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TEXTOS PARA TRABAJAR EN CLASE

Antología literaria

Selección de narraciones de diversa dificultad para leer, comentar,


analizar… ¡y amar la literatura!
Antonio García Megía – 2009
Angarmegía: Ciencia, Cultura y Educación
Portal de Investigación y Docencia
http://angarmegia.- España
PROF. DR. ANTONIO GARCÍA MEGÍA – APOYOS PARA ALUMNOS – SERIE TEXTOS

ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Contenido

Textos Narrativos .............................................................................................. 6 
El Conde Lucanor ‐ Don Juan Manuel ..................................................... 7 
Don Quijote de la Mancha ‐ Miguel de Cervantes ................................ 11 
El Casar y la Juventud ‐ Francisco de Quevedo ..................................... 16 
El elogio de la locura ‐ Erasmo de Rotterdam ...................................... 18 
El Lazarillo de Tormes ‐ Anónimo ......................................................... 21 
Mi reloj ‐ Mark Twain ........................................................................... 32 
El sombrero de tres picos ‐ Pedro Antonio de Alarcón ........................ 36 
¿Dónde está mi cabeza? ‐ Benito Pérez Galdós .................................... 39 
Un trompo y una pelota ‐ Hans Christian Andersen ............................. 45 
El Rey Rana o el Fiel Enrique ‐ Hermanos Grimm ................................. 47 
El gigante egoísta ‐ Oscar Wilde ........................................................... 51 
Accidente ‐ Emilia Pardo Bazán ............................................................ 55 
Las gafas ‐ Juan Valera .......................................................................... 59 
Greguerías ‐ Ramón Gómez de la Serna ............................................... 60 
Vuelva usted mañana ‐ Mariano José de Larra ..................................... 66 
La aventura del albañil ‐ Washington Irving ......................................... 76 
La máquina maniática ‐ Ruth Rocha ..................................................... 79 
Cuento un cuento ‐ Laura Devetach ..................................................... 82 
Las medias de los flamencos ‐ Horacio Quiroga ................................... 84 
El conde Drácula ‐ Woody Allen ........................................................... 88 
 
 
 
 
 

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La vieja marmita de barro ‐ Estrella Cardona Gamio ............................ 92 
El hombre de plata ‐ Isabel Allende ...................................................... 96 
Pena de muerte ‐ Georges Simenon ................................................... 101 
Para qué sirve la corbata ‐ Martín Blasco ........................................... 113 
Matar a un niño ‐ Stig Dagerman ........................................................ 115 
El hombre sin cabeza ‐ Ricardo Mariño .............................................. 118 
El corazón delator ‐ Edgar Allan Poe ................................................... 122 
En la oscuridad ‐ Anton Chejov ........................................................... 127 

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Textos Narrativos

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El Conde Lucanor - Don Juan Manuel

Cuento XI:
“LO QUE SUCEDIÓ A UN DEÁN DE SANTIAGO CON DON
ILLÁN, EL MAGO DE TOLEDO”

Otro día, hablando el conde Lucanor con Patronio, su consejero,


dijo lo siguiente:
-Patronio, una persona vino a rogarme que le ayudara en un
asunto en que me necesita, prometiéndome que haría por mí luego lo que
le pidiera. Yo le empecé a ayudar todo cuanto pude. Antes de haber
logrado lo que pretendía, pero dándolo ya él por hecho, le pedí una cosa
que me convenía mucho que la hiciera y él se negó, con no sé qué
pretexto. Después le pedí otra cosa en que podía servirme y volvió a
negarse, y lo mismo hizo con todo lo que fui a pedirle. Pero aún no ha
logrado lo que pretendía ni lo logrará, si yo no le ayudo. Por la confianza
que tengo en vos y en vuestro buen criterio os agradecería que me
aconsejarais lo que debo hacer.
-Señor conde -respondió Patronio-, para que podáis hacer lo que
debéis, conviene sepáis lo que sucedió a un deán de Santiago con don
Illán, el mago de Toledo.
Entonces el conde le preguntó qué le había pasado.
-Señor conde -dijo Patronio-, había un deán de Santiago que tenía
muchas ganas de saber el arte de la nigromancia. Como oyó decir que
don Illán de Toledo era en aquella época el que la sabía mejor que nadie,
se vino a Toledo a estudiarla con él. Al llegar a Toledo se fue en seguida
a casa del maestro, a quien halló leyendo en un salón muy apartado.
Cuando le vio entrar le recibió muy cortésmente y dijo no quería le
explicara la causa de su venida hasta haber comido, y, demostrándole
estimación, le alojó en su casa, le proveyó de lo necesario a su
comodidad y le dijo que se alegraba mucho de tenerle consigo. Después
que hubieron comido y quedaron solos le contó el deán el motivo de su
viaje y le rogó muy encarecidamente que le enseñara la ciencia mágica,
que tenía tantos deseos de estudiar a fondo. Don Illán le dijo que él era
deán y hombre de posición dentro de la Iglesia y que podía subir mucho
aún, y que los hombres que suben mucho, cuando han alcanzado lo que
pretenden, olvidan muy pronto lo que los demás han hecho por ellos; por
lo que él temía que, cuando hubiera aprendido lo que deseaba, no se lo
agradecería ni querría hacer por él lo que ahora prometía.

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El deán entonces le aseguró que, en cualquier dignidad a que


llegara, no haría más que lo que él le mandase. Hablando de esto
estuvieron desde que acabaron de comer hasta la hora de cenar. Puestos
de acuerdo, le dijo el maestro que aquella ciencia no se podía aprender
sino en un lugar muy recogido y que esa misma noche le enseñaría dónde
habrían de estar hasta que la aprendiera. Y, cogiéndole de la mano, le
llevó a una sala, donde, estando solos, llamó a la criada, a la que dijo que
tuviera listas unas perdices para la cena, pero que no las pusiera a asar
hasta que él lo mandase.
Dicho esto, llamó al deán y se entró con él por una escalera de
piedra, muy bien labrada, y bajaron tanto que le pareció que el Tajo tenía
que pasar por encima de ellos. Llegados al fondo de la escalera, le enseñó
el maestro unas habitaciones muy espaciosas y un salón muy bien
alhajado y con muchos libros, donde darían clase. Apenas se hubieron
sentado y cuando elegían los libros por donde habrían de empezar las
lecciones entraron dos hombres, que dieron una carta al deán, en la que le
decía el arzobispo, su tío, que estaba muy malo y le rogaba que, si quería
verle vivo, se fuera enseguida para Santiago. El deán se disgustó mucho
por la enfermedad de su tío y porque tenía que dejar el estudio que había
comenzado. Pero resolvió no dejarlo tan pronto y escribió a su tío una
carta, contestando la suya. A los tres o cuatro días llegaron otros hombres
a pie con cartas para el señor deán en que le informaban que el arzobispo
había muerto y que en la catedral estaban todos en elegirle sucesor suyo y
muy confiados en que por la misericordia de Dios le tendrían por
arzobispo; por todo lo cual era preferible no se apresurara a ir a Santiago,
ya que mejor sería que le eligieran estando él fuera que no en la diócesis.
Al cabo de siete u ocho días vinieron a Toledo dos escuderos muy
bien vestidos y con muy buenas armas y caballos, los cuales, llegando el
deán, le besaron la mano y le dieron las cartas en que le decían que le
habían elegido. Cuando don Illán se enteró, se fue al arzobispo electo y le
dijo que agradecía mucho a Dios le hubiera llegado tan buena noticia
estando en su casa, y que, pues Dios le había hecho arzobispo, le pedía
por favor que diera a su hijo el deanazgo que quedaba vacante. El
arzobispo le contestó que tuviera por bien que aquel deanazgo fuera para
un hermano suyo, pero que él le prometía que daría a su hijo, en
compensación, otro cargo con que quedaría muy satisfecho, y acabó
pidiéndole le acompañara a Santiago y llevara a su hijo.

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Don Illán le dijo que lo haría. Fuéronse, pues, para Santiago,


donde los recibieron muy solemnemente. Cuando hubieron pasado algún
tiempo allí, llegaron un día mensajeros del papa con cartas para el
arzobispo, donde le decía que le había hecho obispo de Tolosa y que le
concedía la gracia de dejar aquel arzobispado a quien él quisiera. Cuando
don Illán lo supo, le pidió muy encarecidamente lo diese a su hijo,
recordándole las promesas que le había hecho y lo que antes había
sucedido, pero el arzobispo le rogó otra vez que consintiera se lo dejara a
un tío suyo, hermano de su padre.
Don Illán replicó que, aunque no era justo, pasaba por ello, con
tal que le compensara más adelante. El arzobispo volvió a prometerle con
muchas veras que así lo haría y le rogó que se fuera con él y llevara a su
hijo.
Al llegar a Tolosa fueron recibidos muy bien por los condes y por
toda la gente principal de aquella región. Habiendo pasado en Tolosa dos
años, vinieron al obispo emisarios del papa, diciéndole que le había
hecho cardenal y que le autorizaba a dejar su obispado a quien él
quisiera. Entonces don Illán se fue a él y le dijo que, pues tantas veces
había dejado sin cumplir sus promesas, ya no era el momento de más
dilaciones, sino de dar el obispado que vacaba a su hijo.
El cardenal le rogó que no tomara a mal que aquel obispado fuera
para un tío suyo, hermano de su madre, hombre de edad y de muy buenas
prendas, pero que, pues él había llegado a cardenal, le acompañara a la
corte romana, que no faltarían muchas ocasiones de favorecerle. Don
Illán se lamentó mucho, pero accedió y se fue para Roma con el cardenal.
Cuando allí llegaron, fueron muy bien recibidos por los demás
cardenales y por toda Roma. Mucho tiempo vivieron en Roma, rogando
don Illán cada día al cardenal que le hiciera a su hijo alguna merced, y él
excusándose, hasta que murió el papa. Entonces todos los cardenales le
eligieron papa. Don Illán se fue a él y le dijo que ahora no podía poner
pretexto alguno para no hacer lo prometido. El papa replicó que no
apretara tanto, que ya habría lugar de favorecerle en lo que fuera justo.
Don Illán se lamentó mucho, recordándole las promesas que le había
hecho y no había cumplido, y aun añadió que esto lo había él temido la
primera vez que le vio, y que, pues había llegado tan alto y no le cumplía
lo prometido, no tenía ya nada que esperar de él.

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De lo cual se molestó mucho el papa, que empezó a denostarle y a


decirle que si más le apretaba le metería en la cárcel, pues bien sabía él
que era hereje y encantador y que no había tenido en Toledo otro medio
de vida sino enseñar el arte de la nigromancia.
Cuando don Illán vio el pago que le daba el papa, se despidió de
él, sin que éste ni siquiera le quisiese dar qué comer durante el camino.
Entonces don Illán le dijo al papa que, pues no tenía otra cosa que comer,
habría de volverse a las perdices que había mandado asar aquella noche,
y llamó a la mujer y le mandó que asase las perdices. Al decir esto don
Illán, hallóse el papa en Toledo deán de Santiago, como lo era cuando allí
llegó. Diole tanta vergüenza lo que había pasado que no supo qué decir
para disculparse. Don Illán le dijo que se fuera en paz, que ya había
sabido lo que podía esperar de él, y que le parecía un gasto inútil invitarle
a comer de aquellas perdices.
Vos, señor conde Lucanor, pues veis que la persona por quien
tanto habéis hecho os pide vuestra ayuda y no os lo agradece, no os
esforcéis más ni arriesguéis nada más por subirlo a un lugar desde el cual
os dé el mismo pago que dio aquel deán al mago de Toledo.
El conde, viendo que este consejo era muy bueno, lo hizo así y le
salió muy bien. Y como viese don Juan que este cuento era bueno, lo
hizo poner en este libro y compuso estos versos:
Del que vuestra ayuda no agradeciere, menos ayuda tendréis
cuanto más alto subiere.

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Don Quijote de la Mancha - Miguel de Cervantes

Capítulo LI de la 1ª parte.
TRATA DE LO QUE CONTÓ EL CABRERO A TODOS LOS
QUE LLEVABAN AL VALIENTE DON QUIJOTE

—Tres leguas deste valle está una aldea que, aunque pequeña, es
de las más ricas que hay en todos estos contornos; en la cual había un
labrador muy honrado, y tanto, que aunque es anexo al ser rico el ser
honrado, más lo era él por la virtud que tenía que por la riqueza que
alcanzaba. Mas lo que le hacía más dichoso, según él decía, era tener una
hija de tan extremada hermosura, rara discreción, donaire y virtud, que el
que la conocía y la miraba, se admiraba de ver las extremadas partes con
que el cielo y la naturaleza la habían enriquecido. Siendo niña fue
hermosa, y siempre fue creciendo en belleza, y en la edad de dieciséis
años fue hermosísima. La fama de su belleza se comenzó a extender por
todas las circunvecinas aldeas; ¿qué digo yo por las circunvecinas no más
si se extendió a las apartadas ciudades, y aun se entró por las salas de los
reyes, y por los oídos de todo género de gente, que como a cosa rara, o
como a imagen de milagros, de todas partes a verla venían? Guardábala
su padre, y guardábase ella; que no hay candados, guardas ni cerraduras
que mejor guarden a una doncella que las del recato proprio.
»La riqueza del padre y la belleza de la hija movieron a muchos,
así del pueblo como forasteros, a que por mujer se la pidiesen; mas él,
como a quien tocaba disponer de tan rica joya, andaba confuso, sin saber
determinarse a quién la entregaría de los infinitos que le importunaban. Y
entre los muchos que tan buen deseo tenían, fui yo uno, a quien dieron
muchas y grandes esperanzas de buen suceso conocer que el padre
conocía quién yo era, el ser natural del mismo pueblo, limpio en sangre,
en la edad floreciente, en la hacienda muy rico y en el ingenio no menos
acabado. Con todas estas mismas partes la pidió también otro del mismo
pueblo, que fue causa de suspender y poner en balanza la voluntad del
padre, a quien parecía que con cualquiera de nosotros estaba su hija bien
empleada; y, por salir desta confusión, determinó decírselo a Leandra,
que así se llama la rica que en miseria me tiene puesto, advirtiendo que,
pues los dos éramos iguales, era bien dejar a la voluntad de su querida
hija el escoger a su gusto.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

»Cosa digna de imitar de todos los padres que a sus hijos quieren
poner en estado: no digo yo que los dejen escoger en cosas ruines y
malas, sino que se las propongan buenas, y de las buenas, que escojan a
su gusto. No sé yo el que tuvo Leandra, sólo sé que el padre nos
entretuvo a entrambos con la poca edad de su hija y con palabras
generales, que ni le obligaban, ni nos desobligaban tampoco. Llámase mi
competidor Anselmo, y yo Eugenio, porque vais con noticia de los
nombres de las personas que en esta tragedia se contienen, cuyo fin aún
está pendiente; pero bien se deja entender que ha de ser desastrado.
»En esta sazón vino a nuestro pueblo un Vicente de la Roca, hijo
de un pobre labrador del mismo lugar; el cual Vicente venía de las Italias
y de otras diversas partes, de ser soldado. Llevóle de nuestro lugar,
siendo muchacho de hasta doce años, un capitán que con su compañía
por allí acertó a pasar, y volvió el mozo de allí a otros doce, vestido a la
soldadesca, pintado con mil colores, lleno de mil dijes de cristal y sutiles
cadenas de acero. Hoy se ponía una gala y mañana otra; pero todas
sutiles, pintadas, de poco peso y menos tomo. La gente labradora, que de
suyo es maliciosa, y dándole el ocio lugar es la misma malicia, lo notó, y
contó punto por punto sus galas y preseas, y halló que los vestidos eran
tres, de diferentes colores, con sus ligas y medias; pero él hacía tantos
guisados e invenciones dellos, que si no se los contaran, hubiera quien
jurara que había hecho muestra de más de diez pares de vestidos y de
más de veinte plumajes. Y no parezca impertinencia y demasía esto que
de los vestidos voy contando, porque ellos hacen una buena parte en esta
historia.
»Sentábase en un poyo que debajo de un gran álamo está en
nuestra plaza, y allí nos tenía a todos la boca abierta, pendientes de las
hazañas que nos iba contando. No había tierra en todo el orbe que no
hubiese visto, ni batalla donde no se hubiese hallado; había muerto más
moros que tiene Marruecos y Túnez, y entrado en más singulares
desafíos, según él decía, que Gante y Luna, Diego García de Paredes y
otros mil que nombraba; y de todos había salido con vitoria, sin que le
hubiesen derramado una sola gota de sangre. Por otra parte, mostraba
señales de heridas que, aunque no se divisaban, nos hacía entender que
eran arcabuzazos dados en diferentes rencuentros y faciones.

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»Finalmente, con una no vista arrogancia, llamaba de vos a sus


iguales y a los mismos que le conocían, y decía que su padre era su
brazo, su linaje sus obras, y que debajo de ser soldado, al mismo Rey no
debía nada. Añadiósele a estas arrogancias ser un poco músico y tocar
una guitarra a lo rasgado, de manera, que decían algunos que la hacía
hablar; pero no pararon aquí sus gracias; que también la tenía de poeta, y
así, de cada niñería que pasaba en el pueblo componía un romance de
legua y media de escritura.
»Este soldado, pues, que aquí he pintado, este Vicente de la Roca,
este bravo, este galán, este músico, este poeta fue visto y mirado muchas
veces de Leandra, desde una ventana de su casa, que tenía la vista a la
plaza. Enamoróla el oropel de sus vistosos trajes; encantáronla sus
romances, que de cada uno que componía daba veinte traslados; llegaron
a sus oídos las hazañas que él de sí mismo había referido, y, finalmente,
que así el diablo lo debía de tener ordenado, ella se vino a enamorar dél,
antes que en él naciese presunción de solicitalla. Y como en los casos de
amor no hay ninguno que con más facilidad se cumpla que aquel que
tiene de su parte el deseo de la dama, con facilidad se concertaron
Leandra y Vicente, y primero que alguno de sus muchos pretendientes
cayesen en la cuenta de su deseo, ya ella le tenía cumplido, habiendo
dejado la casa de su querido y amado padre, que madre no la tiene, y
ausentándose de la aldea con el soldado, que salió con más triunfo desta
empresa que de todas las muchas que él se aplicaba. Admiró el suceso
toda la aldea, y aun a todos los que dél noticia tuvieron; yo quedé
suspenso, Anselmo atónito, el padre triste, sus parientes afrentados,
solícita la justicia, los cuadrilleros listos; tomáronse los caminos,
escudriñáronse los bosques y cuanto había, y al cabo de tres días hallaron
a la antojadiza Leandra en una cueva de un monte, desnuda en camisa,
sin muchos dineros y preciosísimas joyas que de su casa había sacado.
Volviéronla a la presencia del lastimado padre; preguntáronle su
desgracia; confesó sin apremio que Vicente de la Roca la había
engañado, y debajo de su palabra de ser su esposo la persuadió que
dejase la casa de su padre; que él la llevaría a la más rica y más viciosa
ciudad que había en todo el universo mundo, que era Nápoles; y que ella,
mal advertida y pero engañada, le había creído; y robando a su padre, se
le entregó la misma noche que había faltado; y que él la llevó a un áspero
monte, y la encerró en aquella cueva donde la habían hallado.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

»Contó también cómo el soldado, sin quitalle su honor, le robó


cuanto tenía, y la dejó en aquella cueva, y se fue: suceso que de nuevo
puso en admiración a todos. Duro, señor, se hizo de creer la continencia
del mozo; pero ella lo afirmó con tantas veras, que fueron parte para que
el desconsolado padre se consolase, no haciendo cuenta de las riquezas
que le llevaban, pues le habían dejado a su hija con la joya que si una vez
se pierde, no deja esperanza de que jamás se cobre. El mismo día que
pareció Leandra la desapareció su padre de nuestros ojos, y la llevó a
encerrar en un monasterio de una villa que está aquí cerca, esperando que
el tiempo gaste alguna parte de la mala opinión en que su hija se puso.
Los pocos años de Leandra sirvieron de disculpa de su culpa, a lo menos,
con aquellos que no les iba algún interés en que ella fuese mala o buena;
pero los que conocían su discreción y mucho entendimiento no
atribuyeron a ignorancia su pecado, sino a su desenvoltura y a la natural
inclinación de las mujeres, que, por la mayor parte, suele ser desatinada y
mal compuesta.
»Encerrada Leandra, quedaron los ojos de Anselmo ciegos: a lo
menos, sin tener cosa que mirar que contento le diese; los míos, en
tinieblas: sin luz que a ninguna cosa de gusto les encaminase; con la
ausencia de Leandra crecía nuestra tristeza, apocábase nuestra paciencia,
maldecíamos las galas del soldado y abominábamos del poco recato del
padre de Leandra. Finalmente, Anselmo y yo nos concertamos de dejar la
aldea y venirnos a este valle, donde él apacentando una gran cantidad de
ovejas suyas proprias, y yo un numeroso rebaño de cabras, también mías,
pasamos la vida entre los árboles, dando vado a nuestras pasiones, o
cantando juntos alabanzas o vituperios de la hermosa Leandra, o
suspirando solos y a solas comunicando al cielo nuestras querellas. A
imitación nuestra, otros muchos de los pretendientes de Leandra se han
venido a estos ásperos montes usando el mismo ejercicio nuestro; y son
tantos, que parece que este sitio se ha convertido en la pastoral Arcadia,
según está colmo de pastores y de apriscos, y no hay parte en él donde no
se oiga el nombre de la hermosa Leandra. Este la maldice y la llama
antojadiza, varia y deshonesta; aquél la condena por fácil y ligera; tal la
absuelve y perdona, y tal la justicia y vitupera; uno celebra su hermosura,
otro reniega de su condición, y, en fin, todos la deshonran, y todos la
adoran, y de todos se extiende a tanto la locura, que hay quien se queje de
desdén sin haberla jamás hablado, y aún quien se lamente y sienta la
rabiosa enfermedad de los celos, que ella jamás dio a nadie, porque,
como ya tengo dicho, antes se supo su pecado que su deseo.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

»No hay hueco de peña, ni margen de arroyo, no sombra de árbol


que no esté ocupada de algún pastor que sus desventuras a los aires
cuente: el eco repite el nombre de Leandra dondequiera que pueda
formarse: Leandra resuenan los montes, Leandra murmuran los arroyos,
y Leandra nos tiene a todos suspensos y encantados, esperando sin
esperanza y temiendo sin saber de qué tememos. Entre estos
disparatados, el que muestra que menos y más juicio tiene es mi
competidor Anselmo, el cual, teniendo tantas otras cosas de que quejarse,
sólo se queja de ausencia; y al son de un rabel, que admirablemente toca,
con versos donde muestra su buen entendimiento, cantando se queja. Yo
sigo otro camino más fácil, y a mi parecer el más acertado, que es decir
mal de la ligereza de las mujeres, de su inconstancia, de su doble trato, de
sus promesas muertas, de su fe rompida, y, finalmente, del poco discurso
que tienen en saber colocar sus pensamientos e intenciones; y ésta fue la
ocasión, señores, de las palabras y razones que dije a esta cabra cuando
aquí llegué; que por ser hembra la tengo en poco, aunque es la mejor de
todo mi apero. Esta es la historia que prometí contaros. Si he sido en el
contarla prolijo, no seré en serviros corto, cerca de aquí tengo mi majada,
y en ella tengo fresca leche y muy sabrosísimo queso, con otras varias y
sazonadas frutas, no menos a la vista que al gusto agradables.

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El Casar y la Juventud - Francisco de Quevedo

El casar se desposó con la juventud y de este matrimonio tuvieron


dos hijos que nacieron de un vientre: el primero llamaron Contento y al
segundo Arrepentir y murió la madre de este parto.
El contento murió muy niño, pero su hermano Arrepentir vivió
muchos años, el cual escarmentado por lo que había visto en casa de sus
padres, no quiso tomar estado y andúvose por el mundo sin dejar parte de
él que no visitase.
Al cabo de algún tiempo dio en hacer el amor a doña Viudez,
señora de tocas, la cual hacía muy pocos días que había enterrado al
Sentimiento, su marido, y como tuviese en su casa al Cumplimiento y
Soledad por criados, se aficionó al Cumplimiento, pero duróle poco la
afición, porque luego se lo llevaron a palacio para que sirviese al rey de
engaños.
Quedóse Soledad con su señora doña Viudez y la acompañó una
tarde que fueron a una junta de dones y encontró con tres amigas, con
cuya conversación se divirtió de manera que, cuando su ama doña
Viudez se quiso volver a casa, no la pudo acompañar la Soledad. Estas
tres amigas se llamaban Mirar de lado, Descubrir la mano y Pláticas
excusadas, pero de lo que sirvió este recado fue que Pláticas excusadas y
su mensajero o mediador se quedase y que a Soledad aún no se le pagase
su salario.
En esta ocasión andaba Placeres muy amartelado de la señora
Viudez y dióle sus poderes a Pláticas excusadas por cuya tercería se
vinieron a querer mucho doña Viudez y Placeres y de la primera vez que
se vieron quedó preñada Viudez de un hijo que llamaron Diversiones, en
honra del nombre de su padre.
Este hijo confirmó tanto el amor de Viudez y Placeres, que no fue
posible conseguir que viudez diese oídos a los recados con que la
solicitaba Arrepentir, el cual, despechado por esto dio en un gran
desbarro, que fue a enamorarse de una ramera pública y de todos,
llamada doña Esperanza. Con ésta, pues, se amancebó y tuvieron doce
hijos a los cuales llamaron con diversos nombres, sin que ninguno de
ellos perdiese el de la cepa e su padre.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Al primero llamaron Sufrir y llevar la carga; al segundo, Mal


infierno arda quien con vos me juntó; al tercero, Dios me dé paciencia; al
cuarto, Dios me saque de con vos; al quinto, Si yo me viera libre; el
sexto, Loco estaba yo; al séptimo, Ésta y no más; al octavo, Juzgué que
era miel y era acíbar; al noveno, ¿Qué trajiste vos?; al décimo, Otras se
gozan y yo padezco; Al onceno, ¿Quién me lo dijera a mí?; al
duodécimo, Más vale capuz que toca.
Dejo de decir otros dos hijos porque sin embargo de haber nacido
y criado en su casa, no ha habido forma que los quiera reconocer por
tales Arrepentir; estos son: Celos y Mala condición.
Viéndose con tantos hijos el Arrepentir trató de que se le diese la
franqueza y exención de que gozan los de la descendencia de los
Modorros. A este pleito salió Penseque con poder especial y lo contradijo
alegando no debía de gozar de privilegios por ser los hijos no legítimos, a
lo cual se replicó que sí lo eran, por ser nacidos muchos años antes de los
Concilios y que los había habido con palabras de casamiento, que en
aquel tiempo por no haber otro, equivalía a verdadero matrimonio. Y
estando el pleito concluso en el Tribunal de la Antigüedad, presidiendo
en él la Experiencia, se pronunció sentencia definitiva y se despachó
ejecutoria de ella, en que declararon al Arrepentir y a toda su
descendencia por libres y exceptos de consuelo y alegría, gusto, contento
y de todo bien.
Y esto como ya ejecutariado se guarda y observa inviolablemente.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

El elogio de la locura - Erasmo de Rotterdam

HABLA LA LOCURA

...¿Qué razón existe para no hablaros crudamente según mi vieja


costumbre? Responded, ¿es la cabeza, el rostro, el pecho, la mano, la
oreja u otra parte cualquiera del cuerpo, de las llamadas honestas, la que
tiene la virtud de reproducir a los dioses y a los hombres? Si no estoy
equivocado, me parece que no, y más bien es otra parte tan loca, tan
bufona, que no es posible nombrar sin reírse. Tal es el sagrado manantial
de donde procede la vida con un poco más de seguridad que del
cuaternario de Pitágoras. Aquí entre nosotros ¿quién ofrecería su cabeza
al yugo del matrimonio si hubiera pesado juiciosamente, como deberían
hacerlo los sabios, las desventajas de este estado? ¿Habría mujer que
acogiera a su marido, si los dolores del parto y los cuidados de la
educación fuéranle conocidos, o solamente si reflexionara acerca de
ellos?...
¿Cómo sería la vida, si le quitáramos el placer? veo que me
aplaudís; ya sabía que ninguno de vosotros era lo suficiente cuerdo, o
mejor, lo suficiente loco -¡vaya, me equivoco!-, quiero decir, lo
suficiente cuerdo para no ser de mi opinión. Los mismos estoicos
vuestros no desdeñan el placer aunque lo disimulen con cuidado; en
público jamás dejan de injuriarlo; mas no conviene ver en esto más que
una hábil maniobra para alejar a los demás del pastel, con el fin de que
les corresponda mayor bocado. ¿Osarían sostener estos hipócritas que
haya un sólo día en la vida que no sea triste, monótono, insípido, lleno de
enojos y de disgustos, salvo que el placer, es decir, la Locura, no
concurra a poner en él su granito de sal?...
Sin embargo, quiero ir más allá. Quiero demostraros que no existe
una acción brillante que yo no inspire, ni artes o ciencias que no sean de
mi invención. ¿La guerra no es el teatro de los hechos más ensalzados y
el tiempo donde se crían los laureles? Y no obstante, ¿hay locura mayor
que complicarse en una lucha muchas veces sin saber por qué, aunque sin
desconocer que ambos bandos han de perder más de lo que ganen? Los
que mueren son como las gentes de Megara: no se los puede contar.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Cuando dos ejércitos se hallan frente a frente, cuando resuena el


clarín ¿de qué servirían esos filósofos gastados por el estudio y débiles
hasta por sacar un suspiro de su sangre helada? ... los proxenetas, los
aldeanos, los estúpidos, los desarrapados, resumiendo: aquellos que se
llaman la hez del pueblo, son suficientes y hasta sobran para tomar los
laureles que no alcanzarán los más eximios filósofos...
En resumen, si, como Menipo, pudieseis mirar desde la luna, el
oleaje enorme del género humano, supondríais estar viendo un enjambre
de moscardones y mosquitos, peleando entre sí, luchando, tendiéndose
lazos, robándose, mofándose unos de otros, y, en fin, naciendo,
enfermando y muriendo incesantemente. Nadie podría imaginar los
trastornos y las desdichas de que es capaz un animalillo tan pintoresco y
vil y de vida tan efímera como es el hombre. En un combate, o bajo el
azote de una peste, se aniquilan y desaparecen en breve lapso millares de
personas...
Y yo misma demostraría una locura suprema y me haría acreedora a
las carcajadas de Demócrito, si pretendiese contar todas las formas de
necedad y de locura que son comunes al vulgo. Solamente, pues, quiero
tratar de aquellos mortales que gozan el concepto de sabios y han
alcanzado los laureles de Minerva, según los que les rodean. Se destacan
entre todos los gramáticos... A la misma calaña pertenecen los
escritorzuelos que corren tras de la fama perenne, componiendo libros;
mucho me deben todos ellos, en especial aquellos que emborronan el
papel con verdaderas majaderías, porque respecto de los otros, de los que
escriben doctamente por resultar gratos a un corto número de eruditos, y
que no rechazarían para críticos suyos a Persio y Lelio, los creo más bien
dignos de lástima que acreedores a la envidia; viven en una perenne
tortura; añaden, modifican, cortan, vuelven a poner, rehacen, insisten,
reservan nueve años su manuscrito, como dice Horacio, antes de
resolverse en publicarlo, y, por último, ni siquiera así están satisfechos
por completo...
En cambio, el escritor que me pertenece por completo es mucho
más feliz, porque ¿hay más dulce locura que la suya, ya que sin trabajo y
sin pasar las noches en claro escribe rápidamente todo lo que piensa, lo
que acude a la punta de su pluma y lo que sueña, sin otro gasto que un
poco de papel?

