del General Kolchac, que fue enteramente
destrozado por el Ejército Rojo de Troski, tan solo dieciséis años antes. Eramos una
treintena de chicos poco más o menos de mi edad. Nunca he soñado yo tanto como
entonces. Ni he creído tanto como entonces, estar en posesión de la verdad.
El abanderado del Ejército Blanco era un chico que se llamaba Ramón López. Era
hijo de un sombrerero que tenía su sombrerería en la Tejera y que después de la Guerra
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cuando se pasaron de moda los sombreros, se marcharon a Madrid. Nunca más supe de
él. Le llamábamos Canutín y era un gran amigo. Había dos capitanes, uno era Francisco
Martínez y otro Placido Bustamante, que llevaba sobre el pecho un corazón de tela
encarnada con llamas y espinas, tan horroroso como el de la bandera. Con quien me
llevaba mejor entonces, era con Antoñillo Alfonso. Que era hijo de un Sr. catalán que
había venido cinco años antes por la reforma de la red de alcantarillado del pueblo. La
epidemia de tifus del año 1930 que había causado la muerte de numerosos niños fue la
causa para esta reforma en la red de alcantarillado. Y Antoñillo era por eso, “Antoñillo el
de las aguas”, que aún sin acabar la Guerra se fue con su familia a Barcelona y de allí, el año
38 en una de las expediciones de niños que se llevaron a Rusia, se lo llevaron a él y de él
tampoco nunca supe mas.

Juramos la bandera que Canutín sostenía en medio de la sacristía. Y don Jesús nos
dijo que teníamos que ser como los mártires, siempre dispuestos a dar nuestra vida por
Dios, si ello fuese preciso. En aquellos días los hechos empezaban a desbordarnos. Y
todos teníamos ya, incluso los chiquillos, un punto de locura..

13 DE JULIO DE 1936

E n otro cortijo de los nuestros llamado Cañalengua, que era todo de cereal, en
estos días de Julio estaba la siega en todo lo suyo. Había allí algo más de ochenta
obreros trabajando en la siega y como unos diez más en otros trabajos, como el
acarreo de las gavillas a las eras o en la trilladora que era de las primeras máquinas
agrícolas que se veían en la Comarca. Yo estuve allí en otras ocasiones y recuerdo que el
calor era insoportable y que el polvo y las granzas de la paja, se metían por entre las
ropas. Allí se pasaba mi padre los dos meses largos que duraba la recolección con muy
pocas escapadas a la casa de Cazorla. Y de allí vino muy mal de salud la noche del doce de
Julio. Había tenido una caída y no podía andar y a más de ello tenía mal el estómago. En
la casa se acostó y el médico le dijo que no era nada grave pero que tenía que estar
acostado y sin moverse cuatro o cinco días, tras los cuales podría hacer su vida normal.
La mañana del 13 de Julio se sentía muy molesto. Y a la caída de la tarde bajé yo a la
Corredera y encontré a Mario, un amigo de 13 años con el que me llevaba muy bien.
Hablando con Mario, vimos que se agrupaba mucha gente a la puerta de un casino que
se llamaba “Los Veinte Gallos”. Era un casino que habían abierto hacia muy poco tiempo,
un grupo de señoritos. Recuerdo que tenía unos sillones grandísimos, de esos que hacen
falta dos personas para moverlos. Allí había sido la celebración de la boda de Angustias
Montesinos en el pasado mes de Noviembre. El casino estaba, donde después ha estado
siempre la “Farmacia Cano”. Como el grupo que se formó a la puerta tenía cada vez más
gente, no acercamos nosotros. Todos estaban en silencio. Y había allí gente de derechas
y gente de izquierdas. Con sólo ver sus ropas, se sabía lo que eran. No se oía una mosca.
Todos estaban pendientes de una radio que había en una mesita y que estaba dando un
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boletín informativo, con un volumen de voz no muy fuerte. Acababan de decir que
Calvo Sotelo, que era el Jefe de la Oposición de derechas, había sido asesinado en
Madrid, la pasada madrugada. Y el boletín informativo, daba cuenta del asesinato y de
como en el día anterior, la derecha había asesinado también en Madrid, al teniente José
Castillo de la Guardia de Asalto que era de izquierdas. Yo no tenía ni remota idea, de lo
que era ser Jefe de la Oposición. Lo que yo sabía en aquellos momentos, es que en mi
casa, mis padres ponían a Calvo Sotelo por las nubes, siempre que hablaban de él y que
había sido Ministro del Gobierno en la Dictadura de Primo de Rivera. Por el silencio de
todos los que escuchaban la noticia, sin querer perder palabra de lo que la radio decía,
deduje yo que la cosa tenía más interés de lo que yo pensaba. Y sin pensarlo mucho, subí
la cuesta de la calle del Carmen casi a carrera y entré en mi casa, en el cuarto de mi padre,
también casi a la carrera y al verle dije:
“ ¡Papá, papá han matado a Calvo Sotelo en Madrid!”
Al momento me di cuenta de que lo había hecho muy mal. Mi padre no dijo nada.
Sólo insistió, en si la noticia era realmente verdad. Y cuando yo, ya con cierto temor se lo
confirmé, vi que se había quedado pálido y que estaba llorando.
Mi madre me dio con fuerza un golpe en el hombro. Y me dijo:
“¿Cómo sabiendo que tu padre esta malo, le das tan malas noticias?. Podías haberte callado y no
ser tan bruto”
No quise preguntar nada. No estaba el horno para bollos. Y me salí a la cocina
para ver si estaba la cena. Aquella noche Carmen, nuestra criada de tiempos de mis
bisabuelos, había preparado de cena pollo con salsa, que estaba muy bueno, y tras la cena
yo entré otra vez en el dormitorio de mi padre para ver como estaba de ánimos. Por
hablar de algo y romper el silencio en que estaban mis padres, le dije que me había
gustado el pollo en salsa que había hecho Carmen. Y mi padre me dijo que a lo mejor ese
era el último pollo que me comería en la vida, pues esas comidas ya no eran para
nosotros. Aquella noche fue la única vez, que en su vida, vi a mi padre llorar.

18 DE JULIO DE 1936

L os días siguientes al 13 de Julio todo fue hablar de Calvo Sotelo y de los detalles de
su muerte. En mi casa se compraron muchos periódicos. Los periódicos se
agotaban en el pueblo apenas llegaban, de Madrid, de Jaén o de Granada. La
portada de ABC no era un portada, como las de siempre. Era toda ella una gran esquela
mortuoria, con los filos en negro y en el centro hacia arriba, una cruz negra bajo la cual
estaba el nombre, del que hasta el día anterior, era el Jefe de la Oposición. El sábado 18 de
Julio por la mañana yo seguía como en días anteriores aprendiendo a ayudar a Misa. Era
difícil aprender a ayudar a Misa porque era en Latín. Era bonito el comienzo de la Misa
con el Salmo de David, que había que aprenderse de memoria. Yo casi sabía ya, todo el

