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Las aventuras de Don Juan Lapolla Tiesa

Louis Aragon

NOTAS

La existencia de esta obra inacabada fue señalada por primera vez por
André Gavillet en su obra La Littérature au défi. Aragon surréaliste (A la
Baconniere, Neuchatel, 1957) en la que escribe, p. 377: «Nos ha sido
señalado un inédito de esta época que Aragon tal vez haya destruido:
Jean-Foutre La Bite».
André Thirion en Révolutionnaires sans révolution (Robert Laffont, 1972)
evoca una lectura (p. 282) que hizo Aragon en presencia de André Breton
y de Georges Sadoul, en 1930:
«El texto tenía la brillantez y la suntuosidad del Traité du Style, pero
dejaba al lector tan perplejo como después de una lectura de Léon Bloy
(...) Cuando Aragon hubo terminado su lectura, Breton dijo simplemente:
“Si publicas esto la gente dirá nuevamente que eres genial. Al decirlo no
descubrirán nada nuevo a nadie. Pero no creo que este texto añada nada
a tus últimos libros ni pueda obtener el resultado que tú buscas, que
buscamos los dos”. Aragon no insistió. Nunca más volvió a oírse hablar de
este borrador. » La escritura de Jean-Foutre es posterior al mes de abril
de 1929, como indica la alusión en el texto a la inauguración de la estatua
de Mickewicz que tuvo lugar en esta fecha.
Para este texto Aragon parece haber encontrado su inspiración en la
lectura de las Onze Mille Verges de Guillaume Apollinaire, obra para la que
escribió en 1930 (Éditions Les Ygrées, Montecarlo) el siguiente prólogo:

«Que Guillaume Apollinaire haya querido obtener la legión de honor y que


la haya obtenido, es un hecho, como también es un hecho que para ello
haya sido necesaria una guerra europea. El cortejo de los poemas
patrióticos, algo desconcertado,.. se detiene ante su propia inutilidad, que
está representada por el catafalco donde se acuesta nada más ser
condecorado el encantador putrefacto. No seré yo quien le ni les busque
excusas. No obstante habría que evitar considerar a Apollinaire como un
patriota, a él, que deseaba la victoria de Alemania porque esperaba la
victoria del cubismo. Era uno de esos aventureros que dicen siempre lo
que se espera de ellos en las circunstancias en las que se encuentran, sus
reverencias ante las reinas del carnaval no significan que estén
convencidos de la grandeza de la Lavandería, por ejemplo; pierden y no
pierden el sentido del humor. Lo que le importaba a nuestro hombre era el
éxito, ¿qué digo?, el triunfo, de su poesía y de su personaje poético. Hay
que abstenerse, y yo hago todo lo contrario, de sacar a relucir las
circunstancias atenuantes, de considerarlo por ello como un arribista: se
parecía extraordinariamente a esos señores que se pasean, con toda su
importancia, por las salas del casino de Montecarlo, y que ostentan la
legión de honor esencialmente para que el barman les preste dinero
cuando han perdido.
»En buena y en mala parte es sobre todo en Montecarlo en lo que hace
pensar Apollinaire. El prestigio desmoralizador de esta ciudad, sus
terrazas, las carreras de victorias por las cornisas, el subterráneo que une
el Sporting con el Hotel de París para poder asesinar a los ganadores, y
sobre todo la decoración monegasca, con sus pompas, sus cañones, su
falsa dinastía, todo ese oropel de libreas ante un puterío auténtico, la vida
descompuesta por el juego, como un terrón de azúcar por la luz, y la
música, ese abuso de confianza, y en estos tiempos, eso es lo que le
faltaba, señor, en sus tiempos, la chusma con títulos de los rusos blancos,
todo aquí opone más sórdida que en ninguna parte una imaginería de
uniformes y de sentimientos, donde se dan la mano los remeros del Volga,
la Marsellesa y Viens Poupoule. Abandonemos estas orillas donde estamos
a punto de extraviarnos.
»Guillaume Apollinaire pertenece a la noche de los faroles de bicicleta.
Para comprenderle hay que situarle en su época con sus costumbres hoy
inaferrables, sus criterios morales árabes, sus extravagancias literarias, su
edad media, en una palabra. Si se empieza este pequeño trapecio volante,
no hay manera de hacerle un solo reproche al autor de Les mammelles de
Tiresias. Por lo demás era un caso tan definitivamente zanjado éste de los
amantes de la bandera tricolor que no voy a perder mis canas en él.
Maurice Barres me decía: "¿Apollinaire? Espere un momento. Voy a
decirle todo lo que sé sobre él. Es un hombre que hace reediciones de
libros eróticos..." Viejo gilipollas. Pero yo no me inmuté, sabiendo con
quién estaba hablando: "Era un poeta, imagínese." "¡Ah!", dijo Barres,
"¿también hacía versos?" La mala fe y la estupidez del Amateur d'Ames
ponen perfectamente de relieve la gran curiosidad de espíritu y la
inteligencia absolutamente excepcional que caracterizan a Apollinaire. Sin
embargo podría ser divertido encontrar también, por el lado de Morir por
la Patria, del artificio de las frases, y de lo canallesco del período, algún
parentesco entre estos dos humoristas de rostro impenetrable. Aviso a los
amantes de paralelos. »Lo que hace que Apollinaire sea grande es sin
duda esta curiosidad que ha adquirido muy a menudo la forma admirable
de la imagen, hasta el extremo de que puede decirse de su poesía que es
por encima de todo una curiosidad de lo incognoscible. Y sin duda su
mayor curiosidad era la curiosidad de las costumbres. No había nada de lo
que este hombre, al principio vacilante y banal, supiese hablar con tanta
brillantez. Todo lo demás tal vez le resultase falso, pero esto era
consustancial consigo mismo. Hay que concederle un gran valor a la
actividad que desplegó en favor de los libros prohibidos, poniendo a Sade,
aunque fuese a trozos, en manos de una generación, y extrayendo de la
traducción de Baffo el secreto del acento de muchos de sus poemas. Tal
vez fuese él quien de esta forma, colocando Les Fleurs du mal en la
colección de Maestros del amor, cuando todo un movimiento neoclásico
intentaba disculpar a Baudelaire e inscribirlo en la línea de los grandes
escritores franceses, fijó el retrato del amante de Jeanne Duval, tal vez
fuese el único que reconoció el futuro. Una conciencia clara de los vínculos
de la poesía y la sexualidad, una conciencia de profanador y de profeta,
eso es lo que sitúa a Apollinaire en un punto singular de la historia, allí
donde brutalmente se rompen los espejismos milenarios de la rima y de la
sinrazón. Es en su prefacio a los Morceaux choisis du Marquis de Sade, en
su prefacio a Les Fleurs du mal, donde quizás haya expresado más
felizmente sus recónditos pensamientos sobre sí mismo. Quién sabe si no
se consideraba el alquimista de una nueva ciencia, y la palabra ciencia
revela por su inexactitud la gran turbación que sobrecoge al hombre
frente a las cosas innominadas. El caso es que los artífices de
compromisos que quieran hacer concordar los poemas de guerra de los
Calligrammes con las Onze Mille Verges se verán abocados un día a
singulares descarríos en la interpretación o la moral, según prefieran.
»Los que detestan con la violencia obligada este mundo en el que
Apollinaire intentó hacerse un sitio; los que incluso han dejado de reírse
de estos fastos burgueses donde la legión de honor se parece demasiado
a una gota de sangre para poder seguir burlándose de quien se adorna
con ella; los que preparan la descalificación definitiva de las ideologías con
las que contemporizaron los Apollinaires, están en la obligación de
comprender lo que un libro como las Onze Mille Verges supone de
desconcertante y de equívoco entre las mismas filas del enemigo. En este
sentido es una obra que debe ser vulgarizada. No quiero ser mal
interpretado. Es que yo considero este libro como un libro erótico,
desafortunada expresión bajo cuyas especies se confunden muchas cosas
que sólo la hipocresía ha reunido. Cada vez que aparece la palabra
empalmar, la justicia y el pudor se alarman. Esa es la anécdota del
cuadro. Sin embargo, ¿quién tiene el valor de confundir las obras
filosóficas de Sade, los textos estrictamente eróticos de Pierre Louys, y las
historietas destinadas a la masturbación que constituyen la literatura
francesa? Otras tantas categorías que habría de consagrar. Es
indispensable para la independencia humana que todo esto sea
contemplado con una nueva mirada. Habría que prohibir a Madame de
Ségur, que sólo sirve para que se la meneen infames vejestorios.
»Las Onze Mille Verges no es un libro erótico, y éste es probablemente su
peor defecto. Es un juego, donde todo lo que es poético es admirable, a
causa de Apollinaire y en función suya, por el fondo que este libro aporta
a sus poemas. El que todo el romanticismo de las Rhénanes sirva de
perspectiva a la escena del tren, por ejemplo, donde la mierda y la sangre
se detienen para contemplar el paisaje, hace pensar en los considerandos
de los poemas de Alcools y de Calligrammes. Es un libro en el que toda la
habilidad de Apollinaire y su conocimiento de cierta vulgaridad turbadora
cuya mejor expresión es la postal, se abren paso a costa de la sinceridad
y de la vida. Pero es tal vez el libro de Apollinaire en que el humor
aparece con mayor pureza.
»"La carta anunciaba al príncipe Vibescu que habla sido nombrado lugarteniente
en Rusia, a título extranjero, en el ejército del general Kouropatkine.
»"El prfncipe y Cornaboeux manifestaron su entusiasmo dándose
respectivamente por el culo. " » Permitidme observar que esto no es serio.
*
»La indignación de Nicolas Restif respecto a la obra del Marqués de Sade
así como el mal libro que éste le hizo escribir, sería imposible intentar
explicarlos por el humor.
Igual que los textos de Apollinaire respecto a la patria. Habría que meditar
algunos adverbios de Monsieur Nicolas: inocentemente por ejemplo, en el
que se escuda a lo largo de un relato de extravíos varios. No es de esta
clase de virtud de la que se jacta Apollinaire. Cuestión de época. El
mecanismo es el mismo. Las emociones de Nicolas en distintas iglesias
junto a sefioritas por desflorar equivalen a las verlainerías de Guillaume
en la cárcel por robo de Gioconda, y a la honestidad con el corazón en la
mano que entonces supo defender. Recordamos tal vez las cartas del
Baron d'Ormessan para dejarle a éste su nombre sacado de L'Hérésiarque
et Cie, donde precisaba su propio papel en este asunto. Nada puede situar
mejor la diferencia existente entre el hombre que introduce el humor en
su vida y el que hace humor, entre un aventurero y un hombre al que le
gusta la aventura. Nos gustaría saber qué ha sido del barón: no gran
cosa, sin duda.
»Sin embargo es suficiente que en sus obras libres, como se las llama,
Guillaume Apollinaire haya hablado este lenguaje que es el de todos los
hombres, aunque sea en aras de una fabulación humorística, para que no
sea únicamente ese adalid del mundo exterior del que sólo cabría apartar
la mirada. El no se avergonzó de ello, él, que tan bien supo ocultar detrás
de sus ortodoxias nacionales sus secretos y muy distintos pensamientos.
De esta mezcla de hipocresía y de cinismo que salpica un poco por todas
partes, sólo hay que retener lo que tiene de humano y de revelador de la
roñería de este siglo.
»En este sentido ciertamente yo colocaría muy por encima un poema
como Lundi Rue Christine que las Onze Mille Verges, aunque en opinión de
muchos contemporáneos de Apollinaire haya que considerar este libro
como la obra maestra de su autor. He oído esta boutade, entre otros, de
labios de Picasso. Se le puede perdonar lo que tiene de fácil en función de
la preferencia que la mayoría acabará teniendo por los versos más
hermosos de Guillaume Apollinaire, desde el Larron a ese Chant de
L'Honneur, después del cual se cierra un capítulo muy particular.

