Anda di halaman 1dari 6

Pajarero

Kevin Morán

Ramiro coleccionaba palomas. Tenía de todos los tipos, de todos los


colores. Las tenía en una jaula gigante que había preparado en la azotea de
su casa, ahí donde nadie le podía decir nada, sobre todo de sus palomas.
Algunas, muchas veces escapaban, pero volvían. Ramiro les agarro cariño,
la mayoría ya había nacido y crecido en esa azotea, con él. Cuando llegaba
del colegio y veía que se acurrucaban unas con otras, era feliz. Por eso, el
día que se las llevaron, fue a su rescate.

Lo que más le gustaba en esta vida a Ramiro, era cuidar de sus palomas.
Eran demasiadas aves las que tenía que cuidar para un niño de su edad,
pero él, devoto, lo hacía por amor a ellas, sus mejores amigas.

De todas las razas y de todos los colores. Algunas de ellas eran regalos de
tíos que traían una especia rara, o sea una paloma normal pero europea. Era
su colección personal de palomas que no vendía. Todas tenían nombres,
todas. Era el niño de las aves en el vecindario. Solo dos de sus amigos
habían logrado ver tal colección de palomas y Ramiro les enseñaba como
cuidarlas, y, a menudo, acariciaban a los pichones.

Todas las mañanas las alimentaba y siempre terminaban gordas sin ganas
de volar a ninguna parte y ellas, acurrucadas, se lo agradecían en el fondo
de su plumífera existencia. Su madre un día tomo prestada unas dos
palomas gorditas que por supuesto no devolvió porque los incluyo en una
cena especial, con tallarines. Ramiro se molestó porque las tocaron sin
permiso, se las comieron sin permiso, el permiso que de todas formas su
madre no recibiría. Su mamá no entendía muy bien el extraño amor que él
sentía por sus palomas pero pensó que era bueno.

Al otro lado de la ciudad un señor se había enterado de que el niño poseía


una vasta cantidad de palomas, algunas extrañas y muy cotizadas en otros
espacios, donde les daban más valor. Un día se presento muy elegante en su
casa, donde su mamá lo atendió muy bien después de hacerle las preguntas
que hace una madre cuando ve que un desconocido pregunta por su hijo.
Galletas y un poco de leche sirvió en la mesa y de lejitos escuchaba la
conversación que su hijo mantenía con ese señor.

El señor terminó convenciendo a Ramiro a enseñarle el lugar donde


reposaban todas las aves. El tipo miró a las aves con malicia pero Ramiro
solo estaba encantado de saberse reconocido por este señor. “Muy bien”,
dijo el señor, lo último que se escucho de él. Los dos bajaron y el señor le
dijo que estarían en contacto.

Ya en la azotea, Ramiro empezaba a recoger las plumas que se sacaban


todas para ponerlas en su almohada, su almohada de plumas de paloma, tan
fanático era.
Al día siguiente, cuando despertó, no encontró ninguna paloma. La jaula
estaba intacta. Ese día lloró. Su madre trato de consolarlo pero el niño solo
abrazaba a su almohada llena de plumas de sus amigas que tan
generosamente le habían dado.

Ramiro maldecía a los cuatro vientos. Sus palomas no estaban. Estaba


seguro de que fue ese señor, el que vino ayer. ¿Qué hizo? Al día siguiente
llamó a sus mejores amigos, Camilo y Gustavo, tres años mayor que él,
pero que siempre lo ayudaban y jugaban con él.
Gustavo y Camilo, se pasaron la tarde en sus bicicletas recorriendo las
calles cerca a la casa de Ramiro con las características y detalles de cómo
era y cuan de arrugado sería el rostro del malvado señor bien vestido. Algo
bueno del interrogatorio de la madre de Ramiro, es que el señor dijo que no
vivía muy lejos. Gustavo y Camilo lograron encontrar a un señor con la
misma descripción que les daba Ramiro. Lo siguieron con mucha
precaución. El señor miraba para todos lados al caminar por la calle, algo
había hecho. Parecía nervioso, y los dos amigos lo notaron y supieron que
era él, el ladrón. Descubrieron su madriguera y guardaron la dirección para
el día siguiente.

Ramiro tenía muchas ganas de llegar ese lugar y rescatar a sus aves antes
de que sean vendidas o servidas en algún plato de tallarín. Camilo y
Gustavo lo acompañaron. Fueron en bicicletas los tres. La madre de
Ramiro ni enterada estaba de lo que su hijo estaba a punto de hacer, las
madres nunca lo están.