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ritual que ensayábamos todas las mañanas en la Sacristía del Carmen. Al acabar el
ensayo, salimos a la puerta de la iglesia y vimos que por la calle venía casi a carrera pese a
que era una calle en cuesta, Don Juan Pablo García Vázquez, un sacerdote ya viejo y
retirado que fatigado y sudoroso y antes incluso de llegar a donde estábamos dijo muy
exaltado:
“¡El Ejército se ha sublevado en África!
¡El Ejército se ha levantado en África contra la República!
¡El Ejército quiere salvar a España!”
Aquello me impresionó y me puso la carne de gallina. Y yo, no me lo pensé dos
veces. Esto era seguro, que para mi padre era una gran noticia. Y si se la daba yo, le
compensaría de la mala noticia dada días antes. Así es, que corrí todo lo que pude y
cuando llegué a mi casa, ya se me había adelantado nuestro encargado Juan Santos, que
fue quien dio la noticia del Alzamiento a mis padres.
La noticia nos llenó de muchas esperanzas y de muchísimos temores. Había una
gran confusión y nada se sabía de cierto como no fuera que el Ejército se había
sublevado contra el Gobierno. Pero no se sabía más. Lo que si era cierto, era que todo el
pueblo era un hervidero de noticias contradictorias y de confusos rumores. Y que todas
las radios de Cazorla estaban en funcionamiento. No había ni una sóla casa, donde la
radio no estuviera encendida y a todo volumen. Y las noticias que daban unas emisoras
se contradecían con las noticias que daban otras. En mi casa no había radio, la teníamos
en la Casería y or eso, yo bajé a lo de mi tía María Luisa que tenía una Pilot de forma
ojival, como eran todas las radios de entonces. Había allí un montón de personas
oyendo las radio. Y quien hablaba cuando yo llegué era el General Queipo de Llano
desde Sevilla. Hacía tiempo que yo había oído decir a mi padre que este General, no
quería ni poco ni mucho a Alfonso XIII porque era republicano, y ahora le oía hablar
muy a favor de la República, diciendo que había que salvar la República de bandidos
como Azaña y Casares Quiroga que la habían traicionado y la habían vendido a los
anarquistas y a los comunistas de la C.N.T.
Al anochecer parecía que todo estaba en más calma. Y entonces me dirigí a la
novena de la Virgen del Carmen que era en aquellos días. Me subí al coro pues allí podía
oír de cerca al Maestro Paterna que con su violín interpretó el Ave María de Schubert. Su
hija Pepita que tenía el pelo rubio y muy largo era quien cantaba. Pero no cantaba el Ave
María, cantaba un poema que había compuesto Florencio Gómez, ajustandose a la
música de Schubert. El poema decía así:
“Virgen hermosa, Flor del Carmelo
Madre del Redentor
Oye mis quejas. Oye mi anhelo
Y consuela mi dolor.”
Aquello para mí, que entonces era un poquito hortera, era precioso.
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Me asomé a la baranda del coro y miré hacia abajo, hacia la nave de la iglesia y la
iglesia estaba llena de bote en bote. Pero estaba llena totalmente de mujeres. Y todas o
casi todas tenían su abanico que movían como con desgana mientras se oían los
lamentos del violín de Paterna. Viendo aquello se diría que no pasaba nada, que todo
estaba en calma, que no ocurría nada. Y, sin embargo, estábamos ya sobre la boca de un
volcán. Pero no lo sabíamos. Todos, absolutamente todos, pensábamos que aquel
traquío de la Rebelión del Ejército en áfrica, en solo ocho o diez días, estaría
definitivamente resuelto.

20 DE JULIO 1.936

E l lunes 20 de julio se levantó mi padre de la cama, ya recuperado. Y aquella tarde


quiso que bajase con él a casa de mi tía María Luisa, para que viniese a vivir con
nosotros a nuestra casa en unos días que temía iban a ser violentos. Mi tía vivía
sola en su casa de la Corredera. Su hijo Rafael, de 18 años, se había marchado días antes a
Valencia a hacer un curso de verano de no sé qué cosa. Mi tía no dejó que se fuera.
Consideró la marcha, en unos días tan agitados, como un error. Pero no le valió. Mi
primo Rafael se marchó a Valencia el 6 de julio, y mira por donde, aquello fue su salvación
porque nadie supo después dónde estaba. La casa de mi tía tenía, como ya he dicho antes,
balcones a la Corredera, y junto a ellos nos sentamos. Mi tía se resistía a dejar su casa.
Pero ella tenía miedo y terminó por acceder a lo que mi padre le pedía, cuando éste le
hizo ver, que estar allí de noche y completamente sola, en compañía solo de una criada
más vieja que el bolero, era algo realmente peligroso. Desde aquellos balcones se veía la
Plaza en toda su amplitud. Y aquella tarde había en ella más movimiento que de
costumbre, de gentes que iban y venían. Pero había algo más. Y era que todos los que
discurrían por la plaza, eran obreros (no se veía un señorito ni por asomo) y todos iban
fuertemente armados. Iban con escopetas o bien con gruesos y fuertes garrotes. Incluso
las mujeres iban con garrotes. Hablaban entre ellas y formaban corros, no muy
numerosos en que unos a otros mostraban su armamento. Se veía claramente que se
preparaban para defenderse de los señoritos por si éstos atacaban de alguna manera, para
que la rebelión de los militares fasciosos triunfara también en Cazorla, como había
triunfado en otros pueblos del país. Los señoritos, en materia de defensa, estaban bajo
mínimos. Ninguno salía de su casa y si tenía armas, estaban bien escondidas para que
nadie se las quitase, y entre ellos nadie había que asumiera ser el jefe o que los organizara.
Eramos muy pocos y ellos eran infinitamente muchísimos más. Y todo se complicaba
más desde que se había sabido que la Guardia Civil de guarnición en Cazorla había sido
destinada y retirada a toda prisa, fuera del pueblo, no sabíamos dónde.
Aquella noche durante la cena, oí yo lo que mis padres y mi tía comentaban de la
situación. No sabían qué hacer. Estaban desorientados. Mi madre dijo que ella desde
hacía más de dos meses, había insistido mucho para que nos fuéramos todos a lejos del
pueblo, a vivir donde nadie nos conociera y evitar así los muchos peligros en que ahora
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vivíamos. Y mi padre le dijo que él era consciente desde hacía mucho tiempo de que en
Cazorla era peligroso que viviéramos, porque la izquierda quería acabar con los ricos y
los ricos con la izquierda. Pero que no tenía un duro, desde hacía más de un año, y él no se
aventuraba a marchar a ninguna parte con una mujer y tres niños, sin una peseta en el
bolsillo. Todo lo que había en mi casa eran seis mil pesetas, que había dado a mi madre y
que ésta guardaba entre sus ropas, como hacían los abuelos. En el banco nada teníamos y
si bien la bodega de la Casería estaba llena de aceite, y las cámaras llenas de trigo, era la
verdad que desde hacía más de dos meses, por razón de la inseguridad en que se vivía,
nadie compraba nada ni preguntaba por nada. Por otra parte la idea de irse del pueblo él
solo, y dejarnos en Cazorla a nosotros, que muchas veces pensó como solución, era algo
que le desagradaba y no iba con su estilo.
La conclusión era que estábamos metidos en una ratonera, con solo la esperanza
de que los acontecimientos pudieran desarrollarse a nuestro favor y saliéramos así de
aquella situación. Todos los señoritos de Cazorla que no eran más de setenta, era verdad
que estaban aquella noche de julio en una auténtica ratonera. Una ratonera rodeada de
milicianos fuertemente armados y que se contaban por centenares.