»Quedan por hacer muchos y preciosos abusos de la libertad. El hombre


que vive, dicen, en sociedad conoce a su enemigo pero inexplicablemente
le trata con consideración. No es la anarquía la que habla por mi boca.
Esto es lo contrario de una precaución oratoria. Desacreditar
profundamente lo que adorna esta vida de la que no voy a hacerme en
absoluto cómplice es una tarea que nadie puede asignarse sin correr el
riesgo de incurrir en equivocaciones, que sólo depende de mí no
considerar dramáticas. No creo que sea una quimera imaginarse el
momento en que casi todos los caminos intelectuales están pergeñados
por la iniciativa de unos cuantos, de tal forma que los que quieran
tomarlos serán desviados de la inconfesable meta lejana que se
proponían, y a pesar de sus esfuerzos egoístas, llevados a una encrucijada
de imposibilidades donde lo único que podrán hacer es someterse a la
evidencia de sus destinos. Esta frase es mucho menos oscura que larga.
Nadie está obligado a sentirse amenazado. Nadie está obligado a reírse de
lo que antecede. Nadie está obligado a prestarle la menor atención.»

Mayo de 1930
Las aventuras de Don Juan Lapolla Tiesa

«Quien no cree en los brujos no cree en el diablo; quien no cree en


el diablo no cree en Dios; quien no cree en Dios será condenado» éste es
el resumen de la doctrina que predicaba en Leipzig a finales del siglo
dieciocho el estudiante de teología Rau, que poseía un lenguaje magnífico
y que decía del trueno: Ahí viene el príncipe salvaje. Degolló a su padre
porque no se le parecía. Nada permite suponer que haya sido condenado
por creer en los brujos. A los brujos modernos no les gusta el metro
porque sus ramificaciones subterráneas entorpecen sus operaciones, así
como todas las tuberías de gas y de agua, todos los cables eléctricos
enterrados en el suelo, las alcantarillas, la telegrafía, y también la
telefonía, la fotografía, sin hilos que interfieren los efluvios de la
atmósfera cuyo papel en toda brujería es de sobras conocido. Cuando digo
los brujos modernos, me refiero a los que actualmente hacen brujería al
estilo antiguo. Ya que en cuanto a los demás brujos son los que han
inventado todo esto, y especialmente el metro. Que éste sea de origen
diabólico, no existe ni un solo ser vivo que lo dude, y seguramente es eso
lo que explica que sea escenario de encantamientos: ello no le disgusta al
estudiante de Leipzig, sin que yo crea mínimamente en Dios. Pero
efectivamente si no es por encantamiento, ¿queréis explicarme cómo
puede ser que todo el mundo haya encontrado natural, absolutamente
irrelevante, ver una enorme polla, del tamaño de un hombre de altura
normal, quiero decir con sus demás miembros, caminando no sé cómo,
una especie de bufanda bajo el glande, y los cojones arropados en una
mantita escocesa de colores oscuros, remendada en varios lugares? Pues
nadie miraba esta aparición singular en el ascensor ni en el andén del
metro Cité, donde se contoneaba con una suficiencia, una seguridad
inconcebibles. Apenas una mirada indiferente, al pasar, un perdón-
disculpe al tropezar con ella. Evidentemente ahí había magia.
Era una polla estupenda, no sólo por sus dimensiones majestuosas,
su porte muy viril y la soltura de sus movimientos, sino también por un
marcado aire de juventud y de inocencia que ciertamente le hacía
cosechar entre las mujeres un éxito del que empezaba a tomar conciencia.
Una expresión soñadora, el meato siempre ligeramente abierto, hacía aún
mayor su encanto juvenil. Mientras espera bajo el letrero de la primera
clase, Lapolla peina cuidadosamente por la abertura de su manta la
pelusilla de sus cojones, dos cojones sólidos y rollizos que no desdicen
nada del miembro que completan. Afortunadamente para nosotros,
Lapolla se habla a sí mismo en voz baja, de modo que podemos adivinar
sus pensamientos:
«Nunca he visto una mujer tan guapa», murmura, «¡qué mano y
qué talle! ¡Su tez eclipsa al lirio, y sus ojos poseen el resplandor del
diamante! Pero monta demasiado bien a caballo, le debe gustar desplegar
su fuerza, me parece activa y violenta... ¡Toma! me parece que ya he
leído eso en otra parte, en fin, no importa. ¡Cojones! Llega tarde. Ya he
dejado pasar tres trenes... ¡Ahí está, gracias a Dios, ahí está... mi ángel!»
Efectivamente, la viajera que descendió de la primera clase y que tras un
ligero titubeo se dirigió hacia Lapolla era una estupenda criatura.
Admirablemente hecha, enfundada en un delicioso vestidito de saldo que
debió de haber costado los ojos de la cara en la tienda de algún gran
modisto, llevaba una especie de sombrero que le sentaba muy bien a su
extraordinario y atractivo rostro. El rostro debía haber hecho que se
fijasen terriblemente en ella, pero apenas provocaba las miradas
halagadoras que una graciosa carita se gana por parte de los señores, y
no el asombro ni el escándalo. Sin embargo, bajo los ojos más hermosos
del mundo, los más hermosos ojos verdes, precisemos, a guisa de nariz y
de boca este rostro ostentaba un adorable coño, cuyo clítoris estaba
deliciosamente desarrollado y cuyos labios incesantemente húmedos
parecían invitar a los transeúntes. Era un coño un poco más grande de lo
normal, pero que por sus proporciones poseía toda la enternecedora
seducción de los coños cuando son muy pequeños. Aunque no era la
estación, la viajera escondía sus manos en un manguito. «¿Llego tarde?»,
dijo, abordando a Lapolla, y retiró de su manguito la mano derecha, que
Lapolla besó. En realidad, por difícil que sea imaginárselo, su mano
derecha era un orificio de culo, un encantador orificio de culo, minúsculo,
elástico, una maravilla de orfebrería. Lapolla no pudo evitar soltar unas
gotas de esperma que constelaron el pavimento del andén. Un agente que
las pisó distraídamente estuvo a punto de romperse la crisma: «¡Hostia,
qué manía con el chicle!», dijo con esnobismo. En el mismo momento
Lapolla decía a su graciosa compañera: «Deme su mano izquierda, no
puede ser tan deliciosa como su mano derecha». Con una risa argentina,
la extraña criatura sacó del manguito su mano izquierda. Era un ano aún
más pequeño que el de la derecha, ya que la viajera no era zurda. No se
lo dejó besar y amenazó burlonamente a Lapolla: «¡Tunante, no hemos
venido aquí para jugar!» Lapolla se inclinó con gravedad: «Discúlpeme,
señora, si al verla olvido nuestras posiciones respectivas. No soy más que
un pasante de notario, es cierto, y si mi jefe desea...».
«Basta, Lapolla, está disculpado. ¿Ha traído los papeles?» «Aquí
están.» Lapolla le entregó un gran sobre que llevaba escondido entre los
cojones. En ese momento entró un tren en la estación. La viajera se
introdujo en él. Una última mirada a Lapolla, una sonrisa de su
encantador coño facial, y ya había desaparecido. Lapolla permaneció un
momento inmóvil, contentándose con mover su prepucio, lo que en él era
un signo de indecisión. Luego exhaló un profundo suspiro, se arrebujó en
su mantita escocesa y se dirigió hacia el ascensor. Todavía hablaba
consigo mismo a media voz, aprovechemos esta circunstancia: «¿Qué
sueños son ésos, Juan Lapolla Tiesa, amigo mío?», decía en su extravío.
«Esta mujer no es para ti. Lo que tú necesitas es una joven honrada que
remiende tu pobre manta tan tristemente agujereada.
¿Cómo piensas en esta hermosa condesa? Me parece activa y
violenta, y además creo que demuestra un excesivo atrevimiento pasando
por encima de las conveniencias: la mujer que no reconoce ninguna ley
está a un paso de no obedecer más que a sus caprichos. Las mujeres a las
que les gusta tanto lucirse, contonearse, no han recibido el don de la
constancia... pero ése que habla no eres tú, Juan Lapolla, no eres tú. Tú
darías tu vida por una noche a su lado.» y diciendo esto tiraba a la
papelera el billete de segunda clase que había sacado sólo para bajar
hasta aquella singular cita, ya que Juan Lapolla Tiesa era pobre y no podía
pagarse un billete de primera para ir al encuentro de la hermosa condesa
de la Motte, una espía del papa según se decía. Y por otra parte el
despacho de su jefe estaba en la Place Dauphine, Lapolla sólo tenía que
entregar el sobre y salir, sin esperanza de acompañar a la condesa.
Regresaba lentamente al despacho: «En mi opinión», se decía, «el amor
exige más tranquilidad: me lo imagino como un lago inmenso en el que la
sonda no toca nunca fondo, donde las tempestades pueden ser violentas,
pero escasas y contenidas en unos límites infranqueables...donde dos
seres viven en una isla paradisíaca... los sentimientos sometidos a la ley
general por la masa...mientras que algunas criaturas sólo saben amar con
toda su ahna... cada dolor tiene su moraleja...» Mientras tanto la condesa
llegaba sin tropiezos a la estación Art-set-Métiers. Salió al Boulevard
Sébastopol, y allí, después de mirarse en el escaparate de una zapatería,
retocó su peinado y se empolvó el clítoris.
Paseaba entre la gente, desapercibida, y deambuló un rato
deteniéndose ante los mostradores de las casetas como si no tuviese nada
que hacer. Llevaba en su manguito el sobre que le había entregado Juan
Lapolla. Sonrió al pensar en el joven. Su culo derecho conservaba una
impresión deliciosa. Avanzaba por las calles que llevaban al barrio judío.
No reparaba en absoluto en un extraño personaje que se había
encontrado como por azar en el andén del metro Cité, que había tomado
el mismo tren que ella y que ahora seguía disimuladamente sus pasos,
pegado a la pared, y procurando oler lo menos mal posible. No obstante
era un individuo que se hacía notar. No como Juan Lapolla por su viril
prestancia, no como la condesa por la distinción innata, la hermosura y lo
desconcertante. Era un individuo que se hacía notar principalmente, como
hemos dado a entender, por la peste formidable que exhalaba, y sobre
todo, pese al sombrero prudentemente echado sobre sus ojos, que eran
dos moscas azules, por la forma y la consistencia de toda su persona, que
no era más que una gigantesca mierda ambulante, con flemas blancas de
disentería a guisa de cuello duro. Era, es inútil ocultároslo por más
tiempo, el Inspector Cagarro, de la brigada social.

