Anda di halaman 1dari 6

[etiqueta negra 3 - gente como uno]

OPINIONES DE UN PIE IZQUIERDO

Diego Armando Maradona aceptó ser el hombre más públicamente


pateado del siglo XX, pero añadió un sentimentalismo cum laude a su
liderazgo fuera de los estadios. Entre La Habana y Buenos Aires (entre la
vida y la muerte), sus días pasan en un estado de confusión crónico y
mediático: luego de haber dictado cátedra en la cancha, quiere opinar
con la zurda fuera de ella. ¿Podrías no escuchar a tu ídolo?

Un perfil del diestro Juan Villoro

El domingo ocho de octubre de 2000 la camiseta número 10 fue retirada


para siempre de la alineación del Nápoles. Otro episodio en la ópera que
Diego Armando Maradona representó al borde del Vesubio. Cuando el
dios de los pies pequeños llegó al equipo, en 1984, el Nápoles se había
salvado del descenso por un punto. Los méritos deportivos del club eran
escasos, pero tenía un fanaticada de taquicardia. En un acto de quince
minutos, el argentino fue recibido por ochenta mil feligreses en el
Estadio San Paolo y sucumbió a su segunda pasión pública, el llanto
inconsolable. La verdad sea dicha, el redentor no estaba en mejor
estado que su equipo. Venía de una larga hepatitis, una fractura marca
Goikoetxea, el fracaso en el Mundial de España 82, largas disputas con
la directiva del Barcelona y el recién adquirido vicio de la cocaína. A los
veintitrés años podía convertirse en un jubilado precoz. Inyectado por
médicos sin escrúpulos, dispuesto a viajar veinte mil kilómetros para
jugar un amistoso, Maradona se había consumido a un ritmo de cuatro
partidos por semana, en medio de una verbena de reporteros y
fotógrafos. En 1984, el bebé nacido en el Hospital Eva Perón refrendaba
la capacidad argentina para producir mitos melodramáticos.
Nápoles era su Pompeya posible, un lujoso cementerio con vista al
mar de la leyenda. Sin embargo, en su misma precariedad, el club
celeste le brindaría el combustible de entusiasmo y rencor para crear
«un equipo desde abajo y contra todos» y cumplir la máxima tarea del
Hércules deportivo: el regreso contra los pronósticos. En su primer
partido en la Italia del norte, Maradona conoció el racismo con que se
trataba a los napolitanos. Una pancarta decía: «Bienvenidos a Italia:
lávense los pies». El niño de Villa Fiorito había caído en la sede de los
italianos pobres que décadas antes buscaron refugio en las barriadas
argentinas, y decidió poner su sentimentalismo cum laude y su pie
izquierdo al servicio de San Gennaro, patrono de la ciudad.
Los resultados desafiaron toda lógica: el equipo que en los excelsos
vestidores del Milán de Armani era visto como una horda africana,
empezó a ganar partidos. El fútbol es, entre otras maravillas, un gran
disparate físico. Maradona mide 1,62, duerme hasta las once, corre sin
ganas y digiere con calma chicha (una ración de más en el espagueti del
sábado se le notaba en el juego del domingo). Sin embargo, una tensión
extraña le recorre el cuerpo. Aunque se vista de frac, parece a punto de
matar un balón con el pecho. Es el mayor artista del capricho que ha
conocido el fútbol, el más dramático y del que más ha dependido un
equipo. Ni siquiera Pelé ejerció un liderazgo tan unánime. En el Mundial
de México 86, Diego logró hacernos creer que cualquier selección
hubiera sido campeona con él en punta. Durante la Eurocopa 2000,
Platini comparó al 10 argentino con el monarca actual del fútbol:
«Zidane hace con la pelota lo que Diego hacía con una naranja».
Maradona llevó al Nápoles a su primer scudetto en sesenta años, en
una liga de formidable rudeza, y aceptó ser el hombre más
públicamente pateado del siglo XX. La Aldea Global atestiguó sus lances
en el circo romano. De las brumosas estepas de Europa oriental y las
insoladas planicies del leopardo llegaron legionarios dispuestos a
romperle los tobillos. Diego jugó según su peculiar psicología: como
Novato del Año, con una ansiedad primaria por ganarse el puesto. Sin la
pelota, Diego se siente más solo que Adán en el Día de las Madres y
pide que le den una jugada. Nunca dejó de ser el adolescente al que
Menotti tuvo que hacerle el nudo de la corbata para que recibiera el
trofeo de mejor jugador en el Mundial Juvenil de Tokio 79.
Nápoles se entregó sin miramientos al salvador extranjero. El bel
canto adoptó arias en su honor, cada tavola calda incluyó en su menú la
Pizza Maradona y los nombres de los próceres fueron borrados de las
calles para honrar con redundancia al nuevo héroe: la Via Maradona
desembocaba en la Piazza Maradona. En 1990 Argentina eliminó a Italia
del Mundial, nada menos que en el Estadio San Paolo. El drama rebasó a
los cronistas de LA GAZZETTA DELLO SPORT y reclamó un libreto de Puccini. El
Espartaco del sur luchaba contra las huestes del Imperio. En Nápoles,
Argentina parecía una Italia más verdadera. La ópera se resolvió en
penales. Cuando Maradona se dispuso a tirar el suyo, los napolitanos no
pudieron silbarle; soportaron el ultraje en silencio: la pelota rodó, lenta,
perfecta, inalcanzable. Los napolitanos aplaudieron, con lágrimas en los
ojos, en franco suicidio emocional.

