Louis Aragon
NOTAS
La existencia de esta obra inacabada fue señalada por primera vez por
André Gavillet en su obra La Littérature au défi. Aragon surréaliste (A la
Baconniere, Neuchatel, 1957) en la que escribe, p. 377: «Nos ha sido
señalado un inédito de esta época que Aragon tal vez haya destruido:
Jean-Foutre La Bite».
André Thirion en Révolutionnaires sans révolution (Robert Laffont, 1972)
evoca una lectura (p. 282) que hizo Aragon en presencia de André Breton
y de Georges Sadoul, en 1930:
«El texto tenía la brillantez y la suntuosidad del Traité du Style, pero
dejaba al lector tan perplejo como después de una lectura de Léon Bloy
(...) Cuando Aragon hubo terminado su lectura, Breton dijo simplemente:
“Si publicas esto la gente dirá nuevamente que eres genial. Al decirlo no
descubrirán nada nuevo a nadie. Pero no creo que este texto añada nada
a tus últimos libros ni pueda obtener el resultado que tú buscas, que
buscamos los dos”. Aragon no insistió. Nunca más volvió a oírse hablar de
este borrador. » La escritura de Jean-Foutre es posterior al mes de abril
de 1929, como indica la alusión en el texto a la inauguración de la estatua
de Mickewicz que tuvo lugar en esta fecha.
Para este texto Aragon parece haber encontrado su inspiración en la
lectura de las Onze Mille Verges de Guillaume Apollinaire, obra para la que
escribió en 1930 (Éditions Les Ygrées, Montecarlo) el siguiente prólogo:
Mayo de 1930
Las aventuras de Don Juan Lapolla Tiesa
Todas las tardes, un poco antes de las siete, el café Au Vrai Petit
Pot, cerca de la puerta de Saint Denis, ve reunirse a una sociedad selecta,
la crema, la flor y nata del barrio. Son los jugadores de malilla de alto
copete: el cobrador del registro, Monsieur Pis, un hombre algo amarillo
pero muy fluido; el dueño del Grand , Rue Sainte Apolline, Monsieur
Thomas, alias Avariosis, siempre tan bien vestido, aunque sea muy difícil
cortar decentemente un traje para un chancro de frenillo, ni siquiera tan
espléndido como él, medio pustuloso, medio supurante, de una naturaleza
tan comunicativa que, como el reguero de plata del caracol sobre las
hojas del bosque, ataca siempre un poco el mármol de las mesas donde
aposenta su elegancia; Jolín, un espléndido testículo, siempre
acompañado, como es normal, de sus dos mujeres, las señoras mejor
trajeadas de la región, con sus vestidos de mucosa, zapatos de piel de
cebú y sombreritos muy provocadores representando sodomías, palizas,
flagelaciones, pues Jolín les paga lo que haga falta; y el cuarto, que no es
otro que el Abate X, quien conservará el anonimato debido a su obispo, y
que practica ideas algo socialistas viniendo a alternar aquí con algunos
espíritus libres, sin temor de arrastrar su sotana hasta el Au Vrai Petit Pot,
uno de esos curas como, no dudamos en decirlo, los haya montones,
bonachón, con una cara coloradota, espléndido equilibrio de menstruos
apenas coagulados en medio de los cuales el digno abate se hace cada día
una raya a fin de despegar su boca, donde a guisa de lengua se halla
repantingada una babosa domesticada.
