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Exhortamos a toda la comunidad católica, con el debido respeto a sus
vocaciones particulares y la insoslayable atención y cumplimiento de sus deberes
familiares y profesionales, a abandonar toda cómoda instalación y refugio en su vida
privada y asumir su necesaria contribución a la formación de espacios públicos. No quiere
eso decir que todos están llamados al liderazgo político, ni sindical, ni social: ello depende
siempre de vocaciones y talentos. Una equivocada comprensión de la presencia pública
cristiana y su identificación sin más con funciones de liderazgo social ha retraído a
muchos católicos de la vida común; busque cada uno el lugar que le es propio; pero sea
donde sea que esté, participe en la construcción de actitudes de interés por lo
comunitario, de responsabilidad social, de cumplimiento de las leyes (salvo en los casos
en los que determine, en conciencia, que dichas leyes son intrínsecamente agraviantes de
lo humano)
La anomia que atraviesa a la sociedad argentina en todos los planos es capaz
de destruir nuestra convivencia. La Iglesia pide a los creyentes que favorezcan con su
vida, sus decisiones y sus palabras, la asunción de las responsabilidades sociales y el
cumplimiento de la ley. Les pide que eduquen a sus hijos en una ética pública, que los
orienten hacia el cumplimiento de sus responsabilidades, que no teman impulsarlos hacia
la asunción de compromisos sociales. Los procesos políticos argentinos han hecho que
encerremos a nuestros hijos en las casas; con intención o sin ella los hemos desanimado
respecto de todo compromiso. Con dolor, y muchas veces con desesperación, los vemos
ahora presos en un sin sentido que les destroza el alma y la vida, ahogados por el anhelo
de bienes y consumo: eduquen a sus hijos como ciudadanos, no les permitan encerrarse
en un mundo sin proyectos ni vínculos sociales restringidos a la vida privada o al
entretenimiento.
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olviden que creen en el poder de la Cruz y la Resurrección; no quiere vecinas que estén
todo el día en la parroquia y sean un infierno de chismes y susceptibilidades para su
vecindario; no quiere dirigentes de grupos parroquiales, famosos por sus borracheras y
transgresiones de todo tipo; no quiere docentes que estén siempre dispuestas a escuchar
los problemas privados de sus alumnos y no conozcan una letra de lo que deben saber y
enseñar. No cree por ello que los católicos tengan que ser perfectos; pero sí cree que
deben ser hombres y mujeres dispuestos a la rectitud moral y en actitud permanente de
conversión.
Sin embargo, no exige a los suyos actitudes que no esté dispuesta a
reclamarse a sí misma: más aún, al hacerlo, es a Ella misma, en los suyos, a quien
reclama honestidad. Por lo tanto, su exhortación a la honestidad la desafía a revisar sus
actitudes institucionales, la rectitud de sus sacerdotes, religiosos/as y laicos, las palabras
que dice públicamente, las actitudes que toma en la trama cotidiana de su vida, las
decisiones en el ámbito de lo económico, lo laboral, lo social, lo intelectual. Cuando la
Iglesia exhorta a la sociedad a reconstituir su tejido social, es Ella misma la que recibe la
interpelación del Espíritu: es exhortada a desocultar sus miserias y fragilidades y a
convertirlas; es desafiada a crecer; es animada a descubrir los tesoros de sabiduría y
gracia que posee e incitada a compartirlos. Esta exigencia moral es condición
indispensable para sostener nuevas formas de participación y acción.
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La Iglesia pide a sus sacerdotes y religiosos, pide a sus laicos comprometidos
en instituciones y movimientos que sus experiencias de vida común sean “casas y
escuelas de presencia responsable”. Esto requiere que sus dirigentes eclesiales no se
satisfagan con comunidades depositadas en la responsabilidad de un solo hombre o
mujer; que abandonen la concentración de responsabilidades y poderes (experiencia que
también se tiene intraeclesialmente) y favorezcan la distribución de funciones y la
asunción de responsabilidades. Propongan caminos posibles y exploren diversos
compromisos: no agobien a los suyos con la exigencia de un sobreliderazgo que no se
encuentra entre sus posibilidades humanas, en tanto sí lo está la asunción madura de sus
responsabilidades. Muchos pueden ser impulsados, desde su compromiso cristiano y sus
particulares disposiciones personales, al liderazgo social o político; otros no. Lo
inexcusable para un compromiso cristiano es la asunción de su carácter de ciudadano y la
responsabilidad que ello lleva anexa.
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discernimiento considere que no es posible sin riesgo grave de complicidad en la
deshonestidad y la corrupción; o a menos también que la inserción pública nos sea
negada desde sus mismos centros) Estas estructuras formales deben ser revitalizadas y
sostenidas: una dañina prédica del caos y del vaciamiento de toda institución intermedia
produce estragos en nuestra capacidad de convivencia y nos deja a la intemperie y al
arbitrio de los poderosos de turno. No abandonen las estructuras e instituciones formales
de nuestra sociedad; con ello lo que queremos decir es que estén realmente presentes
con su acción, sus criterios de juicio, su trabajo continuo e interesado, en aquellas áreas
de la vida social a la que pertenecen por trabajo, vocación o interés. Exploren en ellas la
tarea desafiante de la construcción de instituciones, de la lucha factible contra la injusticia,
de la asociación con todo hombre de buena voluntad. Pero estén también siempre alertas
a los lugares donde brotan los nuevos signos de nuestra vida social: los lugares de la
insatisfacción profunda, los lugares de nuevos movimientos, los lugares del dolor humano
insoportable.