El vestíbulo de la estación Saint-Lazare, por su disposición


particular, se ha convertido en el lugar de encuentro de un mundo
singular. Como es sabido, este vestíbulo es una copia de la Place del
Havre, y como ella posee numerosas salidas a la estación de ferrocarril y a
las calles adyacentes. El cruce de varias líneas garantiza a esta estación
un acceso misterioso.
Si se piensa en el gentío que pasa por allí, en el trasiego del barrio,
será fácil comprender que dicho lugar, donde además es muy natural
deambular, aunque sólo sea para examinar los escaparates de las tiendas
alrededor del vestíbulo, esté frecuentado por aficionados a los encuentros
discretos, furtivos e inespiables. La policía no ha dejado de observar el
tráfico sospechoso que aquí se desarrolla. Por eso se ve vagar por estos
parajes a seres que tienen la forma de acentos circunflejos, hechos de un
pelo negro bastante sucio, moviéndose con ayuda de un pie adornado de
cebollas y de mugre, que nace en el centro de esos bigotes gigantes a
través de una especie de bacinilla que contiene las esposas, un revólver y
por prudencia un poco de papel de seda. A estos saltígrados les gusta
coronarse con un sombrero hongo. Aquel día, aunque la animación del
vestíbulo fuese de un carácter muy especial, los bigotes no estaban
inquietos. La naturaleza de la muchedumbre los tranquilizaba, y podían
concentrar toda su atención en las nalgas que pasaban por allí cogidas del
brazo, ya que era la hora de salida de los talleres. En efecto, el vestíbulo
estaba invadido por un público eminentemente simpático a los bigotes.
Eran jóvenes glandes cubiertos de pústulas que llevaban en bandolera una
cinta de seda azul celeste. Iban en grupos de veintidós y se interpelaban
con una alegría, una jocosidad que recuerda los cuadros picarescos de
Chocarne Moreau. Cada grupo era dirigido por un guía elegido entre una
especie animal que vale la pena describir. Se trataba de unos tumores
cancerosos impresionantes, unos ulcerados como es de rigor en forma de
coliflores, otros simplemente granujientos, exhalando todos ellos ese olor
persuasivo que asegura el anuncio de esta clase de productos; tales
tumores iban vestidos con unos faldones negros, destinados sin duda a
arrojar alguna incertidumbre sobre su sexo. Pero como estos faldones
cerraban mal, por la abertura se descubría una cola filiforme y descolorida
hipócritamente enroscada en un rosario. Eran los miembros del patronato
católico, que volvían de un peregrinaje a Lisieux. Los jóvenes glandes
traían todos ellos interesantes retratos de la pequeña santa, y ya
hablaban entre ellos de la manera de utilizarlos para hacerse pajas.

Juan Lapolla Tiesa, que acababa de salir de la línea Norte-Sur


llevando de parte de su jefe un regalo a la mujer de los lavabos del hotel
Terminus5 de la que el digno notario estaba algo enamoriscado, se sintió
molesto ante el espectáculo que se ofrecía a su mirada. Porque, ay,
debemos confesarlo, Juan Lapolla estaba ciego para las bellezas de
nuestra santa religión, era de un anticlericalismo que calificaría de
primario si estas palabras pudiesen acoplarse, y el aspecto de toda esta
juventud pustulosa que en aquel momento acababa de entonar un cántico
le desató rabias incomprensibles, si se piensa en la buena educación que
había recibido de su madre, la señora de Lapolla, la cual jamás habría
dejado pasar un día sin introducirse un crucifijo en la vagina. Juan Lapolla
hacía para sus adentros reflexiones muy desagradables respecto a los
tumores con faldas que en ese momento se divertían haciendo ruido con
las claquetas cuando se sintió empujado por un hombre que apenas tuvo
tiempo de distinguir. Era un griego en forma de linterna sorda que fingía
leer la Cote Desfossés. Procedente de la calle, había atravesado el
vestíbulo, había visto a Lapolla y probablemente creído reconocer a un
amigo, ya que al pasar por su lado le deslizó entre los cojones un
paquetito envuelto en seda vegetal, familiaridad que no se habría
permitido con un desconocido. Lapolla pasó muchos apuros para no dejar
caer el paquete. El tiempo de salir de su asombro y el griego había
desaparecido. Nuestro héroe habría echado a correr tras él, de no haber
sido por uno de los del patronato, que le cerró el paso para ocultar a los
presentes a un cura que acababa de levantarse los faldones para mear, ya
que nadie ha olvidado lo que le pasó a Caín por no haber cubierto la
desnudez de su padre, y los glandes, encontrándose muy favorecidos tal
como estaban, algo pálidos, no se preocupaban por ponerse negros. Un
incidente que se produjo entonces acabó por hacerle olvidar
completamente el paquete, que en equilibrio sobre sus cojones tenía el
aspecto de una legión de honor, pues la seda vegetal era roja.
En la taquilla, a la que se había acercado Lapolla, una Pareja de
Piernas estaba acalorándose con el monstruo-distribuidor, que pretendía
no tener cambio de cincuenta francos. Era una encantadora Pareja de
Piernas, esbelta, aunque entrada en carnes, con algunas carreras en las
medias de un efecto sumamente agradable. Lo cual no se le había
escapado al viajero que esperaba detrás suyo, y este mastuerzo, que iba
vestido de una forma muy excéntrica, de azul claro con guantes blancos y
en la cabeza un pan de azúcar adornado con un penacho de plumas
rojiblanquiazules, había tenido la desfachatez, mientras se friccionaba
ensoñadoramente la verga con el guante izquierdo, de separar con el
guante derecho las dos piernas de la pareja, de tal manera que ésta se
hallaba en la mayor confusión, completamente en desventaja en su
discusión con el monstruo-distribuidor, la cual a resultas de ello se hacía
entrecortada y por otro lado absolutamente molesta a causa del contacto
del guante sobre lo que el pudor me ordena silenciar.
Juan Lapolla era el hijo de un oficial de caballería, por eso sabía que
nunca hay que permitir a un cadete de la academia militar de Saint Cyr
tomarse demasiada confianza con el sexo débil: el imbécil se pondría
insolente. Así que, acercándose, retiró con repugnancia del encantador
escondite en el que se había introducido la mano cretácea de la bestia
aspirante.
Luego, con su meato más gracioso, dijo inclinándose: «Disculpe a
este militar, señorita, pronto le enviarán a colonias». La Pareja de Piernas
sin duda había quedado favorablemente impresionada por el aspecto
exterior de Lapolla, ya que, después de darle las gracias con un gesto de
la cabeza, recogió su billete de cincuenta francos y abandonó la taquilla
como si de repente se le hubiese ocurrido una idea. «A fe mía», dijo a
medias para sí misma y a medias para el galante Juan Lapolla, «ya que
estas operaciones de bolsa son tan difíciles, cogeré un taxi.. ¿Dónde va
usted, caballero, quiere que le deje en algún sitio que me coja de
camino?» Esto dicho con tanto tacto, con tanta desenvoltura que,
mientras Lapolla aceptaba, se preguntaba, perplejo: ¿una mujer de
mundo? ¿una profesional? Pidió permiso para ir a entregar el collarcito de
perlas que le había confiado su jefe a la señora de los lavabos del
Terminus. «No faltaba más», dijo ella. No le llevó mucho tiempo, y cuando
volvió a la acera de la Rue Saint-Lazare la encontró depilándose a través
de los agujeros de sus medias.
«Encantadora, es encantadora» pensaba muy excitado, y cuando
subían al taxi se acordó del paquete que le había endilgado el griego. Pero
la Pareja de Piernas no le dejó tiempo para verificar su contenido. Se
había entrelazado como una corbata alrededor de Lapolla e iba y venía de
arriba abajo y de abajo arriba a la manera de un anillo epiléptico todo a lo
largo del miembro gigantesco, del que parecía muy enamorada. «Más
despacio», murmuró Lapolla, «más despacio... Así, eso es... así. Cuidado,
me haces un poco de daño.» «¿Dónde, querido?» «Mis testículos... con los
tacones de tus zapatos... puedes apretar... más aprisa... trabaja en la
cabeza, ahí está lo bueno...» Las Piernas mostraban verdaderamente todo
su atractivo en este ejercicio, que les sentaba a las mil maravillas. Hacían
gala de una agilidad sorprendente. Lo malo era que los zapatos de charol
negros que la Pareja cruzaba para agarrarse tenían unos tacones
exageradamente Luis XV. Lapolla sufría. ¡Pero cuando se es joven! De
repente la Pareja de Piernas estrechó aún más su lazo y se puso a
patalear a un ritmo verdaderamente enloquecedor. «Ah, cómo me gusta»,
decía, «ay la polla, menuda polla tiesa». Qué curioso, pensó el joven, sabe
mi nombre.
«Ah, eh... me corro... me corro» y crac, un punto de la media
izquierda se le corrió hasta la altura del tobillo y volvió a subir con la
velocidad del rayo hasta mitad de la pantorrilla. «Mira», dijo la joven tras
un instante de descanso, «he gozado hasta aquí», y le mostraba la
carrera. «Hazme descargar, por favor», dijo Juan Lapolla, al que aquel
espectáculo excitaba.
Entonces.. .
¡Pero alto! ¡Ssssttt! Mientras prosigue esta escena en el interior del
taxi idílico, el ángel del amor, con su precioso traje de esperma, se acerca
a la portezuela, y bajando púdicamente sus hermosos ojos, sonríe.
Dejaremos a nuestros amantes enlazados, no nos permitiremos
sorprender el secreto de sus abrazos, ya que hay cosas que imponen
respeto. Y como aquí hay una estación, cojamos el metro y dirijámonos
hacia otro barrio de la capital.

