Kevin Morán
Los niños poseen esa curiosidad que los hace ver más cosas de las que un
adolescente u adulto puede ver, por más niño interior que tenga. En muchos
casos, como en el de Julián, encuentran irresistible, caminar, correr o gatear
para descubrir que hay más allá. Hacia donde los lleven las burbujas.
Era una tarde. Empezaba la primavera. Julián tenía cinco años. Todos, con
tortas. Los tres últimos con muchos amiguitos, mayores, todos primos
suyos. Faltaba un año para empezar la primaria, pero él estaba tranquilo y
sin preocupaciones, aún. Su mamá lo acompañaba. Estaban los dos viendo
el cielo desde la ventana de su departamento, en el quinto piso. Todos eran
tan chiquitos, pensó Julián, como cada vez que se a soma a la ventana para
ver la calle.
Todo está iluminado por la luz natural que entran por las ventanas. Las
fotos de los paseos y cumpleaños y de tíos lejanos vienen poblando las
paredes y cuanta repisa haya sido clavada para darles ese espacio.
Se sobó la nariz y cuando acab ó, vio en el cielo algo que era imposible no
ver. Eran miles de burbujas, cientos, por no decir millones. Y miraba a las
burbujas y de inmediato se volteo a mirar a la gente. Nadie parecía
sorprendido. Todos seguían caminando como zombies y los carros bota ndo
el mismo humo que de seguro ya tiene en sus pequeños pulmones, cosa que
debería denunciar ante el estado.
Al pequeño Julián le pareció sorprendentes, las burbujas en el cielo, solo
quería tocarlas, y reventarlas una a una. Aunque le pareció extraño qu e
nadie más se diera cuenta. Ahora estaba parado sobre la silla, limpiaba su
respiración de la ventana haciendo uso de su manga.
Quería salir, debía salir. Las travesuras que había cometido en el pasado, no
se comparaban en nada a lo que estaba a punto de hacer. Escaparse de casa
no era algo que debía conocer hasta por lo menos tener 15 años, pero en
esta ocasión, la oportunidad se dio, y Julián sabía que debía ir y seguir a
esas burbujas.
Silencio. De seguro su mamá no se daría cuenta. De seguro seguiría
durmiendo hasta antes de que el llegue. Quizá ni siquiera se daría cuenta de
que se atrevió a salir. Porque su madre era una santa, muy buena y linda,
pero cuando se molesta, no es tan linda, no más.
La calle es tan rica. Julián casi nunca sale de su casa sin papá o mamá, se
podría perder, decían. A Julián no le parecía malo salir con mamá ni con
papá de la mano hasta que vio que otros niñitos salían y andaban por la
calle como si nada les pudiera suceder, y cuando él trató de imitar el
modelo, pues el sistema se impuso. Fue castigado, deportado a su
habitación y privado de programación para niños. Él descubrió en la calle
que a parte de la gente que camina y camina, la hay también inamovible,
sentadas en sus pequeños puestos, trabajando. Siempre los veía cuando
salía al mercado con mamá pero no los notaba cuando veía a la gente desde
la ventana de su departamento.
Las personas lo miraban raro, iba solo, y siempre viendo al cielo, siguiendo
a las burbujas como un loquito tratando de hallar ovnis. La gente de los
puestos siempre le sonreía. Los demás, que no lo miraban raro,
simplemente eran muy altos como para verlo.
Julián un poco cansado paró y miro de reojo todo a su alrededor, miró hacía
tras y la gente caminaba hacía otra dirección sin darse cuenta de este lugar.
En el cielo las burbujas seguían yendo en una dirección. El lugar se empezó
a llenar de burbujas, como empujándolo. Las piedras en el suelo eran tan
claras y las casas sucias y cubiertas de plantas.
Julián quiso seguir a las burbujas detrás de la pileta y así lo hizo, continuó
con un poco de temor pero siguió hasta la entrada cubierta con l a más
espesa enredadera de plantas y flores que en su base tenía un hoyo por
donde él cabía. Entró.