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Perfectamente sabe él que cuantas más locuras escriba más


ensalzado será por la multitud, es decir, por los ignorantes y por los
tontos. ¿Qué puede importarle que tres o cuatro sabios le desprecien, si
por casualidad aciertan a leerle? ¿Qué significa el parecer de estos
hombres ante el tributo de la multitud que lo aplaude?... Pero veo que
estáis esperando una conclusión, mas ¡qué archilocos sois si pensáis que
me acuerdo de una sola palabra de todo el fárrago que os acabo de soltar.
Dice un viejo adagio: "Odio al convidado que posee buena memoria".
Aquí tenéis uno nuevo:"Aborrezco al oyente que recuerda todo". ¡Adiós,
pues! ¡Continuad bien, aplaudid, vivid y bebed, ilustres prosélitos de la
Locura!...

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

El Lazarillo de Tormes - Anónimo


TR

TRATADO III. CÓMO LÁZARO SE ASENTÓ CON UN


ESCUDERO Y DE LO QUE ACAESCIÓ CON ÉL.

Andando así discurriendo de puerta en puerta, con harto poco


remedio (porque ya la caridad se subió al cielo), topóme Dios con un
escudero que iba por la calle, con razonable vestido, bien peinado, su paso
y compás en orden. Miróme y yo a él, y díjome:
-Mochacho, ¿buscas amo?
Yo le dije:
-Sí, señor.
-Pues vente tras mí -me respondió-, que Dios te ha hecho merced en
topar comigo; alguna buena oración rezaste hoy.
Y seguíle, dando gracias a Dios por lo que le oí, y también que me
parescía, según su hábito y continente, ser el que yo había menester. Era de
mañana cuando este mi tercero amo topé; y llevóme tras sí gran parte de la
ciudad. Pasábamos por las plazas do se vendía el pan y otras provisiones.
Yo pensaba (y aún deseaba) que allí me quería cargar de lo que se vendía,
porque ésta era propia hora, cuando se suele proveer de lo necesario; mas,
muy a tendido paso, pasaba por estas cosas. "Por ventura no lo ve aquí a su
contento -decía yo-, y querrá que lo compremos en otro cabo". De esta
manera anduvimos hasta que dio las once. Entonces se entró en la iglesia
mayor, y yo tras él, y muy devotamente le vi oír misa y los otros oficios
divinos, hasta que todo fue acabado y la gente ida. Entonces salimos de la
iglesia; a buen paso tendido, comenzamos a ir por una calle abajo. Yo iba
el más alegre del mundo en ver que no nos habíamos ocupado en buscar de
comer. Bien consideré que debía ser hombre, mi nuevo amo, que se
proveía en junto, y que ya la comida estaría a punto y tal como yo la
deseaba y aun la había menester. En este tiempo dio el reloj la una después
del medio día, y llegamos a una casa ente la cual mi amo se paró, y yo con
él, y derribando el cabo de la capa sobre el lado izquierdo, sacó una llave
de la manga, y abrió su puerta, y entramos en casa. La cual tenía la entrada
oscura y lóbrega de tal manera, que paresce que ponía temor a los que en
ella entraban, aunque dentro della estaba un patio pequeño y razonables
cámaras.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Desque fuimos entrados, quita de sobre sí su capa, y preguntando si


tenía las manos limpias, la sacudimos y doblamos, y muy limpiamente,
soplando un poyo que allí estaba, la puso en él; y hecho esto, sentóse cabo
de ella, preguntándome muy por extenso de dónde era, y cómo había
venido a aquella ciudad.
Y yo le di más larga cuenta que quisiera, porque me parescía más
conveniente hora de mandar poner la mesa y escudillar la olla, que de lo
que me pedía. Con todo eso, yo le satisfice de mi persona lo mejor que
mentir supe, diciendo mis bienes y callando lo demás, porque me parescía
no ser para en cámara. Esto hecho, estuvo ansí un poco, y yo luego vi mala
señal, por ser ya casi las dos y no le ver más aliento de comer que a un
muerto. Después de esto, consideraba aquel tener cerrada la puerta con
llave, ni sentir arriba ni abajo pasos de viva persona por la casa; todo lo
que yo había visto eran paredes, sin ver en ella silleta, ni tajo, ni banco, ni
mesa, ni aun tal arcaz como el de marras. Finalmente, ellas parescía casa
encantada. Estando así, díjome:
-Tú, mozo, ¿has comido?
-No, señor -dije yo-, que aún no eran dadas las ocho cuando con
Vuestra Merced encontré.
- Pues, aunque de mañana, yo había almorzado, y cuando ansí como
algo, hágote saber que hasta la noche me estoy ansí. Por eso, pásate como
pudieres, que después cenaremos.
Vuestra Merced crea, cuando esto le oí, que estuve en poco de caer
de mi estado, no tanto de hambre como por conoscer de todo en todo la
fortuna serme adversa. Allí se me representaron de nuevo mis fatigas, y
torné a llorar mis trabajos; allí se me vino a la memoria la consideración
que hacía cuando me pensaba ir del clérigo, diciendo que, aunque aquel
era desventurado y mísero, por ventura toparía con otro peor; finalmente,
allí lloré mi trabajosa vida pasada y mi cercana muerte venidera. Y con
todo, disimulando todo lo que pude, le dije:
-Señor, mozo soy que no me fatigo mucho por comer, bendito Dios:
de eso me podré yo alabar entre todos mis iguales por de mejor garganta, y
ansí fui yo loado della hasta hoy día de los amos que yo he tenido.
-Virtud es esa -dijo él-, y por eso te querré yo más: porque el hartar
es de los puercos, y el comer regladamente es de los hombres de bien.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

"¡Bien te he entendido! -dije yo entre mí-. ¡Maldita tanta medicina y


bondad como aquestos mis amos que yo hallo hallan en la hambre!".
Púseme a un cabo del portal, y saqué unos pedazos de pan del seno,
que me habían quedado de los de por Dios. El, que vio esto, díjome:
-Ven acá, mozo. ¿Qué comes?
Yo lleguéme a él y mostréle el pan. Tomóme él un pedazo, de tres
que eran, el mejor y más grande, y díjome:
-Por mi vida que paresce éste buen pan.
-¡Y cómo agora -dije yo-, señor, es bueno!
-Sí, a fe -dijo él-. ¿Adónde lo hubiste? ¿Si es amasado de manos
limpias?
-No sé yo eso -le dije-; mas a mí no me pone asco el sabor dello.
-Así plega a Dios -dijo el pobre de mi amo.
Y llevándolo a la boca, comenzó a dar en él tan fieros bocados como
yo en lo otro.
-Sabrosísimo pan está -dijo-, por Dios.
Y como le sentí de qué pie coxqueaba, dime priesa, porque le vi en
disposición, si acababa antes que yo, se comediría a ayudarme a lo que me
quedase. Y con eso acabamos casi a una. Comenzó a sacudir con las
manos unas pocas de migajas, y bien menudas, que en los pechos se le
habían quedado, y entró en una camareta que allí estaba y sacó un jarro
desbocado y no muy nuevo, y, desque hubo bebido, convidóme con él. Yo,
por hacer del continente, dije:
-Señor, no bebo vino.
-Agua es -me respondió-. Bien puedes beber.
Entonces tomé el jarro y bebí, no mucho, porque de sed no era mi
congoja. […]

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

El monte de las ánimas - Gustavo Adolfo Bécquer

La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las


campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta
tradición que oí hace poco en Soria. Intenté dormir de nuevo; ¡imposible!
Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al
que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla,
como en efecto lo hice. Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he
escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir
los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche. Sea
de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.

-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se
reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca,
es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.
-¡Tan pronto!
-A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos
que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es
imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las
ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del
monte.
-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque
aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu
yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te
contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes
de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos
juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a
bastante distancia. Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos
términos la prometida historia:
-“Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los
Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios
eran guerreros y religiosos a la vez.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas


tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello
notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido
defenderla como solos la conquistaron.
Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos
de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio
profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza
abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los
segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de
las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a
sus enemigos.
Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su
manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada
expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la
tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus
hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte
quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar
tuvieron un sangriento festín.
Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita
ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los
religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos
amigos y enemigos, comenzó a arruinarse. Desde entonces dicen que
cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la
capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus
sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los
zarzales.
Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan
horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las
huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le
llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes
que cierre la noche”. La relación de Alonso concluyó justamente cuando
los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad
por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de
incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras
calles de Soria.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

II

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta


chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo
resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que
alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba
los emplomados vidrios de las ojivas del salón. Solas dos personas
parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz
seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la
llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules
pupilas de Beatriz. Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos
tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el
principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo
lejos con un tañido monótono y triste.
-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo
silencio en que se encontraban-; pronto vamos a separarnos tal vez para
siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y
guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he
oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de
mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.
-Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has
vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento
que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una
memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a
Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El
joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué
hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha
prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el
ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país una
prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia
debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún puede ir a
Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó
un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo


ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el
mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para
tomar la joya, sin añadir una palabra. Los dos jóvenes volvieron a
quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que
hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los
vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas. Al
cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de
este modo:
-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así
como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un
recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada en la de su prima,
que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.
-¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro
derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha
manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil
expresión de sentimiento, añadió:
-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que
por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu
alma?
-Sí.
-Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como
un recuerdo.
-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose de
su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
-No sé.... en el monte acaso.
-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose
caer sobre el sitial-; en el Monte de las Ánimas!
Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:
-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en
toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún
podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he
llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi
juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he


muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he
combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida,
y nadie dirá que me ha visto huir del peligro en ninguna ocasión. Otra
noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin
embargo, esta noche... esta noche.
¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan,
la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte
comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las
malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar
de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o
arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que
arrastra el viento sin que se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en
los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un tono
indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía
la leña, arrojando chispas de mil colores:
-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por
semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado
el camino de lobos!
Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que
Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía, movido
como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como
para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y
con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún
inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:
-Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.
-¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero
cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba
al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho
que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se
debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último. Las viejas, en
tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba
en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

III

Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba a punto
de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía,
cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de
oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado
inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el
día de difuntos a los que ya no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles
cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero,
nervioso. Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre
sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y
entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre;
pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía
en los vidrios de la ventana.
-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón,
procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia.
Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un
chirrido agudo prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que
daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido
sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador. Después
silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media
noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de
perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y
vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan,
respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos
involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya
aproximación se nota no obstante en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las
cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la
mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio. Veía, con esa
fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se
movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un
punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la


almohada de raso azul del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres
gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una
conseja de aparecidos?
Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un
esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más
inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado
de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban
sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi
imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa
como madera o hueso.
Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que
estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y
arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el
aliento. El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana
caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se
dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria,
unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas de los
difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche
aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su
temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una
noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del
día!
Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de
sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo,
sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas:
sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que
perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso. Cuando sus
servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito
de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos
entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil,
crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del
lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios,
rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

IV

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador


extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las
Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera,
refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los
antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la
capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y,
caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una
mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y
sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la
tumba de Alonso.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Mi reloj - Mark Twain

Mi excelente reloj anduvo como un reloj por espacio de un año y


medio. No adelantaba ni atrasaba; no se detenía. Su máquina era el
arquetipo de la exactitud. Llegué a juzgar que mi reloj era infalible en sus
juicios acerca del tiempo. Se adueñó de mí la convicción de que la
estructura anatómica de mi reloj era imperecedera. Pero no sospeché que
algún día -o más bien, una noche- lo iba a dejar caer. El accidente me
afligió y lo consideré un presagio de males mayores. Poco a poco logré
serenarme y sobreponerme a mis presentimientos supersticiosos. No
obstante, para mayor seguridad llevé? mi reloj a la casa más acreditada
en el ramo, con la intención de que lo revisara un especialista de
indiscutida pericia. El jefe de¡ establecimiento examinó minuciosamente
el reloj y declaró:
-Atrasa cuatro minutos. Hay que mover el regulador.
Quise detener el impulso de aquel individuo y hacerle comprender
que mi reloj no atrasaba. Fue inútil. Agoté todos los argumentos lógicos,
pero el relojero insistía en que mi reloj atrasaba cuatro minutos y que, por
consiguiente, se debía mover el regulador. Me agité angustiosamente,
supliqué clemencia, imploré para que no se atormentase a esa máquina
fiel y precisa. Pero el verdugo consumó &la e imperturbablemente su
acto infame.
Tal como era previsible, el reloj empezó a adelantar. Cada día
corría más. Pasó una semana y el apuro de mi reloj anunciaba una locura
febril. inequívoca. El andar de la máquina se aceleró hasta alcanzar
ciento cincuenta pulsaciones por minuto. Y así pasaron otra semana, y
otra, y otra. Pasaron dos meses y mi reloj dejó atrás a los mejores relojes
de la ciudad. Dejó atrás las fechas del almanaque y tenla un adelanto de
trece días. Siguió transcurriendo el tiempo, pero el de mi reloj siempre
transcurría con mayor rapidez, hasta alcanzar una celeridad vertiginosa.
Aún no daba octubre su último adiós para despedirse y ya mi reloj estaba
a mediados de noviembre, disfrutando de los atractivos de las primeras
nevadas. Pagué anticipadamente el alquiler de la casa; pagué los
vencimientos que no habían llegado a su fecha; hice mil desembolsos por
el estilo, al punto de que la situación llegó a presentar caracteres
alarmantes. Fue indispensable recurrir nuevamente al relojero.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Este individuo me preguntó si ya se habla hecho alguna


compostura al reloj. Respondí que no, como era verdad, pues jamás habla
requerido intervención alguna. El relojero me miró con júbilo perverso y
abrió la tapa de la máquina. De inmediato colocó delante de uno de sus
ojos no sé qué instrumento diabólico de madera negra y examinó el
interior de¡ excelente mecanismo.
-Resulta indispensable limpiar y aceitar la máquina -dijo el
experto- La arreglaremos después. Vuelva dentro de ocho días.
Mi reloj fue aceitado y limpiado; fue arreglado.
A consecuencia de ello comenzó a marchar con lentitud, como
una campana que suena a intervalos largos y regulares. No acudí a las
citas, perdí trenes, me retrasé en los pagos. El reloj me decía que faltaban
tres días para un vencimiento, y el documento era protestado. Llegué
gradualmente a vivir en el día anterior al real, luego en la antevíspera,
más tarde con una semana de atraso y finalmente en la quincena que
precedía a la fecha respectiva.
Era el mío el caso de un descuidado, de un solitario que se había
aislado de quienes llevaban. existencia normal, de cuya sociedad me iba
distanciando poco a poco hasta quedar instalado en una zona remota del
tiempo. Empecé a sentirme identificado con la momia del museo y a
menudo me aproximaba a ella para comentar los últimos
acontecimientos. Volví a poner mis esperanzas en la intervención de un
relojero.
Este individuo desarmó la máquina puso las partes constitutivas
ante mi vista y acabó por explicarme que el cilindro estaba hinchado.
Pidió tres días para reducir aquel órgano fundamental a sus dimensiones
normales. Una vez reparado, el reloj comenzó a indicar la hora media,
pero se obstinó en no proporcionarme indicación más precisa. Al aplicar
el oído creí percibir en el interior de la máquina ruidos semejantes a
ronquidos y ladridos, a resoplidos y estornudos. Mis pensamientos se
extraviaron de su cauce normal. ¿Qué reloj era ése que me perturbaba a
tal punto? Al mediodía se superaba la crisis. Por la mañana había
sobrepasado a todos los relojes del barrio: por la tarde se adormecía o
divagaba en ensueños quiméricos, y todos los relojes lo dejaban atrás.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Al cabo de las veinticuatro horas diarias de la revolución que


sigue nuestro Maneta, un juez imparcial hubiera dicho que mi reloj se
mantenía dentro de los justos límites de la verdad. Pero el tiempo medio
en un reloj es como la virtud a medias en una persona. Yo acompañaba a
mi reloj y me resultaban insoportables sus alteraciones cotidianas. Decidí
acudir a otro relojero.
El nuevo experto dictaminó que estaba roto el espigón de escape
del áncora. ¿Eso era todo? :Exterioricé la infinita alegría que rebozaba de
mi corazón. Debo reconocer en esta nota confidencial que, yo no sabía en
absoluto qué era el espigón de escape del áncora; pero me contuve para
no dejar la impresión de ignorancia ante un extraño. Se hizo la
compostura. Mi desdichado reloj perdió por un lado lo que ganó por el
otro. En efecto, partía al galope y se detenía súbitamente; volvía a iniciar
la carrera y se paraba de nuevo, sin que le importara, esa regularidad de
movimientos que constituye la principal cualidad de un reloj respetable.
Siempre que daba uno de aquellos saltos percibía en el bolsillo una
vibración tan intensa como si un fusil hubiese reculado al dispararse. En
vano hice poner un forro de algodón en el chaleco. Era necesario adoptar
medidas mucho más heroicas para aminorar efecto tan explosivo. Recurrí
a otro relojero.
Este último apeló a su lente, desmontó el reloj y tomó las piezas
con la pinza, como hablan hecho sus colegas. Después de la obligada
pericia me informó:
-Habrá dificultades con el regulador.
Devolvió el regulador a su sitio y procedió a limpiar toda la
máquina. El reloj marchaba perfectamente bien. Sólo había un detalle
intrascendente, que alteraba su comportamiento: cada diez minutos,
invariablemente, las agujas se adherían como las hojas de una tijera y
mostraban la más decidida Intención de seguir juntas. ¿Qué filósofo, por
inmensa que fuese su sabiduría, podía enterarse de la hora con un reloj de
tal especie? Fue indispensable remediar los contratiempos de un estado
tan desastroso.
-El cristal -me indicó la persona caracterizada por sus méritos a
quien acudí en busca de auxilio-, es el cristal y nada más que el cristal.
Allí está la causa de lo que Ud. atribuye a las agujas. Si éstas no pueden
girar libremente, se traban. Además hay que reparar algunas rueditas... en
realidad, casi todas.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

El relojero demostró considerable tino, y desde entonces la


máquina comenzó a funcionar con toda regularidad. ¡Dios bendiga al
relojero! Pero debo' señalar un hecho muy singular: después de llevar
cinco o seis horas el reloj en el bolsillo de mi chaleco, advierto
inesperadamente que las agujas giran en forma vertiginosa, al punto de
que ya no puedo identificarlas con exactitud. Sobre el cuadrante, sólo se
veta algo así como una sutil telaraña en movimiento. En apenas seis o
siete minutos el reloj cumplió la tarea que en sus congéneres normales
requiere veinticuatro horas.
Con el corazón deshecho, acudí a otro experto. Mientras el
relojero examinaba el mecanismo, por mi parte me dediqué a examinar al
relojero. Mi atención no le iba en zaga a la suya. Al terminar la pericia,
me dispuse a someterlo a un severo interrogatorio, pues no se trataba de
una cuestión negligible. El reloj me costó doscientos dólares cuando lo
obtuve en el establecimiento en que me lo vendieron, y ya llevaba
gastados en reparaciones la suma de tres mil adicionales. Sin embargo,
una circunstancia modificó mis propósitos. En aquel relojero acababa de
reconocer a un viejo conocido, a uno de los miserables con los que me
habla encontrado en el camino de mi calvario. No habla duda: ese
individuo era más diestro en clavar remaches a una locomotora de tercera
mano que en componer un reloj. El bandido procedió a su examen, tal
como he dicho, y pronunció su veredicto con la certidumbre propia de los
miembros del gremio:
-De esta máquina podría decirse que produce mucho vapor. Hay
que dejar abierta la válvula de seguridad.
-Así que la válvula de seguridad! Eres un inútil.
Le apliqué tal golpe en la cabeza que el delincuente murió en el
acto. No pude contenerme. En consecuencia debí pagar los gastos de
sepelio,
Cuánta razón tenía mi tío William -que Dios lo tenga en su gloria-
cuando decía que un caballo es bueno hasta que adquiere su primera
maña y que un reloj deja de servir en el mismo momento en que los
relojeros le hacen la primera compostura.
Me preguntabas, querido tío, qué oficio adoptan los zapateros,
herreros, armeros, mecánicos y plomeros que fracasan en su elección
inicial. ¿Sabes qué oficio adoptan, querido tío? Pregúntaselo a mis tres
mil dólares gastados en hacer inservible un excelente reloj.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

El sombrero de tres picos - Pedro Antonio de Alarcón

La última y acaso la más poderosa razón que tenía el señorío de la


ciudad para frecuentar por las tardes el molino del tío Lucas, era... que,
así los clérigos como los seglares, empezando por el Sr. Obispo y el Sr.
Corregidor, podían contemplar allí a sus anchas una de las obras más
bellas, graciosas y admirables que hayan salido jamás de las manos de
Dios, llamado entonces el Ser Supremo por Jovellanos y toda la escuela
afrancesada de nuestro país. Esta obra... se denominaba «la señá
Frasquita».
Empiezo por responderos de que la señá Frasquita, legítima
esposa del tío Lucas, era una mujer de bien, y de que así lo sabían todos
los ilustres visitantes del molino. Digo más: ninguno de éstos daba
muestras de considerarla con ojos de varón ni con trastienda pecaminosa.
Admirábanla, sí, y requebrábanla en ocasiones (delante de su marido, por
supuesto), lo mismo los frailes que los caballeros, los canónigos que los
golillas, como un prodigio de belleza que honraba a su Criador, y como
una diablesa de travesura y coquetería, que alegraba inocentemente los
espíritus más melancólicos. «Es un hermoso animal», solía decir el
virtuosísimo prelado. «Es una estatua de la antigüedad helénica»,
observaba un abogado muy erudito, académico correspondiente de la
Historia. «Es la propia estampa de Eva», prorrumpía el prior de los
franciscanos. «Es una real moza», exclamaba el coronel de milicias. «Es
una sierpe, una sirena, ¡un demonio!», añadía el Corregidor. «Pero es una
buena mujer, es un ángel, es una criatura, es una chiquilla de cuatro
años», acababan por decir todos, al regresar del molino atiborrados de
uvas o de nueces, en busca de sus tétricos y metódicos hogares.
La chiquilla de cuatro años, esto es, la señá Frasquita, frisaría en
los treinta. Tenía más de dos varas de estatura, y era recia a proporción, o
quizás más gruesa todavía de lo correspondiente a su arrogante talla.
Parecía una Niobe colosal, y eso que no había tenido hijos: parecía un
Hércules... hembra; parecía una matrona romana de las que aún hay
ejemplares en el Trastevere. Pero lo más notable en ella era la movilidad,
la ligereza, la animación, la gracia de su respetable mole. Para ser una
estatua, como pretendía el académico, le faltaba el reposo monumental.
Se cimbraba como un junco, giraba como una veleta, bailaba como una
peonza. Su rostro era más movible todavía, y, por tanto, menos
escultural.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Avivábanlo donosamente hasta cinco hoyuelos: dos en una


mejilla; otro en otra; otro, muy chico, cerca de la comisura izquierda de
sus rientes labios, y el último, muy grande, en medio de su redonda
barba. Añadid a esto los picarescos mohínes, los graciosos guiños y las
varias posturas de cabeza que amenizaban su conversación, y formaréis
idea de aquella cara llena de sal y de hermosura y radiante siempre de
salud y alegría.
Ni la señá Frasquita ni el tío Lucas eran andaluces: ella era
navarra y él murciano. Él había ido a la ciudad de ***, a la edad de
quince años, como medio paje, medio criado del obispo anterior al que
entonces gobernaba aquella iglesia. Educábalo su protector para clérigo,
y tal vez con esta mira y para que no careciese de congrua, dejole en su
testamento el molino; pero el tío Lucas, que a la muerte de Su Ilustrísima
no estaba ordenado más que de menores, ahorcó los hábitos en aquel
punto y hora, y sentó plaza de soldado, más ganoso de ver mundo y
correr aventuras que de decir misa o de moler trigo. En 1793 hizo la
campaña de los Pirineos Occidentales, como ordenanza del valiente
general don Ventura Caro; asistió al asalto del Castillo Piñón, y
permaneció luego largo tiempo en las provincias del Norte, donde tomó
la licencia absoluta. En Estella conoció a la señá Frasquita, que entonces
sólo se llamaba Frasquita; la enamoró; se casó con ella, y se la llevó a
Andalucía en busca de aquel molino que había de verlos tan pacíficos y
dichosos durante el resto de su peregrinación por este valle de lágrimas y
risas.
La señá Frasquita, pues, trasladada de Navarra a aquella soledad,
no había adquirido ningún hábito andaluz, y se diferenciaba mucho de las
mujeres campesinas de los contornos. Vestía con más sencillez,
desenfado y elegancia que ellas; lavaba más sus carnes, y permitía al sol
y al aire acariciar sus arremangados brazos y su descubierta garganta.
Usaba, hasta cierto punto, el traje de las señoras de aquella época, el traje
de las mujeres de Goya, el traje de la reina María Luisa: si no falda de
medio paso, falda de un paso solo, sumamente corta, que dejaba ver sus
menudos pies y el arranque de su soberana pierna; llevaba el escote
redondo y bajo, al estilo de Madrid, donde se detuvo dos meses con su
Lucas al trasladarse de Navarra a Andalucía; todo el pelo recogido en lo
alto de la coronilla, lo cual dejaba campear la gallardía de su cabeza y de
su cuello; sendas arracadas en las diminutas orejas, y muchas sortijas en
los afilados dedos de sus duras pero limpias manos.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Por último: la voz de la señá Frasquita tenía todos los tonos del
más extenso y melodioso instrumento, y su carcajada era tan alegre y
argentina, que parecía un repique de Sábado de Gloria.
Retratemos ahora al tío Lucas. El tío Lucas era más feo que Picio.
Lo había sido toda su vida, y ya tenía cerca de cuarenta años. Sin
embargo, pocos hombres tan simpáticos y agradables habrá echado Dios
al mundo. Prendado de su viveza, de su ingenio y de su gracia, el difunto
obispo se lo pidió a sus padres, que eran pastores, no de almas, sino de
verdaderas ovejas. Muerto Su Ilustrísima, y dejado que hubo el mozo el
seminario por el cuartel, distinguiolo entre todo su ejército el general
Caro, y lo hizo su ordenanza más íntimo, su verdadero criado de
campaña. Cumplido, en fin, el empeño militar, fuele tan fácil al tío Lucas
rendir el corazón de la señá Frasquita, como fácil le había sido captarse el
aprecio del general y del prelado. La navarra, que tenía a la sazón veinte
abriles, y era el ojo derecho de todos los mozos de Estella, algunos de
ellos bastante ricos, no pudo resistir a los continuos donaires, a las
chistosas ocurrencias, a los ojillos de enamorado mono y a la bufona y
constante sonrisa, llena de malicia, pero también de dulzura, de aquel
murciano tan atrevido, tan locuaz, tan avisado, tan dispuesto, tan valiente
y tan gracioso, que acabó por trastornar el juicio, no sólo a la codiciada
beldad, sino también a su padre y a su madre.
Lucas era en aquel entonces, y seguía siendo en la fecha a que nos
referimos, de pequeña estatura (a los menos con relación a su mujer), un
poco cargado de espaldas, muy moreno, barbilampiño, narigón, orejudo y
picado de viruelas. En cambio, su boca era regular y su dentadura
inmejorable. Dijérase que sólo la corteza de aquel hombre era tosca y fea;
que tan pronto como empezaba a penetrarse dentro de él aparecían sus
perfecciones, y que estas perfecciones principiaban en los dientes. Luego
venía la voz, vibrante, elástica, atractiva; varonil y grave algunas veces,
dulce y melosa cuando pedía algo, y siempre difícil de resistir. Llegaba
después lo que aquella voz decía: todo oportuno, discreto, ingenioso,
persuasivo... Y, por último, en el alma del tío Lucas había valor, lealtad,
honradez, sentido común, deseo de saber y conocimientos instintivos o
empíricos de muchas cosas, profundo desdén a los necios, cualquiera que
fuese su categoría social, y cierto espíritu de ironía, de burla y de
sarcasmo, que le hacían pasar, a los ojos del académico, por un don
Francisco de Quevedo en bruto.
Tal era por dentro y por fuera el tío Lucas.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

¿Dónde está mi cabeza? - Benito Pérez Galdós

Antes de despertar, ofrecióse a mi espíritu el horrible caso en


forma de angustiosa sospecha, como una tristeza hondísima, farsa cruel
de mis endiablados nervios que suelen desmandarse con trágico
humorismo. Desperté; no osaba moverme; no tenía valor para
reconocerme y pedir a los sentidos la certificación material de lo que ya
tenía en mi alma todo el valor del conocimiento... Por fin, más pudo la
curiosidad que el terror; alargué mi mano, me toqué, palpé... Imposible
exponer mi angustia cuando pasé la mano de un hombro a otro sin
tropezar en nada... El espanto me impedía tocar la parte, no diré dolorida,
pues no sentía dolor alguno... la parte que aquella increíble mutilación
dejaba al descubierto... Por fin, apliqué mis dedos a la vértebra cortada
como un troncho de col; palpé los músculos, los tendones, los coágulos
de sangre, todo seco, insensible, tendiendo a endurecerse ya, como
espesa papilla que al contacto del aire se acartona... Metí el dedo en la
tráquea; tosí... metílo también en el esófago, que funcionó
automáticamente queriendo tragármelo... recorrí el circuito de piel de
afilado borde... Nada, no cabía dudar ya. El infalible tacto daba fe de
aquel horroso, inaudito hecho. Yo, yo mismo, reconociéndome vivo,
pensante, y hasta en perfecto estado de salud física, no tenía cabeza.
Largo rato estuve inmóvil, divagando en penosas imaginaciones.
Mi mente, después de juguetear con todas las ideas posibles, empezó a
fijarse en las causas de mi decapitación. ¿Había sido degollado durante la
noche por mano de verdugo? Mis nervios no guardaban reminiscencia
del cortante filo de la cuchilla. Busqué en ellos algún rastro de escalofrío
tremendo y fugaz, y no lo encontré. Sin duda mi cabeza había sido
separada del tronco por medio de una preparación anatómica
desconocida, y el caso era de robo más que de asesinato; una sustracción
alevosa, consumada por manos hábiles, que me sorprendieron indefenso,
solo y profundamente dormido. En mi pena y turbación, centellas de
esperanza iluminaban a ratos mi ser.. Instintivamente me incorporé en el
lecho; miré a todos lados, creyendo encontrar sobre la mesa de noche, en
alguna silla, en el suelo, lo que en rigor de verdad anatómica debía estar
sobre mis hombros, y nada... no la vi. Hasta me aventuré a mirar debajo
de la cama... y tampoco. Confusión igual no tuve en mi vida, ni creo que
hombre alguno en semejante perplejidad se haya visto nunca. El asombro
era en mí tan grande como el terror.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

No sé cuánto tiempo pasé en aquella turbación muda y ansiosa.


