-Mirá, bicho, tenés que llenar todos los sacos de frijoles, y después veremos si vas a
la escuela. Que no ande fregando tu hermano y a trabajar.
Oswaldo comenzó a azotar las matas. Estaban todas extendidas al sol, ya secas,
esparcidas a lo largo de unos 100 metros del arcén de la carretera a Zacatecoluca.
El asfalto estaba tan caliente que parecía estar ardiendo. Algunos carros pasaban
con precaución, pero otros lo hacían casi rozando las ropas del mechudito. A la par
de golpear, era todo un experto en vigilar a su hermano Omar, de cinco años. Así
pues, quedaron ambos a cargo de la tarea, y el padre se alejó a hacer otras faenas.
-Papa dice que iré a la escuela, pero a saber qué horás serán ya, y mirá todo lo que
queda por hacer- Oswaldo giró su cabeza acompañando la vista hacia las matas.
En ese momento, Omar se agachó hacia la colecta, alargó sus brazos todo lo que
pudo abarcando con ellos una buena maraña y, juntando los brazos, formó un
asiento improvisado de mata de frijol.
-Mirá, Os!- se le veía subiendo las rodillas unas cuantas veces, y saltó sobre su
construcción.
-¿Pero qué hacés? ¿No ves que lo estás regando todo?-Oswaldo miró al suelo y
respiró sonoramente. Su hermano reía mientras seguía saltando.
Desde cierta distancia, y siempre que no pasaran carros, ya podía oírse el martillear
de Oswaldo contra la mata, casi con un ritmo constante. Él ya lo tenía más que
controlado. Siempre contaba tres. Uno: golpe contra la mata; 2: retirada del palo;
3: preparación del palo detrás de su espalda para golpear de nuevo. El paso del dos
al tres exigía una leve inclinación de su cintura hacia la derecha y hacia atrás, para
que el palo quedara situado tras la espalda. Y del paso tercero al comienzo, tenía
que inclinar todo el cuerpo hacia delante, para que el golpe sobre la mata seca fuera
más efectivo. Y claro, para conseguir mayor equilibrio, siempre ponía su pierna
izquierda más adelantada que la otra. Uno-dos-tres, quito y-pongo-tres, jueves-
viernes-hoy, papa-ya y li-món, queso-con fri-jol, ya me-canso-yo, quito y-pongo-
tres, quito-otra-vez...
Oswaldo iba inventándose palabrejas que cupieran en su rítmico uno dos tres.
Tenía mucha práctica. A veces se repetía, o decía lo primero que le venía a la
cabeza, sin pensar. Y en ocasiones lo decía en voz alta, pero lo normal es que fuera
un vaivén en su pensamiento.
A Omar también se le podía oír a cierta distancia, pero por sus gritos de euforia
infantil, incesantes. Era Omar la inquietud en persona. Alguna vez la familia oyó
algo de “hiperactividad”, aunque no supieron qué relación guardaba eso con el
pequeño.
Aquella zona fue un antiguo escenario de la guerra civil. A saber qué historias
podría contar la tierra. El mismo hermano de ellos, muerto en aquellos días, podría
haber pateado por allí, o haber caído con una de esas bombas “antipersona” que se
colocaban estratégicamente. De Zacatecoluca se decía que era un campo minado, y
que aún quedaban restos. Pero nunca había sucedido nada tras los
enfrentamientos, y no pasó de ser una mera habladuría.
La mañana iba pasando. Ahorita Omar andaba juntando zapatos, chanclas, y todo
tipo de calzado que estaba abandonado, un poco más alejado de la carretera. Y
buscando y rebuscando, encontró unos cuantos plásticos de formas diversas,
algunos deformados por el sol, otros... ¡a saber! Vio dos o tres pelotas desinfladas, y
agarró una que estaba como rugosa, y con una especie de anillita. Omar pensó en
darle utilidad: le vendría muy bien para jugar al péndulo. La echó en su bolsa
improvisada que hizo con su camiseta, y de paso recogió alguna sandalia a la que ya
tenía puesto el ojo. Oía a Oswaldo repiquetear el uno-dos-tres, el uno-dos...