Todas las tardes, un poco antes de las siete, el café Au Vrai Petit
Pot, cerca de la puerta de Saint Denis, ve reunirse a una sociedad selecta,
la crema, la flor y nata del barrio. Son los jugadores de malilla de alto
copete: el cobrador del registro, Monsieur Pis, un hombre algo amarillo
pero muy fluido; el dueño del Grand , Rue Sainte Apolline, Monsieur
Thomas, alias Avariosis, siempre tan bien vestido, aunque sea muy difícil
cortar decentemente un traje para un chancro de frenillo, ni siquiera tan
espléndido como él, medio pustuloso, medio supurante, de una naturaleza
tan comunicativa que, como el reguero de plata del caracol sobre las
hojas del bosque, ataca siempre un poco el mármol de las mesas donde
aposenta su elegancia; Jolín, un espléndido testículo, siempre
acompañado, como es normal, de sus dos mujeres, las señoras mejor
trajeadas de la región, con sus vestidos de mucosa, zapatos de piel de
cebú y sombreritos muy provocadores representando sodomías, palizas,
flagelaciones, pues Jolín les paga lo que haga falta; y el cuarto, que no es
otro que el Abate X, quien conservará el anonimato debido a su obispo, y
que practica ideas algo socialistas viniendo a alternar aquí con algunos
espíritus libres, sin temor de arrastrar su sotana hasta el Au Vrai Petit Pot,
uno de esos curas como, no dudamos en decirlo, los haya montones,
bonachón, con una cara coloradota, espléndido equilibrio de menstruos
apenas coagulados en medio de los cuales el digno abate se hace cada día
una raya a fin de despegar su boca, donde a guisa de lengua se halla
repantingada una babosa domesticada.
Todas las tardes a las siete en punto, y en eso radica el parecido con
Emmanuel Kant, la puerta del Au Vrai Petit Pot deja pasar a un quinto
parroquiano cuya llegada interrumpe cotidianamente la partida de malilla,
y Jolín exclama: «¡Esto apesta! El inspector no debe andar muy lejos». En
efecto, se trata del Inspector Cagarro, de la social, que acaba de sentarse
en la mesa de al lado, y a partir de entonces, ¡adiós malilla! Los jugadores
están demasiado hambrientos de la conversación de un hombre tan
importante como para continuar una partida que se reanudará hacia las
siete y media, cuando el inspector cambie de bacinilla. Mientras esperan
beben sus palabras: Thomas le ofrece un puro en forma de boñiga, broma
.que pese a repetirse cada día no deja de obtener su pequeño efecto
cómico, ah este Thomas, siempre tan gracioso, y Monsieur Pis lo
encuentra de mearse de risa. Las mujeres de Jolín, que desde siempre
acarician el sueño de compartir la cama del inspector, levantan
ligeramente sus modelitos de mucosa hasta dejar entrever entre sus
muslos una un petit suisse, otra una boca de raya. El abate no es que sea
pederasta, no, pero por admiración hacia la policía, se la menea
graciosamente mirando al inspector, lo que permite a todo el mundo ver
la verga apostólica: es bastante voluminosa, ya que al igual que los
jesuitas el brazo, los abates socialistas tienen la verga larga,
excesivamente larga, verde, con pequeñas coronas de pelos rojos cada
diez centímetros, lo que le haría parecerse a una de esas plantas de las
marismas si no fuese por su flexibilidad y su movilidad, que hacen pensar
en la serpiente, y por el glande, que merece una explicación aparte.
El glande del Abate X es efectivamente todo un mundo. Señalemos
de paso, pero sin entretenemos, que lleva tatuados todos los pasajes
obscenos de la Biblia, y el texto in extenso de las cartas que Jesucristo
enviaba a Juan Evangelista para atraerle a una sexualidad próxima a la
suya. El glande del Abate X tiene la forma de una colina, como todos los
glandes me diréis, pero se diferencia en esto: que toda una ciudad se
levanta sobre la colina, una ciudad extraordinariamente complicada,
donde uno se perdería por menos de nada, de no tener la precaución de
hacerse acompañar por una ladilla que, por un módico precio, dos
gargajos, te hace de guía a través de este dédalo y te lleva hacia el
meato, donde está instalado un dancing con curiosos jardines de bastante
mal gusto, surtidores, un skating, un water, y un lavabo cuyo lujo hace
estremecer. Hay que decir que cuando el Abate X saca todo eso de su
sotana, la concurrencia, acostumbrada desde hace tiempo a semejante
espectáculo, hace como si no lo viese para no molestar al digno
eclesiástico en su paja.
Indefectiblemente el Inspector Cagarro pide un café-crepe,
consumición original e interesante: es un café como todos los cafés, pero
que puede voltearse como todas las crepes. Hace unos cuantos
malabarismos, para impresionar a las señoras. Luego, sacando de las
profundidades de su mierda una escobilla ad hoc, se acicala un poco, se
retoca las flemas del cuello, agita las alas de las moscas que le sirven de
ojos, y cagándose ligeramente sobre el asiento comenta con aire de
superioridad el contenido de los periódicos de la tarde. Los crímenes
apasionan a las señoras, quienes interpelan al inspector, algo habrá oído
decir en la comisaría. Jolín se interesa sobre todo por las historias de
sátiros. Thomas por las recepciones mundanas. Monsieur Pis por las
finanzas.
El abate no tiene especialidad, habla poco pero se soba bien. Por el
momento, arqueando artísticamente su cola, procura darle el mayor
parecido posible con la bailarina Pavlova en La muerte del cisne, de Saint-
Saens. El inspector, personalmente, prefiere hablar de política: «Hay que
clarificar la atmósfera política de nuestro país», suele decir, «renunciando
a acentuar las pequeñas causas que dividen y a minimizar los grandes
motivos que aproximan. Hay que dejar de levantar sobre los caminos de
la cohesión republicana esas barreras que con justa razón se intentan
abatir en las vías internacionales y no sentirse más separados por una
etiqueta que por una frontera. Todos los partidos, que son todos partidos
de buena ley, han cometido esta clase de errores y pueden
enmendarse...» El Abate X, arrullado por estas palabras, animado por esta
filosofía, se lanza a componer con las sinuosidades de su miembro un
paisaje de Cézanne que representa los caminos de la cohesión
republicana. Monsieur Pis deja caer sobre sus botas algunas gotas de
aprobación. Las señoras levantan cada vez más sus mucosas. «La
victoria», sigue diciendo el inspector, «se ha disparado como un lorito.
¡Cuando un jefe de gobierno pretende reemplazar la Europa invadida a
causa de los imperialismos financieros de ultramar por el desorden de los
acuerdos internacionales, hay que tacharle de soñador o de visionario!
Con la mirada fija en el petróleo de Mesopotamia, las armas envenenadas
del pesimismo se enfrentan unas con otras en debates secundarios y
tradicionales. Lo cual da la impresión malsana de vivir en un taller de
demolición.» El abate, que acaba de darse cuenta de haber olvidado
deshacer el retrato de la Pavlova antes de emprender el panorama de la
cohesión republicana, empieza a pensar que algunos grupos alegóricos no
quedarían mal en el cuadro, estira la piel de su prepucio para trenzarlo en
forma de petróleos de Mesopotamia, y de repente el conjunto se aleja del
arte de Cézanne para acercarse al de Puvis de Chavannes. Thomas alias
Avariosis sueña desde hace mucho tiempo en contratar al abate para sus
salones; divertiría a sus clientes, pero no se atreve, la sotana le intimida.
Hacia las siete y media, el inspector apila un poco su basura, deja unas
monedas sobre la mesa, y se levanta diciendo: «Vayamos con la peste a
otra parte», y cuando se va se reanuda la malilla, salpicada por las
reflexiones que ha provocado el discurso del inspector, mientras el abate,
contrariado, observa cómo se le afloja y lanza una mirada de pesar hacia
la puerta. Como puede verse en el Au Vrai Petit Pot la polícia está bien
considerada. Si nuestra sociedad necesita para defenderla a individuos
sacrificados que arriesgan su vida a cada momento para nuestra
tranquilidad, debe reconocerlo prodigando a sus fieles servidores una
estima y un respeto bien merecidos. Es fácil escupir sobre la mierda, pero
al fin y al cabo, si no cagaseis mierda estaríais bastante incómodos, por lo
tanto tenéis que respetar a la mierda, respetar y honrar a la mierda, la
buena, la santa, la provechosa mierda. Debéis hacerlo.
Todas las tardes, una vez cerrado el despacho, Don Juan Lapolla
Tiesa coge el metro en la estación Cité. Casi siempre llega cuando se va el
ascensor y debe bajar corriendo la escalera de doble revolución, una de
las más vertiginosas de París, mientras oye acercarse un tren cuya voz es
amplificada por el tubo de hierro que pasa bajo el Sena. Por más que a
veces corra con los cojones recogidos llega cuando están cerrando la
puerta automática. Y aunque Juan Lapolla tenga un agradable aspecto la
empleada no se rinde a sus súplicas: una chica mona esta empleada, pese
a su parecido con una tijereta. La línea Orléans va abarrotada a estas
horas. Lapolla hace el viaje de pie hasta el final. No piensa en el
cansancio, está acostumbrado a empalmar. En el vagón donde se apiña la
gente, no es raro, a causa de su elevada estatura, que sienta en las
curvas, en los traqueteos del . vagón, la mejilla de una viajera apoyarse
contra su miembro, o la mano de otra agarrarse a sus bolsas para no
caerse. Basta el más ligero contacto para que la joven que ya se
disculpaba se dé cuenta de la clase de hombre que tiene delante. A veces
se trata de una cursi que os suelta un ¡por favor caballero! como una
bofetada: pero con J. Lapolla no hay nada que hacer. ¿Qué es lo que
podríais abofetear? Parecería una caricia. Por eso todas las tardes el viaje
de Cité a Orléans es un verdadero deporte para nuestro héroe, y no hay
de qué extrañarse, como hacen algunos viajeros que creen que se prueba
un nuevo antiséptico, si un gran olor a semen se esparce por el vagón. La
gran dificultad para Lapolla es disimular el chorro que sale de vez en
cuando de su cabeza y no dejarlo caer sobre cualquiera. Cuando el joven
se encuentra entre dos personas agradables, nada más sencillo.
Deja que una se la menee e, inclinando bruscamente su glande
hacia la otra, eyacula rápidamente en la boca de esta última,
aprovechando un acercamiento.
Hasta el presente esta maniobra jamás ha tenido consecuencias
enojosas, crisis de histeria, escándalos, etc., y nosotros se la
recomendamos a aquellos de nuestros lectores que estén en condiciones
de llevarla a cabo. La mujer ciertamente queda algo sorprendida ¡pero a
ver quién se enfada con ese diablo de Juan Lapolla! Aparte de que en el
primer momento es imposible hablar, la mujer, que no tiene más remedio
que tragar el caliente licor si no quiere echar a perder su traje, apenas
siente derramarse en ella este alimento rico y delicioso empieza a gozar
ella misma como una gatita. Pediría ¡más! si se atreviera. Lo malo es que
Lapolla no siempre tiene a mano la encantadora boquita donde disimular
el efecto de los transportes que le animan. Contenerse no es una solución.
Ciertamente se puede intentar simular llorar o sonarse, pero eso no
siempre es posible y requiere una gran sangre fría. J. Lapolla, que estaba
acostumbrado a pasearse con la cabeza descubierta, ha acabado por
decidirse a llevar un gorrito que guarda bajo la manta y con el que sólo se
cubre el capullo cuando siente que está a punto de descargar. Ha visto
hacer eso en los cines a todo el mundo. Su único mérito ha sido adaptar
este procedimiento a su estructura especial.
Lapolla vive al final de la Rue des Plantes, en un hotelito amueblado
donde tiene una pequeña habitación, al lado de los retretes. Como las
paredes son muy delgadas, sorprende todas las idas y venidas de sus
vecinos momentáneos. Lo cual no deja de tener su encanto, ya que este
hotel está habitado por un montón de mujeres atractivas que arrastran
hasta aquí a los transeúntes. Todas conocen al apuesto Juan Lapolla, y
más de una se ha equivocado de puerta al salir del water. Por eso al joven
le resulta fácil, cuando oye en la pieza de al lado los mil ruiditos de las
señoras haciendo sus necesidades, adivinar quién está allí, imaginarse
paulatinamente las posturas, los esfuerzos, los resultados. Eso le pone
cachondo, le mantiene en buena forma, y por nada del mundo nuestro
héroe abandonaría su modesto cuartito a cambio de uno de esos palacios
que son la recompensa y la ambición de los arribistas. No: Juan Lapolla no
aspira a ningún embellecimiento para su habitación, todo lo más desearía
que el depósito del agua del cuartito contiguo no se estropease tan a
menudo, lo que puede molestar al olfato.
Por la noche, después del encuentro con la Pareja de Piernas,
Lapolla regresaba a su hogar, pensativo.
Una vez cerrada tras él la puerta de su habitación, tiró sobre una
silla su gorrito lleno de esperma, se quitó la manta, que dobló
cuidadosamente y colocó bajo el colchón, y se contempló en el espejo del
armario. Ciertamente había que andar mucho para encontrar una verga
tan bien plantada, tan a gusto sobre los cojones, un glande tan puro, tan
soñador, en una palabra, un carajo tan romántico. Juan Lapolla se hizo
justicia, pero decididamente no le gustaba ese aire de preocupación que
había observado desde hacía unos días en su prepucio, y que le restaba
juventud: «¡Y todo esto», murmuraba, «a causa de la condesa! He notado
que la mayoría de mujeres que montan a caballo tienen poca ternura.
Como él las amazonas, les falta un pecho, y sus corazones están
endurecidos en algún lugar, no sé en cuál...» Fue interrumpido por un
ruido en la pieza de al lado. Era la corona de madera que se bajaba sobre
el asiento. El frufrú de un vestido levantado, luego la cascada
característica de un pipí demasiado tiempo retenido, un ligero suspiro, la
cisterna. «No es nada, la criada que orina», prosiguió Lapolla, «confiaba
en que fuese esa encantadora rubita recién llegada al hotel y cuyos
modales me intrigan extraordinariamente. Tiene una manera de
comportarse en el retrete capaz de trastornar al observador más frío y
mejor prevenido.
Pero volvamos a la condesa... Las mujeres son lo que son, deben
tener los defectos de sus cualidades... no les gusta sembrar las flores de
sus amores sobre una roca, ni prodigar sus caricias para aliviar a un
corazón enfermo... El día que te abandonan, te dicen que las palabras Ya
no te quiero justifican el abandono como las palabras Te quiero excusaban
su amor, te dicen que el amor es involuntario. ¡Absurda doctrina! El
verdadero amor es eterno, infinito, siempre semejante a sí mismo; es
idéntico y puro, sin demostraciones violentas; aun con canas se siente
joven de corazón... ¡Pero, santo cielo, ahí está mi rubita!» En efecto, del
excusado llegaba un rumor extraño, inexplicable. Se habían oído
perfectamente los ruidos habituales que acompañan a la entrada de una-
mujer bonita en un water: el repiqueteo travieso de sus altos tacones, la
caída al suelo de algún perifollo precipitadamente recogido con una
adorable exclamación de confusión medio seria, medio divertida, una
especie de trino desenvuelto, tralalá, de una voz que se ejercita, de una
criatura tan querida por todos que cualquier ocasión le parece buena para
reírse y para cantar, y por último un gracioso taco de niña mimada
constatando alguna imperfección del lugar. Luego vino una serie de
pequeños suspiros, a cada esfuerzo de la deliciosa chiquilla para empujar,
pequeñas joyas de suspiros, perlas, ¡suspiros tan claros, tan inocentes!
Habría que ser un monstruo para no conmoverse ante tales suspiros,
breves, perentorios, infantiles. Oh, ¿quién sabrá expresar la seducción de
una mujer mientras empuja? Pero he aquí que después, cuando lo natural
habría sido oír el pluf, o tal vez el tracatrá que habría debido suceder a
tan serios esfuerzos, y el ruido del agua agitándose en el fondo de la taza
bajo el peso de la plasta, o de las bolitas, ¿cómo es que se había oído una
música etérea, ligera, impalpable y parecida a la que sin duda debía
escoltar por la noche a las hadas cuando se deslizaban entre las copas de
los árboles, sobre la superficie de los lagos, por las cristaleras azules de
los palacios? No duró mucho. La música se extinguió en el crujido del
papel, de seda. Luego clac clac, los tacones se agitaron. Un breve silencio:
el tiempo, sin duda, de aplicarse una nube de polvos y un poco de carmín,
la puerta que se abre, la mujer que se va.
«Ahí», se dijo Lapolla, «hay un misterio que tengo que descubrir.»
Y, tan ocupado con su vecina que olvidaba satisfacer sus demás
curiosidades, dejó distraídamente en un rincón de la chimenea el
paquetito rojo que un desconocido le había deslizado en Saint-Lazare y
que se quedó allí, entre postales, cajetillas de tabaco, ligas desparejadas,
viejos periódicos, una pipa, latas de conservas empezadas, frascos de
farmacia, todo aquello que, bajo la influencia de la luna, el mar en su
movimiento bicotidiano puede depositar como buen sentimental que es
sobre el falso mármol de la chimenea convertida en ilusoria por la
calefacción central pero que los propietarios del hotel por motivos
decorativos dejan figurar en esta habitación de soltero donde vive un
joven soñador, desordenado, y llevado por la naturaleza a ser galante.
La Condesa de la Motte no es ninguna principiante. Para arrojar
sobre esta turbadora belleza la gran claridad de la biografía, debemos
ante todo rechazar con mano firme como un mechón de cabellos rebeldes
el escepticismo o la incredulidad. El espíritu humano, ese gallito, para
seguir la intriga de la novela ha consentido muchas veces la hipótesis de
las reencarnaciones, de una forma pasajera, convencional.
Pero lo ha hecho sin convicción. Esta historia no es una gallina en
esa clase de novelas. Aspira a una viril seguridad. Por eso todo ojo que
sobrepase esta línea, en la que se manifiesta una exigencia que no es
humorística, se verá en la obligación, hasta que la nube de la muerte o de
la imbecilidad no lo haya obnubilado definitivamente, de creer, como
requiere la evidencia, en la pluralidad de las vidas, en las
reencarnaciones, en la supervivencia de seres excepcionales, dueños de
los secretos de la magia, por ejemplo.
No hace falta decir que la hermosa condesa había sido Lilith, lo
Medea y Cleopatra. Se pierde su pista en medio de las primeras tinieblas
cristianas, bien porque estuviese asqueada ante tanta mascarada humana
y prefiriese esperar algún tiempo a que la cruz pasase de moda, bien
porque realmente se hubiese convertido en Armida,la Viviana, la Papisa
Juana, Margarita de Borgoña y otras por el estilo. El hecho es, para
atenemos a lo estrictamente histórico, que se la ve reaparecer en Loudun,
abadesa, durante el proceso a las poseídas; luego tiene el capricho de ser
hombre y será sucesivamente Cromwell, Lauzun, Law, Federico . Vuelve a
tener ganas de ser mujer: es Jeanne de la Motte-Valois y en el asunto del
collar juega un papel que no es el que se le ha asignado. No es mujer
para perder el tiempo ensartando perlas. A partir de ahora ya no
abandonará este nombre, del que modifica un poco la ortografía por
razones de estética. Encuentra inútil cambiar de cuerpo, tiene uno tan
encantador, tan práctico. Condesa de la Motte, se especializa durante todo
el siglo XIX y principios del xx en un papel oculto que hace correr más
leche que tinta, y despreciando ser Lady Hamilton, Josefina, Madame de
Krüdener, Armand Carrel, Fieschi, Cavour, la PaYva, Bazaine, La Goulue, y
la Bella Otero, se conforma paseando por el mundo la m:áscara sin gloria
de una bella aventurera que desaparece siempre después de alguna
catástrofe a la que sin duda no es ajena. En los últimos treinta años se
señala su paso entre los Boers en St-Pierre-et-Miquelon, en Egipto en la
época del Mahdi, en Algeciras un poco más tarde, en Port-Arthur, en los
Balcanes, en Sarajevo, durante la guerra en Zurich, después de la guerra
en Alemania, en Japón, en México, en Palestina. ¿Qué hace pues
actualmente en París?
De momento la encontramos bajo los cuidados del peluquero que le
hace la permanente, mientras dos manicuras, ya que tiene prisa, se
ocupan de sus manos. No es cosa de poca monta ocuparse de las, manos
de la condesa. Para ello se requieren manicuras-hombres que hacen
relucir sus preciosas manos por un procedimiento que se impone:
rítmicamente, ensartan los anos manuales de su cliente con sus cosas
profesionalmente sacadas de sus braguetas. Son unos manicuras muy
discretos. No miran a la señora que les abandona sus orificios laterales.
Vestidos de blanco de pies a cabeza lustran esos agujeros delicados y
desiguales embistiendo justo lo necesario para lograr la transfixión sin
ensancharlos. Permanecen como es debido con los brazos cruzados y no
se permitirían rozar con un dedo a la persona que atienden.