23 DE JULIO 1.936

E l día veintidos por la tarde unos milicianos llamaron a mi casa para hacer un
registro. Buscaban armas. Mientras recorrieron toda la casa en presencia de mi
padre, no consintieron que nos moviésemos del comedor de verano donde
permanecimos mis hermanas, mi madre, mi tía y yo custodiados por otros cuatro
milicianos más que no nos dejaron hasta que el registro no terminó. El registro fue
exahustivo. Registraron habitación por habitación y armario por armario. Registraron
los colchones de lana por si había algo dentro, golpearon con un mazo las paredes y los
suelos por si había algún hueco o doble fondo. Y hasta los tejados los registraron
mirando debajo de las tejas por si había armas. El registro duró más de tres horas y no
encontraron nada.
La pistola de mi padre, la había escondido en el jardín cuatro o cinco días antes.
Pero ninguno de la familia sabía nada de esto. Lo supimos mucho después. Mi padre
estaba muy indignado y no disimuló ante los milicianos lo mucho que aquello le
violentaba. Pero ni mi padre ni los milicianos hablaron palabra. Y con cierta decepción
de no haber encontrado nada, se marcharon cuando ya era de noche.
Al día siguiente, el día 23 de julio , vendría otra vez un grupo de milicianos más
numeroso que el día anterior, armados con escopetas y pistolas y largas cananas repletas
de cartuchos. Venía a detener a mi padre y a llevarlo a la cárcel. No dieron ninguna
explicación ni hicieron ninguna acusación, tenían la orden de detención firmada por la
autoridad local y nada más. Nosotros vimos salir a mi padre fuertemente escoltado,
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como si fuese un peligroso delicuente y llevarlo a la cárcel de Cazorla. La cárcel de
Cazorla estaba enfrente de mi casa. Había sido convento de Clarisas desde tiempos de
Carlos V hasta mediados del pasado siglo y desde entonces a ahora, era la cárcel del
Partido Judicial de Cazorla. Era un edificio sombrío, que conservaba aún, la puerta y el
arco de cuando fuera convento. Los milicianos al marchar nos prohibieron muy
severamente que por ninguna razón abriésemos las ventanas o balcones de mi casa, ni
que nos asomáramos a ellos. Tenían que estar de día y de noche cerrados a cal y canto y si
abríamos, quedábamos advertidos de que dispararían contra quien abriese, sin
contemplaciones. Uno de los balcones del piso de arriba tenía en su madera un agujero
que quedó, cuando un nudo que tenía la madera, se desprendió tiempo hacía, y quedó un
roto como de cuatro centímetros sin cubrir. Aquel agujero sería mi puesto de
observación casi permanente, los ocho días que duró el encierro de mi padre en Cazorla.
Y ahí me coloqué aquella tarde, tras la detención de mi padre, para ver desde mi agujero
(con todos los balcones cerrados) lo que en la calle pasaba. Yo veía perfectamente y a mí
no me podían ver. Y lo que vi aquella tarde fue, que cada hora y media o menos, iban
llegando a la puerta de la cárcel, grupos de milicianos armados custodiando a nuevos
presos hasta la cárcel. Toda la tarde fueron llegando presos. Vi pasar a D. Alfredo
Tamayo, a D. Antonio Aranda, a D. Julio Ruiz, a D. José Manrique y a D. Francisco
Martínez. Después de encerrar a mi padre, todos los ricos del pueblo estaban
encerrados allí, fuertemente custodiados Mi padre fue el primero que encerraron.
También llevaron algunos que no eran ricos, como el confitero Gutiérrez o los
hermanos Tallante. A todo esto, la calle estaba llena de gente de izquierdas que no
querían perderse el espectáculo de ver pasar a los fascistas a la cárcel. Había mucha
gente, sobre todo mujeres, y algunas de ellas llevaban también escopetas y cananas
repletas de cartuchos. Hubo insultos alguna vez para algunos de los que llegaron. La
ratonera, había funcionado muy bien.

26 DE JULIO 1.936

L a noche de Santiago de 1.936 en Cazorla, fue para la izquierda como una gran
fiesta. Fue al fin, la noche en que muchos dieron expansión a su deseo soterrado
de aplastar la opresión y de acabar con la angustia de soportar lo que tan
fuertemente rechazaban. Fue la noche en que los pobres y los desheredados de la
sociedad, los de los andrajos y las alpargatas medio rotas pensaron que podían aplastar a
la Iglesia y a los curas, de los que tanta opresión e incomprensión creían haber padecido,
sin pensar en su euforia y en su ahora desatada libertad, que las ideas no se aplastan,
porque aplastemos sus símbolos. Nosotros, en mi casa, aquella noche no vimos nada.
Pero sí oímos la tremenda algarabía y los fuertes gritos y el jolgorio y la risa de los que

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arrastraron por los suelos las imágenes religiosas y juntaron las mismas en grandes piras
a las que pegaron fuego, entre la risa y la diversión de los que contemplaban tan
infrecuente espectáculo. Ello ocupó cinco o seis horas más. En mi casa estábamos todos
en los balcones que dan al jardín. Estábamos viendo como varias columnas de humo se
alzaban sobre las casas que había a un nivel más bajo de nuestro jardín, que eran las casas
que configuraban la plaza a donde fueron arrastradas, desde las tres iglesias del pueblo,
las imágenes, las casullas, los cuadros los copones, los cálices, los misales y todo cuanto
había en las iglesias.
Estábamos llenos de curiosidad y de cierto temor porque no sabíamos ni poco ni
mucho, lo que estaban haciendo ni en qué consistía aquello. Al día siguiente pudimos
saberlo. Los mismos milicianos que hacían guardia en la puerta de la cárcel, lo
comentaban y les oímos referirse al caso, explicando muchas veces entre fuertes risas, lo
que aquella noche pasó. Días después nos enteramos mucho mejor. Se había tomado el
acuerdo de quitar de las iglesias todo lo que estorbara para convertir las mismas en
amplios almacenes de grano, de madera e incluso si preciso fuera, en cuadra para
guardar cabras y ovejas. Y dieron permiso, a los que quisieran romper todo lo que
estorbara a aquella nueva utilización de los templos. Hubo un problema que era el Señor
del Consuelo. Había muchos que afirmaban que había que romper y quemar todos los
Santos (como ellos decían) romperlos todos, menos el Señor del Consuelo. No estaban
dispuestos a que se quemara, pues el Señor del Consuelo era del pueblo, era de Cazorla y
no era de los curas. Esta tesis no debió tener muchos defensores pues al final se acordó
quemar también al Señor del Consuelo. Yo oí después, y no se si eso sería cierto, que le
dieron de plazo cinco minutos para que hiciera el milagro y que al no hacerlo, lo
condenaron también a la hoguera. Lo que si es verdad es que parece que los cazorleños
no se atrevieron a quemarlo. Y fue un forastero el que al final, se decidió y lo hizo. Era un
hombre de unos treinta años que se llamaba Francisco “El Reo”, que era chofer de un
camión y trabajaba con un empresario de transportes de Quesada que se llamaba
Joaquín Pastor. Era medio rubio y bien parecido. Y con una navaja se acercó al Cuadro y
rasgó la pintura llevando la navaja con fuerza de abajo hacia arriba. Después ya
destrozado lo llevaron a la Plaza de la Tejera, donde ardió ante el júbilo de numerosas
personas que rodeaban la hoguera. El Cuadro del Señor del Consuelo era un cuadro
muy oscuro que representaba a Cristo en la Cruz rodeado de negros nubarrones y con
una ciudad de numerosas torres en la lejanía, como fondo del cuadro. Cristo muerto,
tenía la cabeza reclinada en el pecho. Era una pintura grande y más bien mala, que no
tenía nada de particular. Lo único de particular era que nuestros padres, nuestros
abuelos y nuestros bisabuelos y nuestros tatarabuelos, todos, absolutamente todos le
habían rezado y le habían mirado al pasar con el convencimiento pleno de que era algo
nuestro y con la convicción también plena de que estaba siempre con nosotros.
Todo lo que había pasado en el pueblo la noche de Santiago, se iba a repetir en mi
casa en tono menor, y a pequeña escala, sólo un día después. La mañana del día 26, los
milicianos llamaron a la puerta y abrí yo. No más abrir, uno de ellos me puso su pistola a
mi espalda, y me dijo con mucha energía que subiera las escaleras delante de él y lo
llevara a la habitación donde estaban los santos. Mi madre salió, y los demás milicianos
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que venían con el que me encañonaba a mi, pusieron también a mi madre una pistola en
la espalda. Los dos, con más miedo que vergüenza subimos seguidos de cinco milicianos
hasta lo que en mi casa llamábamos el cuarto de la Virgen. Allí sobre una mesa había una
urna de madera, acristalada, dentro de la cual había una imagen de Nuestra Señora, con
un niño en brazos, que tenía como era bien frecuente entonces, un manto bordado de
oro y una corona real en la cabeza. Aquella imagen era de mi abuela. Y mi padre la tenía
con todos los honores, en una habitación sólo para ella, como si así quisiera honrar a su
madre, que murió cuando él era niño. La Virgen tenía un collar de perlas y una cruz de
oro. Ambas cosas eran buenas y de valor. Con la culata de las escopetas rompieron los
cristales de la urna. Abrieron el balcón y cogiendo la imagen, la arrojaron a la calle por el
balcón, entre la algarabía y el jolgorio de los que abajo quedaron para ver el espectáculo.
Cogieron después todos los cuadros de Santos que había en la habitación. Eran cuadros
muy grandes y no eran feos. Estaban San José y San Pablo, San Antonio y San Ramón
Nonato. Todos los arrojaron por el balcón. Mi madre y yo estábamos apoyado en la
pared, encañonados todavía por la pistola de uno de ellos. Estábamos llenos de estupor y
de angustia. Y cuando mi madre llena de congoja se echó a llorar yo rompí a llorar
también, como si estuviera asustado. Y entonces uno de los milicianos nos dijo así:
“Yo no entiendo porque lloráis tanto por lo que no son más que muñecos de madera y cartones y
papel. Ni lo entiendo ni lo entenderé nunca. ¡Sois la leche!”