«Dicen que yo hablo de todo, y es cierto»

En el 2000 la camiseta 10 del Nápoles se convirtió en una forma de


la ausencia, y Maradona lloró vía satélite para refrendar su condición de
dios jodido. Por esos días salió a la venta su excepcional libro de
memorias, YO SOY EL DIEGO DE LA GENTE. El título, de un populismo sensiblero
capaz de ruborizar a Libertad Lamarque, costó un millón de dólares.
Leonardo Tarifeño afirmó con acierto que Maradona es el autor
argentino mejor pagado por no escribir un libro. Su autobiografía en
primera persona fue trabajada por dos periodistas curtidos en las
canchas, Daniel Arcucci y Ernesto Cherquis Bialo. A ellos se debe el
logro esencial de recrear la voz genuina y arrebatada que el crack es
incapaz de darse por escrito.
De modo previsible, el libro ofrece un extenso convoy de narcisismo.
En un negocio de exhibicionistas, Diego nunca ocultó su vanidad y
bautizó al puño con que anotó contra Inglaterra como «la mano de
Dios». Lo decisivo, en este caso, es que la expedición a un ego colosal
va acompañada de una franqueza que vulnera y muchas veces agravia
al autor. Para Maradona, las lágrimas son un signo de puntuación y el
llanto sin freno una forma de separar capítulos; lee su vida como una
letra de tango y no tiene empacho en inculparse. Habla de los coches
que le regalan y describe cómo rechazó un Mercedes de museo porque
le decepcionó que fuera automático. Su cursilería y su mal gusto
servirían para decorar un casino en Las Vegas; sin embargo, incluso
alguien de franciscana austeridad puede sentir empatía ante el pueril
entusiasmo con que Diego festeja un regalo de su esposa: un calzón de
Versace que le daría envidia al narcotraficante más rococó. Incapaz de
argumentar en línea recta, saca conclusiones de ingenua sinrazón:
«Prefiero ser drogadicto que un mal amigo», afirma, como si el afecto
sólo prosperara dentro de un cártel.
Derrotado por su fama, adicto a la prensa que lo malinterpreta, ve
sus rabietas como una disidencia. Casi siempre, se trata de arrebatos
dignos del rocanrolero que tira una televisión por la ventana de su suite.
Maradona detesta a los directivos con los que luego se congracia,
repudia a la selección por «dignidad» y regresa a ella porque descansó
unos días pescando tiburones, arremete contra los colegas que desean
controlar al equipo y aplaude que la directiva del Nápoles contrate a
todos los jugadores que él pide. Sus críticas certeras son de alcance
restringido: João Havelange no merecía un sitio en las canchas porque
se trata de un jugador de waterpolo convertido en político; la FIFA no
debería permitir que once hombres con diarrea jugaran en el mediodía
de México, a 2 200 metros de altura y «a la hora de los ravioles».
Maradona tiene razón en lo que compete a los abusos sufridos por los
jugadores, pero fracasa al postularse como un Túpac Amaru de pantalón
corto.
Durante años, los medios han brindado un foro desmedido a las
impulsivas declaraciones del futbolista. Jorge Valdano resumió la
situación mejor que nadie: se escucha a Maradona como si también
opinara con el pie izquierdo. En 2002, el Pelusa anunció que piensa
conducir un show de televisión «al estilo David Letterman». Diego vive
en estado de confusión mediática: luego de dictar cátedra en la cancha,
quiere opinar con la zurda fuera de ella.
Maradona jamás estará bajo sospecha de ser congruente, pero sus
confesiones en YO SOY EL DIEGO se leen como una sostenida forma de la
pasión. Qué desleído luce, en comparación, un reportaje más serio y
documentado como LA MANO DE DIOS, de Jimmy Burns, que hurga en la
ropa sucia de su protagonista, lo vincula con la camorra y las
interminables piernas de la modelo Heather Parisi, busca hijos
ilegítimos, explora las patibularias adicciones del rey bufo de Nápoles.
En forma inevitable, Burns deja numerosos cabos sueltos. No es por esto
que su escrutinio resulta inferior a las fragmentarias infidencias de YO
SOY EL DIEGO, sino porque carece del tono exacto con que Maradona
acepta haberla cagado. Sería difícil imaginar a otra laureada figura del
deporte escribiendo acerca de sus vistosos errores y los hijos de puta
que detesta con honestidad.
Pero la mente del chico de Villa Fiorito nunca ofrece una sola faceta.
Las magníficas recriminaciones con que se humaniza contrastan con la
mala imitación que hace del «futbolista consciente», al estilo Cantona.
Con excesivo énfasis, trata de darle un tono político a su lucha por
sobrevivir. Sus confusos ídolos cívicos son Fidel Castro, Carlos Saúl