Mirando al techo, suspiran con mucha contención cuando no pueden


hacer otra cosa. Entonces, inclinándose, como hace el peluquero que
ofrece una especialidad, murmuran: «Señora ¿desea un poco de
esperma?». La condesa responde que sí con la cabeza, y los manicuras
gozan, humedeciendo los ojetes de la condesa con arte, delicadeza y
regularidad.
Mientras tanto el chico que la riza ha dado a los pelos de su cofio
facial un aire a la vez aristocrático y provocativo. Ya está, la condesa está
lista para el baile en el que esta noche deberá seducir a varias
personalidades parisinas de la gran banca y de la diplomacia.
Se levanta, se da algún retoque. Apenas se pinta la cara. Gracias,
prefiere maquillarse sola, en su casa.
Se pone de nuevo el sombrero, la chaqueta, recoge el anacrónico
manguito que le da un encanto algo afectado. Paga en la caja. Deja caer
una propina merecida en la mano del peluquero, en la mano del manicura
de la izquierda, en la mano del manicura de la derecha... pero, ¿no me
habré equivocado?, ha murmurado algo a este último: «Esta noche, a las
dos...». No he podido oír más. ¡Afortunado manicura de la derecha! Ha
sido distinguido por la Condesa de la Motte, no puede dar crédito a sus
oídos, y durante todo el día, mientras acicale con su verga profesional los
culos y los coños de sus clientas con una técnica impecable pero
respetuosa, soñará con ese instante maravilloso en el que podrá salir de
su papel, a veces difícil de mantener, y abandonarse a los transportes de
su naturaleza. Se promete magrear terriblemente a la condesa, se
promete chillar como un asno: «¿No podría tener más cuidado?», le dice
bastante bruscamente su clienta actual, a la que le está dando los últimos
toques en el coño que lleva en el pie izquierdo con tanto ardor que corría
verdaderamente el peligro de deformarlo. «Perdóneme, pero la señora
tiene aquí una ranura tan bonita...» «¡Ah no, amigo mío, deje las
familiaridades! ¡Tengo muchísima prisa y todavía no ha follado mi culo
frontal! »