28 DE JULIO DE 1936

A la destrucción de las imágenes le quedaba todavía un episodio más, por realizar.


Y este episodio fue posiblemente el más doloroso de todos. El día 28 fuimos mi
madre y yo a la cárcel para llevarle la comida a mi padre como hacíamos todos
los días. Nos dijeron que mi padre estaba trabajando en la iglesia de San José, que le
bajásemos la comida allí. Siempre registraban la comida por si dentro de ella, se escondía
algo. A los presos nunca los veíamos. Bajamos a la iglesia de San José, y nos dejaron pasar
entre la multitud, (que se agolpaba a la puerta) para que entráramos dentro de la iglesia.
No había ni un retablo, ni un cuadro, ni una moldura o un adorno. El cuadro grande que
había en el Altar Mayor, representando los desposorios de la Virgen, ya no existía, ni los
otros seis que había en las capillas laterales todos con terminación redondeada y todos
representando escenas de la vida de la Virgen y San José. El suelo era un impresionante
montón de escombros donde estaba roto y destrozado todo lo que no habían sacado
para quemarlo en la calle y resaltaban los plateados tubos del órgano parroquial, también
destrozado. Y allí junto a los grandes montones de escombros estaban todos los presos
de la cárcel, custodiados cada uno por dos milicianos armados, cargando en grandes
espuertas que les dieron, los escombros de la iglesia para llevarlos a mano hasta la Tejera.
Allí harían un gran montón, para que la iglesia quedara limpia y dispuesta para ser en lo
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sucesivo, un almacén de maderas. Por la calle mientras iban cargados de lastre, las gentes
los insultaban y los llamaban fascistas y otros insultos de tono grosero. Aquello era
patético. Mi madre y yo, uno al lado del otro, vimos pasar a mi padre cargado
pesadamente de lastre, que al pasar junto a nosotros, ni nos vio siquiera. Yo sentí por él
una gran compasión y por mi y por los míos, una terrible angustia. Mi padre nunca en su
vida había violentado a nadie, y ahora lo estaban atropellando.

29 DE JULIO DE 1936

E ntre los obreros que tenían a su cargo la cárcel de Cazorla había uno que se
llamaba Fernando Vázquez. Era todavía joven, y mi padre, le confió años atrás
en nuestra finca de Cañalengua, algunos trabajos en los que puso de manifiesto
que hacía las cosas bien y que era listo. Mi padre y él tenían alguna amistad y hablaron
alguna vez de cuestiones sociales y de política. Creo que era anarquista y entre sus
compañeros, gozaba de autoridad y de buen cartel. Pues bien Fernando Vázquez que
sabía que los presos de Cazorla serían trasladados a Jaén, sólo dentro de unos días, se
empeñó en que a mi padre, había que dejarlo ir a mi casa y que permaneciera con
nosotros no menos de media hora. Entre los compañeros de Fernando Vázquez, hubo
sus más y sus menos, para acceder a su deseo, pues había muchos que tenían el temor de
que mi padre se pudiera escapar. Pero Vázquez se empeñó y dijo que no pasaba por
impedir aquella visita. Aquello era una despedida. Mi padre seguro que lo sabía, que ya no
nos vería más. Vázquez seguro que también. Yo no. Yo no entendía ni entraba en mis
cálculos que a mi padre lo pudieran matar, aun cuando él mismo me lo hubiese advertido
unos meses antes.
Vino a mi casa, entre dos milicianos armados. Los milicianos según dijeron tenían
orden de esperar sentados en el portal, mientras mi padre podía pasar durante media
hora a hablar con nosotros en el jardín. Se sentó en uno de los bancos del jardín y todos le
rodeamos. Que aquello sucediera era algo que nunca pensamos que fuera posible. Mi
padre estaba muy serio, dijo a mi madre que no se preocupara que todo tendría arreglo
pese a lo mal que todo marchaba. Habló de su dolencia por la que estuviera en cama unas
semanas antes, y dijo que ya iba mejor del todo. Preguntó que a que se debía el mucho
ruido que se hiciera en la calle dos días antes. Se refería a la destrucción de las imágenes de
mi abuela que él ignoraba. Al final todos sin saber por que estábamos muy nerviosos.
Cuando se levantó se dirigió a mi y me dijo: “Cuida de que tu madre tenga siempre mi apoyo y que
nunca le busques problemas”. Nos besó a todos, sin decir palabra y se encamino al portal
donde le esperaban los milicianos.

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El jardín en aquella mañana de Julio estaba radiante de luz y de sol. Los árboles,
grandes y corpulentos, eran testigos como siempre de todo o casi todo lo que ocurría en
mi casa y en mi familia. Hoy aquellos árboles que yo estimaba tanto, servían de telón de
fondo a una dolorosa despedida de la que yo no me daba cuenta.
En el portal estaba esperando nuestra vieja criada Carmen que hasta ahora
estuviera por las habitaciones de arriba. Carmen era de aquellas mujeres que antes había,
y ya después no, que entraban muy jovencitas como sirvientas a las casas. Por las razones
que fuera no se casaban y así estaban de servicio hasta que de viejas se morían siendo en
cierto modo su asilo la casa de sus amos. Carmen tendría entonces unos setenta años.
Entró en mi casa a servir con mi bisabuela. Y no se casó. Como mi padre era hijo único,
porque no tenía hermanos, Carmen hizo de él, el objeto de todos sus preferencias y
atenciones. Y aquella mañana pude yo darme cuenta de ello. Cuando lo vio no se atrevió
a acercarse a él y cuando él la animó a que lo hiciera, se acercó y cogiendole las manos, se
las besó repetidamente mientras sollozaba. Y cuando ya mi padre se iba, Carmen
dirigiendose a los milicianos les dijo, con rabia: “Sois unos demonios, cuando os lleváis a Don
Mauricio preso”.
Yo nunca más vi a mi padre.