Por fin, se me impuso la necesidad de llamar, de reunir en torno mío los
cuidados domésticos, la amistad, la ciencia. Lo deseaba y lo temía, y el
pensar en la estupefacción de mi criado cuando me viese, aumentaba
extraordinariamente mi ansiedad.Pero no había más remedio: llamé...
Contra lo que yo esperaba, mi ayuda de cámara no se asombró tanto
como yo creía. Nos miramos un rato en silencio.
-Ya ves, Pepe -le dije, procurando que el tono de mi voz atenuase
la gravedad de lo que decía-; ya lo ves, no tengo cabeza.
El pobre viejo me miró con lástima silenciosa; me miró mucho,
como expresando lo irremediable de mi tribulación. Cuando se apartó de
mi, llamado por sus quehaceres, me sentí tan solo, tan abandonado, que
le volví a llamar en tono quejumbroso y aun huraño, diciéndole con cierta
acritud:
-Ya podréis ver si está en alguna parte, en el gabinete, en la sala,
en la biblioteca... No se os ocurre nada.
A poco volvió José, y con su afligida cara y su gesto de inmenso
desaliento, sin emplear palabra alguna, díjome que mi cabeza no parecía.
La mañana avanzaba, y decidí levantarme. Mientras me vestía, la
esperanza volvió a sonreír dentro de mí.
-¡Ah! -pensé- de fijo que mi cabeza está en mi despacho... ¡Vaya,
que no habérseme ocurrido antes!... ¡qué cabeza! Anoche estuve
trabajando hasta hora muy avanzada... ¿En qué? No puedo recordarlo
fácilmente; pero ello debió de ser mi Discurso-memoria sobre la
Aritmética filosófico-social, o sea, Reducción a fórmulas numéricas de
todas las ciencias metafísicas. Recuerdo haber escrito diez y ocho veces
un párrafo de inaudita profundidad, no logrando en ninguna de ellas
expresar con fidelidad mi pensamiento. Llegué a sentir horriblemente
caldeada la región cerebral. Las ideas, hirvientes, se me salían por ojos y
oídos, estallando como burbujas de aire, y llegué a sentir un ardor
irresistible, una obstrucción congestiva que me inquietaron
sobremanera... Y enlazando estas impresiones, vine a recordar
claramente un hecho que llevó la tranquilidad a mi alma. A eso de las tres
de la madrugada, horriblemente molestado por el ardor de mi cerebro y
no consiguiendo atenuarlo pasándome la mano por la calva, me cogí con
ambas manos la cabeza, la fui ladeando poquito a poco, como quien saca
un tapón muy apretado, y al fin, con ligerísimo escozor en el cuello... me
la quité, y cuidadosamente la puse sobre la mesa. Sentí un gran alivio, y
me acosté tan fresco.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Este recuerdo me devolvió la tranquilidad. Sin acabar de


vestirme, corrí al despacho. Casi, casi tocaban al techo los rimeros de
libros y papeles que sobre la mesa había. ¡Montones de ciencia, pilas de
erudición! Vi la lámpara ahumada, el tintero tan negro por fuera como
por dentro, cuartillas mil llenas de números chiquirritines..., pero la
cabeza no la vi. Nueva ansiedad. La última esperanza era encontrarla en
los cajones de la mesa. Bien pudo suceder que al guardar el enorme
fárrago de apuntes, se quedase la cabeza entre ellos, como una hoja de
papel secante o una cuartilla en blanco. Lo revolví todo, pasé hoja por
hoja, y nada... ¡Tampoco allí!
Salí de mi despacho de puntillas, evitando el ruido, pues no quería
que mi familia me sintiese. Metíme de nuevo en la cama, sumergiéndome
en negras meditaciones. ¡Qué situación, qué conflicto! Por de pronto, ya
no podría salir a la calle porque el asombro y horror de los transeúntes
habían de ser nuevo suplicio para mí. En ninguna parte podía presentar
mi decapitada personalidad. La burla en unos, la compasión en otros, la
extrañeza en todos me atormentaría horriblemente. Ya no podría concluir
mi Discurso-memoria sobre la Aritmética filosófico-social; ni aun podría
tener el consuelo de leer en la Academia los voluminosos capítulos ya
escritos de aquella importante obra. ¡Cómo era posible que me presentase
ante mis dignos compañeros con mutilación tan lastimosa! ¡Ni cómo
pretender que un cuerpo descabezado tuviera dignidad oratoria, ni
representación literaria...! ¡Imposible! Era ya hombre acabado, perdido
para siempre.
La desesperación me sugirió una idea salvadora: consultar al
punto el caso con mi amigo el doctor Miquis, hombre de mucho saber a
la moderna, médico filósofo, y, hasta cierto punto, sacerdotal, porque no
hay otro para consolar a los enfermos cuando no puede curarlos o
hacerles creer que sufren menos de lo que sufren. La resolución de verle
me alentó: vestíme a toda prisa. ¡Ay! ¡Qué impresión tan extraña, cuando
al embozarme pasaba mi capa de un hombro a otro, tapando el cuello
como servilleta en plato para que no caigan moscas! Y al salir de mi
alcoba, cuya puerta, como de casa antigua, es de corta alzada, no tuve
que inclinarme para salir, según costumbre de toda mi vida. Salí bien
derecho, y aun sobraba un palmo de puerta.
Salí y volví a entrar para cerciorarme de la disminución de mi
estatura, y en una de éstas, redobláronse de tal modo mis ganas de
mirarme al espejo, que ya no pude vencer la tentación, y me fui derecho
hasta el armario de luna.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Tres veces me acerqué y otras tantas me detuve, sin valor bastante


para verme... Al fin me vi... ¡Horripilante figura! Era yo como una ánfora
jorobada, de corto cuello y asas muy grandes. El corte del pescuezo me
recordaba los modelos en cera o pasta que yo había visto mil veces en
Museos anatómicos.
Mandé traer un coche, porque me aterraba la idea de ser visto en
la calle, y de que me siguieran los chicos, y de ser espanto y chacota de la
muchedumbre. Metíme con rápido movimiento en la berlina. El cochero
no advirtió nada, y durante el trayecto nadie se fijó en mí. Tuve la suerte
de encontrar a Miquis en su despacho, y me recibió con la cortesía
graciosa de costumbre, disimulando con su habilidad profesional el
asombro que debí causarle.
-Ya ves, querido Augusto -le dije, dejándome caer en un sillón-,
ya ves lo que me pasa...
-Sí, sí -replicó frotándose las manos y mirándome atentamente-:
ya veo, ya... No es cosa de cuidado.
-¡Que no es cosa de cuidado!
-Quiero decir... Efectos del mal tiempo, de este endiablado viento
frío del Este...
-¡El viento frío es la causa de...!
-¿Por qué no?
-El problema, querido Augusto, es saber si me la han cortado
violentamente o me la han sustraído por un procedimiento
latroanatómico, que sería grande y pasmosa novedad en la historia de la
malicia humana.
Tan torpe estaba aquel día el agudísimo doctor, que no me
comprendía. Al fin, refiriéndole mis angustias, pareció enterarse, y al
punto su ingenio fecundo me sugirió ideas consoladoras.
-No es tan grave el caso como parece -me dijo- y casi, casi, me
atrevo a asegurar que la encontraremos muy pronto. Ante todo, conviene
que te llenes de paciencia y calma. La cabeza existe. ¿Dónde está? Ése es
el problema.
Y dicho esto, echó por aquella boca unas erudiciones tan amenas
y unas sabidurías tan donosas, que me tuvo como encantado más de
media hora. Todo ello era muy bonito; pero no veía yo que por tal
camino fuéramos al fin capital de encontrar una cabeza perdida.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Concluyó prohibiéndome en absoluto la continuación de mis


trabajos sobre la Aritmética filosófico-social, y al fin, como quien no dice
nada, dejóse caer con una indicación, en la que al punto reconocí la
claridad de su talento.
¿Quién tenía la cabeza? Para despejar esta incógnita convenía que
yo examinase en mi conciencia y en mi memoria todas mis conexiones
mundanas y sociales. ¿Qué casas y círculos frecuentaba yo? ¿A quién
trataba con intimidad más o menos constante y pegajosa? ¿No era
público y notorio que mis visitas a la Marquesa viuda de X... traspasaban,
por su frecuencia y duración, los límites a que debe circunscribirse la
cortesía? ¿No podría suceder que en una de aquellas visitas me hubiera
dejado la cabeza, o me la hubieran secuestrado y escondido, como en
rehenes que garantizara la próxima vuelta?
Diome tanta luz esta indicación, y tan contento me puse, y tan
claro vi el fin de mi desdicha, que apenas pude mostrar al conspicuo
Doctor mi agradecimiento, y abrazándole, salí presuroso. Ya no tenía
sosiego hasta no personarme en casa de la Marquesa, a quien tenía por
autora de la más pesada broma que mujer alguna pudo inventar. La
esperanza me alentaba. Corrí por las calles, hasta que el cansancio me
obligó a moderar el paso. La gente no reparaba en mi horrible mutilación,
o si la veía, no manifestaba gran asombro. Algunos me miraban como
asustados: vi la sorpresa en muchos semblantes, pero el terror no.
Diome por examinar los escaparates de las tiendas, y para colmo
de confusión, nada de cuanto vi me atraía tanto como las instalaciones de
sombreros. Pero estaba de Dios que una nueva y horripilante sorpresa
trastornase mi espíritu, privándome de la alegría que lo embargaba y
sumergiéndome en dudas crueles. En la vitrina de una peluquería
elegante vi...
Era una cabeza de caballero admirablemente peinada, con barba
corta, ojos azules, nariz aguileña... era, en fin, mi cabeza, mi propia y
auténtica cabeza... ¡Ah! cuando la vi, la fuerza de la emoción por poco
me priva del conocimiento... Era, era mi cabeza, sin más diferencia que la
perfección del peinado, pues yo apenas tenía cabello que peinar, y
aquella cabeza ostentaba una espléndida peluca.
Ideas contradictorias cruzaron por mi mente. ¿Era? ¿No era? Y si
era, ¿cómo había ido a parar allí? Si no era, ¿cómo explicar el pasmoso
parecido? Dábanme ganas de detener a los transeúntes con estas palabras:
«Hágame usted el favor de decirme si es esa mi cabeza.»

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Ocurrióme que debía entrar en la tienda, inquirir, proponer, y por


último, comprar la cabeza a cualquier precio... Pensado y hecho; con
trémula mano abrí la puerta y entré... Dado el primer paso, detúveme
cohibido, recelando que mi descabezada presencia produjese estupor y
quizás hilaridad. Pero una mujer hermosa, que de la trastienda salió
risueña y afable, invitóme a sentarme, señalando la más próxima silla con
su bonita mano, en la cual tenía un peine.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Un trompo y una pelota - Hans Christian Andersen

Un trompo y una pelota yacían juntos en una caja, entre otros


diversos juguetes, y el trompo dijo a la pelota:
- ¿Por qué no nos hacemos novios, puesto que vivimos juntos en
la caja?
Pero la pelota, que estaba cubierta de un bello tafilete y presumía
como una encopetada señorita, ni se dignó contestarle.
Al día siguiente vino el niño propietario de los juguetes, y se le
ocurrió pintar el trompo de rojo y amarillo y clavar un clavo de latón en
su centro. El trompo resultaba verdaderamente espléndido cuando giraba.
- ¡Míreme! -dijo a la pelota-. ¿Qué me dice ahora? ¿Quiere que
seamos novios? Somos el uno para el otro. Usted salta y yo bailo. ¿Puede
haber una pareja más feliz?
- ¿Usted cree? -dijo la pelota con ironía-. Seguramente ignora que
mi padre y mi madre fueron zapatillas de tafilete, y que mi cuerpo es de
corcho español.
- Sí, pero yo soy de madera de caoba -respondió la peonza- y el
propio alcalde fue quien me torneó. Tiene un torno y se divirtió mucho
haciéndome.
- ¿Es cierto lo que dice? -preguntó la pelota.
- ¡Qué jamás reciba un latigazo si miento! -respondió el trompo.
- Desde luego, sabe usted hacerse valer -dijo la pelota-; pero no es
posible; estoy, como quien dice, prometida con una golondrina. Cada vez
que salto en el aire, asoma la cabeza por el nido y pregunta: «¿Quiere?
¿Quiere?». Yo, interiormente, le he dado ya el sí, y esto vale tanto como
un compromiso. Sin embargo, aprecio sus sentimientos y le prometo que
no lo olvidaré.
- ¡Vaya consuelo! -exclamó el trompo, y dejaron de hablarse.
Al día siguiente, el niño jugó con la pelota. El trompo la vio saltar
por los aires, igual que un pájaro, tan alta, que la perdía de vista. Cada
vez volvía, pero al tocar el suelo pegaba un nuevo salto sea por afán de
volver al nido de la golondrina, sea porque tenía el cuerpo de corcho. A
la novena vez desapareció y ya no volvió; por mucho que el niño estuvo
buscándola, no pudo dar con ella.
- ¡Yo sé dónde está! -suspiró el trompo-. ¡Está en el nido de la
golondrina y se ha casado con ella!
Cuanto más pensaba el trompo en ello tanto más enamorado se
sentía de la pelota. Su amor crecía precisamente por no haber logrado
conquistarla.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Lo peor era que ella hubiese aceptado a otro. Y el trompo no


cesaba de pensar en la pelota mientras bailaba y zumbaba; en su
imaginación la veía cada vez más hermosa. Así pasaron algunos años y
aquello se convirtió en un viejo amor.
El trompo ya no era joven. Pero he aquí que un buen día lo
doraron todo. ¡Nunca había sido tan hermoso! En adelante sería un
trompo de oro, y saltaba que era un contento. ¡Había que oír su ronrón!
Pero de pronto pegó un salto excesivo y... ¡adiós!
Lo buscaron por todas partes, incluso en la bodega, pero no hubo
modo de encontrarlo. ¿Dónde estaría?
Había saltado al depósito de la basura, dónde se mezclaban toda
clase de cachivaches, tronchos de col, barreduras y escombros caídos del
canalón.
- ¡A buen sitio he ido a parar! Aquí se me despintará todo el
dorado. ¡Vaya gentuza la que me rodea!-. Y dirigió una mirada de
soslayo a un largo troncho de col que habían cortado demasiado cerca del
repollo, y luego otra a un extraño objeto esférico que parecía una
manzana vieja. Pero no era una manzana, sino una vieja pelota, que se
había pasado varios años en el canalón y estaba medio consumida por la
humedad.
- ¡Gracias a Dios que ha venido uno de los nuestros, con quien
podré hablar! -dijo la pelota considerando al dorado trompo.
- Tal y como me ve, soy de tafilete, me cosieron manos de
doncella y tengo el cuerpo de corcho español, pero nadie sabe
apreciarme. Estuve a punto de casarme con una golondrina, pero caí en el
canalón, y en él me he pasado seguramente cinco años. ¡Ay, cómo me ha
hinchado la lluvia! Créeme, ¡es mucho tiempo para una señorita de buena
familia!
Pero el trompo no respondió; pensaba en su viejo amor, y, cuanto
más oía a la pelota, tanto más se convencía de que era ella.
Vino en éstas la criada, para verter el cubo de la basura.
- ¡Anda, aquí está el trompo dorado! -dijo.
El trompo volvió a la habitación de los niños y recobró su honor y
prestigio, pero de la pelota nada más se supo. El trompo ya no habló más
de su viejo amor. El amor se extingue cuando la amada se ha pasado
cinco años en un canalón y queda hecha una sopa; ni siquiera es
reconocida al encontrarla en un cubo de basura.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

El Rey Rana o el Fiel Enrique - Hermanos Grimm


:

En aquellos remotos tiempos, en que bastaba desear una cosa para


tenerla, vivía un rey que tenía unas hijas lindísimas, especialmente la
menor, la cual era tan hermosa que hasta el sol, que tantas cosas había
visto, se maravillaba cada vez que sus rayos se posaban en el rostro de la
muchacha. Junto al palacio real extendíase un bosque grande y oscuro, y
en él, bajo un viejo tilo, fluía un manantial. En las horas de más calor, la
princesita solía ir al bosque y sentarse a la orilla de la fuente. Cuando se
aburría, poníase a jugar con una pelota de oro, arrojándola al aire y
recogiéndola, con la mano, al caer; era su juguete favorito. Ocurrió una
vez que la pelota, en lugar de caer en la manita que la niña tenía
levantada, hízolo en el suelo y, rodando, fue a parar dentro del agua. La
princesita la siguió con la mirada, pero la pelota desapareció, pues el
manantial era tan profundo, tan profundo, que no se podía ver su fondo.
La niña se echó a llorar; y lo hacía cada vez más fuerte, sin poder
consolarse, cuando, en medio de sus lamentaciones, oyó una voz que
decía:
- ¿Qué te ocurre, princesita? ¡Lloras como para ablandar las
piedras!
La niña miró en torno suyo, buscando la procedencia de aquella
voz, y descubrió una rana que asomaba su gruesa y fea cabezota por la
superficie del agua.
- ¡Ah!, ¿eres tú, viejo chapoteador? -dijo-. Pues lloro por mi
pelota de oro, que se me cayó en la fuente.
- Cálmate y no llores más -replicó la rana-. Yo puedo arreglarlo.
Pero, ¿qué me darás si te devuelvo tu juguete?
- Lo que quieras, mi buena rana -respondió la niña-: mis vestidos,
mis perlas y piedras preciosas; hasta la corona de oro que llevo.
Mas la rana contestó:
- No me interesan tus vestidos, ni tus perlas y piedras preciosas, ni
tu corona de oro; pero si estás dispuesta a quererme, si me aceptas por tu
amiga y compañera de juegos; si dejas que me siente a la mesa a tu lado
y coma de tu platito de oro y beba de tu vasito y duerma en tu camita; si
me prometes todo esto, bajaré al fondo y te traeré la pelota de oro.
- ¡Oh, sí! -exclamó ella-. Te prometo cuanto quieras con tal que
me devuelvas la pelota-. Mas pensaba para sus adentros:

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

-¡Qué tonterías se le ocurren a este animalejo! Tiene que estarse


en el agua con sus semejantes, croa que te croa. ¿Cómo puede ser
compañera de las personas?
Obtenida la promesa, la rana se zambulló en el agua, y al poco
rato volvió a salir, nadando a grandes zancadas, con la pelota en la boca.
Soltóla en la hierba, y la princesita, loca de alegría al ver nuevamente su
hermoso juguete, lo recogió y echó a correr con él.
- ¡Aguarda, aguarda! -gritóle la rana-. Llévame contigo; no puedo
alcanzarte; no puedo correr tanto como tú!
Pero de nada le sirvió desgañitarse y gritar «cro cro» con todas
sus fuerzas. La niña, sin atender a sus gritos, seguía corriendo hacia el
palacio, y no tardó en olvidarse de la pobre rana, la cual no tuvo más
remedio que volver a zambullirse en su charca. Al día siguiente, estando
la princesita a la mesa junto con el Rey y todos los cortesanos, comiendo
en su platito de oro, he aquí que ¡plis, plas, plis, plas!, se oyó que algo
subía fatigosamente las escaleras de mármol de palacio y, una vez arriba,
llamaba a la puerta: - ¡Princesita, la menor de las princesitas, ábreme!
Ella corrió a la puerta para ver quién llamaba y, al abrir,
encontróse con la rana allí plantada. Cerró de un portazo y volvióse a la
mesa, llena de zozobra. Al observar el Rey cómo le latía el corazón, le
dijo:
- Hija mía, ¿de qué tienes miedo? ¿Acaso hay a la puerta algún
gigante que quiere llevarte?
- No -respondió ella-, no es un gigante, sino una rana asquerosa.
- Y ¿qué quiere de ti esa rana?
- ¡Ay, padre querido! Ayer estaba en el bosque jugando junto a la
fuente, y se me cayó al agua la pelota de oro. Y mientras yo lloraba, la
rana me la trajo. Yo le prometí, pues me lo exigió, que sería mi
compañera; pero jamás pensé que pudiese alejarse de su charca. Ahora
está ahí afuera y quiere entrar.
Entretanto, llamaron por segunda vez y se oyó una voz que decía:

¡Princesita, la más niña, ábreme!


¿No sabes lo que ayer me dijiste junto a la fresca fuente?
¡Princesita, la más niña, ábreme!

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Dijo entonces el Rey:


- Lo que prometiste debes cumplirlo. Ve y ábrele la puerta.
La niña fue a abrir, y la rana saltó dentro y la siguió hasta su silla.
Al sentarse la princesa, la rana se plantó ante sus pies y le gritó:
- ¡Súbeme a tu silla!
La princesita vacilaba, pero el Rey le ordenó que lo hiciese. De la
silla, el animalito quiso pasar a la mesa, y, ya acomodado en ella, dijo:
- Ahora acércame tu platito de oro para que podamos comer
juntas.
La niña la complació, pero veíase a las claras que obedecía a
regañadientes. La rana engullía muy a gusto, mientras a la princesa se le
atragantaban todos los bocados. Finalmente, dijo la bestezuela:
- ¡Ay! Estoy ahíta y me siento cansada; llévame a tu cuartito y
arregla tu camita de seda: dormiremos juntas.
La princesita se echó a llorar; le repugnaba aquel bicho frío, que
ni siquiera se atrevía a tocar; y he aquí que ahora se empeñaba en dormir
en su cama. Pero el Rey, enojado, le dijo:
- No debes despreciar a quien te ayudó cuando te encontrabas
necesitada.
Cogióla, pues, con dos dedos, llevóla arriba y la depositó en un
rincón. Mas cuando ya se había acostado, acercóse la rana a saltitos y
exclamó:
- Estoy cansada y quiero dormir tan bien como tú; conque súbeme
a tu cama, o se lo diré a tu padre.
La princesita acabó la paciencia, cogió a la rana del suelo y, con
toda su fuerza, la arrojó contra la pared:
- ¡Ahora descansarás, asquerosa!
Pero en cuanto la rana cayó al suelo, dejó de ser rana, y
convirtióse en un príncipe, un apuesto príncipe de bellos ojos y dulce
mirada. Y el Rey lo aceptó como compañero y esposo de su hija. Contóle
entonces que una bruja malvada lo había encantado, y que nadie sino ella
podía desencantarlo y sacarlo de la charca; díjole que al día siguiente se
marcharían a su reino. Durmiéronse, y a la mañana, al despertarlos el sol,
llegó una carroza tirada por ocho caballos blancos, adornados con
penachos de blancas plumas de avestruz y cadenas de oro. Detrás iba, de
pie, el criado del joven Rey, el fiel Enrique.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Este leal servidor había sentido tal pena al ver a su señor


transformado en rana, que se mandó colocar tres aros de hierro en tomo
al corazón para evitar que le estallase de dolor y de tristeza.
La carroza debía conducir al joven Rey a su reino. El fiel Enrique
acomodó en ella a la pareja y volvió a montar en el pescante posterior; no
cabía en sí de gozo por la liberación de su señor. Cuando ya habían
recorrido una parte del camino, oyó el príncipe un estallido a su espalda,
como si algo se rompiese. Volviéndose, dijo:

--¡Enrique, que el coche estalla!


- No, no es el coche lo que falla,
es un aro de mi corazón,
que ha estado lleno de aflicción
mientras viviste en la fontana
convertido en rana

Por segunda y tercera vez oyóse aquel chasquido durante el


camino, y siempre creyó el príncipe que la carroza se rompía; pero no
eran sino los aros que saltaban del corazón del fiel Enrique al ver a su
amo redimido y feliz.

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El gigante egoísta - Oscar Wilde

Todas las tardes al salir de la escuela tenían los niños la costumbre


de ir a jugar al jardín del gigante. Era un jardín grande y bello, con suave
hierba verde. Acá y allá sobre la hierba brotaban hermosas flores
semejantes a estrellas, y había doce melocotoneros que en primavera se
cubrían de flores delicadas rosa y perla y en otoño daban sabroso fruto.
Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan melodiosamente que
los niños dejaban de jugar para escucharles.
-¡Qué felices somos aquí! -se gritaban unos a otros.
Un día regresó el gigante. Había ido a visitar a su amigo el ogro de
Cornualles, y se había quedado con él durante siete años. Al cabo de los
siete años había agotado todo lo que tenía que decir, pues su conversación
era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños que
estaban jugando en el jardín.
-¿Qué estáis haciendo aquí? -gritó con voz muy bronca. Y los niños
se escaparon corriendo.
-Mi jardín es mi jardín -dijo el gigante-; cualquiera puede entender
eso, y no permitiré que nadie más que yo juegue en él. Así que lo cercó
con una alta tapia, y puso este letrero:

PROHIBIDA LA ENTRADA BAJO PENA DE LEY

Era un gigante muy egoísta. Los pobres niños no tenían ya dónde


jugar. Intentaron jugar en la carretera, pero la carretera estaba muy
polvorienta y llena de duros guijarros, y no les gustaba. Solían dar vueltas
alrededor del alto muro cuando terminaban las clases y hablaban del bello
jardín que había al otro lado.
-¡Qué felices éramos allí! -se decían.
Luego llegó la primavera y todo el campo se llenó de florecillas y de
pajarillos. Sólo en el jardín del gigante egoísta seguía siendo invierno. A
los pájaros no les interesaba cantar en él, ya que no había niños, y los
árboles se olvidaban de florecer. En una ocasión una hermosa flor levantó
la cabeza por encima de la hierba, pero cuando vio el letrero sintió tanta
pena por los niños que se volvió a deslizar en la tierra y se echó a dormir.
Los únicos que se alegraron fueron la nieve y la escarcha.
-La primavera se ha olvidado de este jardín -exclamaron-, así que
viviremos aquí todo el año.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

La nieve cubrió la hierba con su gran manto blanco, y la escarcha


pintó todos los árboles de plata. Luego invitaron al viento del Norte a vivir
con ellas, y acudió. Iba envuelto en pieles, y bramaba todo el día por el
jardín, y soplaba sobre las chimeneas hasta que las tiraba.
-Este es un lugar delicioso -dijo-. Tenemos que pedir al granizo que
nos haga una visita.
Y llegó el granizo. Todos los días, durante tres horas, repiqueteaba
sobre el tejado del castillo hasta que rompió casi toda la pizarra, y luego
corría dando vueltas y más vueltas por el jardín tan deprisa como podía.
Iba vestido de gris, y su aliento era como el hielo.
-No puedo comprender por qué la primavera se retrasa tanto en
llegar -decía el gigante egoísta cuando sentado a la ventana contemplaba
su frío jardín blanco-. Espero que cambie el tiempo. Pero la primavera no
llegaba nunca, ni el verano. El otoño dio frutos dorados a todos los
jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno.
-Es demasiado egoísta -decía. Así es que siempre era invierno allí, y
el viento del Norte y el granizo y la escarcha y la nieve danzaban entre los
árboles.
Una mañana, cuando estaba el gigante en su lecho, despierto, oyó
una hermosa música. Sonaba tan melodiosa a su oído que pensó que
debían de ser los músicos del rey que pasaban. En realidad era sólo un
pequeño pardillo que cantaba delante de su ventana, pero hacía tanto
tiempo que no oía cantar a un pájaro en su jardín que le pareció la música
más bella del mundo. Entonces el granizo dejó de danzar sobre su cabeza,
y el viento del Norte dejó de bramar, y llegó hasta él un perfume delicioso
a través de la ventana abierta.
-Creo que la primavera ha llegado por fin -dijo el gigante.
Y saltó del lecho y se asomó. ¿Y qué es lo que vio? Vio un
espectáculo maravilloso. Por una brecha de la tapia, los niños habían
entrado arrastrándose, y estaban sentados en las ramas de los árboles. En
cada árbol de los que podía ver había un niño pequeño. Y los árboles
estaban tan contentos de tener otra vez a los niños, que se habían cubierto
de flores y mecían las ramas suavemente sobre las cabezas infantiles. Los
pájaros revoloteaban y gorjeaban de gozo, y las flores se asomaban entre la
hierba verde y reían.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Era una bella escena. Sólo en un rincón seguía siendo invierno. Era
el rincón más apartado del jardín, y había en él un niño pequeño; era tan
pequeño, que no podía llegar a las ramas del árbol, y daba vueltas a su
alrededor, llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía
enteramente cubierto de escarcha y de nieve, y el viento del Norte soplaba
y bramaba sobre su copa.
-Trepa, niño -decía el árbol-, e inclinaba las ramas lo más que podía.
Pero el niño era demasiado pequeño.
Y el corazón del gigante se enterneció mientras miraba.
-¡Qué egoísta he sido! -se dijo-; ahora sé por qué la primavera no
quería venir aquí. Subiré a ese pobre niño a la copa del árbol y luego
derribaré la tapia, y mi jardín será el campo de recreo de los niños para
siempre jamás.
Realmente sentía mucho lo que había hecho. Así que bajó
cautelosamente las escaleras y abrió la puerta principal muy suavemente y
salió al jardín. Pero cuando los niños le vieron se asustaron tanto que se
escaparon todos corriendo, y en el jardín volvió a ser invierno. Sólo el niño
pequeño no corrió, pues tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio
llegar al gigante. Y el gigante se acercó a él silenciosamente por detrás y le
cogió con suavidad en su mano y le subió al árbol. Y al punto el árbol
rompió en flor, y vinieron los pájaros a cantar en él; y el niño extendió sus
dos brazos y rodeó con ellos el cuello del gigante, y le besó. Y cuando
vieron los otros niños que el gigante ya no era malvado, volvieron
corriendo, y con ellos llegó la primavera.
-El jardín es vuestro ahora, niños -dijo el gigante.
Y tomó un hacha grande y derribó la tapia. Y cuando iba la gente al
mercado a las doce encontró al gigante jugando con los niños en el más
bello jardín que habían visto en su vida.
Jugaron todo el día, y al atardecer fueron a decir adiós al gigante.
-Pero ¿dónde está vuestro pequeño compañero -preguntó él-, el niño
que subí al árbol?
Era al que más quería el gigante, porque le había besado.
-No sabemos -respondieron los niños-; se ha ido.
-Tenéis que decirle que no deje de venir mañana -dijo el gigante.
Pero los niños replicaron que no sabían dónde vivía, y que era la
primera vez que le veían; y el gigante se puso muy triste.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Todas las tardes, cuando terminaban las clases, los niños iban a jugar
con el gigante. Pero al pequeño a quien él amaba no se le volvió a ver. El
gigante era muy cariñoso con todos los niños; sin embargo, echaba en falta
a su primer amiguito, y a menudo hablaba de él.
-¡Cómo me gustaría verle! -solía decir.
Pasaron los años, y el gigante se volvió muy viejo y muy débil. Ya
no podía jugar, así que se sentaba en un enorme sillón y miraba jugar a los
niños, y admiraba su jardín.
-Tengo muchas bellas flores -decía-, pero los niños son las flores
más hermosas.
Una mañana de invierno miró por la ventana mientras se vestía. Ya
no odiaba el invierno, pues sabía que era tan sólo la primavera dormida, y
que las flores estaban descansando. De pronto, se frotó los ojos, como si
no pudiera creer lo que veía, y miró, y miró. Ciertamente era un
espectáculo maravilloso. En el rincón más lejano del jardín había un árbol
completamente cubierto de flores blancas; sus ramas eran todas de oro, y
de ellas colgaba fruta de plata, y al pie estaba el niño al que el gigante
había amado.
Bajó corriendo las escaleras el gigante con gran alegría, y salió al
jardín. Atravesó presurosamente la hierba y se acercó al niño. Y cuando
estuvo muy cerca su rostro enrojeció de ira, y dijo:
-¿Quién se ha atrevido a herirte?
Pues en las palmas de las manos del niño había señales de dos
clavos, y las señales de dos clavos estaban asimismo en sus piececitos.
-¿Quién se ha atrevido a herirte? -gritó el gigante-; dímelo y cogeré
mi gran espada para matarle.
-¡No! -respondió el niño-; estas son las heridas del amor.
-¿Quién eres tú? -dijo el gigante, y le embargó un extraño temor, y se
puso de rodillas ante el niño.
Y el niño sonrió al gigante y le dijo:
-Tú me dejaste una vez jugar en tu jardín; hoy vendrás conmigo a mi
jardín, que es el paraíso.
Y cuando llegaron corriendo los niños aquella tarde, encontraron al
gigante que yacía muerto bajo el árbol, completamente cubierto de flores
blancas.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Accidente - Emilia Pardo Bazán