Al llegar, todo parecía fácil, tanto como entrar, llegar hasta donde las tenía
y llevárselas, sonaba muy simple, pero no. No sabían cómo entrar y mucho
menos sabían si tenía a las palomas con él. Ramiro confiaba ciegamente en
que allí estaban. Una sonrisa se le vino cuando vio algunas de las plumas
caer desde la azotea de ese mismo edificio. Sabían que estaban en la azotea,
desesperadas por volver con su dueño. Cómo entrar…

Los inquilinos entraban y salían pero no regularmente y tuvieron que


esperar a que alguien llegara para poder entrar y cuando uno de estos les
pregunto “¿A quién buscan?”, porque son muy celosos, ellos solo
contestaron, o más bien Camilo: “A una amiga”. El tipo le creyó y pasaron.
Es un pasadizo largo y oscuro, con un ascensor malogrado desde los años
70´s y escaleras apolilladas, las que tenían que seguir para poder llegar a la
azotea del edificio. Rezaron para que el tipo bien vestido no se apareciese
mientras subían. Todo el lugar daba una sensación a muerto. Lo único que
se escuchaba eran los pasos rápidos que daban para llegar. Camilo y
Ramiro estaban tan concentrados que no se dieron cuenta que habían
dejado a Gustavo tres pisos más abajo.

Al llegar a la puerta de la azotea se dieron cuenta que estaba con candado,


pero de inmediato Camilo, sacó un martillo de su mochila y la golpeo
fuerte, el ruido no pasaría desapercibido para los inquilinos, de seguro
vendrían, y los atraparían.

Las palomas estaban allí y su pequeño cerebrito a penas computaba que su


dueño estaba frente a ellas, admirándolas otra vez, a punto de liberarlas.
Ramiro casi llora de ver a sus amadas, tan encerradas, en una jaula diez
veces mucho más pequeña.

Los dos chicos sacaban las sogas de su mochila para amarrar la jaula y
bajarlas por uno de los costados del edificio que daba a un callejón. El plan,
impreciso al comienzo, parecía funcionar.

Las aves serían salvadas. Al momento y para su desgracia, el tiempo se les


había agotado y por la puerta de entrada a la azotea apareció el señor bien
vestido. Estaba furioso, se le notaba en su cara. Se remangaba la camisa
que llevaba puesta. Un tipo lo acompañaba también. Los tres chicos casi
sueltan la jaula hacia el abismo que daba al callejón. Tuvieron que
regresarla a su lugar o dejar caer a las palomas. No podían salir dañadas.
Ramiro se sentía culpable de poner en peligro a sus amigos. Camilo no
podía dejar de temblar. Gustavo tenía miedo y el suficiente coraje para
defenderlos a los dos.

El tipo bien vestido gritaba mucho y mando a su acompañante a detener a


los dos adolescentes. Gustavo y Camilo se defendieron a puño limpio ya
que la mochila con el martillo estaba un poco lejos. Mientras Ramiro era
tomado del cuello por el ladrón de aves. Ramiro lo mordió de alguna forma
y pudo liberarse. Camilo llegó arrastrándose a su mochila, había recibido
varios puñetazos pero no como a Gustavo que tenía dos en la cara y seguía
de pie tomando al esbirro por los pies. Ramiro también fue golpeado y
estaba a punto de llorar. Camilo sacó el martillo de la mochila, el pobre
delincuente gritó de dolor cuando fue golpeado en la mano y luego en la
clavícula y no termino sin antes darle en las piernas para que no se pudiera
parar. Estaba molido.

El tipo, era delgado, viejo, parecía no tener fuerza pero aún así agarraba
con fuerza la jaula. Ramiro estaba a punto de tomar una gran decisión. Se
había dado cuenta que la jaula podía ser desmantelada desde arriba por
completo. Las aves estaban enloquecidas ante el peligro. Los aleteos eran
intensos.

Ramiro… las soltó al abrir toda la parte del techo de la jaula y las palomas
salieron despedidas por instinto. El tipo no podía creer que se fueran
volando en una bandada, no podía creer que el niño haya estropeado sus
planes. Ramiro vio con emoción y algo de tristeza como se iban todas
juntas. Era hermoso verlas juntas, volando por el cielo, a todas, yéndose.
Ramiro se contuvo, no sabía si se irían para siempre o volverían volando a
su azotea cualquiera de estos días, mantuvo la esperanza de que si.
Camilo y Gustavo fueron agarrados del cuello por el cómplice que solo
quería venganza. Enloquecido, el tipo bien vestido quiso estrangular a
Ramiro y estuvo a punto de lograrlo de no ser por la policía que llego a
tiempo. Fueron denunciados, no por robar las aves sino por el maltrato
físico hacia los menores. Las pruebas eran contundentes y terminaron en la
cárcel. Gustavo ya con el rostro desinflamado les contó que cuando se
olvidaron de él al subir las escaleras, tuvo la idea de llamar a la policía en
caso algo saliera mal, “bendito seas”, dijo Camilo, exhausto.
Ramiro se paso varias noches pensando en sí hizo bien en liberarlas. Un
sábado fue feliz de nuevo. Nunca más utilizó la jaula.

Anda mungkin juga menyukai