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DERECHO ADMINISTRATIVO

MODULO 1
CARRERA:
CONTADOR PUBLICO
AUTOR: Dr. ARMANDO ISASMENDI
PROF.: Dra. GRACIELA E. MORENO
CURSO: 4º AÑO
SALTA

1
2
Educación
A DISTANCIA

AUTORIDADES DE LA UNIVERSIDAD

CANCILLER
Su Excelencia Reverendísima

Mons. MARIO ANTONIO CARGNELLO


Arzobispo de Salta

Vice-Canciller
Monseñor OSCAR MARIO MOYA

RECTOR
Dr. PATRICIO COLOMBO MURUA

VICE-RECTOR ADMINISTRATIVO
ADMINISTRA
Ing. MANUEL CORNEJO TORINO

SECRETARIA GENER
SECRETARIA AL
GENERAL
Prof. CONSTANZA DIEDRICH

DIRECTOR del I.E.A.D.


Pbro. CARLOS ERNESTO ESCOBAR SARAVIA

Sub-DIRECTOR del I.E.A.D.


Cnl. (Re.) JORGE MAINOLI

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Indice General

Punto Nº 1 - Programa de la Asignatura ......... 9


Punto Nº 2 - Bibliografía Básica .................... 15
Punto Nº 3 - Distribución por Módulos .......... 16
Punto Nº 4 - Características de
la asignatura ........................................... 17
Punto Nº 5 - Guía de Estudio ........................ 23

UNIDAD I UNIDAD III 187

Primera Parte ................................................ 23 UNIDAD IV


Introducción al Derecho Administrativo ........ 23
Estado, bien común e interés público ........... 24 El jefe de gabinete en la organización adminis-
Introducción................................................... 24 trativa .................................................... 189

Estado ........................................................... 25 I.- Aproximación a la nueva figura .............. 189

Interés público ............................................... 37 II.- El jefe de gabinete en la organización admi-


nistrativa ............................................... 196
Bases conceptuales del derecho
administrativo ......................................... 41 Dictámenes ................................................. 209

I.- La administración ...................................... 41 La doctrina de la procuración del tesoro de la


Nación en materia de entidades
autárquicas ........................................... 209
UNIDAD II I.- Concepto, naturaleza y elementos. ........ 209
II.- Creación. ............................................... 214
El derecho administrativo argentino, hoy ...... 67 III.- Organos directivos. ............................... 217
Bases históricas del Derecho IV.- Empleados ........................................... 218
Administrativo ......................................... 73
V.- Jurisdicción. ........................................... 220
I.- Introducción .............................................. 73
VI.- Impuestos. ............................................ 223
II.- La edad media: dispersión del poder político
VII.- Facultades. .......................................... 224
y construcción del sistema de estados
nacionales .............................................. 78 VIII.- Régimen de bienes. ........................... 228
III.- Los tiempos modernos: la monarquía IX.- Calificación de organismos en
administrativa y el absolutismo............. 101 particular ............................................... 231
El estado liberal y la génesis del Derecho X.- Control administrativo. ........................... 233
Administrativo ....................................... 116
La administración y el Derecho Administrativo
UNIDAD V
en el estado contemporáneo ................ 143
La era de la incertidumbre .......................... 159
La relación jurídica administrativa ............... 251
El estado actual del Derecho
Administrativo ....................................... 163 El administrado ........................................... 251
La Ley - (T. 1996-D) .................................... 271
Derechos adquiridos ................................... 285

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UNIDAD VI

Tercera parte .............................................. 295


Formas de la actuación administrativa ....... 295
Derecho Administrativo y ordenamiento
constitucional ........................................ 295
Los supraprincipios constitucionales y su
eficacia ................................................. 295

UNIDAD VII

Acto Administrativo ..................................... 323


Hecho, simple acto y reglamento
administrativos ...................................... 333

UNIDAD IX 351

UNIDAD X 351

UNIDAD XI

Reglamento administrativo ......................... 355


Reglamento ................................................. 373
I.- Concepto y justificación. ......................... 373
II.- Requisitos de validez de
los reglamentos .................................... 381
III.- La inderogabilidad singular de
los reglamentos .................................... 395
IV.- Clases de reglamentos ......................... 397
V.- Reglamentos ilegales ............................ 409
VI.- Los reglamentos de las Cámaras y
de otros órganos constitucional. ........... 425

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Currículum Vitae
A.- Antecedentes Personales:

Apellido: Moreno
Nombres: Graciela Edith
Nacionalidad: Argentina
Lugar de Nacimiento: Salta - Capital

B.- Estudios Cursados:

Primario: Escuela Dr. Benjamín Zorrilla.


Secundario: Colegio Manuel Belgrano - Título Obtenido: Bachiller.
Universitario: Universidad Católica de Salta - Título Obtenido: Abogado, 1988.
Universidad Nacional de Salta, Título obtenido: Profesora en Ciencias Jurídicas,
1996.

C.- Cargo Público:

- Procurador Fiscal de la Fiscalía de Estado de la Provincia de Salta.

D.- Funciones Docentes:

1.- Ayudante Docente de la cátedra de Derecho Administrativo de la Universidad


Católica de Salta (Facultad de Derecho) segundo semestre 1989 a diciembre
de 1992.
2.- Auxiliar Docente de la cátedra de Derecho Administrativo de la Universidad
Católica de Salta (Facultad de Derecho) año 1993 hasta el presente.
3.- Profesora de Derecho Administrativo del X Curso de Capacitación para Oficia-
les Ayudantes año 1990, dictado en la Escuela de Cadetes dependiente de la
Dirección de Instrucción Policial. Designación por resolución del Ministerio de
Gobierno Nº 259/90.

E.- Cursos de Actualización

1.- Asistente al Primer Curso de Derecho Administrativo organizado por el Colegio


de Abogados y Procuradores de Salta conjuntamente con la A.A.D.A., realiza-
do en julio de 1987.
2.- Asistente al ciclo de conferencias sobre análisis de la ley 23.515, organizado
por la Universidad Católica de Salta en noviembre de 1988.
3.- Asistente del curso de Especialización en Derecho Administrativo para gradua-
dos de la Universidad Católica de Salta año 1989.
4.- Asistente a las XIX Jornadas Nacionales de Derecho Administrativo, organiza-
das por la A.A.D.A. Mar del Plata, noviembre de 1993.
5.- Expositora en el Seminario sobre Temática de la Administración Contemporá-
nea, organizado por la Universidad notarial Argentina, Buenos aires, setiembre
de 1994.

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6.- Asistente a las XX Jornadas Nacionales de Derecho Administrativo, organiza-
das por la A.A.D.A., Santa Fe, noviembre de 1994.
7.- Asistente al II Congreso Nacional de Ciencia Política, organizado por la Univer-
sidad Nacional de Cuyo, Mendoza, noviembre de 1995.
8.- Asistente al Curso Introductorio de Mediación, organizado por la Fundación
Arché, dictado en la Universidad Católica de Salta, Mayo de 1996.
9.- Asistente al Curso de Entrenamiento en mediación, organizado por la Funda-
ción Arché, dictado en la Universidad Católica de Salta, Junio de 1996.
10.- Asistente al Seminario "Evaluación de la Jurisprudencia de la C.S.J.N. en De-
recho Administrativo desde 1990 hasta la actualidad, organizado por la Uni-
versidad Austral, Buenos Aires, 17 y 18 de Abril de 1997.
11.- Asistente al Seminario "Recursos y Procedimiento Administrativo" organizado
por la Universidad Austral, Buenos Aires, 15 y 16 de Mayo 1997.
12.- Asistente al Seminario Preparatorio de Maestría en Derecho Administrativo
de la Economía, 1er. Módulo, Colegio de Abogados de la Provincia de Salta,
30 y 31 de Mayo de 1997.
13.- Asistente al Seminario Preparatorio de Maestría en Derecho Administrativo
de la Economía, 2º. Módulo, Colegio de Abogados de la Provincia de Jujuy, 12
y 13 de Junio de 1997.

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Carrera: Contador Público
Curso: 4º Año
Materia: Derecho Administrativo
Autor: Dr. Armando Isasmendi
Profesor: Dra. Graciela E. Moreno

Punto Nº 1 - Programa de la Asignatura


Primera Parte

Introducción al Derecho Administrativo

Unidad 1

Sociedad y Estado. Estado Poder y Derecho. Bases conceptuales del derecho ad-
ministrativo: El Estado, distintas concepciones, teoría, causas y elementos. La Perso-
nalidad del Estado. Derecho público y privado, criterios de distinción. El Estado y la
justicia.

Funciones del Estado y teoría de la separación de los poderes. Función y actividad:


distinción. Función administrativa: distintas concepciones. La función gubernativa.

La Administración, distintos conceptos. Administración pública y Derecho Adminis-


trativo.

El Derecho administrativo como sistema normativo. El régimen exorbitante: prerro-


gativas, garantías y cláusulas exorbitantes. La relación jurídica administrativa: con-
cepto, sujetos, fin.

Unidad 2

Derecho administrativo. Definición. Contenido y evolución histórica: El derecho re-


gio. Edad media. Tiempos modernos. Derecho administrativo en el Estado Liberal; en
el Estado de bienestar. La ecuación entre Administración Pública y Derecho Adminis-
trativo: su ruptura.

Fuentes del derecho administrativo: Constitución. Ley, decretos-leyes. Reglamen-


to. Tratados. Costumbre. Principios generales del derecho. Otras fuentes.

Caracteres del Derecho Administrativo. Relación con otras ramas del derecho. Cien-
cia de la administración.

Reforma del Estado. Legislación nacional y provincial.

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Segunda Parte

Los Sujetos del Derecho Administrativo

Unidad 3

Organización administrativa: concepto, contenido y clasificación. Potestad


organizatoria. Actuación del Estado: distintas teorías. Organo, cargo y oficio. Agentes
y funcionarios. Relaciones interorgánicas e interadministrativas.

Principios jurídicos de la organización administrativa: Jerarquía: concepto y conse-


cuencias. Competencia: concepto, caracteres, clasificación. Delegación: distintas es-
pecies. Avocación: régimen legal.

Centralización y descentralización: concepto, consecuencias. Autonomía y autar-


quía: concepto, consecuencias. Desconcentración.

Unidad 4

La persona. Concepto y clasificación. Personas jurídicas públicas y privadas; esta-


tales y no estatales. El carácter público de los actos de las entidades estatales. Perso-
nas públicas no estatales. Personas jurídicas privadas estatales.

Tipología de los entes públicos: Administración central: Poder Ejecutivo, atribucio-


nes. Organo ministerial, naturaleza, atribuciones. Normativa nacional y provincial. La
organización burocrática, consultiva y contralor.

Administración descentralizada: distintas formas jurídicas que puede asumir.

Entidades autárquicas. Concepto, origen, caracteres y régimen jurídico.

Empresas del estado. Concepto, origen, caracteres y régimen jurídico.

Las distintas formas societarias del Estado Argentino.

Unidad 5

Las situaciones jurídicas subjetivas del administrador. Situaciones activas o de poder:


potestades, derecho subjetivo, interés legítimo, derechos debilitados, el interés sim-
ple y su protección; interés difuso o colectivo.

Situaciones jurídicas de carácter pasivo: sujeciones, deberes, obligaciones; la car-


ga. Vinculación de la situación jurídica subjetiva con el carácter reglado o discrecional
de la actividad administrativa; diferencia con oportunidad, mérito y conveniencia. Cla-
ses de discrecionalidad. La discrecionalidad técnica. Los conceptos jurídicos indeter-
minados.

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Tercera Parte

Las Formas de la Actuación Administrativa

Unidad 6

Los principios jurídicos de la actuación administrativa. El principio de legalidad. El


principio de tutela judicial. El principio de autotutela. El principio de garantía patrimo-
nial.

Procedimiento administrativo. Concepto. Diferencias con el proceso. Naturaleza.


Los actos coligados. Clasificación de los procedimientos administrativos.

Principios fundamentales que lo rigen.

Las Partes. Plazos. Estructura del procedimiento administrativo: inicio, desarrollo,


prueba, fin, distintos supuestos. Normativa nacional y provincial.

Unidad 7

Acto administrativo. Introducción. Concepto: Análisis, Origen. Comparación con otras


figuras. Hecho administrativo. Simple acto de la Administración.

Clasificación de los actos administrativos, distintos criterios. Actos interorgánicos e


interadministrativos. Actos jurisdiccionales de la Administración. Actos de gobierno e
institucionales.

Elementos del acto administrativo. Caracteres y efectos. Estabilidad del acto admi-
nistrativo; Doctrina de la C.S.J.N.. Suspensión de los efectos del acto en sede admi-
nistrativa y judicial. Silencio de la Administración. Legislación nacional y provincial.

Unidad 8

Teoría de las nulidades. Distintos sistemas. Los vicios: determinación, gravedad y


consecuencias. Efectos de las distintas categorías de invalidez (legislación nacional y
provincial). Diferencias con el derecho común. Jurisprudencia.

Enmienda de los actos viciados: distintas figuras, concepto, procedimiento, y efec-


tos (leg. nacional y provincial).

Extinción del acto administrativo: Concepto. Extinción de actos legítimos distintos


supuestos: a) por acto del particular, b) por otro acto administrativo. Revocación: Del
acto nulo; del acto regular. Revocabilidad e irrevocabilidad: jurisprudencia. Revoca-
ción por ilegitimidad, por razones de oportunidad mérito o conveniencia. Revocación
por ilegitimidad sobreviniente. Efectos.

Caducidad: concepto, procedimiento y efectos. Revisión: concepto, procedimiento


y efectos.

11
Unidad 9

Contratos Administrativos. Introducción. Principios. Concepto: análisis. Elementos.


Caracteres y Régimen jurídico aplicable.

Procedimientos administrativos de contratación: concepto, clases, análisis de cada


uno de ellos. Procedimiento de preparación del contrato.

Ejecución: Principios. Derechos y obligaciones de las partes. Alteración de la eje-


cución: distintos supuestos. Conclusión de los contratos administrativos.

Unidad 10

Clases de contratos administrativos. Régimen legal.

Empleo Público: naturaleza jurídica.

Obra Pública: Caracteres, sistema de contratación; derecho del contratista; resci-


sión por la Administración y por el contratista.

Concesión de Obra Pública; concepto, clasificación; caracteres.

Concesión de Servicios Públicos; concepto, sujeto, relaciones jurídicas.

Contrato de Suministro, empréstito Público. Otros contratos administrativos.

Unidad 11

Reglamento. Concepto. Naturaleza jurídica. Justificación de la potestad reglamen-


taria.

Requisitos de validez. Distinción con otras figuras. Límites. Impugnabilidad de los


reglamentos: en sede administrativa y judicial.

La inderogabilidad singular de los reglamentos (art. 29 LPAS).

Régimen nacional y provincial. Clasificación de los reglamentos.

Cuarta Parte

Garantías de los Administrados

Unidad 12

Los recursos administrativos. Concepto. Actos impugnables. Admisibilidad formal y


material. Prueba. Los recursos en particular: régimen nacional y provincial. Recurso
de reconsideración. Recurso jerárquico y de apelación jerárquica. El recurso de alza-

12
da. Aclaratoria. Revisión. Queja. Avocamiento por alzada. Reclamaciones y denun-
cias, la denuncia de ilegitimidad, procedencia. Reclamo administrativo previo: Con-
cepto, procedimiento. Diferencia con la vía recursiva, régimen nacional y régimen
provincial.

Unidad 13

El control judicial de la Administración. Introducción a la temática. Distintos siste-


mas. El sistema argentino.

Proceso administrativo: concepto y clases. El tribunal y las partes. La materia con-


tencioso administrativa. Acción: concepto y presupuestos. La pretensión procesal
administrativa de las partes. El Estado como demandante.

Inicio, desarrollo y conclusión del proceso. Medidas cautelares.

La sentencia, recursos que pueden interponerse. Ejecución de sentencia: distintos


problemas. Régimen nacional y provincial (Ley 3952, ley 23.982 y equivalentes pro-
vinciales).

Unidad 14

Responsabilidad del Estado. Teoría general. Evolución. Clasificación de la respon-


sabilidad patrimonial del Estado. Especies de responsabilidad. Fundamento de la res-
ponsabilidad estatal y teoría de la indemnización. Jurisprudencia de la S.C.J.N..

Responsabilidad extracontractual por actividad ilegítima del Estado: Hechos y ac-


tos administrativos ilegítimos. Responsabilidad por acto normativo o legislativo decla-
rados ilegítimos. Presupuestos. Prescripción de la acción.

Responsabilidad extracontractual por actividad legítima del Estado: Especies, pre-


supuestos, reglas aplicables. Prescripción de la acción.

Responsabilidad por omisión. Responsabilidad en situaciones especiales: por ac-


tos jurisdiccionales y otros supuestos.

Responsabilidad de los agentes públicos.

Quinta Parte

La Actividad Interventora y Fiscalización Administrativa

Unidad 15

Servicio Público: Concepto. Creación y competencia. Poder reglamentario en los


servicios públicos. Modificación y supresión. Régimen jurídico. Sistemas de gestión.
Relaciones jurídicas entre los usuarios y las prestatarias de los servicios. Retribución.
Tarifas.

13
Entes regulatorios: creación. Condición jurídica. Fines y objetivos. Competencia.
Potestades. Control administrativo y judicial.

Marcos regulatorios: contenido. Interpretación y aplicación.

Sistema tarifario: fuentes, naturaleza y fórmulas.

Unidad 16

Poder de policía: Origen y evolución del concepto. Contenido: distintos criterios.


Evolución jurisprudencial. Su distinción con la policía. Jurisdicción Nacional y Provin-
cial, poderes concurrentes. Límites y fundamento constitucional. Medios: reglamenta-
ción, autorización, orden y permiso. Delegación del Poder de Policía. Limitaciones al
poder de Policía.

Las sanciones de Policía: faltas y contravenciones. Distinción entre delitos y faltas;


principios penales aplicables a las contravenciones. Diferentes sanciones; la
despenalización; jurisdicción legislativa.

Unidad 17

Administración y control: presupuestos, principios, técnicas.

Tipología: control administrativo, legislativo y judicial. Preventivo, concomitante y


represivo. De personas y actividades. Otros supuestos.

Organización: Organos controlantes, enunciación, régimen. Normativa nacional y


provincial.

Formas Jurídicas: Enunciación, descripción de cada supuesto.

Sexta Parte

El Régimen Patrimonial

Unidad 18

Dominio público. Propiedad estatal y no estatal. Concepto. Elementos. Régimen


jurídico. Protección del dominio público. Afectación. Desafectación.

Uso público: concepto. Caracteres. Clases. Régimen aplicable. Protección de los


distintos tipos de uso.

Limitaciones a la propiedad privada en Interés Público. Restricciones administrati-


vas: concepto, naturaleza, competencia, alcance. Servidumbres administrativas: con-
cepto distinción con otras figuras, régimen jurídico.

14
Expropiación: concepto y fundamento. Naturaleza jurídica. Elementos. Procedimien-
to. Abandono de la expropiación. Expropiación irregular y diferida. Concepto, requisi-
tos. Retrocesión. Concepto. Casos en que procede. Análisis de la legislación nacional
y provincial.

Punto Nº 2 - Bibliografía Básica


En el ciclo académico 1999, se ha optado por una bibliografía elemental de lectura
obligatoria, indicada en cada unidad; señalándose asimismo, la bibliografía alternati-
va de la que pueden hacer uso los Sres. Alumnos.

En particular se ha requerido la obra, en dos tomos, del profesor Juan Carlos


Cassagne "Derecho Administrativo", 5ª Edición actualizada (incluye Reforma Consti-
tucional de 1994). Editorial Abeledo Perrot año 1996, en tanto la misma es la que
mejor condensa en la actualidad, y a los fines didácticos, el contenido de la asignatu-
ra que nos ocupa.

Se ha de tener presente, por una parte, la evolución y modificación que en la última


década, han sufrido distintos institutos del Derecho Administrativo; igualmente, la apa-
rición en el universo jurídico de figuras como, a modo de ejemplo, los denominados
"Entes Reguladores" nos conducen a la necesidad impostergable de actualizar tanto
el programa de estudios, como el material de trabajo. Por otra, la profusa normativa
que han generado, tanto el Estado Nacional como el Provincial, a partir del proceso
de reforma estatal, nos compelen a adecuar el contenido de la asignatura a la legisla-
ción vigente, la que por cierto, también señalaremos en cada unidad.

Finalmente, incluiremos la lectura de los más destacados fallos que en estos años
nos brinda la copiosa jurisprudencia en materia de Derecho Público en general, y de
Derecho Administrativo en particular, poniendo especial énfasis en los fallos de la
S.C.J.N..

- ARGAÑARAZ Manuel: Tratado de lo contencioso administrativo, Bs. As., Tea 1955.


- BARRA Rodolfo Carlos: Principios de Derecho Administrativo, Ed. Abaco, Bs.
As. 1980; La nulidad del acto administrativo y los efectos de su declaración en
E.D. 108-586; La ejecutoriedad del acto administrativo en Rev. de Der. Adm., nº 1
p, 65; Hacia una concepción restrictiva del concepto jurídico de servicio público
en LL 1982-B p. 363; Contrato de Obra Pública, ed. Abaco Bs. As. 1988; Respon-
sabilidad del Estado por sus actos lícitos, E.D. 08.04.91; Huelga en los servicios
públicos, el principio de proporcionalidad en El Cronista del 10.02.91.
- BERCAITZ Miguel: Tratado teórico práctico de los contratos administrativos, Ed.
Depalma.
- CASSAGNE Juan Carlos: Derecho Administrativo, Ed. Abeledo Perrot, Bs. As.
1991; La intervención administrativa, ed. Abeledo Perrot, Bs. As. 1993; Las enti-
dades descentralizadas y el carácter público o privado de los actos que celebran
en LL 1990-D-1205; La ejecutoriedad del acto administrativo, ed. Abeledo Perrot;
Reflexionar en torno al sistema de invalidez de los actos administrativos en LL

15
1988-E-1103; Sobre la fundamentación y límites de la potestad reglamentaria en
LL-1991-E-1179; Acerca de la caducidad y prescripción de los plazos para de-
mandar al Estad Nacional en ED-45-829; Los contratos de la Administración Pú-
blica en ED 57-793;
- COMADIRA Julio: La anulación de oficio del acto administrativo, Ed. Astrea, Bs.
As. 1987; El acto administrativo municipal, ed. Depalma, Bs. As. 1993; La Posición
de la Administración ante la ley inconstitucional en Rev. de Der. Adm. 1-151; La
responsabilidad del Estado por las obligaciones de sus entes descentralizados
en ED 19.02.92.
- GAUNA Octavio: Ejercicio privado de funciones públicas en LL 1990-D-1205.
- DIEZ Manuel M.: Tratado de Derecho Administrativo; Derecho Procesal Adminis-
trativo (en colaboración con T. Hutchinson), Depalma.
- DROMI Roberto: Derecho Administrativo, Ed. Astrea, Bs. As. 1979; Reforma del
Estado y Privatizaciones, Ed. Astrea. Bs. As. 1991.
- GORDILLO Agustín: Tratado de Derecho Administrativo, Ed. Macchi, Bs. As. 1978;
Introducción al Derecho Administrativo, Ed. Abeledo Perrot, Bs. As. 1966; Recla-
mo administrativo previo en ED 89-7.
- GRECCO Carlos: Sobre el silencio de la Administración en LL-1980-C-777.
- HUTCHINSON Tomás: Ley Nacional de Procedimientos Administrativos, Astrea,
Bs. As. 1986; La acción contencioso administrativa (pretensiones y plazos), Bs.
As. FDA 1981.
- LINARES Juan F.: Fundamentos de Derecho Administrativo, Ed. Astrea, Bs. 1971;
Derecho Administrativo, Ed. Astrea, Bs. 1971; Derecho Administrativo, Ed. Astrea,
Bs. As. 1986; Lo contencioso administrativo en la justicia nacional federal en LL-
94-919; Recurso de alzada contra actos de sociedades del estado y otras en LL-
1980-A-72;
- MAIRAL Héctor: La evolución del régimen de sentencias contra la Administra-
ción Pública; Control Judicial de la Administración Pública, Ed. Depalma, Bs. As.
1984; Los vicios del acto administrativo y su recepción por la jurisprudencia en
LL-1989-C-1014;
- MARIENHOFF Miguel: Tratado de Derecho Administrativo, Ed. Abeledo Perrot,
Bs. As. 1988; Demandas contra el Estado Nacional, los artículos 25 y 30 de la
LPA en LL 1980-B-1024.

Punto Nº 3 - Distribución por Módulos


Las unidades académicas se han distribuido en dos módulos en función de seis
grandes temas del derecho administrativo. Ellos son:

1.- Las bases conceptuales e históricas que constituyen la introducción a la mate-


ria;
2.- Los sujetos del derecho administrativo;
3.- Las formas de actuación de la administración;
4.- Las garantías del administrador frente a esas formas especiales de actuación;
5.- La intervención administrativa;
6.- El régimen patrimonial.

16
Punto Nº 4 - Características de la asignatura
El derecho administrativo es el conjunto de normas jurídicas que regulan la activi-
dad administrativa del Estado. A su vez, la ciencia del derecho administrativo es el
conjunto de métodos y técnicas mediante los cuales se alcanza el conocimiento y el
manejo de tales normas jurídicas.

a.- Objetivos: La asignatura pretende hacer conocer al alumno el esquema princi-


pal de esa ciencia, descubrir la estructura básica de esas normas y entrenarlo
para su manejo.
b.- Inserción en el plan de estudios: para el conocimiento del derecho adminis-
trativo, es necesario el conocimiento previo del derecho constitucional y del
derecho político, razón por la cual se indica la re-lectura de módulos correspon-
dientes a dichas asignaturas.
c.- Aspectos a considerar: A partir del material seleccionado se propone, en el
presente ciclo, el examen de jurisprudencia nacional y local; resolución de ca-
sos prácticos; y emisión de la opinión personal de los sres. Alumnos, conforme
se indicará en cada unidad.

17
18
Diagrama General de Contenidos
Módulo 1 - Parte 1

BASES BASES
CONCEPTUALES HISTORICAS

SUJETOS FORMAS DE TECNICAS DE REGIMEN


ACTUACION ACTUACION PATRIMONIAL

19
TRANSFORMACION

ADMINISTRACION ADMINISTRACION PRERROGATIVAS GARANTIAS


PRESTACIONES
POLICIA
ACTO
LIMITACIONES
ADMINISTRATIVO
SANCIONES
PROCEDIMIENTO
CONTRATOS
ADMINISTRATIVOS
CONTROL
JUDICIAL

RESPONSABILIDAD
PATRIMONIAL
20
Diagrama de Contenidos
Unidad 1

BASES
CONCEPTUALES

DERECHO
ADMINISTRACION
ADMINISTRATIVO

CONCEPTO DESCRIPCION

Régimen
exorbitante

Prerrogativas

Garantías

21
22
Punto Nº 5 - Guía de Estudio

UNIDAD I

Primera Parte

Introducción al Derecho Administrativo


Sociedad y Estado. Estado Poder y Derecho. Bases conceptuales del dere-
cho administrativo: El Estado, distintas concepciones, teoría, causas y ele-
mentos. La Personalidad del Estado. Derecho público y privado, criterios de
distinción. El Estado y la justicia.

Funciones del Estado y teoría de la separación de los poderes. Función y


actividad: distinción. Función administrativa: distintas concepciones. La fun-
ción gubernativa.

La Administración, distintos conceptos. Administración pública y Derecho


Administrativo.

El Derecho administrativo como sistema normativo. El régimen exorbitante:


prerrogativas, garantías y cláusulas exorbitantes. La relación jurídica admi-
nistrativa: concepto, sujetos, fin.

Lecturas obligatorias:

a.- Juan Carlos Cassagne, Derecho Administrativo, 5ta. Edición actualizada (inclu-
ye Reforma Constitucional de 1994). Editorial Abeledo Perrot - Año 1996: Tomo
1 - Título primero, capítulos 1 y 3 completos; Tomo 2, título tercero, capítulo 1,
puntos 3 a 6 inclusive.
b.- Rodolfo Carlos Barra, Principios de Derecho Administrativo. Editorial Abaco,
Capítulos V, VI y VII.
c.- Módulo 4 de la asignatura Derecho Político, Prof. Titular, Dr. Patricio Colombo
Murúa, págs. 7 a 45 (Temas Sociedad y Estado - Elementos del Estado).
d.- Módulo 2 de la asignatura Derecho constitucional. Prof. Dr. Carlos Abdo, págs.
92 a 96.
Los volúmenes citados se encuentran disponibles en la Facultad.

Lecturas alternativas.

a.- José Roberto Dromi, Derecho Administrativo, Ediciones Ciudad Argentina. 1994
o posterior (un tomo).
b.- Manuel María Diez (colaboración de Tomás Hutchinson). Manual Derecho Ad-
ministrativo, Editorial Plus Ultra, año 1996 (dos tomos).
c.- Bidart Campos, Germán Tratado Elemental de Derecho Constitucional Argenti-
no.

23
Estado, bien común e interés público

Por René Mario Goane*, en Marienhof, M., Tratado de Derecho Administrativo,


Ed. Abeledo Perrot, Bs.As., 1988).

Introducción

Como se desprende de su mera lectura el título, asignado a esta disertación, se


estructura en el enunciado de una mera agregación de términos por el que, al no
constituir aquél una proposición, no puede juzgarse acerca de su verdad o falsedad.

Ello impone, entonces, como una tarea fundamental a afrontar, la de definir cada
uno de los vocablos meramente yuxtapuestos, para verificar si entre los mismos exis-
te alguna relación. Pero esa investigación admite ser encarada desde perspectivas
formales muy diferentes como, por ejemplo, la etimológica o la histórica o en fin la
fenomenológica.

Al respecto adopto como la más apropiada, la indagación de las definiciones de


manera mediante un método fenomenológico, expresión ésta de índole analógica
que, como afinada y rigurosamente advierte Casaubón, admite distintas significacio-
nes según sea el modo de entender la famosa expresión del Husserl: "ir a las cosas
mismas".

En esta disertación, me ubico en la posición tomista que, respecto a aquella expre-


sión husserliana entiende "... por cosas mismas los entes existentes o capaces de
existir incluso, y ante todo, independientes del conocimiento humano" (...); y ese "ir"
como un acto intencional que alcanza con evidencia inmediata, intuitiva y/o
abstractiva..." la cosa misma (cfr. Casaubón, Juan A.: "Los sentidos de la expresión
método fenomenológico". La Ley, T. 147 - Sección Doctrina, pág. 956).

* RENE GOANE. Es abogado, graduado en la Universidad Nacional de Tucumán, previo concurso de antece-
dentes y oposición. Es profesor titular de las cátedras de "Filosofía del Derecho" y "Derecho Administrativo"
en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Tucumán, es Director Asistente
del Curso de Post-Grado de Derecho Administrativo en la misma Casa de Estudios. Publicó diversos artículos
doctrinarios sobre temas de Filosofía del Derecho y del Derecho Administrativo. Fue miembro del Consejo
superior de la Universidad Nacional de Tucumán y del Consejo Directivo en la Facultad de Derecho y Ciencias
Sociales de esa Universidad. Integró la comisión Honoraria que redactó el Código Procesal Administrativo de
esa provincia. En cuanto a su actuación pública, fue Abogado Jefe en la Asesoría Jurídica de Previsión y
Seguridad Social de Tucumán, fue Vocal del Directorio de la Caja Popular de Ahorro de la Provincia de Tucumán,
actualmente es Vocal de la Excelentísima Corte Suprema de Justicia de la Provincia de Tucumán.

24
Estado

Su esencial

Corresponde, congruentemente con la toma de posición antes explicitada exami-


nar la esencia del Estado, es decir expresar aquel tributo radical, primario o funda-
mental sin el cual no se constituye formalmente el Estado. Nos proponemos, enton-
ces, discurrir sobre lo que el Estado es y por lo que se diferencia de todo lo que no es
él.

El Estado se inscribe en el orden de las operaciones de las personas singulares;


pertenece al ámbito de los actos formalmente humanos que se manifiestan por efecto
visible y acontecen en el medio externo de la convivencia social.

Ello así, el Estado es un ente real. Estamos, pues ante una esencia la cual le
compete existir, con una existencia primaria extramental y, por ende, independiente-
mente de nuestro pensamiento. La realidad entitativa del Estado repele toda concep-
tualización de éste como mera idealidad, puro ser de razón que no puede existir sino
en nuestro espíritu.

Pero afirmar que el Estado es un ente real, no significa predicar de él que se trate
de una esencia a la cual competa existir en sí. El Estado no es pues, un ente real
sustancial Y ello ya de alguna manera se lo insinuaba cuando afirmábamos que aquél
se inscribe en el orden de las operaciones humanas. Se trata entonces de un ente
cuya esencia no es absoluta ni completa, sino por entero relativa al sujeto de esas
operaciones: la persona humana singular, la cual si inviste la calidad de ente real
sustancial.

Ahora bien; aquello que es sustentado por la sustancia, que su existencia real es
inherente a ella, lo que esse es inesse, es decir, inherir, un ser-en otro recibe el
nombre de accidente.

Por tanto, el Estado es un ente real accidental.

Siendo lo característico del accidente este ser en otro, el mismo envuelve en su


identidad relación al sujeto en el que inhiere. Existe por él, de acuerdo a él y para él.
Y por esta constitutiva referibilidad toda la perfección del accidente se transfiere a la
sustancial. Y se ordena a ella. Los accidentes sirven a la sustancia para el acaba-
miento y plenitud de su perfección entitativa(1).

1.- Aplicando la conclusión arribada en el texto, los respectivos estatutos ontológico de la persona concreta
(ente real sustancial) y el estado (ente real accidental) dan razón, medida y sentido a la afirmación de que
la sociedad política existe en y para el hombre singular, referibilidad que se inserta totalmente en el dinamis-
mo de la perfección temporal del hombre concreto.

25
Esta entidad real y accidental -el Estado- se inscribe, según ya adelantáramos, en
el orden de las conductas de una multitud de sujetos. Como tal, la sociedad política
no puede reclamar la unidad sustancial que es propia de los sujetos actuantes. No
obstante ello, implica una cierta unidad. El Estado no es, por tanto, una pura privación
de unidad, sino la concreción de una forma de unidad contraria a aquella propia del
ser sustancial. Como advierte Lachance, siendo el ser y el uno convertibles, "... una
ligazón con el ser importa una cierta relación con la unidad".(2) De donde, constituyen-
do el Estado un ser real accidental, de alguna manera tiene que estar contenido en la
unidad.

Pues bien; esa multitud se unifica proporcionando sus comportamientos en rela-


ción a un mismo fin. Formalmente, entonces, el Estado es una unidad de orden. El
orden es, pues el principio real de determinación esencial que hace, de la multitud, un
Estado, le da el ser de comunidad política.(3)

Precisado el principio real de determinación esencial de esa entidad accidental


que es el estado, corresponde preguntarnos si el mismo constituye un accidente ne-
cesario para que el hombre concreto pueda cumplir su misión de perfeccionarse como
persona en el orden temporal.

La respuesta a este interrogante la encontramos, en primer lugar, en la experiencia


humana, universal e inconcusa de la finitud entitativa de la persona individual. Como
magistralmente nos advierte Xavier Zubiri: "La persona se encuentra implantada en
el ser para realizarse". Esa unidad, radical e incomunicable, que es la persona, se
realiza en sí misma mediante la complejidad del vivir. Y vivir es vivir con las cosas,
con los demás y con nosotros mismos, en cuanto vivientes". Y agrega: "Su nihilidad
ontológica es radical; no sólo no es nada sin cosas y sin hacer algo con ellas, sino que
por sí solo, no tiene fuerza para estar haciéndose, para llegar a ser".(4)

Por lo tanto el ser mismo del hombre en razón de su peculiar estatuto ontológico -
entidad personal finita- es apertura y constitutiva relación, por la cual realiza su mi-
sión de alcanzar su perfección.(5)

2.- Cfr. Lachance, Louis. El concepto de derecho según Aristóteles y Santo Tomás. Buenos Aires, pág. 284.
3.- El orden, en cuanto forma, es el acto de la esencia del Estado y, como tal, en principio de su perfección. En
definitiva, es el orden el que da el ser de politicidad a esa multitud de conductas, ordenándolas a la conse-
cución del fin en gracias al cual los hombres constituyen el Estado.
4.- Cfr. Zubiri, Javier. Naturaleza. Historia, Dios. Ed. Nacional, Madrid, págs. 370-371. Es que en la persona
humana, la perfección es algo a lograr, un persistente "infieri" en palabra de Bargallo Cirio, actualidad que
no es un simple factum, sino que es misión, en espléndida expresión de Zubirí (op. cit. pág. 371).
5.- Supuesta la religación a Aquél que nos hace ser -de Quien nos viene el ser y es el fundamento fundante que
nos apoya en la existencia y nos da la fuerza de hacernos, de realizarnos-, existir, para la persona humana,
es existir con -con cosas, con otros, con nosotros mismos-. Este "con" pertenece al ser mismo del hombre,
confiriéndole aquella constitutiva apertura o relacionalidad.

26
Esta ontológica relación con sus congéneres, se expresa sicológicamente, como
impulso o apetito social, tendencia consecutiva al hontanar más profundo de su ser y
respuesta a la exigencia inelectable de realizar su proceso de personalización.(6)

Este impulso de socialidad lo vive el hombre de manera libre y contingente en una


variadísima gama de formas sociales, predominando en algunas la espontaneidad,
otras vienen impuestas en cuanto comunidades constitutivas; en fin están aquellas
en las cuales predomina el aspecto libre y la voluntaria decisión.

Sin embargo, corresponde a la sociedad política o Estado supra ordenar, al modo


del todo a sus partes, a las personas individuales y sociedades naturales e imperfec-
tas, completándolas. De este modo se inscribe así, necesariamente y como término
en el propio dinamismo perfectivo del hombre en el orden temporal.(7) Es que el esta-
do integrado por hombres resulta proporcionado a la naturaleza de estos. De allí que,
aún cuando la persona singular es una entidad sustancial y la sociedad política sólo
una entidad accidental, "convienen una y otra en el hecho de que ninguno de ambos
tiene un ser acabado, clauso".(8).

Concepto de Estado

Las indagaciones precedentes nos permiten concluir que:

El Estado es la sociedad política, necesaria y suficiente, que supraordena las so-


ciedades inferiores y las personas individuales, para la consecución de su perfección
temporal.(9)

Siendo el principio formal del Estado, el orden que determina y proporciona las
conductas sociales y personales a la perfección entitativa del sujeto actuante -o sea,
del hombre mismo- la sociedad política se inscribe, formalmente,, en el ámbito de lo

6.- "El mismo ser personal sólo puede constituirse en apertura a los demás hombres" y más adelante agrega:
"Desde el plano material de la pura biología hasta lo más elevado del espíritu la radical indigencia del
hombre requiere la comunidad" (Ferrer Arellano, Joaquín: Filosofía de las relaciones jurídicas. Estudio Ge-
neral de Navarra, Rialp, Madrid, pág. 259; 262).
7.- Es entonces el Estado, como un todo potestativo respecto a sus partes -los hombres concretos y las socie-
dades imperfectas- el término que puede y debe hacer realizable la perfección inmanente y temporal de la
persona singular. Ilustrativamente, Manfred Riedel dice: "... sistematiza Aristóteles la múltiple y rica vida de
las asociaciones de la democracia ática. Pero, todas estas Koinoniai abarcadas por el derecho y la amistad
no constituyen ni un ámbito independiente entre los individuos y la polis ni tienen un concepto propio inde-
pendiente de aquella". Metafísica y Metapolítica. Ed. Alfa, Buenos Aires, pág. 129. (El subrayado me perte-
nece).
8.- Cfr. Bargallo Ciro, Juan M.; "Bien común y perfección personal", Prudencia Iuris Nº III.
9.- Al respecto expresa Brunner Otto, en su obra: "Nuevos Caminos de la Historia Social y Constitucional" Ed.
Alfa, Buenos Aires, pág. 139. "La koinonia politiké, la societas civilis, había sido desde la antigüedad la
sociedad estatalmente constituida, política, formada según el modelo de la antigua Estado-ciudad, de la
Polis, de la Civitas. Ella fue deslindada de la casa, de la societas doméstica. Societas civilis y Res publica y
popolus eran aquí idénticos. De ahí que la Política era la doctrina de la societas civilis, la Oeconomica la de
la casa en sentido amplio".

27
agible; la razón de su ser y de su actuar dice constitutiva finalidad respecto a la actua-
lización entitativa del hombre, a su personalización, a su perfección temporal.(10)

Sin embargo, es unidad de orden supraordenadora y completiva de las personas


individuales, sociedades inferiores, se sirve de una superestructura consistente en
un complejo orgánico supremo al cual podemos llamar también analógicamente, es-
tado.

Así considerado, se inscribe en el ámbito operativo humano de lo factible, en el que


cobra primacía no ya la perfección entitativa del sujeto actuante sino la perfección de
la obra producida por esa actuación.(11)

Bien Común

1.- La operación humana y el bien

Formalmente, el Estado pertenece al orden de lo agible humano, pues integra el


dinamismo perfectivo temporal de la personal.

Resulta, entonces, necesario detenernos en algunas reflexiones acerca de la ope-


ración humana, es decir, de los actos que el hombre cumple con discernimiento y
libre voluntad.

Es propio del sujeto humano proyectar -anticipándolo intelectualmente- al objeto


de su obrar y quererlo en razón de un motivo. En otras palabras: no solamente sabe lo
que hace y lo que pretende hacer, sino -al menos confusamente-, el por qué y esto en
la medida en que opera como hombre.

Ese "por qué" es el motivo del obrar. Motivo que consiste siempre en la valiosidad
del objeto de ese obrar. Hay, pues, en el obrar humano una estructura de
entrelazamiento necesario entre objeto y motivo, que acontece en el sujeto operante.
A éste, la valiosidad motivante del objeto suscita el apetecerlo como un bien.

10.- En sentido contrario al del texto Kauffmann Matthias, en su obra ¿Derecho sin reglas?, Ed. Fontamara S.A.,
México, pág. 81, expresa: Hasta Thomas Hobbes, la pregunta acerca de la legitimidad de la dominación no
rezaba (sobre) si y por qué debe existir, sino quien debía gobernar y cómo. Una cuestión central, reiterada-
mente analizada, era si debía gobernar un solo, o un grupo pequeño o más bien una multitud de personas.
Como criterio se utilizaba la cuestión de saber las decisiones de quiénes eran más conciliables con el bien
común".
11.- El estado, considerado analógicamente como obra del orden operativo factible, es valorable como útil y
consecuentemente en esta perspectiva cabe juzgar de su eficacia, postular su mayor o menor extensión
cuantitativa, su conveniencia o inconveniencia. En esta consideración analógica, como estructura orgáni-
ca, el Estado es contingente, variable, incluso puede devenir antagónico al desarrollo del dinamismo per-
fectivo del hombre concreto. En este orden puede hablarse de "reforma del Estado" de "achicamiento del
Estado".

28
Inferirnos, así, una primera conclusión: la idea de bien es primordial en toda la
operación propiamente humana, pues toda ella se orienta hacia un bien.

Este bien, que orienta a sí toda la actividad del entendimiento práctico y todo el
movimiento de la voluntad y de los apetitos, materialmente fundado y coincidente con
el ser real del objeto, es el mismo ser de la cosa objetivada por el mecanismo de la
acción humana, en cuanto expresa la perfección en sí misma y en cuanto perfectivo
de otro.

En tanto que en todo ente se está ejerciendo el acto de ser, es ya, por ello, una
cierta perfección. Toda cosa es buena según que ella es perfecta. Por tanto, la bondad
es la perfección, el grado especial de acabamiento o plenitud de aquélla en las cosas.

Pero es necesario notar que el bien no sólo implica la idea de perfección en sí -


absoluta o relativa-, de plenitud entitativa, sino que dice esencial referencia a las
facultades del apetito y tendencia. Justamente, aquello que la idea de bien añade a lo
expresado por la idea de ser, es que designa su referibilidad, como apetecido, por el
sujeto. En esta caracterización, el nombre de bien no designa cosa, sino que hace
referencia a la actitud del sujeto operante.

Por tanto, la idea de bien principalmente, dice perfección entitativa, realización o


acabamiento actual de la esencia de una cosa. Pero, en segundo lugar, en cuanto esa
cosa es apetecida por el sujeto operante, su plenitud entitativa a bien se le presenta
como perfectiva, conveniente. La constitutiva finitud de los entes creados conlleva en
sí la tendencia a los otros como perfectivos de sí.

Si nos ceñimos a los bienes que el hombre persigue como aptos y convenientes
para su perfección entitativa, el bien reviste la calidad de causa final, lo que equivale
a decir, que es aquello en gracias a lo cual el sujeto humano operante actualiza una
perfección de su ser. El bien, en cuanto fin, influye la perfección de ser en el sujeto
humano.

Por la racionalidad de su estatuto ontológico, el fin sólo ejerce formalmente influen-


cia causal en el hombre; como advierte Teófilo Urdanoz, "... sólo el hombre obra por
un fin, por el conocimiento y presencia que intencional del bien que es el fin, en su
inteligencia". Y agrega: ·"Si todos desean la perfección y complemento de su ser en el
bien y se mueven únicamente para conseguir algún bien, este bien por fuerza ha de
ser término y fin que mueve a obrar a todos los seres. La idea de bien se trueca así en
causa final... Y toda la causalidad o influencia del fin sobre el dinamismo humano se
opera por la atracción del bien que en sí encierra"(12).

Recapitulando brevemente lo dicho hasta aquí, el dinamismo humano es esencial-


mente teleológico; constitutivamente orientado a un fin que conoce por su inteligencia

12.- Urdanoz, Teófilo, El bien común según S. Tomás. Apéndice II al T. VIII. B.A.C., Madrid, pág. 757.

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y motiva la apetencia de su voluntad, por representárselo intencionalmente como
algo perfectivo, cuya actualidad de ser se le ofrece como completiva y conveniente
para alcanzar su perfección ontológica.

Al comienzo de esta disertación nos planteábamos el interrogante si el ser y ver-


dad ónticos del Estado se encontraban conectivamente ligados con el ser y verdad
del bien común.

A este momento, tenemos desarrollado fundadamente dicha relación conectiva


entre Estado y Bien. Siendo el primero un momento del dinamismo perfectivo del
hombre, indudablemente dice esencial e intrínseca relación con el bien, fin o término
de ese proceso dinámico propio de la perfección temporal de la persona singular.

¿Cuál es, entonces, ese bien que causa teleológicamente las operaciones de una
multitud de hombres y sociedades imperfectas, influyendo en ellas esa unidad de
orden que configura al Estado como la sociedad política, necesaria y suficiente en su
género?

Antes de responder formalmente a esta cuestión, resulta necesario realizar algu-


nas precisiones preliminares.

2.- El bien común. Noción. Propiedades.

Así como la idea de bien es fin y motivo de todo obrar voluntario del hombre singu-
lar, con pareja evidencia se presenta la idea de un bien común en el obrar solidario y
comunitario de las personas singulares, en tanto que éstas se unan ente sí y de
cualquier manera actúen su natural apetito de socialidad. Con apalabras de Urdanoz:
"El bien común corresponde exactamente, en la vida y actividad de los grupos socia-
les, al bien privado en la vida y actividad ética de la persona singular, con funciones
enteramente equivalentes"(13).

Recordemos que en razón de finitud entitativa, la persona individual para la actua-


lización de todas sus dimensiones ontológicas, requiere de la comunidad; este reque-
rimiento ontológico -tendencia o apetito de sociabilidad- lo vive el hombre en diversas
sociedades naturales imperfectas, cada una de las cuales les permiten la realización
de las pertinentes parcelas perfectivas de su ser.

Justamente estas sociedades naturales imperfectas, también consisten en unida-


des de orden a las cuales compete sus respectivos bienes comunes, cada uno de
éstos constituyen el fin o motivo propio de cada sociedad, principio actual que deter-
mina, objetivamente, la forma o unidad de cada organización social.

13.- Urdanoz, Teófilo: ob. cit. y loc. cit., pág. 758.

30
Como se advierte de inmediato, un tal bien común por su propia índole, no puede
ser atribuido a una persona singular, pues ésta en razón de su entidad finita, no
puede alcanzarlo por sí sola sino en unión con los demás. Así, el bien común es el
bien de todos, sin exclusiones; simultáneamente, es el fin de una dada sociedad en
cuanto tal, "como constituyendo una unidad de orden, al unir los esfuerzos de todos
los particulares en una aspiración común"(14).

Las precedentes consideraciones no permiten inferir, como precisión preliminar al


tema sobre el bien común político, la siguiente: La noción de bien común constituye
una categoría nueva de bien propia de lo social.(15)

La primera propiedad, vale decir, aquello que sin constituir la esencia del bien co-
mún, sin embargo se deriva inmediata y necesariamente de aquélla, es su unidad. Se
trata del motivo o aspiración única de todos y, simultáneamente, la télesis única de la
organización social. Una segunda propiedad es su universidad, pues es un bien que
implica su participabilidad por todos los sujetos. Además, presenta el carácter de
totalidad, pues contiene todos los bienes necesarios para la parcial perfección que
dicha sociedad debe satisfacer. Finalmente, el bien común es social, no puramente
particular sino de la comunidad y público, no privado desde que su obtención exorbita
la posibilidad de cada miembro por sí mismo, siendo el resultado de la acción unitaria
de todos.

3.- El bien común político.

Acometemos, ahora, sobre la base de las precisiones ganadas hasta aquí, la in-
vestigación por la esencia, propiedades, contenido y primacía, dentro de su género,
del bien común político.

Se trata, en primer lugar, de una categoría de bien esencialmente distinta de los


bienes particulares de los individuos, pues se refiere a éstos como el bien del todo
respecto de las partes.

Siendo el Estado un todo, su causa final, el bien común político presenta el carác-
ter de constituir una totalidad.(16)

14.- Urdanoz, Teófilo: ob. cit. y loc. cit., pág. 758.


15.- Siendo grande la indigencia del hombre e innumerables sus necesidades, la tendencia a la perfección de
su naturaleza lo impulsa a constituir diversas formas de sociedades, según los distintos modos como
necesita del concurso de los demás, partiendo de la sociedad más fundamental, la familia pasando por las
diversas sociedades intermedias, hasta llegar a la comunidad política, perfecta en su orden; esto, sin
trascender el orden de las comunidades puramente humanas. Pues bien, todas ellas tienen, como causa
final o principio impulsar que ha movido a la constitución de las mismas, su correspondiente bien común
que ejercita su causación teleológica, conmensurando o proporcionando los comportamientos singulares
justamente a la consecución de esa causa final. Se desprende, entonces, la índole analógica de la noción
de bien común.
16.- Al respecto enfatiza Urdanoz que "El bien común es el bien del todo, al cual los individuos contribuyen y del
cual todos participan" (cfr. ob. cit. y loc. cit., pág. 761).

31
Esta totalidad universalmente participable plantea, de inmediato, la necesidad de
esclarecer con precisión qué significación tiene, tratándose del bien común político,
la afirmación de que éste consiste en una totalidad.

Diremos que no se trata de un todo integral o colectivo, propio de la cantidad


dimensiva, vale decir, de aquél que consta de partes cuantitativas integrantes de la
cantidad total que en ellas se divide. Las partes difieren, del todo, sólo numéricamen-
te. El bien común político no es una mera colección, pura suma cuantitativa de los
bienes propios de las personas individuales. Como enseña Santo Tomás, hay diferen-
cia formal entre el bien particular y el bien común y no simple diferencia cuantitativa,
como entre lo más y lo menos "pues una es la razón del bien común y otra la del bien
singular, lo mismo que se distinguen el todo y la parte".(17) Como la sociedad política
es un todo que difiere formalmente de la multiplicidad de los individuos que la inte-
gran y no la mera suma cuantitativa de éstos, análogamente acontece respecto al
bien común político y los bienes particulares de las personas singulares.

Pero tampoco es un todo colectivo, entendido al modo de propio y privativo de la


colectividad entendida ésta como un singular al cual deberían sacrificarse los indivi-
duos y su propio bien personal. En esta perspectiva colectivista, en puridad, no hay
bien común desde el momento que al ser el bien exclusivo y excluyente de la colecti-
vidad, un tal bien carece de los caracteres de difusivo y comunicable a los singulares.
Y lo que no es bien de los particulares, no es bien común. "Por tanto, el bien común no
es un bien tal, que no sería el bien de los particulares, y que no sería más que el bien
de la colectividad tomada como cierta suerte de singular. En este caso, sería común
por accidente nada más, y propiamente singular, o, si se quiere, diferiría del bien
singular de los particulares en que sería nullius"(18).

El bien común político, inscribiéndose como fin en el dinamismo perfectivo de la


persona humana singular, consiste en un todo universal, propio de la cantidad virtual
o perfectación. Es una esencial accidental universal que reúne las notas de unidad
formal y esencial referencia e inclusión de todos los bienes particulares, como opor-
tunamente explicitaremos más prolijamente.

Un todo universal, específicamente analógico, ya que el bien común se encuentra


actualmente y comunicado en cada uno de los bienes particulares, como oportuna-
mente explicitaremos más prolijamente.

Un todo universal, específicamente analógico, ya que el bien común se encuentra


actualmente y comunicado en cada uno de los bienes particulares.

Ahora bien; esta comunicación a cada persona singular no acontece en todas sus
virtualidades, sino en modos parciales y escalas variables, proporcionalmente a la

17.- S. Th. 2-2 q. 58 a 7. ad. 2.


18.- De Koninch, Charles. De la primacía del bien común contra las personalistas. Madrid, págs. 27-28.

32
aptitud funcional y posición social de los mismos. Al modo que el alma no se comuni-
ca uniformemente y con toda su virtualidad a las distintas partes del cuerpo humano,
aunque esté presente en todos ellos animándolos, análogamente el bien común se
comunica a todos los miembros del todo social político, proporcionalmente. Por eso
podemos decir, que el bien común político, es un todo analógico proporcional o todo
potestativo.

Su naturaleza así definida determina fundamentalmente su constitución y trae apa-


rejadas fecundas consecuencias.

Cada persona singular es parte de la sociedad política que, respecto a aquélla, es


el todo. El bien de cada parte sólo puede configurarse en "... la buena proporción o
disposición con respecto al todo orgánico; de ahí que se bien individual no será tal si
no se desarrolla, crece y próspera en debida proporción con todo el conjunto"(19).

Atendiendo, entonces, a su estructura formal, podemos definir en pos de Urdanoz,


al bien común como "el conjunto y sobreabundancia de bienes particulares, no en
forma cumulativa y de adición aritmética, sino en una dimensión geométrica propor-
cional"(20).

Esta concepción del bien común, el implicar una constitutiva referencia al bien
propio relativamente entendido, proporcionalmente al bien de los demás, no previene
sobre la legalidad propia de la concepción orgánica de la sociedad: si el bien privado
de un miembro de la sociedad es deficiente, sufre detrimento el bien común; si la
parte trata de acrecer su bien particular y expensas del de los demás partes del todo
social, inflige un daño al bien común, no por haber crecido su bien privado sino por-
que no ha aumentado conjuntamente el de los demás, antes ha redundado en perjui-
cio de éstos. (21)

Queda así explicitada la afirmación de que el bien común político, por ser un todo
universal analógico, está en acto en cada bien particular, comunicándole la debida
actualidad a éste proporcionándolo al bien particular de los demás. Formalmente, no
hay pues contrariedad entre bien particular y bien común político sino que, precisa-
mente es este último el que, proporcionándolo, da acabamiento y perfección según la
razón de bien al bien singular.

Estamos ya en condiciones afrontar la cuestión de la justa relación entre el bien


común político y el bien particular.

19.- Urdanoz, Teófilo: ob. cit. y loc. cit., pág. 763.


20.- Urdanoz, Teófilo: ob. cit. y loc. cit., pág. 763.
21.- Cfr. Urdanoz, ob. cit. y loc. cit., pág. 763, quien afirma: "El crecimiento de la riqueza privada, para que se
realice según la ley del bien común, debe refluir en bienestar y prosperidad general".

33
4.- Primacía del bien común político.

Siendo el bien común el bien de todo y estando las partes inordinadas en el todo,
existe una evidente superioridad del bien común sobre los bienes de los individuos.
Esta primacía es su propiedad más característica. El bien común se distingue del
bien individual como lo perfecto de lo imperfecto, como el fin universal se distingue
del fin particular.(22)

El bien común político es el más noble de los bienes y, simultáneamente, el bien


más propio de las personas singulares, ya que se difunde a todas e incluye la perfec-
ción de todas; a su turno, los rebasa por su eminencia misma, en razón de fin común
y causa universal comunicable no sólo a los individuos existentes e históricos, sino
también a todos los futuros y posibles(23).

A esta primacía del bien común político se corresponde, como necesario correlato,
las relaciones de subordinación de los bienes particulares y de las personas singula-
res a aquél.(24)

Con esta fórmula implica todas las relaciones jurídicas, es decir, deberes de los
particulares para con el todo social y derechos de la sociedad y del poder público
sobre los individuos.

Afirmar que las personas singulares están ordenadas a la comunidad -en razón de
la primacía del bien común sobre los bienes individuales- significa que aquéllas de-
ben tender a la promoción y búsqueda de ese bien común, porque sólo en él y a
través de él han de conseguir su propio bien y perfección personal. El Estado es en y
para la persona singular, pero ésta se perfecciona en y por la sociedad política.(25)

Es del caso resaltar que esta ordenación no tiene por objeto puros deberes éticos
sino que, una vez constituida la comunidad política, estas obligaciones para con el
bien común son exigidas por el derecho de los otros, del todo social, que proporciona
a cada uno de los medios de la perfección y, como contraprestación, exige la com-
pensación de las aportaciones de éste.(26)

22.- Esta superioridad del bien común es no sólo cuantitativa, como una suma lo es respecto de uno de los
sumandos, sino formal y cualitativamente. Dentro del mismo orden el de la perfección temporal e inmanen-
te de la persona- el bien común es superior y más notable que el bien singular.
23.- Adviértase, empero, que la primacía del bien común sobre el bien individual se ha entendido siempre
dentro del mismo plano u orden de bienes. De donde, en cosas de distinto género, nada impide que lo
propio sea superior a lo común. Así, vgr. como ejemplifica Urdanoz, el bien de gracia de una sola persona
es mayor que todo el bien natural del universo entero.
24.- Los individuos así como el bien singular de ellas, se ordenan al bien común y a toda la comunidad de la cual
son una parte. Análogamente a lo que acontece con los miembros del cuerpo humano, todos los individuos
se han de ordenar, como a su fin, al bien común de la familia, de la sociedad política, en el género de la
perfección temporal.
25.- Cfr. Urdanoz: ob. cit. y loc. cit. pág. 770.
26.- Cfr. Urdanoz: ob. cit. y loc. cit. pág. 770.

34
El bien común político adquiere, así, la modalidad de un bien común debido, de
término de exigencias, propiamente objeto de la justicia general o legal, imponiendo
ante todo, la ordenación de las personas singulares a sí.(27)

Con palabras de Urdanoz, "... el orden de las personas singulares al bien común de
la sociedad está basado, en primer plano, en normas de justicia legal, exigibles por el
poder público y la fuerza imperativa de derecho".(28)

Concluyendo: por lo expresado hasta aquí, el bien común político deviene principio
de exigencias sobre los particulares, en cuanto objeto de la justicia -general o legal-
constructora del orden social. Este orden social al bien común está cimentado en
débitos jurídicos, constituyendo propia y formalmente, un orden de justicia.(29)

5.- Alcance de la ordenación de las personas individuales al bien


común

La primacía del bien común y consecuente subordinación a si de lo individual,


alcanza a la totalidad, pues las personas singulares, siendo partes de ese todo que
es el estado y como la parte es para el todo, se concluye que todos los actos virtuo-
sos del hombre, sean relativos a su propia perfección, sean referidos al bien de los
demás, son referibles al bien común y pueden ser objeto de disposiciones normativas
de la justicia legal o general, llamada así precisamente porque ordena los actos de
todas las virtudes al bien común.(30)

La efectiva ordenación al bien común constituye uno de los deberes primordiales


del hombre, pues enraiza en la misma obligación que el hombre encuentra en sí,
como un imperativo, a saber, la de tender a la propia perfección, la que le impera a
procurar el bien común a lo largo de toda su vida, ordenando y orientando socialmen-
te sus riquezas, sus intereses y negocios(31).

En cuanto a la universalidad del bien común, atendiendo a su contenido material,


se manifiesta por ser el conjunto de bienes que tiene la sociedad política el deber de
proporcionar a sus partes. Genéricamente, como enseña S. Tomás, este bien común
político ha de consistir en la suficiencia perfecta de medios de vida para toda la mul-

27.- Cfr. Urdanoz: ob. cit. y loc. cit. pág. 770.