Bajo el sol —que ya empieza a hacer de las suyas, porque


estamos en Junio—, los tres operarios trabajan, sin volver la cara a la
derecha ni a la izquierda. Con movimiento isócrono, exhalando a cada
piquetazo el mismo ¡a–hum! de esfuerzo y de ansia, van arrancando
pellones de tierra de la trinchera, tierra densa, compacta, rojiza, que
forma en torno de ellos montones movedizos, en los cuales se sepultan
sus desnudos pies. Porque todos tres están descalzos, lo mismo las
mujeres que el rapaz desmedrado y consumido, que representa once años
a lo sumo, aunque ha cumplido trece. La boina, una vieja de su padre, se
le cala hasta las sienes, y aumenta sus trazas de mezquindad, lo ruin de su
aspecto. Es el primer día que trabaja a jornal, y está algo engreído,
porque un real diario parece poca cosa, pero al cabo de la semana son
¡seis reales!, y la madre le ha dicho que los espera, que le hacen mucha
falta. Hablando, hablando, a la hora del desayuno se lo ha contado a las
compañeras, una mujer ya anciana, aguardentosa de voz, seca de
calcañares, amarimachada, que fuma tagarnina, y una mozallona dura de
carnes, tuerta del derecho, con magnífico pelo rubio todo empolvado y
salpicado de motas de tierra, a causa de la labor.
—Somos nueve hermanos pequeños —ha dicho el jornalerillo—
y por lo de ahora, ninguno, no siendo yo, lo puede ganar. Ya el zapatero
de la Ramela me tomaba de aprendís; solamente que, ¡ay carambo!, me
quería tener tres años lo menos sin me dar una perra... Aquí desde luego
se gana.
—En casa éramos doce —corrobora la tuerta, con tono de
indefinible vanidad—, y mi madre baldada, y yo cuidando de la patulea,
porque fui la más grande. ¡Me hicieron pasar mucho! Peleaba con ellos
desde l’amanecere. A fe, más quiero arrancar terrones. Había un chiquillo
de siete años que era el pecado. Me metió un palo de punta por este ojo y
me lo echó fuera...
Y la vieja, entre dos chupadas, declaró sentenciosamente:
—El que con chiquillos se acuesta... Yo, ende viendo uno (que
sea ajeno, que sea mi nieto), le levanto la ropa y le pego un buen azote...
No era verdad; el vecindario de aquel pobre barrio extramuros
sabía que la bruja de la voz carrascuda, aun cuando tuviese el cuerpo
muy lastrado de líquido, no se metía en realidad con nadie; pero andaba
siempre alabándose de abofetear al uno y destripar al otro.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Y la tuerta, con expresión de malicia, guiñó su ojo viudo,


sonriendo al escuchimizado rapaz. Desde que sonó la hora cesaron las
confidencias. La aciturnidad del trabajo monótono pesaba sobre los
espíritus, adormilándolos, como si el aire que sus pulmones absorbían
afanosamente en el trajín les barriese las ideas del seso. Su faena
mecánica los atontaba, quitándoles del pensamiento cuanto no fuese la
repetición incesante, espaciada por la acción del alzar y bajar la piqueta,
del golpe que había de socavar aquella trinchera formidable,
desmontando tierra y más tierra, que llevaban los carros ni sabían los
jornaleros adónde. ¿Qué les importaba, además? El rapaz, Reimundo,
trabajaba, lo mismo que las dos mujeres, por cuenta de un contratista,
hombre agenciador, que hacía el negocio de proporcionar gente a los que
tenían obras en planta, cobrando los jornales a peseta y abonándolos a
real. ¡Vaya! Para eso, con él, seguros estaban de tener choyo todo el año.
No sospechaban, y si lo sospechasen no les importaría, que aquella tierra
se destinaba a rellenar un parque en una quinta próxima. Nutrirían con
sus jugos, en vez de ortigas y cardos, las plumeadas araucarias, las
palmeras elegantes, las fragantes magnolias, las camelias indiferentes a
todo en su charolado orgullo. La trinchera, abierta por la construcción del
nuevo camino que a la estación conduce, es alta y muestra las zonas de
color de las capas del terreno. El trabajo de excavación ha abierto en ella
una cava, que ya ofrece sombra cuando el calor arrecia, en aquella
hondonada que limitan dos taludes y que no refresca el abanicar del aire
de la ría. Y los jornaleros truecan chanzas cuando se enteran de que ya
les cobija el desmonte. Luego, a darle a la piqueta, a darle duro. ¡A–hum!
El rapaz se siente desfallecer de cansancio. Es fuerte el trabajo así, el
primer día, sobre todo el primer día. Los brazos parece que se los han
apaleado, de tanto como le van doliendo. Las compañeras se ríen.
—¡Mocoso! ¿Pensaste que era como jugar a la billarda?
El amor propio, el pundonor le reaniman. Alza la piqueta con más
ánimos. Se acuerda del contratista, de la ojeada de desprecio con que le
dijo al concederle jornal:
—Te tomo... no sé por qué; no vas a valer; estás esmirriado; eres
un papulito que siquiera puedes con la herramienta...
¿Esmirriado? Ahora se vería si las otras, las femias, hacían más...
La tuerta notó el arrechucho del novato, y le dijo maternal, bondadosota:

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

—No te mates, hombre, que igual ha ser. El negocio no está en


dar tanto piquetaso, sino en arrincar de cada golpe buena pella.
Y señalaba al hacinamiento a su lado, donde cada fragmento de
terrón era doble de los que hacía caer Reimundo. Él suspiró sin
responder, volviendo a la carga. Un automóvil pasó, haciendo retemblar
la tierra. No vieron sino la rotación deslumbrante de sus ruedas amarillas.
Flotó en el aire un tufo de bencina, exasperado por el calor. Aún no se
había disipado, cuando asomó por la carretera un cura de aldea, caballero
en un borrico. Tan despacio avanzaba, que el jinete tuvo tiempo de
observar sobre las cabezas de los tres jornaleros algo que le llamó la
atención. Era una enorme masa de tierra, suspendida, por decirlo así, en
el aire. La cueva, ahondada por la continua mordedura afanosa de las
piquetas, no tenía ya más cubierta que aquella saliente costra, conmovida
sin tregua, de desplome fatal, inevitable. Y en la imaginación del párroco
se precisó la catástrofe, enlazada al recuerdo de una frase leída por la
mañana, entre sorbo y sorbo de chocolate, en el diario integrista:
«Socavan y socavan la sociedad, y se les vendrá encima cuando menos lo
piensen». Refrenó a su rucio, cerró el paraguas de alpaca obscura, y sin
apearse arrimose al socavón, gritando:----
—¡Eh! ¡Vosotros! Que se vos viene encima esa tierra. ¿Estades
ciegos?
La alcoholizada le contestó pintoresca reata de injurias sobre el
tema de la profesión. La moza tuerta sólo refunfuñó:
—¡Nos deje en paz! Vusté no nos hace el trabajo.
Reimundo, por su parte, ni se volvió. Enfaenado, cayéndole una
gota de cada pelo, sin aire ya para sus chicos pulmones, se puede creer
que ni oiría. El zumbido de la piqueta, su retumbo mate contra la pared
borrosa, era lo único que vagamente percibía, envuelto en el jadear de su
anhelante pecho. ¡Cuándo serían las doce, señaladas por el paso del tren,
para dejarse caer al suelo de golpe y mascar, ya medio dormido de
cansancio, el corrusco de pan de maíz! El cura, no obstante, seguía
vociferando caritativos insultos:
—¡Bárbaros! ¡Brutanes! ¡Ni media hora tarda eso en venirse!
Y como la vieja se lanzase fuera del excave para replicar furiosa,
se oyó un estrépito sordo, apagado; se alzó una nube de polvo rojo, y en
seguida un silencio siniestro, interrumpido por el rodar de los últimos
terrones que caían de lo alto.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

De pronto, un escarabajeo, un pataleo, un trajín de fiera soterrada


y que violenta las paredes de su entierro. Era la moza rubia, que,
vigorosamente, perneaba, cabeceaba para salir de entre la masa de tierra
de la impensada sepultura. Acudieron el párroco y la bruja; la ayudaron;
se la vio sacar primero la rodilla, después una pierna, al fin el tronco, y la
faz lívida, con la respiración cortada; el único ojo, loco de espanto. Nadie
pensó sino en ella. El rapaz no resollaba; al principio, le olvidaron.
Cuando se empezó a apalear la tierra, porque acudieron vecinos de las
casucas y tabernas desparramadas por el camino real, costó trabajo
descubrirle; lo más fuerte del desplome había recaído sobre su pecho.
Tenía los ojos inyectados de sangre, la boca y las orejas tapiadas con
barro bermejo. Los pies parecían incrustados en la tierra, otra vez
compacta.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Las gafas - Juan Valera

Como se acercaba el día de San Isidro, multitud de gente rústica


había acudido a Madrid desde las pequeñas poblaciones y aldeas de
ambas Castillas, y aun de provincias lejanas.
Llenos de curiosidad circulaban los forasteros por calles y plazas
e invadían las tiendas y los almacenes para enterarse de todo,
contemplarlo y admirarlo.
Uno de estos rústicos entró por acaso en la tienda de un óptico en
el punto de hallarse allí una señora anciana que quería comprar unas
gafas. Tenía muchas docenas extendidas sobre el mostrador; se las iba
poniendo sucesivamente, miraba luego en un periódico, y decía:
Con éstas no leo.
Siete u ocho veces repitió la operación, hasta que al cabo, después
de ponerse otras gafas, miró en el periódico, y dijo muy contenta.
Con éstas leo perfectamente.
Luego las pagó y se las llevó.
Al ver el rústico lo que había hecho la señora quiso imitarla, y
empezó a ponerse gafas y a mirar en el mismo periódico; pero siempre
decía:
-Con éstas no leo.
Así se pasó más de media hora, el rústico ensayó tres o cuatro
docenas de gafas, y como no lograba leer con ninguna, las desechaba
todas, repitiendo siempre:
-No leo con éstas.
El tendero entonces le dijo:
-¿Pero usted sabe leer?
-Pues si yo supiera leer, ¿para qué había de mercar las gafas?

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Greguerías - Ramón Gómez de la Serna

ƒ ¡Y pensar que todos los de la guía telefónica un día no estarán ni


en la guía telefónica!
ƒ ¿Y si las hormigas fuesen ya los marcianos establecidos en la
tierra?
ƒ Al calvo le sirve el peine para hacerse cosquillas paralelas.
ƒ Carterista: caballero de la mano en el pecho… de otro.
ƒ Cuando anuncian por el altavoz que se ha perdido un niño,
siempre pienso que ese niño soy yo.
ƒ Después de comer alcachofas el agua tiene un sabor azul.
ƒ El agua se suelta el pelo en las cascadas.
ƒ El apuntador es el eco antes que la palabra.
ƒ El arcoiris es la cinta que se pone la naturaleza después de
haberse lavado la cabeza.
ƒ El beso es hambre de inmortalidad
ƒ El camello lleva a cuestas el horizonte y su montañita.
ƒ El cometa es una estrella a la que se le ha deshecho el moño.
ƒ El gong es un platillo viudo.
ƒ El león tiene en la punta de la cola la brocha de afeitar.
ƒ El murciélago vuela con la capa puesta
ƒ El musgo es el peluquín de las piedras.
ƒ El niño grita: "¡No vale!"... "¡Dos contra uno!", y no sabe que
toda la vida es eso: dos contra uno.
ƒ El niño intenta extraerse las ideas por la nariz
ƒ El otro lado del río siempre estará triste de no estar de este lado.
Esa pena es de lo más insubsanable del mundo y no se arregla ni
con un puente.
ƒ El primer sonajero y el hisopo final se parecen demasiado.
ƒ El sostén es el antifaz de los senos.
ƒ El tapón del champán es como una bala fracasada.
ƒ El trueno es un baúl que cae por las escaleras del cielo.
ƒ El violín colgado parece un pollo asado.
ƒ En el papel de lija está el mapa del desierto.
ƒ En la noche helada cicatrizan todos los charcos.
ƒ En los hilos del telégrafo quedan, cuando llueve, unas lágrimas
que ponen tristes los telegramas.
ƒ Entre los carriles de la vía del tren crecen las flores suicidas.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

ƒ Es conmovedor en las óperas ver que cuando lloriquea la que


canta todo el coro la consuela.
ƒ Hay tanta gente alrededor de la jaula de los monos que parece que
dan conferencias.
ƒ Hay un momento en que el astrónomo, debajo del gran
telescopio, se convierte en microbio del microscopio de la luna
que se asoma a observarle.
ƒ La ametralladora suena a máquina de escribir de la muerte.
ƒ La B es una P embarazada.
ƒ La F es el grifo del abecedario.
ƒ La felicidad consiste en ser un desgraciado que se sienta feliz.
ƒ La morcilla es un chorizo lúgubre.
ƒ La P es una señora pechugona.
ƒ La sandalia es el bozal de los pies.
ƒ La W es la M haciendo la plancha.
ƒ La X es la silla de tijera del alfabeto.
ƒ Las croquetas debían tener hueso, para que pudiésemos llevar la
cuenta de las que comemos.
ƒ Las estrellas telegrafían temblores.
ƒ Las flores que no huelen son flores mudas.
ƒ Las gallinas son tartamudas.
ƒ Las gaviotas nacieron de los pañuelos que dicen ¡adiós! en los
puertos.
ƒ Lo más difícil de digerir en un banquete es la pata de la mesa que
nos ha tocado en suerte.
ƒ Lo más maravilloso de la espiga es lo bien hecha que tiene la
trenza.
ƒ Lo que más denigra al perro –y él lo sabe– es el rascarse la
cabeza con la pata de atrás
ƒ Lo único que comen las puertas son esas nueces que las damos a
partir.
ƒ Lo único que está mal en la muerte es que nuestro esqueleto
podrá confundirse con otro.
ƒ Los haikai son telegramas poéticos.
ƒ -Los ríos no saben su nombre.
ƒ Los tornillos son clavos peinados con la raya al medio.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

ƒ No hay nada que enfríe más las manos que el saber que nos
hemos olvidado los guantes.
ƒ Pensamiento consolador: el gusano también morirá.
ƒ Si te conoces demasiado a ti mismo, dejarás de saludarte.
ƒ Tocar la trompeta es como beber música empinando el codo.
ƒ Tráigame una botella de agua con agujeritos
¡Ah! –dijo el mozo –. Ya sé… De esa agua con calambre que
sabe a pie dormido.
ƒ Un político con cara de foca es un político ideal.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Sancha - Vicente Blasco Ibáñez

El bosque parecía alejarse hacia el mar, dejando entre sí y la


Albufera una extensa llanura baja, cubierta de vegetación bravía, rasgada
a trechos por la tersa lámina de pequeñas lagunas.
Era el llano de Sancha. Un rebaño de cabras, guardado por un
muchacho, pastaba entre las malezas, y a su vista surgió en la memoria
de los hijos de la Albufera la tradición que daba su . nombre al llano.
Un pastorcillo como el que ahora caminaba por la orilla,
apacentaba sus cabras en otros tiempos en el mismo llano. Pero esto era
muchos años antes, muchos... tantos, que ninguno de los viejos que aún
vivían en la Albufera conoció al pastor; ni el mismo tío Paloma.
El muchacho vivía como un salvaje en la soledad, y los barqueros
que pescaban en el lago le oían gritar desde muy lejos en las mañanas de
calma:
-¡Sancha, Sancha! Sancha era una serpiente pequeña, la única
amiga que le acompañaba. El mal bicho acudía a los gritos, y el pastor,
ordeñando sus mejores cabras, le ofrecía un cuenco de leche. Después, en
las horas de sol, el muchacho se fabricaba un caramillo cortando cañas en
los carrizales y soplaba dulcemente, teniendo a sus pies al reptil que
enderezaba parte de su cuerpo y lo contraía como si quisiera danzar al
compás de los suaves silbidos. Otras veces el pastor se entretenía
deshaciendo los anillos de Sancha, extendiéndola en línea recta sobre la
arena, regocijándose al ver con qué nerviosos impulsos volvía a
enroscarse. Cuando, cansado de estos juegos llevaba el rebaño al otro
extremo de la gran llanura, seguíale la serpiente como un gozquecillo
enroscándose a sus piernas le llegaba hasta el cuello, permaneciendo allí
como caída o muerta, y con sus ojos de diamante fijos en los del pastor,
erizándole el vello de su cara con el silbido de su boca triangular.
Las gentes de la Albufera lo tenían por brujo y mas de una mujer
de las que tomaban leña en la Dehesa, al verle llegar con la Sancha en el
cuello, hacían la señal de la cruz como si se presentase el demonio. Así
comprendían todos, cómo el podía dormir en la selva sin miedo a los
grandes reptiles que pululaban en la maleza. Sancha, que debía ser el
diablo, le guardaba de todo peligro.
La serpiente crecía y el pastor era ya todo un hombre cuando los
habitantes de la Albufera no lo vieron más. Se supo que era soldado y
que se hallaba peleando en las guerras de Italia.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Ningún otro rebaño volvió a pastar en la salvaje llanura. Los


pescadores, al bajar a tierra, no gustaban de aventurarse en los altos
juncales que cubrían las pestíferas lagunas. Sancha, falta de la leche con
que la regalaba el pastor, debía perseguir los innumerables conejos de la
dehesa.
Transcurrieron ocho o diez años y un día los habitantes de Saler,
vieron llegar, por el camino de Valencia, apoyado en un palo y con la
mochila a la espalda, a un soldado, un granadero enjuto y cetrino, con las
negras polainas hasta encima de la rodilla. Sus grandes bigotes no le
impidieron ser reconocido. Era el pastor que regresaba. Llegó a la llanura
pantanosa donde en otros tiempos guardaba sus reses. Nadie. Las
libélulas movían sus alas sobre altos juncos con suave zumbido y en los
charcos ocultos bajo los matorrales chapoteaban los sapos asustados por
la proximidad del soldado.
-jSancha, Sancha!- llamó suavemente el antiguo pastor. Y cuando
hubo repetido su llamamiento muchas veces, vio que las altas hierbas se
agitaban y oyó un estrépito de cañas tronchadas como si se arrastrase un
cuerpo pesado. Entre juncos brillaron dos ojos a la altura de los suyos y
avanzó una cabeza achatada moviendo la lengua de horquilla, con un
bufido tétrico que parecía helarle la sangre. Era Sancha, pero enorme,
soberbia, levantándose a la altura de un hombre, arrastrando su cola entre
la maleza hasta perderse de vista, con la piel multicolor y el cuerpo
grueso como el tronco de un pino.
-¡Sancha!- gritó el soldado retrocediendo a impulsos del miedo. -
¡Cómo has crecido! ¡Qué grande eres!.
E intentó huir. Pero la antigua amiga, pasado el primer asombro
pareció reconocerle y se enroscó en torno de sus hombros, estrechándole
con un anillo de su piel rugosa sacudida por nerviosos estremecimientos.
El soldado forcejeó.
-¡Suelta, Sancha, suelta! No me abraces. Eres demasiado grande
para estos juegos.
Otro anillo oprimió sus brazos agarrotándolos. La boca del como
en otros tiempos; la boca del reptil le acariciaba como en otros tiempos;
su aliento le agitaba el bigote causándole un escalofrío angustioso, y
mientras tanto los anillos se contraían, se estrechaban hasta que el
soldado, asfixiado, crujiéndole los huesos, cayó al suelo envuelto en el
rollo de pintados colores de los anillos.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

A los pocos días unos pescadores encontraron su cadáver; una


masa informe con los huesos quebrantados y la carne amoratada por el
irresistible apretón de Sancha. Así murió el pastor, víctima de un abrazo
de su antigua amiga.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Vuelva usted mañana - Mariano José de Larra

Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a


la pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores
estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no
entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de la
historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que
pican en historia, y que la historia de los pecados sería un tanto cuanto
divertida. Convengamos solamente en que esta institución ha cerrado y
cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.
Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días,
cuando se presentó en mi casa un extranjero de éstos que, en buena o en
mala parte, han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada e
hiperbólica, de éstos que, o creen que los hombres aquí son todavía los
espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos,
o que son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer
caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva tan intacto
como nuestra ruina; en el segundo vienen temblando por esos caminos, y
preguntan si son los ladrones que los han de despojar los individuos de
algún cuerpo de guardia establecido precisamente para defenderlos de los
azares de un camino, comunes a todos los países.
Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a
primera ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen
atrevidos, lo compararíamos de buena gana a esos juegos de manos
sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio, que
estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar
asombrado de su poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por
buscarles causas extrañas. Muchas veces la falta de una causa
determinante en las cosas nos hace creer que debe de haber las profundas
para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo del
hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son
incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar que el
ignorarlas puede depender de su torpeza. Esto no obstante, como quiera
que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta ignorancia de los
verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar
que los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Un extranjero de éstos fue el que se presentó en mi casa, provisto


de competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos
intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos
concebidos en Paris de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual
especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria
le conducían. Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros
vecinos, me aseguró formalmente que pensaba permanecer aquí muy
poco tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro en que
invertir su capital. Parecióme el extranjero digno de alguna
consideración, trabé presto amistad con él, y lleno de lástima traté de
persuadirle a que se volviese a su casa cuanto antes, siempre que
seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse. Admiróle la
proposición, y fue preciso explicarme más claro.
-Mirad- le dije-, monsieur Sans-délai, que así se llamaba; vos
venís decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros
asuntos.
-Ciertamente- me contestó-. Quince días, y es mucho. Mañana por
la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la
tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé
quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las presento
fundadas en los datos que aquél me dé, legalizadas en debida forma; y
como será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en este caso
haré valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo
mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis
caudales, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones. Serán
buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son cinco días; en
el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el
noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene
estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los
quince cinco días.
Al llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una
carcajada que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi
educación logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no fue bastante a
impedir que se asomase a mis labios una suave sonrisa de asombro y de
lástima que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

-Permitidme, monsieur Sans-délai- le dije entre socarrón y


formal-, permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis
quince meses de estancia en Madrid.
-¿Cómo?
-Dentro de quince meses estáis aquí todavía.
-¿Os burláis?
-No por cierto.
-¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es
graciosa!
-Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.
-Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han
adquirido la costumbre de hablar mal [siempre] de su país por hacerse
superiores a sus compatriotas.
-Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis
podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación
necesitáis.
-¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.
-Todos os comunicarán su inercia.
Conocí que no estaba el señor de Sans-Délai muy dispuesto a
dejarse convencer sino por la experiencia, y callé por entonces, bien
seguro de que no tardarían mucho los hechos en hablar por mí. Amaneció
el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista, lo cual
sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en
conocido: encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra
precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo;
instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos
una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos.
Pasaron tres días: fuimos.
-Vuelva usted mañana- nos respondió la criada-, porque el señor
no se ha levantado todavía.
-Vuelva usted mañana- nos dijo al siguiente día-, porque el amo
acaba de salir.
-Vuelva usted mañana- nos respondió el otro-, porque el amo está
durmiendo la siesta.
-Vuelva usted mañana- nos respondió el lunes siguiente-, porque
hoy ha ido a los toros.
-¿Qué día, a qué hora se ve a un español?

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Vímosle por fin, y "Vuelva usted mañana -nos dijo-, porque se me


ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio".
A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una
noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz, y la noticia no
servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado ya
de dar jamás con sus abuelos.
Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las
reclamaciones. Para las proposiciones que acerca de varios
establecimientos y empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso
buscar un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo
pasar el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes.
Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con la
mayor urgencia; sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para
trabajar. El escribiente hizo después otro tanto con las copias, sobre
llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay en
este país.
No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le
había mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su
tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días
para plancharle una camisola; y el sombrerero a quien le había enviado
su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin
salir de casa. Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni
avisaban cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad
y qué exactitud!
-¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai?- le dije al
llegar a estas pruebas.
-Me parece que son hombres singulares...
-Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la
boca.
Presentóse con todo, yendo y viniendo días, una proposición de
mejoras para un ramo que no citaré, quedando recomendada
eficacísimamente.
A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión.
-Vuelva usted mañana- nos dijo el portero-. El oficial de la mesa
no ha venido hoy.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

-Grande causa le habrá detenido- dije yo entre mí. Fuímonos a dar


un paseo, y nos encontramos, ¡qué casualidad!, al oficial de la mesa en el
Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al hermoso sol de
los inviernos claros de Madrid.
Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero: -Vuelva usted
mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia hoy.
-Grandes negocios habrán cargado sobre él- dije yo.
Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de
echar una ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba
echando un cigarrito al brasero, y con una charada del Correo entre
manos que le debía costar trabajo el acertar.
-Es imposible verle hoy- le dije a mi compañero- su señoría está
en efecto ocupadísimo.
Diónos audiencia el miércoles inmediato, y ¡qué fatalidad! el
expediente había pasado a informe, por desgracia, a la única persona
enemiga indispensable de monsieur y de su plan, porque era quien debía
salir en él perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe, y vino
tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos
podido encontrar empeño para una persona muy amiga del informante.
Esta persona tenía unos ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna le
hubieran convencido en sus ratos perdidos de la justicia de nuestra causa.
Vuelto de informe se cayó en la cuenta en la sección de nuestra
bendita oficina de que el tal expediente no correspondía a aquel ramo; era
preciso rectificar este pequeño error; pasóse al ramo, establecimiento y
mesa correspondiente, y hétenos, caminando después de tres meses a la
cola siempre de nuestro expediente, como hurón que busca el conejo, y
sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fue el caso al llegar aquí
que el expediente salió del primer establecimiento y nunca llegó al otro.
-De aquí se remitió con fecha de tantos- decían en uno.
-Aquí no ha llegado nada- decían en otro.
-¡Voto va!- dije yo a monsieur Sans-délai, ¿sabéis que nuestro
expediente se ha quedado en el aire como el alma de Garibay, y que debe
de estar ahora posado como una paloma sobre algún tejado de esta activa
población?
Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa!
¡Qué delirio!

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

-Es indispensable -dijo el oficial con voz campanuda-, que esas


cosas vayan por sus trámites regulares.
Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar,
en llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de servicio.
Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y
estar a la firma o al informe, o a la aprobación, o al despacho, o debajo de
la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita al margen que
decia:
«A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado».
-¡Ah, ah!, monsieur Sans-délai -exclamé riéndome a carcajadas-;
éste es nuestro negocio.
Pero monsieur Sans-délai se daba a todos los diablos. -¿Para esto
he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré
conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: Vuelva usted
mañana, y cuando este dichoso mañana llega en fin, nos dicen
redondamente que no? ¿Y vengo a darles dinero? ¡Y vengo a hacerles
favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para
oponerse a nuestras miras.
-¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir
dos horas una intriga. La pereza es la verdadera intriga; os juro que no
hay otra; ésa es la gran causa oculta; es más fácil negar las cosas que
enterarse de ellas.
Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las
que me dieron para la anterior negativa, aunque sea una pequeña
digresión.
-Ese hombre se va a perder- me decía un personaje muy grave y
muy patriótico.
-Esa no es una razón- le repuse-: si él se arruina, nada, nada se
habrá perdido en concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía
o de su ignorancia.
-¿Cómo ha de salir con su intención?
-Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse, ¿no puede
uno aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa?
-Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera
eso mismo que ese señor extranjero quiere.
-¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?
-Si, pero lo han hecho.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

-Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas.


¿Con que, porque siempre se han hecho las cosas del modo peor posible,
será preciso tener consideraciones con los perpetuadores del mal? Antes
se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al moderno.
-Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos
haciendo.
-Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando
nació.
-En fin, señor Fígaro, es un extranjero.
-Y por qué no lo hacen los naturales del país?
-Con esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre.
-Señor mío- exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia-, está
usted en un error harto general. Usted es como muchos que tienen la
diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo
bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no
saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las
naciones que han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han
encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían más que ellas.
Un extranjero- seguí- que corre a un país que le es desconocido, para
arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital nuevo,
contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio con su
talento y su dinero, si pierde es un héroe; si gana es muy justo que logre
el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas que no podíamos
acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece en este país, no viene a
sacar de él el dinero, como usted supone; necesariamente se establece y
se arraiga en él, y a la vuelta de media docena de años, ni es extranjero ya
ni puede serlo; sus más caros intereses y su familia le ligan al nuevo país
que ha adoptado; toma cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al
pueblo donde ha escogido una compañera; sus hijos son españoles, y sus
nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un capital
suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital
de talento, que vale por lo menos tanto como el del dinero; ha dado de
comer a los pocos o muchos naturales de quien ha tenido necesariamente
que valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha contribuido al aumento de
la población con su nueva familia.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Convencidos de estas importantes verdades, todos los Gobiernos


sabios y prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su grande
hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a
los extranjeros de todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido el
llegar a ser una de las primeras naciones en muchísimo menos tiempo
que el que han tardado otras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros
han debido los Estados Unidos... Pero veo por sus gestos de usted-
concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo- que es muy
difícil convencer al que está persuadido de que no se debe convencer.
¡Por cierto, si usted mandara, podríamos fundar en usted grandes
esperanzas! [La fortuna es que hay hombres que mandan más ilustrados
que usted, que desean el bien de su país, y dicen: «Hágase el milagro, y
hágalo el diablo.» Con el Gobierno que en el día tenemos, no estamos ya
en el caso de sucumbir a los ignorantes o a los malintencionados, y quizá
ahora se logre que las cosas vayan a mejor, aunque despacio, mal que les
pese a los batuecos.]
Concluida esta filípica, fuíme en busca de mi Sans-délai.
-Me marcho, señor Fígaro- me dijo-. En este país no hay tiempo
para hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la capital de más
notable.
-¡Ay! mi amigo- le dije-, idos en paz, y no queráis acabar con
vuestra poca paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se
ven.
-¿Es posible?
-¿Nunca me habéis de creer? Acordaos de los quince días...
Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había
gustado el recuerdo.
-Vuelva usted mañana- nos decían en todas partes-, porque hoy no
se ve.
-Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso
especial.
Era cosa de ver la cara de mi amigo al oír lo del memorialito:
representábasele en la imaginación el informe, y el empeño, y los seis
meses, y... Contentóse con decir:
-Soy extranjero-. ¡Buena recomendación entre los amables
compatriotas míos!

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía


menos. Días y días tardamos en ver [a fuerza de esquelas y de volver,] las
pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de medio año
largo, si es que puede haber un medio año más largo que otro, se
restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra, y
dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero
noticias excelentes de nuestras costumbres diciendo sobre todo que en
seis meses no había podido hacer otra cosa sino volver siempre mañana,
y que a la vuelta de tanto mañana, eternamente futuro, lo mejor, o más
bien lo único que había podido hacer bueno, había sido marcharse.
¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy
escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal de
nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de mañana
con gusto a visitar nuestros hogares?
Dejemos esta cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de
leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como sueles, pereza de volver a
la librería, pereza de sacar tu bolsillo, y pereza de abrir los ojos para ojear
las hojas que tengo que darte todavía, te contaré cómo a mí mismo, que
todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha sucedido muchas
veces, llevado de esta influencia, hija del clima y de otras causas, perder
de pereza más de una conquista amorosa: abandonar más de una
pretensión empezada, y las esperanzas de más de un empleo, que me
hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible;
renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita justa o necesaria, a
relaciones sociales que hubieran podido valerme de mucho en el
transcurso de mi vida; te confesaré que no hay negocio que no pueda
hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las once,
y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la mesa de un café,
hablando o roncando, como buen español, las siete y las ocho horas
seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a
mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito
tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las
doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y
de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de
tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué
y siempre fue de pereza.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Y concluyo por hoy confesándote que ha más de tres meses que


tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo,
que llamé: Vuelva usted mañana; que todas las noches y muchas tardes
he querido durante ese tiempo escribir algo en él, y todas las noches
apagaba mi luz diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en
mis propias resoluciones.- ¡Eh! mañana le escribiré. Da gracias a que
llegó por fin este mañana, que no es del todo malo; pero ¡ay de aquel
mañana que no ha de llegar jamás!