«La vida», dice sentenciosamente Monsieur Pis, «está llena de cosas


increíbles, el mundo poblado de individuos barrocos, y sin embargo, amiga
mía, no logro acostumbrarme. Imagínese que todavía estoy impresionado
por una pareja con la que acabo de cruzarme mientras me dirigía a
nuestra cita. ¿Eran locos? ¿excéntricos? ¿extranjeros de los que empieza a
haber más de la cuenta? ¿O provincianos endomingados a su manera? En
fin, juzgue usted misma mi estupor: bajando por la avenida Wagram,
como personas que no tienen prisa, y en las que por otra parte la gente
tan apática hoy en día ni siquiera se fija, he visto, cogidos del brazo,
mirando escaparates, a un pantalón corto, algo más alto que yo, y a una
mantilla, los dos bastante enamorados uno de otro, parándose para
besuquearse, y haciendo en voz alta comentarios sobre todo el mundo. La
mantilla, recién salida de la tienda, todavía llevaba el precio, y el
pantalón, oh, el pantalón no debía ser muy recomendable: remiendos,
zurcidos, botones que faltaban, marcas de la lavandería...» El caso es que
la pareja formada por Monsieur Pis y su amiguita no era menos curiosa
que la que Monsieur Pis acababa de describir. Inconsciencia humana: el
cobrador del registro encontraba completamente natural el espectáculo
que ofrecía a los transeúntes en la terraza de la Brasserie Lorraine. Y es
que, efectivamente, entre los parisinos está tan arraigada la costumbre de
no asombrarse de nada, que ni siquiera dejaban caer una mirada sobre
ese charco de orina tocado con un sombrero de paja que daba sorbitos a
un Vittel-fresa en compañia de una botita alta, de lo más deliciosa, a fe
mía. Monsieur Pis ya no era un pimpollo: tenía toda clase de
inconvenientes, fermentación, cálculos, filamentos, un poco de pus por
todas partes, pero sin embargo vestía de forma juvenil, tenía fulanas.
Como era sadofetichista, había mantenido durante mucho tiempo a una
fusta muy bonita, pero ésta le había abandonado por un pelo de axila,
enormemente rico. Luego le tocó el turno a una silla de jockey, que debía
limpiar constantemente porque era de piel muy clara y se arrimaba a los
sitios más asquerosos sólo por el gusto de hacer trabajar a su viejo. Esto
terminó en una disputa después de la cual Monsieur Pis despedía un olor
tan infecto que hubo que embotellarlo durante tres meses.
Ahora le tocaba a esta graciosa botita, que a fin de cuentas parecía
tolerar a su protector, lo encontraba un tipo curioso, no estaba poco
orgullosa de haber resuelto el difícil problema de dar puntapiés en el culo
a unos orines, ejercicio que hacía gozar a nuestro hombre arrancándole
pequeños chapoteos. Es cierto que a la botita le gustaban las mujeres, y
que Monsieur Pis apenas tenía tiempo de volver la espalda que ya ella se
había reunido con una patita a la que calzaba con transportes
inimaginables, repiqueteos de tacón, alaridos de suela. Hasta el punto de
que este ejercicio empezaba a deformarla un poco.
La patita no era la única responsable, ya que la botita era
endiabladamente pendona. Se la hacía meter por quien más mejor. Hasta
por algunas manos que admitía en su intimidad, y de todos los vicios ése
es el más agotador. La habían visto haciéndose cepillar por escobillas
salidas no se sabía de dónde, escobillas que habían hecho la calle,
escobillas para todo, escobillas de afeitar. Monsieur Pis no sabía nada.
Mojaba inocentemente la botita, formaba pequeñas olas en la punta, se
metía en el forro a través de los ojales deshechos, y ella se salpicaba
riéndose cuando él le decía con amor que tenía un perfume muy
particular. Ella recordaba con perversidad aquello con lo que había estado
caminando todo un día. Pobre Monsieur Pis. Tenía mucha razón Monsieur
Pis, la vida está llena de cosas increíbles. Yeso que no lo había visto todo.
¿Qué pensar de un mundo donde una cuerda puede fornicar con un farol,
un imperdible con una médula? Y a eso hemos llegado. Cuando uno piensa
que la otra mañana, en la Avenue du Bois, los transeúntes pudieron
contemplar una corona fúnebre en un ataque de locura que corría entre
los grupos perdiendo sus violetas y lanzando unos alaridos que no tenían
nada de humano. ¡Y todo porque había sido abandonada por una cabeza
de lobo!
Yo mismo vi en los grandes bulevares a una pierna que iba dando
brincos de la Madeleine a la Bastilla, abordando a hombres y a mujeres
para preguntarles si sabían dónde podía haberse escondido Emilie. La
gente creía en una mistificación. Pero yo, que desde lejos había observado
el parecido entre los aspavientos de esta pierna y los de la aguja de una
brújula enloquecida, le respondí con la deferencia que exige la desgracia:
«Caballero», le dije, «¿cómo quiere usted que le diga si he visto a Emilie?
No la conozco. Tal vez la haya encontrado en mi camino. Tal vez me fijase
en ella. Pero ignoraba que fuese Emilie.» «Ah, señor, veo que tiene usted
un alma caritativa», replicó la pierna agarrándome por las solapas de la
americana, «¡haga un esfuerzo por recordar Emilie, Emilie!» «Bueno,
dígame cómo es, rubia, morena, qué se yo...» «¿Describirla? Ni pensarlo.
Es incomparable. Hay que verla para creerlo. No puede haberla visto y no
recordarla.» «Pero veamos, si no conozco a la señora Emilie...» «Señorita.
En fin, no tiene importancia. Y a le he dicho bastante para que la
reconozca por mis palabras.» «A pesar de todo el respeto que siento por
su situación, va a obligarme, caballero, a contrariar mi carácter...»
«Espere un momento. ¿Dónde tendría la cabeza? Tenga, tenga, ¿la
reconoce?» La pierna había sacado no se sabía de dónde un voluminoso
paquete de papeles heterogéneos, una cartilla militar mugrienta, recibos
de alquiler, cupones de la Defensa Nacional, un carnet de votante para las
elecciones cantonales, papel de liar zig-zag, y, rebuscando en el montón,
dejando caer al suelo varias hojas que los pies de los transeúntes
enseguida mancharon, se llevaron, aniquilaron, me tendió una fotografía
Midget, donde pude ver acodada sobre una estela, con aire inspirado, a
Emilie, es decir a un vol-au-vent. Permanecí un instante mudo y la pierna
se aprovechó. «¿Con quién se ha ido? ¿Con la barba a la imperial o con la
manga de lustrina? Quién sabe, tal vez esté acusando a inocentes... ¡Ah!
no tener, no saber... También estaba ese percutor de fusil que no dejaba
de rondarla. Debe de ser él. No, no es posible. Ja, imagínese,
¡abandonado por un percutor de fusil! Impagable extravagancia. Pero
usted no dice nada, ¿ha visto a Emilie?» Yo intentaba pretender que no
me acordaba: «¿Yeso es todo, eso es todo? ¿Tiene usted en sus manos el
retrato de Emilie, y no me dice lo que piensa de ella? ¿Qué le parece?»
«Perm>, dije yo humildemente, «es un vol-au-vent» «Sea más educado,
haga el favor. ¿Se imagina usted lo que una mujer como ésa puede ser
para un hombre? En la cama, caballero...» No quise oír más. Habría
mucho que decir sobre estos emparejamientos, mientras a nadie se le
ocurre asombrarse del de la vaca y el bacalao, por ejemplo. O de los
matrimonios incestuosos entre la mosca y el moscatel, entre la col y el
colibrí. Si el domingo cojéis en una estación suburbana uno de esos trenes
abarrotados que devuelven a la capital a las familias agotadas por una
jornada consumida entre las cuatro paredes de casitas coquetas
cuidadosamente valladas, y echáis una mirada benevolente sobre esta
humanidad presentada en parejas que escoltan a sus retoños chillones y
quejicosos, no se os escapará, sea cual fuere el gusto natural del hombre
por la monstruosidad, que una fantasía verdaderamente absurda ha
presidido estas uniones cuando veis hombro con hombro al perejil y a la
mandrágora, a la sandáraca y al ojo de perdiz, a la púrpura y al filadiz.
Entonces reflexionáis, entonces empezáis a comprender, y volviéndoos
hacia los mocosos gritones y repelentes que son utilizados en estos
vagones apestosos como falcas destinadas a impedir que se caigan de la
red los equipajes de los viajeros, contempláis a la prole salida de estos
coitos barrocos y os dirigís a ella con una mansedumbre infinita: «Prole,
es un golpe bajo para la fanfarria el hecho de que hayáis nacido. Sois
innobles a más no poder, bastardos de la tinaja y el linóleum, híbridos de
la gamba y el cardillo. Pero sería injusto decir que eso está bien. Si
balanceáis sobre vuestros pobres culos de lámpara descoloridas cabezas
de adormideras, si vuestro cráneo se abre lateralmente como una iglesia
rural mientras de vuestros ombligos salen rosarios de salchichas podridas,
si vuestros dientes son de pedazos de cristal, vuestros pies de andrajos
nauseabundos, si vuestra pierna izquierda tiene el aspecto de despojos de
ternera mientras que la derecha recuerda irremisiblemente a la ardilla en
su jaula, por no hablar de vuestra pequeña molleja y de los órganos de la
reproducción, que sólo más adelante llegarán a una madurez aterradora,
con todo un cortejo de úlceras, tumores y varicosidades, prole, y aquí
hago una pausa para respirar, ¿os habéis preguntado, conteniendo
vuestro aliento en el momento de atacar la trompeta con la que nos
perforáis los oídos, lanzando bruscamente el balón a la cara de un
superior de papá que venía de visita, alguna vez, os habéis preguntado
alguna vez de quién, si del gobierno, del granizo, de la filoxera, del
desarrollo de la prostitución, de la mala alimentación, del analfabetismo,
del feminismo, de los empleados de correos, de las huelgas, de la
radiofonía, es la culpa, de quién es la culpa, preguntado alguna vez de
quién es la culpa, os habéis preguntado de quién es la culpa, prole? Pues
bien, fiaros de alguien a quien vuestro aspecto físico repugna, y a quien le
gustaría veros en los cagaderos con toda la mierda del mundo sobre
vuestros hocicos de liebre y vuestras cabezas de chorlito, pero que no por
eso deja de ser vuestro amigo: si buscáis la solución a un problema que
empieza a martillear vuestra sesera a la funerala donde ya crecen en las
circunvoluciones mugrientas la verruga de la necedad y la de la lubricidad,
mirad, levantando con vuestras manitas cantadas por el poeta la sábana
paterna, o si no tenéis paciencia para esperar a que se haga: de noche y
vuestros queridos padres se hayan dormido enlazados en el sudor y la
leche, al final de esta frase encontraréis un vocabulario de las palabras
que no podéis entender, abrid con vuestras manecitas el pantalón de
vuestro padre, la combinación cerrada de vuestra madre, y mirad el pene,
y mirad la vulva que por un juego sorprendente y estúpido se han juntado
para produciros, ¡y nada os resultará tan incomprensible en vuestro
propio horror!»
*