Todas las tardes a las siete en punto, y en eso radica el parecido con
Emmanuel Kant, la puerta del Au Vrai Petit Pot deja pasar a un quinto
parroquiano cuya llegada interrumpe cotidianamente la partida de malilla,
y Jolín exclama: «¡Esto apesta! El inspector no debe andar muy lejos». En
efecto, se trata del Inspector Cagarro, de la social, que acaba de sentarse
en la mesa de al lado, y a partir de entonces, ¡adiós malilla! Los jugadores
están demasiado hambrientos de la conversación de un hombre tan
importante como para continuar una partida que se reanudará hacia las
siete y media, cuando el inspector cambie de bacinilla. Mientras esperan
beben sus palabras: Thomas le ofrece un puro en forma de boñiga, broma
.que pese a repetirse cada día no deja de obtener su pequeño efecto
cómico, ah este Thomas, siempre tan gracioso, y Monsieur Pis lo
encuentra de mearse de risa. Las mujeres de Jolín, que desde siempre
acarician el sueño de compartir la cama del inspector, levantan
ligeramente sus modelitos de mucosa hasta dejar entrever entre sus
muslos una un petit suisse, otra una boca de raya. El abate no es que sea
pederasta, no, pero por admiración hacia la policía, se la menea
graciosamente mirando al inspector, lo que permite a todo el mundo ver
la verga apostólica: es bastante voluminosa, ya que al igual que los
jesuitas el brazo, los abates socialistas tienen la verga larga,
excesivamente larga, verde, con pequeñas coronas de pelos rojos cada
diez centímetros, lo que le haría parecerse a una de esas plantas de las
marismas si no fuese por su flexibilidad y su movilidad, que hacen pensar
en la serpiente, y por el glande, que merece una explicación aparte.
El glande del Abate X es efectivamente todo un mundo. Señalemos
de paso, pero sin entretenemos, que lleva tatuados todos los pasajes
obscenos de la Biblia, y el texto in extenso de las cartas que Jesucristo
enviaba a Juan Evangelista para atraerle a una sexualidad próxima a la
suya. El glande del Abate X tiene la forma de una colina, como todos los
glandes me diréis, pero se diferencia en esto: que toda una ciudad se
levanta sobre la colina, una ciudad extraordinariamente complicada,
donde uno se perdería por menos de nada, de no tener la precaución de
hacerse acompañar por una ladilla que, por un módico precio, dos
gargajos, te hace de guía a través de este dédalo y te lleva hacia el
meato, donde está instalado un dancing con curiosos jardines de bastante
mal gusto, surtidores, un skating, un water, y un lavabo cuyo lujo hace
estremecer. Hay que decir que cuando el Abate X saca todo eso de su
sotana, la concurrencia, acostumbrada desde hace tiempo a semejante
espectáculo, hace como si no lo viese para no molestar al digno
eclesiástico en su paja.
Indefectiblemente el Inspector Cagarro pide un café-crepe,
consumición original e interesante: es un café como todos los cafés, pero
que puede voltearse como todas las crepes. Hace unos cuantos
malabarismos, para impresionar a las señoras. Luego, sacando de las
profundidades de su mierda una escobilla ad hoc, se acicala un poco, se
retoca las flemas del cuello, agita las alas de las moscas que le sirven de
ojos, y cagándose ligeramente sobre el asiento comenta con aire de
superioridad el contenido de los periódicos de la tarde. Los crímenes
apasionan a las señoras, quienes interpelan al inspector, algo habrá oído
decir en la comisaría. Jolín se interesa sobre todo por las historias de
sátiros. Thomas por las recepciones mundanas. Monsieur Pis por las
finanzas.
El abate no tiene especialidad, habla poco pero se soba bien. Por el
momento, arqueando artísticamente su cola, procura darle el mayor
parecido posible con la bailarina Pavlova en La muerte del cisne, de Saint-
Saens. El inspector, personalmente, prefiere hablar de política: «Hay que
clarificar la atmósfera política de nuestro país», suele decir, «renunciando
a acentuar las pequeñas causas que dividen y a minimizar los grandes
motivos que aproximan. Hay que dejar de levantar sobre los caminos de
la cohesión republicana esas barreras que con justa razón se intentan
abatir en las vías internacionales y no sentirse más separados por una
etiqueta que por una frontera. Todos los partidos, que son todos partidos
de buena ley, han cometido esta clase de errores y pueden
enmendarse...» El Abate X, arrullado por estas palabras, animado por esta
filosofía, se lanza a componer con las sinuosidades de su miembro un
paisaje de Cézanne que representa los caminos de la cohesión
republicana. Monsieur Pis deja caer sobre sus botas algunas gotas de
aprobación. Las señoras levantan cada vez más sus mucosas. «La
victoria», sigue diciendo el inspector, «se ha disparado como un lorito.
¡Cuando un jefe de gobierno pretende reemplazar la Europa invadida a
causa de los imperialismos financieros de ultramar por el desorden de los
acuerdos internacionales, hay que tacharle de soñador o de visionario!