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

La aventura del albañil - Washington Irving

Había en otro tiempo un pobre albañil en Granada, que guardaba


los días de los santos y los festivos -incluyendo a San Lunes-, y el cual, a
pesar de toda su devoción, iba cada vez más pobre y a duras penas
ganaba el pan para su numerosa familia. Una noche despertó de su primer
sueño por un aldabonazo que dieron en su puerta. Abrió, y se encontró
con un clérigo alto, delgado y de rostro cadavérico.
-¡Oye, buen amigo! -le dijo el desconocido-. He observado que
eres un buen cristiano y que se puede confiar en ti. ¿Quieres hacerme un
chapuz esta misma noche?
-Con toda mi alma, reverendo padre, con tal de que se me pague
razonablemente.
-Serás bien pagado; pero tienes que dejar que se te venden los
ojos.
El albañil no se opuso; por lo cual, después de taparle los ojos, lo
llevó el cura por unas estrechas callejuelas y tortuosos callejones, hasta
que se detuvieron en el portal de una casa. El cura, haciendo uso de una
llave, descorrió la áspera cerradura de una enorme puerta. Luego que
entraron, echó los cerrojos y condujo al albañil por un silencioso
corredor, y después por un espacioso salón en el interior del edificio. Allí
le quitó la venda de los ojos y lo pasó a un patio débilmente alumbrado
por una solitaria lámpara. En el centro del mismo había una taza sin agua
de una antigua fuente morisca, bajo la cual le ordenó el cura que formase
una pequeña bóveda, poniendo a su disposición, para este objeto,
ladrillos y mezcla. Trabajó el albañil toda la noche, pero no pudo
concluir la obra. Un poco antes de romper el día el cura le puso una
moneda de oro en la mano y, vendándole de nuevo los ojos, le condujo
otra vez a su casa.
-¿Estás conforme -le dijo- en volver a concluir tu trabajo?
-Con mucho gusto, padre mío, con tal de que se me pague bien.
-Bueno; pues, entonces, mañana a medianoche vendré a buscarte.
Lo hizo así, y se concluyó la obra.
-Ahora -dijo el cura- me vas a ayudar a traer los cuerpos que se
han de enterrar en esta bóveda.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Al oír estas palabras se le erizó el cabello al pobre albañil; siguió


al cura con paso vacilante hasta una apartada habitación de la casa,
esperando ver algún horroroso espectáculo de muerte; pero cobró alientos
al ver tres o cuatro orzas grandes arrimadas a un rincón. Estaban llenas -
al parecer- de dinero, y con gran trabajo consiguieron entre él y el clérigo
sacarlas y ponerlas en su tumba. Entonces se cerró la bóveda, se arregló
el pavimento y cuidose que no quedara la menor huella de haberse
trabajado allí. El albañil fue vendado de nuevo y sacado fuera por un
lugar distinto de aquel por donde había sido introducido anteriormente.
Después de haber caminado mucho tiempo por un confuso laberinto de
callejas y revueltas, se detuvieron. El cura le entregó dos monedas de oro,
diciéndole:
-Espera aquí hasta que oigas las campanas de la Catedral tocar a
maitines; si tratas de quitarte la venda de los ojos antes de tiempo te
ocurrirá una tremenda desgracia.
Y esto diciendo, se marchó. El albañil esperó fielmente,
contentándose con tentar entre sus manos las monedas de oro y con
hacerlas sonar una con otra. En cuanto las campanas de la Catedral
dieron el toque matinal se descubrió los ojos y se encontró en la ribera
del Genil, desde donde se fue a su casa lo más presto que pudo,
pasándolo alegremente con su familia por espacio de medio mes con las
ganancias de las dos noches de trabajo, y volviendo después a quedar tan
pobre como antes.
Continuó trabajando poco y rezando mucho, y guardando los días
de los Santos y festivos de año en año, mientras su familia, flaca,
desharrapada y consumida de miseria, parecía una horda de gitanos.
Hallábase cierta noche sentado en la puerta de su casucho cuando he aquí
que se le acerca un rico viejo avariento, muy conocido por ser propietario
de numerosas fincas y por sus mezquindades como arrendatario. El
acaudalado propietario quedose mirando fijamente a nuestro alarife por
un breve rato y, frunciendo el entrecejo, le dijo:
-Me han asegurado, amigo, que te abruma la pobreza.
-No hay por qué negarlo, señor, pues bien claro se trasluce.
-Creo, entonces, que te convendrá hacerme un chapucillo, y que
me trabajarás barato.
-Más barato, mi amo, que cualquier albañil de Granada.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

-Pues eso es lo que yo deseo; poseo una casucha vieja que se está
cayendo, y que más me cuesta que me renta, pues a cada momento tengo
que repararla, y luego nadie quiere vivirla; por lo cual me propongo
remendarla del modo más económico y lo meramente preciso para que no
se venga abajo.
Llevó, en efecto, al albañil a un caserón viejo y solitario que
parecía iba a derrumbarse. Después de atravesar varios salones y
habitaciones desiertas, entró nuestro albañil en un patio interior, donde
vio una vieja fuente morisca, en cuyo sitio detúvose un momento, pues le
vino a la memoria un como recuerdo vago del mismo.
-Perdone usted, señor. ¿Quién habitó esta casa antiguamente?
-¡Malos diablos se lo lleven! -contestó el propietario-. Un viejo y
miserable clerizonte, que no se cuidaba de nadie más qué de sí mismo. Se
decía que era inmensamente rico, y, no teniendo parientes, se creyó que
dejaría toda su fortuna a la Iglesia. Murió de repente, y los curas y frailes
vinieron en masa a tomar posesión de sus riquezas, pero no encontraron
más que unos cuantos ducados en una bolsa de cuero. Desde su
fallecimiento me ha cabido la suerte más mala del mundo, pues el viejo
continúa habitando mi casa sin pagar renta, y no hay medio de aplicarle
la ley a un difunto. La gente afirma que se oyen todas las noches sonidos
de monedas en el cuarto donde dormía el viejo clérigo, como si estuviera
contando su dinero, y, algunas veces, gemidos y lamentos por el patio.
Sean verdad o mentira estas habladurías, lo cierto es que ha tomado mala
fama mi casa, y que no hay nadie que quiera vivirla.
-Entonces -dijo el albañil resueltamente- déjeme usted vivir en su
casa hasta que se presente algún inquilino mejor, y yo me comprometo a
repararla y a calmar al conturbado espíritu que la inquieta. Soy buen
cristiano y pobre; y no me da miedo del mismo diablo en persona,
aunque se me presentara en la forma de un saco relleno de oro.
La oferta del honrado albañil fue aceptada alegremente; se
trasladó con su familia a la casa y cumplió todos sus compromisos. Poco
a poco la volvió a su antiguo estado, y no se oyó más de noche el sonido
del oro en el cuarto del cura difunto; pero principió a oírse de día en el
bolsillo del albañil vivo. En una palabra: que se enriqueció rápidamente,
con gran admiración de todos sus vecinos, llegando a ser uno de los
hombres más poderosos de Granada; que dio grandes sumas a la Iglesia,
sin duda para tranquilizar su conciencia, y que nunca reveló a su hijo y
heredero el secreto de la bóveda hasta que estuvo en su lecho de muerte.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

La máquina maniática - Ruth Rocha

Había una vez un sabio, el profesor Estefanio. ¿Saben qué es un sabio?


Pues es una persona que sabe muchas cosas. Y las que no sabe, las inventa.
Nuestro sabio, el profesor Estefanio, sabía mil cosas. Y las que no sabía, las
inventaba. Porque Estefanio, además de sabio, era inventor. El profesor
Estefanio tenía un sobrino: Pepito. A Pepito le gustaba visitar el laboratorio
del tío. ¿Saben ustedes qué es un laboratorio? Pues un laboratorio es el
lugar donde el sabio inventa sus inventos. Pepito iba siempre a curiosear al
laboratorio del tío Estefanio. Y era muy amigo de Liborio, el ayudante del
sabio. Un día, cuando Pepito llegó al laboratorio, le abrió la puerta Liborio.
-¡Hola, Pepito! Hoy el profesor está muy ocupado. Está trabajando en
un proyecto muy importante.
-¿Puedo curiosear un poquito, Liborio?
-Sí que puedes. Pero no hagas ruido. No distraigas a tu tío.
El profesor estaba armando una máquina enorme.
-Buen día, tío. ¿Para qué sirve esa máquina?
-Es una máquina HACE-DE-TODO. Pero quédate quietito. El tío está
trabajando.
-Pero, ¿hace-de-todo de verdad?
-De todo. La venderé al gobierno. Cuando esta máquina funcione, nadie
tendrá que trabajar más.
Los hombres del gobierno fueron a ver la máquina. Estefanio la puso en
marcha. ¡Qué maravilla! ¡La máquina hacía de todo: Encendía y apagaba
las luces de la calles, hacía que los ómnibus marcharan de un lado a otro.
Hacía pan y embotellaba leche. Hacía subir y bajar los aviones, controlaba
el agua de las casas y los ascensores de los edificios. Los hombres del
gobierno estaban encantados.
-Será una nueva era para la humanidad. Nadie tendrá necesidad de
volver a trabajar.
Y la máquina comenzó a trabajar y todo el mundo a divertirse. Los cines
estaban siempre llenos. Los parques de diversiones también. Pero la
máquina empezó a volverse exigente. Con su ronca voz de máquina, decía:
-Quiero 20.000 latas de dulce de membrillo.
Más que corriendo iban a buscar las latas de dulce y se las llevaban a la
máquina.
-Quiero 1.000 litros de perfume francés.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Revolvían el país entero para hallar el perfume. Pero la máquina no se


contentaba:
-Quiero un disfraz para el carnaval.
Todo el mundo se sorprendía: -¿Dónde se ha visto una máquina
disfrazada?
-Yo no se nada -decía la máquina-. ¡Si no me traen un disfraz, no
funciono más! Y había que hacer un disfraz, de prisa, para la máquina.
Tantas cosas pedía la máquina que la ciudad vivía trabajando para ella.
Filas de camiones alineábanse frente al laboratorio del sabio, descargando
las cosas que pedía la máquina. Y cuando no la atendían enseguida, se
ponía furiosa y hacía una serie de maldades. Cortaba el agua de las casas,
congestionaba el tránsito, dejaba de hacer pan. Y todos tenían que correr
para atender los caprichos, cada vez más complicados, de la máquina
maniática. El gobierno empezó a preocuparse. El pueblo estaba descontento
porque trabajaba más que antes. El profesor ya no podía controlarla.
Cuando se acercaba, ella le daba una fuerte descarga eléctrica. Fue
convocada una gran reunión de sabios para resolver el problema. Pepito fue
a hablar con su tío:
-Tiíto, ¿sabes lo que habría que hacer?
-Silencio, Pepito, ahora no. Estoy muy ocupado.
Pero no hubo reunión. A la hora indicada, todos los sabios quedaron
encerrados en los ómnibus, los aviones, los trenes. Ninguno llegó a la
reunión. Realmente, la máquina era muy pícara. Llamaron a todos los
políticos. Pero la máquina no envió los telegramas llamando a los políticos,
de modo que nadie respondió. Pepito fue otra vez hablar con su tío:
-Tiíto, ¿me dejas que te diga una cosa?
-Ahora no, Pepito, no puedo perder tiempo.
Y la máquina estaba cada vez más maniática:
-Quiero una peluca rubia con muchos rulos.
Un día, la máquina amaneció cantando:
-"I don't want to stay here. I want to go back to Bahia."
La máquina cantaba en inglés y nadie la entendía. Todos preguntaban:
-¿Qué se le habrá ocurrido ahora a esta máquina maniática?
El profesor Estefanio les explicó:

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

-Ella dice que no quiere quedarse aquí. Quiere irse enseguida a Bahía.
Cuando la gente encendía la radio, sólo salía esta música: -"I don't want
to stay here. I wanto to go back to Bahia." Y si encendían la televisión,
también se escuchaba la misma música. Pepito fue nuevamente a hablar con
su tío.
-Tiíto, yo tengo una idea genial.
-Ahora no, Pepito. Tengo que resolver este caso.
-Pero tiíto, yo sé cómo resolverlo.
El profesor no podía escucharlo pues sólo se oía la música de la
máquina, cada vez más fuerte. Fueron a consultar a las empresas de
transportes para ver si era posible mandar la máquina a Bahía, pero la
máquina era muy grande y nadie podía cargarla. Entonces Pepito se
decidió, sin consultar a nadie. Se metió detrás de la máquina y la
desenchufó.
-¡Ohhhhhhhhh!
Y la máquina paró de cantar. Cuando se hizo silencio, todo el mundo
sintió un gran alivio.
-¡Viva, la máquina maniática paró! ¡Viva!
Y todos salieron a las calles, cantando y bailando de alegría. Al frente
de todos, iban el profesor Estefanio, Liborio y Pepito. Al día siguiente, todo
el mundo volvió a trabajar en paz.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Cuento un cuento - Laura Devetach

Hace muchos años, cuando yo vivía en Reconquista, allá por el


norte de Santa Fe, había llovido muchísimo.
Tanto había llovido que los caminos de tierra parecían flanes,
gelatinas, cintas de sopa negra. Nosotros teníamos que ir a otro pueblo
y, como los colectivos se empantanaban en los flanes, las gelatinas y
las sopas negras, había que viajar en tren. Aquellos trenes comían
paladas de carbón, soltaban un humo negro que hacía bellos dibujos.
Empezaban las ruedas a traquetear sobre las vías:

Chu–cu–chú chu–cuchú chu–cuchú chucuchú cuchichú


chucuchú chucuchú...

Y un silbido largo acompañaba al humo que se desflecaba como


una cabellera
PFUIIiiii PFUiiii...

Primero era bonito, novedoso, vertiginoso. Pero después...


Venían largas paradas misteriosas. El tren se detenía en medio del
campo, como si obedeciera al capricho de algún Dios. Las vacas se
cansaban de mirarnos y el guarda contestaba "¿Quién sabe?" a
cualquier pregunta que se le hiciera.
Después de un montón de tiempo el frío era más frío y
empezaba a faltar el agua y la comida. Y eso que siempre llevábamos
una caja de zapatos con pollo, pan y manzanas. O milanesas y dulce de
membrillo. Pero había que convidar y éramos muchas personas.
Los grandes comentaban sobre el estado de los caminos, la
creciente del Paraná y si habría o no cosecha de algodón. Después
rezongaban, qué barbaridad, el gobierno.Después se iban quedando
callados. Y a mí empezaba a darme sueño, tristeza y una rabia...
De pronto el tren caminaba de nuevo. La gente se miraba
sonriendo, acomodándose, menos mal. Y yo escuchaba el lenguaje de
las ruedas. A veces decían:

Che–qué–chica che–qué–chica chequechica chequechica


chequechi...

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Otras veces decían:

Cinco pesos poca plata cinco pesos poca plata cincopesos


pocaplata cincopesos pocapla...

Pero un día espantoso y embarradísimo las ruedas no dijeron


nada a pesar de ir rodando, la lluvia entraba por las ventanillas y yo
pensaba que nunca más iba a salir el sol.
Entonces, una viejita de pañoleta que venía con una canasta me
dijo, como leyéndome el pensamiento:
—¿Sabes lo que dice el tren hoy? Dice:

Tres–pre–gun–tas tres–pre–gun–tas tres–pre–gun–tas...

A ver, a ver, preguntemos tres preguntas de ésas que no se


preguntan nunca. Y yo:
—¿Los perros quieren decir que no, cuando mueven la cola?
Y ella:
—¿Quién habrá inventado el agujero del mate?
Y yo:
—Cuando los trenes silban, ¿quién les contesta?
Entre las dos hicimos más de tres preguntas. Después
escuchamos de nuevo las ruedas del tren, y decían:

Cuento un cuento cuentouncuento cuentoun...


También decían:

Mecontaron y te cuento mecontaronytecuento mecontarony...

Y ella me contó más de un cuento y yo le conté los cuentos que


sabía. Y salió el sol.
Por suerte conocí muchas viejas preguntonas, muchos trenes,
hice viajes, y resultó bonito eso de escuchar, y a veces callar, sólo
callar, para que las voces de algunas cosas llegaran.
Ahora, como mi vieja de pañoleta, cuando viajo, escucho qué
cosas dicen las ruedas, la gente. Y si se da la ocasión:

Cuentouncuento, cuentouncuento, cuentoun...

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Las medias de los flamencos - Horacio Quiroga

Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y los
sapos, a los flamencos, y a los yacarés y los pescados. Los pescados, como
no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a la orilla del río, los
pescados estaban asomados a la arena, y aplaudían con la cola. Los
yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar de
bananas, y fumaban cigarros paraguayos. Los sapos se habían pegado
escamas de pescado en todo el cuerpo, y caminaban meneándose, como si
nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios por la orilla del río, los
pescados les gritaban haciéndoles burla. Las ranas se habían perfumado
todo el cuerpo, y caminaban en dos pies. Además, cada una llevaba
colgando como un farolito, una luciérnaga que se balanceaba. Pero las que
estaban hermosísimas eran las víboras. Todas sin excepción, estaban
vestidas con traje de bailarina, del mismo color de cada víbora. Las víboras
coloradas llevaban una pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul
verde; las amarillas, otra de tul amarillo; y las yararás, una pollerita de tul
gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el color
de las yararás.
Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral, que estaban
vestidas con larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban como
serpentinas. Cuando las víboras danzaban y daban vueltas apoyadas en las
puntas de la cola, todos los invitados aplaudían como locos. Sólo los
flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienen ahora como
antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los flamencos estaban tristes,
porque como tienen muy poca inteligencia, no habían sabido cómo
adornarse. Envidiaban el traje de todos, y sobre todo el de las víboras de
coral. Cada vez que una víbora pasaba por delante de ellos, coqueteando y
haciendo ondular las gasas de serpentina, los flamencos se morían de
envidia. Un flamenco dijo entonces:
–Yo sé lo que vamos a hacer. Vamos a ponernos medias coloradas,
blancas y negras, y las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.
Y levantando todos el vuelo, cruzaron el río y fueron a golpear en un
almacén del pueblo.
–¡Tan, tan! –pegaron con las patas.
–¿Quién es? –respondió el almacenero.
–Somos los flamencos. ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

–No, no hay –contestó el almacenero–. ¿Están locos? En ninguna


parte van a encontrar medias así.
Los flamencos fueron entonces a otro almacén.
–¡Tan, tan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero contestó:
–¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay medias así en
ninguna parte. Ustedes están locos. ¿Quiénes son?
–Somos los flamencos –respondieron ellos.
Y el hombre dijo:
–Entonces son con seguridad flamencos locos.
Fueron entonces a otro almacén.
–¡Tan, tan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero gritó:
–¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y negras? Solamente a pájaros
narigudos como ustedes se les ocurre pedir medias así. ¡Váyanse
enseguida!
Y el hombre los echó con la escoba. Los flamencos recorrieron así
todos los almacenes, y de todas partes los echaban por locos. Entonces un
tatú, que había ido a tomar agua al río, se quiso burlar de los flamencos y
les dijo, haciéndoles un gran saludo:
–¡Buenas noches, señores flamencos! Yo sé lo que ustedes buscan.
No van a encontrar medias así en ningún almacén. Tal vez haya en Buenos
Aires, pero tendrán que pedirlas por encomienda postal. Mi cuñada, la
lechuza, tiene medias así. Pídanselas, y ella les va a dar las medias
coloradas, blancas y negras.
Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la cueva
de la lechuza. Y le dijeron:
–¡Buenas noches, lechuza! Venimos a pedirle las medias coloradas,
blancas y negras. Hoy es el gran baile de las víboras, y si nos ponemos
esas medias, las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.
–¡Con mucho gusto! –respondió la lechuza–. Esperen un segundo, y
vuelvo enseguida.
Y echando a volar, dejó solos a los flamencos; y al rato volvió con
las medias. Pero no eran medias, sino cueros de víbora de coral, lindísimos
cueros recién sacados a las víboras que la lechuza había cazado.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

–Aquí están las medias –les dijo la lechuza–. No se preocupen de


nada, sino de una sola cosa: bailen toda la noche, bailen sin parar un
momento, bailen de costado, de pico, de cabeza, como ustedes quieran;
pero no paren un momento, porque en vez de bailar van entonces a llorar.
Pero los flamencos, como son tan tontos, no comprendían bien qué
gran peligro había para ellos en eso, y locos de alegría se pusieron los
cueros de las víboras de coral, como medias, metiendo las patas dentro de
los cueros que eran como tubos. Y muy contentos se fueron volando al
baile. Cuando vieron a los flamencos con sus hermosísimas medias, todos
les tuvieron envidia. Las víboras querían bailar con ellos, únicamente, y
como los flamencos no dejaban un instante de mover las patas, las víboras
no podían ver bien de qué estaban hechas aquellas preciosas medias. Pero
poco a poco, sin embargo, las víboras comenzaron a desconfiar. Cuando
los flamencos pasaban bailando al lado de ellas, se agachaban hasta el
suelo para ver bien.
Las víboras de coral, sobre todo, estaban muy inquietas. No
apartaban la vista de las medias, y se agachaban también, tratando de tocar
con la lengua las patas de los flamencos, porque la lengua de las víboras es
como la mano de las personas. Pero los flamencos bailaban y bailaban sin
cesar, aunque estaban cansadísimos y ya no podían más. Las víboras de
coral, que conocieron esto, pidieron enseguida a las ranas sus farolitos, que
eran bichitos de luz, y esperaron todas juntas a que los flamencos se
cayeran de cansados.
Efectivamente, un minuto después, un flamenco, que ya no podía
más, tropezó con el cigarro de un yacaré, se tambaleó y cayó de costado.
Enseguida las víboras de coral corrieron con sus farolitos, y alumbraron
bien las patas del flamenco. Y vieron qué eran aquellas medias, y lanzaron
un silbido que se oyó desde la orilla del Paraná.
–¡No son medias! –gritaron las víboras–. ¡Sabemos lo que es! ¡Nos
han engañado! ¡Los flamencos han matado a nuestras hermanas y se han
puesto sus cueros como medias! ¡Las medias que tienen son de víbora de
coral!
Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo porque estaban
descubiertos, quisieron volar; pero estaban tan cansados que no pudieron
levantar una sola ala.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Entonces las víboras de coral se lanzaron sobre ellos, y enroscándose


en sus patas les deshicieron a mordiscones las medias. Les arrancaban las
medias a pedazos, enfurecidas, y les mordían también las patas, para que
se murieran.
Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro, sin que
las víboras de coral se desenroscaran de sus patas. Hasta que al fin, viendo
que ya no quedaba un solo pedazo de media, las víboras los dejaron libres,
cansadas y arreglándose las gasas de su traje de baile.
Además, las víboras de coral estaban seguras de que los flamencos
iban a morir, porque la mitad, por lo menos, de las víboras de coral que los
habían mordido, eran venenosas. Pero los flamencos no murieron.
Corrieron a echarse al agua, sintiendo un grandísimo dolor. Gritaban de
dolor, y sus patas, que eran blancas, estaban entonces coloradas por el
veneno de las víboras. Pasaron días y días, y siempre sentían terrible ardor
en las patas, y las tenían siempre de color de sangre, porque estaban
envenenadas. Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora todavía están los
flamencos casi todo el día con sus patas coloradas metidas en el agua,
tratando de calmar el ardor que sienten en ellas. A veces se apartan de la
orilla, y dan unos pasos por tierra, para ver cómo se hallan. Pero los
dolores del veneno vuelven enseguida, y corren a meterse en el agua. A
veces el ardor que sienten es tan grande, que encogen una pata y quedan
así horas enteras, porque no pueden estirarla.
Esta es la historia de los flamencos, que antes tenían las patas
blancas y ahora las tienen coloradas. Todos los pescados saben por qué es,
y se burlan de ellos. Pero los flamencos, mientras se curan en el agua, no
pierden ocasión de vengarse, comiéndose a cuanto pescadito se acerca
demasiado a burlarse de ellos.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

El conde Drácula - Woody Allen

En algún lugar de Transilvania yace Drácula, el monstruo,


durmiendo en su ataúd y aguardando a que caiga la noche. Como el
contacto con los rayos solares le causaría la muerte con toda seguridad,
permanece en la oscuridad en su caja forrada de raso que lleva iniciales
inscritas en plata. Luego, llega el momento de la oscuridad, y movido por
instinto milagroso, el demonio emerge de la seguridad de su escondite y,
asumiendo las formas espantosas de un murciélago o un lobo, recorre los
alrededores y bebe la sangre de sus victimas. Por último, antes de que los
rayos de su gran enemigo, el sol, anuncien el nuevo día, se apresura a
regresar a la seguridad de su ataúd protector y se duerme mientras vuelve
a comenzar el ciclo.
Ahora, empieza a moverse. El movimiento de sus cejas responde
a un instinto milenario e inexplicable, es señal de que el sol está a punto
de desaparecer y se acerca la hora. Esta noche, está especialmente
sediento y, mientras allí descansa, ya despierto, con el smoking y la capa
forrada de rojo confeccionada en Londres, esperando sentir con espectral
exactitud el momento preciso en que la oscuridad es total antes de abrir la
tapa y salir, decide quiénes serán las víctimas de esta velada.
El panadero y su mujer, reflexiona. Suculentos, disponibles y
nada suspicaces. El pensamiento de esa pareja despreocupada, cuya
confianza ha cultivado con meticulosidad, excita su sed de sangre y
apenas puede aguantar estos últimos segundos de inactividad antes de
salir del ataúd y abalanzarse sobre sus presas. De pronto, sabe que el sol
se ha ido. Como un ángel del infierno, se levanta rápidamente, se
metamorfosea en murciélago y vuela febrilmente a la casa de sus
tentadoras víctimas.
-¿Vaya, conde Drácula, que agradable sorpresa!- dice la mujer del
panadero al abrir la puerta para dejarlo pasar. (Asumida otra vez su forma
humana. entra en la casa ocultando, con sonrisa encantadora, su rapaz
objetivo.)
-¿Qué le trae por aquí tan temprano?- pregunta el panadero.
-Nuestro compromiso de cenar juntos- contesta el conde-Espero
no haber cometido un error. Era esta noche, ¿no?
-Sí, esta noche, pero aún faltan siete horas.
-¿Cómo dice?- inquiere Drácula echando una mirada sorprendida
a la habitación.-¿o es que ha venido a contemplar el eclipse con nosotros?

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

-¿Eclipse?
-Así es. Hoy tenemos un eclipse total.
-¿Qué dice?
-Dos minutos de oscuridad total a partir de las doce del mediodía.
-¡Vaya por Dios! ¡Qué lío!
-¿Qué pasa, señor conde?
-Perdóneme... debo... -Debo irme... ¡Oh, qué lío!...- y, con frenesí,
se aferra al picaporte de la puerta.
-¿Ya se va? Si acaba de llegar.
-Sí, pero, creo que...
-Conde Drácula, está usted muy pálido.
-¿Sí? necesito un poco de aire fresco. Me alegro de haberlos
visto...
-¡Vamos! Siéntese. Tomaremos un buen vaso de vino juntos.
-¿Un vaso de vino? Oh, no, hace tiempo que dejé la bebida, ya
sabe, el hígado y todo eso. Debo irme ya. Acabo de acordarme que dejé
encendidas las luces de mi castillo... Imagínese la cuenta que recibiría a
fin de mes...
-Por favor- dice el panadero pasándole al conde un brazo por el
hombro en señal de amistad-. usted no molesta. No sea tan amable. Ha
llegado temprano, eso es todo.
-Créalo, me gustaría quedarme, pero hay una reunión de viejos
condes rumanos al otro lado de la ciudad y me han encargado la comida.
-Siempre con prisas. Es un milagro que no haya tenido un infarto.
-Sí, tiene razón, pero ahora...
-Esta noche haré pilaf de pollo- comenta la mujer del panadero-.
Espero que le guste.
-¡Espléndido, espléndido!- dice el conde con una sonrisa
empujando a la buena mujer sobre un montón de ropa sucia. Luego,
abriendo por equivocación la puerta del armario, se mete en él-. Diablos,
¿dónde está esa maldita puerta?
-¡Ja, ja!- se ríe la mujer del panadero-. ¿Qué ocurrencias tiene,
señor conde!
-Sabía que le divertiría- dice Drácula con una sonrisa forzada-,
pero ahora déjeme pasar.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Por fin, abre la puerta, pero ya no le quedaba tiempo.


-¡Oh, mira, mamá- dice el panadero-, el eclipse debe de haber
terminado! Vuelve a salir el sol.
-Así es- dice Drácula cerrando de un portazo la puerta de entrada-
. He decidido quedarme. Cierren todas las persianas, rápido, ¡rápido! ¡No
se queden ahí!
-¿Qué persianas?- preguntó el panadero.
-¿No hay? ¡Lo que faltaba! ¡Qué para de...! ¿Tendrían al menos
un sótano en este tugurio?
-No- contesta amablemente la esposa-. Siempre le digo a Jarslov
que construya uno, pero nunca me presta atención. Ese Jarslov...
-Me estoy ahogando. ¿Dónde está el armario?
-Ya nos ha hecho esa broma, señor conde. Ya nos ha hecho reír lo
nuestro.
-¡Ay... qué ocurrencia tiene!
-Miren, estaré en el armario. Llámenme a las siete y media.
Y, con esas palabras, el conde entra al armario y cierra la puerta.
-¡Ja,ja...! ¡qué gracioso es, Jarslov!
-Señor conde, salga del armario. deje de hacer burradas.
Desde el interior del armario, llega la voz sorda de Drácula.
-No puedo... de verdad. Por favor, créanme. Tan solo permítanme
quedarme aquí. Estoy muy bien. De verdad.
-Conde Drácula, basta de bromas. Ya no podemos más de tanto
reírnos.
-Pero créanme, me encanta este armario.
-Sí, pero...
-Ya sé, ya sé... parece raro y sin embargo aquí estoy, encantado.
El otro día precisamente le decía a la señora Hess, déme un buen armario
y allí puedo quedarme durante horas. Una buena mujer, la señora Hess.
Gorda, pero buena... Ahora, ¿por qué no hacen sus cosas y pasan a
buscarme al anochecer? Oh, Ramona, la la la la, Ramona...
En aquel instante entran el alcalde y su mujer, Katia. Pasaban por
allí y habían decidido hacer una visita a sus buenos amigo, el panadero y
su mujer.
-¡Hola Jarslov! espero que Katia y yo no molestemos.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

-Por supuesto que no, señor alcalde. Salga, conde Drácula.


¡Tenemos visita!
-¿Está aquí el conde?- pregunta el alcalde, sorprendido.
-Sí, y nunca adivinaría dónde está- dice la mujer del panadero.
-¡Que raro es verlo a esta hora! De hacho no puedo recordar
haberle visto ni una sola vez durante el día.
-Pues bien, aquí está. ¡Salga de ahí, conde Drácula!
-¿Dónde está?- pregunta Katia sin saber si reír o no.
-¡Salga de ahí ahora mismo! ¡Vamos!- La mujer del panadero se
impacienta.
-Está en el armario- dice el panadero con cierta vergüenza.
-¿No me digas!- exclama el alcalde.
-¡Vamos!- dice el panadero con un falso buen humor mientras
llama a la puerta del armario-. Ya basta. Aquí está el alcalde.
-Salga de ahí conde Drácula- grita el alcalde-. Tome un vaso de
vino con nosotros.
-No, no cuenten conmigo. Tengo que despachar unos asuntos
pendientes.
-¿En el armario?
-Sí, no quiero estropearles el día. Puedo oír lo que dicen: Estaré
con ustedes en cuanto tenga algo que decir.
Se miran y se encogen de hombros. Sirven vino y beben.
-Qué bonito el eclipse de hoy- dice el alcalde tomando un buen
trago.
-¿Verdad?- dice el panadero-. Algo increíble.
-¡Díganmelo a mí! ¡Espeluznante!- dice una voz desde el armario.
-¿Qué Drácula?
-Nada, nada. No tiene importancia.
Así pasa el tiempo hasta que el alcalde, que ya no puede soportar
esa situación, abre la puerta del armario y grita:
-¡Vamos, Drácula! Siempre pensé que usted era una persona
sensata. ¡Déjese de locuras!
Penetra la luz del día; el diabólico monstruo lanza un grito
desgarrador y lentamente se disuelve hasta convertirse en un esqueleto y
luego en polvo ante los ojos de las cuatro personas presentes.
Inclinándose sobre el montón de ceniza blanca, la mujer del panadero
pega un grito:
-¡Se ha fastidiado mi cena!