28.- Cfr. Urdanoz: ob. cit. y loc. cit. pág. 773.
29.- Cfr. Urdanoz: ob. cit. y loc. cit. pág. 771.
30.- En otras palabras: siendo el derecho el objeto de la justicia y el objeto del derecho las conductas externas
de los hombres, podemos concluir que la ley general de subordinación de los individuos al todo social, que
el hombre está obligado a tender hacia el bien común y procurar y promover este bien de la multitud en
todos sus actos exteriores, de tal modo que subordine a la utilidad común toda su actuación y obras de
virtud personales, al menos de alguna manera negativa o mediata.
31.- Nuevamente debe afirmarse sin concesión de ninguna especie, que resulta imposible la honestidad indivi-
dual sin la debida ordenación y proporción al bien común. Al respecto enseña S. Tomás: "no es recta la
voluntad de aquel hombre que quiere algún bien particular sin referirlo al bien común como hacia un fin". (S.
Th. 1.2 q. 19 a 19).

35
titud, es decir, en la abundancia perfecta de bienes materiales, intelectuales y mora-
les, y medios de toda clase que las personas singulares deben encontrar en el Esta-
do para su perfección entitativa temporal.(32)

Comprendemos ahora lo que anteriormente afirmáramos: el bien común político


es, en su género, el bien humano perfecto.(33)

Esta sobreabundancia de bienes debe ser entendida dinámicamente, como el fin y


meta del proceso perfectivo de la persona singular en el orden temporal; ideal al que
el Estado debe tender aunque no siempre pueda ofrecer en acto a los individuos.(34)

La justicia general, ordenadora de las conductas a la consecución del bien común,


se encuentra en las personas singulares -partes del todo político- como ejecutores de
esa ordenación bajo la dirección de las leyes y obedeciendo a los poderes públicos. A
los gobernantes, en cambio, les compete arquitectónica y constructivamente la tarea
primordial de la organización del bien común;(35) organización que presenta dos fases.
La primera que corresponde a la producción del mismo; la segunda, es la de la distri-
bución a las personas singulares según una igualdad proporcional. Corresponde re-
gular la primera de las fases a la justicia general y, a la segunda a la justicia distributiva.
Ambas, articuladas armónica y completivamente, configuran lo que Urdanoz denomi-
na una sola justicia comunitaria, la justicia del bien común.(36)

Si la universalidad heterogénea de bienes jerárquicamente ordenados en que con-


siste el bien común político, define claramente la amplitud de la subordinación de las
personas individuales al Estado, la indivisible unidad de la justicia del bien común "...
patentiza que no es absoluta y omnímoda la ordenación de la persona singular al

32.- Cfr. S. Tomás. De regno: 1. ic. 14.


33.- Esta diversidad de bienes que comprende el bien común, ha de escalonarse jerárquicamente y en una
subordinación interna que marca el valor e importancia de los mismos en los objetivos de la sociedad.
Esencialmente, este bien común -bien humano perfecto- consiste en la vida virtuosa de la multitud, fin
primario de toda la sociedad política (cfr. S. Tomás De regno I i.c. 2 n 7). Consecuentemente, el primer y
más eminente grado de bienes que el Estado debe promover son los valores del orden, la paz, concordia
de los ciudadanos, la seguridad política social, la tranquila convivencia en el orden y el afianzamiento de la
justicia, coincidentes con el enunciado del Preámbulo de nuestra Constitución Nacional. El segundo grado
lo constituyen los valores y bienes de cultura (educación, formación intelectual, técnica y científica, etc.). Al
tercer grado pertenecen los bienes que hacen al bienestar material, es decir, los de naturaleza económica.
Santo Tomás asigna una significación instrumental y secundaria a esta suficiencia de bienes materiales o
prosperidad económica, en relación a la organización del bien común.
34.- Al respecto afirma Urdanoz: "El bien común es un ideal de perfección nunca totalmente realizable, que
señala una meta de progreso indefinido, pero que el Estado debe constantemente promover y los indivi-
duos cooperar a la realización de la mayor cantidad posible de bienes" (Cfr. ob. cit. pág. 774).
35.- Sobre el particular dice Urdanoz. "Si, pues, en los gobernantes reside la justicia del bien común de una
manera arquitectónica, es decir, imperativa, y dicha justicia social se ejerce sobre todo el ámbito del bien
humano perfecto, esto significa que el poder y autoridad del Estado se ejercen sobre todos los campos o
esferas de bienes que integran el bien social" (Cfr. ob. cit., pág. 775).
36.- Cfr. aut. loc. y ob. cit. pág. 776. "Sólo se distinguen por la material diversidad del sujeto de derechos y
deberes, que deben ser mutuos en ambos términos, pues que toda relación jurídico es reversible. En la
justicia legal, el sujeto de deberes son los individuos para con el Estado, y el poder público determina e
impera el bien común. Por la distributiva, los individuos ponen sobre todo exigencias frente al poder rector,
gerente del bien común, y el Estado es el sujeto principal de deberes en dicha distribución de bienes".

36
todo social, o la primacía de éste, puesto que los individuos son por igual sujetos de
deberes y derechos, acreedores y deudores para con el bien común, y estos dere-
chos de los individuos respecto del bien común es sobre todo el poder público el que
debe satisfacer".(37)

Queda así allanado el camino para afrontar la tercera y última cuestión que plantea
el título de la disertación que me ha sido encomendada.

Interés público

Si el bien común político es, por una parte, la causa final, es decir, principio y razón
de la constitución del Estado y, por otra parte atendiendo a su estructura formal impli-
ca la sobreabundancia de bienes para la suficiencia perfectiva inmanente de toda la
multitud, resulta pertinente preguntarnos si la sucesión de nombres con que se es-
tructura el título de esta disertación acaso incluya dos términos que no sean diferen-
tes: bien común e interés público.

Una respuesta afirmativa nos pondría en presencia de dos términos sinónimos, por
tener ambos la misma significación, pudiendo ser sustituidos recíprocamente en un
enunciado sin alterar la significación de este.

En esta perspectiva, se suele definir las funciones del Estado respecto al modo
peculiar a cada una de ellas de satisfacer los requerimientos del bien común o del
interés público (también se usa la expresión interés general), utilizándose dichos tér-
minos alternativamente. En mi opinión quienes siguen este criterio, por lo general

37.- En la perspectiva universalista de la primacía absoluta del bien común parecería que no hay lugar para la
defensa de los derechos naturales y anteriores de la persona, que establezcan una cierta autonomía de la
misma frente al poder estatal absorbente y señalen los límites de la autoridad civil. Queda así planteado el
delicado problema de las relaciones entre individuo y Estado, entre persona y autoridad. En la perspectiva
del realismo tomista, el dilema se resuelve si recordamos que la ordenación de los individuos al bien común
y el ámbito de sus obligaciones para con él es universal extensivamente, más no intensivamente.
Extensivamente: porque se refiere a cualesquiera de las esferas de su operación exterior. Mas no
intensivamente, pues no se da de manera omnímoda, por la exigencia de la totalidad de sus actos, en
todas sus formas, momentos y circunstancias, sino que aquella ordenación tiene su medida y limitaciones.
Las personas son partes del todo social solo por analogía, como partes de un todo accidental y no sustan-
cial, al tiempo que ellas son todos sustanciales que sirven a otro bienes y finalidades superiores. De donde,
la ordenación de marras tendrá limitaciones y las personas, a su turno, sus derechos y exigencias frente a
ese todo social. Así destaca Urdanoz que: "Un sencillo análisis de la estructura del bien común social
dentro de los bienes comunes nos da la clave de estas limitaciones. Bien patente está que este bien común
se presenta como superestructura de otros bienes comunes, como la sociedad política es la sociedad
temporal perfecta que se superestructura sobre otras sociedades inferiores y naturales, al menos genéri-
camente (...). Por lo mismo, debe respetar las ordenaciones anteriores de los individuos a esos bienes
comunes inferiores, con los derechos naturales inherentes a los mismos (...). La ordenación, pues, de los
individuos al bien común social no significa la absorción de sus actividades todas, sino respeto para esas
primeras sociedades -las cuales ya limitan así el poder del Estado- y función supletoria y perfectiva de las
mismas. Es el hoy llamado principio de supletoria y perfectiva de las mismas. Es el hoy llamado principio de
supletoria y perfectiva de las mismas. Es el hoy llamado principio de subsidiariedad" (pág. 778). De otra
parte, la primacía del bien común temporal sólo significa superioridad sobre el bien particular de la persona
en ese orden temporal de la vida social.

37
prefieren utilizar el vocablo bien común para aludir a la causa teleológica del Estado
y, en cambio, usar el término interés general para integrar la conceptualización de las
funciones de la comunidad política. Lo característico de este uso promiscuo de voca-
blos diferentes -bien común, interés público o interés general- es que quienes así
proceden no se hacen cuestión, al menos explícitamente, sobre si se está o no en
presencia de palabras sinónimas.

Otra vertiente doctrinaria, que prescinde del vocablo bien común, entiende al inte-
rés público como el resultado de un conjunto de intereses individuales compartidos y
coincidentes. Se le niega entidad ontológica propia y específica, por tratarse de un
mero resultado "... de la sumatoria valiosa de un conjunto de intereses individua-
les".(38)

En esta perspectiva doctrinaria, el interés público consiste en la acumulación de


intereses individuales en una mera colección cuantitativa de los mismos, conforme al
sentir coincidente de la mayoría. De donde se trata de una realidad puramente cuan-
titativa en su contenido y en el principio formal de su determinación.

Por las razones ya expresadas hasta aquí y las que paso a exponer no comparto
ninguno de los criterios precedentemente reseñados.

El Estado es el todo que contiene a las personas singulares y a las demás socieda-
des imperfectas, como ordenación completiva en función de su fin especificativo o
bien común. Entonces, el bien común político, será primeramente y por sí: "la conser-
vación y la activa promoción de ese mismo orden que constituye su ser".(39)

Y como el fin en gracias a la cual se instituye la sociedad política es el bien común,


consistente en la suficiencia perfecta, ordenada y proporcionada de bienes materia-
les, intelectuales y morales que las personas deben encontrar en el Estado para su
perfección entitativa personal, podemos inferir:

a.- en primer lugar, que el bien común político especificativo del Estado se aseme-
ja con la propia forma de éste es decir, con el orden, pues es bien común "con-
siste en la plenitud ordenada de los bienes necesarios para la vida humana
perfecta".(40)
De donde, materialmente, el bien común político es la sobreabundancia de bie-
nes, de toda índole, necesaria para la perfección temporal del hombre concreto.
Formalmente, es la ordenación de esa sobreabundancia de bienes, a fin de
proporcionada suficiencia para logro de ese telos.(41)

38.- Cfr. Escala, Héctor Jorge. El interés público como fundamento del derecho administrativo. Ed. Depalma,
Buenos Aires, pág. 350.
39.- Cfr. P. Pinto, Mario Agustín, "La noción del Bien Común según la filosofía tomista". Prudentia Iuris. Nº III,
pág. 16.
40.- Cfr. P. Pinto, Mario Agustín, ob. y loc. cit. pág. 17.
41.- Digo semejanza y no identidad, pues el orden, tratándose del estado es principio formal determinativo del
ser de éste, y, como tal, se inscribe en el ámbito de lo entitativo. En cambio el orden, como constitutivo
formal del bien común, pertenece al ámbito de las operaciones, con sus necesarios presupuestos de
facultades y hábitos.

38
b.- en segundo lugar, el bien común político como término del dinamismo perfecti-
vo de la persona humana, haciendo posible el acabamiento temporal del proce-
so de personalización, pertenece propia y formalmente al orden agible de las
operaciones humanas, cuyo fin es la perfección del mismo sujeto operante.

Ahora bien; la prudencia, virtud propia del intelecto en su función práctica, esto es
directiva del obrar de la persona también se inserta en lo agible humano; éste es el
ámbito propio de la prudencia a la que compete determinarlo en su máxima singula-
ridad conforme a todas sus circunstancias de lugar, tiempo y persona.

Llegamos, así, a una distinción formal entre bien común político e interés público
que, a esta altura de mi reflexión personal sobre el tema, propongo a propósito de la
incitación motivante de la sucesión de nombres con que se estructura el título de esta
disertación.

Por lo tanto, en primer lugar, afirmo que el término bien común político no es sinó-
nimo del vocablo interés público.

Si bien uno y otro se insertan en el dinamismo perfectivo de la persona concreta,


inscribiéndose en el mismo género de lo agible, sin embargo hacen referencia a dos
planos diferentes de dicho género común, distinguiéndose así formalmente.

El bien común político, como ya lo dijimos, es un universal analógico proporcional;


como tal, actualmente comunicado en cada uno de los bienes particulares, aunque
no en todas sus virtualidades sino en modos parciales y escalas variables, proporcio-
nalmente a la aptitud funcional y posición social de cada persona individual. Es, tam-
bién según decíamos, meta e ideal, en su materia concreta de suficiencia de bienes,
al que el Estado debe tender aunque no siempre pueda ofrecer en acto a los indivi-
duos. En síntesis: en su género, el bien común político tiene razón de fin.

Ahora bien, la constitutiva temporalidad especificativa del bien común político, dice
necesaria referencia a variabilidad de circunstancias por las que discurren tanto el
hombre concreto como la sociedad perfecta a la que se ordena como la parte al todo;
variabilidad que implica multiplicidad de rutas para la actualización, hic et nunc, del
bien común que es el fin.

Aparece así la noción de interés público como el acto prudencial del gobernante,
ejercido acorde a las modalidades propias de sus respectivas funciones estatales
atribuidas según el orden de reparto instituido por la Constitución, determinando en-
tre varios medios el más idóneo para la consecución del bien común.

Interés proviene de interesse, que significa la acción de discernir, entremediar,


entre las ordenaciones de conductas y bienes, para determinar en concreto la más
apropiada para la obtención del fin. Y se trata de un interés público, vale decir, de un
medio ordenado al bien común político una de cuyas características a propiedades
es precisamente el ser público no privado por estar concernidos en él todos los miem-
bros del estado.

39
Por lo tanto, mientras el bien común político es "plenitud ordenada de los bienes
necesarios para la vida humana perfecta"(42) y tiene razón de fin o término en ese
proceso del dinamismo perfectivo temporal del hombre concreto; el interés público es
la determinación electiva, según un juicio prudencial del gobernante, de los medios
conducentes, hic et nunc, para conseguir de hecho aquel fin o término.

Enseña Urdanoz que "... el bien común aparece como objetivo especificador de la
prudencia política que, bajo el imperio de la justicia legal, provee a la elaboración de
las leyes, a la construcción del orden social y cuidado del bien común".(43)

El interés público, añado por mi cuenta, en cuanto juicio prudencial relativo a los
medios para la construcción y cuidado del bien común, se especifica en cada órgano
supremo del Estado, acorde a la peculiaridad de su propia función.

Conclusiones

Atendiendo al Estado, en razón de su formalidad, esto es, de aquello que precisa-


mente le da el ser de comunidad política, constituyéndolo como tal ente real y acci-
dental, el Estado, se concluye:

a.- no es lo alterum, lo alienum, lo otro con lo cual el hombre concreto debe, a lo


sumo, habérselas en una relación agónica. Por el contrario, pertenece a su
dinamismo perfectivo, en el orden inmanente y temporal, que le posibilita vivir
su existencia como misión personalizante.(44)
b.- tampoco es posible de más y de menos. Perteneciendo al orden de los acciden-
tes de cualidad y no de cantidad, resulta absolutamente extraño, en su formali-
dad entitativa, predicar de él "reducciones" o "ampliaciones" cuantitativas.
c.- siendo su esencia principio de sus operaciones propias, afecta a la consecu-
ción misma de la perfección entitativa de la persona individual toda postulación
de privar, al Estado, de esencia supraordenadora de las conductas de todas
sus partes, personas singulares y sociedades imperfectas.
d.- si atendemos al Estado en su significación analógica, vale decir como aquella
superestructura consistente en el complejo orgánico supremo, de carácter me-
ramente instrumental en relación al cumplimiento de la finalidad que lo especi-
fica entitativamente, es preciso resaltar que dicha consideración debe siempre
conmensurarse y valorarse desde el principio formal. Introdúzcanse las modifi-
caciones que se quiera tendiendo a las variaciones de las circunstancias de
tiempo, lugar o personas, pero jamás podrá eliminarse el Estado como

42.- Cfr. P. Pinto, Mario Agustín; op. y loc. cit., pág. 17.
43.- Cfr. Urdanoz: ob. cit. y loc. cit., pág. 771.
44.- Lo inferido en el texto confiere, a mi criterio la correcta inteligencia de la afirmación de Ernesto palacio,
contenida en su obra Teoría del Estado. Eudeba. Buenos Aires, pág. 103: "Sabido es que esta cuestión de
la libertad es la más importante que se plantea dentro de la especulación política, porque pone en causa
hasta la propia legitimidad del poder. ¿Es el Gobierno defensor, protector y aún creador de la libertad de los
ciudadanos, o es su peor enemigo? ¿Hasta qué punto puede ella coexistir con la coerción?".

40
supraordenación de sociedades y personas individuales en orden a su perfec-
ción temporal. Caso contrario, se pondrá en grave peligro el dinamismo perfec-
tivo de la persona individual, con la disolución del orden y unidad de la multitud,
lanzada a su destrucción. La historia, en todos sus momentos remotos y cerca-
nos demuestra, con verificación incontestable de realidad existencial, la rela-
ción dialéctica y de mutua implicancia de las perfecciones entitativas del Esta-
do y de sus miembros.
e.- finalmente siendo el interés público el juicio prudencial propio del ejercicio ar-
quitectónico y constructivo, por parte de los gobernantes en orden a la organi-
zación y consecución del bien común político, pertenece al ámbito de la propia
discrecionalidad con que cada uno de los órganos fundamentales del Estado
deben gestar en el marco genérico de la juridicidad pero con las modulaciones
de las circunstancias particularísimas de tiempo, lugar y persona.(45)

Bases conceptuales del derecho administrativo

El anexo científico de cualquier sector del conocimiento exige, como tarea previa e
inexcusable, la delimitación de su objeto. Así ocurre, por supuesto, en el Derecho
administrativo, expresión ésta, que primariamente evoca dos hechos: de una parte,
una realidad objetiva, la Administración; de otra, el dato de que dicha realidad es
objeto del Derecho, es regulada por éste.

Es necesario, pues, analizar estas dos circunstancias: primera, qué sea o qué de-
bamos entender por Administración (I); segunda, cuál sea el significado y contenido
de la expresión con la que se designa el Derecho que se refiere a la Administración,
del Derecho Administrativo (II).

I.- La administración

"El intento de abordar el significado del concepto de Administración, en el umbral


mismo de una obra general dedicada al estudio de la misma, constituye una tarea

45.- Al respecto resulta interesante la observación de David Osborne y Ted Gaebler en su obra: "la Reinvención
del Gobierno". Paidós. Estado y sociedad. Barcelona, pág. 66. "En el mundo contemporáneo las institucio-
nes públicas también requieren flexibilidad para responder a situaciones complejas y en rápida transforma-
ción... Los gobiernos burocráticos no pueden hacer ninguna de estas cosas con facilidad debido a sus
regulaciones de la Administración Pública y a los sistemas de posesión de los cargos". La inadvertencia,
propia de una concepción racionalista de que la discrecionalidad al no ser otra cosa que juicio prudencial
político jurídico, ha desarrollad prejuicios que se traducen en serias trabas a las rutas que la variabilidad
continua de las circunstancias resultan idóneas para la consecución en los hechos del bien común. Entien-
do en este sentido la observación realizada por Alejandro Nieto en su libro: La organización del Gobierno.
Ariel, Barcelona, pág. 52. "La clave de la disfunción que se denuncia se encuentra en la circunstancia de
que la legalidad está siendo entendida, no ya sólo como el sometimiento de la Administración a la ley, sino
como la exigencia de que todas las tomas de decisión han de ir precedidas de una norma general sin lo
cual, se consideran ilegales".

41
sumamente problemática, de dudosa utilidad didáctica, y, con toda probabilidad, abo-
cada al fracaso. La Administración, en efecto, es un producto cultural de una comple-
jidad extraordinaria, cuya esencia y límites sólo pueden irse perfilando e interiorizando
a lo largo del estudio de las disciplinas científicas que se refieren a la misma (y quizás
nunca de modo total).

Forzosamente, por ello, esta primera delimitación del concepto de Administración,


en cuanto objeto del Derecho Administrativo, ha de ser puramente aproximativa y de
una gran simplicidad. No se trata de definir a priori y de modo acabado que sea la
Administración, sino sólo de deslindar pragmáticamente el sector de la realidad que
ha de ser objeto de nuestro análisis y de precisar la forma o método desde que dicho
análisis debe ser emprendido.

Para ello, hemos de llevar a cabo una doble tarea. En primer lugar, examinar las
diferencias alternativas que nos permiten aproximarnos al concepto de Administra-
ción que ha de servir de base a nuestro estudio (A). Precisado ya, en sus líneas
generales, cuál sea el sentido instrumental que haya de otorgarse al concepto de
Administración, es necesario efectuar una descripción elemental y orientativa de la
misma, situándola en el marco de los poderes de nuestro Estado (B).

A.- Las alternativas de aproximación al concepto

Como la mayoría de los conceptos jurídicos, el de Administración es un término


polisémico, que hace referencia a hechos muy diversos. Sólo algunos de ellos cons-
tituyen el objeto del Derecho administrativo. Por lo mismo, quizás la forma más simple
de aproximarnos al punto que nos interesa sea la de proceder por eliminación suce-
siva de las realidades que han de quedar fuera de nuestro estudio. Para ello, pode-
mos emplear dos alternativas fundamentales.

La primera de estas alternativas es de naturaleza metodológica, y hace referen-


cia a la perspectiva científica, jurídica o no, desde la que ha de llevarse a cabo el
análisis. La decisión en torno a la misma permite despejar con facilidad una segunda
opción subordinada, planteada en torno al estudio de la Administración pública y/o de
las organizaciones administrativas privadas.

La segunda alternativa es de naturaleza objetiva o material, en cuanto se refiere a


la sustancia misma del objeto a estudiar: esto es, si la Administración debe concebir-
se como una función o como una organización. Del mismo modo que en la alternativa
anterior, la decisión adoptada en ésta, obliga a plantear una segunda opción: la de
limitar el estudio a la Administración pública en sentido estricto, o extenderlo a las
estructuras administrativas de las restantes organizaciones públicas, tanto estatales
como extraestatales.

42
1.- La alternativa metodológica: el estudio de la Administración
desde los puntos de vista jurídico y no jurídico.

La primera decisión que debe adoptarse en orden a acotar el objeto de nuestro


estudio consiste en centrar éste en la problemática jurídica de la Administración. Las
organizaciones administrativas o burocráticas son susceptibles de ser analizadas desde
la perspectiva de múltiples ciencias, además de la del Derecho. Cabe elaborar una
teoría jurídica de la Administración, pero también estudiar ésta desde el punto de
vista de la política, de la economía, de la historia, de la sociología, de la psicología, de
la estadística, de la informática o de la teoría de los sistemas, entre otros muchos.
Intentar conjugar todas las variables de estas perspectivas en un solo estudio global
de la Administración sería, no obstante, un proyecto inabarcable, científicamente es-
téril y de dudosa utilidad práctica. Todas ellas son, por separado, enteramente váli-
das, pero ajenas en lo sustancial a la presente obra que, insistimos, debe centrarse
en el examen de los aspectos jurídicos de la Administración.

Esta toma de postura no entraña de modo alguno una obviedad, contra lo que pudiera
parecer (es lógico, podría decírsenos, que una obra de Derecho administrativo se centre
en la problemática jurídica); centrarse en los temas jurídicos no es lo mismo que limitarse
o circunscribirse al estudio de éstos. Lo que se pretende expresar con este matiz es una
pura opción didáctica que entraña excluir dos hipótesis: primera, la de que el análisis
jurídico sea el único válido para abordar el fenómeno administrativo; segunda, la de que
el jurista deba prescindir radicalmente de las aportaciones y planteamientos de las res-
tantes disciplinas científicas en aras de una absoluta pureza metodológica.

La primera hipótesis a que acabamos de aludir, mantenida implícitamente durante


mucho tiempo, es hoy insostenible. El exclusivismo de la ciencia del Derecho en el estu-
dio de la Administración es un puro accidente histórico, debido tanto al fulgurante grado
de desarrollo que el Derecho administrativo alcanza en Europa continental a fines del
siglo XIX (frente a la situación embrionaria de los restantes enfoques científicos de la
Administración), cuando a su coincidencia con los postulados de la ideología liberal:
considerado el Estado como un mal necesario y potencialmente temible al que, ante
todo, había que sujetar y limitar, era lógico que el Derecho -que venía a cumplir precisa-
mente esa función- adquiriese una preponderancia absorbente. Hoy, sin embargo, en el
marco de un Estado social del que el ciudadano reclama ante todo protección y presta-
ciones vitales, y que se legitima primordialmente por su eficacia, es forzoso reconocer
que el Derecho ha pasado a un segundo plano: a un plano que continúa siendo importan-
te, pero que no es, desde luego, el único; ni siquiera el protagonista. Por ello se ha podido
decir, con exactitud no exenta de crueldad, que los juspublicistas que se empecinan en
seguir propugnando el Juristenmonopol en el estudio de la Administración se asemejan
a un caballero de la triste figura, cómico y patético en su pretensión de entender y gober-
nar una realidad compleja que le ha superado desde hace tiempo (P. LEGENDRE).

La segunda precisión no es menos relevante. El estudio de la Administración comien-


za, en la Europa del siglo XVII, como un conglomerado informe de conocimientos en los
que se mezclan la filosofía, la estadística, la política económica y la ciencia de la hacien-
da junto a razonamientos de política y buen gobierno y, por supuesto, a análisis estricta-
mente jurídicos. Estos estudios globales y heterogéneos, conocidos como "ciencias
camerales (kameralwissenschaften) o "ciencia de la política" (Polizeywissenschaft, science
de la police) fueron puestos en cuestión por los juristas del siglo XIX que, bajo la influen-
cia de la filosofía kantiana y del pandectismo, dieron en predicar la cruzada de la pureza

43
metodológica; esto es, la necesidad de depurar la ciencia del Derecho de todo elemento
no estrictamente jurídico, ya sea histórico o sociológico y, por supuesto, de todo juicio de
valor.

No es este el momento de relatar las vicisitudes de esta línea metódica, ni su influen-


cia en el nacimiento tanto del moderno Derecho público cuanto de todo un amplio abani-
co de estudios no jurídicos de la Administración: nos referiremos a ello en un capítulo
posterior. Basta ahora decir que tal forma de concebir el estudio del Derecho público,
aunque continúa teniendo importantes valedores, está siendo progresivamente abando-
nada. El Derecho es una ciencia que opera sobre un sector de la realidad, y esta realidad
no puede conocerse en profundidad ni pretenderse incidir sobre ella para que funcione
coherente y eficazmente (sirviendo con ello a la justicia) limitándonos al puro plano de
razonamiento jurídico. Si el Derecho es una disciplina humanística (divinarum atque
humanarum rerum notitia, como decían con todo acierto los juristas romanos), no puede
ser asépticamente separado de la realidad material a la que se refiere. Tanto la formación
del jurista como la investigación científica, y aun la labor de interpretación y aplicación
cotidiana del Derecho, precisan apoyarse instrumentalmente en la historia, en la teoría
política, en la economía y en la sociología; sin el auxilio de estas ciencias es difícil captar
el verdadero significado de los conceptos y técnicas jurídicas, así como su utilidad, su
conveniencia y su justicia concreta, valores a los que el jurista no puede ser insensible.
Es por todo ello por lo que antes precisamos que nuestro análisis debe centrarse funda-
mentalmente, pero no limitarse, a los aspectos jurídicos de la Administración.

2.- Administración pública y administraciones privadas

La opción metodológica que acabamos de formular predetermina la solución a la


segunda alternativa, que nos lleva a excluir de nuestro análisis la problemática de las
organizaciones administrativas de carácter privado (asociaciones, empresas mercan-
tiles, etc.). Por más que los temas abstractos de estructura y funcionamiento de la
Administración pública sean materialmente similares a los de las administraciones
privadas, desde el punto de visa formal las diferencias son insalvables: el régimen
jurídico al que la Administración pública está sometida, como consecuencia de su
integración en el aparato estatal es, salvo excepciones, absolutamente diverso del
que preside el funcionamiento de las administraciones privadas. Un estudio jurídico
conjunto de una y otras resultaría, por lo mismo, metodológicamente heterogéneo e
inaceptable.

En el plano jurídico, pues, no hay forma razonable de aunar el estudio de la Admi-


nistración pública y de las administraciones privadas: el examen de éstas últimas
debe dejarse, por ello, a otras ramas del Derecho. Otra línea de análisis discreparía
abiertamente, además, de la invariable tradición de nuestra disciplina, que se ciñe de
modo exclusivo al estudio de la Administración pública; esto es, a la que se encuadra
dentro del llamado poder ejecutivo del Estado.

Es frecuente en la doctrina -así, por todos, en J. RIVERO- basar esta distinción en la


diferente naturaleza de los fines perseguidos y los medios utilizados por la Administra-
ción pública y los particulares, respectivamente. Los fines de la Administración se resu-
men en la idea del interés general (concebido como la satisfacción de aquella necesida-
des que, por su amplitud o por su no rentabilidad económica o personal, no son espontá-

44
neamente cubiertas por los individuos privados); y su medio más característico es el
ejercicio del poder público (mediante el cual puede vencer unilateralmente las resisten-
cias que los ciudadanos opongan a la realización del interés general); en tanto que los
particulares persiguen fines e intereses privados, siendo su medio de relación más ca-
racterístico el contrato, como forma típica de relación entre personas situadas, por defi-
nición, en un nivel de igualdad jurídica.

Como todas las formulaciones dialécticas simples, esta distinción resulta excesiva-
mente simplificadora y, por ende, inexacta: no es cierto que los particulares no puedan
perseguir -lo hacen, de hecho- fines de interés general, ni tampoco que las técnicas de
decisión unilateral autoritaria sean desconocidas en el mundo privado (como lo prueban,
por ejemplo, la patria potestad y el poder de dirección empresarial); por otra parte, la
Administración emplea, cada vez con mayor extensión, las formas privadas de contrata-
ción junto a las técnicas de imposición autoritaria. Pero, con todo, la contraposición es
expresiva y útil en una primera aproximación al tema.

3.- La alternativa material: la Administración como función o como


organización

Más compleja que la anterior es la segunda gran alternativa, que arranca de un


hecho tan simple como el que la palabra "administración" posee, en el lenguaje colo-
quial, dos significados básicos y contrapuestos: de una parte, designa una activi-
dad, es decir, el hecho de administrar o gestionar determinados asuntos; de otra,
designa la persona u organización que desempeña dicha actividad. Dos sentidos,
pues, distintos: el primero, material u objetivo (que suele identificarse escribiendo
administración con minúscula); el segundo, orgánico o subjetivo (Administración, con
mayúscula).

La opción entre uno y otro significado ha sido objeto de una polémica secular que,
por supuesto, excede con mucho de los aspectos puramente lingüísticos, y de la que
aquí sólo puede darse cuenta de modo esquemático.

Los primeros tratamientos científicos del Derecho administrativo, desde comien-


zos del siglo XIX, partían invariablemente de la perspectiva subjetiva u orgánica: es-
tudiaban la Administración pública como organización, como parte de uno de los tres
clásicos poderes del Estado, en toda la variedad de sus actividades. A fines de siglo,
sin embargo, el positivismo jurídico comienza a cuestionar la validez de este plantea-
miento, en cuanto no respondía a la premisa axiomática de la homogeneidad del
objeto.

En efecto, un simple análisis de la realidad pone de manifiesto que la Administra-


ción pública realiza, entre otras, actividades que son materialmente idénticas a las
funciones típicas de los otros poderes: la Administración dicta normas (reglamentos)
al igual que lo hace el Parlamento (leyes), y resuelve autoritariamente conflictos de
derechos o intereses (al resolver recursos administrativos) de modo semejante a como
los órganos del poder judicial dictan sentencias. Y la similitud se da también a la
inversa, en cuanto estos dos poderes desarrollan actividades en todo parecidas a las

45
que realizan los restantes: el poder legislativo, junto a la función de este nombre,
desempeña funciones materialmente administrativas (las relativas a su organización
interna y al régimen de su personal, de sus bienes y de sus contratos) y aún jurisdic-
cionales (en algunos países, el enjuiciamiento de determinados delitos de las autori-
dades supremas del Estado); por su parte, el poder judicial realiza también activida-
des materialmente administrativas (como la organización y gestión de su personal y,
entre nosotros, los llamados actos de jurisdicción voluntaria) e incluso normativa (hoy,
en España, como veremos, los reglamentos dictados por el Consejo General del Po-
der Judicial).

La consecuencia de este análisis, desde la citada exigencia de pureza metodológica,


fue bien simple: hay que sustituir el estudio de los poderes del Estado por el estudio
de sus funciones, con independencia de cual sea el órgano que las realice. En lo
que a nosotros afecta: es preciso identificar y definir la función administrativa en abs-
tracto.

De entonces acá son millares las páginas escritas para tratar de aislar el factor, la
nota característica que permitiera definir de modo inequívoco esa abstracta función
administrativa. Por recordar aquí sólo alguna de las múltiples líneas ensayadas, se la
ha intentado caracterizar como la actividad de ejecución de la Ley en posición de
dependencia, frente a la posición independiente de los jueces (tesis propugnada por
los miembros de la escuela vienesa, principalmente Hans KELSEN y Adolf MERKL);
como actividad para la consecución de los fines del Estado (tesis de la escuela clási-
ca italiana: V.E. ORLANDO y F. CAMMEO) o de los intereses públicos o colectivos
(también de gran predicamento en la doctrina italiana de la primera mitad del siglo; O.
RANELLETTI, S. ROMANO, G. ZANOBINI); como actividad de gestión de los servi-
cios públicos (tesis dominante en Francia hasta los años cincuenta y cuyos mejores
representantes fueron G. JEZE, R. BONNARD y L. ROLLAND). Y así, prácticamente
hasta el infinito, en una labor de resultados siempre insatisfactorios -o sólo mediana-
mente satisfactorios- que llevaron a una buena parte de la doctrina alemana (desde
G. JELLINEK y O. MAYER) a una tesis tan pragmática como desalentadora, conocida
como teoría negativa o residual: después de definir positivamente la legislación (como
creación normas jurídicas de carácter general) y la jurisdicción (como resolución de
conflictos intersubjetivos de intereses) se concluye que la función administrativa en
todo aquello que queda de la actividad estatal una vez que se han separado aquellas
funciones.

El fracaso con que se han saldado los intentos de definir la función administrativa
en abstracto ha llevado a un amplio sector de la doctrina a retomar a los planteamien-
tos orgánicos o subjetivos originales; aún reconociendo la heterogeneidad de las fun-
ciones que desempeña, se parte del criterio de que el objeto primario de análisis del
Derecho administrativo es, ante todo, la Administración pública como organización (o
como persona jurídica).

Tal es el criterio seguido de forma práctica unánime en la doctrina europea, y el


que también adoptamos nosotros.

46
Esta afirmación no es contradictoria con el hecho de que un importante sector de la
doctrina española más moderna, sea explícitamente partidaria de la definición del Dere-
cho administrativo como Derecho de la función administrativa objetivamente considera-
da (así, aunque con diferencias sustanciales de planteamiento, M. BALLBE, J. M. BO-
QUERA, S. MARTIN RETORTILLO, R. MARTIN MATEO y -recientemente, y rectificando
sus anteriores tesis orgánicas- F. GARRIDO FALLA: vid. la nota bibliográfica al final de
este capítulo): en definitiva, se trata de una pura toma de posición conceptual, no segui-
da después en el desarrollo didáctico de la disciplina, que continúa ajustándose a patro-
nes orgánicos: patrones éstos predominantes entre nosotros en los últimos años, desde
las exposiciones de F. GARRIDO FALLA y E. GARCIA DE ENTERRIA.

En definitiva, la polémica parece haber perdido hoy interés en la doctrina europea; con
la notable excepción de Italia, donde la última línea de razonamiento ensayada apunta a
una caracterización de la función administrativa en base a datos formales o
procedimentales: vid. F. BENVENUTI. Funzione amministrativa, procedimento, processo,
Milano, 19659. La doctrina mayoritaria y más autorizada, sin embargo, parece decidida a
abandonar la indagación, reputada inviable dada la heterogeneidad de las tareas realiza-
das por la Administración: tal es la conclusión de la excelente obra de la profesora M. A.
CARNEVALE VENCHI, Contributo allo studio della nazione di funzione pubblica, Padova,
2 vols, 1969, ratificada por la superior autoridad de M. S. GIANNINI, Diritto amministrativo,
Milano, 1970, ratificada por la superior autoridad de M. S. GIANNINI, Diritto amministrativo,
Milano, 1970, I, pág. 79, que parece haber sentenciado el tema en Italia con una declara-
ción tajante: "una caratterizazione oggettiva de la funzione amministrativa non esiste".

47
Actividad Nº 1

1.- Subraye los cuidados que debemos tener en cuenta cuando se pretende estu-
diar la Administración desde el punto de vista jurídico.

2.- Explique el sentido de definir el objetivo de estudio de la Administración cen-


trándolo en la Administración pública como organización.

48
4.- Administración pública, organizaciones estatales, extraestatales
y semipúblicas

Caracterizada, pues la Administración como una organización concreta, es preciso


llevar a cabo una última delimitación respecto de otro tipo de organizaciones que,
como aquélla, se mueven también en la órbita de lo público.

De una parte, es necesario individualizarla dentro del total aparato del Estado, en
cuyo seno coexiste con otra organizaciones de estructura y funcionamiento material-
mente similares. Por Administración Pública se entiende, exclusivamente, el aparato
orgánico al servicio del Gobierno o poder ejecutivo del Estado y de los restantes
entes públicos territoriales. Los demás poderes y estructuras constitucionales del
Estado poseen también organizaciones burocráticas a su servicio (así, el Parlamento
y el Poder Judicial; entre nosotros, también, la Corona, el Tribunal Constitucional, el
Tribunal de Cuentas y el Defensor del Pueblo); pero tales organizaciones no han
recibido el nombre de Administración pública ni su estudio es normalmente objeto del
Derecho administrativo.

De otro lado, el concepto estricto, puramente estatal, de la Administración pública


que hemos enunciado fuerza a excluir del mismo la problemática de las administra-
ciones publicas extraestatales (p. ej., la Iglesia Católica) o supraestatales (organiza-
ciones internacionales), las cuales, por otra parte, son objeto de disciplinas jurídicas
específicas.

La exclusión del análisis del régimen jurídico interno de las organizaciones estatales
no administrativas (Corona, Parlamento, poder judicial, etc.) no debe interpretarse, en
manera alguna, como el resultado de una exigencia científica; tampoco constituye, como
se verá una directriz metodológica rigurosa. Lo que quiere expresarse, sencillamente, es
que el objeto primordial de nuestro estudio ha de ser la Administración pública, y que
sólo marginalmente nos ocuparemos del régimen interno de los referidos órganos cons-
titucionales.

El escaso rigor lógico de este planteamiento, que no podemos por menos de dejar de
reconocer, es sólo explicable si se tiene en cuenta, que nos encontramos ante una de las
más difíciles encrucijadas del Derecho público español. Tradicionalmente, el Derecho
administrativo se ha ocupado solo del estudio de la Administración pública, en tanto que
el Derecho constitucional se limitaba al examen de la estructura y funciones constitucio-
nales de los restantes poderes del Estado. El régimen interno de estos últimos apenas si
era objeto de atención específica, en la medida en que poseía una entidad prácticamen-
te despreciable (así, los servicios internos de los Parlamentos hasta fecha reciente) o era
directamente gestionado por los órganos de la Administración pública (así, en el caso de
la Corona o Presidencia de la República y del poder judicial, administrado por el Ministe-
rio de Justicia).

El problema se ha planteado con toda crudeza con las transformaciones constitucio-


nales acaecidas a raíz de la segunda guerra mundial. Los servicios y funciones burocrá-
ticas internas de los órganos constitucionales han experimentado un crecimiento espec-
tacular, de un lado; y tienden a ser gestionadas por estos mismos, de otro, en régimen de
autonomía frente al poder ejecutivo. Una nueva realidad a la que el planteamiento tradi-
cional de las dos disciplinas científicas clásicas ha convertido en una peligrosa tierra de

49
nadie; el Derecho constitucional la ignora, al no tratarse de funciones típicamente políti-
cas o constitucionales; y lo mismo hace el Derecho administrativo, al tratarse de activida-
des de órganos distintos de la Administración pública. Lo cual no sólo se traduce en un
indefendible vacío didáctico, sino ante todo en una grave indefinición práctica de su régi-
men jurídico: en ausencia de norma escrita, ¿por qué reglas se rigen su personal, sus
contratos, sus bienes, su responsabilidad?

Como puede apreciarse, este problema se encuentra estrechamente ligado con la


alternativa entre las concepciones objetivistas y orgánicas del Derecho administrativo,
que examinamos en el epígrafe anterior. Sus consecuencias dogmáticas exceden, sin
embargo, los límites de la presente obra.

Con todo, la concreción del objetivo primordial de nuestro estudio en el complejo


orgánico que denominamos Administración pública es una tarea no exenta de incer-
tidumbres, ni de aparentes paradojas, en la medida en que sus límites son considera-
blemente ambiguos y difusos. En su nivel superior, la Administración pública stricto
sensu se encuentra íntimamente vinculada, cuando no confundida, con los órganos
políticos y constitucionales, a cuyo servicio se encuentra (así, el Gobierno, tanto del
Estado como de cada una de las Comunidades Autónomas, es al tiempo un órgano
político y la cúspide de la respectiva organización administrativa; lo mismo ocurre en
las entidades locales). Y en los niveles inferiores, las fronteras de la Administración
con el mundo privado se encuentran sensiblemente desdibujadas: de una parte, de
ésta dependen un conjunto de entes constituidos en forma privada (sociedades mer-
cantiles) y que no se sujetan en su funcionamiento al Derecho administrativo, sino al
civil, mercantil y laboral (como cualquier otra empresa privada), pero que actúan como
instrumentos organizativos al servicio de la Administración pública propietaria de las
mismas, por lo que deben considerarse como parte integrante de su estructura. De
otra, sin embargo, existen múltiples entidades de base asociativa y composición pri-
vada, que adoptan una forma de personificación inexistente en Derecho privado (Cor-
poraciones de Derecho Público) y que se rigen parcialmente por el Derecho adminis-
trativo (en el ejercicio de determinadas potestades públicas concretas cuyo ejercicio
se les confía); son, sin embargo, organizaciones privadas con substrato y fines pro-
pios, por lo que no deben incluirse en la Administración pública a efectos de sus
análisis.

A.- El Derecho administrativo como sistema normativo

Hablar del Derecho administrativo como un sistema normativo supone dar por sen-
tadas dos afirmaciones: primera, que la Administración pública está sometida al De-
recho; y segunda, que este sometimiento se da, no solo al Derecho en general, sino
a una rama o sector específico del mismo, el Derecho administrativo. Y estas afirma-
ciones son en sí mismas problemáticas, porque así como la Administración es una
realidad tan vieja y constante como la sociedad misma (bajo una forma u otra, todo
grupo social mínimamente evolucionado ha dispuesto siempre de algún tipo de orga-
nización dedica a velar por la consecución de los intereses colectivos), el Derecho
administrativo es un producto contingente, un subsistema cultural históricamente li-
mitado, exclusivo de un cierto ámbito geográfico y de un determinado nivel de civiliza-
ción.

50
Por ello, quizás una buena forma de aproximarse al Derecho administrativo sea
cuestionarse históricamente las dos afirmaciones que antes sentamos. Las pregun-
tas que podríamos formularnos serían, por tanto, dos: ¿cómo y por qué hablamos de
"Derecho"? ¿cómo y por qué hablamos de Derecho "administrativo"? La primera nos
lleva a interrogarnos por la razón y los orígenes de que la Administración esté some-
tida al Derecho (1); la segunda a indagar los motivos de que este sometimiento se de,
precisamente, a un sector individualizado y concreto del Derecho, el Derecho admi-
nistrativo (2). A estas dos cuestiones debe añadirse una tercera, en la que deberán
analizarse sumariamente los rasgos característicos de esta rama del Derecho en
cuanto sistema normativo (3).

1.- El sometimiento de la Administración al Derecho

Como antes se dijo, la sujeción del poder político -y de su instrumento más directo,
la Administración- al Derecho no es, en absoluto, una constante histórica. Antes bien,
y como ha dicho Prosper WEIL, esta sujeción tiene algo de anómalo, cuando no de
milagroso: "la actividad de los particulares está regulada por un Derecho que se les
impone desde el exterior y el respeto de los derechos y obligaciones que lleva consi-
go estar bajo la autoridad y la sanción de un poder externo y superior: el del Estado.
Pero resulta extraño que el Estado acepte voluntariamente considerarse obligado por
la ley. Está en la naturaleza de las cosas que un Estado crea, de buena fe, estar
investido de poder para decidir discrecionalmente sobre el contenido y las exigencias
del interés general".

En efecto, la sujeción de la Administración (en general, del poder público) a reglas


jurídicas es un hecho bien reciente en la historia europea, que no comienza a afirmar-
se de modo consciente y sistemático sino a fines del siglo XVIII. Hasta entonces, el
sistema político del absolutismo se basaba en el principio de que el Rey, en cuanto
titular de la soberanía, no está sometido a las leyes: antes bien, la ley es la expresión
de la voluntad del Monarca, el cual no puede, sin embargo, ser constreñido por los
súbditos a observarla.

La formulación clásica de este principio se encuentra en el célebre tratado de Jean


BODIN (1529-1596). Les Six Livres de la République, París. 1576. Libro I, Capítulo X: "Es
necesario que quienes son soberanos no estén de ningún modo sometidos al imperio de
otro y puedan dar ley a los súbditos y anular o enmendar las leyes inútiles; esto no puede
ser hecho por quien está sujeto a las leyes o a otra persona. Por eso, se dice que el
príncipe está exento de la autoridad de las leyes. El propio término latino "ley" implica el
mandato de quien tiene la soberanía... Puesto que el príncipe soberano está exento de
las leyes de sus predecesores, mucho menos estará obligado a sus propias leyes y
ordenanzas. Cabe aceptar la ley de otro, pero, por naturaleza, es imposible darse ley a sí
mismo, o imponerse algo que depende de la propia voluntad". Textos semejantes se
encuentran en otros muchos juristas y tratadistas europeos de los siglos XVII y XVIII.

Como es natural, el principio absolutista no suponía que los órganos del poder públi-
co actuaran por completo al margen de toda normación jurídica, sin más regla que su
capricho. De una parte, el poder del monarca se hallaba limitado -teóricamente, al me-

51
nos- por el derecho divino, el derecho natural y el de gentes; de otro, los funcionarios u
oficiales regios estaban sujetos a la observancia de las normas y mandatos emanados
del monarca. Este sometimiento al Derecho era, sin embargo, fuertemente nominal, ha-
bida cuenta de la confusión entre los poderes normativos y ejecutivos (los órganos en-
cargados de dictar la normas, eran, frecuentemente, los mismos a quienes correspondía
su ejecución) y, sobre todo, entre los poderes ejecutivos y jurisdiccionales; la resolución
definitiva de las controversias sobre derechos suscitadas por la acción de los oficiales
regios correspondía a ellos mismos, en los supuestos en que estas reclamaciones eran
admitidas. En el capítulo siguiente volveremos en profundidad sobre estos temas.

El sometimiento completo de la Administración a la ley es consecuencia de los


postulados ideológicos implantados por la Revolución Francesa de 1789. A partir de
ella, la soberanía no residirá ya en el Rey, sino en la Nación: en términos de
ROUSSEAU, en la voluntad general, cuya expresión típica es la Ley. Esta, elaborada
por el Parlamento o poder legislativo, es la manifestación suprema del poder político,
a la cual quedan sometidos todos los ciudadanos y órganos del Estado: en especial,
el poder ejecutivo, que encabeza el Rey, al cual se confía exclusivamente -como su
propio nombre indica- la función de ejecutar las leyes. La Administración, integrada
en el poder ejecutivo, deberá actuar en lo sucesivo con estricta observancia de la ley;
observancia que pude ser exigida por los ciudadanos a través de las vías de recurso
que inmediatamente se establecen para ello.

Con variantes en ningún caso sustanciales, estos principios constituyen aún hoy el
basamento político de todas las sociedades democráticas occidentales. Las difíciles
circunstancias por las que éstas vienen atravesando durante el presente siglo han
determinado un creciente liderazgo del Gobierno (que es ya mucho más que un po-
der meramente "ejecutivo"), paralelo a una profunda crisis de la ley y de la institución
parlamentaria; pero no han alterado -antes bien, ha contribuido a reafirmar y profun-
dizar- el principio básico: el de que la Administración pública debe actuar, en todo
caso, "con sometimiento pleno a la ley y al Derecho", pudiendo los ciudadanos exigir
esta sujeción ante los Tribunales, a los cuales se encomienda la tarea de controlar "la
potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa", tal y como dicen
literalmente los artículos 103.1 y 106.1 de nuestra Constitución.

2.- El Derecho administrativo como Derecho especial

Con todo, este sometimiento de la Administración al Derecho puede efectuarse de


diversas formas. En primer término, esta sujeción puede darse en nivel de paridad
con los ciudadanos, de tal manera que la Administración se rija por las mismas reglas
y normas que disciplinan la actividad de aquéllos (esto es, por el derecho civil, mer-
cantil, laboral, etc.): la Administración sería, por tanto, un sujeto jurídico más, someti-
do al mismo Derecho y a los mismos tribunales que las personas privadas. Tal ha sido
el régimen que ha caracterizado a la Administración de los países anglosajones (In-
glaterra y Estados Unidos), al menos hasta el primer tercio del presente siglo; un
sistema que, en contraposición dialéctica al que ahora describiremos, fue denomina-
do en términos laudatorios como el régimen del "imperio de la ley" (rule of law, termi-
nología acuñada por A. V. DICEY).

52
En el continente europeo, sin embargo, las cosas han discurrido de manera dife-
rente. Por motivos históricos un tanto complejos, que analizaremos en el capítulo
siguiente, el Estado surgido de la revolución burguesa alumbró un sistema jurídico-
público en el que, junto a elementos liberales de nuevo cuño (división de poderes,
principio de legalidad, garantía jurisdiccional de los ciudadanos), incorporó la tradi-
ción absolutista de la existencia de un régimen normativo especial para los órganos
estatales; un régimen, ante todo, distinto del normalmente aplicado en las relaciones
entre particulares. De un lado, las necesidades de la gestión de los intereses genera-
les imponían que la Administración dispusiese de potestades y privilegios autorita-
rios, desconocidos o simplemente excepcionales, en el mundo de las relaciones pri-
vadas (como la potestad de expropiación, la potestad sancionadora y el poder de
ejecución de sus actos, entre otras; muchas de las cuales ya existían en el Antiguo
Régimen).

De otro, en cambio, la desconfianza ante el extraordinario poder de la Administra-


ción y la conveniencia de garantizar la imparcialidad de su actuación, aconsejaron
imponerle, de forma correlativa, una serie de trabas y sujeciones también inusuales
en el campo de las relaciones entre particulares (por ejemplo, la disciplina presu-
puestaria, las formalidades rígidas para celebrar contratos, o la necesidad de ajustar
sus decisiones a un procedimiento formal). De esta forma, la legislación y la jurispru-
dencia fueron configurando un conjunto de reglas especiales, de "privilegios en más
y en menos" (RIVERO), a las que debían someterse específicamente las acciones de
la Administración; reglas distintas o exorbitantes de las que el Derecho común (civil,
mercantil, laboral) preveía para situaciones semejantes en las relaciones inter privatos.

Esta singularidad de las reglas aplicables a la Administración se intensificó progre-


sivamente en virtud de una circunstancia adicional. Una interpretación rígida del prin-
cipio de separación de poderes (que, como veremos en su momento, encubría una
profunda desconfianza política hacia los órganos del poder judicial) llevó a excluir a
los tribunales ordinarios del conocimiento de los litigios en que era parte la Adminis-
tración; litigios cuya decisión se confió bien a tribunales especiales, bien a órganos de
la propia Administración, actuando en forma judicial. La actuación de estos órganos o
tribunales especiales dio lugar a la creación de nuevas reglas exorbitantes y de mati-
zaciones en la aplicación de las normas del Derecho común; de esta manera, lo que
en el principio había sido un simple conjunto de privilegios excepcionales, dio en
convertirse poco a poco en un complejo sistemático de normas y principios, capaz de
regular autónomamente la práctica totalidad de la actuación administrativa. Es este
complejo de normas y principios, reelaborados por la doctrina científica, lo que hoy
conocemos con el nombre de Derecho administrativo.

La exposición que precede no intenta describir rigurosamente una concreta reali-


dad histórica, sino servir de modelo ideal explicativo de una evolución que en cada
país acusados rasgos diferenciales. En esencia, da cuenta de las vicisitudes de la
creación del Derecho administrativo en Francia y en España; con matices, es también
aplicable a Alemania e Italia.

53
La evolución del régimen jurídico de la Administración en los países anglosajones
es totalmente diversa (como, por otra parte, ocurre en todas las ramas del Derecho).
Sin intentar agotar, ni con mucho, su temática, puede señalarse que Gran Bretaña ha
conservado hasta fechas recientes un sistema jurídico público en el que los órganos
administrativos se encuentran sometidos al common law (esto es, al mismo régimen
que los particulares) y sin disfrutar de fuero jurisdiccional alguno, pero con importan-
tes privilegios y potestades coercitivas. Ello permitió que, a fines del pasado siglo, un
célebre jurista británico, A. V. DICEY, en una obra clásica (Introduction to the study of
the law of the Constitution, London, 1885), llevara a cabo una descripción hagiográfica
del sistema, al que consideraba mucho más adecuado para preservar la libertad civil,
en contraposición dialéctica con el régimen administrativo vigente en los países con-
tinentales, reputado como la suma misma del autoritarismo.

La exposición de DICEY - certera, aunque un tanto sesgada- se vio a poco des-


mentida por los hechos. El impacto de la primera guerra mundial en Inglaterra (Leyes
para la defensa del Reino de 1914-1915 y Ley de poderes de emergencia de 1920) y
de la crisis de los treinta en Estados Unidos (New Deal de Roosevelt) transformaron
radicalmente las Administraciones de ambos países, las cuales asumieron poderes
de intervención realmente extraordinarios, que el clásico sistema de control a través
de los jueces ordinarios no alcanzaba a contrapesar debidamente. Ello motivó que la
propia doctrina británica comenzara a poner seriamente en duda las tesis de DICEY
acerca de la superioridad del sistema del rule of law frente al régimen continental:
fundamentales, al respecto, fueron las obras de W. I. JENNINGS, The Law and the
Constitution, Cambridge, 1933, y de W. A. ROBSON, Justice and Administrative Law,
London 1951.

3.- El Derecho administrativo como sistema de elaboración teórica y


como concepto legal.

La descripción del Derecho administrativo como un sistema normativo exige acla-


rar, en primer término, que dicha expresión no equivale a un puro conjunto de normas
escritas. La aclaración es, en cierta forma, obvia: el total de normas vigentes en una
comunidad política determinada constituye una unidad inescindible y homogénea; ni
el ordenamiento se presenta parcelado, en correspondencia con las diversas discipli-
nas científicas que se refieren al mismo, ni tampoco las normas se autocalifican en su
texto como administrativas, civiles, penales, tributarias, mercantiles o procesales (salvo
en el caso de los códigos; y, aun así, su contenido es frecuentemente heterogéneo: el
Título preliminar del Código civil, por ejemplo, no es sólo Derecho Civil). Dicha parce-
lación del ordenamiento se lleva a cabo únicamente en el plano científico y académi-
co, a efecto expositivos.

Sería inexacto, sin embargo, afirmar que la parcelación y adjetivación


sistematizadora de las normas en que consisten las diversas disciplinas científicas
posee una eficacia meramente didáctica. La simple interpretación de las normas, ya
sea realizada en los textos científicos o en las decisiones judiciales, posee un indis-

54
cutible efecto creador de nuevas normas complementarias de las que se interpretan
(de hecho, lo que el jurista aplica no es nunca el desnudo texto literal de una norma,
sino dicho texto con las adherencias y significados que le han sido añadidos por la
interpretación doctrinal y jurisprudencial). Pero, sobre todo, el estudio coherente y
científicamente articulado de un conjunto de normas termina por crear un sistema:
esto es, una totalidad cuyos elementos se hallan interrelacionados y en la que dichas
relaciones están presididas por un elenco de principios ordenadores; principios que
actúan como elementos vertebradores del sistema y que, al tiempo, reobran sobre el
mismo al operar como fuente de nuevas normas y de criterios interpretativos.

Pues bien: estos sistemas normativos (cuyos elementos integrantes, como hemos
visto, no son sólo las normas escritas, sino también las reglas, conceptos y principios
generados por la labor interpretativa) poseen, desde luego, una utilidad científica y
expositiva; pero no se detienen en este plano, sino que trascienden, en cuanto tales
sistemas, al plano de la aplicación práctica del Derecho. Y ello en dos formas, al
menos: primera, en cuanto que las normas, conceptos y principios creados en el
seno del sistema se utilizan como criterios de resolución de cuestiones y conflictos en
el ámbito judicial o extrajudicial. Y segunda y fundamental, en cuanto que el sistema,
considerado en su totalidad global, es empleado en ocasiones por las propias nor-
mas escritas como concepto delimitador del ámbito de competencias de determina-
dos órganos jurisdiccionales, o bien como conjunto orgánico de normas a aplicar
genéricamente a determinadas relaciones jurídicas.

De esta forma, el Derecho administrativo no es sólo un


concepto de uso académico, sino también un concepto
legal, con eficacia directa e inmediata en la práctica del
Derecho.

Así ocurre en España, donde dicho concepto es empleado en los dos sentidos
indicados: como criterio de acotamiento de los asuntos reservados a la competencia
de los Tribunales contencioso-administrativos (y excluidos, por tanto, el conocimiento
de los restantes jueces y tribunales), asuntos definidos como los recursos contra "los
actos de la Administración Pública sujetos al Derecho Administrativo" (art. 1º LJCA); y
como forma de determinar las normas reguladoras de determinados contratos admi-
nistrativos (art. 4º LCE).

Esta concepción legal del Derecho administrativo plantea graves problemas en el mo-
mento de definir cuales sean las fronteras, los límites de ese conjunto de normas: ello ha
llevado a la doctrina a un esfuerzo sin precedentes en orden a la búsqueda de un ele-
mento o factor que permitiese reconocer, en cada caso concreto, la presencia del Dere-
cho Administrativo y, en consecuencia, cual fuera la jurisdicción competente para cono-
cer de un determinado litigio (esto es, la jurisdicción ordinaria o la contencioso-adminis-
trativa).

Esta búsqueda doctrinal se ha planteado, básicamente, en los países con dualidad


jurisdiccional para el enjuiciamiento de los actos de las Administraciones públicas: princi-
palmente, en Francia y Bélgica y, con menor intensidad, en España. Durante buena parte
del siglo XIX, este criterio distintivo se localizó en la distinción entre los actos de autori-
dad y los actos de gestión: los primeros, en cuanto expresión de un poder de mando,

55
eran los propios del Derecho administrativo; cuando este poder no se utilizaba, actuando
la Administración "como un particular podía hacerlo en la administración de su patrimo-
nio" (BERTHELEMY), se daban los llamados actos de gestión, sometidos a los tribuna-
les ordinarios. Desde 1873 y arret Terrier, de 6 de Febrero de 1903): el Derecho adminis-
trativo es el propio de los servicios públicos, entendiendo por tales las actividades de la
Administración tendientes a satisfacer una necesidad general; allí donde no existía servi-
cio público, el Derecho aplicable era el privado, y la competencia, de los tribunales ordi-
narios. Pero también este criterio entra en crisis desde los años treinta del presenta siglo,
siendo sustituido por una pluralidad de nociones tales como las de utilidad pública (M.
WALINE), de la puissance public o poder público (G. VEDEL), del interés general (J.
CHEVALLIER), y otras muchas.

De igual forma a como antes veíamos que ocurrió en torno a los intentos teóricos por
hallar una función administrativa abstracta, la moderna doctrina ha renunciado definitiva-
mente a esta estéril búsqueda, habiéndose llegado a decir, no sin cierta desesperanza,
que "il critere du droit administratif n’existe pas" (J. RIVERO). Y es que, realmente, la
búsqueda emprendida era inútil por puro defecto de planteamiento: una realidad tan
compleja como la Administración, que realiza un conjunto tan heterogéneo de activida-
des, no puede reducirse ni nuclearse en torno a ningún tipo de criterio simple. La defini-
ción de los límites del Derecho administrativo no puede hacerse con un solo, sino con
múltiples criterios: de modo empírico, sobre cada caso concreto y en base a la norma
aplicable al mismo en cada momento histórico, porque esos límites no solo son ambi-
guos y difusos, sino que ni siquiera son estables en el tiempo.