Con la mirada fija en el petróleo de Mesopotamia, las armas envenenadas
del pesimismo se enfrentan unas con otras en debates secundarios y
tradicionales. Lo cual da la impresión malsana de vivir en un taller de
demolición.» El abate, que acaba de darse cuenta de haber olvidado
deshacer el retrato de la Pavlova antes de emprender el panorama de la
cohesión republicana, empieza a pensar que algunos grupos alegóricos no
quedarían mal en el cuadro, estira la piel de su prepucio para trenzarlo en
forma de petróleos de Mesopotamia, y de repente el conjunto se aleja del
arte de Cézanne para acercarse al de Puvis de Chavannes. Thomas alias
Avariosis sueña desde hace mucho tiempo en contratar al abate para sus
salones; divertiría a sus clientes, pero no se atreve, la sotana le intimida.
Hacia las siete y media, el inspector apila un poco su basura, deja unas
monedas sobre la mesa, y se levanta diciendo: «Vayamos con la peste a
otra parte», y cuando se va se reanuda la malilla, salpicada por las
reflexiones que ha provocado el discurso del inspector, mientras el abate,
contrariado, observa cómo se le afloja y lanza una mirada de pesar hacia
la puerta. Como puede verse en el Au Vrai Petit Pot la polícia está bien
considerada. Si nuestra sociedad necesita para defenderla a individuos
sacrificados que arriesgan su vida a cada momento para nuestra
tranquilidad, debe reconocerlo prodigando a sus fieles servidores una
estima y un respeto bien merecidos. Es fácil escupir sobre la mierda, pero
al fin y al cabo, si no cagaseis mierda estaríais bastante incómodos, por lo
tanto tenéis que respetar a la mierda, respetar y honrar a la mierda, la
buena, la santa, la provechosa mierda. Debéis hacerlo.
Todas las tardes, una vez cerrado el despacho, Don Juan Lapolla
Tiesa coge el metro en la estación Cité. Casi siempre llega cuando se va el
ascensor y debe bajar corriendo la escalera de doble revolución, una de
las más vertiginosas de París, mientras oye acercarse un tren cuya voz es
amplificada por el tubo de hierro que pasa bajo el Sena. Por más que a
veces corra con los cojones recogidos llega cuando están cerrando la
puerta automática. Y aunque Juan Lapolla tenga un agradable aspecto la
empleada no se rinde a sus súplicas: una chica mona esta empleada, pese
a su parecido con una tijereta. La línea Orléans va abarrotada a estas
horas. Lapolla hace el viaje de pie hasta el final. No piensa en el
cansancio, está acostumbrado a empalmar. En el vagón donde se apiña la
gente, no es raro, a causa de su elevada estatura, que sienta en las
curvas, en los traqueteos del . vagón, la mejilla de una viajera apoyarse
contra su miembro, o la mano de otra agarrarse a sus bolsas para no
caerse. Basta el más ligero contacto para que la joven que ya se
disculpaba se dé cuenta de la clase de hombre que tiene delante. A veces
se trata de una cursi que os suelta un ¡por favor caballero! como una
bofetada: pero con J. Lapolla no hay nada que hacer. ¿Qué es lo que
podríais abofetear? Parecería una caricia. Por eso todas las tardes el viaje
de Cité a Orléans es un verdadero deporte para nuestro héroe, y no hay
de qué extrañarse, como hacen algunos viajeros que creen que se prueba
un nuevo antiséptico, si un gran olor a semen se esparce por el vagón. La
gran dificultad para Lapolla es disimular el chorro que sale de vez en
cuando de su cabeza y no dejarlo caer sobre cualquiera. Cuando el joven
se encuentra entre dos personas agradables, nada más sencillo.
Deja que una se la menee e, inclinando bruscamente su glande
hacia la otra, eyacula rápidamente en la boca de esta última,
aprovechando un acercamiento.