6 DE AGOSTO DE 1936

C asi todos los presos de la cárcel de Cazorla, los enviaron a Jaén. En Cazorla
quedaron en la cárcel solo ocho o diez. Empezaba ahora, ya sin presos una
actividad revolucionaria, que hasta entonces no habíamos visto. Empezaban las
expropiaciones. Nadie nos dijo, ni nos comunicó nada. Pero por obreros que venían a mi
casa a reclamar las subidas de salarios que les había concedió la autoridad, nos enteramos
de que ya no eramos dueños de nada, de lo que hasta el comienzo del Alzamiento del
Ejército, fuera nuestro. En Cañamares quedó todo expropiado y pasó a manos de una
Colectividad, que allí se constituyó presidida por un marxista que creo era de Ciudad
Real que vino por estas tierras, en unión de otros compañeros suyos, a organizar
colectividades en todos los cortijos de la Comarca. En la Colectividad nada era de nadie.
Y todo era de todos. Los obreros de la “Cotividad” como ellos decían, hacían su trabajo y
cuando ya estaba toda la cosecha recogida en las cámaras del cortijo, se repartía todo con
arreglo a los miembros que tuviera la familia de cada trabajador, y si el trabajador (hasta
que la cosecha se recogía) necesitaba algún anticipo, lo pedía y se le daba, siempre en
especie, y en una bolsa o talega que tenía el jefe de la Colectividad, se metía un papelito
con el nombre del trabajador y la cantidad de patatas, de trigo o de alubias que había
tomado a cuenta. Al principio podía pensarse que los obreros habían vuelto de nuevo al
Paraíso Terrenal. Pero cada día surgían más problemas de reparto y de contabilidad, que
daban lugar a enfado entre ellos y que acabaron en los días finales de la Guerra en que las
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“cotividades” no funcionaran y su vigencia fuera sustituida por un reparto de la tierra en
fracciones a veces muy pequeñas que iban del que tenía cinco cuerdas, junto a quien sólo
tenía media cuerda. Mucho después en 1938 ayudé yo a D. Manuel Alejo a quien llamaron
para poner orden en las cuentas de la Colectividad de la finca de La Almedina. Y tras
cinco días de revisar y comprobar los vales y los papeles, con lo que se tomara a cuenta o
con las producciones totales o parciales de la tierra, acabamos cansados y desorientados y
sin dar soluciones a las rencillas y quejas de los productores por la sencilla razón de que
eso era imposible. En Cañamares hicieron una Colectividad, en Rondan otra y otra más
en Cañalengua. Y nosotros que antes del Alzamiento del Ejército eramos muy ricos
quedamos de la noche a la mañana, mas pobres que las ratas.
Solo nos quedó la casa. Pero tampoco la casa se vería libre de las continuas
expropiaciones a que nos sometieron. Todos los días o casi todos los días llamaban a la
puerta un grupo mayor o menor de milicianos y milicianas para hacer un registro. Ahora
no buscaban armas. Buscaban todo lo que necesitaran y les pudiera valer o servir. El
registro era un recorrido minucioso por todas las habitaciones de la casa y cuando veían
algo que les gustara, se lo llevaban y santas pascuas. Así nos quitaron el coche y los
colchones y ropas de cama. Así nos quitaron la máquina de escribir y tres jamones que
quedaban de la matanza anterior, y abrigos y zapatos y mesas y sillas y espejos y platos y
vasos y todo lo que les gustaba. A finales de Agosto de 1936 en mi casa quedaron las
paredes tres camas para todos y algunas sillas y mesas de lo que había más feo y mas viejo.
No se llevaron unos cuadros viejos que había en el comedor que eran malas pinturas, con
escenas campestres pero a mi me gustaban y hoy todavía tengo. Como nosotros no
teníamos dinero en el Banco, nada nos molestaron en eso, pero a mi tía que tenía
cuatrocientas mil pesetas todavía de herencia de mi abuelo, en once visitas al Banco la
dejaron sin una peseta. Yo la acompañaba al Banco en unión de los milicianos que no se
por qué a los Bancos no les tocaron. Se ve que no habían leído a Marx al que tanto
admiraban. Y lo peor era que muchos se acordaban de lo que en alguna ocasión nos
hubieran visto y venían a que se lo diéramos. Así nos pidieron un mechero que le habían
visto a mi padre del que dieron toda clase de detalles y unos zapatos que me habían visto a
mi con los cordones muy recios. Y hubo de buscarlos y darselos.
Los registros eran casi a diario y casi a diario eran también las reclamaciones
salariales. Los precios que había en 1936 (según un fichero que yo curioseé por aquellos
días en que figuraban todos loe empleados de mi casa) eran de 100 ptas. al mes para el
chofer y 80 ptas. al mes para un encargado y 60 ptas. al mes para un mulero o asalariado
fijo y de 2 ptas. Diarias para un obrero eventual. El aceite estaba a 13 ptas. la arroba que
tenía 12 litros y el trigo estaba a 18 ptas. la fanega que tenía 44 kilos y que eran entonces
medidas habituales. Todos los pagos que hicimos antes de julio del 36, se ajustaban a esas
bases. Pero todas las bases de pago (no se de orden de quien) sufriéron en aquellos días
una fuerte subida y las dos pesetas del jornal eventual pasaron a ser cinco pesetas y con
efectos retroactivos. Esto dio lugar a que todos los obreros, se encontraran de la noche a
la mañana en el derecho de pedir a sus amos la diferencia salarial aprobada. Y como los
patronos en aquellos días no andaban bien de dinero, si es que no estaban prisioneros,

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todo se arreglaba dando una nota o recibo al trabajador en que se reconocía lo que le
debíamos. Ellos guardaban aquella nota como si algo les dijera que aquellos patronos que
nada tenían ,volverían de nuevo a tener para poderles pagar. Llamaban a la puerta,
abríamos por un postigo que tenía la madera de una de las rejas de mi casa y por ella en
muy pocos días se fueron las seis mil pesetas que por todo capital guardaba entonces mi
madre, y nos hinchamos a la vez de hacer recibos en que se reconocía lo que debíamos de
la subida salarial. Yo no me daba cuenta de lo horroroso que era pasar de ser muy ricos a
no tener ni un duro y encima estar todos los días acosado por los que nos reclamaban su
dinero. Mi madre con esto lo pasaba muy mal porque no sabía qué camino seguir. Y este
expolio y este asedio no era lo peor, sino no saber cómo dar de comer a sus hijos. Este era
su drama, en unión del cautiverio de mi padre, y esto era lo que le hacía sufrir
terriblemente, e incluso le quitaba el sueño. Pensó entonces en ir al Ayuntamiento y que
allí le dieran algún trabajo o ayuda compensatoria de lo que habían quitado, y la respuesta
fue desconcertante. Le dijeron que como habíamos podido llegar a la ruina con tanto
como teníamos y que pronto nos lo habíamos comido todo. Pensó entonces en dirigirse
a personas que sabíamos que no habían sido tan perseguidas. Pero nada se le ocurrió.
Estábamos como San Francisco cuando se reunió con Santo Domingo en Asís, para una
convención de las dos comunidades de religiosos y este le preguntó que qué tenía para
mantener durante tres días a más de cien frailes, que allí se reunieran y San Francisco le
contestó, que ya se ocuparía de eso Dios. Y al día siguiente, lo vecinos de Asís inundaron
de regalos a toda la Comunidad. Nosotros no teníamos nada y sin embargo poco a poco
gentes de nuestras fincas qeu nos tenían más o menos simpatías, empezaron de vez en
cuando a enviarnos cosas. Lo dejaban todo en lo de Isabelo o en lo de Doña Aurora que
eran vecinos nuestros, pues se exponían a tener problemas si los veían apoyando a
fascistas como nosotros. Y allí a casa de los vecinos iba yo, a por el celemín de harina o a
por los cuatro kilos de patatas o a por el cuartillo de garbanzos que Hermenegildo
Fernández o Consuelo Estudillo o Domingo Navarro nos estuvieron enviando durante
toda la Guerra. Con mayor o menor regularidad hubo uno de nuestros muleros que una
tarde se arriesgó a entrar en mi casa y no regló un duro para que no pasásemos hambre.
Desde entonces era de esto de lo que vivíamos, pues para que no me llevase a picar piedra
a la carretera que era un trabajo muy duro (al que enviaban a todo señorito que veían
parado y ocioso) yo me coloqué primero de sastre y después de carpintero y ni en uno ni
en otro lado me daban nada, pues decían que ya iba bien pagado con librarme por ello, de
picar piedra. Al final me coloqué de maestro en el año 1938, con D. Manuel Alejo, un
sacerdote que puso una escuela en la calle del Carmen, a donde iban en tres turnos algo
más de cien personas solo a aprender a leer y a escribir. Yo ayudaba a D. Manuel en aquel
maremagnun de alumnos, que lo desbordaba y entre los dos, enseñamos a leer a
muchísima gente, algunos ya muy mayores. El analfabetismo era en Jaén entonces del 82
% de la población. Don Manuel, me daba al mes diez pesetas, que par alo que el ganaba
era muchísimo. Lo mejor de todo esto, fue que así conocí y fuí amigo de Don Manuel
Alejo que ha sido para mi, el hombre más bueno y más humano y más generoso y menos
egoísta que he conocido en mi vida.

