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COMO FUERA DE CASA EN NINGÚN SITIO

(Fragmentos de un ensayo sobre Música y Azar)

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Por último o antes de empezar lo demás ni siquiera es silencio, pues nunca nada
deja de sonar. A pesar de haber estado siempre ahí, como La carta robada de Poe, la
incesante dimensión sonora de la existencia permanece inaudita hasta que alguien se
abre a la escucha y pone en marcha la extraña máquina de convertir el tiempo en
música.

-2-

Si tiene razón Lucrecio y todos los órdenes son producto del azar, el
improvisador construye un orden u órdenes sucesivos, cada uno de los cuales es como
una imposible moral provisional que no se asienta en el juicio. Dice Descartes: “Así, a
fin de que yo no permaneciera indeciso en mis acciones mientras la razón me obligara a
estarlo en mis juicios, y que no dejara de vivir desde entonces lo más felizmente que
pudiera, me formé una moral en prevención...”.

-3-

Aunque las musas sean hijas de Mnemosine, hay una música que nace del
olvido, lethe. ¿Será la verdad –aletheia, contraolvido, memoria- provincia sólo de los
saberes de la palabra? Una frase musical es incontestable, irreparable, pero no es cierta
ni falsa, pues antecede al logos. La música tiene su propia causalidad, prelógica, como
quería Lezama de la poesía.

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El improvisador toca despojado de razón y fines, cargado únicamente con todo


lo que ha olvidado, como el repostero de La caza del Snark, de Lewis Carroll, “famed
for the number of things / he forgot when he entered the slip” (notorio por la cantidad de
cosas / que olvidó al embarcar), que no recuerda ni su propio nombre. Todo lo que no
recuerda es lo que paradójicamente trae a la superficie. Así se canta no lo que se pierde
sino lo perdido, en un ámbito en el que la nostalgia sería una falsificación. Si tenemos
presentes los goces ausentes es que no se han ido. No hay lamento por lo pasado, hay un
lugar que rompe a sonar siempre ahora, siempre al principio.

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En este olvido de sí, esta suerte de amnesia autoinducida, intérprete y oyente


sufren un serio menoscabo de su identidad, e inician un proceso de muda, un devenir
niño o animal (Deleuze). Devenir tantos, devenir nadie. Pero esta música no sería el
mero reflejo de una identidad múltiple cuya sede o territorio estaría más allá o más acá
de la conciencia. No tocamos lo que somos, sino que nos vamos convirtiendo en lo que
tocamos; no asistimos a la declaración de un carácter dado sino al sonar de lo humano
en transformación. O estos versos de Mathew Arnold:

Such a price
the gods exact for song:
to become what we sing.

(Tal es el pago / que los dioses exigen a cambio de la canción: / convertirnos en


aquello que cantamos.)

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Así se nutre la improvisación de sonidos residuales, recortes o rebabas de la


melodía, sobras, lo que queda fuera del lecho de Procusto del Yo: “lo que desechamos
regresa para consumirnos”, escribe Don DeLillo. Lo que desechamos, lo que hay antes
de los preliminares y después del fin de otra música más convencional, lo que la
estructura sacrifica cuando se instala, lo que todo plan -por definición- no contempla,
porque es precisamente este sonido lo no proyectable o futurible, pues es su misma
esencia contradecir los planes.

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No implica lo antedicho que el músico deba librarse a sus instintos, pues la


cándida visceralidad esconde siempre un plan y, lo que es peor, un plan “personal”, y a
nadie se le escapa, supongo, que lo que solemos llamar “personal” acostumbra ser una
sólida muestra de automatismo social, de comportamiento gregario. Conviene estar
presto a contradecirse al paso y alumbrar modos de improceder: “Onde queres revólver
sou coqueiro”. Y cuando la contraorden se vuelva escuela o ley estar ligero para
abandonarla o infringirla en beneficio de quién sabe qué.

-8-

Aquello que se te acerca es lo que estás buscando, según Emerson (¿o Samuel
Johnson?).

-9-

En el Protágoras, Sócrates sostiene que la areté (excelencia) no se enseña y


acaso ni siquiera se busca, sino que se encuentra o no, por azar: “No sólo parece que la
comunidad ciudadana opina así, sino que, en particular, los más sabios y mejores de
nuestros ciudadanos no son capaces de transmitir a otros la areté que poseen. Por
ejemplo, Pericles, el padre de estos muchachos de aquí, los ha educado notablemente
bien en cosas que dependían de maestros, pero en las que él personalmente es sabio, ni
él les enseña ni lo confía a ningún otro, sino que ellos, dando vueltas, triscan a su
antojo, como reses sueltas, por si acaso espontáneamente alcanzan por su cuenta la
areté. [...] Creo que no es enseñable la areté”.