Sin duda, si cojo con una mano el rododendro y con la otra la


sirena, si los coloco con un poco de sentimiento sobre un mueble de
hierro, oiré al Ojo preguntarme con su voz cristalina si esta naturaleza
muerta merecía el entierro. ¡Mejor hacer saltar, sobre las cuerdas que
comprimen un viejo cartapacio lleno de cartas de amor, a las hadas, a las
pulgas sabihondas y a los canguros! Mejor callarse. Señor Ojo, yo no soy
el Hombre, no llevo mi orificio de culo en mis molares, no he inventado el
sabio desorden que organiza a este individuo que al no tener wateria
córnea al nivel de los órganos de la locomoción como todo animal que se
respete suple esta ausencia vergonzosa con la piel de la vaca y la aguja
del zapatero. ¿Soy acaso responsable del invierno, y de la perversidad de
los peleteros que exigen de la ciencia del abortista una piel nueva, sólo
una, aunque fuese la última del mundo, para adornar elegantemente a las
frioleras criaturas que caminan sobre ruletas y huelen a baba de
mariposas? No es que yo añore, sentado en un sillón de rocalla, los
tiempos pasados, la naturaleza y la calma de sus caseríos, pues la risa del
vientre está sacudiendo mi pie moderno, mis dientes de oro hojean el
listín de teléfonos, mi corazón de masilla fuma en una rocking chair, y mi
rótula vulcanizada está enamorada de un aparato para afilar maquinillas
de afeitar eléctricas. Pero yo miro a la manera del naturalista las idas y
venidas de todo lo que respira, empezando por los ascensores, las cintas
transportadoras, las motocicletas, constato la proximidad de la esmeralda
y de la perra, del caucho y del bebé. Y como el naturalista en cuestión, no
puedo evitar posar un momento mi estilográfica, cuya plumilla, como el
trombón de varas y la tortuga, sabe esconderse en su vientre cuando
tiene miedo, sed, o sueño, no puedo evitar posar mi lápiz, al que se le
saca punta sin navaja, ya que no es necesario cortar la ropa de una mujer
para desnudarla, basta hacerla girar sobre sí misma muy deprisa y la
fuerza centrífuga se encarga de todo, a menos que el sujeto sea vicioso,
no puedo evitar soltar mi máquina de escribir como una bolita de chicle
abandonado, y reírme.
Sólo interrumpo esta operación para lanzar unos gritos lastimeros.
Luego vuelvo a reírme. Los niños, las cabras del Tíbet, los globos cautivos
que me rodean abren puertas cocheras sobre esta distorsión extraña del
silencio. No comprenden cómo es posible que este vertebrado que hace
sólo un instante escribía como la mosca sobre el espejo y el paraguas
sobre la multitud se haya puesto a alborotar de una manera tan vejatoria
que si continúa así llamarán a mamá. Mi risa maníaca echa a volar
batiendo las alas. Pero no progresa en línea recta, ya que es un nuevo
modelo de helicóptero fabricado según unos planos robados al ministerio
de la guerra en una carpeta sobre la que se había escrito en letras de
molde Defensa Nacional, inscripción que alguien poco gracioso,
probablemente un oficial del estado mayor, había creído poder
transformar con lápiz-tinta, mientras no le miraban, en Defensa de
elefante, tachando para ello el epíteto Nacional, y reemplazándolo por el
complemento determinativo de elefante, lo que hace suponer que este
militar debió de servir en la infantería colonial. Mi risa se posa sobre el
primer objeto que le parece sólido, y como éste era un hombre joven que
iba a hacer una petición de mano siguiendo la costumbre inmemorial y
que cruzaba la calle pensando en la familia política, en el contrato, en los
bienes parafernales cuando un pequeño autobús lo ha separado en dos
trozos, lo que hace resultar cómica la palabra cónyuge, permite suponer
que la futura al consentir ahora a dicha unión sería culpable de bigamia,
etcétera, la risa cambia de percha y posa su zarpa extraña sobre algo que
no ha elegido. No, no es el Mickiewicz de Bourdelle, el nombre de los
mariscales de mierda dado a las calles de París, un pecarí sentimental en
un cuarto de baño, los pararrayos, las vacunas, un cine londinense donde
el público escucha religiosamente a Brahms expelido de un órgano en
forma de góndola Queen-Anne por un ser mitad postal mitad pila
eléctrica, ni los temas poéticos como una muchacha peinándose, bañistas,
la muerte de Napoléon, el adiós del soldado, no. Mi risa sencillamente se
ha instalado sobre un saquito rojo que ya tuve ocasión de comparar con
una legión de honor. Y ahora es el saquito el que es condecorado y echa a
volar. Vuela, saquito. O mejor dicho, nada, demuestra tu estilo, remonta
el Sena contra todas las leyes de la física incordiante, entra por una reja
donde se consumen montones de basuras, en un canal subterráneo que
estremeciéndote de voluptuosidad, reconocerás como el gran colector, y
piérdete, para siempre, bajo esas bóvedas, donde te caes cuando la criada
de un hotel amueblado de la Rue des Plantes te echa por error con las
basuras antes de que el melancólico Juan Lapolla se haya tomado la
molestia de abrirte a fin de hacemos saber lo que podías contener.
Después de esto vuelvo a poner mi máquina de escribir en mi boca,
rompo mi saxofón, llevo el sentido de lo irrisorio al monte de piedad.

Si la frase que comienza aquí con una magnolia como una canción
para hacer llorar a los americanos, pasando por todos los avatares de una
crisis de histeria de fases imprevisibles y múltiples, se metamorfosea
paulatinamente en orycteropus, en tribómetro, en trinquete, en músico a
sueldo, en benjamita vendiendo una huevera a un timariota, en rémora
(ese guardia municipal de los mares), en civeta, en patriota onicófago, en
herniaria glabra como la quebrantapiedras, en deporte de invierno, en
ciercillo y en corozo, con actitudes que en cada uno de estos estados van
del éxtasis al sufrimiento a través de la amenaza, el c1onismo, el
exhibicionismo y la súplica, acaba llegando, en el extraño adminículo de
unos quevedos lipemaníacos que se estrellan en un ojo y se resisten a
llevar al oculista esta manzanilla del cristal, a una playa desierta donde la
arena es de mantequilla y la roca de pies descalzos, para chocar contra
este acantilado, un quinqué de petróleo, seré tachado de fumista y es un
fumista lo que ahora necesito. ¿Dónde estáis fumistas, a esta hora del
mundo? Había fumistas hasta hace muy poco, pero por más que me subo
a un taburete ya no los veo... Fumistas, famosos amantes de los humos,
que bailabais en las calles delante de los coches fúnebres, clientes
detestados por los peluqueros, extraordinarios pasajeros de los tranvías
siniestros, interlocutores de porteras, prestidigitadores de la dignidad
humana, qué ha sido de vosotros, acarreando los utensilios de vuestra
condición, barbas postizas, participaciones, condecoraciones,
correspondencias de autobús, brazaletes de luto, sombreros de copa. Ya
que, dice la ley, el acreedor no puede quedarse con los instrumentos de
trabajo del deudor. Si por la calle veo una tienda negra, ya no es una
oficina de correos: es la casa de Borniol o un fumista, y esta última
palabra escrita en letras versales en la vía pública me sigue hablando de
usted, Sapeck, y de ti, Baudelaire.. Melancólicos médicos de las
chimeneas, vuestros sucesores patentados ya no envían aprendices
negros por las vías respiratorias de las casas. Y sobre los tejados
desiguales el pueblo de los tubos azules y rojos está tan poco
acostumbrado a los paseantes, que se oye un murmullo general cuando
entre estos cigarrillos inmobiliarios pasa lentamente mi pensamiento. Este
ama la locura que preside la elaboración de las chimeneas, desde el
habitual tarrito de crema de tejas a las construcciones de hojalata que
adoptan del arte de las armaduras y del de los ídolos un acento de
fantasma y una cara de osífrago. Hay chimeneas en forma de zanahoria,
hay chimeneas en forma de seno. Pero en estos prados artificiales, ¿qué
es eso, en la raíz de las hortalizas, que parece orobanca? Habría que
saber cuál de los dos cultivos, el de barbechos o el de rotación, prevalece
en los cultivos de altura, y si las chimeneas giratorias, o las que se
complican con foliolos en las tres direcciones, exigen para crecer labores
hortícolas como las rosas de hoy día. Hay barrios de París donde las
chimeneas son brazos vivos agitando el adiós con una mano ardiente.
Unas enguantadas, otras desnudas. Y otras llevan mitones. Las chimeneas
del taller de costura donde penetramos son un campo de barracas
decoradas con tatuajes de un maravilloso efecto.
¿Habrá quien me pregunte por qué penetramos en un taller de
costura, y de la Rue Saint-Honoré además, si no es para volver a salir?
Ah, no tan aprisa como para no echar un vistazo a las señoras mientras se
desnudan, el largo roce de las mujeres junto a las paredes. Ahora
estamos en Rue Saint-Lazare, en casa de una lencera. Un poco más allá
en el taller de un zapatero, luego el parque Monceau nos invita a matar
algunos hijos de ricos. Un joyero de la Rive Gauche. Una modista en las
Temes. Un comerciante de medias de seda Rue Paradis. Héléna,
habitaciones, Rue Douai. Una charcutería-restaurante de las Batignolles.
Adivinad ahora, cornetas, orejas, vaporizadores, anguilas, puntos de
interrogación, enredaderas, velas, qué clase de chimenea remata cada
uno de estos comercios. El caso es que precediendo en esta rayuela de un
día al pie que nos empujaba como una piedra vulgar nos hemos perdido el
espectáculo de una mujer extraordinaria a escala de las chimeneas. Como
se detiene en una tienda de guantes, Rue Auber, cojamos esta mano, seis
y cuarto, que se tiende hacia un estípite en forma de Africa sin
Madagascar. Y con toda la fuerza de nuestra mano mental, despojemos a
este brazo de una manga que languidece sobre la desnudez, a un hombro,
ya todo el cuerpo finalmente ofrecido a la descripción. De todas las
chimeneas prefiero la que lleva un sombrero contra el que rebota el
humo, y que bajo el sombrero nos revela un corsé rasgado en vertical por
diez aberturas en su circunferencia. Así la mujer a la que acabamos de
arrancar de la seda bajo una cofia de fuego presenta alrededor de su
cuerpo diez coftos por los que se escapa un humo simbólico. Las
vendedoras de guantes se quedan sin aliento, las muy tortilleras.
Son justamente diez, y parecen diez campesinas piadosas en torno
a un oratorio con diez nichos, pues se han arrodillado. Diez clítoris se
desarrollan, hablo de los de arriba, ya que la sombra de las faldas oculta
tanto el cofto de la nueva virgen como el de las felatrices. El círculo de las
lenguas tiembla desigualmente, como ese ¡buen viaje! lanzado por una
multitud que permanece en el muelle al barco que se lleva a un ministro
plenipotenciario. Quien me diga por qué se nos ha convidado a este corro
colorado, y por qué anteriormente nos hemos encontrado con la condesa,
Monsieur Pis, el abate, Don Juan Lapolla Tiesa, el inspector, la botita,
Jolín, etcétera, me hará verdaderamente un favor.

