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Por último o antes de empezar lo demás ni siquiera es silencio, pues nunca nada
deja de sonar. A pesar de haber estado siempre ahí, como La carta robada de Poe, la
incesante dimensión sonora de la existencia permanece inaudita hasta que alguien se
abre a la escucha y pone en marcha la extraña máquina de convertir el tiempo en
música.
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Si tiene razón Lucrecio y todos los órdenes son producto del azar, el
improvisador construye un orden u órdenes sucesivos, cada uno de los cuales es como
una imposible moral provisional que no se asienta en el juicio. Dice Descartes: “Así, a
fin de que yo no permaneciera indeciso en mis acciones mientras la razón me obligara a
estarlo en mis juicios, y que no dejara de vivir desde entonces lo más felizmente que
pudiera, me formé una moral en prevención...”.
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Aunque las musas sean hijas de Mnemosine, hay una música que nace del
olvido, lethe. ¿Será la verdad –aletheia, contraolvido, memoria- provincia sólo de los
saberes de la palabra? Una frase musical es incontestable, irreparable, pero no es cierta
ni falsa, pues antecede al logos. La música tiene su propia causalidad, prelógica, como
quería Lezama de la poesía.
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Such a price
the gods exact for song:
to become what we sing.
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Aquello que se te acerca es lo que estás buscando, según Emerson (¿o Samuel
Johnson?).
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Parece que es la vida -el conjunto de fuerzas azarosas que nos gobierna- quien
enseña. En tal sentido se manifiesta Bernard Shaw, que parece haberlo visto claro -al
menos retrospectivamente-, cuando dice: “Interrumpí mis estudios para ir a la escuela.”
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La tripulación del barco de La caza del Snark agradece a su capitán que el mapa
por el que han de guiar su travesía esté completamente en blanco:
“Other maps are such shapes, with their islands and capes!
But we´ve got our brave Captain to thank”
(So the crew would protest) that he´s bought us the best-
A perfect and absolute blank!
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Quizá la ruta de la verdad, la que nos lleva a Ítaca, no sea sino una de las
posibles y tal vez no la mejor. Aquí procede, creo, una vindicación de las Sirenas frente
a la mojigatería órfica y el casto Apolo. El improvisador prefiere frecuentar la compañía
de aquéllas y el extravío donde, por azar, como quería Sócrates, se encuentra tal vez la
areté. O no.
Aunque a lo mejor -a la inversa- no se extravía uno sino en la espesa costumbre,
en el hábito, en la cacofonía renqueante de lo doméstico: aquello que se nos dio una vez
y desde entonces languidece. Y puede que encuentre lo que aquí importa en la
intemperie, el centro nómada del Tao, el azar, el mapa en blanco de Carroll. Como fuera
de casa en ningún sitio.
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Esa costumbre que nos ata a una identidad reducida con la que sólo comulgamos
por pereza y pragmatismo también nos vincula a un Tiempo.
(No hay un único tiempo: son muchas cintas / que paralelas se deslizan / con
frecuencia en sentido contrario y raramente / se entrecruzan.).
O los “Yahoo”, los hombres sin memoria de los que habla Borges en El informe
de Brodie, donde también se nos dice que, filosóficamente, tan extraño es recordar el
pasado como predecir el futuro.
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Sólo la ceñuda monotonía de los relojes -cronos- hace posible que nos acojamos a una
identidad mermada y cuantificable, mientras que el aión rugoso y equívoco dinamita el
nivelado del rebaño. Éste es el tiempo de la música. Iucunda Severitas.
Aquello que se te acerca es lo que estás buscando. Cada vez que el improvisador
se deja perder y encontrar en las entrañas de esa materia refractaria al sentido y al
significado con la que trata y de la que es vehículo, puede aparecer, de nuevo por
primera vez, la belleza. En palabras de Canetti: “Se suspendió el argumento y sobrevino
la felicidad”. Siempre al principio.