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La vieja marmita de barro - Estrella Cardona Gamio

Habíase una vez una cocina, que, como todas las de su especie,
mostraba un orgulloso fogón y muchos platos, cazos, vasos, una alacena
y anaqueles en donde se apretujaban bastantes más cachivaches, también
tenía unos armaritos a ambos lados del fregadero, y una nevera, y...
Bueno, ya se sabe cómo es una cocina, ¿o no?
Lo que no se sabe es que en uno de esos armaritos, al fondo, al
fondo, se ocultaba, y no por su deseo precisamente —ante todo hay que
decir la verdad—, una vieja cazuela de barro, algo desportillada de los
bordes y con un asa rota, pero eso no era lo peor pues la cazuela, en
tiempos se la llamó marmita, estaba tan chamuscada por los miles de
veces que la pusieron sobre el fuego mientras en ella se preparaban sopas
y otras comidas, que daba reparo mirarla, pues, ¡encima!, tiznaba.
Se comprende entonces que permaneciese arrinconada al fondo
del armarito, y prácticamente olvidada de todo el mundo, aunque lo
extraño es el que todavía nadie se hubiera acordado de ella, escondida
detrás de muchas y relucientes ollas de brillante metal y variados
tamaños, cazos e incluso sartenes de esas antiadherentes.
Ella se encontraba situada detrás de una cacerola muy grande, la
señora Puchero, tampoco demasiado joven, ya que estaba esmaltada por
dentro y por fuera, y que sólo se utilizaba ahora para hacer el caldo en
llegando las Navidades.
A veces, la señora Puchero se lamentaba de haber conocido
tiempos mejores plenos de actividad, cuando los niños de la familia eran
pequeños y había que hacer sopa para muchos cada día; la marmita la
escuchaba respetuosa —ya que una olla esmaltada, por muy pasada de
moda que esté, tiene prosapia—, e intentaba recordar su lejana juventud
en la cual la utilizaban tan a menudo, pero la marmita era demasiado
vieja y le empezaba a fallar la memoria, además, le daba mucha
vergüenza el estar así de tiznada, con los bordes desportillados y un asa
rota; de esta manera, ¡no puede una alternar en sociedad, qué caramba!
Un día debieron de regresar las Navidades, porque de nuevo se
sacó del armarito a la gran olla esmaltada, y quiso el azar que la mano
que lo hizo, rozara sin pretenderlo a la vieja marmita de barro, y, ¡claro!,
la mano se manchó de hollín y cuando el ama de casa la contempló salir
del armarito toda sucia... ¡ya os podéis imaginar la que se organizó!

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

—¿Qué porquería hay aquí dentro metida? —exclamó el ama de


casa muy enfadada, y volviendo a introducir la mano, agarró sin
contemplaciones a la abochornada marmita, sacándola al exterior.
—¡Vaya una antigualla! —vociferó furiosa mientras la
contemplaba bajo la luz invernal de la ventana de la cocina—. ¿Cómo es
que no la tiré hace ya tiempo? ¡Menudo trasto!... ¡Claro que esto tiene
fácil arreglo!
Y uniendo la acción a la palabra, abrió la ventana y la arrojó a un
patio trasero abierto que daba a la calle y que era en donde se ponían los
cubos de basura para que la recogiera el basurero cuando pasaba cada
noche.
Como había nevado aquella misma mañana, la pobre marmita
cayó sobre una blanda y espesa capa y ahí quedóse, medio atontada por
el golpe y muerta de frío, pero, de lo que no se dio cuenta, porque no se
podía ver a sí misma empotrada en la nieve, era del efecto tan llamativo
que ofrecía con su tizne sobre la blancura de la nieve.
En esas aparecieron unos ratoncillos urbanos, tres para ser
exactos, que, entre alegres chillidos, corretearon por la nieve en busca de
desperdicios que comer, y descubriendo a la marmita, primero la
contemplaron con asombro, después se le acercaron con curiosidad y
mucha cautela, ya que los ratones no son tontos y aquello de aspecto
inofensivo, podía ser una trampa. Luego, cuando se convencieron de que
no era peligrosa, aproximáronsele en fila india y uno detrás de otro
asomaron la cabeza en el interior de la marmita, husmeando con interés.
—¡Es una olla! —exclamó triunfante Bigotes, que era el jefe de la
expedición.
—Una olla vacía... —puntualizó desdeñoso Rabito.
Hociquin, el tercer ratoncillo y el más joven del grupo, resumió el
sentir general con un desencantado:
—Si está vacía no tiene comida, y si no tiene comida...
—... no nos interesa —concluyó la frase Bigotes, que siempre
quería decir la última palabra en todo.
Y se fueron por donde habían venido. La marmita —era tan
vieja, estaba tan sucia y, además, desportillada y con el asa medio rota—,
que no se había atrevido a hablar porque le daba vergüenza, así pues se
sintió muy triste de que incluso los ratoncillos le volviesen la espalda.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Pero no tuvo tiempo ni de lamentarse en voz alta ya que de


repente descubrió a un atigrado gato callejero que se le acercaba con cara
de pocos amigos.
El gato se aproximó, y, como los ratones, la olió
concienzudamente, para luego apartarse con un «¡marramiau!» de
irritación.
—¡Mira de lo que uno se entera!, conque sirviendo de escondite a
ratones, ¿eh?... ¿No sabes que aquí mando yo y a los ratones me los
como?... ¿Entonces, quién te autoriza a darles refugio?
—Usted perdone, señor Gato —repuso humildemente la
atribulada marmita—, le aseguro que no he dado cobijo a ningún ratón...
Ellos han venido, igual que usted, y han mirado dentro a ver si yo
contenía alguna comida; ha sido todo, de veras.
—¡Huuum! —gruñó el gato con aire desconfiado—, eso lo dices
tú, y ¿cómo voy a fiarme de lo que me cuenta una olla?
—Pues no tengo otra cosa mejor que ofrecerle, y de todas, todas,
es verdad verdadera.
El gato se empezó a lamer una pata.
—Bien mirado, en realidad me importa un comino lo que me
explicas, menos que un comino me importa... Yo soy un gato muy
atareado que tiene montones de cosas que hacer, así que ahí te quedas —
maulló despreciativo y, dando media vuelta se alejó.
La marmita, de haber podido, hubiese llorado de rabia, pero,
claro, no podía llorar, porque, ¿habéis visto alguna vez a una cazuela
llorando?
Un gorrión pió desde el alero de una ventana.
—Mal sitio en donde caer —reflexionó filosófico—, claro que
cualquier sitio es malo si se cae.
A la marmita no le hizo gracia el comentario.
—Yo no me he caído, me han tirado, que no es lo mismo.
—Peor que peor —sentenció el gorrión—, cuando te tiran es que
ya no sirves para nada.
La marmita se quedó sin saber qué decir.
El gorrión desplegó las alas.
—Me largo al parque, que, a esta hora, cada día viene una señora
a echarnos comida. Adiós.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Y se fue. La vieja marmita se quedó sola, triste y entonces, para


remate de males, empezó a llover; daba la impresión que el cielo lloraba
acompañándola en su pena.
Tanto y tanto llovió que la nieve se deshizo, pero ocurrió algo
más: gota a gota, la lluvia lavó el hollín que tiznaba la marmita dejándola
como nueva, reluciente en su color original, luego salió el sol entre las
nubes y la marmita brilló igual que un ascua encendida, y, mira por
donde, acertó a pasar por allí en esos momentos, el profesor de dibujo y
pintura de una Academia de Bellas Artes, descubriendo con sorpresa
aquel pequeño milagro: una vieja marmita de barro, de las que
difícilmente se hallan hoy en día en el mercado, tirada ahí en medio en el
patio-callejón de una casa de vecinos.
El profesor habló en voz alta, sabiendo perfectamente que nadie le
escuchaba.
—¡Vaya, mira qué casualidad!, buscaba yo una marmita como
ésta desde que se rompió el antiguo modelo que teníamos; no paro de dar
vueltas por todas partes buscando otra semejante y hete aquí que me la
encuentro tirada en plena calle, ¡esto sí que es buena suerte!
El profesor no se lo pensó dos veces, e inclinándose recogió del
suelo a la asombrada marmita que no acababa de creer en su inesperada
fortuna... Ni vosotros, ¿verdad?, pues si dudáis de mis palabra id a la
Academia de Bellas Artes y allí podréis ver —muy feliz por cierto—, a la
vieja marmita de barro colocada en lugar de honor sobre una rinconera,
bajo la luz directa de una cálida bombilla y arropada entre los pliegues de
un lienzo blanco que la hacen resaltar aún más.
¡Y, colorado-colorín, este cuento ha llegado a su fin!

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

El hombre de plata - Isabel Allende

El Juancho y su perra «Mariposa» hacían el camino de tres


kilómetros a la escuela dos veces al día. Lloviera o nevara, hiciera frío o
sol radiante, la pequeña figura de Juancho se recortaba en el camino con la
«Mariposa» detrás. Juancho le había puesto ese nombre porque tenía unas
grandes orejas voladoras que, miradas a contra luz, la hacían parecer una
enorme y torpe mariposa morena. Y también por esa manía que tenía la
perra de andar oliendo las flores como un insecto cualquiera.
La «Mariposa» acompañaba a su amo a la escuela, y se sentaba a
esperar en la puerta hasta que sonara la campana. Cuando terminaba la
clase y se abría la puerta, aparecía un tropel de niños desbandados como
ganado despavorido, y la «Mariposa» se sacudía la modorra y comenzaba
a buscar a su niño. Oliendo zapatos y piernas de escolares, daba al fin con
su Juancho y entonces, moviendo la cola como un ventilador a
retropropulsión, emprendía el camino de regreso.
Los días de invierno anochece muy temprano. Cuando hay nubes en
la costa y el mar se pone negro, a las cinco de la tarde ya está casi oscuro.
Ese era un día así: nublado, medio gris y medio frío, con la lluvia
anunciándose y olas con espuma en la cresta.
—Mala se pone la cosa, Mariposa. Hay que apurarse o nos pesca el
agua y se nos hace oscuro... A mí la noche por estas soledades me da
miedo, Mariposa —decía Juancho, apurando el tranco con sus botas
agujereadas y su poncho desteñido.
La perra estaba inquieta. Olía el aire y de repente se ponía a gemir
despacito. Llevaba las orejas alertas y la cola tiesa.
—¿Qué te pasa? —le decía Juancho—. No te pongas a aullar, perra
lesa, mira que vienen las ánimas a penar...
A la vuelta de la loma, cuando había que dejar la carretera y meterse
por el sendero de tierra que llevaba cruzando los potreros hasta la casa, la
Mariposa se puso insoportable, sentándose en el suelo a gemir como si le
hubieran pisado la cola. Juancho era un niño campesino, y había aprendido
desde niño a respetar los cambios de humor de los animales. Cuando vio la
inquietud de su perra, se le pusieron los pelos de punta.
—¿Qué pasa, Mariposa? ¿Son bandidos o son aparecidos? Ay...
¡Tengo miedo, Mariposa!

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

El niño miraba a su alrededor asustado. No se veía a nadie. Potreros


silenciosos en el gris espeso del atardecer invernal. El murmullo lejano del
mar y esa soledad del campo chileno.
Temblando de miedo, pero apurado en vista que la noche se venía
encima, Juancho echó a correr por el sendero, con el bolsón golpeándole
las piernas y el poncho medio enredado. De mala gana, la Mariposa salió
trotando detrás.
Y entonces, cuando iban llegando a la encina torcida, en la mitad del
potrero grande, lo vieron.
Era un enorme plato metálico suspendido a dos metros del suelo,
perfectamente inmóvil. No tenía puertas ni ventanas: solamente tres
orificios brillantes que parecían focos, de donde salía un leve resplandor
anaranjado. El campo estaba en silencio... no se oía el ruido de un motor ni
se agitaba el viento alrededor de la extraña máquina.
El niño y la perra se detuvieron con los ojos desorbitados. Miraban el
extraño artefacto circular detenido en el espacio, tan cerca y tan
misterioso, sin comprender lo que veían.
El primer impulso, cuando se recuperaron, fue echar a correr a todo
lo que daban. Pero la curiosidad de un niño y la lealtad de un perro son
más fuertes que el miedo. Paso a paso, el niño y el perro se aproximaron,
como hipnotizados, al platillo volador que descansaba junto a la copa de la
encina.
Cuando estaban a quince metros del plato, uno de los rayos
anaranjados cambió de color, tornándose de un azul muy intenso. Un
silbido agudo cruzó el aire y quedó vibrando en las ramas de la encina. La
Mariposa cayó al suelo como muerta, y el niño se tapó los oídos con las
manos. Cuando el silbido se detuvo, Juancho quedó tambaleándose como
borracho.
En la semi-oscuridad del anochecer, vio acercarse un objeto
brillante. Sus ojos se abrieron como dos huevos fritos cuando vio lo que
avanzaba: era un Hombre de Plata. Muy poco más grande que el niño,
enteramente plateado, como si estuviera vestido en papel de aluminio, y
una cabeza redonda sin boca, nariz ni orejas, pero con dos inmensos ojos
que parecían anteojos de hombre-rana.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Juancho trató de huir, pero no pudo mover ni un músculo. Su cuerpo


estaba paralizado, como si lo hubieran amarrado con hilos invisibles.
Aterrorizado, cubierto de sudor frío y con un grito de pavor atascado en la
garganta, Juancho vio acercarse al Hombre de Plata, que avanzaba muy
lentamente, flotando a treinta centímetros del suelo.
Juancho no sintió la voz del Hombre de Plata, pero de alguna manera
supo que él le estaba hablando. Era como si estuviera adivinando sus
palabras, o como si las hubiera soñado y sólo las estuviera recordando.
—Amigo... Amigo... Soy amigo... no temas, no tengas miedo, soy tu
amigo...
Poquito a poco el susto fue abandonando al niño. Vio acercarse al
Hombre de Plata, lo vio agacharse y levantar con cuidado y sin esfuerzo a
la inconsciente Mariposa, y llegar a su lado con la perra en vilo.
—Amigo... Soy tu amigo... No tengas miedo, no voy a hacerte
daño... Soy tu amigo y quiero conocerte... Vengo de lejos, no soy de este
planeta... Vengo del espacio... Quiero conocerte solamente...
Las palabras sin voz del Hombre de Plata se metieron sin ruido en la
cabeza de Juancho y el niño perdió todo su temor. Haciendo un esfuerzo
pudo mover las piernas. El extraño hombrecito plateado estiró una mano y
tocó a Juancho en un brazo.
—Ven conmigo... Subamos a mi nave... Quiero conocerte... Soy tu
amigo...
Y Juancho, por supuesto, aceptó la invitación. Dio un paso adelante,
siempre con la mano del Hombre de Plata en su brazo, y su cuerpo quedó
suspendido a unos centímetros del suelo. Estaba pisando el brillo azul que
salía del platillo volador, y vio que sin ningún esfuerzo avanzaba con su
nuevo amigo y la Mariposa por el rayo, hasta la nave.
Entró a la nave sin que se abrieran puertas. Sintió como si «pasara» a
través de las paredes y se encontrara despertando de a poco en el interior
de un túnel grande, silencioso, lleno de luz y tibieza.
Sus pies no tocaban el suelo, pero tampoco tenía la sensación de
estar flotando.
—Soy de otro planeta... Vengo a conocer la Tierra... Descendí aquí
porque parecía un lugar solitario... Pero estoy contento de haberte
encontrado... Estoy contento de conocerte... Soy tu amigo..

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

.
Así sentía Juancho que le hablaba sin palabras el Hombre de Plata.
La Mariposa seguía como muerta, flotando dulcemente en un colchón de
luz.
—Soy Juancho Soto. Soy del Fundo La Ensenada. Mi papá es Juan
Soto —dijo el niño en un murmullo, pero su voz se escuchó profunda y
llena de eco, rebotando en el túnel brillante donde se encontraba.
El Hombre de Plata condujo al niño a través del túnel y pronto se
encontró en una habitación circular, amplia y bien iluminada, casi sin
muebles ni aparatos. Parecía vacía, aunque llena de misteriosos botones y
minúsculas pantallas.
—Este es un platillo volador de verdad —dijo Juancho, mirando a su
alrededor.
—Sí... Yo quiero conocerte para llevarme una imagen tuya a mi
mundo... Pero no quiero asustarte... No quiero que los hombres nos
conozcan, porque todavía no están preparados para recibirnos... —decía
silenciosamente el Hombre de Plata.
—Yo quiero irme contigo a tu mundo, si quieres llevarme con la
Mariposa —dijo Juancho, temblando un poco, pero lleno de curiosidad.
—No puedo llevarte conmigo... Tu cuerpo no resistiría el viaje...
Pero quiero llevarme una imagen completa de ti... Déjame estudiarte y
conocerte. No voy a hacerte daño. Duérmete tranquilo... No tengas
miedo... Duérmete para que yo pueda conocerte...
Juancho sintió un sueño profundo y pesado subirle desde la planta de
los pies y, sin esfuerzo alguno, cayó profundamente dormido.
El niño despertó cuando una gota de agua le mojaba la cara. Estaba
oscuro y comenzaba a llover. La sombra de la encina se distinguía apenas
en la noche, y tenía frío, a pesar del calor que le transmitía la Mariposa
dormida debajo de su poncho. Vio que estaba descalzo.
—¡Mariposa! ¡Nos quedamos dormidos! Soñé con... ¡No! ¡No lo
soñé! Es cierto, tiene que ser cierto que conocí al Hombre de Plata y
estuve en el Platillo Volador —miró a su alrededor, buscando la sombra de
la misteriosa nave, pero no vio más que nubes negras. La perra despertó
también, se sacudió, miró a su alrededor espantada, y echó a correr en
dirección a la luz lejana de la casa de los Soto. Juancho la siguió también,
sin pararse a buscar sus viejas botas de agua, y chapoteando en el barro,
corrió a potrero abierto hasta su casa.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

—¡Cabro de moledera! ¡Adónde te habías metido! —gritó su madre


cuando lo vio entrar, enarbolando la cuchara de palo de la cocina sobre la
cabeza del niño. ¿Y tus zapatillas de goma? ¡A pata pelada y en la lluvia!
—Andaba en el potrero, cerca de la encina, cuando..., ¡Ay, no me
pegue mamita!..., cuando vi al Hombre de Plata y el platillo flotando en el
aire, sin alas...
—Ya mujer, déjalo. El cabro se durmió y estuvo soñando. Mañana
buscará los zapatos. ¡A tomarse la sopa ahora y a la cama! Mañana hay
que madrugar —dijo el padre.
Al día siguiente salieron Juancho y su padre a buscar leña.
—Mira hijo... ¿Quién habrá prendido fuego cerca de la encina? Está
todo este pedazo quemado. ¡Qué raro! Yo no vi fuego ni sentí olor a
humo... Hicieron una fogata redondita y pareja, como una rueda grande —
dijo Juan Soto, examinando el suelo, extrañado.
El pasto se veía chamuscado y la tierra oscura, como si estuviera
cubierta de ceniza. El lugar quemado estaba unos centímetros más bajo
que el nivel del potrero, como si un peso enorme se hubiera posado sobre
la tierra blanda.
Juancho y la Mariposa se acercaron cuidadosamente. El niño buscó
en el suelo, escarbando la tierra con un palo.
—¿Qué buscas? —preguntó su padre.
—Mis botas, taita... Pero parece que se las llevó el Hombre de Plata.
El niño sonrió, la perra movió el rabo y Juan Soto se rascó la cabeza
extrañado.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Pena de muerte - Georges Simenon

El peligro más grande, en esta clase de asuntos, es llegar a


hastiarse. El "plantón", como se dice, duraba ya doce días; el inspector
Janvier y el brigadier Lucas se relevaban con una paciencia incansable,
pero Maigret había tomado a su cuenta un buen centenar de horas
porque él solo, en suma, sabía quizá a dónde quería llegar. Aquella
mañana, Lucas le había telefoneado desde el bulevar de Batignolles:
—Los pájaros tienen aspecto de querer volar... La mujer del
cuarto acaba de decirme que están cerrando sus maletas...
A las ocho, Maigret estaba de guardia en un taxi, no lejos del
hotel Beauséjour, con una maleta a sus pies. Llovía. Era domingo. A las
ocho y cuarto, la pareja salía del hotel con tres maletas y llamaba a un
taxi. A las ocho y media, éste se detenía ante una cervecería de la
estación del Norte, frente al gran reloj. Maigret bajaba también de su
coche y, sin esconderse, se sentaba en la terraza, en un velador contiguo
al de sus "pájaros".
No sólo llovía, sino que hacía frío. La pareja se había instalado
cerca de un brasero. Cuando el hombre distinguió al comisario, a su
pesar, hizo un movimiento con la mano hacia su sombrero hongo y, sin
embargo, su compañera apretaba más contra ella su abrigo de pieles.
—¡Un ponche, camarero!
Los demás también tomaban ponche y los que pasaban les
rozaban. El camarero iba y venía. La vida de un domingo por la mañana
alrededor de una gran estación continuaba como si no estuviese en
juego la cabeza de un hombre. La aguja, por su parte, avanzaba a
sacudidas por el cuadrante del reloj y, a las nueve, la pareja se levantó,
se dirigió hacia una ventanilla.
—Dos segundas "ir" Bruselas...
—Segunda simple a Bruselas —dijo Maigret como un eco.
Luego los andenes atestados, el rápido en el que había que
encontrar sitio, un compartimento, en la cabeza, cerca de la máquina, en
donde por fin la pareja se acomodó y en donde el comisario colocó su
maleta en la red. La gente se abrazaba. El joven del sombrero hongo
bajó para comprar periódicos y volvió con un paquete de semanarios y
revistas ilustradas. Era el rápido de Berlín. Había una gran algarabía. Se
hablaban todas las lenguas.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Una vez el tren en marcha, el joven, sin quitarse los guantes,


empezó a leer un periódico mientras que su compañera, que parecía
tener frío, ponía con gesto instintivo su mano sobre la de su compañero.
—¿Hay vagón restaurante? —preguntó alguien.
—¡Creo que después de la frontera! —contestó otra persona.
—¿Se para en la aduana?
—No. La inspección tiene lugar en el tren, a partir de Saint—
Quentin...
Los arrabales, luego bosques hasta donde alcanzaba la vista;
después Compiègne, en donde no se detuvo más que el tiempo de la
parada. El joven, de tanto en tanto, levantaba los ojos de su periódico y
su mirada recorría el plácido rostro de Maigret.
Estaba cansado, era cierto. Maigret, que también echaba las
mismas ojeadas furtivas, le encontraba más pálido que los demás días,
todavía más nervioso, más crispado, y hubiera jurado que sería incapaz
de decirle lo que leía desde hacía una hora.
—¿No tienes hambre? —preguntó la joven.
—No...
Se fumaba cigarrillos y pipas. Estaba oscuro. Las aldeas dejaban
ver calles mojadas y vacías, iglesias en las que tal vez se decía la misa
mayor. Y Maigret tampoco intentaba volver a sopesar los hechos uno a
uno, precisamente por temor al hastío, porque después de dos semanas
y media sólo pensaba en aquel asunto. El joven, frente a él, iba vestido
sobriamente, más como un inglés que como un parisino: traje gris
hierro, abrigo gris sin botones aparentes, sombrero hongo y, para
completar el conjunto, un paraguas que había colocado en la red
inferior. Si se hubiese pronunciado su nombre en el compartimento,
todo el mundo hubiese temblado, porque, entre los periódicos
diseminados sobre las rodillas, la mitad por lo menos hablaban todavía
de él.
Un bonito nombre: Jehan d'Oulmont. Una excelente familia
belga, varias veces representada en la Historia. Jehan d'Oulmont era
rubio; tenía los rasgos bastante finos, pero la piel, demasiado sensible,
enrojecía con facilidad, y los rasgos fácilmente agitados por tics
nerviosos.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Por dos veces Maigret le había tenido frente a él, en su despacho


de la Policía Judicial y, por dos veces, durante horas, había intentado en
vano hacer doblegar al joven.
—¿Admite que desde hace dos años es la desesperación de su
familia?
—¡Eso le importa a mi familia!
—Después de haber iniciado sus estudios de Derecho, le han
echado de la Universidad de Lovaina por notoria mala conducta.
—Vivía con una mujer...
—¡Perdón! Con una mujer a la que un negociante de Anvers
mantenía...
—¡El detalle carece de importancia!
—Maldecido por su familia, vino a París... Se le ha visto sobre
todo en las carreras y en los locales nocturnos... Se hacía llamar conde
d'Oulmont, título al que no tiene derecho...
—Hay gentes a las que esto les gusta...
Siempre la misma sangre fría, a despecho de una palidez
enfermiza.
—Conoció a Sonia Lipchitz y no ignoraba nada de su pasado...
—Yo no me permito juzgar el pasado de una mujer...
—A los veintitrés años, Sonia Lipchitz ya ha tenido numerosos
protectores... El último le dejó una cierta fortuna que ella ha dilapidado
en menos de dos años...
—Lo que prueba que no soy interesado, porque, en ese caso,
habría llegado demasiado tarde...
—No ignora que su tío, el conde Adalbert d'Oulmont —se tiene,
en su familia, gusto por los nombres originales—, no ignora, digo, que
bajaba cada mes a París por algunos días, en el hotel del Louvre...
—Para vengarse de la vida austera que se cree obligado a llevar
en Bruselas...
—¡Sea!... Su tío, antiguo acostumbrado al hotel, reservaba
siempre el mismo apartamento, el 318... Cada mañana montaba a
caballo, en el Bois, almorzaba a continuación en un cabaret de moda y
luego se encerraba en su apartamento hasta las cinco...
—¡Debía necesitar reposo! —replicaba cínicamente el joven—
¡A su edad!...

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

—A las cinco hacía subir al peluquero y a la manicura y...


—Y frecuentaba a continuación, hasta las dos de la mañana, los
lugares en los que se encuentran mujeres hermosas...
—Todavía exacto...
Porque si el conde d'Oulmont, en cierta época de su vida, había
sido un diplomático distinguido, era forzoso admitir que con la edad se
había identificado poco a poco con el repertorio de viejos verdes y que
no le faltaba ni la peluca.
—Siempre se ha dicho...
—Y le ayudó varias veces con sus subsidios...
—Y con sus lecciones de moral... Una cosa compensa la otra...
—Dos días antes del drama, en un bar de los Champs Elysées,
usted le presentó a su amante Sonia Lipchitz...
—Como usted le hubiese presentado a su mujer...
—¡Perdón! Tomaron el aperitivo los tres y luego, bajo el
pretexto de una cita de negocios, usted les dejó solos... En este
momento, usted estaba, usted y Sonia, como se dice, a dos velas.
Después de haber vivido largo tiempo en el hotel Berry, cerca de los
Champs Elysées, en donde dejó a una ardiente coqueta, cuesta verle
ahora yendo a parar a un hotel más que modesto del bulevar
Batignolles...
—¿Me lo reprocha?
—Hay que creer que Sonia no le gustó a su tío, que la dejó
inmediatamente después de cenar para ir a un pequeño teatro...
—¿Otro reproche?
—Dos días después, el viernes, hacia las tres y media, el conde
d'Oulmont era asesinado en su apartamento, en donde, como de
costumbre, echaba la siesta... Según el dictamen del forense, fue abatido
por un golpe violento propinado por medio de un tubo de plomo o una
barra de hierro...
—Ya he sido registrado... —contestó socarronamente el joven.
—¡Lo sé! E incluso tenía una coartada. Me enseñó, al día
siguiente, su carnet de apuestas, porque usted es un aficionado a las
carreras... La tarde de la muerte, estaba en Longchamp y apostó a dos
caballos en cada carrera... Tickets de la Mutua, encontrados en su
abrigo, lo han establecido así y camaradas suyos le vieron una o dos
veces en el transcurso de la tarde...