Llevo a cabo un proceso análogo a los de la brujería. Agarrándola


por los cabellos, he sacado de la cama sórdida a una mujer fea, sucia y
medio dormida, avergonzada de sus pies negros, de sus narices
sudorosas, de la legaña en el rabillo del ojo. La realidad nunca se ha
notado la boca tan amarga como esta mañana. Me mira desde un agujero
idiota. No comprende qué pulgas le están buscando. Hace tanto tiempo
que se dedica al asunto, que los ha tenido a todos, a los crédulos y a los
contestatarios, sólo tenía que esperar. A los que sencillamente la
negaban, los ha acostado en el barro, con el hambre y otras chirigotas de
su invención. A los que la parodiaban, les respondía como una puta bajo
el dominó que pasa su enfermedad haciéndose la duquesa. Y a los que se
parecían a la llama, los pellizcaba de nuevo en los pies con verdadero
amor. Se paseaba arrastrando detrás suyo toda la ropa sucia de los días,
toda la basura de las noches. Victoriosa como una zorra, como una puerca
que es lo que es. Su risa como el ruido de un coche que se acerca, su
paso de partera, su voz de tren que entra en la estación. ¿La habéis visto
dormir? Yo he contemplado este espectáculo. La habían tapado con
metáfora. Hombres delgados. Estos la hacían posible a su manera, con
jirones de la imaginación, de la desesperación que se resiste a dejar de
despertar la esperanza. Y al dormir esbozaba una sonrisa de coquetería
bajo la cortina de azul y la sábana de quimeras. Estaba casi hermosa,
unas mentiras más y se la habría amado. Fue entonces cuando la rabia
me agarró por la nariz y me arrastró hasta la cama con toda su fuerza de
adefesio. Y cogí a la realidad por los cabellos y la saqué de la sombra. Los
tres formábamos un bonito grupo: la rabia, la realidad y yo. Déjame
respirar, rabia, me aprietas demasiado las narices. Entonces me
abandona. Gracias.
Ahora que mi prisionera empieza a darse cuenta de lo que le está
pasando, se pone a chillar injurias contra mí. Me conmina a devolverle el
azul. Me llama infame cerdo, asqueroso personaje, pornógrafo, cochino.
No, no, no volverás a darte aires de niña bonita, eres inmunda, apestas,
tu boca es un paraíso careado, tu sobaco un pozo de estiércol, tu culo la
cloaca de las mierdas verdes, tu ombligo la fístula de los puses mentales.
Ah babosa, hasta tus pelos de demonio babean sobre mis dedos que ya no
te soltarán. No me asusta tu mierda y no trataré con guante blanco tu
carroña. Te arrastraré conmigo como un animal que se lleva al matadero,
es inútil que te desgañites.
¿Qué son esos cantos, allá abajo? La dulzura de vivir, oh tiempo
suspende tu curso, el hermoso mes de mayo, las vidas anteriores, la
blanda almohada, la torre de marfil, el corazón límpido y fino del chino,
han amado, partir que es morir un poco y como tres y dos son cinco,
después de mí el diluvio, la buena vida, la vida con mayúsculas, basta,
basta. No puedo soportar el ruido pueril de los pájaros lira. Sin duda esos
señores tienen el trasero de níquel y la cola de verdadero tubo de parklet,
cagan monedas de veinticinco céntimos y mean agua dándoles cuerda,
pero bajo sus cielos de trapos, en sus arrebatos ortopédicos, ¿acaso creen
disimular la basura de la que asoman todavía chorreantes sus frentes
despavoridas y sus ojos líricos? ¡A esta hora el firmamento sufre una
blenorragia! No sé si ha hecho bueno algún día, me extrañaría. Y además
el buen tiempo es solo una pretensión del hombre que quiere declararse
satisfecho. Sea el solo la lluvia los que te pudran, no dejas de ser una
podredumbre. Oigo desgarrarse mucosas: son niños que vienen al mundo.
Oigo los alaridos del oso, pero no es un hombre que goza. Oigo una
lágrima que baja rodando hasta el valle que habla al eco, pero no es una
gota de sudor, porque el hombre trabaja. Sin bromas, el trabajo es
sagrado. En este paisaje alpestre se perfila una sombra inmensa que debe
de ser la de los picos donde la nieve es pura, pero no, es la de la pasma
atusándose los bigotes, y la única nieve es una porra, y sobre esto hay
una bonita canción: los agentes son buenas personas que se pasean, que
se pasean...
Porque el hombre no tenía bastante con su propia abominación.
Necesitaba algo más bajo, más vil, más infecto. Soñaba con perfeccionar
las letrinas. Y lo consiguió: inventó la policía.

¡Pueblo de ciegos! ¿No veis a los perros entrometerse en vuestras


aceras? ¿No veis que si la marta cibelina se viste con tanta elegancia es
porque ha masturbado al vampiro, excitado al salmonete, chupado a la
negreta y dormido con los lemures? Os encontráis con la placenta y la
confundís con un señor bien, ¿dónde tenéis los ojos? Dais la mano a los
jabatos, y en efecto no hay ningún motivo... pero no sabéis que os las
estáis viendo con jabatos. Y cuando devolvéis su apretón de manos a la
hiena, al pulpo y a la triquina, confesad que estáis yendo demasiado lejos.
No confiesan. Creen frecuentar a industriales.
Lo que tiene de especialmente vejatorio esta aventura es que dentro
de nada, cuando estén en confianza, en lugar de mirar al bubón de la
peste y decirse: mira, el bubón de la peste, se abandonarán a cualquier
ejercicio poético, y hablando al comprimido de aspirina le dirán: «Hoy está
usted sonrosado como el jamón, ¿es que ha ido de vientre? espero que su
señora se haya recuperado de sus partos y que su chiquitín ya no tenga
diarrea verde». Este es el discurso que le sueltan al comprimido de
aspirina, ¡en lugar de meterlo en un vaso con un poco de agua y
tragárselo!
Todo esto debido a una falsa concepción de la imagen. Confunden
las imágenes con procedimientos de conversación, con truquitos con los
que se puede hacer gracia, especies de pezones. De ninguna manera. Este
hombre, me decís, es un consejero del gobierno civil. Puede ser. Pero no
es eso lo que lo caracteriza, ya que una crisis ministerial le convertiría en
un pisapapeles. Lo que yo sé, es que lo que vosotros llamáis un hombre,
un consejero del gobierno civil, señor fulano, León, chatito, papá y otras
cosas por el estilo, es un gargajo, eso es, ni más ni menos, un gargajo, un
poco de saliva con burbujas de aire, recuerdos de tabaco mascado,
dejémoslo. Aclarado esto, el gargajo puede ser llamado papá, ya que
también se dice de una boca que es una rosa. Proporciones, por favor.
La humanidad es una hipótesis caducada. Vivan los valientes
luchadores. Pero es hora de mandada al asilo. Sin duda habrá sido
interesante durante algunos siglos vivir con esta idea admitida, la
existencia de hombres configurados de una forma sensiblemente
uniforme, como la vaca y los peces de colores, que son todos vertebrados.
Eso ha llevado a curiosas relaciones entre seres como el papel secante y
la selva virgen, que no tenían muchas expectativas de encontrarse. Si han
tenido niños exijo que se me guarde uno. El papel secante se creyó
obligado a tener cojones, ligas, un bigotito; la selva virgen se pintó los
labios, tuvo crisis de nervios, se cambió de ropa a cada momento. Había
que verlos juntos sobre un somier metálico. Pues bien, si no hubiesen
vivido con el compromiso del que estamos hablando jamás se les habría
ocurrido la idea de subirse juntos a un somier metálico. Considero que ha
llegado la hora de cambiar de hipótesis. La gente de pronto sólo será lo
que es. Dejarán de desempeñar una especie de papel que se saben más o
menos bien. Serán lo que son: viejos cebollinos , mastuerzos, lombrices,
cerdos, mamarrachos, microbios, orinales, subculos, manzanilla, agua de
bidet, papel higiénico, piel de guaguau, polvo, polvo.
Entonces sería divertido pasearse de una capital de distrito a otra, y
comprobar los estragos de la ciencia en los cargos de la administración.
También me imagino una comilona de oficiales después de la gran
conmoción: el capitán, que es un ganso, diría ¡Cual mirando al
comandante, que es una vomitona. El teniente Suspensorio dejaría de
gustar a las mujeres. El subteniente Verga estaría muy cabreado de ser
subverga. El intendente... ¡y la cámara de los diputados! El innoble
Maginot se consideraría a sí mismo como el último de los glandes. ¡Paul
Boncour unas hemorroides! Por no citar más que a esos dos. He leído en
los periódicos que el Aga Khan se casaba. Hacía mucho tiempo que no
había ni Dios que se casase. Es muy curioso. Hay que decir que desde el
punto de vista de las metamorfosis, el Aga Khan, que es exactamente una
patata, plantea un problema interesante. Dios, en los países concretos
que recaudan impuestos, en el país de los dioses abstractos, y muy
especialmente en nuestro hermoso país de diarreicos, se convierte en
propietario de cuadras de carreras. Hay ahí una proporción a establecer
que quizás explicaría la ley general de las metamorfosis, por lo menos en
la patata. Con ella se hace alcohol, también, y patatas fritas. Una patata
frita que hace correr. Y el matrimonio religioso: «No olvide, señora, dirigir
su mirada hacia la Santa Virgen cuando le quite el batín a su marido,
antes de metérsela como es debido, ya que la Santa Virgen, señora, que
hacía eso con las palomas, encuentra que, en lo tocante a Dios, una
patata es de lo más deleznable...».

***

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