Menem y el Che Guevara que lleva tatuado en el brazo. En 2001
concedió una extensa entrevista al italiano Gianni Minà, en su retiro
médico de Cuba. En un itañol lastrado por el encierro y las medicinas,
Diego comparó a Celia Cruz con un orangután por oponerse al gobierno
de la isla y dijo que la historia de América Latina estaba mal contada. Se
dio cuenta de esto cuando rentó un jet para cruzar los Andes y pensó
que San Martín no podría haber hecho la misma travesía a pie, según
aseguraba la leyenda. El hombre que necesita un jet privado para
contradecir la historia oficial difícilmente puede ser calificado de
izquierdista, y sin embargo, en Diego hay una faceta rebelde, anárquica,
que lo aparta de los divos y lo acerca a la fanaticada. El Pelusa es un
guevarista tribal. Colóquenlo en un chalet de lujo y parecerá que está
ahí de campamento.
Tal vez porque envidian demasiado a los jugadores, los directivos de
la FIFA no pierden oportunidad de meter la pata. Al finalizar el siglo XX
hicieron una encuesta sobre el mejor futbolista de la era, algo tan
disparatado como que la ONU proponga el hit-parade de sus países
favoritos. Pelé fue seleccionado por los expertos y Maradona por la
comunidad de Internet. Diego gozó su doble triunfo: las infanterías lo
eligieron en contra de los generales. Edson Arantes quedaba como el
ídolo dócil, manipulado por el sistema, incapaz de levantar la voz.
Aunque las estadísticas de Pelé son superiores, ningún jugador ha
tenido un comando del equipo tan completo como Maradona.
No es descabellado suponer que tal vez Brasil habría obtenido los
mismos títulos sin su emblemático número 10; en cambio, sería un
delirio imaginar una Argentina sin Diego en punta en México 86. Su
jerarquía fue absoluta, sobre todo como líder a contrapelo, de una
escuadra en la que nadie confiaba (el Nápoles o la Argentina del
impopular Bilardo); con el viento a su favor, fue menos eficaz. Obligado
a triunfar (en el Barcelona o en España 82), no fue el gigante que
sorteaba peligros, nutrido por la paranoia y la desconfianza. En este
sentido, Bilardo resultó para él como el Iago de Shakespeare: susurró en
su oído intrigas suficientes para hacerlo actuar con furia creativa.
Maradona tenía el sello del monstruo; era la diferencia. Le bastaba
recibir un pase de trámite en media cancha para resolver el partido.
Quizá este poderío le cobró una peculiar cuota psicológica. Así como los
extremos izquierdos viven un poco al margen del mundo y los porteros
se acostumbran a tomar decisiones en soledad, con reglas que sólo se
aplican a ellos, el líder total no concibe un problema que se resista a sus
regates. Maradona creó un mundo a semejanza de sus deseos, con tal
plenitud que se desentendió de la realidad, esa bruma sin magia que
circunda los estadios. En su combate con el otro gran 10, a Maradona le
gusta citar a Rivelinho, el extremo de fábula que una vez le dijo a Pelé:
«Dime la verdad, te hubiera gustado ser zurdo, ¿no?». Para los amantes
del capricho, el virtuosismo del pie izquierdo es una moral.
¿Hay una escena capaz de resumir la accidentada carrera del
gladiador con cuerpo de carnicero? Puestos a elegir, escojo el rugido con
que encaró una cámara en Estados Unidos 94. Diego volvía al Mundial
después de las turbulencias de Italia 90, los «ravioles» con cocaína que
le encontraron en Argentina, las muchas pruebas de que sus pies eran
del barro común de Villa Fiorito. Sus principales lances ya ocurrían fuera
de la cancha y su cuerpo anunciaba el retiro. Sin embargo, en el partido
contra Grecia, tomó el balón como en los tiempos en que sólo chutaba
por gusto y lo mandó al rincón de la portería. Después del juego sería
escogido (posiblemente a propósito) para el examen de antidoping y
daría positivo por efedrina, medicamento que ayuda a respirar pero
difícilmente a tirar de chanfle.
A partir de entonces, su caída sería definitiva y sólo le quedaría la
compensatoria posteridad de los escándalos noticiosos: sus
declaraciones locas, sus tratamientos contra la droga, su accidente
automovilístico en Cuba, su imagen terrible y cautivadora: un gordo con
el pelo naranja y aretes en las axilas. Pero detengamos su leyenda en
ese último golazo. Después de cruzar al portero, Diego corrió para
celebrar el tanto; de pronto, vio una cámara de televisión, fue
directamente ahí y rugió ante el lente como una bestia herida. El
descastado, el león en la mira de la FIFA, había regresado a sus
dominios. La víctima de la mucha admiración buscaba una venganza.
No la tuvo.

Anda mungkin juga menyukai