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12 DE AGOSTO DE 1936

H oy hemos recibido de Jaén un telegrama de mi padre que dice que esta bien.
Está en la Catedral de Jaén, que la han convertido en prisión. No mucho más
sabemos de él. Como no sabemos que hoy, es el día en que lo han matadoa él y
aotros 212 preseos más ue estaban encarcelados en la Catedral, provinientes todos ellos
de diversos pueblos de la Provincia y que en la Catedral, fueron concentrados en los
primeros días de Agosto. Hoy es cuando los han trasladado en tren de Jaén a Madrid. En
Vallecas no dejaron pasar el tren. Obligaron a la Guardia Civil que custodiaba los presos a
que los entregaran. La Guardia Civil cedió. Y una multitud de obreros, de milicianas y
milicianos armados, los ametralló sin piedad, después de que les obligaran a bajar del
tren. Un anarquista llamado José Arellano y una mujer llamada Josefa Coso de apodo la
“Pecosa” gran activista de la C.N.T. fueron los qu ealentaron a la gente para que los
asesinara y organizaran la masacre. De todos los que iban en el tren murieron ese día 213
y sólo se salvaron por razones muy diversas, unos pocos, de los cuales sólo 4 eran de
Cazorla. A nosotros no nos informaron, ni nos comuncaron nada de aquello. Ni se
permitió nunca que de esto se pudiera hablar. Tuvo que acabar la Guerra para que
pudiersemos saber, como fue todo. Y después ni la Prensa ni la radio ni la televisión ni
ningún medio de comunicación hicieron nunca comentario o hicieron nunca referencia a
como fue aquello. Se cometió un asesinato de 213 personas y nada, nunca se supo. Como
si la muerte de 213 personas a manos de hombres y mujeres cegados de odio que ni
siquiera los conocían, ni los trataron nunca en su vida, fuese un suceso sin importancia y
sin el menor relieve. Por lo visto aquello no fue una masacre y si lo fue que brutalmente
mataran a García Lorca, porque hacía poemas que sin duda alguna son mágicos. Pero
todos los poemas del mundo valen menos que la bondad de un hombre. Y en aquella
matanza de presos de Jaén iban muchos hombres que eran buenos.
Nadie me ha hecho en la vida tanto daño, como los que aquel día, mataron a mi
padre. Nadie para mi ha llegado tan lejos en el atropello, en la estupidez y en el absurdo,
como los que ese día mataron a mi padre. Sólo la barbarie de la Guerra explica semejante
locura. Yo lo he olvidado todo. En mi no hay rencor. Pero a mi padre no he podido
olvidarlo. Cuando lo asesinaron tenía 43 años.

26 DE AGOSTO DE 1936

C asi todos los presos de la cárcel de Cazorla, los enviaron a Jaén. En Cazorla
quedaron en la cárcel solo ocho o diez. Empezaba ahora, ya sin presos una
actividad revolucionaria, que hasta entonces no habíamos visto. Empezaban las
expropiaciones. Nadie nos dijo, ni nos comunicó nada. Pero por obreros que venían a mi
casa a reclamar la subida de salarios que les había concedido la autoridad, nos enteramos
de que ya no eramos dueños de nada, de lo que hasta el comienzo del Alzamiento del
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Ejército, fuera nuestro. En Cañamares quedó todo expropiado y pasó a manos de una
Colectividad, que allí se constituyó presidida por un marxista que creo era de Ciudad
Real que vino por estas tierras, en unión de otros compañeros suyos, a organizar
colectividades en todos los cortijos de la Comarca. En la Colectividad nada era de nadie.
Y todo era de todos. Los obreros de la “Cotividad” como ellos decían, hacían su trabajo y
cuando ya estaba toda la cosecha recogida en las cámaras del cortijo, se repartía todo
con arreglo a los miembros que tuviera la familia de cada trabajador, y si el trabajador
(hasta que la cosecha se recogía) necesitaba algún anticipo, lo pedía y se le daba, siempre
en especie, y en una bolsa o talega que tenía el jefe de la Colectividad, se metía un
papelito con el nombre del trabajador y la cantidad de patatas, de trigo o de alubias que
había tomado a cuenta. Al principio podía pensarse que los obreros habían vuelto de
nuevo al Paraíso Terrenal. Pero cada día surgían más problemas de reparto y de
contabilidad, que daban lugar a enfado entre ellos y que acabaron en los días finales de
la Guerra en que las “cotividades” no funcionaran y su vigencia fuera sustituida por un
reparto de la tierra en fracciones a veces muy pequeñas que iban del que tenía cinco
cuerdas, junto a quien sólo tenía media cuerda. Mucho después en 1938 ayudé yo a dos
jóvenes que por que sabían de números llamaron para poner orden en las cuentas de la
Colectividad de la finca de La Almedina. Y tras cinco días de revisar y comprobar los
vales y los papeles, con lo que se tomara a cuenta o con las producciones totales o
parciales de la tierra, acabamos cansados y desorientados y sin dar soluciones a las
rencillas y quejas de los productores por la sencilla razón de que eso era imposible. En
Cañamares hicieron una Colectividad, en Rondan otra y otra más en Cañalengua. Y
nosotros que antes del Alzamiento del Ejército eramos muy ricos quedamos de la
noche a la mañana, mas pobres que las ratas.
Solo nos quedó la casa. Pero tampoco la casa se vería libre de las continuas
expropiaciones a que nos sometieron. Todos los días o casi todos los días llamaban a la
puerta un grupo mayor o menor de milicianos y milicianas para hacer un registro.
Ahora no buscaban armas. Buscaban todo lo que necesitaran y les pudiera valer o
servir. El registro era un recorrido minucioso por todas las habitaciones de la casa y
cuando veían algo que les gustara, se lo llevaban y santas pascuas. Así nos quitaron el
coche y los colchones y ropas de cama. Así nos quitaron la máquina de escribir y tres
jamones que quedaban de la matanza anterior, y abrigos y zapatos y mesas y sillas y
espejos y platos y vasos y todo lo que les gustaba. A finales de Agosto de 1936 en mi casa
quedaron las paredes tres camas para todos y algunas sillas y mesas de lo que había más
feo y mas viejo. No se llevaron unos cuadros viejos que había en el comedor que eran
malas pinturas, con escenas campestres pero a mi me gustaban y hoy todavía tengo.
Como nosotros no teníamos dinero en el Banco, nada nos molestaron en eso, pero a mi
tía que tenía cuatrocientas mil pesetas todavía de herencia de mi abuelo, en once visitas
al Banco la dejaron sin una peseta. Yo la acompañaba al Banco en unión de los
milicianos que no se por qué a los Bancos no les tocaron. Se ve que no habían leído a
Marx al que tanto admiraban. Y lo peor era que muchos se acordaban de lo que en
alguna ocasión nos hubieran visto y venían a que se lo diéramos. Así nos pidieron un
mechero que le habían visto a mi padre del que dieron toda clase de detalles y unos
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zapatos que me habían visto a mi con los cordones muy recios. Y hubo de buscarlos y
dárselos.
Los registros eran casi a diario y casi a diario eran también las reclamaciones
salariales. Los precios que había en 1936 (según un fichero que yo curioseé por aquellos
días en que figuraban todos loe empleados de mi casa) eran de 100 ptas. al mes para el
chofer y 80 ptas. al mes para un encargado y 60 ptas. al mes para un mulero o asalariado
fijo y de 2 ptas. Diarias para un obrero eventual. El aceite estaba a 13 ptas. la arroba que
tenía 12 litros y el trigo estaba a 18 ptas. la fanega que tenía 44 kilos y que eran entonces
medidas habituales. Todos los pagos que hicimos antes de julio del 36, se ajustaban a esas
bases. Pero todas las bases de pago (no se de orden de quien) sufrieron en aquellos días
una fuerte subida y las dos pesetas del jornal eventual pasaron a ser cinco pesetas y con
efectos retroactivos. Esto dio lugar a que todos los obreros, se encontraran de la noche a
la mañana en el derecho de pedir a sus amos la diferencia salarial aprobada. Y como los
patronos en aquellos días no andaban bien de dinero, si es que no estaban prisioneros,
todo se arreglaba dando una nota o recibo al trabajador en que se reconocía lo que le
debíamos. Ellos guardaban aquella nota como si algo les dijera que aquellos patronos que
nada tenían ,volverían de nuevo a tener para poderles pagar. Llamaban a la puerta,
abríamos por un postigo que tenía la madera de una de las rejas de mi casa y por ella en
muy pocos días se fueron las seis mil pesetas que por todo capital guardaba entonces mi
madre, y nos hinchamos a la vez de hacer recibos en que se reconocía lo que debíamos de
la subida salarial. Yo no me daba cuenta de lo horroroso que era pasar de ser muy ricos a
no tener ni un duro y encima estar todos los días acosado por los que nos reclamaban su
dinero. Mi madre con esto lo pasaba muy mal porque no sabía qué camino seguir. Y este
expolio y este asedio no era lo peor, sino no saber cómo dar de comer a sus hijos. Este era
su drama, en unión del cautiverio de mi padre, y esto era lo que le hacía sufrir
terriblemente, e incluso le quitaba el sueño. Pensó entonces en ir al Ayuntamiento y que
allí le dieran algún trabajo o ayuda compensatoria de lo que habían quitado, y la respuesta
fue desconcertante. Le dijeron que como habíamos podido llegar a la ruina con tanto
como teníamos y que pronto nos lo habíamos comido todo. Pensó entonces en dirigirse
a personas que sabíamos que no habían sido tan perseguidas. Pero nada se consiguió.
Estábamos como San Francisco cuando se reunió con Santo Domingo en Asís, para una
convención de las dos comunidades de religiosos y este le preguntó que qué tenía para
mantener durante tres días a más de cien frailes, que allí se reunieran y San Francisco le
contestó, que ya se ocuparía de eso Dios. Y al día siguiente, lo vecinos de Asís inundaron
de regalos a toda la Comunidad. Nosotros no teníamos nada y sin embargo poco a poco
gentes de nuestras fincas que nos tenían más o menos simpatías, empezaron de vez en
cuando a enviarnos cosas. Lo dejaban todo en lo de Isabelo o en lo de Doña Aurora que
eran vecinos nuestros, pues se exponían a tener problemas si los veían apoyando a
fascistas como nosotros. Y allí a casa de los vecinos iba yo, a por el celemín de harina o a
por los cuatro kilos de patatas o a por el cuartillo de garbanzos que Hermenegildo
Fernández o Consuelo Estudillo o Domingo Navarro nos estuvieron enviando durante
toda la Guerra, con mayor o menor regularidad. Hubo uno de nuestros muleros que una
tarde se arriesgó a entrar en mi casa y nos regaló un duro para que no pasásemos hambre.
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Desde entonces era de esto de lo que vivíamos, pues para que no me llevase a picar piedra
a la carretera que era un trabajo muy duro (al que enviaban a todo señorito que veían
parado y ocioso) yo me coloqué primero de sastre y después de carpintero y ni en uno ni
en otro lado me daban nada, pues decían que ya iba bien pagado con librarme por ello, de
picar piedra. Al final me coloqué de maestro en el año 1938, con D. Manuel Alejo, un
sacerdote que puso una escuela en la calle del Carmen, a donde iban en tres turnos algo
más de cien personas solo a aprender a leer y a escribir. Yo ayudaba a D. Manuel en aquel
maremágnun de alumnos, que lo desbordaba y entre los dos, enseñamos a leer a
muchísima gente, algunos ya muy mayores. El analfabetismo era en Jaén entonces del 82
% de la población. Don Manuel, me daba al mes diez pesetas, que par alo que el ganaba
era muchísimo. Lo mejor de todo esto, fue que así conocí y fuí amigo de Don Manuel
Alejo que ha sido para mi, el hombre más bueno y más humano y más generoso y menos
egoísta que he conocido en mi vida.

