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l concepto ‘raza’ predominó en el siglo xix y la primera mitad del
siglo xx, y sigue vivo a pesar de haber sido proscrito después de la
Segunda Guerra Mundial. Aunque perdió popularidad y legitimi-
dad, la persistencia de su uso —en particular cuando se hace referencia a
la población negra— merece atención. Este ensayo explora la historia de
dicho concepto en Colombia con el ánimo de contribuir al análisis de las
nociones que utilizamos en los estudios sobre la gente negra.
Este trabajo se nutre de inquietudes surgidas en cuatro espacios: la
investigación que realicé sobre el Pacífico colombiano entre 1850 y 1930
(Leal, 2004), una serie de cuatro cursos sobre raza y nación en América
Latina que dicté en la Universidad de los Andes, las discusiones que
sostuvimos durante casi dos años en el grupo de estudio sobre raza y
nación —que coordinamos con Julio Arias y que se reunía tres o cuatro
veces cada semestre— y el trabajo de edición de dos dossiers que sobre
el tema de raza y nación publicó la Revista de Estudios Sociales en 2007.
Presenté las ideas generales de esta reflexión en marzo de 2008, durante
las jornadas de trabajo denominadas «Raza, etnicidad y racismos: debates
sobre acciones afirmativas y reparaciones en Colombia». Para la publica-
ción hice una revisión que alteró algunas de las ideas iniciales pero que,
sobre todo, las desarrolló y afinó bastante.
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Me centraré en tres momentos decisivos de la historia del pensamiento
racial en Colombia y haré énfasis en el caso de los afrodescendientes.
Comenzaré por examinar el tránsito del concepto ‘casta’ al concepto
‘raza’ en las primeras décadas del siglo xix como resultado del paso de
un régimen monárquico y colonial a uno republicano. En este punto
la discusión se enfoca en los cambios que generan el fin del sistema de
castas y la construcción de la noción de ciudadano en la forma de marcar
diferencias entre la población. Hacia finales del siglo xix y a principios
del siglo xx el pensamiento racial se endureció debido al desarrollo de
ideas sobre el tema amparadas por el halo de la ciencia. Por eso en se-
gundo lugar indagaré si hubo cambios en la forma en que se entendía el
concepto ‘raza’ entre mediados del siglo xix y las primeras décadas del
siglo xx. Para ello compararé escritos de las décadas de 1860 y de 1920.
Esta comparación, además de llevarme a concluir que no hubo cambios
significativos, me permitirá discernir, sobre la base de ejemplos concretos,
cómo estaba construido el concepto. La tercera sección se refiere a los
cambios sucedidos en la segunda mitad del siglo xx, después de que el
concepto ‘raza’ fue desacreditado por su dudoso fundamento científico
y por los horrores que propició. La pérdida de legitimidad del concepto
generó algunos cambios importantes en la forma de definirlo y también
tuvo implicaciones para los estudios sociales. En esta parte final explo-
raré estos temas y terminaré con algunos comentarios sobre la reciente
tendencia académica a revivir tal concepto para entender el presente y el
pasado de América Latina.
De ‘casta’ a ‘raza’
En la primera mitad del siglo xix la palabra y el concepto ‘raza’ «reem-
plazaron» al concepto ‘casta’ del periodo colonial. Durante el resto del
siglo xix y la primera mitad del siglo xx los intelectuales colombianos y
latinoamericanos privilegiaron categorías raciales para clasificar y jerar-
quizar a la población. Por lo tanto, el concepto ‘raza’ resulta fundamental
para comprender la forma como se marcaban las diferencias sociales y
las élites comenzaban a pensar la nación. Sin embargo, el lugar de cada
1 Urueña (1994: 6) examinó estos textos con un fin diferente al de este ensayo: mostrar
que las ideas racialistas de la década de 1920 «se inscriben dentro de una lógica discursiva que
desde el [siglo xix] ha buscado explicar la conflictividad política y social colombiana a través
del estudio de la composición y de las características etnorraciales de la población».
[E]s leal por veneración y respeto más que por amor: de costumbres
generalmente puras, metódico, laborioso y respetuoso de la propiedad ajena,
deja de serlo cuando se le ordena lo contrario; pues se mueve por prestigio
y no por reflexión, hábil para las artes manuales, fía más en la maña que
en la fuerza; y tenaz en sus hábitos, es difícil hacérselos cambiar, y toca en
lo imposible penetrarle de pronto de una idea nueva. Por inclinación es
religioso; mas, como obedece mucho y discurre poco, la religión es para
él un precepto, jamás un sentimiento; y necesita que las ceremonias del
culto externo le impongan respeto, veneración y temor. El indígena llega
hasta el heroísmo en la fe, pero no nos atrevemos a asegurar que alcance
otro tanto por el camino de la caridad (1972: 85-86).