Debe observarse que cuando la Ley hace uso de la expresión Derecho administra-
tivo como concepto legal no pretende formular ninguna definición científica, sino sólo
delimitar instrumentalmente, a unos concretos efectos, un sector del ordenamiento
jurídico. No debe extrañar, por ello, que los contenidos de cada uno de los conceptos
legales no sean en absoluto coincidentes entre sí (así, el que emplea la LCE es más
restringido que el utilizado para delimitar la competencia de la jurisdicción contencio-
sa por la LJCA, que incluye, entre otras, las materias tributarias), ni que tampoco
coincidan con la delimitación convencional del Derecho administrativo como discipli-
na científica, como más adelante comprobaremos.

56
Actividad Nº 2

Debido a que la Administración es una realidad compleja, su definición puede


hacerse en base a diferentes criterios. Complete a continuación alguno de
ellos.

ADMINISTRACION

COMO COMO COMO


DERECHO ELABORACION CONCEPTO
ESPECIAL TEORICA LEGAL

57
4.- Derecho administrativo y Derecho privado

En unos u otros términos, el examen de las relaciones entre el Derecho administra-


tivo y el Derecho privado (o, lo que es lo mismo, el problema de la actividad privada de
los entes públicos) es un tema que se encuentra en la práctica totalidad de las obras
generales dedicadas a esta disciplina; un tema, pues, de tratamiento poco menos
que obligado. Y ello es lógico, pues su importancia es indiscutible: lo que se trata de
saber, en definitiva, es cual sea el Derecho aplicable a la Administración pública;
dicho de otro modo, si el Derecho administrativo cubre la totalidad de la actuación
administrativa o si, por el contrario, contribuyen a su regulación, también, otras ramas
del Derecho.

El tema es sumamente complejo, pero sólo puede ser abordado razonablemente


desde esta perspectiva. Y decimos esto porque no pocos tratamientos doctrinales del
mismo se encuentran lastrados por una fatigosa y antigua polémica, de nulo interés
en el momento presente, que sólo ha contribuido a complicarlo aún más y que debe
ser sumariamente aludida a los solos efectos de no tomarla en consideración.

Por trivial que parezca, el fondo común de toda esta polémica histórica se encuentra
en un antiguo sentimiento de inferioridad de los tratadistas de Derecho administrativo
frente al Derecho civil: aparece históricamente como un conjunto de reglas especiales,
que excepcionan las contenidas en el Código civil para aquellas relaciones en las que la
Administración está presente; y se desarrolla como ciencia mediante la utilización de los
esquemas y conceptos acuñados por el pandectismo privatista germano (principalmen-
te, con F.F. MAYER, P. LABAND y O. MAYER en Alemania y A. P. BATBIE y E. LAFERRIERE
en Francia). Aún así, frente a la majestad de una ciencia multisecular como el Derecho
civil, el Derecho administrativo continuaba apareciendo como una rama menor del cono-
cimiento jurídico, en la que una incipiente madurez dogmática no alcanzaba compensar
su imagen de disciplina difusa y memorística, mosaico desordenado de cientos de textos
legales siempre cambiantes y carentes de solidez científica.

El afán de superar este estado de cosas tuvo la afortunada virtualidad de provocar un


esfuerzo científico formidable a comienzos del presente siglo, del cual somos aún deudo-
res directos; un esfuerzo en el que la búsqueda de una dignidad teórica para el Derecho
administrativo se hacía depender, en no pocos casos, de la acentuación de sus diferen-
cias respecto al Derecho privado. La independencia y la autonomía frente al Derecho
civil llegaron a convertirse en auténticas ideas motrices: no sólo como medio egoísta de
autodignificación de la propia labora docente, sino también como forma de dar respuesta
a la creciente relevancia de la Administración en la dinámica de la sociedad y el Estado
del siglo XX, para cuyo encauzamiento los Códigos civiles se revelaban claramente insu-
ficientes.

El que esta actitud psicológica se haya prolongado durante más de medio siglo se
debió a la incidencia de nuevos hechos. La intervención frontal de la Administración en el
mundo económico, consecuencia de las guerras y crisis que jalonan la primera mitad del
siglo XX, llevó a la doctrina a conclusiones aparentemente contradictorias: mientras los
privatistas analizan no sin temor lo que para ellos se presenta como un fenómeno de
publificación del Derecho, del otro lado de la ciencia jurídica se observa, con no menor
alarma, que el Derecho administrativo es totalmente inadecuado para la actividad de
gestión de la intervención económica y que los entes públicos se ven forzados a echar
mano de normas y técnicas de Derecho privado. Este, cual ave Fénix, renace de sus

58
cenizas y amenaza de nuevo la independencia, tan laboriosamente construida, de la
ciencia-administrativa.

No es del caso dar cuenta ahora de las respuestas formuladas a esta nueva situación.
Algunas de éstas han sido claramente positivas, al haber llevado al Derecho administra-
tivo a un más alto nivel de tecnificación: otras, sin embargo, han insistido en la vía equi-
vocada de la autonomía científica, tendiendo a presentar al Derecho administrativo como
una realidad separada y autosuficiente, como un mundo hermético e impermeable a
cualquier importación o influencia provenientes de otras ramas jurídicas y que por sí sólo
bastaba para regular (potencialmente al menos: otra cosa es que la Administración hicie-
ra libremente un uso instrumental del Derecho privado) toda la actividad de la Adminis-
tración, acudiendo a sus propios principios para suplir sus lagunas y sin acudir para ello
a la aplicación supletoria del Derecho privado.

En el tiempo histórico que vivimos, es evidente que esta forma de plantear el pro-
blema no tiene sentido alguno. Hoy es un hecho notorio que la Administración pública
no se rige sólo, en su organización y en su actividad, por el Derecho administrativo, y
como tal hecho debe ser tranquilamente asumido. Lo que importa es saber cuando se
aplica éste, y cuándo otras ramas del Derecho, a cada situación jurídica: una tarea
harto compleja, que exige unas puntualizaciones previas.

a.- La primera de ellas, en cierta forma obvia, es necesaria a los solos efectos de
deshacer el equívoco inherente a la esquematización dualista de las relaciones
entre Derecho administrativo y Derecho privado. Este modo de plantear la cues-
tión es incorrecto, en cuanto viene a reproducir inconscientemente el dogma
decimonónico de separación entre Estado y sociedad, que podría expresarse
sumariamente así: Administración y sociedad civil son dos realidades indepen-
dientes, cada una dotada de su propio sistema normativo; la Administración se
regiría por el Derecho administrativo, y la sociedad civil por el Derecho privado.

El error de esta concepción subyacente es notorio. De una parte, que el Dere-


cho administrativo, o buena parte de él, se aplica también a los ciudadanos y
personas privadas, es la evidencia misma, en cuanto que los particulares so-
mos los principales destinatarios de la acción administrativa. Pero, de otra, tam-
bién es claro que la Administración se encuentra vinculada por la totalidad de
las normas que integran el ordenamiento jurídico: el que la Administración no
pueda tener hijos no quiere decir que no le obliguen los preceptos del Código
civil relativos a la filiación cuando se halla ante una situación jurídica de esa
naturaleza (p. ej., a efectos de aceptar la representación legal de un menor en
la interposición de un recurso administrativo).

b.- La segunda puntualización, también en cierta forma elemental, se refiere al


significado mismo de la expresión Derecho privado, que resulta aquí profunda-
mente inexacta. Su empleo podía reputarse lógico en el marco de la polémica
histórica antes reseñada (relaciones del Derecho administrativo con su ciencia
matriz, el Derecho civil), pero no en la actualidad, en la que la fórmula Derecho
privado se sigue empleando con un significado convencional, para aludir
sintéticamente a todos los ordenamientos sectoriales aplicables a los operado-
res jurídicos privados (a los particulares, en suma) en su tráfico cotidiano; esto

59
es, el Derecho civil -desde luego-, pero también el Derecho mercantil, el labo-
ral, y aún el procesal y el penal. Ocioso es decir que ello entraña una evidente
impropiedad terminológica, y que si seguimos utilizando la expresión es sólo
por respeto a un lenguaje de empleo común y, por ende, significativo.

Hechas estas precisiones, abordemos el tema central que nos ocupa. A esta
respecto, debe advertirse que no existe una regla simple que permita determi-
nar, en cada caso, cuando se aplica el Derecho administrativo y cuando las
restantes ramas del Derecho distintas de éste: lo más que puede hacerse es
avanzar uno cuantos criterios orientativos muy generales. Y, para ello, es preci-
so distinguir, al menos, dos planos.

1.- El primero de ellos es de la decisión a priori, por parte de la Administración,


sobre el régimen jurídico a emplear en una acción concreta.

Dos ejemplos sencillos. Primero: ante la decisión de crear una persona jurídica para
gestionar un servicio, la pregunta que la Administración se formula es la de si dicha
persona ha de constituirse en forma pública (p. ej., organismo autónomo) o en forma
privada (p. ej., sociedad mercantil). Segundo: ante la necesidad de realizar el
amoblamiento y decoración de un inmueble de la Administración, la pregunta es si el
contrato deberá someterse al régimen de los contratos administrativos de obra, o si pue-
de efectuarse al margen del mismo.

El problema hace su aparición, claro está, en ausencia de una norma legal o regla-
mentaria expresa sobre el particular. En tal caso, los criterios de decisión -siempre
aproximativos, insistimos- pueden ser los siguientes. Primero, el del primado de la
organización: los entes constituidos en forma de Derecho privado (p. ej., una empre-
sa pública constituida en forma de sociedad anónima) emplearán normalmente for-
mas y técnicas de Derecho privado:; y de Derecho administrativo si el ente actuante
es de Derecho público (p. ej., la Administración del Estado, un Ayuntamiento, un orga-
nismo autónomo). Segundo, el de la naturaleza de la función a la que pertenece la
operación cuestionada: si la función es de carácter público, que exige el empleo de
técnicas de autoridad (p. ej., policía sanitaria de los alimentos), la forma a emplear
deberá ser normalmente de Derecho administrativo; si, en cambio, es de carácter
económico o de naturaleza semejante a la de las transacciones privadas (p. ej., com-
pra en el mercado exterior de alimentos de primera necesidad) la técnica de actua-
ción será normalmente de Derecho privado. Y tercero, el del carácter y dimensiones
de la operación misma: parece de todo punto lógico que la adquisición de bienes de
gran valor (p. ej., una emisora de televisión, o un buque oceanográfico) se realice con
arreglo a formas y contratos de Derecho administrativo; el Derecho privado parece
más aconsejable, sin embargo, para pequeñas adquisiciones (p. ej., de una pieza
para reparar un aparato de aire acondicionado) o para operaciones de carácter singu-
lar e irrepetible (p. ej., la compra o recuperación del Guernica de Picasso).

2.- El segundo plano a considerar, totalmente diverso, es el de la búsqueda de


una solución o régimen jurídico para una operación o acto ya realizados.

60
En este plano, el jurista (sea administrador, abogado o juez) se encuentra ante una
situación ya consumada: p. ej., un contrato de venta de un inmueble por un Ayunta-
miento, o una sanción impuesta a un industrial. La cuestión se centra en saber, por
ejemplo, si los preceptos del Código civil sobre vicios ocultos de la cosa vendida son
aplicables al caso, o si en el procedimiento sancionador debió aplicarse la eximente
de estado de necesidad prevista en el Código penal. Se supone que, en todo caso, la
norma administrativa guarda silencio sobre el particular, y que lo que ha de hacerse
es emitir una opinión o decisión sobre la legalidad de lo realizado o sobre las medidas
a adoptar en lo sucesivo.

En estos supuestos, la solución es bien simple: en la resolución o búsqueda de una


disciplina justa para un caso concreto, el ordenamiento jurídico se emplea en su tota-
lidad, contribuyendo a ello de forma simultánea las normas y principios de todos los
ordenamientos sectoriales, siempre que su aplicación no sea excluida por normas o
principios propios del Derecho administrativo. El empleo de los restante ordenamientos
es, en efecto, supletorio, pero no como resultado del silencio de la norma administra-
tiva, sino de su no incompatibilidad con ésta. Ha de tenerse en cuenta, adicionalmente,
que la función supletoria no corresponde sólo al Derecho civil, sino a todos los
ordenamientos sectoriales respecto de aquellas actividades o funciones semejantes
a su objeto que la Administración lleva a cabo (p. ej., el Derecho Civil es supletorio
respecto del régimen de los contratos que la Administración celebra; pero el Derecho
penal lo es también respecto de la regulación de la potestad sancionadora de la
Administración; como lo es el Derecho del Trabajo respecto de las regulaciones par-
ciales que la Administración dicta para su personas sujeto a contrato laboral).

De lo expuesto resulta evidente que la distinción de los ámbitos respectivos de


aplicación del Derecho administrativo y de las restantes ramas del Derecho es una
labor extremadamente ardua, y de resultados siempre opinables. Y aún han de aña-
dirse dos factores de complicación: el primero se halla en el hecho de que, con suma
frecuencia, en una relación muy concreta coexisten aspectos de Derecho administra-
tivo y de otra rama jurídica. Así ocurre en el caso de los llamados actos separables
(aspectos que se rigen por el Derecho administrativo en un contrato regulado genéri-
camente por el Derecho privado -p. ej., el procedimiento para adoptar la decisión de
contratar- y que, por lo mismo, son impugnables separadamente ante la jurisdicción
contencioso-administrativa) y en el de las denominadas cuestiones prejudiciales (su-
puesto inverso al anterior: se trata de enclaves o temas propios de otros Derechos en
el seno de una relación rígida por el Derecho administrativo; p. ej., si se ha cometido
un delito como presupuesto para imponer una sanción disciplinaria a un funcionario).

El segundo factor de complejidad se encuentra en la proliferación de normas dicta-


das por la Administración paralelas a las contenidas en otras ramas del Derecho,
pero con algunas especialidades (p. ej., reglamentaciones de personal laboral de
establecimientos militares, regulación de determinados tipos de contratos de explota-
ción agraria), que tienden a adaptar las respectivas normas a las singulares exigen-
cias de los entes públicos. Categoría esta de normas de calificación dudosa, y que la
doctrina francesa conoce con la denominación de droit privé administratif (vid. A.
DECOUFLE, Droit public et droit privé administratif, París, 1960).

61
Las dificultades de la delimitación del ámbito de aplicación del Derecho administra-
tivo frente al de las normas de los restantes sistemas sectoriales tienen quizás su
origen, no obstante, en un fenómeno más profundo, cual es el de la progresiva con-
vergencia de múltiples sectores de las diferentes ramas jurídicas. La publificación del
Derecho y del mundo privado es un hecho correlativo al de la creciente privatización
de las actividades de los entes públicos: dos fenómenos de aproximación, en definiti-
va, que están dando lugar a la aparición de un nuevo tipo de derecho común; de una
regulación de caracteres unitarios, o sensiblemente próximos, aplicable tanto en ám-
bitos privados como públicos, y a la que el Derecho administrativo ha tenido el honor
de aportar no pocos elementos.

El análisis de este nuevo derecho común constituye una de las líneas de


investigación más sugestivas de la ciencia jurídica. Sus manifestaciones
son múltiples; así, todo el derecho urbanístico, zona de confluencia de la
regulación civil de la propiedad inmueble y de la intervención administrativa
sobre la ordenación y uso del espacio físico; así, también, la convergencia
entre el derecho laboral y el de la función pública, o la que se produce en el
derecho de la contratación en torno a institutos como la revisión de precios
o las condiciones generales - pliegos de condiciones, etc.

62
Actividad Nº 3

1.- ¿Qué opina Ud. sobre el Derecho Administrativo vs. Derecho Privado?

2.- Elabore ejemplos concretos en los que es más aconsejable aplicar:

- El Derecho Administrativo.

- El Derecho Privado.

63
64
Diagrama de Contenidos
Unidad II

BASES
HISTORICAS

EDAD MEDIA

PODER PROCESO DE
ATOMIZADO CONCENTRACION

TIEMPOS
MODERNOS

ESTADO ESTADO DE
MONARQUIA
LIBERAL BIENESTAR

65
66
UNIDAD II
Derecho administrativo. Definición. Contenido y evolución histórica: El dere-
cho regio. Edad media. Tiempos modernos. Derecho administrativo en el
Estado Liberal; en el Estado de bienestar. La ecuación entre Administración
Pública y Derecho Administrativo: su ruptura.

Fuentes del derecho administrativo: Constitución. Ley, decretos-leyes. Re-


glamento. Tratados. Costumbre. Principios generales del derecho. Otras fuen-
tes.

Caracteres del Derecho Administrativo. Relación con otras ramas del dere-
cho. Ciencia de la administración.

Reforma del Estado. Legislación nacional y provincial.

Lectura obligatoria

- Juan Carlos Cassagne, Ob. Cit., Tomo 1, Título primero, capítulos 4, 5 y 6.


- Dromi, Ob. cit.

Lecturas alternativas:

Idem Unidad 1.

El derecho administrativo argentino, hoy

por Miguel S. Marienhoff, extracto de su artículo publicado en "El


Derecho Administrativo Argentino, Hoy" Editorial ciencias de la
Administración - División Estudios Administrativos - 1996 - págs.
17 a 23.

En la Argentina actual el derecho administrativo ha perdido gran parte de su origi-


nario carácter de "jus in fieri", es decir de derecho en formación, y está en gran parte
consolidado. Es un derecho que ya cuenta con las instituciones y correlativos princi-
pios fundamentales propios del mismo.

Incluso estimo que, en algunos de sus aspectos, el derecho administrativo argenti-


no ha logrado un desarrollo similar, y en parte mayor, que el alcanzado y vigente en
otro país de antigua cultura. Un ejemplo de esto es lo que ocurre con la responsabili-
dad del Estado y con el régimen jurídico del dominio público, institución esta última
que en Argentina logró un especial desarrollo, siendo uno de los pocos países donde
la noción conceptual de dominio público está asentada sobre sólidas bases lógicas y
técnicas, que prácticamente excluyen la posibilidad de error cuando se quiere deter-
minar si tal o cual bien pertenece o no al dominio público. No ocurre lo mismo en otros
países, porque al respecto carecen de un criterio preciso. Tal situación, que es actual,
de hoy, trasunta uno de los tantos progresos de nuestro derecho administrativo.

67
I

Concretamente, todo el derecho -tanto privado como público- originariamente fue


consuetudinario, no escrito, basado en la costumbre. Esas reglas ancestrales eran
imprecisas, porque impreciso eran su origen. Así lo pone de manifiesto el escritor
italiano Giuseppe Ferrari, en su importante libro sobe el derecho público consuetudi-
naria, opinión compartida en forma categórica por Savigny y por Ihering.

Con el transcurso del tiempo el derecho consuetudinario fue transformándose en


derecho escrito, que a su vez fue perfeccionándose con el refinamiento de los hábitos
del hombre, con el aumento y cambio de sus necesidades.

Ese cuadro general del derecho también lo encontramos en particular en el dere-


cho administrativo, cuyas instituciones no se sustrajeron al origen y desarrollo común
de las instituciones jurídicas.

Muchos expositores sostiene que el derecho administrativo tuvo su origen o géne-


sis en la Revolución Francesa (1789). Estimo que esa es una afirmación aventurada.
El derecho administrativo, incluso el meramente consuetudinario, debe haber existido
desde que el hombre vivió en comunidad, por elemental que ésta haya sido, lo que,
por cierto, tuvo lugar antes de que se produjera dicha Revolución. Pero el derecho
administrativo sujeto a terminología y a reglas técnicas es de fecha muy posterior.

Así, en literatura jurídica la primera vez que aparece la referencia al acto adminis-
trativo, por ejemplo, es en la edición del "Repertoire de Jurisprudence de Merlín",
publicada en Francia en 1812. Pero es verosímil que, con anterioridad a esa fecha, en
los Estados o países se emitieran diversos actos que prácticamente eran "actos ad-
ministrativos". Esto no debe asombrar, ya que como lo manifestó con agudeza el
autor italiano Carlo Tivaroni, así como se compusieron versos antes de conocerse la
métrica y se hizo música antes de que fuese conocido el arte de la composición
musical, así también se emitieron actos administrativos mucho antes de que apareciere
lo que hoy se llama derecho administrativo.

Del mismo modo, la noción de dominio público -aunque no con los caracteres es-
pecíficos que hoy la determinan- es tan antigua como las primeras comunidades
humanas. Se ha dicho que el derecho de las cosas públicas debió encontrar su pri-
mera expresión jurídica en la forma social primitiva de esas comunidades rurales.
Tratábase de una noción conceptual indeterminada, lo que no es de extrañar, ya que
la teoría del dominio público, por obra de la doctrina científica, recién comenzó a
gestarse en el siglo pasado, continuando su movimiento evolutivo hasta mediados del
siglo actual. En el viejo derecho romano, la noción de dominio público no respondía a
un criterio técnico.

A su vez, la noción de "policía", por ejemplo, aparece en Francia a principios del


siglo XV, con referencia a unas ordenanzas reales del año 1415 -antes de la Revolu-
ción Francesa-, que hablan de prosperidad pública, del bienestar colectivo. Pero la
locución "poder de policía" es de fecha relativamente reciente; aparece en el año

68
1827 en la jurisprudencia de la Suprema Corte Federal de los Estados Unidos de
Norte América, a través de una sentencia de John Marshall, quien en su voto se
refirió al "police power". La Constitución Argentina de 1853 no mencionó al "poder de
policía"; en cambio la reciente Constitución de 1994, sí lo menciona en su artículo 75,
inciso 30, al establecer que las provincias y municipalidades conservarán los "pode-
res de policía" en los lugares que ahí adquiera la Nación.

El derecho es, pues, evolutivo: de su expresión consuetudinaria se pasó a la mani-


festación escrita, y ésta misma, como consecuencia de las exigencias de la vida, y
como resultado de la experiencia acumulada, periódicamente fue perfeccionando su
estructura a través de nuevas técnicas, traspasándole a las generaciones venideras
todo ese causal de conocimientos, exigencias y experiencias, que alguien llamó "he-
rencia de la civilización", en el sentido de que una generación le traspasa todo ese
acervo cultural, social y material a la generación próxima, y así sucesivamente. Todo
ello determina la sucesiva perfección del orden jurídico, con el correlativo progreso de
las instituciones legales. El derecho administrativo argentino no escapó al influjo de
esa fuerza renovadora.

II

En su aspecto teórico, nuestro derecho administrativo fue avanzando desde los


primeros años de este siglo, cuando aún el país hallábase en plena etapa de organi-
zación material e institucional, época en la que abundaban los problemas y faltaban
criterios adecuados para resolverlos. Era la época de nuestra constructiva genera-
ción del 80.

Así, y en cuanto a la vinculación de las aguas con el régimen jurídico del dominio
público. Las aguas constituían un capítulo aparte. En una publicación yo había recor-
dado que la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en un fallo entonces recentísimo
y novedoso, declaró que los derechos emergentes de una concesión de uso de un
bien del dominio público se encuentran tan protegidos por las garantías consagradas
en los artículos 14 y 17 de la Constitución como pudiera estarlo el titular de un dere-
cho de dominio. Recordé las palabras de Proudhon, autor de una de las primeras
obras jurídicas sobre dominio público y que tuvo el privilegio de ejercer una gran
influencia en el mundo del derecho. Según Proudhon, si bien las dependencias domi-
nicales, en su estructura física y material, son o pueden ser entre sí heterogéneas o
diversas, el régimen jurídico que la disciplina es "único": no hay tantos regímenes
como categorías de bienes integrantes del dominio público. Dicho régimen es uno
sólo; la índole del bien únicamente podrá determinar una diferente aplicación de los
principios constitutivos de ese régimen. Pero los principios son siempre los mismos.
Así, a pesar de que un río y un cementerio son bienes materialmente distintos en su
estructura o composición, la concesión de uso de las aguas del río y la concesión de
uso otorgada en el cementerio se rigen por los mismos principios básicos; de igual
modo, la protección jurídica del derecho emergente de una concesión de sepultura,
se rige por análogos principios que la protección del derecho emergente de una con-
cesión de uso de agua fluvial. Algunos autores, impresionados por el hecho aparente
de la diversa índole del bien, habían creído equivocadamente en la existencia de

69
principios propios y especiales para determinados bienes, como ocurrió en materia
de cementerios, olvidando que éstos son bienes dominicales como cualquiera de los
otros que integran el dominio público. Era ya un progreso.

III

Son muchos los adelantos del derecho administrativo argentino de hoy, máxime
comparándolo con la situación que tenía hace algunos años. Ese adelanto no sólo se
observa en el orden normativo o legal, sino también en los órdenes doctrinario o
substancial, literario o bibliográfico y en el didáctico.

IV

a.- Desde el punto de vista normativo, nuestro derecho administrativo actual cuen-
ta ahora con disposiciones legales que a la vez que introdujeron disciplina en el
ámbito de la Administración Pública, implican una garantía para los administra-
dos.
En ese orden de ideas cabe recordar las leyes sobre procedimiento administra-
tivo, vigentes en la Nación y en las provincias. Esas leyes contribuyeron a juridizar
la actividad administrativa.
Asimismo, nuestro derecho administrativo cuenta con una ley nacional sobre
expropiación, de amplio contenido, de la cual se eliminaron asperezas o roces
que la ley anterior tenía con respecto a la Constitución. Esta ley, a diferencia de
algunas leyes extranjeras, incluye en su texto todo lo referente a la ocupación
temporánea, claramente dividida en normal y anormal, lo cual facilita la aplica-
ción de esas normas en los casos ocurrentes.
La actual ley nacional de expropiación constituye efectivamente una ejecución
de la disposición constitucional que garantiza la inviolabilidad del derecho de
propiedad. Hoy nadie teme ante la posibilidad de que su propiedad le sea ex-
propiada, porque, en base a la ley vigente, la expropiación ya no sirve como
medio de venganza o de opresión, sino como procedimiento para la conmuta-
ción honesta de valores. También nuestras provincias cuentan con leyes simila-
res, muchas de ellas inspiradas en la ley nacional.
b.- La "responsabilidad extracontractual del Estado" en el ámbito del derecho pú-
blico está plenamente aceptada en nuestro país, ya se trate de las consecuen-
cias dañosas de su actividad lícita o ilícita. El fundamento positivo de tal res-
ponsabilidad es el Estado de Derecho y el respectivo complejo de principios
propios del mismo, emergentes y contenidos en la Constitución Nacional,
concordantes con principios capitales del derecho, como el de dar a cada uno
lo suyo y no dañar a otro, que rigen en todo país civilizado. Quedó atrás la
época del Estado irresponsable.
c.- En Argentina la clasificación de las personas jurídicas sigue un criterio que
tiende a superar las dificultades derivadas de la actividad de entes que no son
estrictamente públicos, ni estrictamente privados. De ahí la clasificación en per-
sonas jurídicas públicas y personas jurídicas privadas, con la subclasificación
de las personas jurídicas públicas en "estatales" y "no estatales". Esta clasifica-
ción se abrió paso y se afincó en nuestro ámbito: leyes y fallos judiciales, inclu-

70
so el estatuto de algunas Academias científicas, utilizan esa terminología. Ori-
ginariamente este problema fue advertido y sugerido por el jurista francés León
Michoud, cuya idea fue captada y perfeccionada por la escuela jus-
administrativista rioplatense.
d.- La teoría de la imprevisión, o del riesgo imprevisible o de lesión sobreviniente,
expresión del álea económica, en nuestro país, en el ámbito del derecho públi-
co, sin perjuicio de su origen jurisprudencial francés, es tenida como de base
constitucional, siendo, además, de orden público dada su razón de ser. Como a
través de esa teoría sólo se tiende a reparar o compensar pérdidas, la repara-
ción que otorga excluye el lucro cesante, que se refiere a ganancias. En Argen-
tina, en el ámbito del derecho público la expresada teoría tuvo vigencia antes
que en el derecho privado.
e.- Otro avance fundamental del derecho administrativo argentino, hoy, lo repre-
senta el acto que, al aislarlo y separarlo conceptualmente del conglomerado de
actos conocidos como "políticos o de gobierno", denominé "acto institucional",
cuyos caracteres y régimen expliqué, dando ejemplos del mismo.
El carácter esencial del acto institucional es su no justicibilidad por la autoridad
jurisdiccional judicial. Con esto quedó aclarado el viejo problema, mal plantea-
do, de la justiciabilidad de los actos políticos o de gobierno, generalmente
resuelto en forma casuista y caprichosa, a veces arbitraria, sin sujeción a "prin-
cipio" alguno. El "acto institucional" y las reglas que lo gobiernan superó todo
eso, supeditando las cosas a "principios", no al casuismo o a la improvisación.
Implicó un fundamental adelanto en el derecho administrativo argentino.
f.- En nuestro país, con relación al acto administrativo, se ha analizado la "lesión"
considerada como vicio posible de dicho acto. Se la tiene como vicio autónomo,
que puede ser alegado por el administrado y en modo alguno por el Estado. La
"lesión" queda desligada del vicio de error. La ley de procedimiento administra-
tivo de La Pampa contiene un precepto en cuyo mérito el Estado no puede
alegar la "lesión" para obtener la nulidad o la revisión de sus actos o contratos.
Es una disposición de contenido ético que afianza la seguridad jurídica de los
administrados. Pocos son los ordenamientos legales que se ocupan en forma
tan específica de la lesión en el derecho administrativo.
g.- En Argentina hoy se acepta, sin discrepancias, la existencia de actos adminis-
trativos bilaterales, tanto en su formación como en sus consecuencias. Esto
facilita la solución de muchas cuestiones que de otra manera sería difícil expli-
car.
h.- La doctrina administrativa argentina, siguiendo las conclusiones del derecho
público contemporáneo, no hace diferencia alguna en la naturaleza jurídica de
un derecho según que éste haya nacido de un acto administrativo emitido en
ejercicio de la actividad reglada o de la actividad discrecional. De ambos tipos
de actividad el derecho nacido puede ser perfecto o no. Todo depende del obje-
to de que se trate, de su substancia. La índole de la actividad no influye en esto.
i.- Con referencia a las nulidades de los actos administrativos, la doctrina argenti-
na mayoritaria rechaza la categoría de acto llamada "inexistente", concebido en
el ámbito del derecho civil. Se niega que tal categoría de acto tenga utilidad
alguna en derecho administrativo, donde la clasificación de las irregularidades
de los respectivos actos en los nulos y anulables, con su correlativa distinción

71
de nulidad "absoluta" (manifiesta y no manifiesta) y "relativa", considera plena y
satisfactoriamente las gradaciones de los vicios de legalidad. Todos los vicios
posibles del acto administrativo quedan involucrados o comprendidos en esa
clasificación. No es necesario, entonces, recurrir a un tercer grupo, que sería la
"teoría de la inexistencia" o el "acto inexistente".
Como lo que desea expresarse con la expresión "acto inexistente" no es otra
cosa que la flagrante, manifiesta, grosera y grave violación de la legalidad, para
resolver los problemas que surgen de esa situación debe recurrirse a reglas
más acordes con la misma, como serían las reglas de la "vía de hecho adminis-
trativa" que, dada su índole, carece de naturaleza administrativa y escapa a los
principios reguladores de los actos administrativos, incluso en lo atinente al
control jurisdiccional. El juzgamiento de los hechos constitutivos de la "vía de
hecho" le corresponde a la jurisdicción judicial ordinaria, no a la contencioso-
administrativa.
j.- En nuestro país se auspicia que, aparte de los elementos "esenciales" del acto
administrativo -sujeto, causa, objeto, forma y finalidad- la "moral" también sea
tenida como un elemento esencial y autónomo de dicho acto, y no sólo como
un ingrediente o nota accesoria de los elementos clásicos.
En los pueblos cultos, regidos por un Estado de Derecho, no es concebible un
acto jurídico, sea éste de derecho privado o de derecho público, contrario a la
ética y más concretamente a la moral. Una regla jurídica carente de substrato
ético, vacua de base moral, implicaría un sarcasmo, una burla.
Del complejo normativo argentino -Constitución y Código Civil-, y más concre-
tamente del grado de cultura general ya alcanzado, se desprende que en nues-
tro país la moral es un elemento inexcusable del acto administrativo, de rango o
jerarquía igual al de los elementos clásicos. La falta de elemento "moral" cons-
tituye un vicio del acto administrativo.

También en su aspecto bibliográfico, en su literatura, el derecho administrativo ar-


gentino progresó manifiestamente, lo cual contribuyó a la difusión de los conocimien-
tos, facilitando el estudio teórico de esta disciplina.

Lo cierto es que hoy, sea a través de "tratados" o de obras o trabajos específicos, la


literatura argentina sobre derecho administrativo tiene grado de excelencia, con pu-
blicaciones de obvio valor científico, ajustadas al método "jurídico", "dogmático" o
"lógico", inspirado en los principios generales del derecho.

VI

Para finalizar, si bien el derecho administrativo argentino de hoy puede considerar-


se, en general, a la par con el vigente en países de alta cultura y que, aparte de ello,
contiene estudios sobre algunos temas aún no debidamente tratados en esos países,
nuestro derecho mantiene sin resolver algunas cuestiones teóricas.

72
Lo cierto es que el alto prestigio del derecho administrativo argentino, de hoy, es
obra conjunta de los estudiosos del derecho de constructiva labor.

Bases históricas del Derecho Administrativo

I.- Introducción

El Derecho administrativo y la Administración son, ante todo, un producto histórico,


y sólo desde una perspectiva histórica pueden ser comprendidos.

Analizar la evolución histórica de la Administración y de su derecho es una tarea


compleja y no exenta de problemas de método, que deben despejarse previamente.
El primero de ellos se refiere a las razones mismas que justifican el llevar a cabo una
investigación histórica sobre el Derecho administrativo (A); a él se suman la cuestión
de cuál haya de ser el contenido de tal investigación (B) y, por último, la elección del
punto de partida y de la periodificación cronológica a utilizar en la exposición (C).

A.- El significado de una indagación sobre los fundamentos


históricos del Derecho administrativo

Explicar el por qué de una exposición sobre las bases históricas del Derecho admi-
nistrativo parece necesario desde el momento en que se trata de una opción
metodológica sobre la que no existe, ciertamente, una opinión unánime. Son mayo-
ría, en España, los manuales universitarios que omiten el tratamiento de estas cues-
tiones. A nuestro juicio, sin embargo, existen muchas y buenas razones que aconse-
jan un proceder diverso; de ellas, destacaremos exclusivamente dos.

1.- En primer lugar, una razón estrictamente cognoscitiva: es un hecho notorio


que tanto la Administración actual como el conjunto de instituciones y técnicas
que integran el Derecho administrativo son en muchos casos incomprensibles
si se desconocen sus raíces históricas. Frente a los que ocurre en el Derecho
civil y en el penal, por ejemplo, muchas de cuyas normas son intemporales (de
puro sentido común, diríamos: el que compra una cosa está obligado a pagar el
precio; el asesinato es un delito), la mayoría de las instituciones del Derecho
administrativo carecen de esa razonabilidad intrínseca: antes bien, tienen una
fuerte apariencia de artificialidad, cuando no de arbitrariedad, que las hace, a
veces, literalmente incomprensibles. Esta apariencia, y las dificultades de com-
prensión que entraña, sólo pueden ser disipadas a través de un análisis históri-
co, que se convierte, por ello, en un instrumento básico para la interpretación
práctica de las normas. Esto es algo de pura lógica, pero es también jurídica-
mente obligado, desde el momento en que el artículo 3.1 CC exige que la inter-

73
pretación de las normas se lleve a cabo atendiendo, entre otros criterios, a "los
antecedentes históricos y legislativos" de las mismas.
2.- Pero la historia permite ir más allá, en segundo lugar, de la mera comprensión
pasiva del sentido de las normas y de las instituciones: permite, también, em-
prender un examen crítico del estado actual de nuestro Derecho administrati-
vo, que en no pocos casos pugna con elementales principios de justicia. Es
muy humano la tendencia a aceptar como lógico y razonable todo lo que existe,
simplemente por el hecho de que existe y de que goza de una cierta tradición.
La historia permite comprobar, en ocasiones, que no todo lo que existe es lógi-
co ni razonable, y que no puede beneficiarse, por tanto, de la presunción de
bondad que la tradición proporciona, porque sus orígenes son simplemente
arbitrarios, cuando no inconfesables. Desde este punto de vista, la historia se
convierte en un factor decisivo de apoyo al progreso jurídico, a la depuración
del Derecho de residuos incompatibles con el estado actual de la sociedad.

B.- El objeto de la investigación histórica

La segunda dificultad que ofrece el estudio de la historia del Derecho administrati-


vo se halla en la delimitación de su ámbito, en la selección de los temas a examinar;
una selección tanto más problemática cuanto que, contrariamente a lo que ocurre en
otros países europeos, no existen en España monografías que abarquen el conjunto
de la materia y marquen pautas válidas a seguir.

A nuestro entender, la fijación del contenido de este estudio debe hacerse sobre la
base de tres premisas.

En primer lugar, la de que, aunque parezca paradójico, el análisis no puede ni debe


limitarse a la evolución histórica de la Administración, la cual debe contemplarse en el
marco general de la evolución del Estado y del Derecho público en general. Ello es
particularmente necesario en lo que afecta a los períodos anteriores al siglo XIX, en
los que no existe una organización administrativa formalmente diferenciada en el con-
junto del aparato del Estado, ni en Derecho administrativo como rama jurídica, acadé-
mica y científicamente independiente.

En segundo lugar, el estudio que aquí ha de realizarse Debe llevarse a cabo desde
una perspectiva sintética y global. La evolución individualizada de cada una de las
instituciones del Derecho administrativo sólo puede analizarse al hilo de la exposición
de la regulación positiva de las mismas. Aquí cabe realizar únicamente un plantea-
miento de conjunto, un estudio global -y, por ello, obligadamente sucinto- de la evolu-
ción de las grandes estructuras que integran la Administración pública y el Derecho
por el que se rige.

Por último, este planteamiento global exige superar la tentación de limitar el análi-
sis a alguno de los grandes temas de la disciplina (p. ej., la organización, las garan-
tías jurisdiccionales o los medios de actuación), con olvido de los restantes. Cree-

74
mos, antes bien, que el estudio de las bases históricas del Derecho administrativo
debe abordar el examen de cuatro grandes aspectos: el primero, el relativo a los fines
o tareas que la Administración asume como propias en cada etapa histórica; el se-
gundo, el de las estructuras u organizaciones que se montan para atender aque-
llos fines; el tercero, el régimen jurídico al que se somete la actuación de estas orga-
nizaciones, con particular atención a las normas especiales que lo distinguen del
Derecho privado, y a los medios o garantías establecidos para asegurar que esa
sujeción al Derecho sea efectiva y real; y el cuarto y último, la ciencia jurídica, esto es,
las obras de los juristas que, reflexionando sobre todos los datos anteriores, les die-
ron un sentido de conjunto y propiciaron su perfeccionamiento técnico.

C.- El punto de partida y la periodificación

La elección del punto de partida o fase histórica de la que debe arrancar la investi-
gación ha sido objeto, en nuestra doctrina, de una polémica de trasfondo político, que
ha enfrentado a los autores que pensaban que el estudio histórico del Derecho admi-
nistrativo solo puede partir de la Revolución Francesa de 1789 (por entender que el
núcleo de éste radica en las ideas de supremacía de la ley y garantía judicial de los
particulares, inexistentes con anterioridad), a aquellos otros que propugnaban partir
de etapas más alejadas en el tiempo (por entender que es en ellas, y no en la Revo-
lución, cuando se gestan las técnicas propias del Derecho administrativo).

A nuestro juicio, esta polémica, surgida al calor de una singular coyuntura histórica,
carece hoy de sentido y debe ser, por tanto, cancelada; y ello, sobre todo, en la medi-
da en que la razón asistía a ambas partes, a las que solo separaban cuestiones de
perspectiva y de planteamiento político. Por ello, sin minimizar en absoluto el corte
radical que la Revolución Francesa supuso y el cambio de sentido que el Derecho
público experimentó desde entonces, nuestro análisis debe partir de épocas más
remotas: concretamente, del período tradicionalmente conocido como Alta Edad Me-
dia.

¿Y por qué la elección de esta etapa, precisamente? Para nosotros, se justifica en la


necesidad de abarcar el ciclo histórico completo de la estructura política en que vivimos
(del Estado, en una palabra) desde la perspectiva de los caracteres generales y formas
de ejercicio del poder.

Todo ciclo histórico del poder se inicia, en efecto, en un momento en que la preceden-
te estructura política se ha derrumbado: el poder se halla disperso en múltiples unidades
sociales y la vida jurídica y política es muy débil y desformalizada. Esta sería la situación
en Europa subsiguiente a la caída del Imperio Romano. A partir de este momento se
inicia un estado de reconstrucción, en el que el poder político va trabajosamente afirmán-
dose y enriqueciéndose, hasta tomar una forma definitiva: tal sería el período que se
inicia en Europa a finales del siglo XI, y que finaliza con la consolidación del Estado
moderno, de los Estados nacionales, en los siglo XV y XVI. Tras la reconstrucción adviene
el estadio de concentración, en el que el poder se centraliza y desarrolla sus estructuras
en forma autoritaria, por lo general bajo las exigencias derivas del montaje y manteni-
miento de un vasto aparato militar: es, en Europa, la época del Estado absoluto, que dura
escasamente tres siglos, hasta las revoluciones liberales de fines del siglo XVIII. A la

75
concentración sigue un estadio de racionalización, que en Europa coincide con el siglo
XIX: la complejidad social y de la maquinaria del poder imponen una ordenación racional
de la estructura política, con separación de funciones homogéneas y ampliación del
número de personas llamas a tomar las decisiones que el ejercicio del poder político
exige. Y la racionalización conduce a un estadio de intensificación: el crecimiento econó-
mico y el proceso de urbanización conlleva un fuerte incremento del grado de interde-
pendencia entre los hombres (FORSTHOFF) que obliga al poder a extender y profundi-
zar sus intervenciones en todos los ámbitos de la vida social; entre nosotros, este estadio
hace su aparición con el fenómeno de crecimiento de los servicios públicos a fines del
siglo XIX, y se consolida con la generalización del intervencionismo estatal tras la prime-
ra guerra mundial.

Y tras la intensificación, la crisis: la maquinaria estatal crece hasta un punto crítico en


el que los instrumento tecnológico se ven superados por el nivel de complejidad de aque-
lla maquinaria: el proceso de centralización y concentración del poder quiebra, y se inicia
el retorno hacia fórmulas descentralizadas, de ejercicio disperso de las funciones públi-
cas. Y así, quizás, se sientan las bases para la iniciación de un nuevo ciclo. Esta es la
situación en la que hoy día nos hallamos instalados, y posiblemente abocados a lo que
se ha dado en llamar "la nueva Edad Media": vid. Umberto ECO (ed.), Documenti su il
nuevo medievo, Milano, 1973 (trad. esp., La nueva Edad Media, Madrid, 1974).

Esta perspectiva resuelve conjuntamente los problemas del punto de partida y de


la periodificación. De esta forma, nuestro estudio queda dividido en cinco etapas: la
etapa de reconstrucción del poder estatal, que abarca aproximadamente un milenio,
del siglo VI al XV (II); la etapa de concentración, que encarna de modo paradigmático
en el Estado absoluto (III); la etapa de racionalización, que arranca de la Revolución
Francesa y plasma en el Estado liberal (IV); la etapa de intensificación, a la que iden-
tifican los conceptos de Estado providencia y Administración interventora (V); y, final-
mente, la situación de crisis que caracteriza a la Administración pública de nuestros
días (VI).

76
Actividad Nº 4

1.- Complete el siguiente cuadro:

Bases Históricas - Razones que justifica la indagación histórica.


del Derecho - Contenido u objeto de la Indagación.
Administrativo - Periodificación Cronológica.

77
II.- La edad media: dispersión del poder político y construcción
del sistema de estados nacionales

A.- Caracteres generales

El año 476 d.C. Odoacro, rey de los hérulos, entra en Roma y depone al joven
emperador Rómulo Augústulo. Este hecho supone, como es sabido, la desaparición
definitiva de la estructura política del Imperio de Occidente y marca el comienzo del
período de diez siglos que conocemos convencionalmente con el nombre de Edad
Media.

El sistema político resultante de la caída del Imperio puede resumirse en una sola
frase: dispersión del poder. De un lado, el territorio del Imperio se fragmenta en
reino, gobernados por las élites militares de los pueblos germánicos. Sin embargo,
los nuevos reinos no supusieron una reproducción, a escala territorial más reducida,
del aparato estatal romano: dicho aparato se mantuvo nominalmente en una primera
fase, para luego desaparecer en virtud de un proceso de dispersión interna del
poder, paralelo al experimentado en el nivel superior, que alcanzaría su cota máxima
a fines del siglo XI.

Los intentos de corrección de este estado de cosas discurrieron por dos líneas
contrapuestas. De una parte, los intentos de reinstauración de la vieja estructura uni-
taria del Imperio de Occidente: el mito de la renovatio imperii es una idea que subyace
en toda la Edad Media y que pugna por implantarse en sucesivas ocasiones: el Sacro
Imperio Romano de Carlomagno, la versión germánica de los Otones, el imperialis-
mo papal de los siglos XII y XIII, y aun los intentos tardíos de Carlos I de España.
Estos proyectos estaban abocados al fracaso: frente a ellos se desarrollará la segun-
da línea, la reconstrucción del poder en el seno de cada uno de los reinos, que se
inicia en el siglo XII y que acabará triunfando, al final del período que consideramos,
con la implantación del Estado moderno.

Esta evolución quebrada del sistema de poder nos permite dividir nuestro estudio
en dos fases:

- La primera, de dispersión, que llega hasta fines del siglo XI, caracterizada por la
pervivencia parcial y progresivo deterioro del sistema institucional heredado del
mundo antiguo, y que se conoce usualmente con el nombre de Alta Edad Media
(B).
- A partir del siglo XII, sin embargo, se produce en el mundo del Derecho y de las
instituciones públicas un profundo movimiento de renovación, que culminará a
fines del siglo XV con el establecimiento del Estado moderno: es el período cono-
cido como Baja Edad Media (C).
- En el análisis de estas fases, distinguiremos los cuatro grandes temas que, con-
forme antes avanzamos, constituyen al nervio de nuestro estudio: los fines, las
organizaciones, el régimen jurídico y la ciencia del Derecho.

78
B.- El período altomedieval

1.- La minimización del poder político

La alta Edad Media se caracteriza en el plano político, ante todo, por el hecho de
que las estructuras públicas de los reinos quedan reducidas a dimensiones ínfimas.
En el plano que aquí nos interesa, son tres sus notas más destacadas.

a.- En primer lugar, los fines institucionalmente perseguidos por el poder po-
lítico se reducen al máximo.
b.- En segundo lugar, la simplicidad de los fines se corresponde con el escaso
desarrollo de las estructuras organizativas, de nula complejidad y en la
que se produce una total confusión de funciones. No hay, ni lo habrá en
muchos siglos (totalmente, hasta fines del XVIII) una diferenciación de órganos
que asuman separadamente cada una de las tres funciones clásicas que hoy
conocemos (legislativa, ejecutiva y judicial).
c.- Por último, el ejercicio del poder público se patrimonializa. El desplazamien-
to del poder hacia los latifundios rurales hace que sus propietarios lo ejerzan en
virtud de los mismos títulos jurídicos por los que poseen la tierra: el poder sobre
el territorio no será ya un poder abstracto y público de dominación, sino un
conjunto de facultades derivadas del derecho de propiedad; y el poder sobre
las personas que trabajan en la explotación agraria será el derivado de contra-
tos de arrendamiento, o de pactos privados a través de los cuales los colonos
buscan la protección física del señor a cambio de jurarle fidelidad (hechos es-
tos en los que se encuentra el origen jurídico del sistema feudal).

2.- Las estructuras organizativas

La organización del poder político en el período altomedieval es ante todo, y desde


el punto de vista actual, embrionario y considerablemente primitivo. Por otra parte,
sus caracteres son muy similares en toda Europa.

a.- A la cabeza de los órganos centrales de gobierno se sitúa, claro está, el Rey;
una magistratura de carácter popular en los comienzos (antes que nada, un jefe
militar) pero que, a partir del siglo VI, comenzó a asumir los símbolos
mayestáticos de los últimos emperadores romanos (en España, desde Leovigildo,
568?-586). Teóricamente, todos los poderes (por otra parte, escasos) se con-
centran en el Rey: es el protector del reino, jefe máximo del ejército y juez
supremo, con jurisdicción sobre todos los súbditos; en suma, administración de
justicia y caudillaje militar son las dos funciones en que se resume la figura
institucional del Rey altomedieval.
b.- El núcleo de lo que hoy llamaríamos Administración central estuvo constitui-
do por el Officium Palatinum (que a su vez formaba parte del Aula Regia), inte-
grado por oficiales que inicialmente desempeñaban funciones estrictamente
domésticas, de servicio a la persona y casa del Rey; funciones que más tarde
se mezclaron, un tanto confusamente, con otras de carácter público.

79
De entre estos oficios, cuyo número de denominación varió según las épocas,
cabe destacar cuatro, que son comunes a todos los reinos europeos:
1.- El Mayordomo o Senescal, jefe del oficio platino y primero de sus miembros,
al que incumbía la dirección de los servicios del palacio y la administración
de la Casa del Rey, de la hacienda regia y de los dominios de la Corona.
2.- El Stabularius o Caballerizo, jefe de las caballerizas reales.
3.- El cubicularius regis o Camarero, al que correspondía cuidar de los aposen-
tos reales.
4.- El Scanciarius o Copero, encargado de las bodegas del Rey.
c.- La base de la organización pública en la Alta Edad Media se encuentra en lo
que hoy denominaríamos Administración territorial: una administración de
una gran simplicidad, pese a la abundancia de nombres, pero cuyos límites no
se hallaron nunca bien definidos. En las épocas visigótica, los reyes colocaron
al frente de cada una de las antiguas provincias romanas a un dux o duque y,
más tarde, a unos gobernadores de los territorios de los antiguos municipios,
sometidos a la alta inspección del duque, denominados iudices (jueces) o co-
mes (conde); es dudoso si estos magistrados ejercían competencia sobre los
latifundios señoriales, que sus propietarios administraban a través de su ma-
yordomo o villicus. Tras la invasión musulmana, el esquema se repite parcial-
mente: el Rey confía los diversos territorios (condados, mandaciones) a un
magnate que recibe también nombres variables: Iudex, Potestad (o Comes -
conde-, si el titular poseía esta dignidad personal). Estos oficios cuenta con la
colaboración de diversos auxiliares, no bien conocidos, que en el siglo XI plas-
man en la figura del Merino, que deriva del mayordomo señorial (maiordomus,
maiorinus, merino) y que se configura como la pieza clave de la organización
territorial, ejerciendo no solo funciones de recaudador fiscal, sino también judi-
ciales en causas menores.
Obvio es decir, como más arriba advertimos, que la competencia de todos es-
tos oficios era prácticamente universal: ante todo, ostentaban la potestad judi-
cial (de ahí el nombre de iudices con que se les conoce), pero también, al
tiempo, las más amplias funciones políticas, financieras y militares.
d.- La Administración local, por último, es casi inexistente en cuanto tal en este
período. Durante el siglo VI, la antigua Curia municipal romana perduró con
algunas reducidas funciones en materia física; en el siguiente siglo, sin embar-
go, se extingue totalmente, pasando los municipios a ser gobernados directa-
mente por los oficiales regios o señoriales que antes mencionamos. El munici-
pio, como ente jurídico-público dotado de organización propia, desaparece en
este período y solo comenzará a renacer en el siglo XI, al amparo del floreci-
miento comercial.

80
Actividad Nº 5

1.- Realice un cuadro esquemático sobre el período Alto Medieval, teniendo en


cuenta los siguientes aspectos:

- Dispersión del Poder.


- Minimización del Poder Político.
- Las Estructuras organizativas.
- Administración local.

81
3.- Estado y Derecho

Cuál es la relación entre estos oficios públicos y el Derecho es algo nada fácil de
comprender desde nuestra mentalidad actual, en la que el Derecho posee en sentido
totalmente diverso al vivido en el período altomedieval. Por ello, es preciso analizar
los caracteres generales del sistema jurídico (a) antes de describir la forma en que
éste incidía sobre el ejercicio del poder público (b).

a.- El sistema jurídico de la Alta Edad Media responde a las características de


una sociedad estática, de economía agraria y fuertemente impregnada por el
sentimiento religioso. Sus notas esenciales pueden reducirse a cinco.

En primer lugar, la concepción del Derecho es principalmente teocéntrica. Dios y


Derecho son dos ideas indisolublemente unidas en el pensamiento medieval: de un
lado, todo Derecho proviene de Dios, y la defensa o realización del Derecho constitu-
ye una actividad de claro fin religioso; de otro, el mismo Dios es concebido ante todo
como sumo juez (y, por traslación de Dios, el rey, su representante en la tierra), al que
se encomienda en última instancia la resolución de conflictos humanos (el "juicio de
Dios", del que son expresión el duelo judicial y las ordalías).

En segundo lugar, el derecho altomedieval se mueve en una constante tensión


entre el universalismo y el localismo. El hombre del Medievo se siente, en cierta for-
ma, parte de una comunidad universal, la Cristiandad, a la que son comunes el dere-
cho divino y natural, el derecho canónico y el derecho romano; pero, al tiempo, se
halla vitalmente inserto en pequeñas unidades rurales, escasamente comunicadas, y
cada una de ellas dotadas de un ordenamiento propio y peculiar, aplicable con prefe-
rencia a cualquier otro. La dispersión del poder tiene su correlato en la "incalculable
profusión de derechos territoriales y locales" (MITTEIS).

En tercer lugar, este localismo deriva ante todo, de la creencia de que el Derecho
es una emanación espontánea de la sociedad (y, por tanto, de Dios, en último térmi-
no); de hay su carácter eminentemente consuetudinario. Y ello no se debe solo a la
ausencia de un poder político lo bastante fuerte como para formular e imponer efec-
tivamente un sistema normativo. Es, también, la convicción íntima de que el Derecho
es algo connatural a cada ente social; algo preexisten, que no cabe crear o establecer
en forma racional, sino sólo "descubrir" o "hallar" en actos judiciales: en la Alta Edad
Media, gobernar no equivalía a crear Derecho, sino a descubrirlo, guardarlo y aplicar-
lo.

Por lo mismo, y en cuarto lugar, el principio moderno de que el derecho nuevo


anula y se sobrepone al anterior es totalmente ajeno a la mentalidad medieval. El
derecho vale en cuanto "viejo y buen Derecho" (gutes altes Recht), esto es, en fun-
ción directa de su antigüedad y siempre que no atentase el derecho divino; de ahí la
resistencia a toda innovación.

Por último, y siempre en el marco de la misma mentalidad, la primacía absoluta del


derecho subjetivo. Este no se concibe como el resultado de una mera subjetivación

82
del Derecho objetivo, de las leyes generales (prácticamente desconocidas en esta
época), sino como la manifestación primaria y original del Derecho mismo.

b.- En este marco, la instrumentación jurídica del poder público había de ser
necesariamente, muy peculiar para nuestra mentalidad moderna.

Para comenzar, un hecho evidente: el Derecho público (no ya administrativo), en


cuanto tal Derecho especial, no existe en esta época. El monarca y sus oficiales se
rigen por el mismo derecho que los particulares; los antiguos privilegios del Fisco no
reaparecerán sino con la entera recepción del Derecho romano, a partir del siglo XII.

La uniformidad de régimen jurídico se debe, en buena parte, a que, como ya antes


señalamos, el poder público se ejerce básicamente sobre principios y formas patri-
moniales, propias del Derecho privado. La feudalización de la propia institución real
conlleva el que el Rey no posea un poder genérico de dominación sobre los súbditos,
sino un complejo inconexo de derechos personales, tasados y concretos, nominados
tardíamente (por influencia de la monarquía francés) jura regalía o regalías. El poder
regio se asienta, por tanto, no sobre un título genérico de dominación, sino sobre un
corto elenco de derechos, de naturaleza económica y sustancialmente iguales a los
de los señores o particulares.

Todo ello permite afirmar que el poder público es en esta época poco más que una
simple gestión patrimonial, pura potestad doméstica (Hausmacht, en expresión de
FORSTHOFF), como reflejan tanto la naturaleza de los derechos regios cuanto la
propia organización del officium palatinum. Es lógico, por lo mismo, que la palabra
Administración -administratio- reaparezca en estos siglos con el mismo sentido de
administración o gestión de un patrimonio privado que había tenido en el Derecho
romano. La administratio regni de que hablan los textos carolingios es, en definitiva, la
administración de un propietario sobre su patrimonio, de lo que luego ha de llamarse
el dominio real, etiqueta que integra cosas, derechos y regalías.

No todo es administración patrimonial, sin embargo, en la Alta Edad Media. En esta


época se forjan unos rudimentarios títulos o instrumentos jurídicos del poder pú-
blico que, aunque, muy escasamente formalizados, constituyen el germen de las
potestades genéricas del Rey que se desarrollarán en siglos posteriores.

El primero de estos instrumentos fue el Bann o Bannus. Originariamente, el bann


no significaba otra cosa que la citación a juicio; más tarde, se empleó para designar el
mandato feudal dirigido por el señor al vasallo para recabar su auxilio con fuerza
armada (Heerbann), así como el acto mediante el cual el Rey ponía bajo su especial
protección determinadas personas o lugares, amenazando con viceversa sanciones
a quienes hiciesen violencia contra ellas o turbasen su tranquilidad (bann de paz o
Friedensbann). Finalmente, el concepto adquirió un sentido genérico, aludiendo a
todo mandato o prohibición emanado de una autoridad pública, así como a las san-
ciones que su incumplimiento acarreaba (y, muy especialmente, a la consistente en
declarar fuera de la ley a una persona, su expulsión de la comunidad -eiectio a civitate-

83
o exilio, paralelo civil de la excomunión canónica; de donde proviene, entre nosotros,
la palabra bandido).

El segundo concepto o instrumento a que ha de aludirse aquí es el de la institu-


ción de la paz. Pese a la idílica apariencia con que la pintó la literatura romántica, la
Alta Edad Media fue una etapa histórica extremadamente violenta. Rasgo caracterís-
tico de la época es, como vimos, la ausencia de un poder público fuerte, que ejerciese
lo que hoy consideramos como una de las características esenciales del Estado, el
monopolio de la violencia legítima y la resolución de los conflictos a través del proce-
so judicial (civil o penal). Dichos conflicto se resuelve normalmente a través de la
Fehde, la violencia o venganza privada: la autodefensa, en suma, que no es ni mucho
menos una disfunción pasajera, sino uno de los rasgos permanentes y característi-
cos de la vida medieval, como Otto BRUNNER ha mostrado magistralmente. La cons-
trucción del Estado moderno tendrá lugar, justamente, como un proceso de concen-
tración de poder tendente a la eliminación de la Fehde o autodefensa privada.

84
Actividad Nº 6

1.- Explique los siguientes puntos respecto a la relación derecho y estado en la


alta edad media.

- Concepción Teocéntrica.
- Universalismo y Localismo.
- Emanación espontánea del Derecho. Principio del derecho subjetivo.

2.- Define los conceptos de:

- Regalía.
- Bann
- Fehde.

85
4.- Una ciencia jurídica casi inexistente

El primitivismo del sistema jurídico y político de la Alta Edad Media se corresponde


con la casi total ausencia de elaboraciones científicas del Derecho. No se trata sólo
de que no existan en esta época obras sobre Derecho administrativo o Derecho públi-
co (conceptos entonces totalmente desconocidos): más aún, la ciencia jurídica, en
cuanto saber independiente, no existe.

La producción jurídica de estos siglos, por tanto, es escasísima. En el plano de la


exégesis de los textos legales toda ella se resume en la elaboración de unas cuan-
tas versiones parciales, resumidas y vulgarizadas de algunos de los textos de la codi-
ficación del emperador Justiniano (realizada entre los años 528 y 534).