Hasta el presente esta maniobra jamás ha tenido consecuencias
enojosas, crisis de histeria, escándalos, etc., y nosotros se la
recomendamos a aquellos de nuestros lectores que estén en condiciones
de llevarla a cabo. La mujer ciertamente queda algo sorprendida ¡pero a
ver quién se enfada con ese diablo de Juan Lapolla! Aparte de que en el
primer momento es imposible hablar, la mujer, que no tiene más remedio
que tragar el caliente licor si no quiere echar a perder su traje, apenas
siente derramarse en ella este alimento rico y delicioso empieza a gozar
ella misma como una gatita. Pediría ¡más! si se atreviera. Lo malo es que
Lapolla no siempre tiene a mano la encantadora boquita donde disimular
el efecto de los transportes que le animan. Contenerse no es una solución.
Ciertamente se puede intentar simular llorar o sonarse, pero eso no
siempre es posible y requiere una gran sangre fría. J. Lapolla, que estaba
acostumbrado a pasearse con la cabeza descubierta, ha acabado por
decidirse a llevar un gorrito que guarda bajo la manta y con el que sólo se
cubre el capullo cuando siente que está a punto de descargar. Ha visto
hacer eso en los cines a todo el mundo. Su único mérito ha sido adaptar
este procedimiento a su estructura especial.
Lapolla vive al final de la Rue des Plantes, en un hotelito amueblado
donde tiene una pequeña habitación, al lado de los retretes. Como las
paredes son muy delgadas, sorprende todas las idas y venidas de sus
vecinos momentáneos. Lo cual no deja de tener su encanto, ya que este
hotel está habitado por un montón de mujeres atractivas que arrastran
hasta aquí a los transeúntes. Todas conocen al apuesto Juan Lapolla, y
más de una se ha equivocado de puerta al salir del water. Por eso al joven
le resulta fácil, cuando oye en la pieza de al lado los mil ruiditos de las
señoras haciendo sus necesidades, adivinar quién está allí, imaginarse
paulatinamente las posturas, los esfuerzos, los resultados. Eso le pone
cachondo, le mantiene en buena forma, y por nada del mundo nuestro
héroe abandonaría su modesto cuartito a cambio de uno de esos palacios
que son la recompensa y la ambición de los arribistas. No: Juan Lapolla no
aspira a ningún embellecimiento para su habitación, todo lo más desearía
que el depósito del agua del cuartito contiguo no se estropease tan a
menudo, lo que puede molestar al olfato.
Por la noche, después del encuentro con la Pareja de Piernas,
Lapolla regresaba a su hogar, pensativo.
Una vez cerrada tras él la puerta de su habitación, tiró sobre una
silla su gorrito lleno de esperma, se quitó la manta, que dobló
cuidadosamente y colocó bajo el colchón, y se contempló en el espejo del
armario. Ciertamente había que andar mucho para encontrar una verga
tan bien plantada, tan a gusto sobre los cojones, un glande tan puro, tan
soñador, en una palabra, un carajo tan romántico. Juan Lapolla se hizo
justicia, pero decididamente no le gustaba ese aire de preocupación que
había observado desde hacía unos días en su prepucio, y que le restaba
juventud: «¡Y todo esto», murmuraba, «a causa de la condesa! He notado
que la mayoría de mujeres que montan a caballo tienen poca ternura.
Como él las amazonas, les falta un pecho, y sus corazones están
endurecidos en algún lugar, no sé en cuál...» Fue interrumpido por un
ruido en la pieza de al lado. Era la corona de madera que se bajaba sobre
el asiento. El frufrú de un vestido levantado, luego la cascada
característica de un pipí demasiado tiempo retenido, un ligero suspiro, la
cisterna. «No es nada, la criada que orina», prosiguió Lapolla, «confiaba
en que fuese esa encantadora rubita recién llegada al hotel y cuyos
modales me intrigan extraordinariamente. Tiene una manera de
comportarse en el retrete capaz de trastornar al observador más frío y
mejor prevenido.