Todas las razas […] tienen [en nuestro país] cabida y pueden ser observa-
das en su desarrollo físico y moral. Y nada es más curioso que el fenómeno
múltiple de las combinaciones de tipos, caracteres morales, tendencias y
aptitudes que se derivan de la coexistencia de tantas razas, unas enteramente
puras, pero algo modificadas por las influencias del medio en que viven,
otras relacionadas entre sí por cruzamientos más o menos intensos. Entre
los tipos granadinos (prescindiendo de los puros europeos) escogeremos
como los más notables los del criollo bogotano, el antioqueño blanco, en
indio pastuso, el indio de la Cordillera oriental ó Chibcha, el mulato de
las costas ó del bajo Magdalena, el llanero de la hoya del Orinoco, y el
zambo batelero llamado en el pais boga (1969: 83; énfasis en el original).
Samper deja muy claro que dos de las tres razas madres —la negra
y la india— son inferiores a la tercera —la española— y que las dos
primeras produjeron al salvaje zambo, «la peor casta o raza del país»
(1969: 98), mientras que la segunda dio origen por sí sola al «impoluto»
criollo bogotano.
Esta jerarquía se organiza en relación con la dicotomía entre civilización
y barbarie, como lo sugiere la mención del «salvaje» en la cita anterior o
del «guerrillero vascongado semi-salvaje» en otra parte (1969: 86-87). Las
características con las que Samper define a cada tipo sirven para ubicarlos
a todos en la escala jerárquica que se extiende entre estos dos polos. Así,
la inteligencia del antioqueño lo ubica del lado de la civilización mientras
que la desnudez del zambo reafirma su carácter bárbaro (1969: 86, 96).
El llanero, por su parte, queda ubicado en el medio, como
Como lo ilustra esta cita, ser bárbaro significaba estar más cerca de la
naturaleza o, si se quiere, no haber adoptado las convenciones sociales
que definen a los verdaderos hombres.
Arboleda no escapa a este marco de referencia conceptual, como lo
indica, por ejemplo, su alusión a la barbarie primitiva de la raza negra
(1972: 88) o su afirmación de que «al lado de una raza más inteligente
y civilizada, el americano puede alzarse hasta igualarla» (1972: 86). Esa
jerarquía le otorga un papel preponderante a la «mejor» raza: «La aristo-
cracia […] o sea la raza blanca, es la sola responsable de la futura suerte
de esos países. De sus virtudes y sensatez depende su prosperidad o su
desgracia» (1972: 93).
Ese orden racial jerárquico enmarcado dentro de la dicotomía entre
civilización y barbarie está asociado con un discurso histórico eurocen-
trista. Europa incorporó al resto del mundo en su proceso de expansión
y las clasificaciones raciales son producto de ese proceso. Las razas eu-
ropeas y sus descendientes eran consideradas mejores y más avanzadas
que las demás. De esta manera, la clasificación racial podía asociarse a la
coexistencia en un mismo momento de diferentes etapas de desarrollo
histórico. Según esta lógica, las razas blancas son las llamadas a gobernar
y, por lo tanto, a hacer avanzar a la historia. Entre las demás, algunas
vegetan sin llegar a ser sujetos históricos y otras retrasan el avance de la
civilización mientras que las restantes son consideradas simplemente
elementos menos dinámicos (De la Cadena, 2007: 17-21; Dirlik, 2002).
Las jerarquías raciales se anclan no solo en un discurso histórico sino
también en una forma de concebir la geografía. Tal como lo muestra el
texto de Samper, la asociación de las razas con diferentes espacios geo-
gráficos sirve para dar fuerza a estos discursos. Para este autor, la «ley de
la geografía» (1969: 72) determinaba qué raza habitaba qué lugar:
Para ambos autores el mestizaje parece ser no solo uno de los elemen-
tos latinoamericanos por excelencia, sino también la clave de un futuro
dichoso. En este sentido anticipan al mexicano José Vasconcelos, quien
en su famoso ensayo La raza cósmica (1925) afirma que el mestizaje hará
que América Latina sea el escenario del último y definitivo estado social
de la humanidad, el espiritual o estético, que supera al (actual) material
o guerrero y al (pasado) intelectual o político.