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

—¿Usted ve?
—Lo que no impide que hubiese tenido tiempo, en el curso de la
reunión, de subir a un taxi y llegar hasta su tío...
—¿Alguien me vio?
—Conoce lo bastante el hotel del Louvre para saber que no se
presta atención a las idas y venidas de los clientes habituales... Sin
embargo, un botones cree acordarse...
—¿No le parece que es demasiado vago?
—Una suma de treinta y dos mil francos en billetes franceses le
fue robada a su tío.
—¡De tenerlos, hubiera tenido tiempo de pasar la frontera!
—También lo sé. No se encontró nada en su hotel. ¡Mejor! Dos
días más tarde, su amante empeñaba sus dos últimos anillos en el
Crédito Municipal y usted vive ahora de los cinco mil francos que ella
recibió a cambio...
—¡Por lo tanto...!
¡Ése era todo el asunto! Dicho de otra manera, casi el crimen
perfecto. La coartada era de las que no se pueden contradecir con éxito.
Gente había visto a Jehan en las carreras aquella tarde. Pero, ¿a qué
hora? Había jugado. Pero, en ciertas carreras, su amante había podido
jugar por él y no hay mucha distancia entre Longchamp y la calle
Rivoli. ¿Un tubo de plomo, una masa de hierro? Todo el mundo puede
procurarse uno y desembarazarse de él sin dificultad. Y todo el mundo,
con un poco de habilidad, puede introducirse en un gran hotel sin
hacerse notar. ¿El golpe de los anillos empeñados a los dos días? ¿El
carnet de apuestas de d'Oulmont?
—Usted mismo admite —decía este último— que mi buen tío
recibía a veces mujeres en su cuarto. ¿Por qué no busca por ese lado?
Y, lógicamente, no había ni una fisura en su razonamiento.
Tenía tan poco que, cuando se presentó en el Quai des Orfevres, tras
dos interrogatorios, y había manifestado el deseo de volver a Bélgica, se
había visto obligado, a falta de elementos suficientes, a darle la
autorización. He aquí el porqué, desde hacía doce días, Maigret
empleaba su vieja táctica: hacer seguir a su hombre paso a paso, minuto
a minuto, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, hacerlo
seguir ostensiblemente a fin de que el hastío, si se producía en uno de
los dos campos, se produjese a su lado.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

He aquí por qué también, aquella mañana, había tomado sitio en


el compartimento, frente al joven que, al verle, había esbozado un
saludo y que estaba obligado, durante horas, a representar la comedia de
la desenvoltura.
¡Crimen vicioso! ¡Crimen sin excusa! ¡Crimen tanto más odioso
en cuanto que cometido por un pariente de la víctima, por un muchacho
instruido y sin taras aparentes! ¡Crimen a sangre fría también! ¡Crimen
casi científico! Para los jurados, esto se traduce por una cabeza que cae.
Y aquella cabeza, un poco pálida, cierto, apenas coloreada en los
pómulos, se levantó para la inspección aduanera. Faltó poco para que
hubiese protestas en el compartimiento. Maigret había dado órdenes por
teléfono y, para la pareja, el registro fue minucioso, tan minuciosos que
se hacía indiscreto.
Resultado: ¡nada! Jehan d'Ouldmont sonreía con su pálida
sonrisa. Sonreía a Maigret. Sabía que era su enemigo. Se percataba
también de que era una guerra de usura, pero una guerra en la que su
cabeza estaba en juego. Uno lo sabía todo: el asesino. Cuándo, cómo, en
qué minuto, en qué circunstancias había sido cometido el crimen. Pero
el otro, Maigret, que fumaba su pipa, a despecho de los gemidos de su
vecina, a la que molestaba el tabaco, ¿qué sabía? ¿qué había
descubierto?
¡Guerra de agotamiento, sí! Pasada la frontera, Maigret carecía
del derecho de intervenir y se acababan de divisar los primeros caseríos
de Borinage. Entonces, ¿por qué estaba allí? ¿Por qué se obstinaba?
¿Por qué en el vagón restaurante, a donde la pareja iba a tomar el
aperitivo, se instalaba en la misma mesa, amenazador y silencioso? ¿Por
qué en Bruselas, iba al Palace, en donde Jehan d'Oulmont y su amante
tomaban un apartamento? ¿Había descubierto Maigret una fisura en la
coartada? ¿Había olvidado Jehan d'Oulmont algún detalle que le había
traicionado? ¡Claro que no! En ese caso, le hubiese arrestado en
Francia, le hubiese entregado a los tribunales franceses, lo que
comportaba, sin disputa, la pena de muerte...
Y Maigret, en el Palace, ocupaba la habitación contigua. Maigret
dejaba su puerta abierta, bajaba detrás de la pareja al restaurante,
paseaba tras ellos a lo largo de los escaparates de la calle Neuve,
entraba en la misma cervecería, siempre obstinado y tranquilo en
apariencia.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Sonia estaba casi tan febril como su compañero. Al día siguiente


no se levantó hasta las dos y la pareja almorzó en su habitación. Y oían
el sonido del teléfono, porque Maigret encargaba el almuerzo.
Un día... Dos días... Los cinco mil francos debían acabarse...
Maigret seguía allí, con la pipa en la boca, las manos en los bolsillos,
sombrío y paciente. Pero ¿qué sabía? ¿Quién hubiera podido decir lo
que sabía?
¡En verdad Maigret no sabía nada! Maigret "sentía". Maigret
estaba seguro del caso, hubiera apostado su apellido a que tenía razón.
Pero en vano había dado vueltas cien veces al problema en su cabeza,
había interrogado a los choferes de París y en particular a los
especialistas en carreras.
—¡Ya sabe! Vemos tanto... ¿Tal vez...?
Tanto más cuanto que Jehan d'Oulmont no tenía nada de
particular y que las gentes a las que enseñaba su fotografía reconocían
inmediatamente a algún otro. El olfato no bastaba. La convicción
tampoco. La justicia exige una prueba y Maigret seguía buscando sin
saber quién se cansaría primero. Paseó tras la pareja por el Jardín
Botánico. Asistió a veladas de cine. Comió y cenó en excelentes
cervecerías, como le gustaba, y se atiborró de cerveza. A la lluvia la
había reemplazado una especie de nieve fundida. El martes, calculaba el
comisario, apenas les quedaban trescientos francos belgas a sus
víctimas y tal vez, se dijo, tendrían que echar mano del "tesoro
escondido".
Era una vida agotadora y, por la noche, tenía que despertarse al
menor ruido producido en la vecina habitación. Pero seguía como esos
perros que, tumbados en el suelo se dejan aplastar antes que retroceder.
La gente, a su alrededor, continuaba sin darse cuenta de nada. Se servía
al pálido Jehan d'Oulmont como a un cliente cualquiera sin percatarse
de que su cabeza no estaba muy segura sobre sus hombros. En un
dancing, alguien invitó a Sonia; luego desapareció, la volvió a invitar
una hora más tarde y jugó tercamente con su bolso. Ese alguien, que
parecía un joven de buena familia, hizo de lejos una señal de amistad a
d'Oulmont. Era poca cosa. Transcurría ya el tercer día en Bruselas. Y
sin embargo, en aquel minuto, Maigret tuvo por fin la esperanza de
triunfar.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Lo que hizo entonces era tan poco corriente en él que la señora


Maigret se hubiese quedado de una pieza. Se dirigió hacia la bar de la
boîte y se tomó varias copas en compañía de mujeres que le asaltaban;
pareció divertirse mas allá de los límites admitidos y acabó, casi
vacilante, por invitar a Sonia a bailar.
—¡Si puede tenerse en pie! —dijo secamente.
Dejó su bolso sobre la mesa, dirigió una ojeada a su amante,
pero éste a su vez salió a bailar con una de las señoras de la casa. En
aquel momento, mientras las dos parejas estaban mezcladas entre las
demás, bajo una luz anaranjada, ¿quién hubiera podido prever lo que
iba a pasar? Maigret, acabado el baile, no estaba solo. Un hombrecillo
vestido de negro le acompañaba hasta la mesa de la pareja y era él quien
pronunciaba:
—¿Señor Jehan d'Oulmont?... Sin ruido... Sin escándalo... Estoy
encargado por la Sûreté belga de detenerle...
El bolso seguía allí, sobre la mesa. Maigret parecía pensar en
otra cosa.
—¿Detenerme en virtud de qué?
—De una orden de extradición...
Entonces la mano de d'Oulmont alcanzó el bolso. Luego, de
repente, el joven se incorporó, apuntó sobre Maigret un revólver y...
-He ahí uno que no irá al paraíso —farfulló.
Una detonación. Maigret seguía de pie, con las manos en los
bolsillos. Jehan, con el revólver en la mano, se asustaba. Los bailarines
huían. El habitual maremágnum...
—¿Comprende? —decía Maigret al jefe de la Sûreté de
Bruselas—. Yo carecía de pruebas. ¡Sólo tenía indicios! Y le sabía tan
inteligente como yo...
-¡Que había matado a su tío, yo era incapaz de demostrarlo! Y
sin duda hubiese escapado al castigo si...
—¿Si...?
—Si no hubiese sido antiguo estudiante de Derecho y si la pena
de muerte hubiese existido realmente en Bélgica... Me explico... En
Francia, mató a su tío por necesidad de dinero... Sabía que allí su
cabeza estaba en juego... Refugiado en Bruselas, está seguro de la
extradición si el crimen llega a ser probado... ¡Y yo continúo detrás de
él! Dicho de otra forma, tal vez tengo indicios o pruebas... No tiene
salvación...

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

-O más bien sí... Una cosa puede salvarle de la guillotina, una


cosa que ya salvó al asesino Danse... El que comete una nueva muerte,
antes de efectuarse la extradición, será juzgado por la Justicia belga que
no conoce la pena de muerte, pero que le enviará a la cárcel para el
resto de sus días... Este es el dilema en el que he querido arrinconarle
siguiéndole paso a paso. Carecía de arma. El gesto de su amante, esta
noche, mientras la pareja estaba en las últimas, me ha hecho ver que
habían conseguido, gracias a la complicidad de un antiguo camarada,
procurarse una, que se encuentra en el bolso.
"Durante el baile, un agente ha cambiado el revólver cargado de
balas por uno cargado con salvas...
"Luego el arresto...
"Jehan d'Oulmont, asustado, que se juega la cabeza, prefiere
cadena perpetua en Bélgica y dispara...
"¿Comprende?"
¡Había comprendido, sí! Había comprendido que un segundo
crimen salvaba la vida al asesino del anciano conde d'Oulmont. Por lo
demás, la sonrisa sarcástica del joven proclamaba:
—¡Ya ve como no tendrá mi cabeza!
¡Su cabeza, no! ¡Lo que no impide que ya no pueda hacer daño!
¡Y que, por fin, Maigret tenía derecho a pensar en otra cosa!

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Pequeña parábola de Chindo - Camilo José Cela

“Chindo” es un perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos.


Es rabón y tiene la piel sin lustre, corta la alzada, flácidas las orejas.
“Chindo” es un perro hospiciano y sentimental, arbitrario y cariñoso,
pícaro a la fuerza, errabundo y amable, como los grises gorriones de la
ciudad.
“Chindo” tiene el aire, entre alegre e inconsciente, de los niños
pobres, de los niños que vagan sin rumbo fijo, mirando para el suelo en
busca de la peseta que alguien, seguramente, habrá perdido ya.
“Chindo”, como todas las criaturas del Señor, vive de lo que cae del
cielo, que a veces es un mendrugo de pan, en ocasiones una piltrafa de
carne, de cuando en cuando un olvidado resto de salchichón, y siempre,
gracias a Dios, una sonrisa que sólo “Chindo” ve.
“Chindo”, con la conciencia tranquila y el mirar adolescente, es
perro entendido en hombres ciegos, sabio en las artes difíciles del
lazarillo, compañero leal en la desgracia y en la oscuridad, en las
tinieblas y en el andar sin fin, sin objeto y con resignación.
El primer amo de “Chindo”, siendo “Chindo” un cachorro, fue un
coplero barbudo y sin ojos, andariego y decidor, que se llamaba Josep, y
era, según decía, del caserío de Soley Avall, en San Juan de las Abadesas
y a orillas de un río Ter niño todavía. Josep, con su porte de capitán en
desgracia, se pasó la vida cantando por el Ampurdán y la Cerdaña, con su
voz de barítono montaraz, un romance andarín que empezaba diciendo:

Si t´agrada córrer mon,


algun dia, sense pressa,
emprèn la llarga travessa
de Ribes a Camprodon,
passant per Caralps i Núria,
per Nou Creus, per Ull de Ter
i Setcases, el primer
llogaret de la planúria

“Chindo”, al lado de Josep, conoció el mundo de las montañas y


del agua que cae rodando por las peñas abajo, rugidora como el diablo
preso de las zarzas y fría como la mano de las vírgenes muertas.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

“Chindo”, sin apartarse de su amo mendigo y trotamundos, supo


del sol y de la lluvia, aprendió el canto de las alondras y del minúsculo
aguzanieves, se instruyó en las artes del verso y de la orientación, y vivió
feliz durante toda su juventud. Pero un día…
Como en fábulas desgraciadas, un día Josep, que era ya muy
viejo, se quedó dormido y ya no se despertó más. Fue en la Font de Sant
Gil, la que está sota un capelló gentil. “Chindo” aulló con el dolor de los
perros sin amo ciego a quien guardar, y los montes le devolvieron su frío
y desconsolado aullido. A la mañana siguiente, unos hombres se llevaron
el cadáver de Josep encima de un burro manso y de color ceniza, y
“Chindo”, a quien nadie miró, lloró su soledad en medio del campo, la
historia -la eterna historia de los dos amigos Josep y “Chindo”- a sus
espaldas y por delante, como en la mar abierta, un camino ancho y
misterioso.
¿Cuánto tiempo vagó “Chindo”, el perro solitario, desde la Seo a
Figueras, sin amo a quien servir, ni amigo a quien escuchar, ni ciego a
quien pasar los puentes como un ángel?
“Chindo” contaba el tránsito de las estaciones en el reloj de los
árboles y se veía envejecer -¡once años ya!- sin que Dios le diese la
compañía que buscaba.
Probó a vivir entre los hombres con ojos en la cara, pero pronto
adivinó que los hombres con ojos en la cara miraban de través,
siniestramente, y no tenían sosiego en le mirar del alma.
Probó a deambular, como un perro atorrante y sin principios, por
las plazuelas y por las callejas de los pueblos grandes -de los pueblos con
un registrador, dos boticarios y siete carnicerías- y al paso vio que, en los
pueblos grandes, cien perros se disputaban a dentelladas el desmedrado
hueso de la caridad.
Probó a echarse al monte, como un bandolero de los tiempos
antiguos, como un José María el Tempranillo, a pie y en forma de perro,
pero el monte le acuñó en su miedo, la primera noche, y lo devolvió al
caserío con los sustos pegados al espinazo, como caricias que no se
olvidan.
“Chindo”, con gazuza y sin consuelo, se sentó al borde del
camino a esperar que la marcha del mundo lo empujase adonde quisiera,
y, como estaba cansado, se quedó dormido al pie de un majuelo lleno de
bolitas rojas y brillantes como si fueran de cristal.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Por un sendero pintado de color azul bajaban tres niñas ciegas con
la cabeza adornada con la pálida flor del peral. Una niña se llamaba
María, la otra Nuria y la otra Montserrat. Como era el verano y el sol
templaba el aire de respirar, las niñas ciegas vestían trajes de seda, muy
endomingados, y cantaban canciones con una vocecilla amable y de
cascabel. “Chindo”, en cuanto las vio venir, quiso despertarse, para
decirles:
-Gentiles señoritas, ¿quieren que vaya con ustedes para enseñarles
dónde hay un escalón, o dónde empieza el río, o dónde está la flor que
adornará sus cabezas? Me llamo “Chindo”, estoy sin trabajo y, a cambio
de mis artes, no pido más que un poco de conversación.
“Chindo” hubiera hablado como un poeta de la Edad Media. Pero
“Chindo” sintió un frío repentino. Las tres niñas ciegas que bajaban por
un sendero pintado de azul se fueron borrando tras una nube que cubría
toda la tierra. “Chindo” ya no sintió frío. Creyó volar, como un leve
milano, y oyó una voz amiga que cantaba:

Si t´agrada córrer mon,


algun dia, sense pressa…

“Chindo”, el perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos,


estaba muerto al pie del majuelo de rojas y brillantes bolitas que parecían
de cristal. Alguien oyó sonar por el cielo las ingenuas trompetas de los
ángeles más jóvenes.

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Para qué sirve la corbata - Martín Blasco

En el colegio sacaron fotos de todos los cursos. Trajeron un


fotógrafo de afuera y todo. Nos pidieron que fuéramos bien vestidos para
las fotos. La maestra dice que en las fotos tenemos que salir lindos y
arreglados porque son el recuerdo que nos va a quedar del colegio. Pero
la verdad es que en el colegio estamos siempre sucios y desarreglados,
así que no creo que esa foto nos sirva para recordar el colegio. Quizá la
maestra espera que con los años, cuando seamos viejos, nos olvidemos de
todo y al ver las fotos pensemos que todos los días íbamos vestidos así.
La cuestión es que a los varones nos hicieron poner corbata. Yo
nunca antes me había puesto una, ¡son muy incómodas! Igual fue una
buena idea, porque las fotos quedaron graciosísimas.
Al colorado, que es muy grandote, le puso la corbata la maestra y
como al mismo tiempo estaba retando al gordo Aníbal, le hizo el nudo
muy fuerte. Tan fuerte que el colorado se puso todo rojo. Pero a nadie le
llamó la atención. Siempre está todo rojo. Pelufo, en la otra punta de la
foto, tenía una corbata del hermano mayor que le llegaba hasta la rodilla.
Peña tenía un moño en vez de corbata, él siempre quiere llamar la
atención, y le cantábamos “el ñoño tiene moño...”, con una musiquita
tipo del Caribe muy linda. La musiquita la inventó Bruno, es muy bueno
para la música. Tiene mucho ritmo y con la lapicera y el pupitre hace una
batería bárbara. Mamá me dijo que es porque es uruguayo y que todos los
uruguayos tienen ritmo. Ella lo sabe porque antes de casarse tuvo un
novio uruguayo, pero no puede hablar del tema porque papá se enoja.
Al que le quedaba increíble la corbata era al gordo Aníbal. La
usaba con anteojos negros de sol y parecía un mafioso de esos de
película. A la maestra sin embargo no le gustaba mucho. ¿Quién la
entiende?
Pero vamos con la pregunta. Lo que todos nos preguntábamos era:
¿para qué sirve la corbata? En serio, piénsenlo.
- Para abrigar el cuello -, dijo Agustín. Pero todos estuvimos de
acuerdo en que no puede ser, para eso ya está la bufanda, que es mucho
mejor.
- Para usar el botón de arriba de las camisas -, dijo Pelufo. Y ahí
nos preguntamos si será así o será que el botón está para poder usar la
corbata. Lo que es como la pregunta de si vino primero el huevo o la
gallina.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

- Como adorno -, dijo Peña. Todos nos reímos: ¡si es horrible!


No, como adorno no puede ser.
Por más que hablamos mucho del tema no encontramos cuál es la
utilidad de la corbata. Igual fue un día divertido y la foto salió buenísima.
Justo cuando el fotógrafo sacó la foto el colorado se desmayó por culpa
de la corbata ajustada, y como estábamos en una grada y él estaba arriba
de todo, al caerse tiró a todo el mundo.
En la foto se ve una montaña de gente una arriba de otra. Es muy
graciosa, aunque la maestra se puso a llorar. Al colorado hubo que
llevarlo al hospital.

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Matar a un niño - Stig Dagerman

Es un día suave y el sol esta oblicuo sobre la llanura. Pronto


sonarán las campanas, porque es domingo. Entre dos campos de centeno,
dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron antes, y en los
tres pueblos de la planicie resplandecen los vidrios de las ventanas.
Algunos hombres se afeitan frente a los espejos en las mesas de las
cocinas, las mujeres cortan pan para el café, canturreando, y los niños
están sentados en el suelo y abrochan sus blusas.
Es la mañana feliz de un día desgraciado, porque este día un niño
será muerto, en el tercer pueblo, por un hombre feliz. Todavía el niño
está sentado en el suelo y abrocha su camisa, y el hombre que se afeita
dice que hoy harán un paseo en bote por el riachuelo, y la mujer
canturrea y coloca el pan, recién cortado, en un plato azul. Ninguna
sombra atraviesa la cocina, y, sin embargo, el hombre que matará al niño
está al lado de la bomba de bencina roja, en el primer pueblo.
Es un hombre feliz que mira en una cámara, y en el cristal ve un
pequeño carro azul, y a su lado a una muchacha que ríe. Mientras la
muchacha ríe y el hombre toma la hermosa fotografía, el vendedor de
bencina ajusta la tapa del tanque y asegura que tendrán un bonito día.
La muchacha se sienta en el carro, y el hombre que matará al niño
saca su billetera del bolsillo y comenta que viajarán hasta el mar, y en el
mar pedirán prestado un bote y remarán lejos, muy lejos. A través de los
vidrios bajados, oye la muchacha, en el asiento delantero, lo que él habla;
ella cierra los ojos, ve el mar y al hombre junto a sí en el bote. No es
ningún hombre malo, es alegre y feliz, y antes de entrar en el carro se
detiene un instante frente al radiador que centellea al sol, y se goza del
brillo y del olor de bencina y de ciruelo silvestre. No cae ninguna sombra
sobre el carro, y el refulgente parachoques no tiene ninguna abolladura y
no está rojo de sangre.
Pero, al mismo tiempo que, en el primer pueblo, el hombre cierra
la puerta izquierda del carro y tira el botón de arranque, en el tercer
pueblo, la mujer abre su alacena, en la cocina, y no encuentra el azúcar.
El niño, que ha abrochado su camisa y que ha amarrado los cordones de
sus zapatos, está de rodillas en el sofá y contempla el riachuelo que
serpentea entre los alisos, y el negro bote que está medio varado sobre el
pasto.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

El hombre que perderá a su hijo está recién afeitado y, en ese


momento, pliega el soporte del espejo. En la mesa, las tazas de café, el
pan, la crema y las moscas. Sólo el azúcar falta, y la madre ordena a su
hijo que corra donde los Larsson y pida prestados algunos terrones. Y
mientras el niño abre la puerta, le grita el padre que se dé prisa, porque el
bote espera en la ribera. Remarán tan lejos como nunca antes remaron.
Cuando el niño corre a través del jardín, en todo momento piensa
en el riachuelo y en los peces que saltan, y nadie le susurra que sólo le
quedan ocho minutos para vivir y que el bote permanecerá allí donde está
todo el día y muchos otros días. No es lejos lo de los Larsson:
únicamente cruzar el camino, y mientras el niño corre atravesándolo, el
pequeño carro azul entra en el otro pueblo. Es un pueblo pequeño con
pequeñas casas rojas, con gente que acaba de despertar, que está en su
cocina con las tazas de café levantadas y observan al carro venir por el
otro lado del seto con grandes nubes de polvo detrás de sí.
Va muy rápido, y el hombre en el carro ve cómo los álamos y los
postes de telégrafo, recién alquitranados, pasan como sombras grises.
Sopla verano por la ventanilla. Salen velozmente del pueblo. El carro se
mantiene seguro en medio del camino. Están solos todavía. Es placentero
viajar completamente solos por un liso y ancho camino, y a campo
abierto es mucho mejor aún. El hombre es feliz y fuerte, y en el codo
derecho siente el cuerpo de su futura mujer. No es ningún hombre malo.
Tiene prisa por alcanzar el mar. No sería capaz de matar a una mosca,
pero sin embargo, pronto matará a un niño. Mientras avanzan hacía el
tercer pueblo, cierra la muchacha otra vez los ojos y juega que no los
abrirá hasta que puedan ver el mar, y al compás de los muelles tumbos
del carro, sueña en lo terso que estará.
¿Por qué la vida está construida con tanta crueldad, que un minuto
antes de que un hombre feliz mate a un niño, todavía es feliz y un minuto
antes de que una mujer grite de horror, puede cerrar los ojos y soñar en el
ancho mar, y durante el último minuto de la vida de un niño pueden sus
padres estar sentados en una cocina y esperar el azúcar y hablar sobre los
dientes blancos de su hijo y sobre un paseo en bote, y el niño mismo
puede cerrar una verja y empezar a atravesar un camino con algunos
terrones en la mano derecha envueltos en papel blanco; y durante este
último minuto no ver otra cosa que un largo y brillante riachuelo con
grandes peces y un ancho bote con callados remos?

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Después, todo es demasiado tarde. Después, está un carro azul al


sesgo en el camino, y una mujer que grita retira la mano de la boca, y la
mano sangra. Después, un hombre abre la puerta de un coche y trata de
mantenerse en pie, aunque tiene un abismo de terror dentro de sí.
Después hay algunos terrones de azúcar blanca desparramados
absurdamente entre la sangre y la arenilla, y un niño yace inmóvil boca
abajo, con la cara duramente apretada contra el camino. Después, llegan
dos lívidas personas que todavía no han podido beber su café, que salen
corriendo desde la verja y ven en el camino un espectáculo que jamás
olvidarán.
-Porque no es verdad que el tiempo cure todas las heridas-. El
tiempo no cura la herida de un niño muerto y cura muy mal el dolor de
una madre que olvidó comprar azúcar y mandó a su hijo a través del
camino para pedirla prestada; e igualmente, mal cura la congoja del
hombre feliz, que lo mató..
Porque el que ha matado a un niño, no va al mar. El que ha
matado a un Niño vuelve lentamente a casa en medio del silencio, y junto
a sí lleva una mujer muda con la mano vendada; y en todos los pueblos
por los que pasan ven que no hay ni una sola persona alegre. Todas las
sombras son más oscuras, y cuando se separan todavía es en silencio; y el
hombre que ha matado a un niño sabe que este silencio es su enemigo, y
que va a tener que necesitar años de su vida para vencerlo, gritando que
no fue su culpa. Pero sabe que esto es mentira, y en sus sueños de las
noches deseará en cambio tener un solo minuto de su vida pasada para
"hacer este solo minuto diferente".
Pero tan cruel es la vida para el que ha matado a un niño, que
después todo es demasiado tarde.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

El hombre sin cabeza - Ricardo Mariño

El hombre, el escritor, solía trabajar hasta muy avanzada la noche.


Inmerso en el clima inquietante de sus propias fantasías escribía cuentos
de terror. La vieja casona de aspecto fantasmal en la que vivía le
inspiraba historias en las que inocentes personas, distraídas en sus
quehaceres, de pronto conocían el horror de enfrentar lo sobrenatural.
Los cuentos de terror suelen tener dos protagonistas: uno que es
víctima y testigo, y otro que encarna el mal. El "malo" puede ser un
muerto que regresa a la vida, un fantasma capaz de apoderarse de la
mente de un pobre mortal, alguna criatura de otro mundo que trata de
ocupar un cuerpo que no es el suyo, un hechicero con poderes
diabólicos...
Un escritor sentado en su sillón, frente a una computadora, a
medianoche, en un enorme caserón que sólo él habita, se parece bastante
a las indefensas personas que de pronto se ven envueltas en esas
situaciones de horror. Absorto en su trabajo, de espaldas a la gran sala de
techos altos, con muebles sombríos y una lúgubre iluminación, bien
podría resultar él también una de esas víctimas que no advierten a su
atacante sino hasta un segundo antes de la fatalidad.
El cuento que aquella noche intentaba crear Luis Lotman, que así
se llamaba el escritor, trataba sobre un muerto que, al cumplirse cien
años de su fallecimiento, regresaba a la antigua casa donde había vivido
o, mejor dicho, donde lo habían asesinado.
El muerto regresaba con un cometido: vengarse de quien lo había
matado. ¿Cómo podía vengarse de quien también estaba muerto? El
muerto del cuento se iba a vengar de un descendiente de su asesino.
Para dotar al cuento de detalles realistas, al escritor se le ocurrió
describir su propia casa. Tomó un cuaderno, apagó las luces y recorrió el
caserón llevando unas velas encendidas. Quería experimentar las
impresiones del personaje-víctima, ver con sus ojos, percibir e
inquietarse como él. Los detalles precisos dan a los cuentos cierto efecto
de verosimilitud: una historia increíble puede parecer verdad debido a la
lógica atinada de los eslabones con que se va armando y a los vívidos
detalles que crean el escenario en que ocurre.
La casa del escritor era un antiquísimo caserón heredado de un tío
—hermano de su padre— muerto de un modo macabro hacía muchos
años.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Los parientes más viejos no se ponían de acuerdo en cómo había


ocurrido el crimen, pero coincidían en un detalle: el cuerpo había sido
encontrado en el sótano, sin la cabeza.
De chico, el escritor había escuchado esa historia decenas de
veces. Muchas noches de su infancia las había pasado despierto,
aterrorizado, atento a los insignificantes ruidos de la casa. Sin duda, esa
remota impresión influyó en el oficio que Lotman terminó adoptando de
adulto.
Proyectada por la luz de las velas, la sombra de Lotman reflejada
en las altas paredes parecía un monstruo informe que se moviera al lento
compás de una danza fantasmal. Cuando Lotman se acercaba a las velas,
su sombra se agrandaba ocupando la pared y el techo; cuando se alejaba
unos centímetros, su silueta se proyectaba en la pared... sin la cabeza.
Ese detalle lo sobrecogió. ¿Cómo podía aparecer su sombra sin la
cabeza? Tardó un instante en darse cuenta de que sólo se trataba de un
efecto de la proyección de la sombra: su cuerpo aparecía en la pared y la
cabeza en el techo, pero la primera impresión era la de un cuerpo sin
cabeza.
Anotó en su cuaderno ese incidente, que le pareció interesante: el
protagonista camina alumbrándose con velas y, como algo premonitorio,
observa que en su sombra falta la cabeza. El personaje no se asusta, es
sólo un hecho curioso. No se asusta porque él desconoce que en minutos
su destino tendrá relación con un hombre sin cabeza. Y no se asusta —
pensó Lotman—, porque así se asustará más al lector.
Terminó de anotar esa idea, cerró el cuaderno y decidió bajar al
sótano. Los apolillados encastres de la escalera emitían aullidos a cada
pie que él apoyaba. En un año de vivir allí sólo una vez se había asomado
al sótano, y no había permanecido en él más de dos minutos debido al
sofocante olor a humedad, las telas de araña, la cantidad de objetos
uniformados por una capa de polvo y la desagradable sensación de
encierro que le provocaba el conjunto. Cien veces se había dicho: "Tengo
que bajar al sótano a poner orden". Pero jamás lo hacía.
Se detuvo en el medio del sótano y alzó el candelabro para
distinguir mejor. Enseguida percibió el olor a humedad y decidió regresar
a la escalera. Al girar, pateó involuntariamente el pie de un maniquí y, en
su afán de tomarlo antes de que cayera, derribó una pila de cajones que le
cerraron el paso hacia la escalera.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Ahogado, con una mueca de desesperación, intentó caminar por


encima de las cosas, pero terminó trastabillando. Cayó sobre el sillón
desfondado y con él se volteó el candelabro y las velas se apagaron.
Mientras trataba de orientarse, Lotman experimentó, como a
menudo les ocurría a los protagonistas de sus cuentos, la más pura
desesperación. Estaba a oscuras, nerviosísimo, y no encontraba la salida.
Sacudió las manos con violencia tratando de apartar telas de araña, pero
éstas quedaban adheridas a sus dedos y a su cara. Terminó gritando, pero
el eco de su propio grito tuvo el efecto de asustarlo más aún.
Quién sabe cuánto tiempo le llevó dar con la escalera y con la
puerta. Cuando al fin llegó a la salida, chorreando transpiración,
temblando de miedo, atinó a cerrar con llave la puerta que conducía al
sótano. Pero su nerviosismo no le permitía acertar en la cerradura.
Corrió entonces hasta cada uno de los interruptores y encendió a
manotazos todas las luces. Basta de "clima inquietante" para inspirarse en
los cuentos, se dijo. Estaba visto que en la vida real él toleraba
muchísimo menos que alguno de sus personajes capaces de explorar
catacumbas en un cementerio.
Cuando por fin llegó al acogedor estudio donde escribía, se echó a
llorar como un chico.
Una gran taza de café hizo el milagro de reconfortarlo. Se sentó
ante la computadora y escribió el cuento de un tirón.
Un muerto sin cabeza salía del cementerio en una espantosa
noche de tormenta. Había "despertado" de su muerte gracias a una
profecía que le permitía llevar a cabo la deseada venganza pensada en los
últimos instantes de su agonía: asesinar, cortándole la cabeza, a la
descendencia, al hijo de quien había sido su asesino: su propio hermano.
Cuando el escritor puso el punto final a su cuento sintió el alivio
típico de esos casos. Se dejó resbalar unos centímetros en el sillón, apoyó
la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Ya había escrito el cuento que
se había propuesto hacer. Dedicaría el día siguiente a pasear y a
encontrarse con algún amigo a tomar un café.
Sin embargo, de pronto tuvo un extraño presentimiento...
Era una estupidez, una fantasía casi infantil, la tontería más
absurda que pudiera pensarse... Estaba seguro de que había alguien detrás
de él.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Cobardía o desesperación, no se animaba a abrir los ojos y


volverse para mirar. Todavía con los ojos cerrados, llegó a pensar que en
realidad no necesitaba darse vuelta: delante tenía una ventana cuyo
vidrio, con esa noche cerrada, funcionaba como un espejo perfecto.
Pensó con terror que, si había alguien detrás de él, lo vería no bien
abriera los ojos.
Demoró una eternidad en abrirlos. Cuando lo hizo, en cierta
forma vio lo que esperaba, aunque hubo un instante durante el cual se
dijo que no podía ser cierto. Pero era indiscutible: "eso" que estaba
reflejado en el vidrio de la ventana, lo que estaba detrás de él, era un
hombre sin cabeza. Y lo que tenía en la mano era un largo y filoso
cuchillo...