Pero volvamos a la condesa... Las mujeres son lo que son, deben
tener los defectos de sus cualidades... no les gusta sembrar las flores de
sus amores sobre una roca, ni prodigar sus caricias para aliviar a un
corazón enfermo... El día que te abandonan, te dicen que las palabras Ya
no te quiero justifican el abandono como las palabras Te quiero excusaban
su amor, te dicen que el amor es involuntario. ¡Absurda doctrina! El
verdadero amor es eterno, infinito, siempre semejante a sí mismo; es
idéntico y puro, sin demostraciones violentas; aun con canas se siente
joven de corazón... ¡Pero, santo cielo, ahí está mi rubita!» En efecto, del
excusado llegaba un rumor extraño, inexplicable. Se habían oído
perfectamente los ruidos habituales que acompañan a la entrada de una-
mujer bonita en un water: el repiqueteo travieso de sus altos tacones, la
caída al suelo de algún perifollo precipitadamente recogido con una
adorable exclamación de confusión medio seria, medio divertida, una
especie de trino desenvuelto, tralalá, de una voz que se ejercita, de una
criatura tan querida por todos que cualquier ocasión le parece buena para
reírse y para cantar, y por último un gracioso taco de niña mimada
constatando alguna imperfección del lugar. Luego vino una serie de
pequeños suspiros, a cada esfuerzo de la deliciosa chiquilla para empujar,
pequeñas joyas de suspiros, perlas, ¡suspiros tan claros, tan inocentes!
Habría que ser un monstruo para no conmoverse ante tales suspiros,
breves, perentorios, infantiles. Oh, ¿quién sabrá expresar la seducción de
una mujer mientras empuja? Pero he aquí que después, cuando lo natural
habría sido oír el pluf, o tal vez el tracatrá que habría debido suceder a
tan serios esfuerzos, y el ruido del agua agitándose en el fondo de la taza
bajo el peso de la plasta, o de las bolitas, ¿cómo es que se había oído una
música etérea, ligera, impalpable y parecida a la que sin duda debía
escoltar por la noche a las hadas cuando se deslizaban entre las copas de
los árboles, sobre la superficie de los lagos, por las cristaleras azules de
los palacios? No duró mucho. La música se extinguió en el crujido del
papel, de seda. Luego clac clac, los tacones se agitaron. Un breve silencio:
el tiempo, sin duda, de aplicarse una nube de polvos y un poco de carmín,
la puerta que se abre, la mujer que se va.
«Ahí», se dijo Lapolla, «hay un misterio que tengo que descubrir.»
Y, tan ocupado con su vecina que olvidaba satisfacer sus demás
curiosidades, dejó distraídamente en un rincón de la chimenea el
paquetito rojo que un desconocido le había deslizado en Saint-Lazare y
que se quedó allí, entre postales, cajetillas de tabaco, ligas desparejadas,
viejos periódicos, una pipa, latas de conservas empezadas, frascos de
farmacia, todo aquello que, bajo la influencia de la luna, el mar en su
movimiento bicotidiano puede depositar como buen sentimental que es
sobre el falso mármol de la chimenea convertida en ilusoria por la
calefacción central pero que los propietarios del hotel por motivos
decorativos dejan figurar en esta habitación de soltero donde vive un
joven soñador, desordenado, y llevado por la naturaleza a ser galante.
La Condesa de la Motte no es ninguna principiante. Para arrojar
sobre esta turbadora belleza la gran claridad de la biografía, debemos
ante todo rechazar con mano firme como un mechón de cabellos rebeldes
el escepticismo o la incredulidad. El espíritu humano, ese gallito, para
seguir la intriga de la novela ha consentido muchas veces la hipótesis de
las reencarnaciones, de una forma pasajera, convencional.
Pero lo ha hecho sin convicción. Esta historia no es una gallina en
esa clase de novelas. Aspira a una viril seguridad. Por eso todo ojo que
sobrepase esta línea, en la que se manifiesta una exigencia que no es
humorística, se verá en la obligación, hasta que la nube de la muerte o de
la imbecilidad no lo haya obnubilado definitivamente, de creer, como
requiere la evidencia, en la pluralidad de las vidas, en las
reencarnaciones, en la supervivencia de seres excepcionales, dueños de
los secretos de la magia, por ejemplo.