C.- La Baja Edad Media y el surgimiento del Estado moderno

1.- La reconstrucción del poder estatal

Apenas superada la cota fatídica del año mil, el Occidente europeo parece desper-
tar de un prolongado letargo: una época de grandes transformaciones se inicia, que
afectan a todos los órdenes de la vida social. Estos cambios son claramente percep-
tibles en el plano económico y social (a), pero poseen una singular intensidad en el
aspecto institucional (b). Se trata, con todo, de una evolución muy lenta y quebrada,
que solo cristalizará, quinientos años más tarde, con el alumbramiento de una nueva
estructura política, que hoy conocemos con el nombre de Estado moderno (c).

a.- En el orden social y económico, el mundo europeo experimenta desde me-


diados del siglo XI un progreso espectacular, tomando el relevo de las poten-
cias orientales del Alto Medievo, que comienzan en este misma centuria su
declinar histórico (caída del Califato de Córdoba en 1031; invasión almorávide
de Africa del Norte en 1051; derrota de Bizancio ante los turcos Seléucidas en
1071). Este progreso se manifiesta, en primer lugar, en el plano agrícola: la
aparición de nuevas herramientas (arado con ruedas, utensilios de hierro), la
mejora de los métodos de cultivo (rotación trienal, en lugar de bienal) y el au-
mento de la fuerza de trabajo animal (el caballo sustituye al buey; nuevos siste-
mas de enganche) permiten un espectacular crecimiento de las superficies cul-
tivadas (a costa de bosques y baldíos), una diversificación de las producciones
y un aumento de la cantidad y calidad de los regímenes alimentaciones.

Esta auténtica "revolución agrícola" es sin duda la espoleta de un notable incre-


mento demográfico (Europa pasa de tener alrededor de 46 millones de habitantes en
1050 a 75 millones solo ciento cincuenta años después, hacia 1300); la producción
de excedentes da lugar a la reaparición de corrientes comerciales a escala continen-
tal y, sobre todo, propicia la creación de nuevas ciudades, en las que comienza a
proliferar una incipiente burguesía artesanal y mercantil, al amparo de las franquicias
y libertades que los monarcas concedían a las nuevas urbes para favorecer la pobla-
ción de los nuevos territorios.

86
b.- En este marco de progreso económico y social no es de extrañar que se produ-
jera una auténtica revolución institucional en el seno de las estructuras polí-
ticas.

Desde la perspectiva de los que luego serán los diversos Estados europeos, la
situación de partida es la ya descrita de minimización del poder monárquico. Un
poder, que, en el plano internacional, se ve jurídicamente minusvalorado por la exis-
tencia de ese ente unitario que es la Cristiandad, gobernada al más alto nivel por la
diarquía Papado-Imperio, fuertemente establecida desde la era de Carlomagno; y
que, en el plano interno, aparece vaciado por la dispersión política que supuso el
sistema feudal. Obviamente, la construcción del Estado moderno había de pasar por
el quebrantamiento de estas estructuras de poder supra e infraestatales.

Sin embargo, los fenómenos que ponen en marcha este proceso no se localizan en
el seno de las monarquías nacionales, sino en la propia evolución interna de los dos
poderes universales, el Imperio y el Papado; y concretamente en el conjunto de acon-
tecimientos que se conocen históricamente como la reforma gregoriana de la Iglesia
y la lucha que ella desata entre el Pontífice y el Emperador por lograr el dominium
mundi, la primacía del poder sobre el orbe cristiano.

La reforma gregoriana, en primer lugar, es uno de los acontecimientos capitales de


la historia del Derecho público europeo. Con ella, la Iglesia romana sienta por vez
primera las bases de una organización rigurosamente moderna y racional, en el sen-
tido técnico de la palabra.

Esta profunda reforma, que llevaba implícita la conversión de la Iglesia en un poder


político supranacional (la llamada monarquía pontificia) y la reivindicación para el
Papado de un auténtico poder directivo sobre todos los asuntos temporales, había de
hacer chocar a éste con el Imperi. Desde nuestro punto de vista, sin embargo, no
interesa el detalle histórico de estos conflictos, que se prolongan ininterrumpidamen-
te durante más de tres siglos, cuanto sus consecuencias en el plano institucional, que
en lo fundamental pueden reducirse a tres.

En primer lugar, el constante perfeccionamiento de la estructura organizativa de


la Iglesia, que vino a constituir un modelo acabado a imitar por el poder monárquico.
Instrumento capital para ello fue el empleo sistemático del Derecho como técnica de
organización y dominación: del Derecho canónico, por parte de la Iglesia (quizás la
única organización religiosa en la historia que utilizó conscientemente fórmulas jurídi-
cas para disciplinar su estructura y funcionamiento, como ya advirtiera Max WEBER),
cuyo ejemplo fue prontamente seguido por el poder civil, que no dudó en emplear el
recién descubierto Derecho romano para los mismos fines.

En segundo lugar, los conflictos Papado-Imperio fueron determinantes de un es-


pectacular desarrollo de la teoría política: toda la literatura política que se produce en
la Baja Edad Media y buena parte de la producción jurídica y teológica, es tributaria
de estos conflictos. Obras básicamente dialécticas, destinadas a apoyar directa o
indirectamente la causa de una de las partes enfrentadas, pero cuyos razonamientos

87
fueron sentando las bases dogmáticas que permitieron la instauración del Estado
moderno.

Y, en tercer y último lugar, el progresivo agotamiento de las potencias en conflic-


to, que poco a poco hubieron de ceder el protagonismo a las pujantes monarquías
nacionales. Cierto es que tanto el Papado como el Imperio conocieron hasta el mismo
siglo XIV momentos de insólito esplendor: los nombres de los Papas Alejandro III
(1159-1181), Inocencio III (1198-1216) y Bonifacio VIII (1294-1304), de un lado, y de
los emperadores Federico I Barbarroja (1151-1190) y Federico II (1215-1250) son
buena prueba de ello. Pero los síntomas de debilidad eran también evidentes: tras el
llamado "cautiverio de Avigno" (1309-1377), el Papado se enfrenta al Gran Cisma de
Occidente (1378-1418) y al creciente auge de las teorías conciliaristas; por su parte,
el poder imperial se convierte, desde el mismo reinado de Federico II, en poco más
que un recuerdo simbólico, quedando Alemania, de hecho, en manos de los príncipes
territoriales.

No es de extrañar, por tanto, que las diversas monarquías nacionales reafirmaran


cada vez más su posición. Esta consolidación, desde luego, se produjo primeramente
ad extra, consiguiendo paulatinamente cotas de mayor independencia (jurídica y de
hecho) frente al Papado y el Imperio: el rechazo de toda ingerencia externa (que
prefigura el posterior concepto de la soberanía), el crecimiento del poder monárquico
sobre las respectivas Iglesias nacionales (que prefigura los fenómenos del galicanismo
y aun de la Reforma), la delimitación precisa de fronteras territoriales y la creación de
formas estables de diplomacia son síntomas inequívocos de como la vieja Cristian-
dad medieval se iba convirtiendo en el moderno "sistema de Estados" que hoy nos es
familiar.

Mucha mayor importancia tuvo, sin embargo, la consolidación monárquica ad intra,


frente al poderoso régimen feudal: un régimen al que los reyes pretendieron sobrepo-
nerse, pero en modo alguno destruir (salvo en Italia, donde el fenómeno fue por com-
pleto diferente). De una parte, el monarca asume el papel de cabeza o vértice de la
pirámide feudal, dado el origen divino de su poder: todos los señores feudales son
sus vasallos, él no es feudatario de nadie ("Le roi ne tient de personne, sinon de
Dieu", dirán los comentaristas franceses del siglo XIII), posición que lógicamente se-
ría utilizada para acrecer progresivamente su poder. Pero de otra, el rey se destaca
del sistema feudal, asumiendo el papel de maior et sanior pars del Reino frente al
resto de las fuerzas sociales, nobles y burgueses, a quienes se asocia
institucionalmente a las tareas de gobierno. Nace así un sistema político dualista,
tránsito entre la dispersión medieval y el Estado moderno, que conocemos con el
nombre de Estado estamental y cuya manifestación más visible es la aparición de las
primeras asambleas representativas con participación de la burguesía. A ello nos
referiremos más adelante.

c.- Todo este proceso había de desembocar en un nuevo tipo de estructura políti-
ca, que emerge a fines del siglo XV y que ha dado en llamarse Estado moder-
no. Se trata, desde luego, de un concepto eminentemente impreciso y variable,
que puede aplicarse -y de hecho se ha aplicado- a realidades históricas muy

88
diversas: en cualquier caso, no designa a un hecho concreto, cuyo comienzo
pueda fijarse en una fecha cronológica determinada, sino a un cierto estadio en
la evolución de las monarquías nacionales europeas, en el que concurren una
serie de notas claramente discordantes con las típicas de la estructura política
medieval.

Con estas advertencias previas, el concepto de Estado moderno puede describir-


se desde una perspectiva histórica y desde una perspectiva institucional. Histórica-
mente, con el nombre de Estado moderno quiere aludirse a una fase evolutiva de los
sistemas monárquicos en la que el rey ha asumido una posición de nítido protagonismo:
de un lado, se ha impuesto a las asambleas estamentales (a las cuales tiende a
limitar en sus poderes, cuando no a suprimir totalmente), recuperando buena parte
de los poderes antes dispersos en la estructura feudal; de otro, y mediante la aplica-
ción de la máxima Rex in regno suo est imperator, se ha independizado formalmente
de los viejos poderes supranacionales del Imperio y del Papado. Y aun ha invertido
las tornas: frente a la Iglesia, el Estado moderno tiende a redefinir su esquema de
relaciones con ella, en el sentido de establecer la supremacía del rey sobre la organi-
zación eclesiástica de su territorio; frente al Imperio, el rechazo de su supremacía se
acompaña de la asunción de la misma plenitud potestatis reconocida al emperador
como dominus mundi, referida ahora al territorio concreto del propio Estado.

Pero una caracterización más exacta del Estado moderno solo puede llevarse a
cabo desde la perspectiva de los principios institucionales que lo animan. Aun
cuando parezca un juego de palabras, podría decirse que el Estado moderno es, ante
todo, una forma de entender la vida política, el Estado mismo, como entidad sustantiva
e instrumental. El Estado moderno nace desde que se admite la existencia del Estado
como una realidad, como un entidad propia, superior y trascendente al rey y a los
estamentos; de una entidad, además, que no se presenta como algo dado e incon-
movible, sino antes bien, como una empresa creada artificialmente por el hombre
para lograr determinados objetivos y que, por tanto, es independiente de toda inter-
vención sobrenatural. En suma, el Estado como un proyecto racional y secularizado
que, por lo mismo, ha de ser manejado conforme a una ética peculiar, la ética utilitaria
de la raison d’Etat, que atiende, ante todo, al principio de la posibilidad y de la necesità,
que dirá MAQUIAVELO, más que a exigencias religiosas o metafísicas.

La aparición de esta mentalidad es, por lo demás, perfectamente explicable. El


Estado deviene inevitablemente en instrumento desde que el monarca consolida su
poder y se empeña en objetivos bélicos cada vez más ambiciosos, ya tengan una
motivación religiosa o puramente económica. La consecución de estos requiere, ante
todo, un grado cada vez más perfecto de organización financiera, tendiente a lograr
los recursos fiscales imprescindibles para mantener un ejército mercenario y desa-
rrollar una política exterior activa; el sostenimiento de un aparato militar, que realiza
largas campañas en el exterior, y aun el mismo sistema de recaudación de los me-
dios económicos precisos para ello, requiere el montaje de una burocracia directa-
mente controlada por el rey -de una burocracia no patrimonial, por tanto- y de un
grado creciente de complejidad. El Estado, pues, no incrementa cualitativamente sus
fines: no pretende conscientemente conformar la sociedad para ajustarla a un mode-

89
lo predeterminado. Su objetivo básico sigue siendo la riqueza, y la guerra como me-
dio de conseguirla. Esta conformación llega de manera indirecta, pero inevitable. El
mantenimiento de las empresas exige dinero; dinero que hay que obtener, bien por la
vía del botín, bien por la del fomento de las fuentes de riqueza dentro de las propias
fronteras; y para todo ello se requiere una amplia burocracia profesional. La guerra,
pues, como causa última; la recaudación tributaria como instrumento capital, y la
burocracia como sostén de una y otra actividad, son las palancas que hacen emerger
al Estado moderno, con unos caracteres que ya comienzan a sernos familiares.

90
Actividad Nº 7

1.- Realice una síntesis, señalando la evolución del sistema feudal al de estado
moderno.

2.- ¿Qué implicancia tenía el término de estado moderno? Enumere característi-


cas.

91
2.- Las estructuras políticas y administrativas

La organización del poder estatal sigue conservando en la Baja Edad Media unas
acusadas características de primitivismo e indiferenciación de funciones. Su configu-
ración general, no obstante, sufre cambios profundos, que son especialmente apre-
ciables en España, país en el que vamos a centrarnos con preferencia.

a.- El nivel de los órganos centrales de gobierno adquiere en esta época un


grado sensible de complejidad, en contraste con las rudimentarias estructuras
domésticas del período histórico anterior.

En dicho panorama organizativo destaca singularmente, claro está, la figura del


Rey, cuyo poder experimenta un extraordinario proceso de robustecimiento. Este ro-
bustecimiento tiene lugar en un plano teórico con la consolidación de las tesis sobre
el origen divino de su status (así, Partidas, II, 1,5; en las Cortes de Olmedo de 1445
ya se dice "que su poderío no lo ha de los omes, mas de Dios") y con las construccio-
nes jurídicas a que más adelante se aludirá; pero también, y sobre todo, en un plano
práctico mediante el reforzamiento del aparato militar directamente dependiente del
mismo (y no de los diversos señores territoriales).

El instrumento principal a través del cual el Rey consolida su poder radica, sin
embargo, en la creación de una densa red de oficiales regios; en suma, en la instau-
ración de una estructura burocrática que, aunque incipiente, supera con mucho la
puramente doméstica del período saltomedieval. A través de ella, el monarca se des-
embaraza de las limitaciones que a su poder suponía la presencia de la Curia Regia,
y extiende su dominación a las tierras de señorío y a los municipios.

La organización central de gobierno se completa con dos órganos de nueva factura


y trascendental importancia, aparecidos como consecuencia de la transformación y
desdoblamiento de la Curia Regia altomedieval, que en esta etapa se extingue por
completo. De una parte, la Curia ordinaria (integrada por los oficiales domésticos del
Rey, más los magnates seglares y eclesiásticos que se hallaran en la Corte) desem-
peñaban funciones judiciales y de consejo o asesoramiento al Rey. Las primeras
pasan a ser ejercidas por los órganos de nueva creación a que acabamos de referir-
nos; para cubrir la función de asesoramiento, los monarcas crean un órgano colegia-
do de composición predominantemente técnica, que tras una tortuosa evolución, pa-
sará a convertirse en el Consejo Real.

Por su parte, la Curia extraordinaria o pleno (constituida, además de por los miem-
bros de la ordinaria, por todos los restantes magnates del país, llamados a tal fin por
el Rey) experimenta una mutación sustancial cuando, a partir de la segunda mitad del
siglo XII, comienzan a ser también convocados a ella los representantes de las ciuda-
des. Tal es la génesis de la institución que tempranamente comienza a conocerse con
el nombre de Cortes, que no sitúa en los albores de las instituciones parlamentarias.

b.- Las instancias territoriales de gobierno y administración son en esta épo-


ca de una extrema variedad nominal.

92
c.- Las alteraciones más espectaculares de la época se producen, sin embargo,
en el marco de la administración municipal, consecuencia directa del vigoro-
so renacimiento urbano y tiene lugar desde el siglo XI. En este período comien-
za a tomar cuerpo el Concilium o Concejo, asamblea de todos los vecinos,
gobernados inicialmente por un oficial de nombramiento regio o señorial (Juez,
Alcalde, o Merino, en Castilla; Justicia o Zalmedina, en Aragón).

Este movimiento, empero, no duraría mucho. En 1345, el Rey Alfonso XI (1312-


1350) inicia una fuerte política centralizadora: la asamblea vecinal se sustituye por un
órgano restringido de "hombres buenos" de la ciudad, a la que se denomina Regi-
miento y cuyos miembros designa el Monarca; el cual, adicionalmente, envía otros
magistrados en función inspectora, pero que pronto asumen un carácter permanente.
En Cataluña, en cambio, las Magistraturas superiores fueron siempre de designación
real (veguer o batlle), siendo desplazada la asamblea vecinal por un Concejo restrin-
gido, designado por elección popular o sorteo.

En conjunto, los municipios se configuran en esta etapa como la estructura funda-


mental de administración. Son ellos, y no el poder central, quienes desarrollan la
inmensa mayoría de las funciones que hoy conceptuamos como típicamente admi-
nistrativas; una situación que, como veremos, se prolongará hasta bien entrado el
siglo XIX.

93
Actividad Nº 8

1.- Realice un cuadro sinóptico sobre las estructuras políticas y administrativas en


la Baja Edad Media.

2.- Enumere las causas del seguimiento de la administración municipal.

94
3.- El régimen jurídico del poder público

De forma paralela a los cambios que la sociedad bajomedieval experimenta en el


terreno económico y político y en el plano de las estructuras, el mundo del Derecho
experimenta una transformación radical (a) que afecta a la propia posición jurídica del
poder público, encarnado en el Rey (b) y al sistema de garantías de los súbditos
frente al mismo (c).

a.- La transformación del sistema jurídico, correlación al existente en la socie-


dad altomedieval, pude sintetizarse en dos notas.

En primer lugar, la tendencia a la formación de Derechos nacionales, de orde-


namientos con vigencia general en todo el reino, como resultado de la vieja tensión
universalismo versus localismo. El elemento universalista está representado en esta
época por el Derecho romano justiniano, redescubierto en sus textos completos y
originales por los juristas de la escuela de Bolonia, en el siglo XII. Por otra parte, el
factor localista entra en un claro declive: con el derecho romano o con el derecho
autóctono, los monarcas se aplican a la tarea de unificar el Derecho aplicable en sus
reinos. En Francia, las costumbres se recopilan (coutumiers), y se hace extensivo a
unas regiones el derecho consuetudinario procedente de otras; en España, bien se
hacen aplicables a otras ciudades los fueros otorgados a alguna de ellas (p. ej., el
Fuero de León), bien se dictan cuerpos legales con pretensiones de vigencia en todo
el territorio (como p. ej., las Partidas del Rey Alfonso X).

Y este último dato nos pone sobre la pista de la segunda nota, cual es el progresivo
predominio de la creación artificial del Derecho. La secularización del mundo jurídi-
co hace entrar en crisis la concepción del Derecho como una emanación espontánea
de la sociedad, poniéndose en primer plano su aspecto funcional: el Derecho será,
ante todo, un instrumento del poder para el cumplimento de un proyecto de Estado; y,
como tal instrumento, no ha de ser llamado, sino creado por obra de la voluntad
humana.

b.- La posición preeminente del Rey en el plano político había de tener lógicas
repercusiones en el plano jurídico, convirtiéndose en una figura claramente
singular: el rey y el poder real se convierten en el centro de gravedad del Esta-
do. Ello es consecuencia de una compleja evolución del pensamiento jurídico-
político, cuyos trazos principales conviene analizar brevemente.

El origen de la fundamentación jurídica del poder real se encuentra en la cons-


trucción que glosadores y comentaristas hacen inicialmente del poder del Em-
perador. El fenómeno capital y que supone la recepción del Derecho romano permite
a aquéllos descubrir y reelaborar el concepto de imperium; es éste un concepto de
naturaleza inicialmente militar, que los emperadores romanos asumen como
sustitutivos de los antiguos títulos de poder de la etapa republicana, y que constituye
la virtud fundamental de su poderío. Y es este mismo concepto el que los juristas
medievales emplean para calificar el poder de los emperadores germánicos (en la
medida en que éstos se consideraban legítimos sucesores de los de Roma): en cuan-

95
to investido del imperium, el emperador será titular de la plena et rotunda potestas o,
como dice ACCRUSIO, de la judisdictio plena (frente a la non plena que corresponde
a los demás príncipes), la cual conlleva el poder de hacer las leyes: solus conditor
legis est imperator, sólo el Rey es el constructor de la ley. Estos dogmas proporcionan
al emperador algo tan valioso como un título general de poder; en lo sucesivo, sus
intervenciones ya no tendrán que apoyarse necesariamente en algún título singular o
regalía.

El paso decisivo se produce en el siglo XIII, cuando la doctrina transfiere a los


monarcas nacionales esta nueva posición jurídica del emperador. Así se hace
mediante la célebre fórmula rex in regno suo est imperator; un brocardo de origen
incierto, pero que es empleado por toda la doctrina de la época para fundamentar la
exemptio imperii, la negación de la supremacía imperial. Entre nosotros, la fórmula se
recoge en el Espéculo ("non avemos mayor sobre nos en la temporal") y en las Parti-
das ("todos aquellos poderes que desuso diximos que los emperadores han e deven
aver en las gentes de su imperio que esos mismos han los reyes en el de su reynos":
Let VII, Tit. I, Partida II).

A la justificación teórica de la superioridad del rey frente al exterior había de seguir


la fundamentación de su poder supremo en el interior del reino y de su suprema-
cía frente a los poderes señoriales y estamentales. A ello se llega, en primer lugar,
mediante la progresiva despatrimonialización de su poder: el rey, en efecto, dirá la
doctrina, es dominus (dueño o señor); pero no es dominus quoad proprietatem (señor
por razón de la propiedad), sino dominus quoad iurisdictionem et defensionem (señor
por razón de la jurisdicción y de la protección que presta a los súbditos). Tomando
siempre el paradigma de la propiedad, BARTOLO DE SASSOFERRATO caracteriza-
rá el poder real como dominium universale, maius, politicum; y mucho más tarde,
HUGO GROTIUS, como dominium eminens. Con la recepción del Derecho romano,
la terminología patrimonial del dominio tiende a desaparecer, y el poder del rey recibe
otras calificaciones, como las de suprema et plena potestas, superior autoridad y,
sobre todo, la de poderío real absoluto, expresión que se generaliza en los siglos XV
y XVI hasta ser sustituida por la de soberanía, a partir de la obra de JEAN BODIN.

Esta posición soberana del rey en el interior de su reino conlleva, como hemos
visto, un poder de la misma naturaleza sobre el Derecho. El poder de disposición
sobre la comunidad -el rey como dominus- entraña un poder de disposición paralelo
sobre el producto típico de esta comunidad, el Derecho. El monopolio legislativo del
monarca, al que antes aludimos, se justifica jurídicamente diciendo que el Rey es
solus conditor legis en su reino, de igual modo que el emperador lo es en el imperio.
A apoyar esta conclusión cooperarán diversas fórmulas que los juristas toman de los
textos justinianeos, como la de quod principi placuit legis habet vigorem (ULPIANO,
en D. 1, 4, 1), o la calificación del rey como lex animata in terris (Nov., 105, 4); o
también fórmulas de nuevo cuño, como la de a Deo rex, a rege Lex, propia de la
práctica francesa.

Como es lógico, esta posición del monarca como señor del Derecho había de sus-
citar de inmediato el problema de su sometimiento a las normas por él dictadas. Ini-

96
cialmente, el principio que se acepta es el de la sujeción real al Derecho (así, en
España, el Espéculo, I, 1, 9, según el cual las leyes deben ser obedecidas por el Rey
y por el pueblo); un principio difícilmente compatible con la posición soberana del
monarca, que pronto se apropia de la fórmula romana princeps legibus solutus para
justificar su absoluta desvinculación y libertad frente a todo tipo de normas jurídica.
Ello nos sitúa en los umbrales mismos de la siguiente etapa histórica.

Pero de otra parte, esta asunción de poderes exorbitantes había de arrastrar la


aparición de todo un cúmulo de especialidades jurídicas: a la posición privilegiada en
lo político ha de corresponder, inevitablemente, una posición privilegiada en el mundo
de las relaciones jurídicas cotidianas. Creadas por la propia dialéctica de la sociedad
medieval, o recuperadas del Derecho romano (privilegios del Fisco), los juristas co-
mienzan a formular una serie de reglas especiales que hacen del Monarca un sujeto
distinto, en términos de régimen jurídico: las reglas de la praesumptio pro se y executio
parata (que hoy conocemos como presunción de legitimidad y ejecutoriedad); la fór-
mula legem patere quam fecisti (trasunto de la cual es la regla hoy vigente de la
inderogabilidad singular de los reglamentos); las técnicas de la expropiación, de la
inalienabilidad e imprescriptibilidad de los bienes de la Corona, y otras muchas que
hoy forman el acervo conceptual del Derecho administrativo moderno, tienen su ori-
gen precisamente en esta época.

c.- Y, junto a los poderes, las garantías de los súbditos. En un mundo fuertemen-
te impregnando por el Derecho, no es insólito que los súbditos no encontrasen
dificultades formales para litigar contra el Monarca en defensa de sus intere-
ses, de la misma manera que litigaban contra cualquier otra persona. Hoy nos
consta documentalmente la existencia de distintas vías de recurso (entre noso-
tros llamados alzada y apelación) a disposición de los ciudadanos contra los
actos del Monarca y de sus oficiales; vías de recurso, por lo demás, normal-
mente utilizadas, y de las que conocían las autoridades judiciales ordinarias
(sin que existiera en este período, por tanto, fuero especial alguno del Rey).
Desde esta perspectiva, pues, es evidente la existencia de un cierto principio
general de sujeción al Derecho del poder público, formalmente instrumentable,
como también lo prueba el empleo usual de determinadas técnicas de resisten-
cia contra mandatos ilegales, como la cláusula obedézcase, pero no se cum-
pla, la figura de las cartas desaforadas y la de los rescriptos contra jus naturale
ac gentium: un principio, sin embrago, teórico, no indiscutido y que convive con
otros de signo opuesto, antes mencionados. Un principio general de legalidad
es, en esta época, inexistente.

El elenco de garantías no se agota, sin embargo, en las de carácter puramente


procesal. Es obligado recordar que estamos en la época en que aparecen las prime-
ras declaraciones de derechos de los súbditos, como consecuencia directa de la
implantación del Estado estamental, de las que la más conocida es la Magna Carta
inglesa concedida por el Rey Juan Sin Tierra en 1215. España no se halla al margen
de este movimiento, como lo acredita la existencia de declaraciones similares (y aun
anteriores) a la inglesa: así ocurre con la declaración del Rey Alfonso IX en las Cortes

97
de León de 1188, ya citadas, o con el Privilegio general de Aragón, otorgado por el
Rey Pedro III en las Cortes de Zaragoza de 1283.

Con todo, el significado de estas garantías no debe hipervalorarse, habiendo de


ser comprendidas en el marco general de la época. La existencia de vías de recursos
ha de matizarse con el hecho de que las autoridades judiciales encargadas de su
resolución eran, el propio tiempo, autoridades administrativas insertas en una línea
jerárquica, por lo que cabe expresar serias dudas acerca de su independencia e
imparcialidad. Por otra parte, las declaraciones de derechos no tenían como benefi-
ciarios a todos los súbditos, sino a una minoría de ellos (los magnates o, en el mejor
de los casos, los burgueses); y los mecanismos para garantizar su respeto radicaban
más en la fuerza que en el empleo de técnicas jurídicas. Por ello, y desde la perspec-
tiva de nuestros días, este conjunto de garantías debe contemplarse, cuando menos,
con un cierto escepticismo.

98
Actividad Nº 9

1.- ¿Cómo se manifiestan los elementos universalistas y localistas en la Baja Edad


Media?

2.- Enumere las consecuencias de abandonar la idea del derecho como emana-
ción espontánea de la sociedad y pasar a considerarla como producto de la
voluntad humana.

3.- ¿Qué características tenían las declaraciones de derecho de los súbditos?

99
4.- El Derecho romano y la reaparición de la ciencia jurídica

La Baja Edad Media es también la etapa histórica en la que hace su aparición la


moderna ciencia jurídica europea, que tiene su cuna y su sede de mayor esplendor
en las ciudades italianas. A ello cooperan tres circunstancias accidentales, todas ellas
acaecidas a comienzos del XII: la fundación del Studium Generale o Universidad de
Bolonia; el descubrimiento de textos originales e íntegros de la compilación justinianea
(principalmente, el Digesto y el Codex) y la iniciación de una nueva forma de ense-
ñanza del Derecho, la glosa de estos textos, que inaugura un jurista del que conoce-
mos poco más que el nombre, Irnerio o Guarnerio (1055-1130?); y, también, el co-
mienzo de los estudios sistemáticos sobre el Derecho canónico, a partir de la compli-
cación que el monje Graciano realiza hacia el año 1140 (conocida con el nombre de
vulgar de Drecretum de Graciano).

En todo este riquísimo panorama científico, el Derecho público (no ya el Derecho


administrativo) brilla prácticamente por su ausencia. Las obras de los autores citados
se dedican casi exclusivamente al Derecho civil o canónico, prestando a los temas
jurídico-públicos una atención poco menos que marginal; y ello es lógico si se tiene
en cuenta que, siendo el objeto único de atención de los juristas los textos romanos-
justinianeos, las partes de éstos dedicados al Derecho público (principalmente, los
tres últimos libros del Codex) carecían de toda utilidad práctica, al referirse a un com-
plejo institucional y político totalmente diverso del existente en el mundo medieval.

En realidad, una ciencia del Derecho público en cuanto tal no aparecerá sino en los
últimos años del período que consideramos y en forma muy incipiente, como fruto de
tres tendencias doctrinales muy dispares:

- En primer lugar, toda la literatura política que surge en Europa a partir del siglo
XI como consecuencia de las luchas entre Papado e Imperio: una literatura de
carácter polémico, dirigida a apoyar dialécticamente a una de las partes en con-
flicto, y en la que se mezclan indiscriminadamente los argumentos históricos,
filosóficos y teológicos con los estrictamente jurídicos, pero que es la primera en
intentar una construcción racional de la posición jurídica y de los poderes del Rey.
- En segundo lugar -y ante todo- la corriente doctrinal denominada jurisprudencia
dogmática-sistematizadora. Surgida en el siglo XVI como una continuación de
las escuelas humanistas, sus fundadores pretenden superar la metodología tra-
dicional de los estudios jurídicos, basada en la glosa o comentario de los textos
romanos, para lograr una elaboración científica y sistemática de la materia legal
apoyada en conceptos o divisiones generales, una de las cuales es, precisamen-
te, la clásica romana entre jus publicum y jus privatum. En esta tendencia, origi-
nariamente patrocinada por Johannes Oldendorp (1480-1567), por los france-
ses Hugo Donellus (o Doneau, 1527-1591) y Petrus Gregorius Tholosanus
(1540-1617), y, sobre todo, por Johannes Althusius (1557-1638), la que induce
la aparición de los primeros libros dedicados específicamente al Derecho público,
si bien con un contenido que aún no se asemeja apenas al que hoy nos es fami-
liar. Para ello, habrá que esperar a la inauguración del período absolutista, con la
paz de Westfalia y el comienzo del siglo XVII.

100
III.- Los tiempos modernos: la monarquía administrativa y el
absolutismo

A.- La maduración del poder estatal

1.- Caracteres generales del período

El período histórico que hemos llamado "tiempos modernos" abarca un lapso de


tres siglos, arrancando a fines del siglo XV y finalizando con el XVIII: las fechas de
1492 (descubrimiento de América) y de 1789 (Revolución Francesa) pueden servir
como hitos del mismo. Aun dentro de lo convencional de toda periodificación históri-
ca, la que aquí se propone es quizás la menos arbitraria de las posibles. Con el fin del
siglo XV se abre una etapa de cambios en todos los órdenes de la vida social que
darán a España la faz y las instituciones en las que aún nos movemos. Una etapa
convulsa y contradictoria, pero de una extraordinaria fertilidad en todos los ámbitos
de la cultura humana.

Estas notas de convulsión y contradicción son claramente perceptibles, en primer


lugar, en el terreno de las ideas. El siglo XVI es la centuria de apogeo en toda
Europa del Renacimiento y del humanismo; pero es también el siglo de la Reforma y
de las guerras de religión. Los siglos XVII y XVIII son los siglos del racionalismo y de
la revolución científica: los siglos de Descartes, de Leibniz, de Galileo, de Bacon, de
Vico, de Newton. Son también, sin embargo, la época de florecimiento de la hechice-
ría, de la mística y de los iluminados.

Las contradicciones no son menores en el terreno de la economía, en el que


cada uno de los tres siglos aparece marcado por un signo distinto. El siglo XVI es una
época de expansión violenta del capitalismo comercial y financiero, espoleado por los
grandes descubrimientos geográficos; una época, en líneas generales, de crecimien-
to demográfico y bienestar, salvo en los países castigados por las guerras sistemáti-
cas. El XVII es, en cambio, el "siglo de la gran crisis": un siglo en el que comienzan a
notarse los efectos del "pequeño período glacial" (BARKER) y en el que las hambres
y las epidemias castigan Europa con una intensidad desconocida desde los tiempos
altomedievales; un siglo de guerras constantes (de los Treinta Años, de los Países
Bajos, guerras de religión), de evolución interna y guerras civiles (guerra civil inglesa,
1642-49; Fronda francesa, 1648-53; rebeliones de Cataluña y Portugal, Nápoles y
Sicilia, 1640-48), y de violentas revueltas populares (Austria, 1648; Suiza, 1647-48;
Polonia, 1648-1651; Rusia, 1648-50; Suecia, 1650-53); un siglo de depresión econó-
mica, con un progresivo hundimiento de los precios, con una racha de malas cose-
chas y un evidente estancamiento demográfico. Apenas doblada la cota del siglo
XVIII, en cambio, la coyuntura cambia, y desde 1740 se asiste a un crecimiento sin
precedentes, que culmina con la revolución industrial en Inglaterra.

101
Y nuevamente contradictoria aparece la historia europea de este período en el
terreno político. En el plano internacional, el sistema de Estados nacionales se con-
solida definitivamente: los antiguos poderes universales (Papado e Imperio) dejan de
representar un papel efectivo, y el mundo europeo se asienta, desde la paz de Westfalia,
sobre el dogma del equilibrio entre los Estados. Este equilibrio no es, sin embargo,
más que una aspiración parcial: la vieja idea imperial no ha desaparecido por comple-
to (Carlos I, Felipe II) y es sustituida en cierta manera por la hegemonía de facto de
uno u otro Estado sucesivamente (España, Países Bajos, Francia, Inglaterra).

En el plano interno, por otra parte, las contradicciones son también patentes. De un
lado, l protagonismo de la institución real se afianza de modo definitivo, hasta crista-
lizar en las teorías absolutistas: el Rey se convierte en la fuente de todo poder, un
poder incondicionado y total que borra por completo la relevancia teórica de las insti-
tuciones representativas de origen feudal y estamental. Es, sin embargo, en el seno
de este Estado absoluto, donde aparecen y se consolidan todo el mundo de ideolo-
gías que, frontalmente antiabsolutistas o no (contractualistas, monarcómanos; Locke,
Rousseau, Montesquieu), darán al traste con aquél, de forma violenta, a fines del
siglo XVIII. Y, de otro lado, asistimos en este período a la creación de una fuerte
estructura administrativa estatal, que prefigura la existente en la actualidad, y que se
forma el hilo del crecimiento del poder del monarca. Esta estructura, sin embargo, ha
de coexistir con importantes residuos estamentales, que actúan a modo de poderes
compensatorios: las tendencias uniformadores y centralizadoras chocan con la reali-
dad de los Estados, internamente compuestos de unidades políticas semiautónomas
y mínimamente vertebradas en una estructura común (así, en España, en el Sacro
Imperio y aun en Francia). Y los intentos reales por crear una burocracia racional y
moderna se ve frenada por la resistencia de instituciones donde se refugia la nobleza
estamental (Consejos, en España; Parlamentos, en Francia) y, aún más, por el fenó-
meno refeudalizador que supone la venalidad y patrimonialización de los oficios pú-
blicos. Sobre todos estos temas volveremos de inmediato.

En el terreno político, pues, la época tiene un claro protagonista: el Estado absolu-


to. Un adjetivo que ofrece dos vertientes: el Estado es absoluto, en primer lugar, en
cuanto en él se opera una fuerte concentración del poder en manos del monarca (que
no reconoce formalmente límites ni copartícipes en dicho poder) (2). Y es también
absoluto, en segundo lugar, en cuanto sus funciones se van a extender a todos los
ámbitos de la vida social, con el consiguiente enriquecimiento de las tareas estatales
(3). A uno y otro aspecto vamos a referirnos seguidamente.

2.- La concentración del poder en el monarca

La concentración del poder es la mejor y más simple descripción del Estado abso-
luto. En él, el Monarca se convierte en titular por derecho propio de todas las funcio-
nes y potestades del Estado: todo el poder emana de él, y en él reside, pudiendo
ejercerlo libremente y no compartiéndolo con ninguna otra persona o institución. Des-
de el punto de vista histórico, el absolutismo es la negación dialéctica del pluralismo
feudal y del dualismo estamental: el proceso de asunción de poderes en la Edad
Media ha llegado a su culminación.

102
Desde nuestra perspectiva, sin embargo, más que profundizar en la descripción o
definición del absolutismo, interesa ante todo insistir en sus causas, en los motivos
determinantes de su aparición; y ello, no tanto en el plano ideológico cuanto en el de
los puros hechos.

En un plano material, la concentración de poder en manos del monarca tiene su


causa en la situación de violencia endémica que caracteriza este período: en la gue-
rra, en una palabra. De una parte, las brutales contiendas civiles y revueltas popula-
res que asolaron los países europeos, principalmente en el siglo XVII, llevan a las
clases ilustradas al terror: un terror que justifica la necesidad de un poder fuerte (ya
sea éste un Enrique IV en Francia o un Cromwell en Inglaterra) que termine con dicha
situación: no otro es el motivo personal del célebre Leviathan de HOBBES. De otra, la
técnica militar se sofística y encarece la forma vertiginosa: los progresos de la artille-
ría obligaron a una reconstrucción de todas las fortificaciones urbanas; y la puesta a
punto de nuevas armas individuales, como el mosquete, pues en decadencia a la
caballería y llevó a un incremento de los efectivos de infantería y a la creación de
fuerzas regulares de carácter permanente.

Las consecuencias de estos cambios son fáciles de suponer: de una parte, reduje-
ron a la nada el papel de los señores territoriales, a los que se priva de su forma
tradicional de guerrear (la caballería) y de toda posibilidad de intervención unilateral
en la guerra: solo el monarca tendrá, en los sucesivo, la suficiente capacidad econó-
mica para afrontar los enormes gastos de una campaña. Y de otra, y sobre todo, la
puesta a punto de grandes ejércitos obliga al montaje de toda una compleja organiza-
ción burocrática de apoyo inmediato (tesorería militares, tribunales, asistencia médi-
ca y religiosa, intendencia y avituallamiento) y, lo que es más importante, a un creci-
miento de la presión fiscal que generase los recursos públicos suficientes para aten-
der estos gastos y, paralelamente, al establecimiento de un perfeccionado aparato
administrativo dedicado a la recaudación de los nuevos tributos: todo ello, bajo la
directa dependencia del monarca y de sus colaboradores íntimos, que de ese modo
concentran en sus manos todo el poder físico del Estado y los medios para ejercerlo.

3.- El crecimiento de las funciones públicas

Lo característico de esta época no es solamente que el poder del Estado se con-


centre y se ejerza de modo absoluto -sin limitaciones-. El Estado se hace también
absoluto en la medida en que, por vez primera, deja de ser un puro aparato de domi-
nación, superior y ajeno a la sociedad civil, para interesarse activamente en la mar-
cha de ésta, interviniendo de forma creciente en todas sus manifestaciones: la vida
económica, la vida intelectual, la vida religiosa serán objeto de reglamentación real.
El Estado se inserta en la sociedad con afán de organizarla y dirigir su evolución: una
actitud que hoy nos es habitual, pero que hubiera resultado impensable en los tiem-
pos medievales. Y ello, claro está, conlleva un crecimiento exponencial de las funcio-
nes públicas y del aparato administrativo destinado a satisfacerlas.

Las razones de esta nueva actitud del Estado son de tres tipos. En una primera
etapa, es una consecuencia directa de las necesidades militares: la recaudación de

103
los recursos precisos para el sostenimiento de las campañas exigía fomentar la crea-
ción de fuentes de riqueza tributables en el interior del propio país. Esta necesidad
encuentra de inmediato una justificación teórica en la doctrina económica reinante en
los siglos XVI y XVII, el mercantilismo: constituido en principio básico de la economía
estatal la acumulación máxima de metales preciosos, la actividad pública debía ten-
der a favorecer el tráfico comercial, activar la producción interior y las exportaciones,
y por el contrario, contener la importación de bienes. De esta forma, la economía se
convierte en "política", esto es, en tarea pública fundamental, como lo demostró la
acción del ministro COLBERT en la Francia de Luis XIV. Y una última justificación
teórica aparece, ya en el siglo XVIII, a través de la filosofía política del iluminismo, que
da lugar al conocido como absolutismo o despotismo ilustrado: la justificación del
poder estatal se halla en la consecución del máximo bienestar de los súbditos, están-
dole autorizado, para ello, intervenir en todos los ámbitos de la vida social, incluso en
el de la libertad personal.

Esta expansión del intervencionismo estatal trajo como lógica consecuencia un


incremento sustancial de los efectivos burocráticos al servicio del Rey. No existen
muchos datos de la época, pero dos bastarán: en Francia, los funcionarios a sueldo
de la Corona pasaron de dos mil en 1505 ochenta mil en 1664 (sin contar las fuerzas
armadas); en España, el Consejo de Guerra pasó de producir solamente dos o tres
legajos de documentación por año (entre 1560 y 1570), a treinta legajos anuales
(entre 1590 y 1600). Pero ello ya nos introduce en los problemas típicamente
organizativos, que vamos a analizar de inmediato.

104
Actividad Nº 10

1.- Complete el siguiente cuadro:

MADURACION DEL PODER ESTATAL

CARACTERES GENERALES

CRECIMIENTO
IDEAS ECONOMIA POLITICA DE LA FUNCION
PUBLICA

105
B.- La organización del poder público

1.- La triple administración

Describir las estructuras políticas y administrativas de la etapa que estamos anali-


zando constituye una tarea harto dificultosa, pues su heterogeneidad se resiste a
cualquier tipo de exposición racional y ordenada. Por lo demás, sería inexacto afirmar
la existencia de una administración: antes bien, desde una perspectiva política cabe
hablar de al menos tres tipos semiautónomos de administración que coexisten sobre
el mismo territorio: de una parte, los organismos, tradicionales o no, que constituyen
el asiento de los poderes estamentales; de otra, la cadena de órganos y agentes
creados por el monarca absoluto para su servicio y bajo su directa dependencia; por
último, la estructura militar.

La relación dialéctica entre los dos primeros tipos de organizaciones se mueve en


el sentido de un progresivo vaciamiento de poder de las estructuras de base estamental
por las de cuño monárquico (vaciamiento o debilitación, que no eliminación); el rey,
para imponer su poder, actúa sobre las organizaciones estamentales, bien introdu-
ciendo en su composición personal propio (normalmente, técnicos de procedencia
burguesa), bien creando junto a los mismos nuevos órganos a los que primeramente
se dota de puras facultades de inspección, para luego atribuirles potestades propias
de aquéllos.

Sin embargo, el ritmo histórico que marca la relación entre ambos tipos de admi-
nistración, es diverso según los países.

2.- Las estructuras formales

Como ya ha quedado advertido en el anterior epígrafe, conviene distinguir las es-


tructuras administrativas españolas de la época de los Austrias (siglos XVI y XVII), de
las reformas experimentadas a partir del establecimiento de los Borbones.

a.- En la época de los Austrias, la organización política y administrativa en el nivel


central giraba sobre el sistema de Consejo. Este sistema, tan citado como
poco conocido, se componía de un conjunto de doce órganos colegiados, crea-
dos entre 1483 y 1588. De ellos, seis poseían una competencia funcional: con-
cretamente, los de Estado (creado en 1522 por desdoblamiento del antiguo
Consejo Real), de Guerra (1517), de Ordenes Militares (1495), de Cruzada
(1509), de Hacienda (1523) y de la Inquisición (1483); los seis restantes, com-
petencia territorial, cuales eran los de Castilla (1522), de Aragón (1494), de
Indias (1524), de Italia (1555), de Portugal (1582) y de Flandes (1588). Com-
puestos por un presidente, un número variable de consejeros (nobles y letra-
dos) y varios fiscales, su competencia era absolutamente general: como órga-
nos políticos, asesoraban el Rey en los altos asuntos de su competencia; como
órganos judiciales, desempeñaban el papel de instancia suprema de apelación
en todo tipo de litigios; por fin, su competencia administrativa era universal,

106
estándoles reservadas todas las funciones no atribuidas expresamente a órga-
nos territoriales inferiores. En definitiva, un sistema abigarrado y carente de
toda racionalidad burocrática, al no existir ningún tipo de organismo coordina-
dor entre ellos; un sistema lento e ineficaz, paradigma de lo que se ha denomi-
nado régimen polisinodial y al que un autor francés ha podido calificar, con justa
dureza, como "la facade majestueuse d’un empire léthargique".

En el nivel territorial, la organización administrativa es sumamente confusa: en


dicho nivel actúan un complejo heterogéneo de órganos unipersonales y colegiados,
unos y otros dotados de funciones administrativas y judiciales, si bien con predominio
de las primeras en los unipersonales, y de las segundas en los colegiados. Entre los
órganos unipersonales, actuantes en un escalón regional, se encuentran los
lugartenientes, virreyes, gobernadores y capitanes generales. Las denominaciones
son, en ocasiones, acumulativas o indistintas: el nombre de lugarteniente provenía de
la Corona de Aragón, pero sus titulares fueron después llamados virreyes o capitanes
generales; el de gobernador se aplica a los mandos de las tierras conquistadas o
pacificadas (Galicia, Canarias, Indias), que en ocasiones pasan también a denomi-
narse virreyes. Todos ellos, como representantes directos del poder real, ejercen fun-
ciones de gobierno político, en lo militar y en lo financiero, bajo la dirección del Con-
sejo o Consejos respectivos; y también funciones judiciales. El bloque de estas últi-
mas, no obstante, estaban confiado a órganos colegiados, denominados Chancille-
rías y Audiencias (nombre este último conservado hasta nuestros días): inicialmente,
las primeras (con sede en Valladolid y Granada) constituían un escalón jerárquicamente
superior a las segundas (con sede en Galicia, Sevilla y Las Palmas), pero más tarde
la distinción se borró, quedando la denominación como un título puramente honorífi-
co. Del mismo modo que los órganos unipersonales, las Chancillerías y Audiencias
no ejercían solo funciones judiciales, sino también políticas y administrativas, siendo
presididas por uno de los órganos unipersonales citados (gobernadores y capitanes
generales).

En el nivel local, por último, además de la confusión entre funciones administrati-


vas y judiciales, se produce una mezcla inextricable de autoridades de origen real y
de origen puramente local. Entre las primeras debe citarse la figura del corregidor,
auténtica pieza clave del gobierno territorial castellano (así como los vegueres lo
fueron en Cataluña). Aparecidos en el siglo XIV, se generalizan en todo el territorio de
la Corona de Castilla desde 1480; concebidos inicialmente como autoridades inspec-
toras de las locales (para "corregir" sus abusos) se convierten pronto en el órgano de
gobierno de un conjunto de municipios (designado por el Rey era, sin embargo, retri-
buido por éstos). A tal fin, el territorio se dividía en corregimientos, de los que había
noventa y ocho en 1610. Sus funciones, por otra parte, eran múltiples: como A.
DOMINGUEZ ORTIZ lo ha descrito gráficamente en lenguaje actual, el corregidor era
"una especie de gobernador civil que tuviera además funciones judiciales, desempe-
ñara el cargo de comandante o gobernador militar y presidiera el ayuntamiento cabe-
za de partido". Durante la segunda mitad del siglo XVII fue además el jefe superior de
administración de las rentas reales.

107
Junto al corregidor, las autoridades estrictamente locales eran de lo más varado.
En Castilla, los antiguos concejos son sustituidos por un conjunto de regidores, en
ocasiones de designación real, en otras de elección popular restringida, siendo tam-
bién, a veces, oficios enajenados y vitalicios. A ellos se suma una autoridad de carác-
ter judicial, denominado alcalde ordinario, que preside el ayuntamiento en defecto del
corregidor.

b.- Con la entrada de la dinastía borbónica, la Administración sufre importantes


reformas, en parte inspiradas en el modelo francés. En el nivel central hace su
aparición un germen de poder ejecutivo, representado por los Secretarios de
Despacho (antecedentes de los actuales ministros), a los que se confía un sec-
tor funcional del gobierno. Inicialmente en número de dos, este oscila entre tres
y siete durante el siglo XVIII, para fijarse en cinco en 1790 (Estado, Gracia y
Justicia, Guerra, Marina y Hacienda). Se trata, por supuesto, de personas de
estricta confianza real, que coexisten con los viejos Consejos de la Monarquía,
aunque muy disminuidos en sus atribuciones. En 1787, Carlos III creó la Junta
Suprema de Estado, formada por los Secretarios de Estado y que debía reunir-
se una vez por semana; este antecedente del Consejo de Ministros tuvo una
vida efímera, siendo suprimida por Carlos IV en 1792.

En el nivel territorial, la reforma borbónica se centró en la creación de los


intendentes. Con algún antecedente en el período anterior (superintendentes de pro-
vincia de 1691), son creados en 1711, en plena guerra de Sucesión, para fiscalizar el
funcionamiento administrativo de los ejércitos. Finalizada la guerra, el 1 de julio de
1718 se establecen con el nombre de "intendentes de provincia y de ejército", con
amplias facultades en materia militar, financiera, de gobierno y de justicia. Duplica-
ción de la clásica figura de los corregidores, su implantación suscitó resistencias:
suprimidos en 1724, fueron restablecidos por Fernando VI en 1744, desplazando a
los corregidores; éstos, sin embargo, fueron restaurados en 1766, dividiéndose las
competencias entre unos y otros. El intendente constituye un claro precedente de los
Subdelegados de Fomento de 1833 y, por tanto, de los actuales gobernadores civiles
(y también de los Delegados de Hacienda).

En el nivel local, las reformas borbónicas se produjeron en el reinado de Carlos III,


en el sentido de una cierta democratización de los municipios. Junto a los órganos
judiciales y regidores se crean los diputados del común, elegidos por los vecinos y, en
determinados municipios, un procurador síndico personero, asimismo electo por los
vecinos. La duración de unos y otros cargos tenía carácter anual.

No podrían dejar de mencionarse, por último, las reformas borbónicas en el plano


de gobierno territorial. La guerra de Sucesión fue aprovechada por Felipe V para
uniformar la administración de los antiguos reinos, suprimiendo sus instituciones pe-
culiares e implantando el patrón castellano (básicamente, Audiencia, capitanes ge-
nerales y corregidores): así se hizo con los célebres Decretos de Nueva Planta (de
1707 para Valencia, 1707 y 1711 para Aragón y 1716 para Cataluña), de los que toma
su punto de partida la cuestión regional en España.

108
Actividad Nº 11

1.- Explique el fenómeno de la triple administración de la etapa que se analiza.

2.- Elabore un cuadro comparativo entre las estructuras administrativas de los


Austrias y Borbones.

109
3.- La burocracia

Una descripción de la organización del Estado absoluto no puede omitir la referen-


cia, por breve y esquemática que sea, a la burocracia, sin duda la más importante
novedad de esta época histórica: por primera vez desde la caída del Imperio Roma-
no, el Estado apoya su acción sobre la sociedad en una red articulada de agentes
profesionales. Es esta red jerárquica de agentes la que, en lo sucesivo, va a canalizar
e instrumentar la dominación del Estado sobre sus súbditos, desplazando a un lugar
subsidiario el ejercicio de la violencia física.

La burocracia del Estado absoluto no ofrece, sin embargo, el aspecto global, ho-
mogéneo y racionalizado que hoy la caracteriza. Antes bien, participa de las contra-
dicciones internas que, como antes vimos, señalan al Estado en esta época. En ella
cabe distinguir, al menos, una burocracia estamental, frecuentemente de signo nobi-
liario, y una burocracia de creación real, surgida al calor de las exigencias militares y
de la política económica intervencionista que dichas exigencias imponen. Pero sería
inexacto reducir la dinámica de esta época a una pugna entre estos dos tipos de
burocracia, por cuanto en la mayor parte de los países europeos entra en juego un
fenómeno adicional, cual es el de la patrimonialización de los oficios. El monarca, en
efecto, actúa sobre la burocracia de dos maneras: una, incrementando artificialmente
los cargos públicos estamentales, cargos que se venden a quien se encuentre en
disposición de adquirirlos (a): otra, creando nuevas estructuras de carácter comisarial
para atender al desarrollo de su política (b).

a.- La venta de oficios públicos, en primer lugar, es un fenómeno que debe ser
entendido en su justa medida y de acuerdo con la mentalidad de la época.
Aunque objetivamente se tratase de una forma de corrupción de la función pú-
blica y una técnica de debilitamiento del poder estamental, es improbable que
su utilización se efectuar con estos fines conscientes: antes bien, la venta de
oficios es, en la época, una forma de financiación casi normal del Tesoro públi-
co, empleada sistemáticamente, como ha probado R. MOUSNIER, cuando las
necesidades fiscales son más apremiantes. Una técnica, por lo demás, que en
cierta manera fortalece el poder estamental en pugna con el monarca: los
adquirentes de oficios son, por lo general, burgueses que pretenden ennoble-
cerse e integrar a su familia, por vía matrimonial, en el estamento aristocrático,
cuyos intereses y mentalidad asumen.

Es importante tratar de analizar este fenómeno desde la perspectiva de la época y no


con ojos contemporáneos. Para los europeos de la Edad Moderna, la creación de oficios
públicos es calificada técnicamente como una regalía (entre nosotros, FERNANDEZ DE
OTERO, Tractatus de officialibus reipublicae, Colonia, 1732, II, pág. 85, dirá que "inter
regalia constituitur vel iudicum creatio": y MASTRILLO, Tractatus de magistratibus, Palermo,
1616, que "magistratus creatio est de regalibus"). Ello significa no sólo que la potestad de
crear oficios pertenece exclusivamente al rey, en cuanto fuente de toda jurisdicción, sino
de que es también una regalía en sentido económico, un acto mediante el cual el rey se
desprende de una parte de un propio patrimonio, confiriendo a un particular un oficio al
que, ante todo, se concibe como una fuente de rentas. En la época, la venta de oficios
como medio de financiación no merecía un juicio más negativo que el que nosotros
podamos tener sobre la acuñación de moneda como medio de cubrir el déficit público.

110
b.- De manera simultánea el proceso de venta de oficios, sin embargo, el monarca
procede a crear una nueva burocracia, que la doctrina ha calificado como
comisarial. El comisario -titular de una comisión- se opone al oficial -titular de
un oficio- en cuanto que aquél es un agente de carácter extraordinario, libre-
mente revocable por el rey y cuya función se agota en la realización de un
mandato concreto (la comisión, expresada en instrucciones concretas, que suele
consistir en una labor de inspección o control de la actividad de los oficiales
permanentes) pero que más tarde deviene estables, suplantado en sus funcio-
nes a los antiguos oficios estamentales. Como OTTO HINTZE ha demostrado,
la técnica comisarial es muy antigua (su origen se remonta a la reforma
gregoriana de la Iglesia), pero adquiere un desarrollo singular en este período,
en cuanto que constituye la palanca fundamental en la consolidación del abso-
lutismo regio.

C.- El Estado absoluto y el Derecho

Las relaciones que se dieron en esta época entre el poder público y el Derecho no
son aún bien conocidas, en el nivel actual de la investigación histórica. La doctrina se
mueve todavía en base a hipótesis más o menos demostradas y muchas de ellas se
encuentran sometidas a constante polémica. Por ello, nos referiremos solamente a
los rasgos generales de estas relaciones que hoy pueden tenerse como indubitados
y que afectan a tres aspectos: la posición del monarca (a), los títulos o conceptos que
el poder público emplea para justificar su actuación sobre los ciudadanos (2) y las
garantías institucionales de éstos (3).

1.- La posición jurídica del rey

Ya hemos recordado anteriormente cómo el poder monárquico deviene absoluto


en este período desde una perspectiva jurídica, y cómo esta evolución viene prepara-
da por toda la tradición bajomedieval dirigida a reforzar la figura del príncipe, tanto
frente al emperador cuanto frente a los poderes señoriales. En el plano jurídico, el
poder absoluto es consecuencia de la soberanía y se manifiesta en su no vinculación
por las leyes: el rey es superior a la ley, no está obligado por ella; él mismo es autor de
la ley, y nadie puede quedar vinculado por sus propios mandatos. Este principio no es
originario de la etapa absolutista: entre nosotros, como ha señalado MARVALL, apa-
rece solemnemente proclamado por el rey Juan II en 1453, en su pugna contra Alvaro
de Luna. Sin embargo, es en este período cuando recibe un respaldo doctrinal unáni-
me.

El respaldo doctrinal no es, sin embargo, incondicionado. Los autores de la época


dedican abundantes páginas a señalar los límites jurídicos del poder real. Límites
éstos muy diversos: para empezar, la desvinculación monárquica de la ley se refiere
a la ley humana, no al Derecho natural, al divino, ni al derecho de gentes, que, claro
está, sí obligan al rey. El monarca está limitado, en segundo lugar, por la propia con-
cepción de la realeza como un oficio: "el poder del príncipe no es un puro arbitro, sino

111
el ejercicio de una función definida y que sólo a ella puede referirse, de manera que
por necesidad de su propia naturaleza queda reducido a lo que tal función reclama"
(MARVALLE). Está también limitado por el principio de inalienabilidad de los bienes y
derechos del Reino, así como por las llamadas "leyes fundamentales" (concepto ope-
rante sobre todo en Francia). Y también encuentra un límite, finalmente en los dere-
chos privados de los súbditos, principalmente los que nacen de la propiedad y de los
contratos, que reciben genéricamente el nombre de derechos adquiridos (jura quaesita,
wohlerworbene Rechte).

2.- Los títulos de intervención

La existencia en esta época de una idea o título general que, como la soberanía,
justificase cualquier tipo de actuación del poder real no impide la pervivencia de otros
títulos singulares. La idea de un título genérico y abstracto era demasiado nuevo y
revolucionaria como para poder ser opuesta con éxito a los derechos singulares y
exhibían, como obstáculos a la acción del monarca, los poderes estamentales y los
súbditos individuales.

Algunos de estos títulos singulares empleados por el poder real son de vieja factu-
ra: así, las antiguas regalías, que en esta época perviven intactas y perduran hasta la
misma Revolución Francesa. También, la idea de la pax pública, de singular importan-
cia en una etapa histórica tan atormentada por guerras y discordias civiles. Importan-
cia especial tiene la técnica, ya citada, de los llamados rescriptos contra jus naturale
ac gentium; siendo los derechos privados o jura quaesita un límite al ejercicio del
poder (en cuanto que la propiedad y los contratos eran instituciones de Derecho na-
tural y de gentes), su quebrantamiento o privación mediante órdenes y disposiciones
reales constituía un rescripto contra jus; el cual, sin embargo, era válido si hubiera
sido dictado cum causa rationali. La concurrencia de dicha causa racional o de utili-
dad pública permitía al monarca quebrantar tal derecho singular, lo cual, no obstante,
engendraba una obligación de indemnizar. En la época que examinamos, este técni-
ca capital de intervención (de la que surge, entre otros institutos, la expropiación
forzosa) se concibe como la consecuencia de un poder general, que HUGO GROTIUS
denominará dominium eminens o dominio eminente y que Samuel PUFENDORF
definirá como la potestad que corresponde al Estado sobre las cosas de los ciudada-
nos por causa de utilidad pública.

Una última idea, de gran importancia en la época, es la de la policía. En puridad,


no constituye, como los anteriores, un título legitimador o una técnica de intervención,
sino una descripción genérica de toda la actividad pública o de algunas modalidades
de la misma. Originariamente, en efecto, el término policía (politia) designa toda la
actividad desplegada por el poder público en el gobierno de la comunidad política: así
como en la Edad Media la función básica del monarca era la justicia, ahora lo será, en
terminología de la época, "el gobierno y la policía de los Reynos". El concepto de
policía, sin embargo, experimenta un proceso de reducción por obra de la doctrina
alemana, hasta centrarlo en el significado usual que hoy día posee: en un primer
momento se separan del mismo los asuntos de justicia (Justizsachen, encomenda-
dos a los Tribunales; los asuntos de policía o Polizeischen son competencias estricta

112
del monarca y sus agentes, sin que contra las decisiones recaídas en ellos cupiera
recurso ante los Tribunales: de hay la célebre fórmula im Polizeisachen gilt keine
Apellation). Más tarde, se excluyen del concepto de policía los asuntos relativos a las
Administraciones exterior, militar y financiera; y ya a fines del siglo XVIII, queda redu-
cida a las actividades estatales que persiguen la prevención de los peligros mediante
el uso de la coacción (cura advertendi mala futura), excluyéndose del mismo las diri-
gidas a la promoción del bienestar y felicidad de los súbditos (cura promoviendi salutis)
que entre nosotros recibirán el nombre de administración de fomento.