28 DE SEPTIEMBRE DE 1936

L a vida se había sosegado un poco durante el mes de Septiembre. Los que


pensábamos que iba a ser cuestión de días, el desconcierto y la confusión que
llevó consigo la sublevación del Ejército, veíamos ahora que la confusión y el
desconcierto se habían convertido en una durísima Guerra entre nacionales (o fascistas
o fasciosos o militares) de un lado y rojos (o republicanos o leales o demócratas) de otro
lado, que con todos esos nombres solían ser designados uno y otro bando. Lo que no
sabíamos es como iban las cosas y como se desarrollaban los hechos. Eso no había modo
de saberlo. Todo eran rumores. No había más periódicos que los que eran adictos al
Gobierno de la República y nadie que hubiera sido de derechas, tenía radio, porque se la
habían requisado. Y lo que entonces tampoco sabíamos, era que la casa, nos la iban a
quitar. Sobre las once de la mañana, vino una comisión del Ayuntamiento a advertirnos
que teníamos que abandonar la casa para que la ocupara un maestro llamado Don
Francisco González. Don Curruco como le llamaban los niños, quería mudar su escuela
de primeras letras de donde la tenía y mi casa le habían parecido apropiada para tal fin.
Así es, que teníamos que marcharnos de allí inmediatamente porque aquella misma tarde
vendría Don Francisco y su familia para instalar allí su escuela y su propia vivienda. Mi
madre pidió que le dieran por lo menos un par de días, para ver donde se podría instalar
con nosotros, y mudar además aquello que necesitásemos. La comisión formada por
cuatro milicianos y dos mujeres, nos dijo que teníamos que marcharnos aquella misma
mañana, sin más dilación y que sólo podíamos llevarnos lo puesto, la ropa que
pudiéramos llevar en la mano y un colchón por persona. Confusos y desconcertado
cogimos aquello que creímos mas preciso y que nos podíamos llevar y nos dirigimos a

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casa de mi tío Isicio que vivía en la Corredera. Yo dí tres viajes de mi casa a lo de mi tio,
para bajarme tres colchones. El viaje con los colchones, fue un verdadero suplicio y un
auténtico calvario. En la calle se juntó un grupo como de 15 ó 20 personas que encontró
diversión en verme caminar cargado con los colchones por la calle del Carmen abajo. Y
a más de reírse de mi, me llamaban fascista y moniato y amigo de los curas. El dolor de
haber perdido la casa, que era lo único que nos quedaba, me embargaba, la humillación
de caminar cargado, me hundía y la impotencia de verme insultado y sin poder hacer
nada me hacía hervir la sangre. Pero no había más camino que aguantar y tragar saliva.
Mi tía cuando todo esto pasó, estaba en su casa a donde había bajado aquella mañana,
para dar una vuelta. Y acudió a lo de mi tío Isicio, cuando se enteró de que estábamos allí.
Entonces mi madre y ella se abrazaron como aterradas y como si la tierra se fuera a
hundir bajo sus pies. Mi tío Isicio trató como pudo de calmarlas y repitió innumerables
veces que en su casa podríamos estar todo el tiempo que quisiéramos y que fuera
preciso. Era milagroso que a mi tío, a los dos meses del 18 de Julio, no lo habían
encarcelado, aun cuando también le expropiaron todas sus tierras, y lo sometieron a
innumerables registros. Entre las pocas cosas que pude coger de mi casa, para
llevarmelas consigo, había una figurita muy pequeña del Niño Jesús, que guardé en mi
bolsillo. Aquella noche en la cama yo la besé muchas veces, mientras no dejaba de llorar
nuestra desgracia y trataba de poderme dormir sin conseguirlo.
Al día siguiente Don Curruco vio la casa de mi tía y le gustó más y decidió poner
allí su vivienda y su escuela. Y entonces echaron a mi tía de su casa y nos informaron que
podíamos volver a la nuestra.
La casa volvió a ser nuestra. Pero no por mucho tiempo. Meses después en
1937, cuando el Frente Popular de Córdoba cedió al empuje de las tropas del General
Queipo de Llano, muchas familias de los pueblos cordobeses se adentraron por las
provincias de Jaén y Ciudad Real. Aquí a Cazorla vinieron varios camiones que traían
familias que huían de las tropas nacionales. Venían con lo puesto y algo más. Y las
alojaron a cuatro familias y nos dejaron tan sólo tres habitaciones. La cocina y los
servicios eran comunes y esto si resultó mucho más enojoso que reducirnos a tres
habitaciones. En mi casa vivían 22 personas. Los alojados fueron muy correctos con
nosotros. Por cierto que uno de los alojados llamado Manolo Gómez que era de Iznájar
cogió una noche un montón de habas en un huerto cercano y como tenía mucha hambre
se las comió con cascara y todo, sin esmotarlas previamente antes de cocerlas. Y aquella
noche pensamos que se moría, mientras se revolvía en la cama con grandes dolores
tratando de devolver. Todos lo pasamos muy mal.