No hace falta decir que la hermosa condesa había sido Lilith, lo
Medea y Cleopatra. Se pierde su pista en medio de las primeras tinieblas
cristianas, bien porque estuviese asqueada ante tanta mascarada humana
y prefiriese esperar algún tiempo a que la cruz pasase de moda, bien
porque realmente se hubiese convertido en Armida,la Viviana, la Papisa
Juana, Margarita de Borgoña y otras por el estilo. El hecho es, para
atenemos a lo estrictamente histórico, que se la ve reaparecer en Loudun,
abadesa, durante el proceso a las poseídas; luego tiene el capricho de ser
hombre y será sucesivamente Cromwell, Lauzun, Law, Federico . Vuelve a
tener ganas de ser mujer: es Jeanne de la Motte-Valois y en el asunto del
collar juega un papel que no es el que se le ha asignado. No es mujer
para perder el tiempo ensartando perlas. A partir de ahora ya no
abandonará este nombre, del que modifica un poco la ortografía por
razones de estética. Encuentra inútil cambiar de cuerpo, tiene uno tan
encantador, tan práctico. Condesa de la Motte, se especializa durante todo
el siglo XIX y principios del xx en un papel oculto que hace correr más
leche que tinta, y despreciando ser Lady Hamilton, Josefina, Madame de
Krüdener, Armand Carrel, Fieschi, Cavour, la PaYva, Bazaine, La Goulue, y
la Bella Otero, se conforma paseando por el mundo la m:áscara sin gloria
de una bella aventurera que desaparece siempre después de alguna
catástrofe a la que sin duda no es ajena. En los últimos treinta años se
señala su paso entre los Boers en St-Pierre-et-Miquelon, en Egipto en la
época del Mahdi, en Algeciras un poco más tarde, en Port-Arthur, en los
Balcanes, en Sarajevo, durante la guerra en Zurich, después de la guerra
en Alemania, en Japón, en México, en Palestina. ¿Qué hace pues
actualmente en París?
De momento la encontramos bajo los cuidados del peluquero que le
hace la permanente, mientras dos manicuras, ya que tiene prisa, se
ocupan de sus manos. No es cosa de poca monta ocuparse de las, manos
de la condesa. Para ello se requieren manicuras-hombres que hacen
relucir sus preciosas manos por un procedimiento que se impone:
rítmicamente, ensartan los anos manuales de su cliente con sus cosas
profesionalmente sacadas de sus braguetas. Son unos manicuras muy
discretos. No miran a la señora que les abandona sus orificios laterales.
Vestidos de blanco de pies a cabeza lustran esos agujeros delicados y
desiguales embistiendo justo lo necesario para lograr la transfixión sin
ensancharlos. Permanecen como es debido con los brazos cruzados y no
se permitirían rozar con un dedo a la persona que atienden.
Si la frase que comienza aquí con una magnolia como una canción
para hacer llorar a los americanos, pasando por todos los avatares de una
crisis de histeria de fases imprevisibles y múltiples, se metamorfosea
paulatinamente en orycteropus, en tribómetro, en trinquete, en músico a
sueldo, en benjamita vendiendo una huevera a un timariota, en rémora
(ese guardia municipal de los mares), en civeta, en patriota onicófago, en
herniaria glabra como la quebrantapiedras, en deporte de invierno, en
ciercillo y en corozo, con actitudes que en cada uno de estos estados van
del éxtasis al sufrimiento a través de la amenaza, el c1onismo, el
exhibicionismo y la súplica, acaba llegando, en el extraño adminículo de
unos quevedos lipemaníacos que se estrellan en un ojo y se resisten a
llevar al oculista esta manzanilla del cristal, a una playa desierta donde la
arena es de mantequilla y la roca de pies descalzos, para chocar contra
este acantilado, un quinqué de petróleo, seré tachado de fumista y es un
fumista lo que ahora necesito. ¿Dónde estáis fumistas, a esta hora del
mundo? Había fumistas hasta hace muy poco, pero por más que me subo
a un taburete ya no los veo... Fumistas, famosos amantes de los humos,
que bailabais en las calles delante de los coches fúnebres, clientes
detestados por los peluqueros, extraordinarios pasajeros de los tranvías
siniestros, interlocutores de porteras, prestidigitadores de la dignidad
humana, qué ha sido de vosotros, acarreando los utensilios de vuestra
condición, barbas postizas, participaciones, condecoraciones,