3.- Las instituciones de garantía

Desde un punto de vista formal, las instituciones a través de las cuales se


instrumentan las garantías de los ciudadanos frente al poder público no sufren gran-
des transformaciones al comienzo de esta época. Estructuralmente, no existe dife-
renciación entre órganos judiciales y administrativos, como hoy estamos habituados
a ver; todo órgano o agente ostenta por igual potestades administrativas y judiciales,
si bien actúa de modo diferente según la naturaleza de los asuntos: cuando la deci-
sión afecta a derechos subjetivos (llamados asuntos contenciosos o "que tocan a
perjuicio de partes"), el órgano o agente debe actuar de forma solemne y contradicto-
ria, adoptando formas y trámites judiciales; cuando no existe tal afección de derechos
subjetivos (asuntos llamados gubernativos), la autoridad actúa y decide de modo
sumario, sin solemnidad de formas judiciales. Un sistema ciertamente difícil de com-
prender para la mentalidad actual, pese a que ha perdurado de manera intacta en el
funcionamiento interno de nuestra Administración militar.

Desde comienzos del siglo XVIII, este panorama comienza a sufrir una transforma-
ción radical, a través de las nuevas autoridades y agentes creados por el Monarca
(principalmente, los de carácter monocrático y comisarial). Estas autoridades reci-
ben, como era habitual, todas las competencias -administrativas y judiciales- referen-
tes a las materias que se les confían, pero con dos novedades capitales: primera, la
de que sus decisiones quedan exentas de la fiscalización (por vía de recurso o apela-
ción) ejercida por las "Justicias ordinarias" (esto es, los antiguos órganos estamentales:
entre nosotros, principalmente, las Audiencias y Chancillerías): estas autoridades son
calificadas como "jueces privativos", pudiendo apelarse de sus decisiones solo ante
el Rey o, en su caso, ente el Consejo central competente por razón de la materia. Y
segunda, la de que sus disposiciones creadoras ordenan con frecuencia a estas nue-
vas autoridades que actúen siempre en forma gubernativa: estos es, sin forma solem-
ne de juicio, de modo ágil y expeditivo, aunque los asuntos que hubiera que decidir
fueran de naturaleza contenciosa (esto es, afectantes a derechos subjetivos). Son
precisamente estos "jueces privativos" los que prefiguran el régimen de las potesta-
des administrativas y de su control que se instaurarán a partir de la Revolución Fran-
cesa, como más adelante veremos.

113
D.- La doctrina del Derecho público

Los siglos XVII y XVIII son, sin lugar a dudas, los de la aparición decidida del
Derecho público en el campo de la doctrina jurídica. Este florecimiento no tiene lugar,
sin embargo, de la misma forma en toda Europa: en puridad, sólo se da en los países
germánicos; Alemania es, sin lugar a dudas, la patria del Derecho público moderno
hasta la Revolución francesa. Y ello tiene una explicación distinta de la que pueden
darnos los tópicos acerca de la capacidad germana para el razonamiento abstracto:
el Derecho público es un producto intelectual sumamente delicado e inestable, que
sólo puede fructificar en los regímenes políticos donde se da una limitación jurídica
efectiva del poder. Y esto es justamente lo que ocurre en la Alemania del Sacro Impe-
rio Romano-Germánico: hasta el siglo XVII existe una tensión constante entre el po-
der del emperador y el de los príncipes territoriales, con una división efectiva de com-
petencias entre uno y otros; una situación que consagran los Tratados de Westfalia de
1648, que convierten al Imperio en poco más que una confederación de Estados; una
situación, por tanto, enormemente compleja en términos jurídicos que no es de extra-
ñar que estimulase la aparición de textos de Derecho público.

Allí donde no se dan estas condiciones, dado el carácter absoluto de sus regíme-
nes monárquicos, el Derecho público no se desarrolla apenas: así ocurre en Francia
y España, donde florecen, en cambio, el derecho privado y la teoría política y también
en el seno de los propios principados territoriales de Alemania, cada uno de los cua-
les reunía individualmente los caracteres del Estado absoluto (la práctica totalidad de
las obras que conocemos se aplican a Derecho público del Imperio, no de los Esta-
dos que lo componen).

Con todo, la doctrina jurídico-pública de esta época reviste unos caracteres singu-
lares: en primer lugar, es muy poco conocida, debido a la ausencia de reediciones
modernas de la mayor parte de las obras, así como al hecho de estar escritos, en su
inmensa mayoría, en lengua latina. A su olvido (que ha sido prácticamente total, salvo
en Alemania), ha constituido también el escaso rigor de su metodología: el Derecho
público es una ciencia aún en formación, en la que sus tratamientos dogmáticos mez-
clan con frecuencia perspectivas muy diversas de análisis; junto al razonamiento es-
trictamente jurídico se encuentran la teoría política, el derecho privado, el derecho
natural y de gentes, los consejos morales a los príncipes, la economía, la estadística,
las finanzas y la pura acumulación documental de textos legales. PO lo mismo, no es
tampoco insólito que en obras dedicadas a cada una de estas ciencias o perspectivas
metódicas se encuentren excelentes análisis jurídico-políticos.

114
Actividad Nº 12

1.- ¿Qué justificación histórica tiene la venta de oficios públicos durante el surgi-
miento de la burocracia?

2.- Explique el proceso de venta de oficios en esta época.

3.- Especifique los límites jurídicos del poder real.

4.- Desde la óptica de esta época defina los siguientes términos.

- regalías:
- pax pública:
- policía:

115
El estado liberal y la génesis del Derecho Administrativo

A.- Burguesía, capitalismo y Estado

Al alborear el último tercio del siglo XVIII, la sociedad europea ofrecía el panorama
de una efervescencia sin precedentes: una efervescencia cuyos síntomas resultaban
apreciables por igual en los terrenos económicos, ideológico y político, y que hacía
inevitable pensar en la inminencia de un cambio radical.

La economía aparece marcada en estas fechas por tres grandes rasgos. En primer
lugar, un crecimiento demográfico espectacular; la población del continente europeo pasa
de 118 millones de habitantes hacia 1700 y 187 millones a final de siglo; un crecimiento
de la población activa, pues, que la economía de la época, aún preponderantemente
agrícola, es incapaz de absorber. En segundo lugar, el cambio de la coyuntura económi-
ca; tras un período de prosperidad iniciado hacia 1730 -alza de precios-, desde 1770 la
economía se vio sacudida por bruscas alteraciones, debidas, al parecer, a irregularida-
des climáticas; los años de cosecha escasa (p.ej., 1770, 1774, 1785-84, 1788-89), segui-
dos de épocas de superproducción, ocasionaron oscilaciones violentas en el nivel gene-
ral de precios, que arruinaban alternativamente a productores y asalariados. Y, en tercer
lugar, el siglo contempla la aparición del fenómeno crucial de la producción en masa, que
hoy conocemos con el nombre de revolución industrial, y que se inicia en Inglaterra con
las innovaciones tecnológicas en el sector textil (Kay, lanzadera volante, 1738; Hargreaves,
spinning jenny, 1765; Crompton, mule jenny, 1779); Cartwright, telar mecánico, 1785), en
el energético (Watt, máquina de vapor, 1767-1775) y en el metalúrgico (Huntsmann,
acero fundido, 1749).

El paro creado por el crecimiento demográfico; las crisis agrarias y la revolución indus-
trial; y la pugna de interés entre el estamento campesino y la pujante burguesía, de un
lado, y las clases privilegiadas, de otro, elevaron el nivel general de descontento, que
pronto afloró al plano de las ideas bajo la modalidad de una sensación generalizada de
necesidad de reformas. Los descubrimientos científicos, de un lado, y el racionalismo
filosófico, de otro (en 1751 se publica el primer volumen de la Enciclopedia, y treinta años
más tarde, en 1781, aparece la Crítica de la razón pura de Kant) son el caldo de cultivo
en el que fermentan las nuevas ideas económicas (Quesnay, Tableau economique, 1758;
Turgot, Essais sur la formation et distribution des richesses, 1765; Adam Smith, The
Walth of Nations, 1776) y, sobre todo, las especulaciones políticas; en 1748, Montesquieu
publica el Espíritu de las leyes, y en 1762 aparece el Contrato Social de J.J.Rousseau,
por no citar sino las dos obras claves del período.

La situación, sin embargo, era particularmente inestable en el terreno político, en


el que destacan dos notas:

- Primera, la aparición de un creciente proletariado industrial y urbano;


- y segunda, el conflicto generalizado de intereses que enfrenta al estamento nobi-
liario con los restantes poderes sociales.

El siglo XVIII es, paradójicamente, un período de ascenso del poder político de la


nobleza: espoleada por el alza de precios, acapara progresivamente tierras y presio-
na para incrementar el importe de las rentas agrarias, así como para revitalizar los

116
viejos privilegios feudales; lo que no hará sino fomentar el descontento campesino.
Frente a la burguesía, se esfuerza para restringir el acceso a los títulos nobiliarios y
por controlar todo el aparato administrativo y militar, en cuanto fuente de ingresos
personales (en 1773 y 1774, las reformas del conde de Saint Germain en el ejército y
de Sartine en la marina reservarán a la nobleza la totalidad de los grados militares);
de esta forma, la burguesía, detentadora del poder comercial, industrial y financiero,
veía drásticamente frenada su apetencia de completar aquél con una participación
efectiva en el poder político.

El conflicto más agudo fue, sin embargo, el que enfrentó a la nobleza francesa con
la monarquía borbónica: un conflicto de singular importancia para nosotros, en la
medida en que en el él se hallan las claves históricas que provocaron la gran Revolu-
ción de 1789 y aún algunos de los principales factores de conformación del Derecho
Administrativo.

El conflicto se produce, en sucesivas ocasiones, por la oposición de los Parlements,


órganos judiciales donde residía el principal centro de poder de la nobleza, a los proyec-
tos de reforma emprendidos por los ministros de Luis XV y Luis XVI. Oposición que los
Parlements instrumentaban mediante dos tradicionales privilegios, denominados dere-
cho de registro y de devolución (droit d’enregistrement y de remontrance). El primero
consistía en la potestad de los Parlamentos de inscribir en sus registros las leyes y
ordenanzas reales, como trámite previo a su aplicación; el segundo, en la potestad de
rechazarlos y devolverlos, cuando el propio Parlamento entendiera que contravenían las
leyes fundamentales del Reino. Un poder de resistencia, pues, que sólo el monarca po-
día quebrantar, compareciendo en persona ante el Parlamento e imponiéndole su volun-
tad soberana (lit de justice).

El primer enfrentamiento tiene lugar en vida de Luis XV, cuyo ministro Maupeou llevó
a cabo en 1771 una profunda reforma judicial que entrañaba la supresión de los Parla-
mentos; la oposición nobiliaria a la medida hizo que, subido al trono Luis XVI, la reforma
fuese de inmediato derogada, en 1771.

El conflicto se reanudó de inmediato, sin embargo. El déficit crónico de la Hacienda


real, agravada por los gastos de la guerra de independencia de los Estados Unidos,
hacía perentoria una reforma tendiente a abolir la exención fiscal de nobleza y clero.
Nombrado Turgot Inspector General de Finanzas, este presentó al monarca un programa
basado en la implantación de la llamada subvención territorial (impuesto directo que
recaía sobre la propiedad rústica y que constituía una pieza fundamental de la doctrina
fisiocrática). La oposición nobiliaria al proyecto determinó la destitución de Turgot (1776)
y la llamada de Necker, que hizo frente al déficit mediante empréstitos que no hicieron
sino empeorar la situación; con todo, la publicación en 1781 del Compte rendu au Roi
(especie de Presupuesto de gastos en los que se da cuenta de la elevada cuantía de las
pensiones concedidas por el Rey a los cortesanos) y el escándalo que ocasionó, produ-
jeron la destitución de Necker. La política de empréstitos continuó, pero en 1786 el nuevo
Inspector General, Calonne, se vio en la alternativa de declarar la bancarrota del Estado
o retomar el proyecto de Turgot. Este fue nuevamente presentado a la llamada Asamblea
de Notables, creada a tal fin como un órgano presuntamente "domesticable", pero que
volvió a rechazar el proyecto, exigiendo el cese de Calonne. Así lo hizo Luis XVI, nom-
brando para sustituirle al jefe de la oposición nobiliaria, el arzobispo Loménie de Brienne:
este se percató de inmediato que el establecimiento de la subvención territorial era inevi-
table, y así lo propuso a la Asamblea de Notables que, sin embargo, mantuvo su actitud
intransigente declarando, sorprendentemente, que "sólo los auténticos representantes
de la Nación" -esto es, los Estados Generales- podían aprobar el nuevo impuesto. Pre-

117
sentado el proyecto más tarde al Parlamento de París, este lo rechazó, exigiendo de
manera explícita la convocatoria de los Estados Generales.

El monarca y Brienne decidieron recurrir a medidas de fuerza: el Parlamento de París


fue desterrado a Troyes, pero la revuelta de los restantes Parlamentos les obligaron a
ceder. El proyecto de la subvención territorial fue retirado y, en su lugar, Brienne presentó
al Parlamento de París diversos proyectos de empréstitos. Pero el Parlamento, envalen-
tonado, los rechazó también, exigiendo la convocatoria de Estados Generales para 1789.
En un arranque de autoridad, el monarca exigió el registro de los proyectos, ordenó el
arresto de varios magistrados y aprobó una reforma judicial, elaborada por Lamoignon,
que privaba a los Parlamentos de sus atribuciones esenciales (mayo de 1788).

La resistencia nobiliaria adquirió entonces tintes violentos. Los Parlamentos se nega-


ron a acatar las medidas, y en el Delfinado se celebró una asamblea en el castillo de
Vizille que decidió convocar, sin autorización real, los Estados Generales de la provincia.
Ante la revuelta generalizada, el monarca tuvo que capitular nuevamente y convocó los
Estados Generales para el 1º de Mayo de 1789. El resto de la historia ya es sobradamen-
te conocido.

La conjunción de los factores económicos e ideológicos con la conflictiva situación


política dieron lugar a una cadena de movimientos revolucionarios que transformaron
por completo la faz de Occidente; movimientos cuya duración abarca prácticamente
un siglo (1) y que determinan la aparición de un nuevo tipo de Estado, el Estado
liberal (2).

1. - El siglo de las revoluciones (1770-1870)

La destrucción del sistema social y político del Antiguo Régimen no se llevó a cabo
sin esfuerzo. Es inexacto, sin embargo, reducir este fenómeno de cambio a la Revolu-
ción Francesa de 1789; un acontecimiento éste capital, ciertamente, pero que no
constituye un hecho aislado; ni tampoco definitivo. La instauración del Estado liberal
es fruto de un amplio abanico de movimientos revolucionarios que afectaron a la
práctica totalidad de los países occidentales (y no siempre inducidos por el ejemplo
galo) y que, por otra parte, no se consuman en los últimos años del siglo XVIII: antes
bien, dichos movimientos integran un proceso largo y complejo, en el que cabe distin-
guir hasta tres sucesivas oleadas revolucionarias de distinta significación; a ellas hay
que sumar, además, un poderoso movimiento de reacción intercalado entre la prime-
ra y la segunda oleada. Las examinaremos sucesivamente.

a.- La primera oleada revolucionaria, la más prolongada en el tiempo y la de mayor


intensidad, abarca un período de casi medio siglo, que se inicia simbólicamente
con la guerra de la independencia de los Estados Unidos ("matanza" de Boston,
marzo de 1770) y se cierra con la caída y destierro de Napoleón Bonaparte, en
1815: es lo que se ha dado en llamar la "revolución atlántica".

De entre todos estos movimientos destaca con luz propia la Revolución Francesa,
iniciada en 1789 y finalizada con el golpe de Estado bonapartista de 18 brumario (9
de noviembre de 1799), en la que se formalizan la práctica totalidad de los grandes
principios sobre lo que se estructurará el Estado liberal (soberanía nacional, división

118
de poderes, igualdad jurídica, libertad económica, principio de legalidad, derechos
fundamentales de los ciudadanos).

b.- La derrota de Napoleón en 1814-15 trae consigo un movimiento de retorno a


las instituciones monárquicas tradicionales en toda Europa, que impone con la
mayor solemnidad el acta final del Congreso de Viena (9 de junio de 1815). Es
la época de la Restauración, que encarnan teóricos políticos como E.BURKE,
J.DE MAISTRE, J.DE BONALD y L.VON HALLER, filósofos como HEGEL y
políticos como METTERNICH; una restauración monárquica que no pretende
un retorno puro y simple al sistema absolutista, sino que admite la existencia de
asambleas representativas (bien que limitadas por la superioridad del poder
real, que es quien "concede" o pacta con la burguesía los instrumentos consti-
tucionales de la época).

El período de la Restauración no posee fronteras temporales definidas: en puridad,


sus límites son apreciables en Francia, donde se extiende desde la Carta otorgada por
Luis XVIII en 1814 a la revolución de julio de 1930. Muchos países continuaron -o
reimplantaron- un sistema absolutista prácticamente puro, como Austria, Prusia, Dina-
marca, Portugal y España (de 1814 a 1820 y de 1823 a 1833). En Alemania, el sistema
fue establecido en los principados del sur (Baviera, Baden, Württemberg, Hesse, Nassau,
etc.) y en alguno del norte (Hannover, Mecklenburg, Oldenburg), pero, con diversas vici-
situdes, se mantuvo prácticamente intacto hasta el fin de la primera guerra mundial.

c.- De 1820 a 1830 tiene lugar en Europa una segunda oleada de movimientos
revolucionarios de signo liberal, que terminan en algunos países con los regí-
menes monárquicos "restaurados" e implantan, de modo definitivo, la estructu-
ra del Estado constitucional y el dominio de la burguesía. Nuevamente, sin
embargo, la influencia de la etapa política precedente se hace notar, al dar a luz
una ideología política liberal fuertemente mitigada, el doctrinarismo o liberalis-
mo doctrinario.

Los movimientos se inician en la década de los veinte con una serie de pronuncia-
mientos del más clásico tipo liberal, por lo general de duración efímera: resuelta
carbonaria en Nápoles (1820) y Piamonte (1821); complots militares de la charbonnerie
francesa (1821-22); insurrección decembrista en Rusia (1825). Sólo el pronuncia-
miento de Riego en España dará lugar a un breve período de gobierno constitucional
(trienio liberal, 1820-23). El movimiento se consolida, sin embargo, a partir de 1830,
con la revolución de julio, en Francia (caída de Carlos X e institución de la dinastía
liberal orleanista de Luis Felipe) y de agosto, en Bélgica, que produjo la creación de
este país. En Alemania, en cambio, las tímidas manifestaciones liberales y naciona-
listas del Vormärz (reunión de Hambach) fueron aplastadas por la reacción de
Metternich, que alcanzó a la revocación de la Constitución otorgada de Hannover y a
la destitución de los famosos siete profesores de la Universidad de Göttingen (uno de
los cuales, E.ALBRECHT, volverá a aparecer en estas páginas).

d.- La tercera y última oleada está representada por los movimientos revoluciona-
rios de 1848, que se inician con las jornadas de 22 a 24 de febrero en París
(caída de la monarquía de julio, establecimiento de la República y del sufragio

119
universal), extendiéndose con gran rapidez a Italia (Turín, Roma, Nápoles y
Florencia), Austria y Alemania (Baviera, Sajonia, e incluso en Berlín) todo ello
en marzo del mismo año.

Los movimientos revolucionarios del 48 no son solamente de signo liberal o


ultraliberal. Hay en ellos dos componentes nuevos: el nacionalismo (así, en las re-
vueltas de Milán y Venecia contra los austríacos) y, sobre todo, las ideas socialistas;
no puede olvidarse que los años que siguieron a la caída de Bonaparte ven la apari-
ción de las obras de los llamados socialistas utópicos (Saint-Simon, 1814-1820); Ch.
Fourier, 1820; F. Buonarotti, 1828; L.Blanc, 1840; E. Cabet, 1841; y P. Proudhon, 1840-
46, en Francia; R., Owen, en Inglaterra; L.Gall, ·W. Weitling y L. Feuerbach, en Alema-
nia), y que las obras básicas de Marx y Engels aparecen en la década de los cuaren-
ta, 1848 es, precisamente, el año de aparición del Manifiesto Comunista.

Estos movimientos revolucionarios son fácilmente comprensibles en términos de


conflicto de clases. En el primer período, burguesía y campesinado luchan contra los
estamentos nobiliarios del Antiguo Régimen; éstos reaccionan en 1814, pero desde
1830 la victoria de la burguesía es aplastante en el oeste del Continente. Esta victoria
se revalida en 1848-1850, que inaugura el período de esplendor de la burguesía y del
capitalismo liberal, prolongado hasta 1870. En 1848, sin embargo, hace ya su apari-
ción el movimiento proletario que, espoleado por el sufragio universal, se convertirá
desde 1870 en el nuevo rival de la triunfante burguesía.

2.- El Estado liberal

Los movimientos revolucionarios que sacuden Europa y América desde 1770 a


1815 constituyen, sin duda alguna, un momento estelar e irrepetible en la historia de
Occidente: en menos de cincuenta años, el sistema político experimenta una trans-
formación asombrosa, aniquilando el Antiguo Régimen y alumbrando una nueva for-
ma de Estado.

Esta transformación, sin embargo, no es radical y absoluta. El cambio es, cierta-


mente, total en cuanto se refiere a los presupuestos ideológicos y a los principios
estructurales del Estado (a) que aún en buena parte se hallan hoy vigentes. No hay
ruptura, en cambio, sino continuidad y reforzamiento en el plano real de la acción
estatal (b). En él, el Estado liberal es un auténtico heredero -a beneficio de inventario-
del monarca absoluto, como se manifiesta, sobre todo, en el ámbito de la Administra-
ción pública: el Derecho administrativo será el punto de convergencia de las técnicas
de acción absolutistas y de las exigencias de libertad y garantía que la gran Revolu-
ción aporta; de ahí su permanente tensión interior.

a.- Los grandes principios revolucionarios

La forma de Estado que alumbran las revoluciones liberales se asienta sobre un


entramado de principios estructurales cuyo rasgo fundamental es el de ser, en su
conjunto, rigurosamente opuestos a los que vertebraban el régimen absolutista: no
hay aquí, como en los tránsitos entre etapas anteriores, novedades puntuales y acen-

120
tuación de determinadas tendencias; el esquema estatal es radicalmente nuevo y
opuesto dialécticamente, punto por punto, a cada uno de los extremos homólogos del
Estado del Antiguo Régimen.

1.- La soberanía nacional

La cúspide del sistema se encuentra en el principio de la soberanía nacional, for-


mulado enfáticamente en el artículo 3º de la Declaración de Derechos del Hombre y
del Ciudadano de 1789: "El origen de toda soberanía reside esencialmente en la
Nación. Ningún cuerpo, ningún individuo pueden ejercer autoridad que no emane
expresamente de ella". Se trata, como fácilmente puede suponerse, de una negación
dialéctica del principio básico del Estado absoluto, según el cual el Rey era la fuente
de todo poder y ostentaba la potestad suprema dentro del Estado. Pero es también, al
propio tiempo, un principio de orden destinado a garantizar la libertad: si la soberanía
sólo puede ejercerse en nombre de la Nación, "sus poseedores sólo podrán ejercerla
en la medida en que la Nación se la ha confiado", por lo que "toda la organización
constitucional deberá dirigirse a limitar la potestad de estos poseedores, a fin de
impedir hasta donde sea posible que hagan un uso arbitrario de la misma o la em-
pleen con fines personales; más exactamente, la organización constitucional deberá
estar combinada de tal modo que ningún órgano del Estado pueda poseer por sí sólo
la soberanía".

2.- Los derechos de los ciudadanos

Junto al dogma de la soberanía nacional, los principios definidores del status de


los ciudadanos. A su fijación se dedica la Asamblea Constituyente de los primeros
momentos, plasmándose en la célebre Declaración, ya citada, de 20-26 de agosto de
1789. "Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos", dice su art.
1º; "el fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e
imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguri-
dad y la resistencia a la opresión" (Art. 2º). A partir de este núcleo inicial, la obra
revolucionaria va a llevar a cabo un desarrollo concreto de este catálogo de derechos
de forma minuciosa, en sus tres vertientes fundamentales de la igualdad (supresión
de la servidumbre; abolición de los privilegios nobiliarios), la libertad (tanto en su
aspecto político -de expresión de reunión, de pensamiento, de libre circulación, de
garantía procesal y penal -como económico- libertad de industria y comercio-) y la
propiedad.

No corresponde a este módulo analizar en detalle el contenido y vicisitudes de esta


y de las sucesivas tablas de derechos. Lo que importa señalar es que la Revolución
configura el status de los ciudadanos no ya sólo como un santuario inviolable frente a
la acción de los poderes públicos, sino como el fundamento y la finalidad misma del
orden estatal. Afirmación esta en modo alguno apriorística; antes bien, responde a
una concepción general de la sociedad profundamente arraigada en el pensamiento
de la Ilustración.

121
Como se ha expresado en una síntesis magistral, esta ideología concibe a la sociedad
como "un orden espontáneo dotado de racionalidad, pero no de una racionalidad previa-
mente proyectada, sino de una racionalidad inmanente, ... una racionalidad expresada
en leyes económicas, y de otra índole, más poderosas que cualquier ley jurídica, y una
racionalidad, en fin, no de estructura vertical o jerárquica, sino horizontal y sustentada
capitalmente sobre relaciones competitivas, a las que se subordinaban las otras clases o
tipos de relaciones. Tal estructura inmanente a la sociedad no sólo tiene una solidez
superior a cualquier orden o intervención artificial, sino que genera, además, el mejor de
los órdenes posibles tanto en el aspecto económico, mediante los maravillosos resulta-
dos de la oferta y la demanda, como en el aspecto intelectual, ya que sólo de la concu-
rrencia de opiniones sale la verdad, o como en el social, ya que... se impide la consolida-
ción de situaciones adscriptivas... y se abre paso a la acción de los mejores a los que
asigna el status debido a su capacidad;... bajo estos supuestos, el Estado, organización
artificial, ni debía, ni a la larga podía tratar de modificar el orden social natural, sino que
su función habría de limitarse a asegurar las condiciones ambientales mínimas para su
funcionamiento espontáneo y, todo lo más, a intervenir transitoriamente para eliminar
algún bloqueo a la operacionalización del orden autorregulado de la sociedad": M.GARCIA
PELAYO, Las transformaciones del Estado contemporáneo, Madrid, 1977, pág. 22; vid.
también E.GARCIA DE ENTERRIA, Revolución Francesa..., cit., págs. 17 y ss..

3.- División de poderes y principio de legalidad

Los dogmas de la soberanía nacional y de la preservación de los derechos del


hombre exigían, como correlato lógico, una organización estatal adecuada para su
establecimiento y garantía. A ello responden dos básicos principios de estructuración
del Estado, como son el principio de la división de poderes y el principio de legalidad.

El principio de división de poderes es solemnemente consagrado por los revolu-


cionarios en el artículo 16 de la Declaración de Derechos: "Toda sociedad en la que la
garantía de los derechos no se encuentra asegurada, ni determinada la separación
de poderes, no tiene constitución". Sería el texto constitucional de 1791, sin embargo,
el que precisaría el contenido de este principio, al establecer un poder legislativo
"delegado en una Asamblea Nacional compuesta por representantes temporales, li-
bremente elegidos por el pueblo"; un poder ejecutivo "delegado en el Rey para ser
ejercido, bajo su autoridad, por ministros y otros agentes responsables; y un poder
judicial "delegado en jueces elegidos temporalmente por el pueblo" (arts. 3, 4 y 5 del
Título III).

El sentido de este principio es doble. De una parte, la división de poderes entraña


una regla de racionalización del aparato estatal: cada función pública homogénea se
confiere a órganos distintos, superando la confusión funcional típica del Antiguo Ré-
gimen. Por otra parte, y ante todo, la regla constituye un instrumento de defensa de la
libertad; MONTESQUIEU, inspirador directo de la Revolución en este punto, ya lo
había expresado en 1748: "cuando el poder legislativo está unido al poder ejecutivo
en la misma persona o en el mismo cuerpo, no hay libertad, porque se puede temer
que el monarca o el Senado promulguen leyes tiránicas para hacerlas cumplir
tiránicamente. Tampoco hay libertad si el poder judicial no está separado del legisla-
tivo ni del ejecutivo. Si va unido al poder legislativo, el poder sobre la vida y la libertad
de los ciudadanos sería arbitrario, pues el juez sería al mismo tiempo legislador. Si va
unido al poder legislativo, el juez podría tener la fuerza de un opresor" (De L’Esprit des

122
lois, Libro XI, Cap. VI). La libertad, de este modo es el vector resultante de los frenos
y contrapesos derivados de la separación: en suma, del equilibrio de los poderes
entre sí, como el propio MONTESQUIEU expresó en otro pasaje célebre: "Pero es
una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder siente inclinación de abu-
sar de él, yendo hasta donde encuentra límites... Para que no se pueda abusar del
poder, es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder" (ibidem,
XI, IV).

La división de poderes, sin duda el dogma más célebre y controvertido del


constitucionalismo, tiene un origen muy diverso que ha dado lugar a innumerables polé-
micas. Como puro principio analítico de distinción de funciones públicas, sus raíces son
antiquísimas: se encuentra enunciado en Platón (Leyes, III, IV y IX), en Aristóteles (Polí-
tica, IV. Cap. III, que distingue nítidamente entre "el cuerpo que delibera sobre los intere-
ses comunes", "las magistraturas" y "el cuerpo judicial"), en Cicerón (De República, I,
45), en Santo Tomás (Summa Theologiae, Pars prima secundae, quaestio XCV, art 1) y
en Marsilio de Padua (Defensor pacis, I discurso, cap. X y ss.); halla su primera expresión
formal en el Instrument of Government de Cromwell, de 1653 (que estableció que "la
suprema autoridad legislativa en la Commonwealth de Inglaterra... estará y residirá en
una persona y en el pueblo reunido en Parlamento"; en tanto que "el ejercicio de la más
alta magistratura y la administración del gobierno... pertenecerá al Lord Protector") y se
formula de modo definitivo por John LOCKE (1632-1704) en Two Treatises on Civil
Government, London, 1690. En los capítulos IX y ss. del segundo tratado distingue hasta
cuatro poderes (en el sentido de funciones, no de órganos estables): el poder legislativo,
o potestad de "gobernar mediante leyes fijas y establecidas, promulgadas y conocidas
por el pueblo" (parág. 131); el poder ejecutivo, que responde a "la necesidad de que
exista un poder permanente que cuide de la ejecución de las mismas (las leyes) mientras
estén vigentes" (parág. 44); el poder federativo, que lleva consigo "el derecho de la gue-
rra y de la paz, el de construir ligas y alianzas, y el de llevar adelante todas las negocia-
ciones que sea preciso realizar con las personas y las comunidades políticas ajenas"
(parág. 146); y el poder de prerrogativa, definido como "la facultad de actuar en favor el
bien público siguiendo los dictados de la discreción, sin esperar los mandatos de la ley, y
aún en contra de ellos" (parág. 160).

La conversión de la división de poderes -esto es, de las funciones públicas- en un


instrumento al servicio de la libertad, mediante su adscripción a órganos distintos que se
contrapesan, controlan y equilibran entre sí, es un fenómeno más moderno. Con gran
lucidez, C.SCHMITT (Teoría de la Constitución, trad.esp., Madrid, 2ª ed., 1982, pág. 187)
ha señalado cómo el principio de equilibrio es una constante del pensamiento europeo
desde el siglo XVI, que se manifiesta tanto en el plano internacional (teoría del equilibrio
europeo), en la filosofía moral (Shaftesbury: equilibrio de afectos egoístas y altruistas) y
aún en la física (teoría de la gravitación de Newton como equilibrio de fuerzas de atrac-
ción y repulsión). Su aplicación al plano político parece ser mérito de una polemista
inglés contemporáneo de MONTESQUIEU, H.S.J. BOLINGBROKE con su teoría del
Gobierno libre como producto de un equilibrium of powers entre Rey y Parlamento
(Dissertation on Parties, 1733; The Idea of a Patriot King, 1738).

La formulación de MONTESQUIEU (1689-1755) parece, pues, el resultado de una


síntesis entre las ideas de equilibrio de BOLINGBROKE y la formulación teórica de las
funciones de LOCKE, de quien toma parte de la nomenclatura, MONTESQUIEU distin-
gue, en efecto, la "puissance legislative" (equivalente al legislative power de LOCKE:
mediante ella, "el príncipe o magistrado hace las leyes para cierto tiempo o para siempre,
y enmienda o deroga las existentes"), la "puissance exécutrice des choses qui dépendent
du droit des gens" (equivalente al federative power de LOCKE: mediante ella, "hace la
paz y la guerra, envía o recibe las embajadas, establece la seguridad, previene las inva-

123
siones"), y la "puissance exécutrice des choses qui dépendet du droit civil" o "puissance
de juger" (mediante la cual "castiga los delitos o juzga las diferencias entre los particula-
res"; no tiene paralelo en la clasificación de LOCKE, para quien la función jurisdiccional
carece de entidad propia, comprendiéndolo en cierto modo como parte del poder legisla-
tivo; vid, parág. 131 y 136). No hay en MONTESQUIEU un paralelo del poder de prerro-
gativa de LOCKE.

La pieza que completa el sistema revolucionario de directrices estructurales del


Estado es el principio de legalidad. En él cabe distinguir su basamento teórico de
su expresión práctica.

El fundamento teórico del principio de legalidad es múltiple. De una parte, se en-


cuentra en la tradición doctrinal inglesa de lucha contra la arbitrariedad del monarca
absoluto: "lo que primero se exige es que el hombre no dependa del hombre, sino
solamente de la ley impersonal. ...La ley, en su estabilidad, se opone a lo que la
voluntad particular tiene de cambio, de aleatorio. De una parte, lo arbitrario, lo capri-
choso, los saltos de humor del despotismo; de otra, la ley estable y equitativa". Se
trata, en definitiva, del viejo slogan republicano government of laws, not of men, que
formulara el utópico inglés James HARRINGTON (1611-1677) en su Ocena. El basa-
mento más sólido del principio, de otra parte, lo proporcionó la construcción de
J.J.ROUSSEAU: el hombre, nacido libre, ha transmitido a la comunidad, mediante el
contrato social, parte de su libertad, sólo la voluntad de la comunidad (la voluntad
general, que se expresa en la ley) está legitimada para constreñir esa libertad que el
individuo ha entregado, porque sólo así la libertad continúa siendo posible: al obede-
cer a la voluntad general -y no a ninguna persona-, el individuo no hace más que
obedecerse a sí mismo. Pero ante todo, y finalmente, estas especulaciones no son
sino expresión fiel de las exigencias de la economía capitalista: la creciente comple-
jidad de la vida económica precisaba ineludiblemente de un marco de seguridad jurí-
dica. El desarrollo de la actividad industrial y comercial a gran escala era ya incompa-
tible con el manejo del poder público en base a decisiones subjetivas y cambiantes de
cualquier instancia política; exige, en cambio, que el comportamiento del aparato po-
lítico se encuentre predeterminado, lo cual sólo se consigue si dicho comportamiento
está sujeto a pautas objetivas, contenidas en leyes generales, que tracen un ámbito
exento, libre de inomisiones caprichosas, donde la iniciativa económica pueda desa-
rrollar su potencialidad creadora.

La expresión práctica, en términos jurídicos, del principio de legalidad, se encuen-


tra insuperablemente recogido en los textos constitucionales franceses de la primera
etapa revolucionaria; y ello, en sus dos vertientes de principio de relación entre el
Estado y los ciudadanos y de principio de estructuración interna del aparato del Esta-
do.

La primera vertiente aparece expresada en la Declaración de Derechos de 1789.


En primer término, la libertad -esto es, el ejercicio de los derechos naturales del hom-
bre- sólo puede ser limitada y constreñida por la ley (art. 4º: "la libertad consiste en
poder hacer todo lo que no perjudique a otro: de esta forma, el ejercicio de los dere-
chos naturales de cada hombre no tiene más límites que aquellos que aseguran a los
restantes miembros de la sociedad el disfrute de estos mismos derechos. Estos lími-

124
tes sólo pueden ser determinados por la ley"). En segundo término y como correlativo
lógico, la libertad posee vis expansiva; es la regla, y la limitación la excepción, de
donde se deduce que "todo lo que no está prohibido por la ley, no puede ser impedi-
do, y nadie puede ser constreñido a hacer lo que ella no ordena" (art. 5º).

Más importante aún, si cabe, tiene la segunda vertiente del principio como regla de
estructuración interna del Estado. Siendo la ley la expresión de la voluntad general
(Declaración de Derechos, art. 6º; Constitución montagnarde de 1793, art. 4º) y, por
tanto, la manifestación primaria de la soberanía, sus mandatos son supremos e indis-
cutibles. Ella es la fuente de toda autoridad, superior, por supuesto a la del Rey: "No
hay en Francia autoridad superior a la de la ley. El Rey no reina sino por ella, y sólo en
nombre de la ley puede exigir obediencia", dirá enfáticamente la Constitución de 1791
(Tit. III, Cap. II, Sec. 1a., art. 3º). Consecuencia natural de esta premisa es la califica-
ción del monarca como titular del poder ejecutivo; su función básica, pues, es la de
"hacer ejecutar las leyes", que es justamente uno de los contenidos básicos del jura-
mento que el Rey ha de prestar (Const. de 1791, Tít. III, Cap. II, Sec. 1ª, art. 4º). La Ley
se convierte, por lo tanto, en la única manifestación posible de la voluntad estatal; la
Asamblea Nacional se expresa mediante leyes, y el poder ejecutivo no tiene más
misión que ejecutarlas de modo estricto. La Constitución montagnarde de 1973 lo
dirá de modo rotundo: "le conseil (exécutif) est chargé de la direction et de la surveillance
de l’administration; il ne peut agir qu’en exécution des lois et des décrets du corps
législatif".

125
Actividad Nº 13

1.- Mencione las causas del surgimiento del proletariado industrial y urbano y el
enfrentamiento del estamento nobiliario con los demás poderes sociales.

2.- Realice un gráfico o diagrama sobre las Revoluciones llevadas a cabo durante
1770 a 1870.

3.- Elabore un cuadro sinóptico sobre los principios revolucionarios.

126
b.- La realidad de la actividad estatal: racionalización, intensificación y am-
pliación

Un análisis somero del marco de principios revolucionarios que acaba de esbozar-


se arroja, a simple vista, una notable ausencia: la de la Administración y su aparato
burocrático, que parecen poco menos que radicalmente expulsados del aparato esta-
tal. Este silencio, unido a la concepción tópica del Estado liberal como un Estado
puramente abstencionista, observador riguroso de la máxima laissez faire, laissez
passer, podría quizás inducir a la creencia de que los movimientos revolucionarios
habrían procedido a un desmontaje sistemático de las estructuras administrativas del
Antiguo Régimen; bajo esta perspectiva, la Administración habría quedado minimiza-
da en su organización y constreñido al máximo su contenido funcional, que sólo vol-
vería a experimentar un crecimiento a fines del siglo XIX.

Es ocioso decir que esta creencia es totalmente errónea. Ciertamente, los grandes
principios revolucionarios no contemplan a la Administración como uno de sus prota-
gonistas: ello se debe, simplemente, a que tales principios se mueven en un plano
diverso y superior, el de la titularidad y ejercicio de la soberanía en el nivel constitu-
cional. Tampoco puede desconocerse el hecho de la hostilidad que en el punto álgido
de la crisis revolucionaria se expresa hacia la Administración, en la que se ve una
constante amenaza de resurrección de la odiada burocracia de la monarquía absolu-
ta.

Cabe recordar un célebre texto de SAINT-JUST, contenido en su informe a la Conven-


ción de 10 de octubre de 1793: "Un peuple n’a qu’un ennemi dangereux, c’est son
gouverment (la alusión es a la Administración), Six ministres nomment aux emplois; ils
peuvent étre purs, mais on les sollicite, ils choisissent aveuglément; les premiers aprés
eux son sollicités et choisissent d’eux mémes. Ainsi le gouvernement est une hierárchie
d’erreurs et d’attentats... Vous devez vous garantir de l’independance de l’administration;
le démon d’écrire nous fait la guerre, et l’on ne gouverne point". Que no se trataba de una
reacción airada y extremista lo prueba el que la Convención terminara suprimiendo el
Consejo ejecutivo provisional (esto es, la cabeza de la Administración) por ley de 1º de
abril de 1794, sustituyéndolo por doce Comisiones ejecutivas de la Asamblea, especiali-
zadas por materias.

Sin embargo, ni la Revolución ni el siglo XIX son solidarios de estos hechos, cierta-
mente aislados. Aún antes de Napoleón, los revolucionarios prestaron una atención
singular a las estructuras administrativas, especialmente a las locales (Ley de 26 de
febrero - 4 de marzo de 1790, sobre constitución de los Departamentos; Ley de 14 de
diciembre de 1789, sobre los municipios; Ley de 22 de diciembre de 1789, sobre
constitución de asambleas primarias y administrativas; Ley de organización y reforma
de 4 de diciembre de 1793; las Constituciones de 1791, 1793 y del año III contienen
también minuciosos preceptos relativos a estos extremos); la primacía de la Adminis-
tración es neta a partir de las reformas del año VIII (1799), y sus dimensiones y
capacidad de influencia no dejarán de crecer desde entonces. Es equivocado, pues,
pensar en la Revolución como un proceso de ruptura y destrucción de la Administra-
ción absolutista, sin edificar otra en su lugar. Ciertamente, las estructuras organizativas
del Antiguo Régimen experimentaron un cambio extraordinario en su configuración
formal, pero sin discontinuidad ni debilitamiento: antes al contrario.

127
Discontinuidad, desde luego, no hubo. En Francia, el cansancio creado por la épo-
ca del Terror condujo, a partir de la reacción termidoriana, a una recuperación progre-
siva y acelerada de las técnicas administrativas del Antiguo Régimen, que Bonaparte
llevó al límite. Así lo probó de manera exhaustiva Alexis de TOCQUEVILLE, en un
libro clásico: en una de sus primeras páginas afirma que "por radical que haya sido la
Revolución, innovó, sin embargo, mucho menos de lo que generalmente se supone";
afirmación que más adelante prueba respecto de instituciones administrativas capita-
les como la centralización, la tutela administrativa y el contencioso-administrativo.

Y debilitamiento, tampoco, sino, por contra, un considerable y progresivo


reforzamiento en los instrumentos de actuación y una constante ampliación de sus
tareas: el crecimiento de los servicios públicos esenciales (educación, beneficencia,
sanidad, obras públicas, etc.) es permanente durante todo el siglo XIX, lo que des-
miente la falsa apariencia del laissez faire (sólo limitado al terreno económico; y aún
en él, el Estado liberal actuó enérgicamente por vía de la política arancelaria).

En realidad, lo que la Administración experimenta desde 1789 y durante el pasado


siglo es un doble fenómeno de racionalización de sus estructuras y de redistribución
social de los centros de poder público. La toma del poder por parte de la burguesía no
fue más que el resultado ineludible de la oscilación del centro de gravedad económi-
ca e intelectual que sufre Europa durante los siglos XVII y XVIII, que de la minoría
nobiliaria y eclesiástica se traslada a la clase burguesa. El progreso de la economía
capitalista exigía tanto una racionalización del aparato del Estado cuanto la amplia-
ción de su base social; esto es, su transferencia a la clase detentadora del poder
económico y de la capacidad intelectual; de los treinta intendentes que gobernaban
Francia, según el juicio que el Marqués de Argenson confiara al banquero Law a
comienzos del siglo XVIII, el poder pasa a manos de la burguesía industrial, comer-
cial y financiera, perfectamente servida por la clase universitaria.

Nada hay, pues, de incoherente en la configuración del Estado liberal, plenamente


acorde con los intereses de la burguesía. Los principios de libertad y de legalidad
eran requerimientos elementales para el desenvolvimiento de la actividad económi-
ca; también el principio de división de poderes, que aseguraba a la burguesía,
dominadora del legislativo, una Administración dócil a sus mandatos. Pero, ante todo,
la burguesía precisaba de una estructura administrativa racional y centralizada, que
permitiese eliminar las disparidades locales y conseguir la formación de un mercado
nacional, así como eliminar las perturbadoras trabas feudales; y también, de una
Administración robusta y enérgica, que procediese a la creación de las infraestructuras
y servicios necesarios para potenciar la actividad económica (carreteras, canales,
ferrocarriles, educación) y que permitiese la instauración de un orden público vigoro-
so, tanto para la lucha contra el bandolerismo rural (endémico hasta mediados del
XIX, y que ponía en jaque las comunicaciones terrestres) cuanto para la represión de
los incipientes movimientos obreros, que ya en esta época comienzan a hacer su
aparición.

La cita de A. de TOCQUEVILLE (1805-1859) pertenece a su libro El Antiguo Régimen


y la Revolución, trad. esp., Madrid, 1911, pág. 37 (ed. francesa, 1856); un libro clásico,

128
indispensable para conocer el tránsito de la Revolución al Estado liberal del XIX; la refe-
rencia al Marqués de Argenson se encuentra en el mismo libro, pág. 55, de donde tam-
bién tomamos el juicio sobre el fortalecimiento del poder estatal surgido de la Revolución.
Sus palabras son ya célebres; tras constatar la labor destructiva que la Revolución había
operado sobre las instituciones del Antiguo Régimen, dice: "Pero apártense estas ruinas,
y se percibirá un Poder central inmenso, que ha atraído y absorbido en su unidad todas
las partículas de autoridad que antes estaban dispersas en una infinidad de poderes
secundarios, órdenes, clases, profesiones, familias e individuos, y como difuminadas en
todo el cuerpo social. No se había visto en el mundo poder semejante desde la caída del
Imperio romano. La Revolución ha creado este poder nuevo, o mejor dicho, ha nacido por
sí mismo de las ruinas amontonadas por la Revolución. Es cierto que los Gobiernos por
ella fundados son más frágiles; pero al mismo tiempo son más poderosos que los que
había derrocado" (op.cit., págs. 20 y 21).

B.- La formación del sistema de Administraciones Públicas

Como anteriormente avanzamos, la estructura de los poderes públicos experimen-


ta en la era liberal una radical transformación: el resultado será una configuración del
Estado que, en sus líneas maestras, pervive aún en la actualidad.

La directriz fundamental de dicho cambio tiene su origen en un propósito decidida-


mente racionalizador; frente a la confusión de funciones típicas del Estado absoluto,
el régimen liberal pretende implantar un orden estructural en el que cada función
pública (o bloque homogéneo de funciones públicas) quede confiado a organizacio-
nes separadas. Ello, unido a la intencionalidad política del principio de división de
poderes, lleva a la definitiva independización y separación orgánica del poder legisla-
tivo y, sobre todo, de los jueces y Tribunales (aunque no sin dificultades: en España, la
independización de los órganos judiciales estaba ya prevista en la Constitución de
Cádiz de 1812, pero no pudo llevarse realmente a efecto hasta 1834, año en el que se
estableció el esquema básico que aún perdura: jueces de primera instancia, Audien-
cias y Tribunal Supremo).

El proceso racionalizador no es menor en el ámbito administrativo: más aún, puede


decirse que la Administración pública, como concepto, sólo aparece en este período.
Frente a la confusa trama de Consejos y oficiales regios típica del Estado del XVIII, la
Administración adquiere entidad orgánica propia (dentro de su dependencia del po-
der ejecutivo) estructurándose en dos niveles: la Administración central o del Estado
(1) y las Administraciones locales (2), cuyas vicisitudes estudiaremos someramente.

1.- La hegemonía creciente de la Administración estatal

El siglo XIX es, sin lugar a dudas, el siglo del protagonismo de la Administración del
Estado: el siglo en que cobra identidad orgánica (a) y en el que su volumen crece
espectacularmente, adquiriendo a la par una organización interna racional (b); el si-
glo, en fin, en que sus funciones crecen de forma sustancial (c), en perjuicio de las
administraciones locales. La Administración estatal se convierte, de esta manera, en
el principal centro de poder civil de la totalidad del Estado.

129
a.- El primero de los procesos que la Administración central experimenta desde
comienzos del siglo XIX es la asunción progresiva de una identidad orgáni-
ca propia dentro del poder ejecutivo. Dicha entidad era ya un hecho real en la
España del Antiguo Régimen, en el que las funciones administrativas eran des-
empeñadas de forma separada por el sistema de Consejos, al que antes se
aludió; la dinastía borbónica intenta cambiar paulatinamente este estado de
cosas, haciendo pivotar un creciente número de asuntos a través de la figura de
los Secretarios de Estado y del Despacho, colaboradores directos del monarca
y estrechamente vinculados al mismo por relaciones de confianza. La Adminis-
tración española tiende así, a lo largo del siglo XVIII, a acomodarse al modelo
absolutista francés, en el que el aparato administrativo constituye una mera
prolongación personal del Rey, que lo controla mediante agentes unipersonales
de cuño comisarial (Secretarios de Estado e intendentes).

De forma un tanto paradójica, el régimen constitucional acentúa esta tendencia,


que pone la Administración en manos del monarca: la Constitución de Cádiz confía al
Rey "la potestad de hacer ejecutar las leyes" (art. 170), lo que se lleva a efecto a
través de los Secretarios de Estado y del Despacho, de puro nombramiento regio y
cuyo número se fija en siete (art. 222); los viejos Consejos desaparecen por entero,
restando sólo un Consejo de Estado con facultades puramente consultativas. Las
Secretarías de Estado, por su parte, se configuran como pequeños staffs burocráti-
cos, cuya tarea principal parece consistir en la transmisión de las órdenes reales.

La dinámica política habría de llevar a estas Secretarías, sin embargo, a la toma de


un creciente peso específico propio y, sobre todo, a su constitución como una estruc-
tura administrativa distinta y separada del monarca. Pasos fundamentales a este ob-
jeto son, en primer lugar, la institucionalización de las reuniones del conjunto de los
Secretarios de Estado como un órgano propio, denominado Consejo de Ministros; y,
en segundo lugar, la separación de la figura del Rey y de la función de presidir dicho
Consejo, que pronto se confía a un órgano independiente, el Presidente del Consejo
de Ministros.

La creación del Consejo de Ministros tiene lugar en España mediante un Real Decreto
de 19 de noviembre de 1823 (sobre el precedente inmediato de la Junta Superior de
Estado o reunión semanal de los Secretarios de Despacho, formada por Real Decreto de
2 de noviembre de 1815). Por cierto que la creación del Consejo tiene lugar en pleno
comienzo de la segunda reacción absolutista: no es impensable, por lo tanto, que la
influencia francesa fuese decisiva, ya que es el Rey Luis XVIII quien crea en el país
vecino el Consejo de Ministros por la ordenanza de 9 de julio de 1815.

Por su parte, la aparición de la Presidencia del Consejo de Ministros, como órgano


distinto del Rey, se demora unos años. Originariamente, tal presidencia corresponde al
propio monarca (y en su ausencia, y en su nombre, al Secretario de Estado -de Asuntos
Exteriores, diríamos hoy-). Por vez primera se utiliza esta denominación a la muerte de
Fernando VII, con el nombramiento de Francisco Zea Bermúdez; pero el cargo irá unido
al de la Secretaría de Estado hasta 1840, en que se produce la separación definitiva.

Sobre todos estos temas, vid.J.A.ESCUDERO, Los orígenes del Consejo de Ministros
en España, Madrid, 2 vols. 1979; F.SUAREZ VERDEGUER, La creación del Ministerio

130
del Interior, AHDE 19 (1948-49), págs. 15 y ss., y Notas sobre la Administración en la
época de Fernando VII, en Actas del I Symposium de Historia de la Administración,
Madrid, 1970, págs. 441 y ss.; F.FONTES, El Consejo de Ministros en el reinado de
Fernando VII, RFDUC 71 (1985); J.SANCHEZ ARCILLA, Consejo Privado, Consejo de
Ministros. Notas para el estudio de los orígenes del Consejo de Ministros en España,
RFDUC 71 (1985); J.SANCHEZ BELLA, La reforma de la Administración Central en 1834,
en Actas del III Symposium de Historia de la Administración, Madrid, 1974, págs. 655 y
ss. F.GONZALEZ MARIÑAS, Génesis y evolución de la Presidencia del Consejo de Mi-
nistros en España (1800-1875), Madrid, 1974.

b.- El segundo fenómeno que experimenta la Administración estatal en este perío-


do es el de un incontenible crecimiento orgánico, que fuerza a la adopción
de estructuras internas cada vez más complejas y racionalizadas.

El crecimiento no es excesivo si se atiende al dato formal del número de Secreta-


rías de Estado o Ministerios: de las siete fijadas por la Constitución de Cádiz se pasa
solamente a nueve al final del período que consideramos; la estabilidad del número y
denominaciones del esquema ministerial es una característica del siglo XIX. Sin em-
bargo, este dato es por sí solo engañoso: el crecimiento se produce en el nivel de
volumen de efectivos humanos al servicio de estas Secretarías. Valga un ejemplo:
según los datos que J.CANGA ARGUELLES proporciona en su Diccionario de Ha-
cienda, los empleados al servicio de este ramo eran 10.000 en 1790; 12.900 en 1807;
15.700 en 1821; y 24.078 en 1850.

El aumento exponencial de efectivos burocráticos obligó a la implantación de es-


quemas organizativos cada vez más complejos y sofisticados. Este proceso de
estructuración interna se desenvuelve a lo largo de tres líneas:

- En primer lugar, la adopción del modelo de organización jerárquica, de origen


típicamente militar, asentado sobre una red piramidal de órganos unipersonales.
Frente al sistema de gobierno "por Consejo" o mediante órganos colegiados, pro-
pio del Antiguo Régimen, la Administración decimonómica hace suya la técnica
ejecutiva monocrática, admirablemente sintetizada en la frase de ROEDERER:
"déliberer est le fait de plusieurs; administrer est le fait d’un seul". La técnica cole-
gial queda relegada al ejercicio de funciones consultivas o jurisdiccionales.
- En segundo lugar, la división interna del trabajo de cada Secretaría mediante la
vertebración e inserción del personal adscrito a la misma en unidades complejas
o divisiones de denominación abstracta. Tras una primera fase de crecimiento, el
personal se divide en bloques denominados Secciones, cada una de las cuales
se integra de varios Negociados. En los años treinta, estas Secciones se agrupan
en unidades superiores, denominadas Direcciones (a secas, o Direcciones Ge-
neral o Especiales, no existentes en todos los Ministerios). En 1834, por último,
hace su aparición la figura del Subsecretario como segundo jefe del Ministerio,
con el fin de descargar al Ministro "de los asuntos de leve cuantía, o que se
reducen a meros trámites de instrucción de los expedientes" (R.D. de Martínez de
la Rosa, de 16 de junio de 1834).
- Y, por último, la prolongación de la línea monocrática de mando en el plano terri-
torial. El territorio nacional se divide en circunscripciones uniformes (en Francia,

131
Departamentos, creados por la Ley de 26 de febrero-4 de marzo de 1789; en
España, las provincias, previstas en abstracto por la Constitución de 1812, esta-
blecidas por vez primera en 27 de enero de 1822 e implantadas definitivamente
por el célebre Real Decreto de Javier de Burgos de 30 de noviembre de 1833), a
cuyo frente se sitúa un agente del poder central encargado del control de las
Administraciones locales y de la coordinación de los órganos estatales existentes
en dicha circunscripción (prefectos, en Francia; en España, Gobernadores civi-
les). En el incremento del número e importancia de los órganos estatales actuantes
en las divisiones territoriales se encuentra el origen de la división formal de la
Administración del Estado entre su nivel central y su nivel periférico (Administra-
ción central y periférica).

c.- Este fenómeno de crecimiento orgánico es, claro está, la consecuencia de un


paralelo incremento competencial, cuyos caracteres generales ya se aludie-
ron con anterioridad. Pese a las Tópicas concepciones tradicionales del Estado
liberal como una estructura eminentemente corta y abstencionista, la realidad
fue muy otra: las competencias de la Administración estatal crecen desmesura-
damente a lo largo del siglo XIX. Ello es consecuencia de la acción convergente
de tres grupos sociales. De una parte, la burguesía, a la que, como vimos,
interesaba una enérgica acción estatal. De otra, la clase política superior, for-
mada en los esquemas más puros del despotismo ilustrado: es en la primera
mitad del XIX cuando las ideas de transformación social, progreso y creación
de riqueza, propias de la Ilustración, se llevan a cabo en España. Y, por último,
el estamento burocrático, al que inherente la tendencia a una creciente asun-
ción de funciones, potenciadas al operar sobre una base social predominante-
mente agraria y de mentalidad fuertemente paternalista.

Todo este proceso de crecimiento en organización y competencias no debe contem-


plarse, necesariamente, como un hecho disfuncional o aberrante. Antes bien, responde
a una voluntad definida e históricamente inobjetable, cual es la de construcción de una
auténtica estructura estatal, de la que España carecía, simplemente, a mediados del
siglo XIX. La invasión napoleónica y la guerra de Independencia trituraron el precario
edificio estatal de los Austrias, que los Borbones del XVIII no había podido transformar:
un edificio que la violencia política y bélica de los tres decenios siguientes (retorno abso-
lutista de Fernando VII, de 1814 a 1820; trienio constitucional, hasta 1823; segundo pe-
ríodo absolutista, hasta 1833; epidemia de cólera y guerra carlista, hasta 1839; regencia
de Espartero, hasta 1844) impidieron reconstruir. A mediados del XIX, España carece
aún de un aparato público, aparte del Ejército. El gran mérito de los moderados que
toman el poder en 1844 radica en la puesta en práctica de un proyecto consciente de
construcción de un Estado, de un auténtico poder civil hasta entonces inexistente: sobre
ello, vid, el lúcido análisis de D.LOPEZ GARRIDO. La Guardia civil y los orígenes del
Estado centralista, Madrid. 1982, págs. 34 y 22., 71 y ss..

132
Actividad Nº 14

1.- ¿Por qué razón los movimientos revolucionarios no contemplan a la administra-


ción como uno de sus protagonistas?

2.- Explique la hegemonía creciente de la Administración estatal, a partir de los


siguientes procesos:

- Adquisición de progresiva identidad orgánica.

- Crecimiento orgánico.

- Incremento competencial.

133
2.- Centralización y declive de las Administraciones locales.

El crecimiento en volumen y poder de la Administración estatal tiene lugar, como


resultaba inevitable, a costa del segundo escalón administrativo en que el Estado se
estructura formalmente en el siglo XIX: las Corporaciones o Administradores locales,
que también experimentan en este período histórico cambios trascendentales, tanto
en el aspecto organizativo (a) cuanto en el plano funcional o de sus competencias (b).

a.- Las transformaciones que, en el aspecto organizativo o estructural, sufren las


Administraciones locales en España provienen de la adaptación que en los
primeros cuarenta años del siglo se lleva a cabo del modelo forjado en Francia
desde 1789 a las reformas napoleónicas del año VIII (1799).

Las fases por las que atraviesa la formación de este modelo son muy conocidas. La
primera línea marcada por los revolucionarios franceses es claramente descentralizado-
ra y democrática: tras la "revolución municipal" del verano de 1789 (revueltas parisinas
del 13 y 14 de Julio, "Gran Miedo" en el campo) alimentada por la ideología federativa
inspirada en los Estados Unidos (14 de Julio de 1790: fiesta de la Federación nacional),
la Asamblea Constituyente lleva a cabo, de una parte, la división territorial en Departa-
mentos (ley de 15 de Enero-26 de Febrero de 1790) y la regulación de las entidades
municipales (leyes de 14 y 22 de Diciembre de 1789), constituidas sobre base electiva,
con una estructura netamente colegial y amplísimas funciones: el Departamento, en pri-
mer lugar, está regido por un Consejo electivo, que a su vez elige de su seno un directo-
rio ejecutivo de ocho miembros; sus funciones son absolutamente generales, abarcando
el bloque común de la acción administrativa (art. 2, ley 22-12-89: "les administrations de
departament seront chargées, sous l’autorité et l’inspection du roi, comme chef supreme
de la Nation et de l’administration genérale du royaume, de toutes les parties de cette
administration"). El municipio -commune-, en segundo lugar, se gobierna por un
Consejo general electivo con un alcalde (maire) a su cabeza, de elección directa; sus
funciones son dobles (art. 49 ley 14-12-89; "les corps municipaux ont deux espéces de
fonctions az remplir, les unes propres au pouvoir municipal, les autres propres à
l’administration génèrale de l’Etat et délèguées para elle aux municipalités").