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

El corazón delator - Edgar Allan Poe

¡Es verdad! He sido nervioso; muy nervioso, tremendamente


nervioso. Y lo soy aún. Con la enfermedad mis sentidos se agudizaron,
no se destruyeron ni embotaron. Y por encima de todos estaba la agudeza
de mi oído. Oía todo cuanto hay que oír en el cielo y en la tierra. Y oía
muchas cosas en el infierno. Entonces... ¿cómo puedo estar loco?
Escuchen y vean con qué cordura, con qué calma les puedo contar toda la
historia.
No me es posible decir cómo me vino la idea a la cabeza por
primera vez. Pero sí que una vez concebida me obsesionó día y noche.
No había ningún motivo. No tenía ninguna pasión. Yo quería al viejo.
Nunca había sido injusto conmigo. Jamás me había insultado. Yo no
deseaba su oro. ¡Creo que fue su ojo! Sí, eso fue. Tenía un ojo de buitre,
un ojo azul pálido recubierto con una telilla. Cada vez que este ojo caía
sobre mí se me helaba la sangre. Y así, paso a paso, muy gradualmente,
me decidí a matar al viejo y librarme de este modo, para siempre, de
aquel ojo.
Y aquí está lo más importante. Ustedes suponen que estoy loco
pero los locos no saben nada. En cambio... ¡tendrían que haberme visto! ¡
Deberían haber visto qué atinadamente actué! ¡Con qué precaución, con
qué previsión, con qué disimulo fui realizando mi trabajo!
Nunca estuve tan amable con el viejo como durante toda la
semana anterior a matarlo. Cada noche, hacia las doce, giraba el
picaporte de su puerta y la abría, ¡con toda suavidad!, hasta tener una
abertura suficiente para que cupiera mi cabeza y entonces, introducía una
linterna sorda, cerrada, totalmente cerrada, para que no se filtrara ni un
rayo de luz; después metía mi cabeza. ¡Oh! Os hubierais reído de ver con
cuánta astucia lo hacía. La movía despacio... muy, muy despacio... para
no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora introducir toda la
cabeza por la abertura hasta poder verlo tumbado en su cama. ¿Eh?
¿Habría sido un loco tan prudente? y cuando ya la tenía toda dentro del
cuarto iba abriendo la linterna con mucha cautela, ¡oh, sí! muy, muy
cautelosamente, porque las bisagras chirriaban, hasta que un tenue rayo
de luz caía sobre el ojo de buitre. Esto lo hice durante siete largas noches,
cada noche a las doce en punto, pero siempre encontré el ojo cerrado y
me fue imposible realizar mi trabajo, porque no era el viejo el que me
exasperaba, sino su Mal de Ojo.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Y después cada mañana, al romper el día, entraba decidido en su


habitación y le hablaba animosamente, llamándole cariñosamente por su
nombre y preguntándole cómo había pasado la noche. Como pueden ver
ustedes, tendría que haber sido un viejo muy sagaz para sospechar que
cada noche, exactamente a las doce, yo le observaba mientras dormía.
En la octava noche abrí la puerta con más cautela que nunca. El
minutero de un reloj se mueve más deprisa de lo que yo me movía.
Nunca, hasta aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades,
de mí sagacidad. Apenas podía contener mi sentimiento de triunfo.
¡Pensar que estaba allí abriendo la puerta poco a poco y él ni siquiera
soñaba con mis actos y pensamientos secretos! Ante esta idea sonreí
entre dientes y, quizás, él me oyó, porque de pronto se movió en la cama
como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me volví atrás, pero no. Su
cuarto estaba tan negro como la boca de un lobo (ya que los postigos
tenían pasado el cerrojo por miedo a los ladrones) y yo sabía que él no
podía ver la abertura de la puerta, así que continué empujándola
constantemente.
Tenía ya la cabeza dentro y estaba a punto de abrir la linterna,
cuando mí dedo resbaló sobre el cierre de hojalata y el viejo se incorporó
en la cama gritando: ¿Quién está ahí?
Me mantuve completamente quieto y sin decir palabra. Durante
toda una hora no moví un músculo y en todo este tiempo no le oí volver a
acostarse. Permanecía sentado en la cama escuchando; como yo había
hecho noche tras noche, sintiendo en la pared el tic-tic de la carcoma que
presagia la muerte.
Al poco rato oí un débil gemido y conocí que era el gemido de un
terror mortal. No era un gemido de dolor o de aflicción, ¡oh, no!, era el
sonido grave y ahogado que brota del fondo del alma abrumada por el
terror. Yola conocía bien. Muchas noches, exactamente a media noche,
cuando el mundo entero dormía, salió del fondo de mi alma redoblando
con su espantoso eco los terrores que me trastornaban. Sí, lo conocía
bien. Sabía lo que sentía el viejo y tuve pena de él, aunque para mis
adentros me reía. Supe que había estado despierto desde el primer ruido
ligero, cuando se revolvió en la cama. Estuvo tratando de imaginar que
no tenía importancia, pero no lo consiguió.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Se diría: «Es sólo el viento en la chimenea; no es más que un


ratón que cruza por el suelo», o «tan sólo un grillo que chirrió sólo una
vez». Sí, trataría de reconfortarse con estas suposiciones. Pero todo fue
en vano. Todo en vano; porque la Muerte, acercándose a él furtivamente,
extendió su negro manto y lo envolvió. Y la lúgubre influencia de esta
imperceptible sombra fue la que le hizo sentir, porque ni vio ni oyó, la
presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Cuando hube esperado un largo rato, pacientemente, sin oír que se
acostara de nuevo, decidí abrir una rendija pequeña, muy pequeña, en la
linterna. Y la abrí, ¡no se imaginan ustedes con qué cautela! ¡cuán
cautelosamente!, hasta que al fin un débil rayo de luz, como el hilo de
una araña, salió de la ranura y dio de lleno en el ojo de buitre.
Estaba abierto, desorbitadamente abierto, y mientras lo miraba
fijamente me iba enfureciendo. Lo veía con toda claridad: todo de un
pálido azul con el odioso velo sobre él, que helaba hasta el tuétano de mis
huesos. Pero no veía nada más de la cara o el cuerpo del viejo, porque
instintivamente había dirigido el rayo de luz sobre el punto maldito.
Y ahora bien, ¿no les había dicho yo que lo que toman
equivocadamente por locura es sólo una hipersensibilidad de los
sentidos? Pues bien, en aquel momento, como les digo, llegó a mis oídos
un sonido rápido, monótono y ahogado como el de un reloj envuelto en
algodones. También conocía yo aquel sonido. Era el latir del corazón del
viejo que aumentó mi furor como el redoble de un tambor estimula el
coraje del soldado.
Aun entonces me contuve y permanecí callado. Apenas si
respiraba y sostenía la linterna inmóvil. Traté de mantener el rayo de luz
sobre el ojo todo lo fijo que pude. Y mientras tanto el infernal palpitar del
corazón aumentó. A cada instante era más y más rápido y más y más
fuerte. El terror del viejo debía ser inmenso! i Y momento a momento,
repito, el ruido aumentaba! ¿Me van comprendiendo ustedes? Les dije
que era nervioso y lo soy. Y entonces, a tan altas horas de la noche, en
medio del angustioso silencio de aquella vieja casa, un sonido tan extraño
como aquél me agitó con un terror incontrolable. Pude aún contenerme
durante unos minutos y permanecer inmóvil. ¡Pero el latido resonaba más
y más! Pensé que el corazón tendría que estallar. Y una nueva ansiedad
se apoderó de mí... ¡Algún vecino podría oído! ¡La hora del viejo había
llegado!

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Con un fuerte alarido abrí de par en par la linterna y de un brinco


entré en la habitación. Él dio un solo grito... sólo uno. En un instante 1o
arrastré al suelo y volqué el pesado catre sobre él. Entonces sonreí
alegremente al ver mi hazaña concluida. Pero durante algunos minutos el
corazón continuó latiendo con un sonido apagado. Sin embargo, esto no
me preocupaba ya, porque no podría oírse a través de la pared. Al fin
cesó de latir. El viejo había muerto. Quité el catre y examiné el cadáver.
Sí, estaba muerto, completamente muerto. Puse mi mano sobre su
corazón y la mantuve allí largo rato. No había ningún latido. Estaba
totalmente muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si todavía piensan que estoy loco dejarán de pensado cuando les
describa las juiciosas precauciones que tomé para esconder el cadáver. La
noche iba pasando y yo trabajaba apresuradamente pero sin ruido.
Primero lo descuarticé. Le corté la cabeza, los brazos y las piernas.
Quité después tres tablas del entarimado de la habitación y lo
deposité todo allí. Luego, volví a colocar las tablas tan hábilmente, tan
astutamente, que ningún ojo humano, incluso el suyo, podría haber
encontrado allí algo anormal. No había nada que lavar, ninguna clase de
mancha, ninguna gota de sangre. Fui demasiado cauto para ello. Todo lo
recogí en un cubo... ¡ja, ja!
Al terminar mi trabajo eran las cuatro de la madrugada, tan oscuro
aún como a media noche. Cuando la campana del reloj daba las horas,
llamaron a la puerta de la calle. Bajé a abrir tranquilamente, porque ¿qué
tenía yo ya que temer? Entraron tres señores que muy cortésmente se
presentaron como agentes de policía. Un vecino había oído un grito
durante la noche que despertó sospechas de algún delito; éstas fueron
comunicadas a la oficina de policía y ellos, los agentes, habían sido
encargados de registrar el lugar.
Sonreí porque... ¿qué tenía que temer? Les di la bienvenida. El
grito, expliqué, lo había dado yo en sueños. El viejo, mencioné de paso,
estaba en el campo. Recorrí con mis visitantes toda la casa y les rogué
que registraran, que registraran bien. Al fin los conduje a su habitación.
Les mostré sus tesoros que estaban intactos, sin haber sido tocados. Y en
el máximo de mi confianza llevé sillas hasta la habitación y les rogué que
descansaran allí de las molestias que se habían tomado, mientras yo
mismo, en la desmedida audacia de mi completo triunfo, colocaba mi
silla sobre el lugar exacto en que descansaba el cadáver de mi víctima.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Los agentes estaban satisfechos. Mi comportamiento les había


convencido. Yo me encontraba muy a gusto. Se sentaron y hablaron
sobre cosas generales a las que yo contestaba animadamente. Pero no
mucho después empecé a sentir que empalidecía y deseé que se fueran.
Me dolía la cabeza y sentía un zumbido en los oídos; pero ellos seguían
sentados y continuaban charlando. El zumbido se hizo más perceptible,
no cesaba y cada vez era más intenso. Yo hablaba mucho para librarme
de aquella sensación, pero el zumbido continuaba, cada vez más claro,
hasta que al fin descubrí que el ruido no estaba dentro de mis oídos.
Sin duda me puse muy pálido, pero continué hablando
aceleradamente, con voz muy alta y, sin embargo, el sonido aumentaba.
¿Qué podía hacer? Era un sonido rápido, monótono y ahogado como el
de un reloj envuelto en algodones. Respiraba jadeante y los agentes
seguían sin oír nada. Hablé más deprísa, con más vehemencia y, a pesar
de todo, el ruido aumentaba constantemente. Me levanté y discutí
pequeñeces en un tono muy alto y con violentos gestos, pero el ruido
seguía creciendo. ¡Oh, Dios! ¿por qué no se irían? Medí a grandes pasos
la habitación como si me enfureciera que aquellos hombres me
observaran, pero el ruido continuaba aumentando. ¡Oh, Dios! ¿qué podría
hacer? Lanzaba espumarajos, desvariaba, juraba. Hice girar la silla en la
que estuve sentado y la arrastré por el suelo arañando las tablas. Pero el
ruido lo dominaba todo y crecía sin cesar. ¡ Se hizo más fuerte... más
fuerte... más fuerte! y sin embargo, los hombres hablaban tranquilamente
y son- reían. ¿Sería posible que no oyeran nada? ¡ Dios Todopoderoso!...
¡No, no! ¡Oían y sospechaban y sabían! ¡Se estaban burlando de mi
terror! Lo pensé entonces y aún ahora lo pienso. ¡Pero cualquier cosa era
mejor que aquella agonía! ¡Cualquier cosa era preferible a aquella burla!
¡No pude soportar más sus sonrisas hipócritas! ¡Tenía que gritar o
moriría! y de nuevo ¡escuchen! ¡más intenso... más intenso... más
intenso!
-«¡Canallas!»-, grité frenético, -«¡no disimulen más! ¡Lo confieso
todo! ¡Arranquen las tablas!... ¡ahí, ahí!... ¡ese es el latido de su
aborrecible corazón!»-.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

En la oscuridad - Anton Chejov

Una mosca de mediano tamaño se metió en la nariz del consejero


suplente Gaguin. Aunque se hubiera metido allí por curiosidad, por
atolondramiento o a causa de la oscuridad, lo cierto es que la nariz no
toleró la presencia de un cuerpo extraño y dio muestras de estornudar.
Gaguin estornudó tan ruidosamente y tan fuerte que la cama se
estremeció y los resortes, alarmados, gimieron. La esposa de Gaguin,
María Michailovna, una rubia regordeta y robusta, se estremeció también
y se despertó. Miró en la oscuridad, suspiró y se volvió del otro lado. A
los cinco minutos se dio otra vuelta, apretó los párpados, pero no concilió
el sueño. Después de varias vueltas y suspiros se incorporó, pasó por
encima de su marido, se calzó las zapatillas y se fue a la ventana.
Fuera de la casa, la oscuridad era completa. No se distinguían más
que las siluetas de los árboles y los tejados negros de las granjas. Hacia
oriente había una leve palidez, pero unas masas de nubes se aprestaban a
cubrir esta zona pálida. En el ambiente, tranquilo y envuelto en la bruma,
reinaba el silencio. Y hasta permanecía silencioso el sereno, a quien se
paga para que rompa con el ruido de su chuzo el silencio de la noche, y el
estertor de la negreta, único volátil silvestre que no rehuye la vecindad de
los veraneantes de la capital.
Fue María Michailovna quien rompió el silencio. De pie, junto a
la ventana, mirando hacia fuera, lanzó de pronto un grito. Le había
parecido que una sombra, que procedía del arriate, en el que se destaca
un álamo deshojado, se dirigía hacia la casa. Al principio creyó que era
una vaca o un caballo, pero, después de restregarse los ojos, distinguió
claramente los contornos de un ser humano. Luego le pareció que la
sombra se aproximaba a la ventana de la cocina y, después de detenerse
unos instantes, al parecer por indecisión, ponía el pie sobre la cornisa y...
desaparecía en el hueco negro de la ventana.
"¡Un ladrón!", se dijo como en un relámpago, y una palidez
mortal se extiende por su rostro. En un instante su imaginación le
reprodujo el cuadro que tanto temen los veraneantes: un ladrón se desliza
en la cocina, de la cocina al comedor..., en el aparador está la vajilla de
plata..., más allá el dormitorio..., un hacha..., los rostros de unos
bandidos..., las joyas...

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Le flaquearon las piernas y sintió un escalofrío en la espalda.


-¡Vasia!-exclamó zarandeando a su marido-.
-¡Vasili Pracovich! ¡Dios mío, está roque! ¡Despierta, Vasili, te lo
suplico!
-¿Qué ocurre?-balbucea el consejero suplente, aspirando aire
profundamente y emitiendo un ruido con las mandíbulas.
-¡Despiértate, en el nombre del cielo! ¡Un ladrón ha entrado en la
cocina! Yo estaba junto a la vidriera y he visto que alguien saltaba por la
ventana. De la cocina irá al comedor..., ¡las cucharas están en el
aparador! ¡Vasili! Lo mismo sucedió el año pasado en casa de Mavra.
-¿Qué pasa? ¿Quién... es?
-¡Dios mío! No oye... Pero, comprende, pedazo de tronco... Acabo
de ver a un hombre entrar en nuestra cocina. Pelagia tendrá miedo y... ¡la
vasija de plata está en el aparador!
-¡Majaderías!
-¡Vasili, eres insoportable! Te digo que hay un ladrón en casa y tú
duermes y roncas. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué nos roben y nos
degüellen?
El consejero suplente se incorporó lentamente y se sentó en la
cama bostezando ruidosamente.
-¡Dios mío, qué seres!-gruñó-. ¿Es que ni de noche me puedes
dejar en paz? ¡No se despierta a uno por estas tonterías!
-Te lo juro, Vasili; he visto a un hombre entrar por la ventana.
-¿Y qué? Que entre... Será, seguramente, el bombero de Pelagia
que viene a verla.
-¿Cómo? ¿Qué dices? -Digo que es el bombero de Pelagia que
viene a verla.
-¡Eso es peor aún!-gritó María Michailovna-. ¡Eso es peor que si
fuera un ladrón! Nunca toleraré en mi casa semejante cinismo.
-¡Vaya una virtud!... No permitir ese cinismo... Pero ¿qué es el
cinismo? ¿Por qué emplear a tontas y a locas palabras extranjeras? Es
una costumbre inmemorial, querida mía, consagrada por la tradición, que
el bombero vaya a visitar a las cocineras.
-¡No, Vasili! ¡Tú no me conoces! No puedo admitir la idea de
que, en mi casa, una cosa semejante..., semejante... ¡Vete en seguida a la
cocina a decirle que se vaya! ¡Pero ahora mismo! Y mañana yo diré a
Pelagia que no tenga el descaro de comportarse así. Cuando me muera
puedes tolerar en tu casa el cinismo, pero ahora no lo permito. ¡Vete allá!

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

-¡Dios mío!...-gruñó Gaguin con fastidio-. Veamos, reflexiona en


tu cerebro de mujer, tu cerebro microscópico: ¿por qué voy a ir allí?
-¡Vasili, que me desmayo!
Gaguin escupió con desdén, se calzó sus zapatillas, escupió otra
vez y se dirigió a la cocina. Estaba tan oscuro como en un barril tapado, y
tuvo que andar a tientas. De paso buscó a ciegas la puerta de la alcoba de
los niños y despertó a la niñera.
-Vasilia-le dijo-, cogiste ayer mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?
-Se la he dado a Pelagia para que la limpie, señor.
-¡Qué desorden! Cogéis las cosas y no las volvéis a poner en su
sitio. Ahora tengo que andar por la casa sin bata. Al entrar en la cocina se
dirigió al rincón donde dormía la cocinera sobre el arca, debajo de las
cacerolas...
-¡Pelagia!-gritó, buscando a tientas sus hombros para sacudirla-.
¡Eh, Pelagia! ¡Deja de representar esta comedia! ¡Si no duermes! ¿Quién
acaba de entrar por la ventana?
-¿Eh? ¡Por la ventana! ¿Y quién va a entrar por la ventana?
-Mira, no me andes con cuentos. Dile a tu bribón que se vaya a
otra parte. ¿Me oyes? No se le ha perdido nada por aquí.
-Pero ¿me quiere hacer perder la cabeza, señor? ¡Vamos!... ¿Me
cree tonta? Me paso todo el santo día trabajando, corro de un lado para
otro, sin parar ni un momento, y ahora me sale con esas historias. Gano
cuatro rublos al mes..., tiene una que pagarse su azúcar y su té, y con la
única cosa con que se me honra es con palabras como ésas... ¡He
trabajado en casa de comerciantes y nunca me trataron de una manera tan
baja!
-Bueno, bueno... No hay por qué gritar tanto... ¡Qué se largue tu
palurdo inmediatamente! ¿Me oyes?
-Es vergonzoso, señor-dice Pelagia, con voz llorosa-. Unos
señores cultos... y nobles, y no comprendan que tal vez unos
desgraciados y miserables como nosotros...-se echó a llorar-. No tienen
por qué decirnos cosas ofensivas. No hay nadie que nos defienda.
-¡Bueno, basta!... ¡A mí déjame en paz! Es la señora quien me
manda aquí. Por mí puede entrar el mismo diablo por la ventana, si te
gusta. ¡Me tiene sin cuidado!
Por este interrogatorio ya no le quedaba al consejero más que
reconocer que se había equivocado y volver junto a su esposa. Pero tiene
frío y se acuerda de su bata.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

-Escucha, Pelagia-le dice-. Cogiste mi bata para limpiarla.


¿Dónde está?
-¡Ay, señor, perdóneme! Me olvidé de ponerla de nuevo en la
silla. Está colgada aquí en un clavo, junto a la estufa.
Gaguin, a tientas, busca la bata alrededor de la estufa, se la pone y
se dirigió sin hacer ruido al dormitorio. María Michailovna se había
acostado después de irse su marido y se puso a esperarle. Estuvo
tranquila durante dos o tres minutos, pero en seguida comenzó a
torturarla la inquietud.
"¡Cuánto tarda en volver!-piensa-. Menos mal si es ese... cínico,
pero ¿y si es un ladrón?" Y en su imaginación se pinta una nueva escena:
su marido entra en la cocina oscura..., un golpe de maza..., muere sin
proferir un grito..., un charco de sangre... Transcurrieron cinco minutos,
cinco y medio, seis... Un sudor frío perló su frente.
-¡Vasili!-gritó con voz estridente-. ¡Vasili!
-¿Qué sucede? ¿Por qué gritas? Estoy aquí...-le contestó la voz de
su marido, al tiempo que oía sus pasos-. ¿Te están matando acaso?
Se acercó y se sentó en el borde de la cama.
-No había nadie-dice-. Estabas ofuscada... Puedes estar tranquila,
la estúpida de Pelagia es tan virtuosa como su ama. ¡Lo que eres tú es
una miedosa..., una!...
Y el consejero se puso a provocar a su mujer. Estaba desvelado y
ya no tenía sueño.
-¡Lo que tú eres es una miedosa!-se burla de ella-. Mañana vete a
ver al doctor para que te cure esas alucinaciones. ¡Eres una psicópata!
-Huele a brea-dice su mujer-. A brea o... a algo así como a
cebolla..., a sopa de coles.
-Sí... Hay algo que huele mal... ¡No tengo sueño! Voy a encender
la bujía... ¿Dónde están las cerillas? Te voy a enseñar la fotografía del
procurador de la audiencia. Ayer se despidió de nosotros y nos regaló una
foto a cada uno, con su autógrafo.
Raspó un fósforo en la pared y encendió la bujía. Pero antes de
que hubiese dado un solo paso para buscar la fotografía, detrás de él
resonó un grito estridente, desgarrador. Se volvió y se encontró con que
su mujer le mira con gran asombro, espanto y cólera...
-¿Has cogido la bata en la cocina?-le preguntó palideciendo.
-¿Por qué?

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

-¡Mírate al espejo!
El consejero suplente se miró en el espejo y lanzó un grito
fenomenal. Sobre sus hombros pendía, en vez de su bata, un capote de
bombero. ¿Cómo ha podido ser? Mientras intenta resolver este problema,
su mujer veía en su imaginación una nueva escena, espantosa, imposible:
la oscuridad, el silencio, susurro de palabras, etc. ¿Qué pasa entre Gaguin
y la cocinera? María Michailovna da rienda suelta a su imaginación.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

La muerte de Odjigh - Marcel Schwob

En aquellos tiempos la raza humana parecía a punto de morir, el


orbe solar tenía la frialdad de la luna, un invierno eternal agrietaba el
suelo, las montañas que nacieran vomitando las llameantes entrañas de la
tierra, estaban grises de lava congelada. Ranuras paralelas o en forma de
estrellas cruzaban las comarcas; prodigiosas grietas abiertas de pronto se
tragaban las cosas en brusco descenso, y podían verse deslizar lentamente
hacia ellas hileras de bloques erráticos. El aire oscuro estaba salpicado de
agujillas transparentes; una blancura siniestra cubría los campos; la
universal irradiación de plata parecía secar el mundo. Ya no había
vegetación, sólo pocas manchas de liquen pálido sobre las rocas. La
osamenta del globo se había despojado de su carne, hecha de tierra, y las
llanuras se extendían como esqueletos. La muerte invernal atacaba la
vida inferior; los animales del mar habían perecido presos en los hielos;
luego murieron los insectos que hormigueaban sobre las plantas
trepadoras, los animales que transportaban sus crías en bolsas del vientre
y los seres casi voladores que poblaban las grandes selvas; hasta donde
alcanzaba la vista no había árboles ni nada verde, sólo quedaba vivo lo
que habitaba cavernas o cuevas.
También se habían extinguido ya dos razas de los hijos de los
hombres; los que habitaran en nidos de lianas sobre la copa de grandes
árboles y los que se habían guarecido en casas flotantes en el centro de
los lagos; selvas y bosques yacían sobre el radiante suelo y la superficie
de las aguas era dura y reluciente como piedra bruñida. Los cazadores de
fieras que dominaban el fuego, los trogloditas que sabían horadar la tierra
llegando hasta su calor y los comedores de peces que guardaran aceite
marino en agujeros en el hielo, aún resistían el invierno. Los animales
eran cada vez más escasos ya que el hielo los vencía en cuanto asomaban
el hocico sobre el suelo, la madera que producía fuego se acababa y el
aceite ya estaba sólido como roca.
Un matador de lobos llamado Odjigh, quien vivía en una profunda
cueva y poseía una enorme y temible hacha de jade verde, se compadeció
de los seres animados. Estando a la orilla del gran mar interior cuyo
extremo se alarga al oriente de Minnesota, dirigió su mirada hacia la
región septentrional, allá donde el frío se acumulaba. En lo más hondo de
su gélida gruta tomó el calumet sagrado, labrado en piedra blanca, lo
llenó de hierbas aromáticas que elevaron humo en forma de coronas y
sopló el divino incienso al aire.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Las coronas ascendieron al cielo y la espiral gris derivó hacia el


norte. Odjigh emprendió la marcha rumbo al norte. Cubrió su cara con
una gruesa piel de ratón y se ciñó a la cintura una bolsa llena de carne
seca mezclada con grasa y enfiló hacia las espesas nubes agrupadas en el
horizonte balanceando el hacha de jade verde. A su paso la vida se
apagaba en torno suyo. Los ríos estaban callados hacía tiempo y el aire
sólo llevaba sones apagados. Las masas heladas, azules, blancas y verdes,
irradiando de escarcha, semejaban las columnas de una gruta
monumental. El corazón de Odjigh extrañó el bullir de los peces
nacarados en las redes, el serpentear de las anguilas marinas, la pesada
marcha de las tortugas, la oblicua carrera de los gigantescos cangrejos
bizcos y los vivos bostezos de las bestias terrestres, bestias dotadas con
pico y garras, o vestidas de escamas, o moteadas de formas varias y
agradables, bestias amantes de sus crías, que daban ágiles saltos o hacían
extraños remolinos o alzaban vuelos peligrosos. Sobre todos los animales
sentía la ausencia de los feroces lobos, sus piel gris y sus aullidos
familiares, habituado como estaba a cazarlos con la maza y el hacha de
piedra, en noches brumosas y bajo la roja luz de la luna. A su izquierda
surgió un animal de cubil que vive hundido en el suelo y difícilmente se
deja sacar: un tejón flaco de pelo erizado. Al verlo Odjigh se alegró, sin
pensar en matarlo, el tejón se acercó manteniendo la distancia. Después,
por su derecha salió de súbito un pobre lince de ojos insondables. Miraba
a Odjigh de soslayo, temeroso, deslizándose inquieto. El matador de
lobos se alegró también y caminó entre el tejón y el lince.
Mientras marchaba -la bolsa de carne golpeándole el costado- oyó
detrás un débil aullido de hambre. Al volverse como si oyera una voz
conocida, vio un lobo huesudo que lo seguía tristemente. Sintió piedad de
todos los lobos a los que había partido el cráneo. El animal iba sacando
una humeante lengua y tenía los ojos enrojecidos. El matador siguió su
camino junto a sus compañeros animales, llevaba al soterrado tejón a la
izquierda, al lince que ve todo a la derecha y al lobo hambriento detrás.
Llegaron al centro del mar interior sólo distinto del continente por el
amplio vasto color verde del hielo. Allí el matador de lobos se sentó en
un témpano y colocó frente sí el calumet de piedra. Con su hacha cortó
bloques de hielo parecidos a incensarios y colocó uno ante cada uno de
sus compañeros.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Apiló hierbas aromáticas en los cuatro calumets, golpeó las


piedras que producen fuego y las hierbas se encendieron, con lo que
cuatro delgadas columnas de humo buscaron el cielo.
La espiral gris que se alzaba ante el tejón se inclinó al oeste, la
que surgía frente al lince se curvó hacia el este y la que se elevaba
enfrente del lobo trazó un arco hacia el sur; la espiral gris del calumet de
Odjigh alzose rumbo al norte. El matador de lobos se puso en camino.
Mirando a su izquierda se entristeció: el tejón se apartaba hacia el oeste;
mirando a su derecha echó de menos al lince que ve todo sobre la tierra
que huía hacia el este. Pensó que los dos compañeros animales eran
prudentes y sagaces, cada uno en el ámbito que tiene asignado. Pese a
todo, siguió su camino osadamente, seguido por el hambriento lobo de
ojos sangrientos por el que sentía piedad. La masa de frías nubes en el
norte parecía llegar al cielo. El invierno se hacía aún más cruel. A Odjigh
el hielo le hacía sangrar los pies, y la sangre se le helaba en costras
negras. Avanzó sin embargo durante horas, días, semanas, meses quizá,
chupando un poco de carne seca y arrojando los restos a su compañero
que lo seguía. Odjigh llevaba una esperanza confusa. Sintió piedad por el
mundo de los hombres, los animales y las plantas que perecían y se sintió
fuerte para luchar contra lo que causaba el frío.
Interrumpió su camino una inmensa barrera de hielo que, como
cadena de montañas cuya cima es invisible, cerraba la oscura cúpula del
cielo. Enormes témpanos hundidos en la superficie solidificada del
océano tenían un verde límpido y se volvían turbios al amontonarse, y a
medida que se elevaban mostraban un azul opaco, como el color del cielo
en días hermosos de otros tiempos, pues estaban hechos de nieve y agua
dulce. Odjigh esculpió peldaños en lo escarpado con el hacha de jade
verde. Poco a poco subió hasta una altura prodigiosa, tanto que sintió la
cabeza envuelta en nubes y le pareció que la tierra había escapado. El
lobo, siempre sentado en el escalón que Odjigh dejaba justo debajo de él,
esperaba confiado.
Cuando llegó a lo que parecía la cima, vio que estaba formada de
una resplandeciente muralla vertical y que no podía ir más adelante. Miró
hacia atrás y vio al animal hambriento. La piedad por el mundo animado
le dio fuerzas. Hundió el jade en la muralla azul y cavó en el hielo. En
derredor suyo volaron esquirlas de mil colores.

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ANTOLOGÍA LITERARIA - NARRACIÓN

Cavó horas y horas. Sus extremidades se pusieron amarillas y


arrugadas de frío; la bolsa de carne seca se había vaciado hacía largo
tiempo y había tenido que mascar la hierba aromática del calumet para
engañar el hambre y, de pronto, infiel a los Poderes Superiores, arrojó el
calumet a las profundidades junto con las piedras que producen fuego.
Cavaba.
Oyó un chirrido seco y gritó al saber que el ruido lo había hecho
la hoja de jade, a punto de partirse debido al excesivo frío. Entonces,
como no tenía nada para calentarla, se la clavó con fuerza en el muslo
derecho. La verde hoja se tiñó de sangre tibia. Odjigh atacó de nuevo la
muralla azul. El lobo lamía entre gemidos las gotas rojas que le caían
encima.
De pronto la pulida muralla estalló y brotó un inmenso hálito de
color, como si las estaciones cálidas se hubieran acumulado tras la
barrera del cielo. El agujero creció y un fuerte soplo rodeó a Odjigh. Oyó
el rumor de todos los brotes primaverales y sintió llamear al verano. Una
gran corriente lo alzó y le pareció que con ella volvían al mundo todas las
estaciones para salvar a la vida de la muerte en los hielos. La corriente
arrastraba blancos rayos de sol, lluvias tibias, brisas acariciadoras y
nubes llenas de fecundidad.
En el aliento de la cálida vida las negras nubes se amontonaron y
engendraron el fuego. Surgió un largo trazo de llamas con estrépito de
rayos y la esplendorosa línea dio en el corazón de Odjigh como una
espada roja. Cayó de cara a la pulida muralla, dando la espalda al mundo
hacia el que volvían las estaciones en impetuosa corriente y el
hambriento lobo, subiendo tímidamente, se puso a devorarle la nuca
apoyándole las patas en los hombros.

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