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10 DE OCTUBRE DE 1936

L os primeros días de Octubre fueron muy duros. Habían terminado los registros
y las expropiaciones y ahora vivimos días de continuos rumores. Pero rumores
de muerte y de asesinatos. Se rumoreaba que habían matado a mi tía Antonia y a
mi tío Emilio. Mi tío Emilio hermano de mi abuelo ya era viejo. Ellos me decían a mi,
que dentro sólo de unos meses iban a celebrar las Bodas de Oro de su matrimonio. No
tenían hijos. Pero tenían mucho dinero. Y tenían el dinero guardado en su casa. Los
milicianos se lo pidieron y el se negó a darlo. Le insistieron y el insistió en que no lo tenía.
El resultado fue que uno de ellos que llevaba un hacha en la mano se lazó sobre mi tío y
sobre su mujer y les dio varios golpes de hacha sin que llegaran a morir. Los metieron en
un coche y los bajaron al Cementerio y allí los remataron. Después del la Guerra en un
doble fondo de un armarillo de madera que tenían aparecieron los dineros. Tenían
trescientas mil pesetas. También se corrió el rumor de que a D. Antonio Ruiz Lechuga lo
degollaron en la Cuesta Juan Domingo cuando lo trasladaban de la cárcel a otro lugar.
Aquí no fue por dinero.
Se habló mucho también, de la muerte que se dio a Don Miguel Polaino que
junto a las tapias del cementerio de Peal de Becerro lo enterraron hasta por encima de la
cintura y le ataron una cuerda al cuello y de vez en cuando venían a ver como seguía y a
dar tirones de la cuerda hasta que acabaron con él.
Todo esto se comentaba en silencio y en voz baja, creyendo unos cosas de las
que se decían y otras no. Pero siempre con miedo. Todo eran rumores no se sabía nada
claro. Y menos todavía lo que iba a durar aquella situación. La noche del 10 de octubre,
ya más bien tarde yo me acosté. Dormía yo entonces en una habitación pequeña que
había al lado del cuarto de estar. Mi madre, mi tía y Carmen, no se acostaron todavía y se
quedaron rezando el rosario. Yo me dormí pero ya tarde desperté, porque me molestaba
la luz encendida todavía del cuarto de estar, que pasaba a mi dormitorio por los cristales
de la puerta que unía ambas habitaciones. Me levanté y entré en el cuarto de estar. Mi
madre no estaba allí, sólo estaban Carmen y mi tía. Muy asustado pregunté que donde
estaba mi madre. Me dijeron que volviera a la cama y me acostara. Pero yo dije muy
angustiado que quería saber lo que había pasado. Que me lo tenían que decir. Me dijeron
que habían venido unos milicianos preguntando por la pistola de mi padre que sabían
que la teníamos y que se la teníamos que dar. La pistola la escondió mi padre en el jardín
unos días antes del Alzamiento y nada nos dijo de eso. Pero mi hermana Luisa hacía
mediados de Septiembre, de pura casualidad la encontró. Ello dio lugar a que aquella
noche, cuando vinieron pidiendo la pistola, mi madre la diese y los milicianos se
marcharan. Pero no había pasado una media hora y los milicianos volvieron otra vez,
diciendo que había otras pistola más y que teníamos que darsela. Mi madre no sabía que
hubiese más pistolas y si las había no sabía donde estaban, que de saberlo se las daría, lo
mismo que había dado la que le pidieron primero. Aquello no convenció entonces le
dijeron que los acompañara a la Inspección de Policía que estaba entonces en la
Corredera. De eso hacía ya tres horas y en mi casa se sabía que el que iba a la Inspección
de Policía no volvía mas. Todo aquello era horrible para poder soportarlo. Cuando ya era
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de día, seguimos junto a la mesa de camilla en una espantosa espera cada vez mas
penosa. Y sobre las 7 de la mañana llamaron a la puerta. Yo bajé las escaleras a tres y a
cuatro y abrí la puerta y era mi madre que volvía, y a la que no habían matado. Nos contó
que le dijeron seriamente que si no entregaba la pistola que la matarían en el cementerio.
Ella trató de convencerles de que no tenía sentido que sus hijos perdieran a su madre,
por no entregar lo que no le iba a servir para nada. La encerraron en un calabozo donde
estaba a oscuras y sin noción de nada de lo que le rodeaba. Cuando ya entraba la claridad
del día por una rendija de la puerta, le abrieron y le dijeron que ya podía volver a su casa.
Uno de los milicianos se ofreció a acompañarla. Aquel día acabó bien. Pero cuando yo vi
que mi madre no estaba en mi casa y que la podían haber matado sentí dentro de mi una
desolación y una angustia que casi me asfixiaba como si una losa de piedra me quisiera
aplastar y acabar conmigo. Fue una sensación de desolación y de tragedia que sólo he
sentido dos veces en mi vida. Una aquella noche y otra el día que murió mi hijo Mauricio
y yo salí de la habitación en que había muerto y pensé que ya no lo volvería a ver más.

14 DE NOVIEMBRE DE 1936

U n diario que yo llevaba en 1936 es el mismo en que yo me he ido apoyando para


contar todo lo que he contado aquí. He ido como reescribiendo de nuevo, lo
que en mi diario de colegial escribiera yo hace mas de sesenta años. El último
apunte hecho en ese diario es del 14 de noviembre del 36. Después no cuento ya nada ni
escribo nada. El apunte de ese último día dice exactamente así:
“En lo de nuestra vecina Doña Aurora, han hecho hoy un registro los milicianos. Y han
encontrado una Virgen de madera policromada. Un niño ha cogido la imagen, le ha atado una cuerda al
cuello y la ha estado arrastrando toda la tarde por la calle para que se rompiera, pero la Virgen era de
madera de almecino y no había modo de romperla. El niño se llama Ambrosio vive un poco más arriba
de mi casa y es amigo mio y tiene diez años.
Por la noche durante la cena, mi madre contó que había ido una mujer a mi casa a comprarle
ropa de mi padre. Y le dijo que quería una chaqueta color de aceite porque su marido era muy marrano y
se echaba muchas manchas y si la chaqueta era color aceite, no se notaria. Mi madre le dijo que ella no
tenía chaquetas color aceite, pero la mujer insistió para que la buscara. Con la narración de esta tontería
nos hemos reído todos mucho. Durante un buen rato siempre que comentamos lo de la chaqueta color
aceite no cesamos de reír”.
Es curioso que yo acabara mi diario explicando dos cosas que la Guerra no había
podido destruir, el deseo de vivir de mi familia y una Virgen de madera.
***
Tras el paso de tantos años, pienso yo ahora que en las guerras entre hermanos,
no hay buenos ni hay malos . Sólo hay desgraciados que se odian. No hay vencedores ni
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vencidos. Solo hay frustrados. Porque vencidos y vencedores, no hicieron otra cosa que
ir de error en error. Y no hay verdades y mentiras. Sólo hay convicciones personales.
En Hamlet hay una escena en que este afirma que “con que conozcamos bien a un
hombre cualquier, ya nos conocemos muy bien a nosotros mismos”. Todos los hombres somos
iguales en nuestra trayectoria histórica. Todos hacemos siempre las mismas cosas. Todo
lo que yo cuento que ocurriera y se hiciera en un pueblo como Cazorla que quedó
durante la Guerra Civil en zona roja, ocurrió y se hizo igual (en forma más o menso
parecida) en los pueblos que quedaron en zona nacional. Y es que la vida no es sólo una
amarga provisionalidad, sino una impresionante rutina.

Este libro se empezó el 29 de Abril de 1999 y se terminó el 28 de Mayo de 1999.

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Diario de un Colegial
el dçia
por el Impresor
Patricio Almirón
de Cazorla
LAUS DEO

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