La potencialidad centrífuga de este esquema en un ambiente de inestabilidad revolu-


cionaria pronto se iba a hacer patente. Los municipios elegidos en 1790 manifestaron
una creciente resistencia (a veces, lucha abierta) al control central, y la tendencia se
extiende a los Departamentos, que se resisten a acatar las órdenes de París, procedien-
do incluso a levantar ejércitos particulares ("crise fédéraliste" de mayo-junio de 1793). El
fenómeno es explicable en términos políticos, pero poseía un apoyo jurídico indiscutible
en la noción misma de pouvoir municipal: la elección directa de los órganos locales les
permitía recabar una legitimidad y un papel representativo similares a los de la Asamblea
legislativa de París. Los que estaba en juego, pues, era la titularidad del poder soberano,
que la Asamblea legislativa pretendió monopolizar en los textos constitucionales; los
artículos son sumamente expresivos: "les administrateurs (locales) n’ont aucun caractére
de répresentation. Ils sont des agents élus à temps par le peuple, pour excercer, sous la
surveillance et administrateurs et corps municipaux n’ont caractére de répresentation; ils
ne peuvent en aucun cas, modifier les actes du corps législatif, ni en suspendre l’exécution"
(Const. de 1793, art. 82).

La reacción centralizadora del régimen de la Convención parecía, pues, inevitable: el


Comité de salud pública destituye a los miembros de las asambleas locales revoltosas,
suprime los Consejos de Departamento, suspende el régimen electoral y establece un
aparato de control férreo sobre Departamentos y municipios apoyándose en órganos

134
revolucionarios espontáneos de obediencia jacobina (clubs y sociedades populares, co-
mités de vigilancia) y, sobre todo, en comisarios de la Convención ("représentants du
peuple en mission") desplazados a la periferia y dotados de potestades omnímodas (sus
decisiones se califican de "lois provisoires", ley de 17-7-1793).

La reacción convencional (que ha forjado la unión, indisoluble en la terminología polí-


tica, y no totalmente justa, entre los términos jacobino y centralización) se debió a cau-
sas puramente coyunturales (crisis federalista, amenaza exterior); los regímenes sucesi-
vos, en cambio, las hicieron permanentes, integrantes de una nueva filosofía política.
Tras un débil retorno descentralizador en los momentos siguientes a Termidor, el régi-
men directorial refuerza la línea centralizadora a través de medidas parciales e indirec-
tas: de una parte, los Consejos de Departamento permanecen suprimidos; de otra, el
Directorio se atribuye la facultad de suspender y destituir a los administradores de De-
partamento (y éstos, a los de los Consejos municipales), de nombrar a sus sustitutos
hasta las nuevas elecciones, así como de nombrar Comisarios que fiscalizan estrecha-
mente su labor; por último, las funciones de los entes locales se limitan drásticamente
("les administrations, soit de départament, soit de canton, ne peuvent correspondre entre
elles que sur les affaires qui leur sont atribuées par la li et non sur le interéts généraux de
la République": Const. del año III, art. 199).

Estos antecedentes permiten comprender el sistema implantado por Bonaparte con


la célebre ley orgánica de 28 de pluvioso del año VIII (17 de Febrero de 1800), que no
hace sino culminar y racionalizar la tendencia centralizadora iniciada bajo la Convención.
Aplicando sistemáticamente la fórmula organizativa de ROEDERER, antes citada, la Ley
del año VIII sitúa en cada escalón local un agente unipersonal, de nombramiento guber-
nativo: el Prefecto en el Departamento, el Subprefecto en la circunscripción
(arrondissement), el alcalde en el municipio. Junto a ellos, un órgano electivo: Consejo
General en el Departamento, Consejo de circunscripción en ésta. Consejo municipal. La
línea de agentes monocráticos se halla rígidamente jerarquizada en toda su extensión, y
sus titulares poseen todas las potestades ejecutivas ("le préfet sera chargé, seul, de
l’administration"; art. 3 de la Ley del año VIII); los Consejos, en cambio, tienen carácter
puramente asesor (salvo la importante función de la distribución de los impuestos) y
radicalmente limitado el período de sesiones (no más de quince días al año). Tal es la
suma misma del modelo centralizado, de lo que A. DE TOCQUEVILLE denominó con
fortuna "la Constitución administrative de la France" y cuyo funcionamiento describía con
precisión y entusiasmo, en los debates del año VIII; el futuro Ministro del Interior. CHAPTAL,
en un texto célebre: "le préfet. essentiellement occupé de l’exécution, transmet les ordres
au souspréfet, celuici aux maires des villes, bourgs et villages: de maniére que la chaine
d’exécution descend sans interruption du ministre a l’administré et transmet la loi et les
ordres du gouvernement jusqu’aux derniéres ramification de l’ordre social avec la rapidité
du fluide électrique".

La implantación en España del modelo francés se hace, en lo sustancial, con bas-


tante fidelidad a partir de 1812. Sin entrar en el detalle del sistema, que será analiza-
do en una parte posterior de este libro, sus líneas generales pueden resumirse de la
manera siguiente:

- Instauración de dos únicos niveles territoriales, los municipios y las provincias


(creadas estas últimas en 1822 y 1833, como antes vimos, como meras circuns-
cripciones administrativas del poder central).
- Separación de órganos monocráticos (Alcalde-Jefe Superior, luego llamado su-
cesivamente Jefe Político, Subdelegado de Fomento y, por fin, Gobernador civil)

135
y órganos colegiados (Ayuntamiento-Diputación Provincial), todos los cuales, salvo
el Jefe Superior, son de carácter electivo.
- Sistema jerárquico entre órganos de la misma naturaleza (el Alcalde está some-
tido al Jefe Superior, y el Ayuntamiento a la Diputación Provincial), pero no entre
sí, aunque el predominio de facto de los primeros sobre los segundos es notorio.
- Atribución de amplísimas funciones administrativas a los Ayuntamientos (y, en
segundo grado, a las Diputaciones provinciales); no obstante, el vaciamiento que
estas funciones experimentarán a lo largo del siglo por obra de la Administración
central potencia indirectamente el papel de los órganos monocráticos, cuya jerar-
quización es la base del sistema centralizado español.

b.- Las transformaciones en el aspecto funcional o competencial acaban de que-


dar apuntadas. En su primera configuración legal (Constitución de 1812 e Ins-
trucciones de 1813 y 1823), los municipios españoles se convierten en herede-
ros directos de la tradición administrativa del Antiguo Régimen: con un aparato
central dedicado casi exclusivamente a las funciones elementales de la sobera-
nía (relaciones internacionales, guerra, hacienda y justicia), el resto de la activi-
dad e intervención administrativa sobre los súbditos quedaba en manos de los
pueblos; posición esta que se transfiere a los municipios constitucionales.

Desde este punto de partida, la historia de la Administración española durante el


siglo XIX es la de un proceso de succión lenta e implacable de las competencias
municipales por parte de la Administración central, que no utiliza a los Ayuntamientos
como instancias ejecutivas, sino que absorbe sus funciones, confiándolas a una es-
tructura paralela de nuevo cuño (la Administración periférica, fundamentalmente). Un
proceso que tiene su origen y justificación en la endémica debilidad financiera de las
Corporaciones locales, cuyo régimen tributario (frente a las sucesivas reformas del
ordenamiento fiscal del Estado) queda petrificado. Un proceso, en fin, que se inicia en
la década de 1830, pero que prolonga imperturbablemente hasta nuestros mismos
días.

C.- El compromiso entre Revolución y poder público: el régimen


administrativo.

No es difícil concluir, a la vista de la exposición que precede, que los movimientos


liberales de fines del siglo XVIII alojaban en su seno una fundamental contradicción:
una contradicción entre principios e intereses, entre dogmas y realidad en torno a la
configuración del Estado que habría de resultar, en definitiva, del proceso revolucio-
nario. Los grandes principios de la Revolución, de un lado (libertad, garantía de los
ciudadanos, legalidad, división de poderes), estaban dirigidos a conseguir una limita-
ción efectiva del poder estatal: concretamente, del llamado poder ejecutivo. El interés
de la nueva clase dominante y la propia dinámica del proceso político alumbran, sin
embargo, un poder mucho más robusto y temible que el del Estado absoluto que los
revolucionarios de la primera hora pretendían embridar.

136
El resultado dialéctico de esta contradicción habría de venir por la vía de las solu-
ciones intermedias, de los compromisos en el funcionamiento de los diversos centros
de poder del Estado. Uno de estos compromisos -quizás el más importante y durade-
ro- sería el relativo a la Administración. Sus términos afectan a dos de los principios
cruciales de la Revolución: los de legalidad (1) y garantía judicial de los ciudadanos
(2), así como al proceso de juridificación del poder público (3). Su resultado es lo que
conocemos con el nombre de régimen administrativo: más simplemente, como Dere-
cho administrativo.

1.- Principio de legalidad y potestad reglamentaria

El sistema de Revolución parte de aceptar, como no podía ser menos, el principio


de legalidad: la Ley es la máxima expresión de la voluntad del Estado; a sus manda-
tos están sometidos tanto los ciudadanos como los restantes poderes estatales, y
principalmente el poder ejecutivo y su Administración, a quienes corresponde la res-
ponsabilidad primaria de hacerlos realidad. En definitiva, la Administración y el poder
ejecutivo se hallan constitucionalmente sujetos a los mandatos con forma de ley ema-
nados del poder legislativo.

Es obligado reconocer que, formulado en estos términos, el principio de legalidad


operaba una conquista histórica capital al precio de un grave encorsetamiento de la
realidad política; una realidad, que, lógicamente, se resistía a conferir al poder real
primero, y a la Administración, después, un mero papel subordinado, de simple ejecu-
ción de las leyes: de una parte, la tradición absolutista monárquica era demasiado
fuerte para ser arrastrada por el primer torrente revolucionario; de hecho, emerge en
el curso de la propia Revolución bajo formas autoritarias (Directorio, Imperio) y en el
período de la Restauración. De otra, es un hecho sociológicamente innegable que el
centro de poder real de todo Estado radica en el ejecutivo, que es quien dispone de la
iniciativa y de las palancas de coacción básica (ejército y policía, finanzas, burocra-
cia, propaganda). Todo ello habría de conducir a la aparición de mecanismos
compensatorios (cuando no de clara fisuras) a la aceptación del principio de legali-
dad.

La más importante de estas fisuras o mecanismos compensatorios se produce con


el reconocimiento al poder ejecutivo de técnicas de participación en la función legis-
lativa (iniciativa, sanción y promulgación, veto en ocasiones) y, sobre todo, de un
poder normativo independiente para emanar disposiciones de segundo grado (siem-
pre subordinadas a las leyes, por tanto) denominadas Reglamentos: en suma, con el
reconocimiento de la potestad reglamentaria, una potestad que surge y se consolida
en el seno de un paradójico proceso evolutivo, que analizaremos en un capítulo pos-
terior.

Con todo, dicha potestad reglamentaria, aunque de una importancia política tras-
cendental, no deja de tener carácter subordinado: ha de ejercerse siempre "para la
ejecución de las leyes", esto es, en desarrollo de una ley previa y con la exclusiva
finalidad de facilitar o hacer posible su aplicación. En España, sin embargo, el pano-
rama se complica con la recepción insensible, a partir de los años treinta del pasado

137
siglo, del esquema dualista propio de las monarquías limitadas alemanas (que exa-
minaremos con detalle en un momento posterior) que admitían, junto a un poder de
desarrollo reglamentario de las leyes dictadas en materias afectantes a la libertad y
propiedad de los ciudadanos, una potestad reglamentaria (o de ordenanza) autóno-
ma, utilizable en todas las restantes materias que, por no afectar a dichos ámbitos, no
requerían de una ley previa. La adopción de este esquema lleva a la aparición espon-
tánea de una potestad reglamentaria independiente (apoyada en una interpretación
modificativa del sentido de los textos constitucionales: la "ejecución de las leyes" no
consistirá sólo en el desarrollo por menudo de las leyes previas, sino en la adopción
de todas las medidas normativas que sean precisas para la buena marcha del orde-
namiento jurídico), cuyo riguroso ejercicio se ha prolongado hasta hoy mismo.

2.- Las contrapartidas del principio de garantía judicial

Uno de los dogmas capitales de la Revolución, consecuencia directa de los princi-


pios de libertad y legalidad, radica en la garantía judicial. Forma elemental de asegu-
rar la libertad es que los conflictos en los que se debata la aplicación de una ley hayan
de ser resueltos por una instancia imparcial y ajena a aquéllos entre quienes el con-
flicto se traba: en suma, por los jueces y tribunales integrantes del poder judicial.

La aplicación íntegra de este principio (que en el ámbito de los litigios civiles y


penales había sido sustancialmente aceptado ya en el Antiguo Régimen) se puso a
prueba en los comienzos mismos del proceso revolucionario: si, en lo sucesivo, la
Administración habría de hallarse sujeta a las leyes como cualquier ciudadano, los
conflictos entre una y otro resultaban ser puros problemas de interpretación de las
leyes que, lógicamente, había de ser sometidos a las decisiones de los jueces y
Tribunales. Una conclusión que habían seguido sin dificultades loa países anglosajones,
pero que es frontalmente rechazada en el continente: antes bien, en él, los conflictos
o contiendas jurídicas en los que la Administración sea parte (de ahí el nombre de
contencioso-administrativo) se confían a la resolución de órganos especiales de la
propia Administración que actúan a tal efecto utilizando formas y trámites en todo
semejante a los judiciales. Los términos del compromiso son nítidos: garantía judicial,
sí, pero ejercida no por los jueces, sino por la Administración.

La historia de esta singular solución, forjada por la Asamblea Constituyente francesa


en 1790, ha sido reiteradamente estudiada. Sin duda, en la exclusión del poder judicial
de los procesos en los que la Administración era parte tuvo que jugar el recuerdo de la
muy próxima revuelta de los Parlamentos judiciales a fines del Antiguo Régimen, que ya
quedó descrita con anterioridad. Cuando a comienzos de 1790 se inician las discusiones
sobre el proyecto de ley sobre la organización judicial, la desconfianza frente a los jueces
(esto es, frente a los Parlamentos, sede de la nobleza) se hace patente, entre otras, en
una violenta intervención de THOURET: "Un des abus qui ont denaturé le pouvoir judiciaire
en France était la confussion de fonctions que lui son propres avec les fonctions incom-
patibles et inconmutables des autres pouvoirs publics. Rival du puvoir administratif, il en
troublait les opérations en arrètait le mouvement et en inquétait les agents... L’esprit des
grandes corporations judiciaires est un esprit ennemi de la régénération". Fruto de esta
hostilidad fue el tan celebrado artículo 13 de la Ley sobre organización judicial, de 16-24
de agosto de 1790 ("les fonctions judiciaires sont distinctes et demeureront, toujours
séparées des fonctions administratives. Les juges ne pourront, á peine de forfaiture,

138
troubler, de quelque manière que ce soit, les opérations des corps administratifs, ni citer
devant eux les administrateurs pour raison de leurs fonctions"), luego recogido en lo
sustancial en la Constitución de 1791 (III, 5, art. 6) y del año III (art. 203).

La prohibición a los jueces de inmiscuirse en los asuntos administrativos estaba, pues,


sentada. Quedaba por resolver, sin embargo, el tema capital: quien resolvería los litigios
en los que la Administración se hallara implicada; cuestión esta que no podía resolverse
en base a una aplicación del principio de separación de poderes, por tratarse de una
cuestión mixta (materialmente, se trataba de una función jurisdiccional, pero que supo-
nía una inmisión en otro poder del Estado: como se decía gráficamente, "jugar á
l’administration, c’est encore administrer"). Dos tesis se enfrentaron en la Asamblea: la
de confiar el contencioso-administrativo a los Tribunales ordinarios (BERGASSE, SIEYES,
CHABROUD), o a un Tribunal especial ubicado dentro del poder judicial (THOURET).
Ambas fórmulas son rechazadas, optándose, en base a una propuesta del diputado
PEZOUS, por una solución salomónica: el contencioso-administrativo se atribuye a la
propia Administración activa (directorios de distrito y de departamento en el nivel local; a
los ministros, en el central), salvo los litigios relativos a las contribuciones indirectas, que
se atribuyen al poder judicial (Tribunales de distrito): leyes de 6 y 7-11 de septiembre y de
7-16 de octubre de 1790. Diez años más tarde, el bloque principal del contencioso se
confiere a órganos colegiados específicos: los Consejos de prefectura, en el nivel de-
partamental (ley de 29 pluvioso del año VIII) y el Consejo de Estado, en el central (Cons-
titución del año VIII,art.52, y reglamento de 5 nivoso del mismo año).

En España, el proceso ofrece algunos rasgos similares. Aunque de manera no espe-


cialmente clara, la legislación dictada por las Cortes de Cádiz opta por una solución
judicialista: los conflictos en que sea parte la Administración se resolverán por los tribu-
nales ordinarios (Decreto de 13 de septiembre de 1813). En el trienio constitucional, en
cambio, se atribuye a los órganos de la propia Administración (Decretos LXXVIII, de 25
de junio de 1821, y XLV, de 8 de febrero de 1823); sistema que perdura hasta 1845, en
que las leyes de 2 de abril y 6 de julio de dicho año confieren lo contencioso-administra-
tivo a los Consejos provinciales y al Consejo Real: un sistema orgánico, pues, calcado
del implantado en Francia el año VIII.

La contrapartida que supuso confiar a la Administración la resolución de sus pro-


pios litigios con los particulares debe ser enjuiciada hoy con una cierta perspectiva
histórica. Dicha fórmula supuso la continuidad de técnicas propias del Antiguo Régi-
men (como ya lo advirtiera A.DE TOCQUEVILLE: uno de los capítulos de su obra
antes citada se titula precisamente "la justicia administrativa y la garantía de los fun-
cionarios son instituciones del Antiguo Régimen"), por lo que en su tiempo pudo ser
considerado como una grave quiebra del Estado liberal y un privilegio intolerable de la
Administración. De hecho, sin embargo, la labor llevada a cabo por estos órganos
administrativos en favor de la libertad de los ciudadanos y de la garantía de la legali-
dad no ha desmerecido un ápice, en ningún país, de la que hubieran podido desem-
peñar los Tribunales ordinarios: en el mundo de las instituciones, más que las técni-
cas instrumentales en sí mismas, lo que importa es la naturaleza del marco político
en que se aplican y la ideología y talante de las personas que las emplean.

139
Actividad Nº 15

1.- Subraye las ideas principales sobre el tema "centralización y declive de la Ad-
ministración Locales".

2.- Con las ideas subrayadas elabore una síntesis.

140
3.- La juridificación del poder público

La puesta en práctica del principio de la legalidad produjo en la Administración


consecuencias que no se limitaron al puro terreno político. Antes bien, el sometimien-
to sistemático de la Administración a la ley -al Derecho, en definitiva- tuvo como efec-
to un proceso de juridificación creciente de todas sus manifestaciones: esto es, la
conversión de las técnicas de acción estatal en técnicas jurídicas. En lo sucesivo, el
Estado ya no actuará por vías personalizadas y subjetivas, como en el período abso-
lutista: su actuación se objetiviza y adopta formas jurídicas; en una palabra, se
institucionaliza jurídicamente, tanto en el aspecto organizativo como en el funcional.

En el aspecto organizativo, el efecto institucionalizador tiene lugar mediante la


aplicación a las diversas estructuras estatales de la técnica de la personalidad jurídi-
ca: si el Estado actúa sometido al Derecho, sus actos podrán ser calificados como
actos jurídicos; he aquí que tales actos sólo pueden realizarse sino por entidades
dotadas de personalidad, de donde se concluye forzosamente que el Estado debe
ser considerado como una persona jurídica.

En el aspecto funcional, en segundo lugar, la juridificación tuvo como efecto la


reconducción de los diversos tipos de actividades estatales a los esquemas elabora-
dos por la ciencia del Derecho Privado y, por ello, la aplicación a los mismos del
régimen jurídico propio de éstos. Las decisiones singulares de la Administración, ca-
lificadas como actos jurídicos, pudieron ser así sometidos a la disciplina del negocio
jurídico (teoría de los actos administrativos), de la misma manera que sus convenios
pudieron encajarse en el régimen general de las obligaciones y contratos (teoría de
los actos administrativos), de la misma manera que sus convenios pudieron encajar-
se en el régimen general de las obligaciones y contratos (teoría de los contratos
administrativos); así como posibilitó la aplicación al Estado de las técnicas de respon-
sabilidad por daños.

Esta aplicación de los esquemas jurídico-privados no tuvo lugar de manera pura y


simple, claro está: la idea del compromiso vuelve a actuar aquí, de tal manera que
esta juridificación se lleva a cabo conservando la Administración una fuerte posición
de autoridad, manifestada en un amplísimo abanico de privilegios materiales y proce-
sales cuyo detalle constituye la sustancia misma del Derecho administrativo.

141
Actividad Nº 16

Mencione las causas del surgimiento del Derecho Administrativo.

142
La administración y el Derecho Administrativo en el estado
contemporáneo

A.- El advenimiento del Estado Social y democrático de Derecho

Al alborear el último tercio del siglo XIX, los principios del liberalismo aparecían
sólidamente asentados en la Europa occidental: pasados los momentos críticos de
1848, la sociedad burguesa dejaba transcurrir el tiempo en un ambiente de euforia y
prosperidad económica sin precedentes, que no hacía presagiar las convulsiones
que habrían de sobrevenir casi de inmediato; convulsiones éstas cuyo germen se
hallaba en la propia estructura de las sociedades europeas, y que sólo los teóricos
socialistas habían acertado a anunciar. El desenlace de la guerra franco-prusiana
(1870-71) sitúa a Europa en el umbral de un marco histórico totalmente nuevo (1) que
había de suponer transformaciones radicales en la configuración misma del Estado
(2).

1.- El marco histórico

Desde la victoria de las tropas prusianas en Sedan hasta nuestros días han trans-
currido poco más de cien años: un suspiro, en términos históricos, pero en el que la
sociedad y la política han experimentado transformaciones quizás mayores que en el
resto de este segundo milenio. Y ello, tanto en lo económico, como en lo político o en
lo estrictamente social.

a.- Los cambios económicos, en primer lugar, son bien conocidos. En 1870, Europa vivía
en pleno auge de la civilización industrial, y en un ciclo de prosperidad de onda larga
iniciado hacia 1850, que, salvo un período de recesión desde 1873 a 1895, se prolonga
hasta la primera guerra mundial. Las cifras hablan por sí solas: en este período, la
población europea se duplicó, y el volumen del comercio mundial se multiplicó por más
de diez, facilitado por la explosión de los transportes (en 1840, la red ferroviaria de todo
el mundo no llegaba a cinco mil millas, pero se acercaba a seiscientas mil en 1914; la
marina mercante europea, que no alcanzaba los cinco millones de TRB en 1850, era de
casi veinte millones al iniciarse la primera gran guerra). A todo ello coadyuvó la creación
o apertura de grandes mercados nacionales (Alemania, Italia, Rusia, China, Japón), el
fortalecimiento del sistema bancario (que permitió a las empresas afrontar grandes
inversiones mediante la apelación al crédito), y la expansión colonial de todos los paí-
ses europeos.

Estas tendencias parecían acentuarse hacia fines del siglo, con un capitalismo poten-
ciado por la aparición de grandes unidades productivas (Trusts y Kartell) y con el adve-
nimiento de lo que PASDERMADJIAN llamó la segunda revolución industrial (aplicación
industrial de la electricidad, del motor de explosión y de los descubrimientos químicos).
Sin embargo, con el fin de la primera guerra mundial sobrevino una etapa de profunda
inestabilidad monetaria que culminaría en la Gran Depresión, iniciada formalmente con
el crack de la Bolsa de Nueva York de 1929. La adopción de políticas económicas acti-
vas, de corte keynesiano, permitieron la apertura de una nueva etapa de prosperidad a
partir de 1945, que se truncó, como es bien sabido, desde la crisis energética de 1973.

143
b.- En el terreno político, el cambio viene anunciado por la ruptura del tradicional equilibrio
europeo merced a la aparición en 1871, de dos nuevos Estados: en este año se procla-
ma el Imperio alemán y se culmina la unidad italiana con la entrada en Roma de las
tropas de Vittorio Emmanuele II. Desde una perspectiva global, sin embargo, este he-
cho no es más que una de las causas de dos fenómenos de mucha mayor trascenden-
cia: el primero de ellos radica en el desplazamiento de la hegemonía mundial desde
Europa a las grandes potencias exteriores (los Estados Unidos y la Unión Soviética;
también en un segundo plano, Japón y China), que comienza a producirse con el debi-
litamiento de las economías europeas producido por la primera guerra mundial y que es
ya patente a partir de 1945. La estructura bipolar del poder en el planeta ha llevado,
entre otras consecuencias, a un sistema de relaciones internacionales de dependencia
no muy diversa de las existentes en la Edad Media, con la pugna entre el Papado y el
Imperio: la soberanía limitada de la mayor parte de los Estados es, hoy de nuevo, un
hecho indiscutible.

El segundo fenómeno capital de este período es la existencia de un estado de tensión


internacional permanente en el que, como ya ocurriera en la Europa del siglo XVII, el
protagonismo pertenece, lamentablemente, a la guerra. Desde 1870 hasta nuestros
días, las armas no han dejado de hablar en alguna parte del globo: bien en conflictos
generalizados (1914-18, 1939-45), bien en guerras localizadas en las que las potencias
hegemónicas utilizan un teatro de operaciones ajeno para medir sus fuerzas y rectificar
sus esferas de influencia. Esta situación de guerra, larvada o abierta, en que el mundo
se encuentra desde hace un siglo no es un hecho que se agote en sí mismo, por tras-
cendente que sea. Objetivamente, ha actuado como un poderoso motor del progreso
científico y tecnológico, y aún de la expansión económica (así, por todas, las guerras de
Corea y Vietnam para los Estados Unidos), y ha condicionado las mentalidades y la
propia estructura y significación del Estado: el vertiginoso crecimiento y potenciación de
éste tiene su origen último en una necesidad de preparación de las comunidades nacio-
nales por y para la guerra.

c.- Aún sin desdeñar los anteriores, los hechos que mayor relevancia han tenido para la
perspectiva que nos interesa son los acaecidos en el campo social. Entre los múltiples
que sería preciso aludir en un estudio en profundidad, mencionaremos solamente tres.

En primer lugar, la irrupción de los principios democráticos o, dicho con mayor preci-
sión, el ascenso a un plano activo de clases sociales o colectivos tradicionalmente mar-
ginados de la posesión de bienes económicos y culturales, así como de la participación
en el poder político. Mientras que las revoluciones liberales se limitaron a sustituir una
oligarquía dominante por otra (la nobleza y el alto clero por la burguesía económica e
intelectual), desde fines del siglo XIX las clases proletarias y campesinas comienzan a
reclamar y obtener -parcialmente al menos- la protección del Estado, primero, y des-
pués un acceso efectivo al poder estatal y a los niveles de bienestar antes monopoliza-
dos por la burguesía. A ello coadyuvará la implantación progresiva del sufragio univer-
sal y los progresos de la ideología socialista, que culminan con la Revolución soviética
de octubre de 1917.

En segundo lugar, el crecimiento exponencial del fenómeno de la urbanización. En esta


época. Occidente deja de ser una civilización agraria: la industrialización y los progre-
sos en la explotación agrícola y ganadera concentran un porcentaje creciente y mayori-
tario de la población en las ciudades, con las consecuencias a que después se aludirá
en orden a la progresiva división del trabajo y a la intensificación del grado de interde-
pendencia.

El tercer y último fenómeno de mayor incidencia social radica el fulgurante progreso


tecnológico y científico, sin precedentes en toda la historia conocida y cuyo impacto

144
social, lo bastante notorio como para ser recordado aquí, ha determinado unas reper-
cusiones en la esfera pública coincidentes con las que antes se expusieron.

La bibliografía sobre el marco histórico de los sucesivos períodos históricos que aquí se
consideran crece en progresión geométrica según nos acercamos al presente: la relati-
va a la época contemporánea escapa a cualquier posible selección, por lo que habrá de
bastar la referencia a las de carácter más general. Particularmente brillantes y comple-
tas son los tomos XVIII a XXI de la colección Peuples et civilizations (París, P.U.F.),
debidos a M.BAUMONT, P. RENOUVIN y H.MICHEL, con diversas ediciones; también,
los volúmenes X a XII de la New Cambridge Modern History, dirigidos respectivamente
por J.P.T.BURY, F.H.HINSLEY y D.THOMPSON (este último en particular, The Era of
Violence, 1898-1945, London, 1960); y, por último, los tomos VIII a X de la Propyläen
Weltgeschichte, de W.GOETZ (ed.). Abarcando sólo la primera época, pero magistral, J.
von SALIS, Weltgeschichte der neuesten Zeit, I, Die Historischen Grundlagen des 20.
Jahrhunderts, 1871-1904, Zürich, 1951. Una visión global, breve y atípica, pero suma-
mente lúcida, en el clásico libro de G.BARRACLOUG, An Introduction to Contemporary
History, London, 1964 (trad.esp., Madrid, 1965).

2.- La transformación del Estado

La concurrencia simultánea de todos estos factores había de provocar, inevitable-


mente, alteraciones profundas en la estructura y funciones del Estado liberal, que se
vio impulsado de modo irresistible a asumir tareas y actitudes radicalmente nuevas
frente a la sociedad. Esta evolución puede esquematizarse en tres fases sucesivas.

En un primer momento, el Estado asume la carga de intervenir autoritariamente


en el campo de las relaciones de trabajo, con el fin de hacer frente a las desastrosas
consecuencias que para la clase obrera había tenido la industrialización, la libertad
contractual y el hacinamiento urbano. Un tanto paradójicamente, fue la Alemania de
Bismarck la que dio el primer paso, al establecer un sistema de seguros de enferme-
dad, accidentes y jubilación entre 1883 (año, por cierto, en que muere Karl Marx: una
simbólica coincidencia) y 1889. Por su parte, liberales y conservadores adoptan en el
Reino Unido, por las mismas fechas, medidas protectoras que pronto seguirían el
resto de los países europeos: limitación de jornada laboral, reglas restrictivas del
trabajo de niños y mujeres, negociación colectiva y refuerzo de los sindicatos son
medidas que se generalizan en los primeros veinticinco años del siglo XX, además de
la seguridad social que, tras el precedente alemán, se consolida en Inglaterra con las
célebres Old Age Pension Act y National Insurance Act, de 1908 y 1911, respectiva-
mente.

La segunda fase se abre con la intervención generalizada del Estado en el funcio-


namiento de la economía, que se impone con toda intensidad con la movilización
general de recursos exigida por la primera guerra mundial (Zwangswirtschaft en Ale-
mania desde 1916); Leyes para la Defensa del Reino de 1914 y 1915, en el Reino
Unido), pero que permanece una vez finalizado el conflicto como forma de hacer
frente a la gravísima inestabilidad monetaria de los años veinte: en estos años, por
ejemplo, comienzan a dictarse en Europa las primeras leyes que intentan disciplinar
el sistema bancario y someterlo a un control centralizado.

145
Con respecto a la tercera fase los acontecimientos históricos de los años treinta
probaron de forma concluyente que las intervenciones en el terreno social y económi-
co no respondían a exigencias coyunturales: antes bien, todas las circunstancias
empujaban a las sociedades occidentales a continuar y a intensificar, incluso, esta
línea de acción. La lucha contra las consecuencias de la Gran Depresión, de una
parte; el ejemplo de los éxitos económicos logrados por los regímenes totalitarios,
tanto de izquierdas (Unión Soviética) como de derechas (Alemania, Italia), de otra; y
la movilización y planificación generales impuestas por la segunda conflagración
mundial, finalmente, acabaron por destruir los últimos vestigios de la concepción libe-
ral del Estado. Los sistemas políticos que surgen de la victoria aliada de 1945 se
inspiran en la reafirmación rotunda de los viejos valores de libertad y democracia,
tradicionales en las potencias vencedoras. El Estado, sin embargo, había experimen-
tado una transformación cualitativa: el siglo XIX quedaba definitivamente atrás, y el
clásico Estado de Derecho había pasado a convertirse, en la práctica totalidad de los
países europeos, en un Estado social y democrático de Derecho.

Describir en pocas palabras el Estado social y democrático de Derecho es una


tarea harto problemática, que sólo puede abordarse aquí de forma muy simplificada.
Para ello, y esquemáticamente, distinguiremos sus causas (a), sus directrices bási-
cas (b) y sus consecuencias esenciales (c).

a.- Las causas de la aparición de esta nueva forma estatal son muy variadas, pero
pueden reducirse a dos fundamentales. En primer lugar, su causa remota pue-
de localizarse en el afán de reducir al máximo los antagonismos sociales por
procedimientos reformistas y no violentos. Los principios de igualdad y de dig-
nidad humana, elevados al máximo rango por el liberalismo, resultaban incom-
patibles con el estado de explotación y miseria en que la Revolución industrial
había sumido al proletariado urbano y rural; un proletariado al que la ideología
socialista había dado conciencia de su situación, y cuyo creciente poder ame-
nazaba con subvertir violentamente el establishment económico y social. La
reforma social en profundidad, impulsada y dirigida por el Estado, será la única
salida que evite la revolución.

Junto a este modo de ver las cosas, típico de ciertos sectores socialdemócratas
del siglo XIX, cabe señalar, además, una causa próxima, cual es la extrema comple-
jidad del tejido social y del proceso económico propios de las sociedades industriales.
La idea del Estado social no se debe sólo al humanitarismo de algunos y al miedo a
la revolución de otros; antes bien, es la consecuencia lógica e inevitable, la forma
natural de estructurarse las sociedades avanzadas que practican el llamado capitalis-
mo tardío. La complejidad de las sociedades industriales alcanza un grado tal que
impide que puedan funcionar de modo espontáneo, como sistemas autorregulados:
el incremento, y aún el simple mantenimiento, de las cotas de bienestar alcanzadas
por ellas, exige que la mayoría, si no la totalidad, de los procesos sociales y económi-
cos sean coordinados y dirigidos por una instancia superior. La célebre mano invisi-
ble de Adam SMITH puede actuar como mecanismo regulador sólo en sectores con-
cretos y limitados; el conjunto del sistema, en cambio, sólo puede funcionar con cohe-

146
rencia bajo la dirección e impulsión de una mano bien visible y autoritaria, la del
Estado.

b.- Directriz básica del Estado social es, por tanto, la asunción por éste de una
posición activa y beligerante frente a la sociedad. Contrariamente a lo que ocu-
rría en la etapa liberal, el Estado social "no puede limitarse a asegurar las con-
diciones ambientales de un supuesto orden social inmanente, ni a vigilar los
disturbios de un mecanismo autorregulado, sino que, por el contrario, ha de ser
el regulador decisivo del sistema social y ha de disponerse a la tarea de estruc-
turar la sociedad a través de medidas directas o indirectas".

Esta nueva actitud del Estado opera en un doble sentido. Desde la perspectiva de
su extensión, la actividad del Estado social adquiere un carácter global: ya no se trata
sólo, como en el pasado, de adoptar medidas concretas y aisladas para remediar la
pobreza del proletariado (la llamada "política social") o para corregir algunas desvia-
ciones del sistema económico, sino de dirigir la marcha entera de la sociedad, y aún
de modificar su estructura misma para hacerla más justa y para extender el bienestar
a toda la población: "resumiendo, y para decirlo en términos alemanes -intraducibles
literalmente-, la Sozialpolitik se ha transformado en una Gesellschaftspolitik; la políti-
ca social sectorial se ha transformado en política social generalizada, la cual no cons-
tituye tanto una reacción ante los acontecimientos, cuanto una acción que pretende
controlarlos mediante una programación integrada y sistemática"; dicho de otro modo,
"lo que podríamos denominar política social y económica factorial, es decir, com-
puesta por una pluralidad de medidas desconexas e independientes entre sí, se ha
transformado en una política socioeconómica sistemática".

El segundo sentido en que el Estado social opera es discernible desde una pers-
pectiva material. Frente al Estado liberal, estructura limitada cuyo fin básico consistía
-en términos puramente kantianos- en la realización del Derecho, el Estado social se
presenta ante todo como un aparato prestacional. La complejidad de la civilización
tecnológica, la urbanización creciente y la progresiva división del trabajo han conver-
tido al ser humano en un ser radicalmente dependiente de un conjunto de sistemas,
prestaciones y servicios públicos sin los cuales su existencia se colapsaría de forma
irreversible. Función capital del Estado es asegurar unos y otros, esto es, proveer al
conjunto de la sociedad de sistemas vitales (servicios públicos esenciales) y de pres-
taciones (empleo, seguridad social, sanidad, acceso a bienes culturales) que garan-
ticen su funcionamiento y un nivel mínimo de bienestar. El Estado social es, pues,
ante todo, un Estado de prestaciones.

La más célebre y conocida formulación de esta concepción prestacional del Estado,


hoy de aceptación unánime, se debe al jurista alemán Ernst FORSTHOFF (1902-1974),
que la expresó magistralmente a través del concepto de "procura existencial"
(Daseinsvorsorge). He aquí el espléndido resumen que de la misma nos hace GARCIA
PELAYO: "El hombre desarrolla su existencia dentro de un ámbito constituido por un
repertorio de situaciones y de bienes y servicios materiales e inmateriales, en una pala-
bra, por unas posibilidades de existencia a las que Forsthoff designa como espacio vital.
Dentro de este espacio, es decir, de este ámbito o condición de existencia, hay que
distinguir, de un lado, el espacio vital dominado, o sea, aquel que el individuo puede

147
controlar y estructurar intensivamente por sí mismo o, lo que es igual, el espacio sobre el
que ejerce señorío (que no tiene que coincidir necesariamente con la propiedad) y, de
otro lado, el espacio vital efectivo, constituido por aquél ámbito en el que el individuo
realiza fácticamente su existencia y constituido por el conjunto de cosas y posibilidades
de las que se sirve, pero sobre las que no tiene control o señorío. Así, por ejemplo, el
pozo de la casa o de la aldea, la bestia de carga; el cultivo de su parcela por el campesino
o la distribución de los muebles en la propia vivienda, pertenecen al espacio vital domina-
do; el servicio público de aguas, los sistemas de tráfico o de telecomunicación, la ordena-
ción urbanística, etc., pertenecen al espacio vital efectivo. La civilización tecnológica ha
acrecido constantemente el espacio vital efectivo, al tiempo que la estructura y medios
de su propia existencia. Esta necesidad de utilizar bienes y servicios sobre lo que se
carece de poder de ordenación y disposición directa, produce la "menesterosidad so-
cial", es decir, la inestabilidad de la existencia. Ante ello, le corresponde al Estado como
una de sus principales misiones la responsabilidad de la procura existencial de sus ciu-
dadanos, es decir, llevar a cabo las medidas que aseguren al hombre las posibilidades
de existencia que no puede asegurarse por sí mismo". Esta tesis fue formulada primera-
mente en su trabajo Die Werwaltung als Leistungsträger, publicado en 1938 (trabajo al
que no son ajenas resonancias de la doctrina nacionalsocialista; hay trad. esp. en el
volumen Sociedad Industrial y Administración Pública, Madrid, 1967), y posteriormente
en su Lehrbuch des Verwaltungsrechts, München (1ª ed.) 1950, y en su ensayo Die
Daseinsvorsorge und die Kommunen (1958), recogido en su recopilación Rechtsstaat im
Wandel, 1964. Sobre ella, vid. el trabajo de L. MARTIN RETORTILLO, La configuración
jurídica de la Administración pública y el concepto de Daseinsvorsorge, RAP 38 (1862),
págs. 35 y ss., y el de V.STOROST, Staat und Verfassung bei Ernest Forsthoff, 1979.

c.- Las consecuencias que el advenimiento del Estado social ha entrañado son
fáciles de adivinar. Dejando para un momento posterior las producidas en el
campo del Derecho, las que más nos interesan pueden reducirse a tres. En
primer lugar, un nuevo impulso en el imparable proceso de crecimiento de las
estructuras y órganos estatales; principalmente, de las administrativas y, dentro
de éstas, de las encargadas de gestionar la dirección y control de la economía
y el sistema de prestaciones sociales (en sentido amplio: trabajo y seguridad
social, pero también sanidad, cultural, educación, urbanismo, protección del
consumidor, medio ambiente, investigación y tecnología, etc.). Un crecimiento
que ha aumentado exponencialmente el gasto público (en la actualidad, el Es-
tado recicla a través del sistema tributario un porcentaje cercano o superior al
40 por 100 del PIB en todas las sociedades industriales), que ha hecho del
Estado el mayor empleador de la nación (el personal a su servicio se cuenta
por millones en los países europeos), y también el mayor holding de empresas
industriales y de servicios (dando así la razón, una vez más, a la intuición de
TOCQUEVILLE: "dans chaque royaume, le souverain devient le plus grand des
industriels").

Una segunda consecuencia radica en el ostensible desplazamiento del centro de


gravedad del poder estatal desde el órgano y función legislativa a la Administración:
en una frase tópica, pero expresiva, del Estado legislativo, propio del régimen liberal,
se ha pasado a un Estado administrativo. Lo cual, ciertamente, no constituye una
novedad absoluta en el terreno de los hechos: salvo en coyunturas estrictamente
excepcionales y fugaces, el predominio de facto del poder ejecutivo sobre el legislati-
vo ha sido una constante en los Estados constitucionales. Hoy, desde luego, este
liderazgo se ha agudizado de forma paralela a la creciente tecnificación y rapidez de

148
las decisiones públicas, que requieren un aparato de información y mando inasequi-
ble a los órganos legislativos. La novedad de nuestro tiempo radica en que dicho
predominio se ha trasladado al plano de la legitimidad. La situación de crisis perma-
nente en la que el mundo vive desde la primera guerra mundial ha hecho pasar a un
segundo plano (aún sin hacerlos desaparecer) los valores legitimadores del Estado
liberal de Derecho (garantía jurídica de la libertad, de la seguridad, de la propiedad
privada y del proceso electoral), anteponiéndoles el valor de la funcionalidad eficacia
en la gestión. El Estado social es, ante todo, un Estado manager cuya fuente primaria
de legitimidad se encuentra en sus performances, en sus éxitos operativos. Las con-
secuencias que ello entraña para el conjunto de relaciones entre el Parlamento y la
Administración son trascendentales, como en su momento se verá.

La tercera y última de las consecuencias que deben ser aquí aludidas se refleja en
el fenómeno de interpenetración entre el Estado y la sociedad y el correlativo
desdibujamiento de sus fronteras respectivas. En el régimen liberal, Estado y socie-
dad eran concebidos como dos sistemas autónomos, conexos por un número limita-
do de relaciones y dotados de un ordenamiento jurídico propio y distinto (Derecho
público-Derecho privado). Hoy día, la creciente intervención del Estado ha solapado
e interrelacionado ambos sistemas, haciendo prácticamente imposible, en muchos
aspectos, su diferenciación. El marco de relaciones es hoy totalmente nuevo: de una
parte, ha dado lugar a un flujo recíproco de interferencias entre uno y otro sistema:
como se ha dicho gráficamente, la sociedad se ha "estatizado", en tanto que el Esta-
do se ha "socializado"; la llamada publificación del Derecho privado y el empleo siste-
mático por los entes públicos de instituciones y técnicas propias de éste son dos
ejemplos bien notorios de este intercambio y penetración bidireccional. De otra parte,
la imbricación Estado-sociedad ha conducido a la aparición de subsistemas
organizativos híbridos, intermedios, cuyo carácter público o privado es literalmente
indiscernible en términos nítidos: así ocurre con el mundo de las sociedades filiales
de las empresas públicas, de las sociedades privadas prestadoras de servicios públi-
cos esenciales, o de las llamadas Corporaciones de derecho público, ámbitos en que
el Derecho público y el Derecho privado se funden a nivel de molécula (EISENMANN).
"No es, pues, extraño -se ha dicho- que hoy estemos ante una cierta decadencia de la
teoría del Estado, que tiende a ser sustituida por la teoría del sistema político, que 'se
ha dicho' que hoy estemos ante una cierta decadencia de la teoría del Estado, que
tiende a ser sustituida por la teoría del sistema político, que engloba factores estata-
les y sociales y que más que ante dos términos definidos nos encontramos con lo que
los norteamericanos denominan "complejo público-privado", en el cual muchas de las
funciones del Estado se llevan a cabo por entidades privadas, a la vez que éstas no
pueden cumplir sus fines privados sin participar en las decisiones estatales".

149
Actividad Nº 17

1.- Enumere los acontecimientos históricos más importantes que constituyeron el


marco para el surgimiento de un nuevo estado.

2.- ¿Qué significa afirmar que el Estado Social, es ante todo, un estado de presta-
ciones?

3.- A través de ejemplos prácticos, explique las consecuencias de la aparición del


Estado Social.

150
B.- La revolución organizativa: inercia y cambio

Los cambios sufridos por la estructura y funciones del Estado durante el período
histórico que consideramos han inducido transformaciones sustanciales en el com-
plejo organizativo de las Administraciones públicas. Tal consecuencia, sin embargo,
se ha producido sólo en parte: la organización administrativa adolece de una inercia
considerable, y su resistencia al cambio es más notoria. De 1870 a 1970, por lo tanto,
no ha tenido lugar una remodelación de las Administraciones públicas paralela a la
transformación del Estado, como quizá hubiera cabido esperar. Antes bien, la organi-
zación de la Administración central y de las Administraciones locales, así como la
dinámica de sus relaciones, han permanecido dentro de las líneas de tendencia ya
establecidas en la primera mitad del siglo XIX (1). Sin embargo, la asunción de múlti-
ples funciones de nuevo cuño ha hecho reventar, literalmente, las costuras de los
modelos organizativos clásicos, dando lugar a la aparición de nuevas costuras de los
modelos organizativos clásicos, dando lugar a la aparición de nuevas estructuras y
técnicas de actuación (2). Este proceso de renovación está teniendo lugar de modo
empírico y no planificado, mediante el establecimiento de estructuras paralelas de
difícil vertebración con las existentes, que no dejan de suscitar disfunciones de suma
gravedad. Desde esta perspectiva, pues, el período que consideramos es, eminente-
mente, una etapa de transición, de alumbramiento espontáneo de fórmulas de tanteo
cuyo futuro es incierto: el establecimiento de una organización administrativa de nue-
va planta es una tarea que habrá de abordarse, en su caso, ya en el próximo milenio.

1.- Administración del Estado y Administración local: la inercia del sistema


napoleónico

Como acabamos de avanzar, la estructura organizativa de la Administración del


Estado y de las Administraciones locales, así como las relaciones entre ambos nive-
les, no experimentan mutaciones básicas en este período: por el contrario, su dinámi-
ca se ha mantenido rigurosamente dentro de las directrices evolutivas marcadas en
los primeros setenta años del pasado siglo.

a.- La Administración del Estado, en primer lugar, continúa su vertiginoso proce-


so de crecimiento, tanto en el orden estructural como funcional. En el primero
de ellos, las cifras son bien expresivas. En cuanto al número de Departamentos
ministeriales, los nueve Ministerios que en 1870 componían al Ejecutivo espa-
ñol se han convertido, en la actualidad, en quince (y llegaron a superar la veintena
en algún corto período). En otros países, la progresión es similar: Francia tenía
doce Ministros en 1914; en 1969 había dieciocho, y veinte Secretarios de Esta-
do. El número de Ministros del Reino Unido era de doce a comienzos del siglo
XIX, y hoy son veintiuno. Estados Unidos, por su parte, tenía ocho Secretarías
el pasado siglo, que se han convertido hoy en doce (a las que hay que sumar
sesenta y una Agencias Reguladoras). Y el mismo crecimiento se observa en
el número de funcionarios: aunque en España las estadísticas de este género
no han existido o son poco rigurosas, las estimaciones coinciden en señalar
una cifra aproximada de trescientos mil funcionarios para la Administración del

151
Estado a mediados de los años cincuenta de este siglo; en 1973, una estadís-
tica oficial fijaba el número en quinientos sesenta y cuatro mil (en uno y otro
caso, sin contar los organismos autónomos y las empresas públicas, que su-
maban otra cifra similar).

El protagonismo de la Administración estatal es también creciente en el orden fun-


cional. Baste señalar, a este efecto, que el Estado ha asumido, prácticamente sin
excepciones, la totalidad de las nuevas competencias públicas surgidas al calor de la
intervención en materia social y económica, sin compartirlas, salvo en grado simbóli-
co, con otros niveles administrativos.

b.- De forma paralela, y exactamente inversa, el declive de las Administraciones


locales ha continuado de forma imparable, sin que la búsqueda de soluciones
acabe de enfocarse en términos realistas.

En efecto, el problema de las Administraciones locales se ha planteado tradicional-


mente como un enfrentamiento dialéctico entre dos ideas-fuerza opuestas: la centra-
lización y la autonomía. Durante el siglo XIX y el primer tercio del presente, la centra-
lización se apoyaba en razones bien conocidas: la necesidad de implantar un modelo
de Estado racional y eficaz, que funcionase de manera unitaria y sincronizada en
todas sus piezas, tanto centrales como locales,; la conveniencia de instrumentalizar
las Corporaciones locales como mecanismos electoralistas; y, en fin, la desconfianza
ante la probable irresponsabilidad y/o falta de competencia de los gestores locales.
Sus manifestaciones eran también notorias: implantación de un completo abanico de
colores ejercidos por la Administración estatal (tutelas: aprobaciones, autorizaciones,
suspensión de actos ilegales, etc.); congelación práctica de las competencias tradi-
cionalmente atribuidas a los Ayuntamientos; y mantenimiento de un sistema tributario
local anticuado, de una extraordinaria rigidez e insuficiente por naturaleza para soste-
ner sus gastos.

El sometimiento al Estado que este sistema centralizado suponía ha pretendido


ser corregido por una vía que, a la larga, se ha revelado marginal y de efectos super-
ficiales: la de la atribución a las entidades locales de autonomía, entendida básica-
mente como ausencia de tutelas o controles estatales. Una solución esta aparente-
mente taumatúrgica, que tiene su origen en la ideología del municipalismo romántico
alemán y que ha logrado una consagración constitucional enfática (entre nosotros,
arts. 137 y 140 CE). Una autonomía cuyo único fruto ha sido conferir un cierto grado
de independencia formal a la actuación de los administradores locales, pero que no
ha atacado el problema en su raíz. Bien que impuesta por medios más sinuosos, la
centralización continúa siendo hoy un hecho que responde a circunstancias nuevas.

La debilidad de las Corporaciones locales no se debe sólo al hecho de que posean


pocas competencias, amén de poco dinero y controles estatales para ejercerlas. El
problema radica en que, de un lado, el fenómeno de la urbanización y las exigencias
en orden a la calidad de vida han hecho crecer exponencialmente los costes de ese
escaso número de competencias y servicios públicos que las leyes les atribuyen; y
también en que de otro lado, la complejidad de las sociedades industriales, y el alto

152
grado de independencia que determina, globalizan todos los conflictos, de tal modo
que las decisiones adoptadas por una entidad local repercuten normalmente fuera de
su ámbito territorial y afectan, no ya a los estrictos intereses municipales, sino posi-
blemente a toda la nación. En uno y otro caso, el Estado se ve obligado a intervenir:
en el primero, para subvenir con ayuda financiera -que siempre tiene contrapartidas-
al sostenimiento de aquellos servicios; en el segundo, para condicionar las decisio-
nes locales, en la medida en que afectan la interés de la nación misma.

El proceso de vaciamiento competencial de las Administraciones locales es, pues,


constante, y está aún lejos de haber finalizado. Por citar sólo algunos ejemplos de nues-
tra experiencia pasada, recordemos como el Estado ha tenido que absorber la gestión y
los costes de la sanidad local y de la enseñanza primaria; como, en nuestros mismos
días, las Diputaciones Provinciales -los entes locales financieramente con menos apu-
ros- se ven en la imposibilidad de sostener una de sus más clásicas competencias, los
hospitales provinciales, que poco a poco han ido endosando al Estado a través de la
Seguridad Social; como los abastecimientos de aguas y su depuración en las grandes
ciudades sólo pueden realizarse con el apoyo financiero mayoritario del Estado; y cómo
los transportes urbanos, aún no asumidos formalmente por el Estado, ha llevado una
situación próxima a la quiebra a los mayores municipios (que al final el propio Estado
levanta por el procedimiento de los presupuestos extraordinarios de liquidación de deu-
das, que se cubren mediante créditos cuya devolución ‘capital e intereses- toma sobre sí
el Estado).

En el plano organizativo, pues, el período histórico ahora analizado ha aportado


bien pocas novedades en cuanto a las relaciones entre Administración del Estado y
Administraciones locales; una y otras siguen conceptuándose como entidades distin-
tas, formalmente separadas y recíprocamente autónomas, aunque tal independencia
sea inviable en el terreno financiero y en el de la coordinación de los distintos niveles
territoriales del interés público.

2.- Las nuevas estructuras y técnicas organizativas

Sería profundamente inexacto, sin embargo, presentar el período 1870-1970 como


una etapa de mera continuidad en el terreno de las estructuras orgánicas. El creci-
miento desmesurado del sector público ha provocado numerosas innovaciones, por
más que éstas -como ya se indicó- hayan surgido de forma empírica y sin sujeción a
un plan racional, dirigido a adaptar globalmente la Administración a las exigencias del
Estado social y democrático. Su aparición desordenada, y su desarrollo aberrante, en
ocasiones, son factores que no autorizan, empero, a descalificarlas sin más: el hecho
de que estas innovaciones hayan emergido de forma casi simultánea en casi todos
los países occidentales, sin mimetismos deliberados, es indicio de que responden a
necesidades auténticas, y no sólo a ocurrencias improvisadas.

Estas necesidades son de muy diversa naturaleza. En unos casos, las nuevas
técnicas organizativas han hecho aparición por motivaciones estrictamente políticas,
cual es la conveniencia de una redistribución territorial del poder público. Otras técni-
cas, en cambio, han sido ideadas como un medio de corregir la insostenible acumula-
ción de competencias en la Administración estatal, como formas de escapar a la
rigidez del Derecho administrativo y de la disciplina presupuestaria, o, finalmente,

153
como medios de luchar contra la excesiva burocratización e inasequibilidad a los
ciudadanos derivadas de los modelos tradicionales de organización. Son estas exi-
gencias las que, aisladamente o de modo conjunto, se hallan en la raíz de las innova-
ciones: innovaciones locales son de muy diversa índole: pero en todo caso revelan
una que se lleva a cabo en otros lugares de esta obra.

a.- La primera y más importante de las novedades organizativas es el proceso de


descentralización política o regionalización que han experimentado, des-
pués de la segunda guerra mundial, Estados tradicionalmente centralizados:
es, desde luego, el caso de España con la Constitución de 1978 (y antes tam-
bién, con la de 1931), pero también el de Italia y, en menor grado el de Bélgica
y el del Reino Unido (devolution of powers a Escocia y Gales, de muy corto
alcance aún). Las razones que han impulsado la creación de estas nuevas ins-
tancias territoriales intermedias entre el Estado y las Administraciones locales
son de muy diversas índole: pero en todo caso revelan una tendencia general a
la superación del Estado centralizado, nacido con el absolutismo y racionaliza-
do por la Francia napoleónica.

b.- La creciente acumulación de funciones y competencias por la Administración


del Estado, así como la rigidez de la disciplina presupuestaria, ha dado lugar a
un fenómeno de ruptura de la organización departamental clásica. Determina-
dos sectores funcionales que no podían ser gestionados eficazmente por los
órganos burocráticos de los Ministerios han sido confiados a una pléyade de
Administraciones autónomas: esto es, organizaciones dotadas de personali-
dad distinta de la del Estado a las que se encomienda, con uno y otro grado de
autonomía, la gestión de determinadas funciones o servicios públicos propios
del ente territorial que las crea. Se trata, pues, de todo un sistema de entes
instrumentales oficiales que operan una denominada "descentralización fun-
cional" de las competencias propias del ente matriz (que en principio fue solo el
Estado; la técnica se extendió posteriormente, sin embargo, a los entes locales
y regionales); una técnica que ha conocido un desarrollo extraordinario, hasta
el punto de que el volumen de estos entes instrumentales supera en ocasiones
al del propio ente matriz. Es el caso, en España, de los denominados genérica-
mente organismos autónomos (o Administración institucional); del llamado grá-
ficamente en Italia el "parastato", y de todo el mundo de établissements publics
en Francia.

c.- La intervención del Estado en una economía de mercado, convirtiéndose aquél


en un productor más de bienes y servicios, resultaba prácticamente inviable si
se pretendía utilizar para estos fines la organización burocrática tradicional,
sometida en su actuación a un Derecho administrativo considerablemente for-
malista y rígido (en cuanto diseñado básicamente para el ejercicio de funciones
de autoridad). En el siglo XIX, el problema se salvó a través del principio del
"concesionario interpuesto": la actividad económica la realizaba un empresario
privado en régimen de concesión y sometido, por ello, a un estricto control por
parte de la Administración concedente. Sin embargo, cuando en nuestro siglo
las Administraciones se ven forzadas a asumir directamente la gestión de acti-

154
vidades económicas, la solución se encuentra recurriendo al Derecho privado,
creando empresas o sociedades públicas (de propiedad pública total o
mayoritariamente), en forma privada y con sujeción en su actividad, también, al
Derecho civil, mercantil y laboral; empresas que, al igual que las Administracio-
nes autónomas, poseen personalidad jurídica propia, distinta de la del ente
propietario.

d.- Las dos últimas innovaciones organizativas alumbradas en este período de las
que debemos dejar aquí constancia son las muy diversas que se engloban en
los conceptos de autoadministración y de participación: dos conceptos muy
ligados y de distinción no siempre nítida. En el primero se comprenden todos
aquellos supuestos en los que la ley confiere el ejercicio de determinadas fun-
ciones públicas a organizaciones de base privada, integradas total o
mayoritariamente por las propias personas o entidades a las que dichas funcio-
nes van dirigidas; y ello con el objeto de que dichas organizaciones gestionen
por sí mismas, democráticamente, una especie de autodisciplina del sector.
Una fórmula cuyo ejemplo más conocido (aunque ni mucho menos el único) es
el de los colegios profesionales, y que responde, bien a razones tradicionales,
bien a la posibilidad de gestionar una función pública con mayor eficacia (nadie
conoce mejor que los interesados los problemas y las debilidades de un sector)
y sin incremento del gasto que supondría crear una organización ad hoc estric-
tamente burocrática.

El fenómeno de la participación es, en parte, diverso y posee una trascendencia


mucho mayor. Materializado en la incorporación de personas privadas a órganos ad-
ministrativos (a título personal o representativo de organizaciones de intereses), los
fines que con ella se persiguen son muy variados. En ocasiones, se trata meramente
de una forma de enriquecer las fuentes de información de los entes públicos, dando
entrada en sus órganos a representantes de los intereses sobre los que el órgano en
cuestión ha de intervenir. Más generalmente, en cambio, la participación es una mera
consecuencia del fenómeno de desplazamiento del centro de gravedad político des-
de el órgano legislativo al aparato administrativo, antes citado: se trata, en definitiva,
de la búsqueda de una nueva legitimidad (J.CHEVALLIER), incorporando a los ciuda-
danos a las estructuras públicas que con mayor inmediación y eficacia operan sobre
sus intereses y que, por lo mismo, no deben estar confiadas exclusivamente a profe-
sionales de la burocracia, a la que es inherente un alto índice de hermetismo, de
inasequibilidad y de alejamiento de los problemas cotidianos.

155
Actividad Nº 18

1.- ¿Por qué cree Ud. que el panorama evolutivo que se ha estudiado en este
período entró en una etapa de inercia?

2.- El centralismo vs. localismo ¿qué consecuencias trae aparejado respecto a la


administración?

3.- En la actualidad asistimos al surgimiento de nuevas técnicas y estructuras


organizativas, ¿podría presentarlos sintéticamente?

156
C.- El ordenamiento jurídico-administrativo: madurez y crisis

El panorama evolutivo que ofrece el ordenamiento jurídico-administrativo en este


período histórico que llega a nuestros mismos días es de algún modo semejante al
que acabamos de describir en el terreno organizativo: una situación de aparente es-
tabilidad y plenitud en la superficie, pero acompañada y en cierta forma contradicha
por una fuerte dinámica de cambio que tiene lugar por debajo y a extramuros del
marco de sus grandes principios institucionales; una dinámica inducida por las trans-
formaciones inherentes al Estado social y democrático de Derecho, que provoca la
aparición empírica de nuevas realidades y técnicas que, sin embargo, no han alcan-
zado aún suficiente madurez o notoriedad para incorporarse al esquema de princi-
pios básicos, o para alterarlos.

El proceso no es, desde luego, radicalmente original. Responde a un fenómeno


muy común en el Derecho público, consistente en la permanente existencia de un
desfase temporal en la conversión de los principios políticos en técnicas administrati-
vas concretas. La Administración posee un ritmo vital mucho más lento que la políti-
ca, de tal modo que los cambios que le imponen las transformaciones del Estado
tardan años, cuando no siglos, en calar en la realidad administrativa y hacerse efica-
ces en ésta; de tal modo que, cuando esto ocurre, cuando el ordenamiento adminis-
trativo termina asimilando un cierto marco de principios constitucionales, no es extra-
ño que la propia estructura del Estado haya variado ya, de forma que los principios
que trabajosamente termina por hace realidad la Administración pertenezcan ya al
pasado.