Parece que es la vida -el conjunto de fuerzas azarosas que nos gobierna- quien
enseña. En tal sentido se manifiesta Bernard Shaw, que parece haberlo visto claro -al
menos retrospectivamente-, cuando dice: “Interrumpí mis estudios para ir a la escuela.”

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La tripulación del barco de La caza del Snark agradece a su capitán que el mapa
por el que han de guiar su travesía esté completamente en blanco:

He had bought a large map representing the sea,


without the least vestige of land:
and the crew were much pleased when thy found it to be
a map they could all understand.

“What´s the good of Mercator´s North Poles and Equators,


Tropics, zones and Meridian Lines?”
So the Bellman would cry: and the crew would reply
“They are merely conventional signs!

“Other maps are such shapes, with their islands and capes!
But we´ve got our brave Captain to thank”
(So the crew would protest) that he´s bought us the best-
A perfect and absolute blank!

(Había comprado un mapa que representaba el mar, / sin el menor vestigio de


tierra: / y la tripulación quedó encantada cuando vieron que era / un mapa que
todos podían comprender. // “¿Para qué Polos Nortes y Ecuadores, / trópicos,
zonas y meridianos?” / dijo el capitán: y la tripulación contestó / “¡Son sólo
señales convencionales! / ¡Otros mapas son así, con sus islas y cabos! / ¡Pero
debemos agradecerle a nuestro valiente capitán / (así habló la tripulación) que
nos haya comprado el mejor- / Un vacío perfecto y absoluto!)

El improvisador trisca a su antojo por el territorio que muestra el mapa en


blanco, huérfano de signos convencionales, respetando a lo sumo las que dicen eran las
reglas básicas del viajero antiguo -cuando aún se viajaba para perder pie y no para
hacerse fotos-: No sorprenderse por nada y no dar nada por sentado.

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Quizá la ruta de la verdad, la que nos lleva a Ítaca, no sea sino una de las
posibles y tal vez no la mejor. Aquí procede, creo, una vindicación de las Sirenas frente
a la mojigatería órfica y el casto Apolo. El improvisador prefiere frecuentar la compañía
de aquéllas y el extravío donde, por azar, como quería Sócrates, se encuentra tal vez la
areté. O no.
Aunque a lo mejor -a la inversa- no se extravía uno sino en la espesa costumbre,
en el hábito, en la cacofonía renqueante de lo doméstico: aquello que se nos dio una vez
y desde entonces languidece. Y puede que encuentre lo que aquí importa en la
intemperie, el centro nómada del Tao, el azar, el mapa en blanco de Carroll. Como fuera
de casa en ningún sitio.

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Esa costumbre que nos ata a una identidad reducida con la que sólo comulgamos
por pereza y pragmatismo también nos vincula a un Tiempo.

Pero hay muchos tiempos. Montale:

“Non c´è un unico tempo: ci sono molti nastri


che paralleli slittano
spesso in senso contrario e raramente
s´intersecano.”

(No hay un único tiempo: son muchas cintas / que paralelas se deslizan / con
frecuencia en sentido contrario y raramente / se entrecruzan.).

O los “Yahoo”, los hombres sin memoria de los que habla Borges en El informe
de Brodie, donde también se nos dice que, filosóficamente, tan extraño es recordar el
pasado como predecir el futuro.

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Hay pues muchos tiempos. Tiempo cíclico y proyectivo, la sazón o armonía


temporal del kairós; o el tiempo de Dios y de la revolución y la utopía: el eschaton, una
manera de huir de la realidad y de vender futuro como otra cualquiera... Pero
encontramos entre los antiguos griegos dos “tiempos” que merecen especial atención:
Cronos y aión. El primero sería la dimensión mensurable en la que están inscritos los
días y las horas. En cuanto al segundo, -una fuerza no lineal y asimétrica con la que se
ha venido a reencontrar la física moderna-, Heráclito dice de él que es un niño que
juega... Un tiempo que no pasa. Que es espacio, llega a decir paradójicamente Agustín
García Calvo.

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Sólo la ceñuda monotonía de los relojes -cronos- hace posible que nos acojamos a una
identidad mermada y cuantificable, mientras que el aión rugoso y equívoco dinamita el
nivelado del rebaño. Éste es el tiempo de la música. Iucunda Severitas.

O, dicho de otro modo, la música convierte el cronos en aión.


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Aquello que se te acerca es lo que estás buscando. Cada vez que el improvisador
se deja perder y encontrar en las entrañas de esa materia refractaria al sentido y al
significado con la que trata y de la que es vehículo, puede aparecer, de nuevo por
primera vez, la belleza. En palabras de Canetti: “Se suspendió el argumento y sobrevino
la felicidad”. Siempre al principio.

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