La Iglesia católica, cualesquiera sean los límites de su acción, su compromiso
y su justicia, incluso recibiendo en su propio rostro la denuncia de sus males, atraviesa la
sociedad entera y continúa siendo cálidamente próxima a la vida de los más pobres.
Puede arrepentirse de sus errores; no debe avergonzarse de su profundo conocimiento
de la necesidad de los que nada tienen, ni de las acciones emprendidas en beneficio de
los que sufren. Sus iniciativas en el ámbito de lo informal han dado lugar a numerosas
instituciones. Sigan construyendo lugares nuevos, espacios de contención solidaria,
anímense al surgimiento de obras, disciernan quiénes pueden acompañarlos, sean
lúcidos y agudos en el significado sociopolítico de sus iniciativas y sus obras.
La Iglesia pide a los suyos que no construyan “nichos” donde se sientan
satisfechos y tranquilos: construyan comunidades enamoradas de su gente y su país;
comunidades serias en sus tareas y proyectos, donde el soplo de la novedad del Espíritu
los lleve hacia donde están los hombres y sus nuevos lugares; comunidades de
compasión y de acción, sin fáciles ni cobardes rechazos al mundo, a la historia, a las
instituciones.
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social, ni siquiera cuando éste surja de la mejor de las intenciones. El espíritu cristiano
exige la solidaridad, pero en tiempos de extrema complejización y profesionalización, la
solidaridad debe brotar de la misma raíz de donde brota la respuesta más idónea posible
al problema más radicalmente planteado. Lo cual quiere decir que todo lo otro debe
hacerse a costa del esfuerzo y del sacrificio, de la austeridad de vida y del descanso, no
en lugar de la profesión.
Ocupen los espacios que deben ocupar en la producción de las artes, en el
desarrollo científico y tecnológico, en la vida de la inteligencia. La Iglesia pide a los suyos
que pongan de manifiesto en su idoneidad profesional, en su capacidad intelectual, en el
rigor de su investigación, que la savia cristiana pone alas al intelecto y no cadenas; que el
amor del cristiano no es el lugar donde compensa su falta de aptitud, sino el lugar donde
lo potencia y eleva.
Nuestra sociedad, para industrializarse, requiere un inmenso salto que no
puede producir sin innovación tecnológica y producción de ciencia: pedimos, a los que
están ya formados para ello, que entreguen lo mejor de sí a la infatigable tarea de la
investigación y vean en sus laboratorios el altar donde su vida se entrega a Dios y a su
pueblo; pedimos a los jóvenes que se transformen en científicos y vean en su ciencia un
inmenso campo de recuperación social, no el lugar donde se busca prestigio y dinero.
No hay tampoco crecimiento sin desarrollo real del conocimiento social y
humanista, sin una insoslayable mirada crítica y lúcida sobre nuestra identidad y nuestros
problemas reales. La Iglesia pide a los suyos que desarrollen un conocimiento riguroso y
esperanzado de la realidad argentina, que investiguen con mirada lúcida sus problemas,
que no satisfagan sus anhelos de saber con la importación de saberes que se producen
en otros centros, pero que realicen el esfuerzo de ser competitivos en las esferas del
saber internacional. Pide a sus intelectuales que piensen nuestra realidad y expongan
públicamente lo que piensan; les pide también que hagan el esfuerzo de crecer en el
conocimiento de la fe, con el mismo esfuerzo y seriedad con el que han crecido en el
desarrollo de su saber.
La Iglesia pide a sus artistas que entreguen sus ojos, sus oídos, sus manos, a
la producción de aquellas obras en las que el hombre toma contacto con una dimensión
de su propia humanidad a la que no puede tener acceso sin el arte; les pide que eduquen,
con la atracción de sus obras, la dimensión estética de nuestra sociedad y contribuyan a
liberarlo de ese burdo y cruel consumismo que tiene acorralada su alma.
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Muchas de las producciones de nuestros medios de comunicación se han
transformado en una banalización del alma de los argentinos. Ya ni siquiera bastan los
espacios netos de ficción: el sucesivo rating de Operación Triunfo, Gran Hermano,
Bailando por un sueño, es una prueba cabal de las expectativas de inserción social que
tienen nuestros jóvenes: el salto a un espacio público sin responsabilidades ni itinerario
previo; el supuesto “descubrimiento de su personalidad” por la sociedad; el triunfo por la
transgresión máxima o la simpatía o consenso social; la invisibilidad de aquellos que son
los verdaderos ganadores económicos de estas “gestas juveniles”. La Iglesia llama a sus
comunicadores sociales a la creatividad y la novedad, a la responsabilidad pública sobre
sus actos, a contrarrestar el proceso de superficialidad y estupidización de nuestra
capacidad de esparcimiento, superficialidad que nos vuelve fácilmente manipulables por
los centros de poder.
6. El diálogo social
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El diálogo social exige el aprendizaje de los consensos y la ejercitación en el
disenso, la presencia de conflictos insoslayables, la asunción de la réplica. El diálogo
cristiano no es equivalente a la boba actitud de quien tiene miedo a la pelea y a la
enemistad. Sabe que existen áreas de conflictos, pero piensa que es posible construir una
historia común.