Y esto es exactamente lo que está ocurriendo en nuestros días. El ordenamiento


administrativo de la primera mitad del siglo XIX, pese a desarrollarse en un marco
liberal, conserva en su estructura un buen número de técnicas y principios operativos
del Estado absoluto: la "revolución administrativa" no se hace en una hora; ni siquiera
en un cuarto de siglo. Es sólo a fines de la pasada centuria cuando los principios del
Estado liberal comienzan a dejar de ser un simple barniz para calar en todas y cada
una de las regulaciones de la actividad administrativa. Se trata de una penetración
lenta que sólo ha finalizado -y no de modo completo- tras la segunda guerra mundial:
es ahora cuando el Derecho Administrativo ha terminado por hacer realidad los gran-
des principios del Estado liberal... ahora que el Estado liberal ha desaparecido par-
cialmente para dar lugar a un marco de principios nuevos -los del Estado social y
democrático de Derecho- que requieren técnicas y regulaciones originales. El proce-
so vuelve a iniciarse, con su parsimonia tradicional. El derecho administrativo ha al-
canzado una alto grado de madurez y formalización técnica, del que legisladores y
científicos se muestran complacidos: pero sus principios vertebrales pertenecen, en
parte, al pasado.

Por supuesto, la realidad impone sus exigencias al margen de las construcciones


formales: el nuevo Estado social requiere principios y técnicas nuevas que pugnan
por nacer, y que nacen de hecho, en contra o al margen de los principios constitutivos
del ordenamiento formal. Lo cual determina una peligrosa dualidad en la regulación

157
jurídica de la Administración: de una parte existe un Derecho administrativo oficial,
cuyos principios se recogen en la Constitución y en las principales leyes, y cuya es-
tructura responde fundamentalmente a la del Estado liberal de Derecho. De otra par-
te, sin embargo, ha aparecido un Derecho administrativo subterráneo, compuesto por
reglas y exigencias opuestas a ese núcleo de principios clásicos, que conviven difícil-
mente con él, bajo la veste de excepciones o matizaciones de aquellos principios,
pero que de hecho los contradicen (de forma que se llega a situaciones próximas a la
esquizofrenia: se proclama solemnemente la vigencia de unos principios, sabiendo
más o menos oscuramente que la realidad discurre por canales diversos). Y ha apa-
recido, también un Derecho administrativo marginal, integrado por técnicas e institu-
ciones de nuevo cuño, nacidas con un escaso respaldo normativo -o con ninguno- y
que, por su contradicción con las técnicas y principios estereotipados del Derecho
administrativo oficial, no han sido aún "oficializadas", no han recibido carta de natura-
leza para hacer su entrada e incorporación solemnes en éste.

La descripción de este Derecho administrativo oficial, así como de este nuevo ordena-
miento underground surgido junto a aquel, es el contenido propio de esta obra. Para
ilustrar lo dicho, pues, deben bastar aquí algunos ejemplos tomados al azar. Así, el que
hemos denominado metafóricamente Derecho administrativo subterráneo opera funda-
mentalmente en el sector capital del principio de legalidad y de la teoría de las fuentes: el
primado absoluto de la institución parlamentaria y de la ley como instrumento habilitante
de potestades a la Administración se halla socavado por instituciones que hacen realidad
el fenómeno del desplazamiento del poder normativo en favor del Ejecutivo: decretos-
leyes, decretos legislativos, deslegalización, reglamentos independientes, reglamentos
de entidades autónomas. Se proclama enfáticamente el principio de vinculación positiva
de la Administración a la ley, pero todos sabemos que la realidad es muy otra: que,
irresistiblemente, la ley sigue siendo un mero límite, y no solo la fuente única de poderes
de la Administración, como veremos en un capítulo posterior. Se afirma que la potestad
reglamentaria pertenece al gobierno (así, art. 97 CE), pero ello no obsta a que también la
ejerzan muchas de las autoridades y organismos subordinados a él, con o sin habilita-
ción al respecto.

Por su parte, el que hemos llamado Derecho administrativo marginal posee una ex-
tensión material muy superior: la teoría clásica de los actos administrativos (declaracio-
nes de voluntad, de juicio, de conocimiento o de deseo de la Administración) ignora el
inmenso mundo de las actividades materiales, prestacionales o no, que la Administra-
ción hoy realiza. La teoría de los contratos administrativos continúa anclada en la con-
templación beatífica de la trinidad de tipos contractuales propia del Estado liberal (ejecu-
ción de obras, servicios y suministros), cuando la actividad convencional del Estado se
desarrolla en una inmensa gama de contratos y convenios atípicos, que van desde las
compras de productos de primera necesidad a los convenios urbanísticos, pasando por
los contratos -programa celebrados con empresas públicas. La propia teoría de las nor-
mas, por último, se halla aún encorsetada por la dualidad ley- reglamento olvidando
figuras atípicas -pero capitales- surgidas a su margen, como las directivas, los planes de
toda índole, las recomendaciones y las normas que emanan no de un mandato unilate-
ral, sino de un procedimiento accionado.

Por otro lado, la dualidad descrita del Derecho administrativo de nuestro tiempo
debe ser entendida rectamente. La contradicción hoy existente entre los principios
básicos del que hemos llamado Derecho administrativo oficial, correspondientes al
Estado liberal de Derecho, y las nuevas técnicas surgidas al calor del Estado social y
democrático no entraña, en modo alguno, una invitación a arrojar por la borda un

158
ordenamiento pretendidamente obsoleto y sustituirlo por otro de nueva planta. En
absoluto. Incluso como estrategia tal pretensión desconocería la realidad de las co-
sas: el Estado actual no constituye la negación dialéctica del constitucionalismo libe-
ral, sino la inserción en el mismo del momento social y democrático; en términos
escolásticos, podría decirse que el Estado social no niega al Estado liberal, sino que
lo perfecciona. Aún cuando sus presupuestos históricos hayan quedado parcialmente
superados, la inercia del ordenamiento jurídico cumple una capital función de freno
que permite a la sociedad amortiguar y asimilar, a la velocidad justa, los cambios
bruscos impulsados por la ideología política; que no siempre son acertados. Una
función de freno, además, indispensable para contrarrestar la íntima tendencia al
totalitarismo y a la regimentación que es inherente a los postulados del Estado social.

La era de la incertidumbre

Nuestro análisis ha llegado a un punto en el que historia y presente se confunden;


lo que, sin duda, constituiría una buena razón para poner punto final. Y sin embargo,
aunque parezca ilógico, este rápido recorrido por la historia de la Administración pú-
blica y de su derecho no puede terminar sin echar una breve ojeada por la ventana
que nos muestra el futuro inmediato.

Motivos para ello no faltan, ciertamente. Como hemos podido apreciar, el ciclo de
reconstrucción del poder que se abre con la destrucción formal del Imperio romano
de Occidente parece haber llegado a su fin. Un ciclo cuyas fases no han sido diseña-
das ad hoc a los meros fines didácticos, o al modo dramático: el telón cae no porque
toda obra literaria exija un final, sino porque la historia verdadera que dicha obra
relata ha llegado, realmente, a su término. Es un hecho notorio, y resaltado unánime-
mente desde hace años, que el mundo está entrando en una nueva era: una era
cuyos rasgos característicos no podemos, claro está, adivinar, pero que,
incuestionablemente, se nos presagia cargada de tintes amenazadores. Sabemos,
porque lo estamos viviendo ya, que la civilización va a experimentar, en los próximos
cien años, cambios de una intensidad y celeridad sin precedentes, cuyas manifesta-
ciones se están haciendo patentes desde el final de la segunda guerra mundial. Pare-
ce obligado preguntarse, pues, si el Estado y la Administración de que hoy dispone-
mos son instrumentos válidos para afrontar ese cambio y, más aún, si el Derecho
administrativo que conocemos va a servir para ordenar la convivencia entre el poder
público y los ciudadanos en las primeras etapas del próximo milenio.

Los términos del cambio histórico que están comenzando a producirse son muy cono-
cidos -y no es el objeto de este libro analizarlos-: bastará pues, con una escueta relación
de los más relevantes, que afectan, de una parte, al medio físico en que la humanidad
desarrolla su existencia y, de otra, a la civilización misma.

En el primer plano, los dos problemas que la especie humana tiene planteados son
obvios: el agotamiento de los recursos naturales del planeta y los daños irreversibles que
la civilización industrial está ocasionando al ecosistema global. Uno y otro constituyen
cuellos de botella que han de frenar, indefectiblemente, el proceso galopante de indus-
trialización y de crecimiento económico emprendido a fines del siglo XVIII, sobre la base

159
del consumo masivo de energías y recursos no renovables. El progreso industrial ha
permitido acrecer hasta límites insospechados el nivel de bienestar material y cultural de
una parte de la población del globo, pero ha envenenado los ríos y los mares, está
devorando sus bosques, ha hecho palidecer definitivamente el sol sobre muchas ciuda-
des prósperas, ha convertido su entorno en basureros y ha depositado en la atmósfera
un nivel de dióxido de carbono que puede provocar cambios radicales en el clima.

El sólido equilibrio del llamado con fortuna "navío espacial Tierra" no está amenazado
solamente por la industrialización, sino por otros dos factores en cierta forma contradic-
torios -y, sin embargo, coherentes. De un lado, el brutal crecimiento demográfico, que
hace duplicar la población del planeta cada treinta o treinta y cinco años y que, paradóji-
camente, es un índice de bienestar (erradicación de epidemias, mejora de las condicio-
nes sanitarias y de la alimentación) y una fuente de problemas de extrema gravedad
(crisis previsible de alimentos, que ya previera Robert Malthus, y pobreza creciente en el
hemisferio sur: decenas de millones de seres humanos mueren cada año de desnutri-
ción, de un hambre que no distingue entre el Este y el Oeste). Y junto a la explosión de la
vida, y como siniestro contrapunto, la de la muerte: por vez primera en la historia, la
humanidad dispone hoy de medios bélicos más que sobrados para aniquilarse a sí mis-
ma como especie en muy pocos días. Por una sarcástica ironía del destino, la física
moderna ha permitido realizar el sueño demente de Calígula, que se lamentaba de que
la humanidad no tuviera un sólo cuello que se pudiera cortar de un solo tajo: los dueños
actuales de las manufacturas de la muerte tienen hoy en sus manos esa apocalíptica
posibilidad.

El sombrío horizonte que trazan estos problemas puede ser, sin embargo, abordado
racionalmente gracias a las innovaciones técnicas; la vida humana no será la misma,
pero las amenazas que pesan ella pueden conjurarse. Otros fenómenos, en cambio, se
han producido ya de manera irreversible, sin que sus consecuencias a largo plazo pue-
dan hoy siquiera entreverse. De una parte, la tecnología de la máquina, primero, de la
automatización y de la electrónica, después, ha llevado a una creciente "terciarización"
de la especie humana: en Europa, desde el neolítico hasta el siglo XVIII una proporción
abrumadora de la población se dedicaba al trabajo agrícola; desde entonces hasta nues-
tros días se ha trasvasado a la industria, pero la creciente mecanización de ésta va a
hacer repetir el proceso, concentrando la fuerza humana de trabajo en actividades ter-
ciarias y de orden intelectual. Consecuencia de todo ello es el fenómeno de urbanización
creciente, al que ya nos referimos anteriormente, así como una disminución de la canti-
dad absoluta de trabajo a realizar por los seres humanos. Con una población en creci-
miento acelerado y un volumen global de trabajo personal en disminución, la economía
mundial habrá de optar entre tasas muy elevadas de desempleo (como las hoy existen-
tes, que no se deben sólo a la recesión económica) o un nivel de empleo generalizado,
pero distribuido y combinado con una reducción drástica del tiempo de trabajo (o, lo que
es lo mismo, con un aumento del tiempo de ocio de cada persona).

Otro fenómeno irreversible, y ya iniciado, radica en la creciente intelectualización de la


sociedad, motivada tanto por el fenómeno de terciarización, ya aludido, cuanto por la
alfabetización masiva y el incremento vertiginoso del volumen de información disponible,
potenciada por la revolución de las comunicaciones. Sus consecuencias son evidentes:
en primer lugar, ello multiplica nuestro grado de dependencia de las máquinas cuyo
objeto es el registro y tratamiento de la información; y, en segundo lugar, ahonda progre-
sivamente el generational gap, dificultando la comunicación entre las personas de distin-
tas edades. Un fenómeno este con tendencia a aumentar, hasta no hace mucho, la inves-
tigación se consideraba como un lujo; hoy es ya un sector productivo de capital importan-
cia para el crecimiento económico, basado en la innovación: mañana será un sector
absolutamente prioritario, pues los cuellos de botellas derivados del agotamiento de los
recursos y de la contaminación creciente sólo podrán superarse mediante la investiga-
ción.

160
Las reflexiones que brotan espontáneamente ante este abrumador catálogo de
problemas son bienes simples. En primer lugar, la constatación elemental de que el
Estado y el Derecho de la sociedad actual no son, ciertamente, los que habrán de
ayudar a abordar y resolver estos problemas. El Estado y el Derecho público de nues-
tro tiempo son productos culturales creados para afrontar la primera revolución indus-
trial y los cambios sociales que la misma supuso: los problemas planetarios de una
era basada en la escasez les desbordan por todos lados, obviamente. No sabemos
que serán la estructuras políticas y jurídicas del próximo futuro; pero, desde luego,
serán bastante diferentes a las que conocemos.

Ello no supone, sin embargo, que el Estado y el Derecho vayan a desaparecer,


barridos por esa tercera ola que se avecina, sino que la balanza entre uno y otro corre
grave riesgo de desnivelarse. Con una u otra estructura territorial (supranacional,
infranacional o mundial), el Estado no corre el más mínimo peligro de extinción. Antes
al contrario, todo apunta a que su poderío ha de experimentar un crecimiento extraor-
dinario, consecuencia tanto de los nuevos instrumentos tecnológicos a su alcance
como de la magnitud de los problemas que se le va a exigir que afronte y resuelva.
Cualquiera que sea la perspectiva que se adopte, el futuro presenta un horizonte
harto sombrío, en el que la libertad del hombre, desgraciadamente, no tiene apenas
cabida. Abandonado a su propia dinámica, el Estado social y democrático de Dere-
cho lleva derechamente a un nuevo totalitarismo tecnológico: quizá a "una ausencia
de libertad cómoda, suave, razonable y democrática, señal del progreso técnico",
como dijera Herbert MARCUSE, pero que no deja de ser por ello un melancólico
camino de servidumbre, sin retorno ni esperanza, hacia la cerrada utopía del infierno
que captara con aterradora lucidez, hace ciento cincuenta años, la asombrosa intui-
ción de TOCQUEVILLE: "Sobre la especie humana se alza un poder inmenso y tute-
lar que asume la carga de asegurar las necesidades de las gentes y vigilar su suerte.
Absoluto, minucioso, ordenado, previsor y bondadoso, se asemejaría al poder pater-
no si su misión fuera educar a los hombres para la edad adulta; pero, contrariamente,
lo que pretende es mantenerlos en una infancia perfecta. Hállase propicio a que el
pueblo goce, con tal que no piense sino en gozar. Convertido en el árbitro y en el
origen de la felicidad de los hombres, el gobernante, con la mejor disposición, cuida y
se preocupa de que nada les falte: satisface sus necesidades, facilita sus placeres,
conduce sus principales negocios, dirige su industria, regula el incremento de su
patrimonio, interviene en su sucesión hereditaria y se lamenta de no poder evitarles
el trabajo de pensar y la pena de vivir. ¿Qué resta a las gentes por hacer cuando se
les ha ahorrado la inquietud de razonar y las tribulaciones que la vida comporta?"

161
Actividad Nº 19

1.- ¿A qué se refiere el autor que estamos estudiando cuando expone sobre los
derechos administrativos oficial, subterráneo y marginal?

2.- Enumere los acontecimientos más importantes entre 1870 y 1970 que mere-
cieron el calificativo de edad diosa del derecho administrativo.

3.- ¿Qué reflexión personal le merece el calificativo de era de la incertidumbre


aplicada al presente del derecho administrativo?

162
El estado actual del Derecho Administrativo1
por AGUSTÍN A. GORDILLO, en Revista de Derecho
Administrativo Nº 14, Sept.-Dic. de 1993.

1.- Introducción

Para quien ha tenido oportunidad de referirse al "presente y futuro del derecho


administrativo"2 parecería prudente la sola reflexión acerca del "estado actual del
derecho administrativo".

Sin embargo, decir al mismo tiempo que un cambio se está produciendo cuál es él,
exactamente resulta a la postre casi tan azaroso como hablar del futuro. Es así como
ya dos veces en el último par de años tuve oportunidad de hablar del "presente"3 y en
cada ocasión pude decir o destacar algo diferente.

En todo caso, el comienzo es fácil: para hablar del estado actual del derecho admi-
nistrativo resulta inevitable referirse al pasado no sólo mediato (antes de la reforma
del Estado) sino también inmediato (los primeros tiempos de la reforma), de lo cual
hay muchísimo escrito4.

1.- Conferencia pronunciada en ocasión de recibir el nombramiento como profesor honorario de la Universidad
Nacional de Cuyo, Mendoza, 3 de setiembre de 1993.
2.- Presente y futuro del derecho administrativo en Latimoamérica, en el libro del Instituto Internacional de
Derecho Administrativo Latino, El derecho administrativo en Latinoamérica, Bogotá, 1978, ps. 24 y ss..
Habíamos incursionado antes en el tema en nuestro Tratado de derecho administrativo. Parte general, t. 1,
ed. Macci, Bs.As., 1974 y reimpresiones, 2ª edición en prensa, capítulo II: "Pasado, presente y futuro del
derecho administrativo".
3.- Las tendencias actuales del derecho administrativo, en el libro colectivo Las tendencias del derecho. Unam,
Instituto de Investigaciones Jurídicas, México, 1991; Panorama del actual derecho administrativo argentino,
en la "Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales", año XXXII, enero-junio de 1991, nos. 1-2,
Montevideo, Uruguay, 1991, ps. 18 a 36.
4.- Ver: Hutchinson, Barraguirre y Grecco, Reforma del Estado. Ley 23.696. Ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe,
1990; Guillermo E. Fanelli Evans, La concesión de obra pública. La reforma del Estado (nueva legislación),
ed. Ciencias de la Administración, Bs.As., 1989; Rodolfo C. Barra, La concesión de obra pública en la ley de
reforma del Estado, en la revista "Régimen de la Administración Pública", año 12, nº 126, Bs.As., 1990, ps.
9 y ss.; las diversas contribuciones al libro Primer seminario internacional sobre aspectos legales de la
privatización y desregulación. Agosto 9/11 de 1989, misma editorial, Bs.As., s/d y sus referencias; Carlos
Menem y Roberto Dromi, Reforma del Estado y transformación nacional, ed. Ciencias de la Administración,
Bs.As., 1990; Gustavo E. E. Pinard, La reforma del Estado, "J.A.", 18 de julio 1990, p. 12; Juan Octavo
Gauna, Ejercicio privado de funciones públicas, "L.L.", 1990-D, p. 1203; Guillermo E. Fanelli Evans, La
privatización de los ferrocarriles nacionales, "L.L.", 1990-D, p. 1281; Gustavo Ariel Kaufman, La suspensión
de subsidios en la ley de emergencia económica, "L.L.", 1990-C, ps. 761 a 770; Lira Bernardino Bravo, La
ley extraparlamentaria en Argentina 1930-1983: leyes y decretos-leyes, "L.L.", 1990-C, p. 1193; Héctor R.
Trevisán, Reflexiones sobre el nuevo régimen de inversiones extranjeras, "L.L:", 1990-A, ps. 781 a 784;
Martín R. Bourel, Nuevo régimen de inversiones extranjeras en la Argentina, "L.L.", 1990-A, ps. 920 a 923;
Miguel Angel Ekmekdjian, El instituto de la emergencia y la delegación de poderes en las leyes de reforma
del Estado y de emergencia económica, "L.L.", 1990-A, ps. 1125 a 1129; Guillermo E. Fanelli Evans, El
control en las privatizaciones y concesiones, 17 de julio 1990, "L.L.", p. 3; Juan Carlos Cassagne, La
transformación del Estado, 8 noviembre 1990, "L.L.", p. 1 a 3; Néstor Pedro Sagüés, Derecho constitucional
y derecho de emergencia, 18 setiembre 1990, "L.L.", ps. 1 a 7; Cristián J. P. Mitrani, Privatización: métodos
y cuestiones jurídicas, 5 octubre 1990, "L.L.", ps. 1 a 2; Horacio Ruiz Moreno, La emergencia a la luz de
nuestra Constitución, 6 noviembre 1990, "L.L.", ps. 1 a 3; etc..

163
Pero como el cambio continúa operándose tanto en la normativa como en la juris-
prudencia, en la realidad como en la doctrina, aún la referencia al presente seguirá
teñida hasta del pasado inmediato y resultará de inevitable modificación en el futuro
próximo. Ni qué decirlo, también influyen la propia evolución del proceso político,
alineamientos y realineamientos de fuerzas, reevaluaciones más optimistas o pesi-
mistas del pensamiento político, etc..

Sigue, pues, escribiéndose mucho sin poderes claramente diferenciar sub etapas:
pasado inmediato y presente continúan imbricados y todavía unidos y entrelazados
en lo también mucho escrito más recientemente5.

Empezaremos aquí por la pare final del pasado mediato (antes de la reforma y lo
que de aquél aún subsiste después de ésta), seguiremos con el pasado inmediato (el
ya terminado tiempo de la emergencia) y lo que de él se trasvasa al presente y conti-
núa en el futuro inmediato.

Forzosamente, haremos un análisis de temas puntuales, remiténdonos a trabajos


análogos para otros aspectos del presente6.

5.- Numerosísimos trabajos recientes analizan este proceso de transformación; tan sólo en la "Revista de
Derecho Administrativo", desde su nacimiento: Héctor Masnatta, En torno a "privatización y desregulación
en la Argentina, Presente y futuro", nº 2, Bs. As., 1989, ps. 301 y ss.; Pedro Aberastury (h.), Reglamentos
de necesidad y urgencia en el actual proceso de democratización, nº 2, ps. 502 y ss.; Carlos R. S. Alconada
Aramburú, Rol del Estado en la economía: privatización, desregulación; nacionalización; estatización, nº 3,
1990, ps. 85 y ss.; Rodolfo Carlos Barra, La transformación del Estado y el Poder Judicial, nº 4, 1990, ps.
247 y ss.; Carlos Manuel Grecco, Potestad tarifaria, control estatal y tutela del usuario (A propósito de la
privatización de Entel), nº 5, 1990, ps. 481 y ss.; Guillermo Andrés Muñoz, Reglamentos de necesidad y
urgencia, nº 5, 1990, ps. 519 y ss.; Jorge A. S. Barbagelata, ¿Emergencia moral o económica frente a los
reclamos contra el Estado?, nº 5, ps. 625 y ss.; Alberto B. Bianchi, De las leyes "de facto" en los gobiernos
"de iure", nº 5, ps. 649 y ss.; Rodolfo Carlos Barra, La concesión de obra y de servicio público en el proceso
de privatización, nº 6, ps. 17 y ss.; Juan Carlos Cassagne, La desregulación de actividades dispuesta por el
decreto 2284/91, nº 7/8, ps. 379 y ss.; Armando N. Canosa, El proceso de desregulación, nº 7/8, ps. 579 y
ss.; Héctor M. A. Pozo Gowland, Las leyes y decretos de necesidad y urgencia ante la Constitución nacio-
nal, nos. 7/8, ps. 527 y ss.. Existe desde luego una abundantísima bibliografía adicional, alguna de la cual
mencionamos más adelante en el punto 4.2.. En todos ellos existen más referencias bibliográficas contem-
poráneas, por lo que un solo folleto podría ya confeccionarse con la mera lista bibliográfica actualizada,
tarea que sin duda excede a este trabajo.
6.- Los ya citados Las tendencias actuales del derecho administrativo, México, 1991, y Panorama del actual
derecho administrativo argentino, Montevideo, 1991. También nuestros artículos La validez constitucional
del decreto 2284/91, en el "Periódico Económico Tributario", Bs.As., nº 1, noviembre de 1991; La concesión
de obras públicas y la privatización de empresas públicas por la concesión. Aspectos comunes, en Inicia-
tiva privada e servicios públicos, separata de la "Revista de Direito Público", vol. 98, San Pablo, abril-junio
de 1991, ps. 9 a 17; El informalismo y la concurrencia en la licitación pública, en la "Revista de Derecho
Administrativo", nº 11, Bs.As., 1992, ps. 293 a 318; Desregulación y privatización portuaria, en la "Revista
de Derecho Administrativo", nº 9, Bs.As., 1993, ps. 31 a 46.

164
2.- El "Estatu Quo Ante"

Desde fines del siglo pasado hasta la década de los años 80 se fueron constituyen-
do los principios del derecho público que hemos recibido como una expresión mayo-
ritaria y pacífica de la concepción política, social y jurídica del Estado7.

El statu quo del liberalismo decimonónico pasó a ser sustituido por el nuevo statu
quo del Estado social de derecho o Estado de bienestar.

2.1.- Intervencionismo. Regulación.

El intervencionismo en la economía era uno de los principios adoptados pacífica-


mente de la Europa de fines del siglo pasado y primera parte del presente8. Se dicta-
ron leyes reguladoras de la actividad económica, algunas fundadas en la emergencia
(leyes de moratoria hipotecaria, prórroga de alquileres; leyes reguladoras de la carne,
el vino, los granos, etc.) y otras no (correos, puertos, etc.).

2.2.- Nacionalizaciones.

Las nacionalizaciones de la primera mitad del siglo en Europa fueron en la Argen-


tina las nacionalizaciones de las postrimerías de ese primer medio siglo9.

2.3.- Administración del desarrollo económico y social.

El doble sistema de regulación desde afuera de la actividad económica e interven-


ción desde adentro como agente de producción pasó a ser un dato normal; es la
época de la administración del desarrollo económico y social, de las agencias o cor-
poraciones de desarrollo10.

2.4.- Los intentos de planificación.

Quizá como exponente máximo se podría mencionar el intento de crear sistemas


de planificación del desarrollo económico y social11, aunque sin la suficiente convic-
ción12.

7.- Principios que hemos recogido en el Tratado de derecho administrativo. Parte general, t. 1, Ed. Macchi,
Bs.As., 1974, reimpresión 1986, 2ª ed., en prensa, capítulos I y III, entre otros. También en nuestra Teoría
general del derecho administrativo, Ed. Instituto de Estudios de Administración Local, Madrid, 1984, capítu-
lo 1.
8.- Nuestro libro Empresas del Estado, Ed. Macchi, Bs.As., 1966, Introducción, ps. 15 y ss.; Derecho adminis-
trativo de la economía, Ed. Macchi, Bs.As., 1966.
9.- Nuestro libro Empresas del Estado, ob. cit., capítulo II, ps. 57 y ss..
10.- Nuestro libro Empresas del Estado, ob. cit., capítulo V, ps. 119 y ss..
11.- Tema, éste, al cual dedicamos sucesivamente tres obras: Derecho administrativo de la planificación, Bogo-
tá, 1967, ed. de la O.E.A. Planificación, participación y libertad, ed. Macchi y Alianza para el Progreso,
México y Buenos Aires, 1973; Introducción al derecho de la planificación, Editorial Jurídica Venezolana,
Caracas, 1981.
12.- Ver Introducción al derecho de la planificación, ob. cit., Prólogo, ps. 5 y 6.

165
3.- Génesis y desarrollo de la crisis.

Aquel intervencionismo se fue hipertrofiando hasta finalmente distar de ser siem-


pre no ya eficaz sino incluso razonable.

3.1.- El parasistema administrativo.

La inexistencia de consenso social acerca de la bondad del sistema regulatorio


llevó a su incumplimiento y a la generación de reglas espontáneas de comportamien-
to social de los particulares y de la administración pública.

Se produce algo parecido al fenómeno que en algunas sociedades se denomina


como derecho no estatal y que otras sociedades hemos denominado parasistema
jurídico y administrativo13.

3.2.- La administración paralela.

Tampoco la estructura administrativa formal coincide con aquella que funciona; en


el caso anterior como en el presente, es el quántum de la distancia entre la norma y
la realidad lo que diferencia a las sociedades más desarrolladas de las menos desa-
rrolladas.

La diferencia cuantitativa supera en algún momento el umbral de lo cualitativo14.


Son tantas las diferencias entre el sistema formal y la realidad, como para que ya no
se pueda hablar de meros incumplimientos al sistema, sino que se deba pensar en la
existencia de un sistema paralelo, de una administración paralela15. algunas cosas
del pasado han cambiado; ésta, ciertamente, no.

3.3.- La crisis de seguridad.

En este sistema y normatividad paralelos se debe computar también la crisis que


tuvo en nuestros países el sistema de la seguridad personal, tanto desde el ángulo de
la subversión como de la represión. La acumulación de ambos factores lleva a que el
Estado que debiera tutelar la seguridad no solamente no la aseguraba sino que la
transgredía sistemáticamente16, y en algunos casos todavía la trasgrede.
13.- Nos remitimos a nuestro libro La administración paralela. El parasistema jurídico-administrativo, Madrid,
1982, Editorial Civitas. Hay traducción italiana bajo el título L’amministrazione parallela. Il "parasistema"
giuridico-amministrativo, Milán, 1987. Ed. Giuffrè. En igual sentido: Yadh Ben Achour, Cours de droit
administratif, Facultad de Derecho y Ciencias Políticas y Económicas de Túnez, Túnez, t. I, 1980, ps. 49 y
50. Posteriormente la literatura se ha extendido, sobre todo en el tema económico y fiscal. Ver, por ejemplo:
Hernando de Soto, El otro sendero. La revolución informal, ed. Sudamericana, Bs.As., 1987; Adrián Giussarri,
La Argentina informal, Emecé, Bs.As., 1989; Alejandro Portes, La economía informal, Planeta, Bs.As.,
1990.
14.- O como decía Massimo Severo Giannini, Sull’azione dei pubblici poteri nel campo dell’ economia, "Rivista
di Diritto Commerciale", Milán, 1959, p. 323, es indubitable "que en el campo jurídico la variación cuantita-
tiva redunda en mutación cualitativa".
15.- Ver la remisión de la nota precedente.
16.- Para una descripción ver Rubén A. Sosa Richter, Función y violación de los derechos humanos en la
posguerra (El caso argentino), Bs.As., 1990, editorial La Ley.

166
Al margen de las consideraciones que sobre esto cabe hacer en materia de dere-
chos humanos, lo cierto es que este masivo incumplimiento normativo constituye un
ingrediente más de la virtual disolución del Estado como lo concibieron los pensado-
res del siglo pasado.

La transgresión sistemática por el Estado a su propio derecho lleva a la creación de


un derecho supranacional y organismo supranacionales de control17, cuya acepta-
ción por el Estado constituye un principio que luego tendrá aplicación también en el
campo de la integración económica subregional (Mercosur).

Si bien se ha producido un importante avance en la materia, hasta ejemplificado


por una abundantísima doctrina nacional18, el progreso en el derecho interno se ve
frenado por un limitante casi estructural: la crisis del sistema judicial. No está, pues,
resuelto el problema, pero se debe apuntar como un sustancial progreso el reconoci-
miento por la Corte Suprema de Justicia de la supranacionalidad operativa de ambos
sistemas, el de derechos humanos y el económico.

3.4.- La crisis de la justicia.

El sistema judicial fue acumulando un siglo de deterioro progresivo, lo cual sin


duda agregó a la crisis generalizada del sistema. Esta tendencia no ha tenido punto
alguno de inflexión en el presente y continúa siempre empeorando19.

17.- Ver nuestro artículo La supranacionalidad operativa de los derechos humanos en el derecho interno, "La
Ley", 17 de abril de 1990, reproducido como capítulo II de nuestro libro Derecho humanos, ob. cit., ps 43 y
ss.. Como explica Ataliba Nogueira, es uno de los signos que acompaña el colapso de la idea corriente de
Estado: O perecimento do Estado, Revista dos Tribunais, San Pablo, 1971, ps. 24 y 25. Ver también, del
mismo autor, Liçoes de teoria geral do Estado, Revista dos Tribunais, San Pablo, 1969, ps. 46 a 67.
18.- Nuestro libro Derechos humanos. Doctrina, casos y materiales. Parte general, Ed. Fundación de Derecho
Administrativo, Bs.As., 1990, reimpresión 1992; Jonathan M. Miller, María Angélica Gelli, Susana Cayuso y
otros. Constitución y derechos humanos, Astrea, Bs.As., 1991; Daniel E. Herrendorf y Germán J. Bidart
Campos, Principios de derechos humanos y garantías, Ediar, Bs.As., 1991; Miguel M. Padilla, Lecciones
sobre derechos humanos y garantías, Abeledo-Perrot, Bs.As., 1986/7; Juan Carlos Hitters, Derecho inter-
nacional de los derechos humanos, Ediar, 1991; Marcelo A. Sancinetti, Derechos humanos en la Argentina
post-dictatorial, Lerner, Bs.As., 1988; Carlos E. Colautti, El Pacto de San José de Costa Rica. Protección a
los derechos humanos, Lerner, Bs.As., 1989; Hortensia D. T. Gutiérrez Posse, Los derechos humanos y las
garantías, Zavalía, Bs.As., 1988; Eduardo Angel Russo, Derechos humanos y garantías, El Derecho al
mañana, Plus Ultra, Bs.As., 1992; Eduardo Rabossi, La carta internacional de derechos humanos, Eudeba,
Bas. As., 1987; Genaro Carrió, El sistema americano de derechos humanos, Eudeba, Bs.As., 1987.
19.- Hemos tratado el tema en nuestro libro Derechos humanos, ob. cit., capítulo V; ver también Rafael Bielsa;
comparar Roberto Dromi, Los jueces ¿Es la justicia un tercio del poder?, Ediciones Ciudad Argentina,
Bs.As., 1992.

167
3.5.- Servicios públicos y poder de policía: su crisis.

Era también evidente, para mí, que se había creado toda una mitología peligrosa e
inútil, alrededor de viejas nociones como "servicios públicos"20 y "poder de policía"21,
que acompañó el proceso de deterioro del Estado, torciendo en favor de la autoridad
el equilibrio entre autoridad y libertad22.

Sin embargo, la doctrina ha sido reacia a reconocerlo23, y seguramente con el tema


del control de los servicios privatizados aparecerán quienes se sientan vindicados en
tal tesitura.

3.6.- La revolución tecnológica.

Al propio tiempo que un mundo se desmorona, la revolución tecnológica constituye


una modificación comparable a la revolución industrial24.

3.7.- Los recursos naturales.

La convicción acerca de la riqueza de los recursos naturales25, que tanta elabora-


ción recibieron26, fue dando paso a la convicción no sólo de que eran agotables o no
renovables, sino que ni siquiera aseguraban per se la riqueza de una nación.

20.- La exposición de esta crisis, en nuestro país, la realizamos entre otros libros en el Tratado de derecho
administrativo. Parte General, t. 2, Ed. Macci, Bs.As., 1975, reimpresión 1986, capítulo XIII. En el derecho
comparado ver, entre otros, Jean-Louis de Corail, La crise de la notion juridique de service public en
droit’administratif français, L.G.D.J., París, 1954.
21.- Quien primero expuso la crisis fue Walter Antoniolli, Allgemeines Verwaltungsrecht, ed. Manzsche y
Universitätsbuchhandlung, Viena, 1954, ps. 288 y ss.. La desarrollamos en nuestro Tratado..., t. 2, ob. cit.,
capítulo XII. Una refutación a la crisis, que hemos contestado, en Clovis Beznos, Poder de policía, ed.
Revista dos Tribunais, San Pablo, 1971.
22.- Lo planteamos en nuestro Tratado, ob. cit., t. I, capítulo III, punto 1.
23.- Recientemente Ismael Farrando, Poder de policía y derecho público provincial, en el libro colectivo Dere-
cho público provincial, t. II, Depalma, Mendoza, 1991, ps. 275 y ss..
24.- La bibliografía es vasta. Ver, entre otros, Shoshana Zuboff, In the age of the smart machine. The future of
work and power, Basic Book, Nueva York, 1988.
25.- U otros excedentes por bonanzas históricas que son manejados con mentalidad de "Estado rico": Boneo,
ob. cit., ps. 32 y ss.. Sobre el "potencial económico excepcionalmente apto" del país ver Aldo Ferrer, Crisis
y alternativas de la política económica argentina, F.C.E., Bs.As., 1977, p. 119.
26.- Recientemente el enjundioso trabajo de Joaquín López, Los recursos naturales, la energía y el ambiente
en las constituciones de las provincias argentinas, en el libro colectivo Derecho público provincial, t. III,
Depalma, Mendoza, 1993, ps. 1 y ss..

168
3.8.- La crisis económica27.

La crisis económica opera como elemento detonante del sistema: situación de en-
deudamiento externo28 no ya coyuntural29 sino estructural, recesión sistemática, el
fantasma constante de la hiperinflación, el desajuste estructural de las cuentas fisca-
les, la quiebra virtual del aparato del Estado.

En realidad, la crisis se venía perfilando desde 1960 y profundizando desde 1970:


una persistente declinación en el ahorro y la inversión los llevan a fines de la década
de los años 80 a la mitad del nivel de la década de los 70; el producto bruto per cápita
es en este momento un 26% más bajo que en 1974; el ingreso per cápita cayó a un
ritmo del 1,7% anual continuadamente desde 1975 a 198530.

La deuda externa creció sin pausa desde 197031. En verdad, desde 1973 el déficit
presupuestario se hace crónico en casi todo el mundo; la insuficiencia de recursos
del sector público se solventaba con más déficit presupuestario, más endeudamiento,
más emisión, más inflación.

La década de 1970-1980 contuvo así lo que algunos llamaron "la peor crisis econó-
mica del país en este siglo"32.

La siguiente década de 1980-1990 cerró con una inflación de 3,36 millones de


veces, y tres años seguidos de profunda recesión, con la imposibilidad material siste-
mática del Estado nacional de hacer frente tanto a sus obligaciones legales33 como
contractuales de pago.

27.- Nos hemos referido al tema en La emergencia económica y administrativa argentina, en el libro de home-
naje al profesor Eduardo Ortiz, San José, Costa Rica, en prensa.
28.- Sobre algunas de sus particularidades ver Geraldo Ataliba, Emprésimos públicos e sea regime jurídico,
ed., Revista dos Tribunais, San Pablo, 1973, y nuestro artículo. El contrato de crédito externo, "Revista de
Administración Pública", Madrid, 1982, nº 97, ps. 423 a 449, reproducido en el libro de la A.A.D.A.. Contra-
tos administrativos. Contratos especiales, t. II, Astrea, Bs.As., 1982, ps. 187 a 226.
29.- Lo que nació bajo el rótulo benevolente de Foreign Aid -ayuda externa- se transforma así en Foreign Debt
-deuda externa-. Es algo más que un cambio Eckaus, Foreign Aid, Penguin, Bungay, Suffolk, 1970.
30.- Rudiger Dornbusch y Juan Carlos de Pablo, Deuda externa e inestabilidad macroeconómica en la Argen-
tina, ed. Sudamericana, Bs.As., 1988, p. 11.
31.- Dornbusch y de Pablo, ob. cit., ps. 45 y ss.. Al comienzo los bancos prestaban, aún sólo para financiar los
préstamos viejos, sin inconvenientes.
32.- "The Economist", Argentina: a survey, 26 enero 1980, ps. 11 y ss., 19 y ss..
33.- Por ejemplo las que surgen de la ley 19.597 para ciertos productos estacionales. Las palabras de uno de
los empresarios afectados al entrar en quiebra (uno más entre varios) fue "que la crisis actual [...] no es ni
la más larga, ni la más profunda, ni la más grave: es la crisis terminal de la actividad" (ing. Jorge de Prat
Gay, "La Gaceta", 13/12/90). Algo similar se puede decir del Estado a fines de la década del 80 cuando ya
no puede prestar ni siquiera los servicios que Adam Smith preconizaba.

169
Ya el endeudamiento externo se venía acelerando desde 197834, y ante la crisis del
sistema financiero a partir de 198035 el Estado resuelve trasformar deuda privada en
deuda pública externa36.

Súmese a ello el costo de la guerra37 y es fácil advertir cómo tales efectos


acumulativos llevan la deuda externa a su crisis terminal en 1980-198238.

La respuesta estatal fue todavía de más intervencionismo39, conforme al esquema


clásico. Pero es así como ya durante veintiocho años consecutivos el Estado no mo-
viliza recursos para pagar la deuda y ella alcanza entonces en 1989, por inevitable
efecto acumulativo, al 85% del producto bruto. En ese año ya se dieron dos episodios
de hiperinflación.

Era para algunos "la emergencia de la emergencia"40. Todavía en el año 89 se


agrega la sequía más grande en un siglo41, en el 90 se produce el aumento del petró-
leo, la baja del precio de los productos primarios, y la perspectiva de no exportar en
199142.
34.- Por ejemplo con lo que resultó una desastrosa política de avales estatales a inversiones privadas de riesgo
en obra pública: Domingo Cavallo, Economía en tiempo de crisis, ed. Sudamericana, Bs.As., 1989, ps. 20 y
ss., p. 208. Algunos autores remontan el aumento constante de la deuda externa más atrás, otros lo hacen
nacer en 1980: Dornbusch y de Pablo, ob. cit., p. 68. En todo caso, el colapso del programa de Martínez de
Hoz es público en marzo de 1981: ob. cit., p. 64.
35.- Dornbusch y de Pablo, ob. cit., ps. 65 y 66. Se produjeron quiebras y múltiples intervenciones y liquidacio-
nes por el Banco Central de la República Argentina, ratificadas o autorizadas por los decretos-leyes 22.267/
80 y 22.229/80, que llevaron a mayor endeudamiento del Estado para enjugar las pérdidas del sistema, por
ejemplo el decreto-ley 22.510/81; todo ello sumado a numerosas y cambiantes resoluciones del B.C.R.A..
Para una descripción de este plateau 1980-1982 de la crisis previa, ver Horacio Tomás Liendo (h.), Emer-
gencia nacional y derecho administrativo, ed. Centro de Estudios Unión para la Nueva Mayoría, Bs.As..,
1990, ps. 142 a 149.
36.- Liendo, ob. cit., ps. 148 y 149.
37.- La vinculación de la guerra con la crisis que se desata o acelera en la deuda externa es explicada en
Cristina Noemí Berz, Estela Diana Sosa y Luis Adrián Gallardo, Deuda externa: optimización de recursos,
ed. Tesis, Bs.As., 1990, ps. 17 y ss.. El efecto no se altera porque conforme al derecho internacional no se
haya tratado de una guerra stricto sensu: Alberto Luis Zuppi, die besaffnete Auseinandersetzung zwischen
dem Vereinigten Königreich und Argentinien im Südatlantik aus völkerrechtlicher Sicht, ed. Carl Heymanns,
Berlín, 1990, p. 190.
38.- Berz, Sosa y Gallardo, ob. cit., ps. XX, 18 y ss., 176 y ss.. Al propio tiempo incide en el mundo el colapso de
la crisis mejicana: Dornbusch y de Pablo, ob. cit., p. 64. La deuda externa pública y privada argentina
aumentó U$S 26 mil millones entre fines de 1980 y fines de 1983, y la parte pública de ella pasó del 52% al
71,8%: Dornbusch y de Pablo, ob. cit., p. 65.
39.- Hay en esto una importante dispersión semántica, pues es común llamar "liberales" a distintas políticas
económicas tan sólo intervencionistas que otras; por ejemplo, Aldo Ferrer, El retorno del liberalismo; re-
flexiones sobre la política económica vigente en la Argentina, "Desarrollo Económico", 1979, vol. 18, nº 72;
La economía argentina, F.C.E., Bs.As., 1980; Crisis y alternativas de la política económica argentina, F.C.E.,
Bs.As., 1977. Sin embargo, Ferrer reconoce que las políticas llamadas liberales han mantenido intacta una
estructura sobredimensionada del Estado, con instrumentos de raíz keynesiana: ob. últ. cit., ps. 137 y 138.
Comparar Liendo, ob. cit., p. 145.
40.- Liendo, ob. cit., p. 152, nota 30.
41.- La anterior justamente corona la primera gran crisis de 1890-1894, igualmente acompañada de deuda
externa imposible de pagar en los términos acordados, quiebras, etc.. Ver Roberto Cortéz Conde, Dinero,
deuda y crisis, ed. Sudamericana, Bs.As., 1989.
42.- Con todo lo cual es casi superfluo agregar que algunos profetizan una gran depresión mundial, como Ravi
Batra, La gran depresión de 1990, Grijalbo, Bs.As., 1988; o que se den en el mercado de capitales de
países desarrollados datos aislados comparables a los de 1930. Entre tantos libros recientes R. Foster
Winans, Trading secrets, St. Martín’s Press, New York, 1986.

170
El Estado había crecido a impulso de la doctrina económica que veía en él la salida
a la crisis de los años 3043, pero en esos años creció más de lo manejable44 y ya no
pudo proveer siquiera seguridad y justicia; se aproximaba al ideario anarquista45 de la
inexistencia o la disolución46, o en particular a "la necesidad imperiosa de liberar al
Tesoro de los déficit crecientes producidos por las empresas no redituables"47.

Quebró, en suma, el sistema por expandirse más allá de lo posible como gasto
público eficaz48.

La vieja pregunta acerca de si había poco o demasiado Estado49, de pronto se


contestó: demasiado. Y consecuentemente se inició un proceso de adecuación a la
nueva política económica mundial.

43.- J. M. Keynes, Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, F.C.E., 6ª ed., México, 1963.
44.- Desde luego, ésta es una verdad de Perogrullo. Ver Horacio Boneo y otros, Privatización: del dicho al
hecho, ed. El Cronista Comercial, Bs.As., 1985, ps. 31 y 49; William P. Glade, en el mismo libro, p. 251.
45.- Algo que avizoró Roulet cuando advertía contra "esta especie de neoanarquistas de derecha, no quieren
un control social ni reglas de juego", quien también preconizaba un Estado "flaco y fuerte", trayendo a la
menta la tesis actual de la empresa privada "lean, mean and hungry". Ver Jorge Esteban Roulet, El Estado
necesario, Ed. Centro de Participación Política, Bs.As., 1987, ps. 20 y 22.
46.- O, como también la vaticinó un catedrático de teoría del Estado, a la desaparición de la noción entonces
"moderna" del Estado. Ver Ataliba Nogueira, Perecimento de Estado, Ed. Revista dos Tribunais, San Pablo,
1971, quien aclara que desde luego no se trata de la anarquía, porque subsiste la sociedad política, el
derecho y la autoridad: es la forma de organización que varía, ps. 19 y ss., y O estado é melo e nao fin, ed.
Saraiva, 3ª ed., San Pablo, 1955, y las modificaciones de sus Liçoes de teoria geral do Estado, ob. lug. cits.
47.- William P. Glade, en el libro de Boneo y otros, ob. cit., p. 253.
48.- "Bajo el peso de una competencia que comprende todo, el Estado sucumbe por su incompetencia para
hacer todo. Cumple mal su tarea, cuando la cumple": Ataliba Nogueira, O perecimento do Estado, ob. cit., p.
20.
49.- Ernst Forsthoff, Rechtsstaat im Wandel, Kohlhammer, Stuttgart, 1964, ps. 63 y ss..

171
4.- El nuevo modelo mundial y local50.

4.1.- Lineamientos iniciales.

Esta situación es mundial, es el fin de una época sin que se sepa qué quedará
luego vigente51: el liberalismo, que había muerto52 por inviable53, pareció renacer: ¿vol-
vimos al siglo pasado54, o se trata de los eternos corsi e ricorsi de la historia55?

Ya a comienzos de la década del 80 los organismos mundiales56, en un cambio de


orientación57, anticipaban el nuevo papel del Estado en el proceso económico y so-
cial58.

En poco tiempo más la crisis económica se trasforma en crisis política, con el fin
del gobierno soviético y el triunfo del libre mercado, la crisis del modelo burocrático, la
sensación del fracaso de la empresa y en general la propiedad pública, privatizaciones
por doquier.

50.- De la conferencia de Eduardo García de Enterría el 6 de diciembre de 1990 en Curitiba, en el Seminario del
IDEPE, Instituto de Direito Público Empresarial de San Pablo. Ver también a Francis Fukuyama, The end of
history and the last man, Ed. The Freee Press, Nueva York y Toronto, 1992; el contexto económico de esta
tesis puede complementarse en James M. Buchanan y Gordon Tullock, The calculus of consent. Logical
foundations of constitutional democracy, University of Michigan Press, Michigan, 1992; y Buchanan y Robert
D. Tollison (compiladores), The theory of public choice-ll, The University of Michigan Press, 1984, especial-
mente James M. Buchanan, Politics without romance: A sketch of positive public choice theory and its
normative implications, ps. 11 y ss., y Gordon Tullock, The backward society: static inefficiency, rent seeking,
and the rule of law, ps. 224 y ss.; James M. Buchanan, Economics. Between predictive science and moral
philosophy, Texas A&M University Press, 1987.
51.- El presente es claro, como fue en 1930. Las recetas son opuestas. Como dice el humorista: "No conviene
hacer predicciones. Menos sobre el futuro". No acertó nadie, ni siquiera los dedicados al tema, antes de la
década del 80. Ver por ejemplo Alvin Toffler, Previews and premises, Bantam, Nueva York, 1985; La tercera
ola. Plaza and Janes, Barcelona, 1980. Tal vez más genéricamente estuvo precavido Jean-Francois Revel,
El conocimiento inútil, Planeta, Barcelona, 1989.
52.- Para una descripción de ese proceso nos remitimos a Alejandro Nieto, La burocracia. I. El pensamiento
burocrático, Instituto de Estudios Administrativos, Madrid, 1976, ps. 82 y ss.
53.- Como posiblemente lo vería Aldo Ferrer, quien ya se ha referido al "círculo vicioso liberalismo-populismo"
en Crisis..., ob. cit., ps 104 y ss..
54.- "Medio vil y endeble es la experiencia, pero la verdad es tan grande que bien merece que no se desdeñe
recurso alguno que a ella nos conduzca. La razón tiene tantas formas que no sabemos a cuál ajustarnos",
decía Montaigne, Ensayos completos, t. IV. ed. Iberia, Barcelona, 1953, p. 172, libro tercero, capítulo XIII.
55.- Aldo Ferrer, Crisis y alternativas de la política económica argentina, ob. cit., ps. 76 y ss..
56.- Ver entre otros las publicaciones del Banco Mundial, Argentina, Economic recovery and growth, Washing-
ton, D.C., 1987; Argentina, social sectors in crisis, Washington, D.C., 1988; Argentina, Reformas encamina-
das a lograr estabilidad de precios y creicmientos, Washington, D.C., 1990; Argentina. Reforma tributaria
para la estabilización y la recuperación económica, Washington, D.C., 1990.
57.- William P. Glade, en Boneo y otros, ob. cit., p. 240.
58.- Banco Mundial, World development report, Johns Hopkins Press. 1983, p. 56; Peter J. Kennedy Jr., en
Boneo y otros, ob. cit., p. 177. Una somera descripción de los cambios mundiales de política en esta década
en William P. Glade, en Boneo y otros, ob. cit., ps. 219 y ss..

172
Desregulación, desmonopolización, privatización, dejan de ser banderas políticas
inglesas o norteamericanas59, son políticas económicas mundiales, del Oeste60 y del
Este, de las naciones y los organismos multinacionales de los cuales depende nues-
tro crédito externo; "las ideologías son más potentes que los Estados"61.

También en nuestro país, desde luego, se comenzó en esa década a postular la


desregulación y desmonopolización62 y a prestar atención a la protección del consu-
midor63.

En lo político la Carta de París del 21 de noviembre de 1990, suscrita por los 32


Estado de la OTAN y del Pacto de Varsovia, es el nuevo orden internacional, el triunfo
ideológico y empírico de la democracia y los derechos humanos unidos al libre mer-
cado, ambos ahora reconocidos con su correcto carácter supranacional y
supraconstitucional operativo por nuestra Corte Suprema de Justicia.

Entre los principios que consagran el nuevo orden económico internacional apare-
cen en Europa la liquidación de los monopolios existentes (que no sean propios de la
defensa o la prestación de servicios llamados públicos), evitar el abuso de posición
dominante en el mercado y la práctica de fijación de precios o reparto de mercados,
la prohibición de ayuda de los Estados a las empresas, ayudas, éstas, que
distorsionarían los mercados, creación de fondos estructurales comunitarios para
concurrir a situaciones de crisis u homogeneizar el mercado.

Aparece también el principio de la creación de un sistema monetario europeo,


estabilidad de la moneda, creación de un banco central independiente de los Estados
miembros y del cual los bancos centrales nacionales son delegados para aplicar en el
orden interno la política crediticia y fiscal del banco central europeo, imposibilidad al
banco central nacional de financiar el déficit presupuestario más allá de un porcenta-
je mínimo, etc..

Toda política, decía Paul Valéry, implica alguna idea del hombre, y toda administra-
ción también64. El contexto mundial es entonces, al menos por este fin de siglo, el de
una ideología y una concepción del hombre y del Estado distinta de la que prevaleció
durante el siglo.

59.- A partir de 1980 con la Staggers Rail Act sobre desregulación ferroviaria en los Estados Unidos. Edouard
Cointreau, Privatización. El arte y los métodos, Unión Editorial S.A., Madrid, 1986, ps. 97 y ss.. En general
el origen de la idea de desregulación de la economía se remonta a los Estados Unidos. Jean Loyrette,
Dénationaliser. Comment réussir la privatisation, Dunod, París, 1986, p. 19.
60.- Croisset, Prot, de Rosen, Dénationalisations. Les leçons de Pétranger, Ed. Económica, París, 1986, p. 8.
61.- Ataliba Nogueira, Parecimento do Estado, ob. cit., p. 8. El empresariado argentino reunido en FIEL también
asume estas banderas en el libro colectivo. El fracaso del estatismo. Una propuesta para la reforma del
sector público argentino. Ed. Sudamericana-Planeta, Bs.As., 1987.
62.- El decreto 1842/87.
63.- Ver: Gabriel Stiglitz, Protección jurídica del consumidor, Depalma, Bs.As., 1986.
64.- Gérard Timsit, Le nouvel ordre économique international et l’administration publique, Institut International
des Sciences Administratives y Unesco, Aire-sur-la-Lys, 1983, p. 13.

173
4.2.- El sistema legislativo a partir de la emergencia.

El nuevo orden económico mundial tuvo su reflejo nacional en la llamada "reforma


del Estado", leyes 23.696 y 23.69765 y las leyes posteriores 23.928 y 23.982.

Cabe destacar que todo ello se da: a) en el marco de la inserción del Estado en el
doble sistema supranacional operativo del Pacto de San José de Costa Rica y del
Mercosur, así como también de la estabilidad monetaria y del ajuste fiscal e impositi-
vo en marcha, como datos positivos; y b) como datos negativos, la persistencia de un
sistema paralelo66, la crisis permanente del poder judicial67, un desequilibrio adicional
entre el ejercicio de facultades legislativas y ejecutivas68, y el quedar aún otras impor-
tantes reformas pendientes69.

Para juzgar la constitucionalidad de la legislación inicial de emergencia (23.696 y


23.697) es aplicable toda la vieja construcción doctrinal y jurisprudencial sobre la
constitucionalidad del intervencionismo y la regulación en épocas de emergencia, la
que se vuelve contra sí misma cuando se trata de juzgar, a la inversa, la desregulación
y desmonopolización estatal, desintervención y privatización, en otra emergencia.

En los antiguos ejemplos de potestad legislativa en época de crisis encontramos el


caso de la moratoria hipotecaria en la depresión de los años 3070, la prórroga de los
contratos privados de locación y la limitación del monto de los alquileres71, paraliza-
ción de juicio contra el Estado72, fijación de cuotas de producción, precios máximos,

65.- Entre los trabajos más generales ver Hutchinson, Barraguirre y Grecco. Reforma del Estado, Ley 23.696,
Ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1990; las diversas contribuciones al libro Primer seminario internacional
sobre aspectos legales de la privatización y desregulación. Agosto 9/11 de 1989, editorial Ciencias de la
Administración, Bs.As., s/d, y sus referencias; Carlos Menem y Roberto Dromi, Reforma del Estado y
transformación nacional, ed. Ciencias de la Administración, Bs.As., 1990; Gustavo E. E. Pinard, La reforma
del Estado, "J.A.", julio 18 de 1990, D, p. 1203; Juan Carlos Cassagne, La transformación del Estado, 8
noviembre 1990, "L.L.", ps. 1 a 3; Néstor Pedro Sagüés, Derecho constitucional y derecho de emergencia,
18 de setiembre 1990, "L.L.", ps. 1 a 7; Cristián J. P. Mitrani, Privatización: métodos y cuestiones jurídicas,
5 octubre 1990; "L.L.", ps. 1 a 2: Horacio Ruiz Moreno, La emergencia a la luz de nuestra Constitución, 6
noviembre 1990, "L.L.", ps. 1 a 3; etc..
66.- Supra, punto 3.2..
67.- Supra, 3.3. y 3.4.
68.- Infra, 4.4.
69.- Algunas de las cuales mencionamos infra, nº 5, y otras hemos reseñado en nuestro artículo El informalismo
y la concurrencia en la licitación pública, "Revista de Derecho Administrativo", nº 11, Bs.As., 1992, espe-
cialmente ps. 304 a 306.
70.- "Avico c. de la Pesa", "Fallos", t. 172, p. 21, año 1934.
71.- En el caso "Ercolano", "Fallos", t. 136, ps. 170 y ss., 1922.
72.- "D’Aste vs. Caja Nacional de Previsión Social para el Personal del Estado", "Fallos", t. 269, p. 417, año
1967; revista "La Ley", t. 130, ps. 485 y ss..

174
etc.73, monopolios estatales que regulan la producción privada en materia de car-
nes74, yerba mate75, vinos76, grano77, algodón78, y así sucesivamente.

Se ha resuelto la inconstitucionalidad cuando la norma era retroactiva79, o no tenía


en sí misma categorías razonables de diferenciación80, pero salvo estos supuestos
relativamente excepcionales, lo cierto es que la Corte Suprema de Justicia de la Na-
ción tiene admitida reiteradamente la constitucionalidad de normas restrictivas a ga-
rantías constitucionales como la propiedad, libertad de comercio e industria, de con-
tratación, en épocas de emergencia81.

También se ha encontrado en algún caso que no subsistía la situación de emer-


gencia en forma continuada como para que el régimen limitativo mantuviera caracte-
res de permanencia82, pero más frecuente es que fuera el propio legislador el que,
habiendo dictado las leyes de emergencia, las derogara o dictara luego otras "mejo-
res" para corregir los males causados por las anteriores83.

Del mismo modo se puede estimar que en materia de legislación de emergencia la


posición de la Corte es que en definitiva "no le toca... opinar sobre cuál de varios
medios posibles es el mejor, sino si el elegido por el legislador es [...] proporcionado
al fin perseguido"84.

