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La Tierra y Los Niños

Cristina Mora Barranco

Publicado en "Relatados". Ed. Fuentetaja. 2006


ISBN 84-95079-50-X

HERIDO NIÑO AL EXPLOTARLE GRANADA.


El menor encontró el artefacto,
se lo enseñó a su padre, lo dejó caer y explotó.
marzo 2003. La Prensa Gráfica. San Salvador

-Mirá, bicho, tenés que llenar todos los sacos de frijoles, y después veremos si vas a
la escuela. Que no ande fregando tu hermano y a trabajar.

Oswaldo comenzó a azotar las matas. Estaban todas extendidas al sol, ya secas,
esparcidas a lo largo de unos 100 metros del arcén de la carretera a Zacatecoluca.
El asfalto estaba tan caliente que parecía estar ardiendo. Algunos carros pasaban
con precaución, pero otros lo hacían casi rozando las ropas del mechudito. A la par
de golpear, era todo un experto en vigilar a su hermano Omar, de cinco años. Así
pues, quedaron ambos a cargo de la tarea, y el padre se alejó a hacer otras faenas.

-Papa dice que iré a la escuela, pero a saber qué horás serán ya, y mirá todo lo que
queda por hacer- Oswaldo giró su cabeza acompañando la vista hacia las matas.
En ese momento, Omar se agachó hacia la colecta, alargó sus brazos todo lo que
pudo abarcando con ellos una buena maraña y, juntando los brazos, formó un
asiento improvisado de mata de frijol.
-Mirá, Os!- se le veía subiendo las rodillas unas cuantas veces, y saltó sobre su
construcción.
-¿Pero qué hacés? ¿No ves que lo estás regando todo?-Oswaldo miró al suelo y
respiró sonoramente. Su hermano reía mientras seguía saltando.

Desde cierta distancia, y siempre que no pasaran carros, ya podía oírse el martillear
de Oswaldo contra la mata, casi con un ritmo constante. Él ya lo tenía más que
controlado. Siempre contaba tres. Uno: golpe contra la mata; 2: retirada del palo;
3: preparación del palo detrás de su espalda para golpear de nuevo. El paso del dos
al tres exigía una leve inclinación de su cintura hacia la derecha y hacia atrás, para
que el palo quedara situado tras la espalda. Y del paso tercero al comienzo, tenía
que inclinar todo el cuerpo hacia delante, para que el golpe sobre la mata seca fuera
más efectivo. Y claro, para conseguir mayor equilibrio, siempre ponía su pierna
izquierda más adelantada que la otra. Uno-dos-tres, quito y-pongo-tres, jueves-
viernes-hoy, papa-ya y li-món, queso-con fri-jol, ya me-canso-yo, quito y-pongo-
tres, quito-otra-vez...

Oswaldo iba inventándose palabrejas que cupieran en su rítmico uno dos tres.
Tenía mucha práctica. A veces se repetía, o decía lo primero que le venía a la
cabeza, sin pensar. Y en ocasiones lo decía en voz alta, pero lo normal es que fuera
un vaivén en su pensamiento.

A Omar también se le podía oír a cierta distancia, pero por sus gritos de euforia
infantil, incesantes. Era Omar la inquietud en persona. Alguna vez la familia oyó
algo de “hiperactividad”, aunque no supieron qué relación guardaba eso con el
pequeño.

A Omar le gustaba, sobre todo, juntar montones de hierbajos, o montones de ropa,


o montones de lo que fuera, y saltar sobre ellos revolviéndolo todo. También le
gustaba agarrar piedras del suelo y lanzarlas contra cualquier objeto en
movimiento, fueran carros, animales o personas, siendo éstas siempre
desconocidas por él. Contra esta costumbre, sus padres ya lo habían intentado
todo. Con sacudidas de cinturón, o atándole las manos, con prohibiciones de ir al
cafetín o con comparaciones con su hermano. Incluso una vez lo llevaron al padre
Joaquín, para que le diera un sermón. La familia decía que gracias a Dios no había
nacido con buena puntería. Estate-quieto O-mar. Estoy-harto-ya. Uno-dos-tres.
Que ven-ga pa-pa. Lo man-de ca-llar. Los carros seguían pasando sin ningún
cuidado. Pero ellos ya estaban acostumbrados, y por esa carretera eran habituales
los tramos con las matas al sol. Todo fluía como por inercia.