correspondencias de autobús, brazaletes de luto, sombreros de copa. Ya
que, dice la ley, el acreedor no puede quedarse con los instrumentos de
trabajo del deudor. Si por la calle veo una tienda negra, ya no es una
oficina de correos: es la casa de Borniol o un fumista, y esta última
palabra escrita en letras versales en la vía pública me sigue hablando de
usted, Sapeck, y de ti, Baudelaire.. Melancólicos médicos de las
chimeneas, vuestros sucesores patentados ya no envían aprendices
negros por las vías respiratorias de las casas. Y sobre los tejados
desiguales el pueblo de los tubos azules y rojos está tan poco
acostumbrado a los paseantes, que se oye un murmullo general cuando
entre estos cigarrillos inmobiliarios pasa lentamente mi pensamiento. Este
ama la locura que preside la elaboración de las chimeneas, desde el
habitual tarrito de crema de tejas a las construcciones de hojalata que
adoptan del arte de las armaduras y del de los ídolos un acento de
fantasma y una cara de osífrago. Hay chimeneas en forma de zanahoria,
hay chimeneas en forma de seno. Pero en estos prados artificiales, ¿qué
es eso, en la raíz de las hortalizas, que parece orobanca? Habría que
saber cuál de los dos cultivos, el de barbechos o el de rotación, prevalece
en los cultivos de altura, y si las chimeneas giratorias, o las que se
complican con foliolos en las tres direcciones, exigen para crecer labores
hortícolas como las rosas de hoy día. Hay barrios de París donde las
chimeneas son brazos vivos agitando el adiós con una mano ardiente.
Unas enguantadas, otras desnudas. Y otras llevan mitones. Las chimeneas
del taller de costura donde penetramos son un campo de barracas
decoradas con tatuajes de un maravilloso efecto.
¿Habrá quien me pregunte por qué penetramos en un taller de
costura, y de la Rue Saint-Honoré además, si no es para volver a salir?
Ah, no tan aprisa como para no echar un vistazo a las señoras mientras se
desnudan, el largo roce de las mujeres junto a las paredes. Ahora
estamos en Rue Saint-Lazare, en casa de una lencera. Un poco más allá
en el taller de un zapatero, luego el parque Monceau nos invita a matar
algunos hijos de ricos. Un joyero de la Rive Gauche. Una modista en las
Temes. Un comerciante de medias de seda Rue Paradis. Héléna,
habitaciones, Rue Douai. Una charcutería-restaurante de las Batignolles.
Adivinad ahora, cornetas, orejas, vaporizadores, anguilas, puntos de
interrogación, enredaderas, velas, qué clase de chimenea remata cada
uno de estos comercios. El caso es que precediendo en esta rayuela de un
día al pie que nos empujaba como una piedra vulgar nos hemos perdido el
espectáculo de una mujer extraordinaria a escala de las chimeneas. Como
se detiene en una tienda de guantes, Rue Auber, cojamos esta mano, seis
y cuarto, que se tiende hacia un estípite en forma de Africa sin
Madagascar. Y con toda la fuerza de nuestra mano mental, despojemos a
este brazo de una manga que languidece sobre la desnudez, a un hombro,
ya todo el cuerpo finalmente ofrecido a la descripción. De todas las
chimeneas prefiero la que lleva un sombrero contra el que rebota el
humo, y que bajo el sombrero nos revela un corsé rasgado en vertical por
diez aberturas en su circunferencia. Así la mujer a la que acabamos de
arrancar de la seda bajo una cofia de fuego presenta alrededor de su
cuerpo diez coftos por los que se escapa un humo simbólico. Las
vendedoras de guantes se quedan sin aliento, las muy tortilleras.
Son justamente diez, y parecen diez campesinas piadosas en torno
a un oratorio con diez nichos, pues se han arrodillado. Diez clítoris se
desarrollan, hablo de los de arriba, ya que la sombra de las faldas oculta
tanto el cofto de la nueva virgen como el de las felatrices. El círculo de las
lenguas tiembla desigualmente, como ese ¡buen viaje! lanzado por una
multitud que permanece en el muelle al barco que se lleva a un ministro
plenipotenciario. Quien me diga por qué se nos ha convidado a este corro
colorado, y por qué anteriormente nos hemos encontrado con la condesa,
Monsieur Pis, el abate, Don Juan Lapolla Tiesa, el inspector, la botita,
Jolín, etcétera, me hará verdaderamente un favor.
***