Este asunto del mestizaje como fórmula para un futuro prometedor
es fundamental, y Samper nos da luces sobre cómo interpretarlo. Para
comenzar, el mestizaje se consideraba una situación pasajera, como
queda claro en su exposición sobre el mulato, de quien dice que «sus
defectos son los de toda casta mestiza en su principio, y los inherentes
a su situación transitoria» (1969: 90). Pero más importante aún es que
supuestamente esta situación temporal llevaría a la conformación de una
sociedad mestiza pero caucásica (1969: 80); es decir que el mestizaje se
entendía como un proceso de blanqueamiento (Skidmore, 1998). Es la
mezcla con el blanco lo que permitiría redimir a los otros componentes
raciales inferiores: «Suponiendo que los cruzamientos que producen
zambos, mulatos é indo-españoles fuesen un mal, —que no lo son en
manera alguna, sino un gran bien al contrario,— en todo caso debe es-
perarse un porvenir dichoso en Colombia, preparado por el cruzamiento
Sabemos por experiencias repetidas que entre los animales, las razas
se mejoran cruzándolas, y aun podemos decir que estas observaciones
se han hecho igualmente entre las gentes de que hablamos, pues en las
castas medias que salen de la mezcla de indios y blancos son pasaderas.
En consecuencia, de estas observaciones y de la facilidad que adquiriría
nuestra legislación patria, sería muy de deseo que se extinguiesen los indios,
confundiéndolos con los blancos, declarándolos libres de tributo y demás
cargas propias suyas, dándoles tierras en propiedad (7-8)2.
2 Safford cita a el texto «Memoria sobre la población del reino» (en Pensamientos políticos
y memorias sobre la población del Nuevo Reino de Granada, Bogotá, 1953, p. 83). De manera
similar, Alfonso Múnera (2005) cita a José Ignacio de Pombo, prior del consulado de comercio
de Cartagena, quien abogó por «la reunión y mezcla de las varias castas que la habitan, para
que no haya más que una clase de ciudadanos en el orden común» (p. 144).
Este enfoque, que tiene uno de sus hitos fundacionales en el libro Casa-
Grande y senzala (1934) de Gilberto Freyre, recibió un fuerte impulso
en la década de 1950, cuando la Unesco buscó entender la supuesta
armonía racial brasileña con el fin de obtener lecciones útiles para otras
sociedades caracterizadas por el antagonismo racial (Wade, 1997: 52-57;
Telles, 2004: 6-10).
Varias razones explican que el tema de las relaciones raciales cobrara
importancia en Brasil y no en Colombia. En primer lugar, en Brasil cerca
de la mitad de la población es afrodescendiente (Andrews, 2007: 252),
mientras que en Colombia la participación de esta población en el total
nacional está entre 10% y 20% (Rodríguez & ál., 2008: 22-23). Por
lo tanto, la población negra y mulata es mucho más notoria en Brasil,
donde ha ocupado un lugar fundamental en la definición de la identidad
nacional. Allí la noción de mestizo se asimila a la de mulato, lo que no
suele suceder en Colombia. Por lo tanto, el nacionalismo mestizo, que
es más fuerte en Brasil que en Colombia y se consolidó más temprano,
es un nacionalismo mulato. La existencia de una obra como la de Freyre
dio relevancia al tema de las relaciones raciales desde la década de 1930
y fomentó estudios posteriores que llegaron a conclusiones opuestas. Es
decir, el mito de la democracia racial en un país negro y mulato generó
un examen temprano de esta noción.
Mientras que en Colombia los académicos dejaron de lado el tema
racial, los literatos negros hicieron hincapié en él. En sus obras se ob-
servan dos fenómenos: la persistencia de un lenguaje racial y el deseo de
denunciar la discriminación. Los títulos de algunos poemas escritos por
autores del Pacífico colombiano que tienen ancestro negro sirven para
ilustrar el primer punto. Helcías Martán Góngora, por ejemplo, tituló
«Burguesitas de color» a uno de sus poemas mientras que Hugo Salazar
Valdés escribió otro poema conocido como «Raza» (Prescott, 2007: 138,
144). El etnógrafo Rogerio Velásquez, que incursionó en la literatura con
Conclusión
El concepto ‘raza’ ha mediado la forma como los colombianos hemos
marcado las diferencias entre la población. Sin embargo, durante décadas
este fenómeno se ignoró: como las razas dejaron de considerarse realidades
objetivas y el pensamiento racial contribuyó a justificar abusos imperdo-
nables, había que abandonar el uso del concepto. Eso se logró, en buena
medida, en el lenguaje académico pero no en el ámbito cotidiano. Allí
las clasificaciones raciales siguieron vivas, mientras que la academia no
solo dejó de usarlas sino que también olvidó analizarlas. La renuncia a
estas preguntas críticas fue influida por la idea de la nación mestiza, que
supone que no hay tensiones raciales, y por el gran peso que las divisiones
de clase tienen en nuestra sociedad. En los últimos quince años ha sur-
gido en Colombia el interés en entender los efectos de las clasificaciones
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