Aquella zona fue un antiguo escenario de la guerra civil. A saber qué historias
podría contar la tierra. El mismo hermano de ellos, muerto en aquellos días, podría
haber pateado por allí, o haber caído con una de esas bombas “antipersona” que se
colocaban estratégicamente. De Zacatecoluca se decía que era un campo minado, y
que aún quedaban restos. Pero nunca había sucedido nada tras los
enfrentamientos, y no pasó de ser una mera habladuría.

La mañana iba pasando. Ahorita Omar andaba juntando zapatos, chanclas, y todo
tipo de calzado que estaba abandonado, un poco más alejado de la carretera. Y
buscando y rebuscando, encontró unos cuantos plásticos de formas diversas,
algunos deformados por el sol, otros... ¡a saber! Vio dos o tres pelotas desinfladas, y
agarró una que estaba como rugosa, y con una especie de anillita. Omar pensó en
darle utilidad: le vendría muy bien para jugar al péndulo. La echó en su bolsa
improvisada que hizo con su camiseta, y de paso recogió alguna sandalia a la que ya
tenía puesto el ojo. Oía a Oswaldo repiquetear el uno-dos-tres, el uno-dos...

-¡Omar! ¡Venite para acá, bicho, el papa ya llegó!

Salió corriendo hacia su papá, cuidando que de tanto brinco, no se despilfarraran


sus hallazgos. Los iba mirando, turnando la vista con el piso para no tropezar. Sus
piernas alocadas se movían torpemente, y parecía que los tobillos le fueran a subir
a las orejas. Llegó hasta donde se encontraba Oswaldo.

- Hermanito, ¿por qué se desinflan las pelotas y se hacen chiquitas? - preguntó


Omar curioso - Me encontré una... ¡papi! ¡Papi! - y empezó a saltar delante del
papá, que acababa de llegar, sujetando bien ese canastillo hecho de ropa.
- ¿Qué llevas ahí, en la camiseta? - le dijo el padre.
- Una sandalia, para el montón, y una pelota, para jugar al péndulo. ¿A que está
chivo?
En ese instante, se frunció el ceño del padre, cuando éste vio, incrédulo, lo que su
hijo acababa de agarrar en la mano. Oswaldo, que observaba también, le preguntó
al padre, presuroso y con miedo, que si aquello no era una granada. A la vez que
hacía la pregunta, Omar le arrancaba la anilla, con una sonrisa de triunfo.
Descuidadamente, mientras dejaba que cayera al piso, caía también el sudor de la
frente del padre. Se oyó un “PorDiositoOmar”, el lloro descontrolado de Oswaldo y
un estallido.

El padre se encontraba en la cama. Oswaldo le limpiaba de vez en cuando las


heridas. Las placas metálicas de las paredes habían recogido todo el sol del día, así
que la habitación estaba muy caliente. Oswaldo dejó a su padre unas horas y fue a
por agua al riachuelo. Omar no paraba de llorar.

Zacatecoluca estaba lleno de granadas abandonadas y nadie antes se había dado


cuenta. Todo el pueblo se enteró de lo que había pasado. Después de saber que
explotó una granada, ya todos los niños querían ver cómo es una de verdad, y
comenzaron a patear todo el campo, en busca de alguna. Durante varios días esta
actividad se convirtió en el juego preferido de los niños, sin importarle a los
mayores. Estaban habituados a la destrucción, como parte de sus vidas rutinarias.
Convivían con ello, y eran pocos los que ofrecían resistencia. Zacatecoluca se
convirtió en un mar de fuego, en una guerra entre la tierra y los niños. Cuando
parecía que todo había acabado, se oía una nueva explosión.

Omar siguió llorando en los días sucesivos.

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