73.- "D’Aste vs. Caja Nacional de Previsión Social para el Personal del Estado", "Fallos", t. 269, p. 417, año
1967; revista "La Ley", t. 130, ps. 485 y ss..
74.- El caso de las leyes 11.226, 11.228, 11.563 y 11.747, de 1933, esta última de creación de la Junta nacional
de Carnes, declarada constitucional por la Corte Suprema en el año 1944 en el caso "Inchauspe", t. 199, p.
483. En sentido similar: "Frigorífico Anglo S.A. vs. Gobierno Nacional", "Fallos", t. 171, p. 366, año 1934;
"Cía Swift de La Plata y otros c. Gobierno Nacional", t. 171, p. 348, año 1934. Ver: maría Susana Taborda
Caro, Derecho agrario, Plus Ultra, Bs.As., 1979, ps. 400 y ss.. La solución se mantiene en el caso "Cavic",
1970, "La Ley", t. 139, p. 527, con nota de Carlos Sáenz Valiente, y nota de Julio Oyhanarte en "La Ley", t.
139, p. 1118.
75.- Ley 12.236. Ver: José María Sáenz Valiente (hijo), Curso de derecho federal, ed. Dovile, Bs.As., 1944, ps.
287 y ss.; Zavalía, Derecho federal, t. II, ps. 982 y ss..
76.- Leyes 12.137 y 12.355; Zavalía, ob. cit., p. 987; Sáenz Valiente, ob. cit., ps. 290 y ss..
77.- Ley 12.253, luego de un decreto de 1933; Sáenz Valiente, ob. cit., ps. 293 y ss.; Taborda Caro, ob. cit., ps.
461 y ss..
78.- Decreto del 27 de abril de 1935; Sáenz Valiente, ob. cit., p. 294.
79.- Caso "Horta", 21 de agosto de 1922, "Fallos", t. 137, p. 47.
80.- "Muñiz Barreto de Alzaga vs. Antonio Destéfanis", 1958, "Fallos", t. 270, p. 379.
81.- "Ferrari", año 1944, t. 199, p. 496; "Giraldo", t. 202, p. 456, año 1945; "Ciarrapico", t. 204, p. 195, año 1946;
"Caillard de O’Neil", t. 234, p. 384, año 1956; "Russo", t. 243, p. 467, año 1959; "Nadur", t. 243, p. 449, año
1959; "Diodato", "Fallos", t. 266, p. 170, año 1966; "La Ley", t. 125, p. 402, "Inco", "Fallos", t. 268, p. 364, año
1967; "La Ley", t. 128, p. 419; "Banco Hipotecario Franco Argentino", "Fallos", t. 270, p. 462, año 1968, "La
Ley", t. 132, p. 797; etc..
82.- "Mango vs. Traba", año 1925, "Fallos", t. 114, p. 219: "en las condiciones expresadas no es posible ya
considerar razonable la restricción extraordinaria al derecho de usar y disponer de la propiedad que man-
tiene en vigor la ley 11.318 y que en su origen fue sancionada como una medida excepcional destinada a
salvar una grave emergencia".
83.- Es la expresión de Juan Francisco Linares, Razonabilidad de las leyes, Astrea, Bs.As., 1970, ps. 130 y 131.
84.- Miguel M. Padilla, Lecciones sobre derechos humanos y garantías, Abeledo-Perrot, Bs.As., 1986, p. 79, y
sus referencias. Con todo, "la Corte, por tanto, dijo primero que no podía analizar la eficacia de los medios
elegidos para obtener el fin propuesto, y a continuación se remitió a una serie de circunstancias de hecho
que, a su juicio, acreditaban suficientemente la referida eficacia. También se puede verificar la misma
contradicción en el caso Ercolano" (Padilla, ob. cit., p. 78).

175
Se ha sugerido, posiblemente con acierto, que el análisis de los hechos por nues-
tra Corte Suprema es menor en esta materia que el de los tribunales norteamerica-
nos cuyos procedentes con frecuencia se invocan85.

La crisis de la década del 80 es heredera de la crisis mundial de 1973, y sin embar-


go bajo el signo de la misma crisis se han dictado en el mundo medidas exactamente
contrapuestas: nacionalizaciones en Francia86 y Colombia87 en 1982, privatizaciones
en Gran Bretaña, desregulación en los Estados Unidos. En cualquier hipótesis, no
cabe duda de que la legislación dictada a partir de la reforma del Estado se inserta en
un modelo económico mundial que nuestra jurisprudencia no habrá de considerar
inconstitucional.

Algunos casos son más complejos por una tradición de pensamiento muy diferente
en la materia88, pero también pensamos que superarán el test constitucional.

4.3.- La derogación por decreto de leyes intervencionistas.

Los decretos dictados luego de las leyes 23.696 y 23.697 durante los dos o tres
primeros años de ejecución de esta legislación se dividen básicamente en: a) los que
sientan principios y normas legales no establecidos en esas leyes, pero con funda-
mento en el mismo estado de necesidad pública; por tanto, "reglamentos de necesi-
dad y urgencia"; b) los que constituyen la ejecución del principio desregulatorio y
desmonopolizador del art. 10 de la ley 23.696; por tanto, reglamentos de ejecución o
delegados.

En el segundo caso, no creemos que exista duda de que el Congreso de la Nación


puede en determinadas circunstancias delegar al Poder Ejecutivo la determinación
de un aspecto fáctico integrador de una norma legislativa89, y no nos parece que el
Poder Ejecutivo haya excedido el marco de la legislación al identificar otras normas
legislativas alcanzadas por el principio de derogación genérica y delegación
individualizadora del art. 10 de la ley 23.696.

85.- Padilla, ob. cit., p. 79, quien señala que aquel tribunal "estimó indispensable un examen de la realidad para
poder decidir si los medios ordenados por el legislador mantenían una adecuada equivalencia respecto de
los fines que buscaba alcanzar". Sobre el tema en la jurisprudencia actual de los Estados Unidos se puede
ver, entre otros, John E. Nowak, Ronald D. Rotunda y J. Nelson Young, Constitutional law, 3ª ed., St. Paul,
Minnesota, 1986, capítulo 11, ps. 331 y ss., y la más completa exposición de rotunda, Nowak y Young,
Treatise on constitutional law: substance and procedure, St. Paul, 1986.
86.- André G. Delion y Michel Durupty, Les nationalisations, ed. Economica, París, 1982.
87.- Jaime Vidal Perdomo, Nacionalizaciones y emergencia económica, Universidad Externado de Colombia,
Bogotá, 1984.
88.- Ver nuestro artículo Desregulación y privatización portuaria, en la "Revista de Derecho Administrativo", nº
9/10, Bs.As., 1993, ps. 31 a 46.
89.- Corte Suprema de Justicia de la Nación, caso "Delfino", "Fallos", t. 148, ps. 434 y ss., año 1927, que
reproducimos y comentamos en nuestro Tratado de derecho administrativo. Parte general, t. I, Ed. Macchi,
Bs.As., 1974, capítulo V, ps. 47 y ss., 57 y ss..

176
A diferencia de las clásicas delegaciones para la regulación de derechos individua-
les90, éstas son principalmente delegaciones para la desregulación91, lo cual supone
expandir el ámbito de los derechos individuales -en una concepción clásica, se en-
tiende92- antes restringidos por la legislación que se abandona93.

Concluimos, pues, que los decretos que individualizan leyes que se identifican como
derogadas por aplicación del principio de los arts. 10 y 61 de la ley 23.696 son cons-
titucionales y no constituyen reglamentos de necesidad y urgencia ni necesitan ratifi-
cación legislativa.

Destacamos también que por aplicación del viejo principio de que la abrogación de
una norma abrogatoria no hace renacer la norma inicialmente abrogada (Messineo),
las leyes así dejadas sin efecto sólo pueden ser restablecidas por nueva ley del Con-
greso, siendo imposible tanto hacerlas renacer por acto reglamentario como sustituir-
las por normas nuevas regulatorias en sede con sólo ejercicio de competencia admi-
nistrativa.

4.4.- Los reglamentos de necesidad y urgencia.

La intención legislativa era específica en cuanto a las delegaciones que realizaba


al órgano administrativo y no estaba en ella realizar una masiva transferencia de
potestades a la administración como de hecho se produjo: como decía Cammeo, "la
necesidad no legitima este poder en el silencio y aún contra la voluntad de la ley
escrita"94.

Con todo, es de observar que la calificación legislativa de la realidad efectuada por


las leyes 23.696 y 23.697, que da punto de partida a este proceso normativo, tuvo en
su momento sustento fáctico suficiente, como lo atestiguaban los datos económicos
ya vistos.

Si estas leyes son constitucionales en haber determinado la existencia de un esta-


do de necesidad pública, entonces también pudo el Poder ejecutivo, con igual funda-
mento en el estado de necesidad pública existente, tener habilitación de competen-
cia, en esa época, para dictar reglamentos de necesidad y urgencia.

Ello es así sólo en cuanto a la habilitación de competencia legislativa, sin perjuicio


entonces del control de constitucionalidad del contenido de lo que en cada caso se

90.- Un listado de ellas en Bianchi, ob. cit., capítulo IV, apartado B, ps. 180 a 195.
91.- Ver nuestro artículo La validez constitucional del decreto 2284/91, en el "Periódico Económico Tributario",
Bs.As., nº 1, noviembre de 1991; Juan Carlos Cassagne, La desregulación de actividades dispuesta por el
decreto 2284/91, en la "Revista de Derecho Administrativo", nº 7/8, Bs.As., 1991, ps. 379 y ss..
92.- No se trata, obviamente, de una expansión de los llamados derechos sociales. Sobre el tema de los dere-
chos sociales, económicos y culturales nos remitimos a nuestro libro Derechos humanos, ob. cit., ps. 99 y
ss..
93.- El principal supuesto es el contemplado en el art. 10 de la ley 23.696.
94.- Federico Cammeo, Corso di diritto amministrativo, reimpresión de la obra concebida en los años 1911-
1914, ed. Cedam, Padua, 1960, p. 95.

177
haya resuelto: sustento fáctico de la decisión concreta, proporcionalidad, adecuación
de medio a fin, ausencia de desviación de poder, no creación de tributos, etc..

En los primeros tiempos de la emergencia fue explicablemente caótica la sanción


de reglamentos de necesidad y urgencia, muchos de ellos derogados luego entre sí o
caídos en virtual desuetudo, o retirados del Congreso por el Poder ejecutivo en una
suerte de autoderogación. En cuanto a los demás, es probable que alguna parte de
los dictados en el período 1989/1992 sobrevivan, a fuero a pesar de la historia95.

En cualquier caso, cabe recordar que no entran en esa lista los decretos que ejer-
cen la delegación o realizan la ejecución del art. 10 de la ley 23.696.

De todos modos, se ha de evitar caer en las peligrosas doctrinas de que los hechos
crean derecho96, el derecho de necesidad97, la necesidad como fuente de derecho98,
el derecho de emergencia99 y parecidas variantes argumentales, como la legitimación
de hecho "por consenso" que alguna doctrina argumentó a comienzos del gobierno
de facto instalado en 1966.

Hay decretos fundados en la emergencia que son directamente inconstitucionales,


de lo cual hay bastante escrito al respecto, aunque no parece prima facie próxima ni
masiva su declaración judicial de inconstitucionalidad, salvo algunos supuestos aisla-
dos.

En cualquier caso, ésta es sin duda una diferencia capital frente a otros supuestos
históricos de concentración legislativa en el ejecutivo, en los que se trataba del ejerci-
cio de una política intervencionista y restrictiva de los derechos100, o de hipótesis de
guerra101.
95.- Dentro de la copiosa bibliografía ver Rafael Bielsa, El "decreto-ley". Caracteres generales y régimen jurídi-
co, en Estudios de derecho público, t. III, Derecho constitucional, ed. Depalma, Bs.As., 1952, ps. 431 y ss.;
César A. Quintero, Los decretos con valor de ley, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1958, ps. 84 y ss..
Para una bibliografía específica en materia de decretos-leyes de gobiernos de facto ver la que reseñamos
en nuestro Tratado de derecho administrativo. Parte general, t. I, Bs.As., 1974, reimpresión 1990, capítulo V,
p. 38, nota 1.
96.- Walter Jellinek, Verwaltungsrecht, Lehrmittel-Verlag, Offenburg, 3ª. ed., 1948, ps. 125 y 126. Comparar, del
mismo autor, Gesetz, Gesetzesanwendung und Zweckmässigkeitserwägung, ed. Mohr, Tübingen, 1913,
ps. 13 y ss.
97.- Un ejemplo en María Antonia Leonfanti, Derecho de necesidad, Astrea, Bs.As., 1980, ps. 85 y 86.
98.- De la cual hay poca bibliografía en épocas constitucionales, y copiosa en épocas de guerra, como la que
cita Giovanni Miele en su nota b a la p. 95 de la reimpresión de la obra de Cammeo, ya citada. Lo mismo
ocurre entre nosotros: cuando decae el constitucionalismo y se debilita el Estado de derecho, aumentan los
poderes de facto y sus defensores.
99.- Néstor Pedro Sagüés, Derecho constitucional y derecho de emergencia, conferencia de incorporación a la
Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, 10 de mayo de 1990, en prensa, que
reseña Liendo, ob. cit., p. 92, nota 1. Sagüés considera más "moderado" el principio necessitas jus constituit
que el necessitas non habet legem (y habla de un "derecho de emergencia supraconstitucional"). La distin-
ción es demasiado próxima a la que recuerda Zuppi entre el jus and bellum y el jus in bello (Zuppi, ob. cit.,
p. 188).
100.- Sobran ejemplos. Entre otros ver el que relata Roger Bonnard, Le droit et l’Etat dans la doctrine nationale-
socialiste, 2ª ed., L.G.D.J., París, 1939, ps. 5 y 6, y sus referencias.
101.- Como ley inglesa de 1940 Emergency Powers (Defence) Act, también denominada cáusticamente
"Everything and Everybody Act". Ver Carleton Kemp Allen, Law and orders, ed. Stevens and Sons, Londres,
1947, ps. 206 y ss..

178
Y cabe también advertir que la reversión de los datos económicos posiblemente
permita sostener que el estado de necesidad pública terminó aproximadamente en
1992, cesando de partir de entonces la habilitación para el dictado de reglamentos de
necesidad y urgencia.

Así es como, por ejemplo, nos parece constitucional e irreversible la desregulación


y desmonopolización postal del decreto 1187/93, pero no necesariamente la nueva
regulación que en el mismo decreto se establece.

5.- Reformas pendientes

La reforma que venimos de explicar ha desarmado mucho del viejo aparato estatal,
pero le ha faltado ajustar el resto a la nueva dinámica que ha creado. Corre con ello el
riesgo de quedar claudicante frente a la nueva realidad que ha creado. Hemos men-
cionado ya algunas de las cuestiones jurídicas que quedan por ahora en saldo nega-
tivo102.

5.1.- La protección del usuario.

En primer lugar, destacamos que todavía no parece haberse tomado noticia en


nuestro medio de que las "nuevas" formas contractuales de concesión o licencia tie-
nen un régimen jurídico tradicional en nuestro medio, que corresponde desempolvar:
la limitación de los derechos del concesionario o licenciatario103, la protección del
usuario por la autoridad estatal de control104.

Ese régimen jurídico todavía está inmerecidamente no vuelto a la memoria presen-


te, en parte porque falta aún instrumentar plenamente la operatividad de los organis-
mos de aplicación.

5.2.- La regulación de nuevos contratos.

Existieron en 1992 dos proyectos de reforma de la legislación de contratos admi-


nistrativos105, que hemos tenido oportunidad de analizar recientemente106. Ellos conti-
102.- Supra, punto 4.2., apartado b, y sus remisiones.
103.- Rafael Bielsa, consideraciones sumarias sobre la concesión de servicios públicos, Bs.As., 1937, Compa-
ñía Impresora Argentina, ps. 49 y ss.; IVa. Conferencia Nacional de Abogados, Régimen jurídico de la
concesión de servicio público, Bs.As., 1936, Talleres de "Artes Gráficas", ps. 37 y ss.; "Fallos C.S.N.", t. 49,
p. 224, 97; in re "Ercolano v. Lanteri de Renshaw", t. 136, p. 161; t. 155, p. 12; etc.. En ellos se hizo mérito de
la jurisprudencia americana: "Munn v. Illinois", 94 U. S. 113; "Granger Cases", 94 U. S. 155 y ss., Spring
Valley Water Works v. Shottler", 110 U. S. 347; 12 U. S. 659, in re "Northwestern Fertilizing Cº v. Village of
Hyde Park".
104.- Carlos Manuel Grecco, Potestad tarifaria, control estatal y tutela del usuario (A propósito de la privatización
de Entel), "Revista de Derecho Administrativo", nº 5, 1990, ps. 481 y ss., con completa y prolija recopilación
de jurisprudencia y doctrina en la materia.
105.- Uno de ellos, que no fue enviado al Congreso, está publicado en la "Revista de Derecho Administrativo",
nº 9/10, Bs.As., 1992, ps. 233 y ss..
106.- Comentarios al Proyecto de Ley de Contratos Públicos, conferencia pronunciada en Córdoba, en las
Jornadas de 1993 de la Cámara Argentina de la Construcción, en prensa.

179
núan una tendencia actual en los países de América Latina107, bajo la sugerencia
externa de procurar eficientizar el proceso de contratación estatal y bajar sus costos.

Tales proyectos no recogen algunas de las verdaderamente nuevas figuras con-


tractuales, como, por ejemplo, el contrato por agencia previsto en el decreto 790/90.

5.3.- Una nueva legislación contractual.

Otra falencia es que no intentan reparar a la luz de la experiencia comparada los


efectos deletéreos de antiguos vicios administrativos108, ni mejorar la eficiencia del
Estado en contratar a precios de mercado109.

5.4.- Los controles de la actividad privatizada

El cambio hasta ahora transitó la vía de la desmonopolización y desregulación,


pero no perfeccionó aún el control estatal de las actividades privatizadas bajo un
régimen monopólico: gas, aguas, electricidad, teléfonos, etc. A modo de ejemplo uno
de tales mecanismos de control es el de las audiencias públicas.

107.- Por ejemplo Colombia, Brasil, Uruguay. Hemos comentado la ley brasileña 8666 en nuestro trabajo Prin-
cipios de la licitación pública en la ley 8666, conferencia pronunciada en el III Congreso Internacional de
Derecho Administrativo, primera parte, Foz de Iguazú, Brasil, 9 de setiembre de 1993, en prensa.
108.- Algo hemos dicho en nuestro artículo El informalismo y la concurrencia en la licitación pública, "Revista
de Derecho Administrativo", nº 11, Bs. As., 1992, ps. 293 a 318.
109.- Algo parecido está ocurriendo en otros países latinoamericanos, que por igual sugerencia externa están
modificando su legislación general de contratos administrativos, con eficacia variada. Hemos tratado el
tema en Principios de la licitación pública en la ley 8666, conferencia pronunciada en el III Congreso Inter-
nacional de Derecho Administrativo, primera parte, Foz de Iguazú, Brasil, 9 de setiembre de 1993, en
prensa.

180
Actividad Nº 20

Investiga el sistema de control por vía de la "Audiencia Pública"; parte co-


rresponde a este mismo artículo, puntos 6 y 8, con el agregado de otros
autores, obtenidos por la búsqueda personal del alumno

181
Actividad Nº 21

1.- Subraye en el módulo las ideas rectoras de la formulación del Derecho Admi-
nistrativo en cada etapa histórica.

2.- Efectúe a continuación un gráfico marcando una línea de tiempo en la que se


destaquen los grandes hilos.

3.- ¿Cuál es, a su parecer, el contenido jurídico del Derecho Administrativo en la


actualidad? Fundamente su respuesta

4.- Régimen Exorbitante: Efectúe un cuadro sinóptico compatibilizando la enu-


meración de Prerrogativas y Garantías que efectúan los autores citados en la
lectura obligatoria Dres. Cassagne y Barra.

5.- C.S.J.N.: Agregue a su material de estudio los siguientes fallos: "Montalvo" del
02/12/90 L.L. 1991-C-80, y "Peralta" del 27/12/90 L.L. t. 1991-C.-158, exprese
su opinión personal sobre los mismos a partir de la lectura obligatoria enco-
mendada.

182
Sres. Alumnos:

El presente módulo se compone de la segunda parte, o segundo eje temá-


tico según Programa de la Asignatura. Sin embargo, para una mejor com-
prensión de los puntos de estudio, se les ha asignado un orden diferente,
conforme se detalla en éste.

Siguiendo el esquema de la Relación Jurídica Administrativa, contenida en


la Unidad 1, e ingresando al estudio de los SUJETOS de la misma, se
desarrolla en la unidad 3 y 4 lo referente al Estado y la Administración Pú-
blica; refiriéndonos en la unidad 5 a las distintas situaciones jurídicas en las
que puede verse involucrado el sujeto particular o administrado frente a la
Administración.

Se les recuerda muy especialmente, el estudio de la legislación nacional y


provincial aplicable en cada caso, la que siempre es requerida en los exá-
menes parciales y finales.

Igualmente, a partir del presente ciclo académico, se incorpora la búsque-


da y lectura de jurisprudencia referida a los temas tratados, la que también
será requerida en las evaluaciones de referencia.

Atentamente.

Graciela E. Moreno
Prof. en Ciencias Jurídicas

183
184
Diagrama Conceptual
Unidades III y IV

SUJETOS DEL
DERECHO ADMINISTRATIVO

PERSONA
Concepto - clasificación

Jurídicas
Privadas
Públicas

Estatales No Estatales

Carácter de Públicos
sus actos Privados

Mandato
Principios Actuación Representación
Teorías
Jurídicos del Estado Organo

Jerarquía Competencia org. cargo oficio


Potestad
Organizatoria
Delegación Avocación Organo
Administrativa

Adm. Adm.
Central Descentralizada
Agentes
Relaciones
Administrativas
Poder Ejecutivo Territorial Institucional
Jefe Gobierno

Organo
Entidad
Ministerial Entidad
Empresas Desc.
autárquicas
Organo Burocrático atípicas
Consultiva
Contralor

Tribunal Contaduría Auditoría


cuentas Gral.Nación Gral.Nación

185
186
Guía de Estudio
SEGUNDO EJE TEMÁTICO
Los Sujetos del Derecho Administrativo:

UNIDAD III
La persona. Concepto y clasificación. Personas jurídicas públicas y privadas; estatales y
no estatales. El carácter público de los actos de las entidades estatales. Personas públi-
cas no estatales. Personas jurídicas privadas estatales.

Actuación del Estado: distintas teorías. Potestad organizatoria: organización administra-


tiva: Concepto, contenido y clasificación. La organización burocrática, consultiva y contralor.
Organo, cargo y oficio. Agentes y funcionarios. Relaciones interorgánicas e
interadministrativas.

Centralización y descentralización: concepto, consecuencias. Autonomía y autarquía: con-


cepto, consecuencias. Desconcentración.

Lectura obligatoria

a.- Juan Carlos Cassagne, Ob. Cit..

Lectura alternativa:

a.- José Roberto Dromi, Derecho Administrativo, Ediciones Ciudad Argentina, última
edición.
b.- Manuel María Diez (Colaboración de Tomás Hutchinson) Manual Derecho Adminis-
trativo, Editorial Plus Ultra, año 1996 (dos tomos).

UNIDAD IV
Principios jurídicos de la organización administrativa: Jerarquía: concepto y consecuen-
cias. Competencia: concepto, caracteres, clasificación, conflictos que pueden suscitarse.
Delegación: distintas especies. Avocación: régimen legal.

Tipología de los entes públicos: Administración central: Poder Ejecutivo, atribuciones.


Jefatura de Gabinete, naturaleza, atribuciones. Organo ministerial, naturaleza, atribucio-
nes. Normativa nacional y provincia..

Administración descentralizada: distintas formas jurídicas que puede asumir. Entidades


autárquicas. Concepto, origen, caracteres y régimen jurídico.

Empresas del estado. Concepto, origen, caracteres y régimen jurídico.

Las distintas formas societarias del Estado Argentino.

Lectura Obligatoria:

a.- Cassagne, Juan Carlos. Ob. Cit.


b.- Constitución Nacional, Constitución Provincial.
c.- Ley Nacional de Procedimientos Administrativos, nº 19.549 y decreto reglamentario.

187
d.- Ley de Procedimientos de la Provincia de Salta, nº 5348, o su similar en la Provincia
a la que corresponde la Tutoría.
e.- Ley Provincial nº 6811 Orgánica del Gobernador, del Vice-Gobernador y de los Mi-
nistros, o su similar en la Provincia a la que pertenezca la Tutoría.

Lectura Alternativa:

a.- Idem unidad 3.

188
El jefe de gabinete en la organización administrativa
ISMAEL MATA

I.- Aproximación a la nueva figura

1.- Introducción

La reciente reforma de la Constitución Nacional ha creado la institución del jefe de


gabinete de ministros cuyas atribuciones se establecen en el artículo 100 del nuevo
texto constitucional.

La ley 24.309 que declaró la necesidad de la reforma parcial de la constitución de


1853 (con las reformas de 1860, 1866, 1898 y 1957), previó la creación de la figura
del jefe de gabinete en el contenido del "Núcleo de coincidencias Básicas", bajo el
título de "Atenuación del Sistema Presidencialista".

El nuevo funcionario de acuerdo con el mencionado "Núcleo", sería nombrado y


removido por el presidente de la Nación y tendría responsabilidad política ante el
Congreso, que podría también removerlo mediante un voto de censura.

Según Alfonsín1, la excesiva concentración de funciones en el presidente ha gene-


rado una fuerte personalización del sistema de gobierno que alimenta el avance del
Poder ejecutivo sobre los otros poderes y resiente la estabilidad y gobernabilidad del
sistema.

En función de ello, las notas negativas del régimen presidencialista argentino se-
rían:

a.- rigidez y falta de mecanismos para superar situaciones de crisis;


b.- juego de suma cero (en la confrontación política todo lo que uno gana es a
costa de lo que pierde otro);
c.- bloqueo entre los poderes del Estado;
d.- dificultad para formar alianzas y coaliciones multipartidarias; y
e.- concentración de presiones sobre el Poder Ejecutivo.

"La incorporación de un jefe de gabinete de ministros contribuirá a solucionar los


problemas de gobernabilidad... El jefe de gabinete incrementará la legitimidad y re-
presentatividad del gobierno, al exigir que el mismo cuente con un respaldo parla-
mentario... La figura del jefe de gabinete representa una verdadera transformación
institucional. El poder político ya no se concentrará únicamente en el presidente"2.

1.- ALFONSIN, Raúl R., "Núcleo de coincidencias básicas", L.L., del 26-VIII-1994, págs. 1 a 7.
2.- ALFONSIN, R.R., "Núcleo...", cit. págs. 4/5.

189
Tal es el pensamiento de uno de los líderes políticos que impulsó la reforma y que
se inserta en la línea de trabajo del Consejo para la Consolidación de la Democracia,
creado en 1985 durante su gestión presidencial.

Asimismo, la opinión transcripta, a pesar de que puede ser considerada como una
expresión de carácter partidario, resulta concordante con el "Núcleo" de la ley 24.039
que al establecer "la finalidad, el sentido y el alcance de la reforma", determinó que la
creación de un jefe de gabinete era una política básica para satisfacer el objetivo de la
"atenuación del sistema presidencialista".

2.- El jefe de gabinete y el sistema parlamentario de gobierno


(Inglaterra).

El origen del sistema debe buscarse en la laboriosa evolución de las instituciones


inglesas de gobierno, que partiendo de la Edad Media fueron transformándose du-
rante siglos con un notable grado de continuidad3.

Desde el comienzo de la hegemonía normada (siglo XI) la Corona mantuvo un


poder central, resistiendo la dispersión de su autoridad en la época feudal y sujetan-
do a los poderosos del reino a su mando, mediante equilibrados mecanismos de
participación.

La política desenvuelta por la monarquía de consultar y discutir con los pares del
reino los asuntos del Estado en el Consejo Real (Curia Regis) fue el origen del vigo-
roso parlamentarismo inglés y, a su vez, el tronco del que se desprendieron los más
importantes cargos públicos británicos, tales como el Treasury, los Courts of Common
Law, la House of Lords y el Privy Council (base del actual gabinete).

En particular en el ámbito del Consejo se producía el intercambio (do ut des) entre


el rey y los nobles, por lo general, consistente en el pedido de dinero por parte del
primero para sus proyectos políticos y en las peticiones (petitions)4 de ventajas de los
grandes del reino reunidos en Parlamento.

Luego de la muerte de Cromwell en 1658, el Parlamento reinstauró en el trono a la


dinastía de los Estuardo en la persona de Carlos II, quien durante su reinado (1660-
1685) prefirió consultar sólo a un pequeño grupo de consejeros de su confianza en
lugar de convocar al Consejo en pleno, con lo que éste ya nunca recobraría la posi-
ción de poder que tuvo desde el reinado de Enrique VIII (1509-1547) al de Carlos I
(1625-1649).

3.- DE SMITH, S.A., Constitucional and Administrative Law, Penguin Books Ltd., Harmodns Woth, Middlesex,
England, Third edition, reprinted 1979, pág. 32.
4.- Las antiguas petitions fueron llamadas luego bills y esta denominación se mantiene hasta nuestros días.

190
Con el advenimiento de la dinastía alemana de los Hannover, en 1714, se vio deci-
sivamente impulsada la transformación de la monarquía británica en una monarquía
de carácter parlamentario.

Los reyes Jorge I (1714-1727) y Jorge II (1727-1760) apenas conocía el idioma


inglés y gobernaban atendiendo más los intereses alemanes que los ingleses, como
aconteció con la Guerra del Norte en que la estrategia de Jorge I aspiró a la obtención
de las ciudades de Bremen y Verden, en lugar de apoyar a Suecia para detener el
avance ruso en el Báltico.

La falta de conocimiento del idioma y el desinterés por los asuntos británicos hizo
que los monarcas mencionados dejaran de participar en las reuniones del Gabinete,
con lo que éste fue adquiriendo en forma gradual una gran independencia.

Recordemos que anteriormente con el llamado a Guillermo III de Orange (1688-


1702), luego del derrocamiento de Jacobo II, se estableció la idea de que la sobera-
nía no residía más en el monarca sino en el Parlamento actuando en nombre del
pueblo. En torno a esta cuestión fundamental se formaron dos fracciones dentro del
Parlamento, la primera llamada de los tories (formada por los dignatarios de la Iglesia
anglicana y la aristocracia campesina), que pugnaba por conservar los poderes de la
Corona, y la de los whigs (integrada por burgueses y puritanos), que aspiraba a am-
pliar las atribuciones del Parlamento.

Cabe destacar, por otra parte, que durante el reinado de Jorge I se produjeron en el
Parlamento gravísimas tensiones entre los tories y los whigs, ya que éstos gozaron
de la preferencia de la casa Hannover y consecuentemente, los tories quedaron ex-
cluidos de casi todos los cargos importantes.

Por lo tanto, el sistema parlamentario inglés, además de la bicameralidad, se ca-


racterizó por el bipartidismo.

La lucha entre tories y whigs y la consolidación del poder de estos últimos permitió
que surgiera la figura de Robert Walpole, que puede ser considerado el primer premier
de Gran Bretaña.

Como bien señala Stammen, la circunstancia de que el jefe de gabinete tuviera


que sujetar su política a la aprobación de la Cámara Baja, dio lugar a que el Gabinete
se vinculara estrechamente con el Parlamento, especialmente con la Cámara Baja,
de cuyas decisiones mayoritarias dependía la dirección de la política. A finales del
siglo XVIII estaba tan adelantado este proceso, que el rey inglés sólo podía tener en
funciones un gabinete que se apoyara en una mayoría parlamentaria, o sea, que
desde esa época el Gabinete ya dependía prácticamente de la confianza del Parla-
mento5.

5.- Vid. STAMMEN, Theo, "Sistemas políticos actuales", Madrid, 1969 (traducción de la obra Regierungssysteme
der Gegenwart, 1967), págs. 55/56.

191
En síntesis, el sistema parlamentario de gobierno se caracteriza por las notas si-
guientes:

a.- El Parlamento interviene en la formación del gobierno (entendido éste como


Poder Ejecutivo);
b.- el Gobierno tiene la obligación de dimitir ante un voto de desconfianza o de
censura del parlamento;
c.- el gobierno tiene la atribución de disolver el Parlamento; y
d.- el partido oficial dirigido por el jefe del Gobierno tiene mayoría en el Parlamen-
to.

En la realidad, en el sistema parlamentario de la actualidad el poder pasa por el


jefe de gobierno, aunque sea nombrado por el Parlamento y sea sostenido por la
cámara de representación popular6.

En Inglaterra, el papel decisivo en el poder lo cumple hoy el primer ministro, quien


nombra a sus ministros y dirige el Gabinete. A esto se suma que, a través de una
estricta disciplina partidaria, también control a la Cámara baja y finalmente, puede
ejercer la importante atribución de solicitarle al monarca la disolución del Parlamento.

El peso político del primer ministro ha llevado a pensar en la sustitución de la


denominación del "sistema parlamentario" por la de ministerial government o
Kanzlerdemokratie ("democracia de canciller") en Alemania.

3.- El jefe de gobierno en el llamado "sistema semiparlamentario"


(Francia).

En Francia, a diferencia de Inglaterra, la evolución del sistema político o de Gobier-


no n sigue un desarrollo evolutivo y continuo, sino que es el fruto de sucesivas revolu-
ciones frente a un poder absolutista, lo que provoca que la autoridad estatal sea, en
general, sentida por el francés como una amenaza para su libertad y esa desconfian-
za hace que la función del Parlamento se vea como contestataria de la acción del
Poder Ejecutivo.

Las organizaciones constitucionales de las III y IV Repúblicas, nacidas en los años


1875 y 1946, respectivamente, fueron marcadamente parlamentarias (Gouvernement
d’Assemblée), por lo tanto, el Gobierno salía de la Asamblea, debía renunciar cuando
ella le retiraba la confianza, pero a su vez, en ciertas condiciones podía disolver el
Parlamento.

No obstante, el sistema tenía serias dificultades para su funcionamiento, básica-


mente por la imposibilidad de un control del Gobierno sobre los partidos que eran

6.- Ibidem, "Sistemas...", cit., pág. 45.

192
mayoría en la Asamblea, lo que provocaba un Parlamento fuerte y enfrentado al Go-
bierno.

La crisis final de la IV República fue causada por las graves cuestiones de Indochina
y Argelina, que demostraron la inoperancia del sistema y dieron lugar a la Revolución
de 1958 y a la instalación de la V República conducida por De Gaulle.

El 28 de septiembre de 1958 fue votada una nueva Constitución que modificó el


sistema parlamentario tradicional y cuyos rasgos salientes son:

a.- El presidente es elegido por sufragio universal y directo;


b.- El presidente nombra y remueve al primer ministro y a propuesta de éste a los
demás ministros;
c.- El primer ministro debe presentar su dimisión al presidente de la República
cuando la Asamblea decide una moción de censura o desaprueba un programa
o una política general del Gobierno,
d.- El presidente establece y dirige la política nacional, mientras que el primer mi-
nistro dirige la acción del gobierno;
e.- El presidente preside el Consejo de Ministros;
f.- El presidente disuelve la Asamblea Nacional;
g.- Las funciones de un ministro son incompatibles con un mandato parlamentario.

La preponderancia del presidente de la República en el sistema francés sobre el


primer ministro (jefe del Gobierno), unido al principio de incompatibilidad, hacen que
no pueda ser asimilado al sistema parlamentario y que ofrezca una gran afinidad con
el sistema presidencialista; esto explica que se lo denomine "semiparlamentario".

4.- El sistema presidencialista de los Estados Unidos

La Constitución norteamericana fue sancionada el 17 de septiembre de 1787 y, por


lo tanto, es la Constitución escrita de mayor antigüedad que se encuentra vigente;
constituye una creación original, sin perjuicio de la influencia que sobre ella ejercie-
ron las ideas de los filósofos políticos Locke y Montesquieu.

Asimismo, puede destacarse que en su organización federal pesó, sin duda, el


régimen de administración inglesa de las colonias americanas, que era de carácter
descentralizado y dotaba a las mismas de una amplia autonomía funcional.

El principio de "incompatibilidad" del Act of Settlement de 1701 que en Inglaterra


prohibió a los funcionarios reales tener cargos parlamentarios, a través de la conoci-
da fórmula "That no person who has an office or a place of profit under the King, or
receives a pension from the crown, shall be capable of serving as a menber of the
House of Commons", tuvo corta vida en su país de origen ya que fue suprimido por la
Regency Act de 1706, pero se incorporó vigorosamente en la Constitución norteame-
ricana y caracterizó al modelo por una marcada separación de los poderes.

193
Sin duda, por la necesidad de funcionamiento del sistema, la separation of powers
en la realidad configura un régimen de coordinación de poderes (checks and balan-
ces), lo que en la doctrina constitucional se califica como un "sistema de coordina-
ción" frente al parlamentario, que se considera "sistema de integración".

En síntesis, los rasgos salientes del sistema presidencialista norteamericano son:

a.- El presidente es elegido por el pueblo en forma indirecta;


b.- Es jefe supremo del Gobierno Federal, general en jefe de las Fuerzas Armadas
y responsable de la Administración federal;
c.- No puede ser destituido por el congreso a través de un voto de censura o de
desconfianza y sólo en caso de delito o alta traición puede ser removido a
través del impeachment, que es similar a nuestro juicio político.
d.- En su tarea es asistido por secretaries que componen un cabinet, los que son
nombrados y destituidos libremente por él;
e.- Los secretaries no son responsables ante el Congreso, sino solamente ante el
presidente;
f.- Existe la figura del vicepresidente que es elegido junto al presidente y lo sucede
en caso de que éste no pueda continuar en el ejercicio de sus funciones. Su
cometido principal es dirigir el Senado;
g.- En Estados Unidos, lo mismo que en Inglaterra se ha formado un sistema
bipartidista, "republicanos" y "demócratas", pero no tienen ni la unidad ni la
rígida disciplina de los partidos europeos, que generalmente posibilitan el con-
trol parlamentario del Jefe del Gobierno.

De acuerdo con Stammen el "precepto de incompatibilidad" ha contribuido


significativamente a que el Congreso norteamericano sea probablemente hoy el par-
lamento más poderoso del mundo, ya que ha evitado la estrecha unión de gobierno y
Parlamento que, en los sistemas parlamentarios condujo a un predominio del gobier-
no. Si se comparan los dos sistemas de gobierno se puede arribar a la paradójica
conclusión de que en el "sistema parlamentario de Gobierno", el Parlamento no es -
como el nombre para indicar- el elemento más fuete, sino la parte más débil. En el
"sistema presidencialista", en cambio, es hoy un oponente del gobierno absoluta-
mente de igual categoría"7.

5.- Creación y remodelación de atribuciones en la reforma de 1994.

En nuestro país, la reforma constitucional de 1994 situó la institución del jefe de


gabinete entre el presidente de la Nación y los "demás ministros secretarios", fijando
con ello el rango constitucional y político entre las tres instituciones8.

7.- STAMMEN, T., "Sistemas...", cit. págs. 146/147.


8.- "En torno a las importantes innovaciones que introduce la reforma constitucional se encuentra la incorpora-
ción del "jefe de gabinete", un "ministro coordinador" y "administrador", que intermedia la gestión política
operativa" (DROMI, Roberto -MENEM, Eduardo, La Constitución Reformada, Buenos Aires, 1994, pág.
326).

194
La creación del nuevo órgano motivó la remodelación de las atribuciones del presi-
dente que ahora es el jefe supremo de la Nación, el jefe del Gobierno y el responsable
político de la administración general del país (art. 99, inc. 1º, Const. Nac.).

En particular, pienso que la jefatura del gobierno fue especificada entre las funcio-
nes básicas del presidente para que no quedaran dudas de que ese papel no le toca
al jefe de gabinete, de modo que esta circunstancia está marcando una diferencia
sustancian con los sistemas parlamentarios.

Según la Constitución su nombramiento le corresponde exclusivamente al presi-


dente, quien también puede removerlo (art. 99, inc. 7º, Const. Nac.).

El nuevo funcionario tiene "responsabilidad política ante el Congreso" (art. 100,


párr. 2º, Const. Nac.), responsabilidad de distinta índole de la que tienen el presiden-
te, los demás ministros y el propio jefe de gabinete, por causa de mal desempeño,
delito en el ejercicio de sus funciones o crímenes comunes y que se hace efectiva a
través del llamado "juicio político" ante el Senado, por acusación de la Cámara de
Diputados (art. 53, Const. Nac.). A través de este juicio se observa el principio funda-
mental del gobierno republicano, que establece la responsabilidad de los funciona-
rios públicos9.

La responsabilidad "política" del jefe de gabinete, que se adiciona a la prevista en


la norma precedentemente citada, puede ser sancionada por la "moción de censura"
o la "remoción del cargo"; decidiéndose la primera por cualesquiera de las Cámaras,
mientras que la segunda corresponde al Congreso (ver. art. 101, Const. Nac.).

Las sanciones políticas señaladas no constituyen, a nuestro entender, un caso de


quiebra de una "relación fiduciaria" entre el Congreso y el funcionario10, ya que en
nuestro sistema tal relación no existe, por cuanto el jefe de gabinete no es designado
por el Congreso como, en cambio, acontece en los regímenes parlamentarios.

No hay, por lo tanto, relación de confianza sino simplemente una forma de control
político que busca acentuar las potestades del Congreso, el que puede disponer la
remoción sin necesidad de expresión de causa o de interpelación previa11.

Las importantes atribuciones políticas del jefe de gabinete consiste en una de las
técnicas de control constitucional entre titulares de poderes que desempeñan los
primeros niveles de la gestión estatal. En concreto, se trata de un control "interórganos"
cuya denominación está inspirada en el derecho constitucional de los Estados Uni-
dos, que distingue entre jurisdicción de los Estados componentes de la Unión (intra-
state) y jurisdicción interestatal o federal (inter-state)12.
9.- LINARES QUINTANA, V., Gobierno y Administración de la República Argentina, T. I, Buenos Aires, 1959,
pág. 454.
10.- EKMEKDJIAN, Miguel Angel, "El Poder Ejecutivo y el gabinete ministerial", en Reforma Constitucional,
Buenos Aires, 1994, pág. 14-18.
11.- Con lo que, a nuestro entender, la interpelación prevista en el art. 101, Const.Nac.., resulta de carácter
potestativo para el Congreso y no es condición ni de la censura ni de la remoción.
12.- Vid. LOEWENSTEIN, Karl, Teoría de la Constitución, Barcelona, 1976, Caps. VI a IX, págs. 232 a 346.

195
En torno a la remodelación de las atribuciones del presidente, luego de la reforma,
puede señalarse de modo esquemático lo siguiente:

a.- mantiene la jefatura suprema de la Nación, en la que a nuestro entender, está


comprendida la jefatura del Gobierno;
b.- es el responsable político de la "administración general" del país, con el alcan-
ce que luego veremos, y conserva determinadas atribuciones administrativas;
c.- tienen a su cargo la jefatura de las Fuerzas Armadas; y
d.- su jefatura inmediata y local sobre la Capital Federal ha sido suprimida, aún
para el tiempo que medie entre la sanción de la Constitución Reformada y la
instalación de las nuevas autoridades del régimen de autonomía de la ciudad
de buenos aires (Disposición Transitoria Decimoquinta)13.

El diseño del jefe de gabinete que adoptó la reforma es semejante al modelo de


organización de la Constitución de Perú de 1979, por el cual se confería el carácter de
jefe de la administración al presidente del Consejo de Ministros, quien era nombrado
y removido por el presidente de la Nación, pero también podía ser destituido por la
Cámara de Diputados.

La Constitución de Perú de 1993 adoptó otro modelo que introduce un elemento


propio del sistema parlamentario, como es la disolución del congreso si dos Consejos
de ministros reciben censura o negativa de confianza por parte del Poder legislador14.

II.- El jefe de gabinete en la organización administrativa

1.- Presupuestos del análisis.

Los tres presupuestos jurídicos de la relación entre el presidente y los ministros


según la Constitución de 1853, se mantienen en la Constitución Reformada, esto es,
el Poder Ejecutivo es unipersonal, el refrendo ministerial es condición de eficacia (no
de validez) de los actos del presidente y los ministros no son subordinados del presi-
dente.

La anterior Constitución establecía que los ministros secretarios refrendarán y le-


galizarán con su firma los actos del presidente, sin cuyo requisito carecerían de efica-
cia. La reforma mantuvo la norma e incluyó al jefe de gabinete entre quienes pueden
refrendar (art. 100).

13.- En cambio, el Congreso mantuvo su atribución de legislación en el territorio de la Capital de la Nación (art.
75, inc. 30, Const. Nac.).
14.- Vid. BARRA, Rodolfo Carlos, El Jefe de Gabinete en la Constitución Nacional, Buenos Aires, 1995, págs.
47-48.

196
La Constitución Nacional ha sido y es precisa en este punto ya que establece la
carencia de eficacia ante la falta de refrendo, es decir, que los actos del presidente
aunque válidos y teniendo todos los elementos como tales, no pueden producir efec-
tos15 sin dicho "requisito".

Sobre el punto Marienhoff16 enseña que válido es el acto que ha sido creado con-
forme al derecho, mientras que la eficacia sólo se vincula con su ejecutoriedad.

La reunión de todos los requisitos de su validez no hacen eficaz al acto, y la efica-


cia quedará demorada cuando así lo exija el contenido del acto o esté supeditada a
su notificación, publicación o aprobación superior (art. 572 de la Ley de Régimen
Jurídico del Procedimiento Administrativo Común de España)17.

Por lo tanto, el Poder ejecutivo es unipersonal, el presidente por sí solo puede


producir actos válidos y el refrendo, además de constituir un requisito para la produc-
ción de efectos, es un acto de asunción de responsabilidad política por los ministros
secretarios, a la que se adiciona, luego de la reforma, la responsabilidad ante el
Congreso del jefe de gabinete, en los términos del artículo 101 de la Constitución
Nacional.

Los ministros -según Fiorini- nada pueden resolver por mayoría pues su voluntad
no cuenta en las decisiones, aunque su acuerdo crea la responsabilidad, porque
como órgano del Poder Ejecutivo realizan colaboración de asesoramiento. La deci-
sión es y proviene del presidente, su acuerdo es para adquirir responsabilidad y leal
ejecución. La decisión es previa, el acuerdo es posterior18.

2.- Posición orgánica. Relaciones.

El Poder Ejecutivo es unipersonal (art. 87, Const. Nac.) y la unidad de su función


está dada por la titularidad del presidente de la jefatura suprema de la Nación y la
responsabilidad política por la administración general del país (art. 99, inc. 1º).

15.- A veces la validez se confunde con la eficacia, como acontece con una de las acepciones del vocablo
"refrendo" que contiene el Diccionario de la Real Academia Española: "Firma puesta en los decretos al pie
de la del jefe del Estado por los ministros, que así completan la validez de aquéllos" (edición 1992), Madrid,
T. II, pág. 1160).
16.- MARIENHOFF, Miguel S., Tratado de Derecho Administrativo, T. II, Buenos Aires, 1966, págs. 336-337.
17.- GARRIDO FALLA, Fernando, Tratado de Derecho Administrativo, Vol. I, Madrid, 1994, pág. 497. Comentan-
do la reforma del anterior texto del art. 572, este autor escribe que hasta tal punto son dos nociones
distintas la de validez y la de eficacia que hay actos administrativos inválidos que producen efectos jurídi-
cos en tanto no se anulan (id.id. nota 2).
Vid. asimismo, en el art. 11 de la ley 19.549, la notificación o publicación como condición de eficacia en los
actos administrativos.
18.- FIORINI, B., Manual de Derecho Administrativo, Parte Primera, pág. 180.

197
Si bien la calificación de "suprema" que tiene la jefatura puede parecer un arcaís-
mo o un pleonasmo19, lo cierto es que está indicando una posición de "supremacía"
que da lugar a relaciones jurídicas de contenido sustancialmente político.

La organización de la Administración Pública es predominantemente centralizada


y jerárquica pero, conforme se asciende en la estructura tales notas características,
se van atenuando y son compensadas con una mayor responsabilidad, que en los
estadios superiores es predominantemente de carácter político.

Al más alto nivel de la organización del Estado, esto es, en la relación entre "pode-
res", sin perjuicio de la igualdad entre ellos por ser parte del "Gobierno federal"20, hay
una posición de preeminencia del Poder Ejecutivo que se traduce en la representa-
ción de la Nación ante los Gobiernos de las provincias y la comunidad internacional,
así como en ciertas atribuciones de impulso o aseguramiento de la continuidad de su
funcionamiento con respecto a los otros dos poderes estatales. Así acontece, a título
de ejemplo, en los casos de participación en la formación de las leyes (art. 99, inc.
39), apertura anual de las sesiones del Congreso (art. 99, inc. 8º), prórroga de las
sesiones del Congreso o convocatoria a sesiones extraordinarias (art. 99, inc. 9º) y de
designación en comisión durante el receso del Senado (art. 99, inc. 19).

Tal potestad no tiene que ver con la denominada competencia "residual" del Poder
Ejecutivo, que se refiere a las atribuciones no otorgadas a los otros dos poderes por
la Constitución o que su ejercicio no está prohibido por ésta al Poder Ejecutivo, como
en el caso del artículo 109, Constitución Nacional. La categoría, aunque discutible, ha
sido aceptada por la doctrina (Bidart Campos y Ramella, entre otros) y la jurispruden-
cia de la Corte Suprema (Fallos, 156:81; 191:197).

No consiste tampoco en una potestad organizativa relacionada con los otros pode-
res; porque ese cometido está asignado al legislador que puede hacer todas las leyes
y reglamentos que sean convenientes para poder en ejercicio los poderes concedi-
dos por la Constitución al Gobierno Federal (art. 75, inc. 32, Const. Nac.).

La posición de supremacía institucional que en nuestro país tiene el Poder Ejecuti-


vo no genera una relación de subordinación de los otros poderes porque sería incon-
ciliable con la independencia del funcionamiento de estos últimos en el diseño cons-
titucional.

Tampoco resulta exacto considerarlas "relaciones de coordinación", entendida ésta


tanto en su acepción corriente como la tarea de orientar -no dirigir- la acción de distin-

19.- Vid. EKMEKDJIAN, "El poder...", cit., pág. 17, nota (2). LINARES QUINTANA, por su parte, lo considera un
pleonasmo porque el concepto de "jefe", del francés "chef" y éste del latín "caput", ya indica que es el
superior o cabeza de un cuerpo u oficio (gobierno..., cit., T.I., págs. 441/442).
20.- El Sistema de la Constitución Nacional sitúa dentro del Gobierno Federal las tres Secciones que contienen
sucesivamente la organización de los Poderes Legislativos, Ejecutivo y Judicial (V. asimos, art. 75, inc. 32).

198
tos órganos hacia un cometido común o, con mayor precisión técnica, la relación de
competencias en que la decisión de un órgano es presupuesto no normativo de la
decisión de otro21.

La coordinación orgánica no es la única alternativa frente a la subordinación y, más


aún, integra como una atribución más las posiciones de supremacía, primacía y jerar-
quía.

La supremacía institucional es considerada una posición de preeminencia "absolu-


ta" frente a la preeminencia "relativa", que se denomina "primacía"22 y que consiste
en una potestad de impulso y dirección dentro de la misma función estatal, tal como
acontece en nuestro sistema, luego de la reforma constitucional de 1994, con las
relaciones entre:

a.- el presidente y el jefe de gabinete;


b.- el presidente y los "demás ministros"; y
c.- el jefe de gabinete y los "demás ministros".

La doctrina también incluye entre las relaciones de primacía a las que se estable-
cen entre la administración central y la descentralizada23, aunque en este caso, tam-
bién llamado relación de "tutela", el cometido técnico es el predominante, mientras
que la finalidad política resulta el rasgo saliente de las relaciones entre poderes.

La jerarquía (o la "primacía jerárquica" si se quiere adoptar un concepto amplio de


primacía) está integrada por las potestades siguientes:

a.- mando o dirección, con el dato típico de dar órdenes;


b.- control y sustitución; y
c.- disciplinaria.

Correlativamente, genera en el sujeto pasivo o subordinado el deber de obedien-


cia, con las limitaciones provenientes del derecho de examen.

Hay calificados autores que sostienen que entre el presidente y el jefe de gabinete
(como lo hubo y hay con respecto a los "demás ministros") las relaciones son de
carácter jerárquico24, lo que encontraría apoyo en las atribuciones de:

a.- nombrar y remover al jefe de gabinete (art. 99, inc. 7º, Const. Nac.);
b.- darle instrucciones para la ejecución de las leyes (art. 99, inciso 2, Const.Nac.);

21.- Vid. DE VALLES, Arnaldo, Teoría Giurídica della Organizacione dello Stato, Padova, 1931, T. II, págs. 244 y
sigs..
22.- Conf. MENDEZ, Aparicio, La Teoría del Organo, Montevideo, 1971, pág. 153.
23.- Conf. MENDEZ, La teoría.., cit., pág. 153.
24.- CASSAGNE, Juan Carlos, "En torno al Jefe de Gabinete", Anticipo de Anales, año XXXIX, Segunda Epoca,
nro. 32, Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales, Buenos Aires, 1994, págs. 9/10 y "El jefe de
gabinete y las facultades del presidente", diario La Nación de Buenos Aires, del 29-IX-1994, pág. 9.

199
c.- delegarle facultades administrativas (art. 100, incs. 2º y 4º); y
d.- darle indicaciones para resolver temas determinados (Art. 100, inciso 4º)25.

Sin embargo, el nombramiento o la remoción no siempre tienen la virtualidad de


engendrar relaciones de jerarquía, por ejemplo, el jefe de gabinete puede ser removi-
do por el congreso y esta circunstancia no lo transforma en subordinado de este
último. Otro caso: los nombramientos en comisión de los jueces, que realiza el Poder
Ejecutivo durante el receso del Senado, no sujeta a los primeros a la jerarquía presi-
dencial.

En lo tocante a las instrucciones para la ejecución de las leyes, están destinadas a


asegurar el cumplimiento de éstas y el de sus normas reglamentarias; se trata de
reglas para ser cumplidas en el ámbito interno de la administración, pero como todo
precepto jurídico es obligatorio para su destinatario, sin que de ello pueda presumirse
que quien debe cumplir la norma sea un subordinado jerárquico del emisor del pre-
cepto.

Pese a las dificultades de terminología, corresponde distinguir entre instrucción y


orden, aclarando previamente que el texto constitucional no emplea el vocablo "or-
den". La primera contiene una regla de actuación para determinadas circunstancias,
lo que, usualmente, la configura como una norma de alcance general, en la medida
en que debe ser aplicada mientras se den las circunstancias previstas y no sea dero-
gada26.

La "orden" u "orden de servicio", en cambio, es un imperativo de conducta para un


caso concreto, individualizado, que un superior dirige a un subordinado27.

El incumplimiento de una orden compromete la responsabilidad disciplinaria del


destinatario.

A partir de los conceptos precedentes resulta difícil pensar que un ministro, que
pone en juego su responsabilidad política a través del referendo (arts. 100 y 53, Const.
Nac.), esté sujeto a la potestad jerárquica del presidente y deba responder a sus
órdenes. Menos aún, en el caso del jefe de gabinete que ejerce la administración
general del país y tiene la responsabilidad política adicional que establece el artículo
101 de la Constitución Nacional.

Un ministro no tiene responsabilidad disciplinaria, no está sujeto a sumario en esa


materia y, consecuentemente, no necesita ejercitar su derecho de defensa. Su remo-

25.- DROMI - MENEM, La Constitución..., cit., pág. 331. Escribe CASSAGNE que "algunos creen que la rela-
ción entre el presidente y el jefe de gabinete traduce un vínculo de coordinación y no de jerarquía. Pero es
evidente que, si el poder de dar órdenes o instrucciones sólo se concibe en el marco de una relación
jerárquica o de mandato, la relación entre ambos no puede ser de coordinación, pues las voluntades
jurídicas no se encuentran en el mismo plano orgánico sino en un nivel respectivo de superioridad y subor-
dinación" ("En torno...", cit., pág. 9).
26.- FIORINI, Bartolomé A., "Los actos administrativos generales y su impugnación en la ley 19.549", L.L., 149-
908.
27.- Vid. MENDEZ, Aparicio, La Jerarquía, Montevideo, 1973, págs. 128/130.

200
ción por el Poder ejecutivo no constituye una sanción disciplinaria, sino el efecto po-
lítico de la pérdida de confianza.

Con respecto a las delegaciones que el jefe de gabinete recibe del presidente (art.
100 incs. 21 y 4º), cabe señalar que por sí solas no son indicativas de una relación
jerárquica, ya que entre delegante y delegado no es menester que exista tal vínculo.

En conclusión, según mi entender, las relaciones entre presidente, jefe de gabinete


y ministros, constituyen un vínculo de primacía y no de subordinación.

3.- El ejercicio de la administración general

La Constitución de 1853 establecía que el presidente tenía "a su cargo" la adminis-


tración general del país; el Núcleo aprobado por la ley 24.309 le otorgaba tal atribu-
ción al jefe de gabinete y, finalmente, el actual artículo 100 de la Constitución refor-
mada le confiere a este último, el "ejercicio" de la administración general.

Tal circunstancia puede inducir a pensar que la titularidad de la función quedó en


cabeza del presidente, mientras que su ejercicio fue encomendado al nuevo funcio-
nario28. Sin embargo, el primero sólo tiene atribuida la responsabilidad política de la
administración general, que no es lo mismo que la titularidad y que se traduce en la
correcta elección del jefe de gabinete y en su eficiente conducción política.

Cabe destacar, no obstante, que en la terminología de la Constitución el vocablo


"ejercer" estuvo empleado con el sentido de atribución originaria, como en el caso del
artículo 75, inciso 30 (antes 67, 27), que otorga al Congreso el "ejercer una legisla-
ción exclusiva en el territorio de la Capital de la Nación" y el anterior artículo 86, inciso
8º (hoy suprimido), que encomendaba al presidente "ejercer los derechos del patro-
nato nacional"29 y 30.

Con la creación del jefe de gabinete, según expresa Quiroga Lavié, el ejercicio del
Poder Ejecutivo ha quedado dividido en dos grandes áreas: la política, a cargo del
presidente, y la administrativa, a cargo del jefe de gabinete31, por lo tanto, el primero
"es responsable político de la administración, ya que la conduce en tanto que acción
de gobierno. Pero no la ejerce, es decir no la tiene a su cargo"32.

28.- Conf. CASSAGNE, "En torno...", pág. 10, BARRA, El Jefe..., cit., págs. 73/75.
29.- La supresión fue consecuencia del Concordato celebrado en 1966 entre nuestro país y la Santa Sede, por
el cual se reconoció a la Iglesia el libre ejercicio de su poder espiritual y el público ejercicio de su culto.
30.- En el lenguaje de la reforma "ejercer" aparece con doble significado: en el art. 100, inc. 4º se usa distin-
guiendo entre titularidad y ejercicio, mientras que en el art. 75, inc. 17, in fine, su sentido es de titularidad.
31.- QUIROGA LAVIE, Humberto, "El Jefe de Gabinete: Técnica dirigida a consolidar el sistema sustitucional de
la República", L.L., Actualidad, del 24-V-1994, pág. 1.
32.- BARRA, El Jefe..., cit., pág. 57.

201
En mi opinión, tanto la titularidad como el ejercicio de la administración general
están atribuidos al jefe de gabinete, con las responsabilidades políticas para este
último, que determina el nuevo texto constitucional y con responsabilidad también de
carácter político para el presidente, que se traduce en la correcta elección del jefe de
gabinete y en su dirección política eficiente. Por supuesto, la división no es categórica
ni afecta la unidad del Poder Ejecutivo, por lo pronto, el presidente tiene atribuciones
de carácter administrativo, como las siguientes:

a.- concede jubilaciones, retiros, licencias y pensiones (art. 99, inc. 6º);
b.- nombra y remueve a distintos funcionarios de la Administración, por sí solo33 o
con acuerdo del Senado según los casos, y los empleados cuyo nombramiento
no esté reglado de otra forma por la Constitución (art. 99, inc. 7º);
c.- supervisa el ejercicio de la facultad del jefe de gabinete, respecto de la recau-
dación de las rentas y de su inversión (art. 99, inc. 10);
d.- es comandante en jefe de todas las fuerzas armadas (art. 99, inc. 12);
e.- hace los nombramientos militares (art. 99, inc. 13);
f.- dispone de las fuerzas armadas y corre con su organización y distribución (art.
99, inc. 14);
g.- puede pedir informes al jefe de gabinete, a los ministros y, a través de ellos, a
los demás empleados (art. 99, inc. 17);
h.- puede efectuar nombramientos en comisión durante el receso de, Senado (art.
99, inc. 19);
i.- puede delegar funciones y atribuciones en el jefe de gabinete (art. 100, incs. 2º
y 4º);
j.- preside las reuniones del gabinete de ministros (art. 100, inc. 5º); y
k.- recibe la delegación legislativa "en materias determinadas de administración"
(art. 76).

Por su parte, el jefe de gabinete también tiene atribuciones y deberes propios del
Poder Ejecutivo en lo concerniente a su relación con el Congreso, como los siguien-
tes:

a.- refrendar los decretos reglamentarios de las leyes, los decretos de prórroga de
las sesiones ordinarias o de convocatoria a sesiones extraordinarias, y las ini-
ciativas legislativas (art. 100, inc. 8º);
b.- concurrir a las sesiones del Congreso y participar en sus debates (art. 100, inc.
9º);
c.- presentar al Congreso junto con los demás ministros una memoria detallada
del estado de los asuntos de cada departamento (art. 100, inc. 10);
d.- refrendar los decretos de delegación legislativa (art. 100, inc. 12);
e.- refrendar los decretos de necesidad y urgencia y someterlos a consideración
de la Comisión Bicameral Permanente (art. 100, inc. 13);

33.- "Por sí solo" significa sin acuerdo de otro poder (Senado), lo que se extiende también para los ascensos en
el campo de batalla, los que de todos modos no están excluidos del refrendo ministerial (Conf. FIORINI,
Manual, Primera Parte, pág. 174).

202
f.- concurrir mensualmente al congreso para informar sobre la marcha del Gobier-
no (art. 101);
g.- ser interpelado, recibir una moción de censura o ser removido por el Congreso
(art. 101; y
h.- ser sometido a juicio político (art. 53, Const. Nac.).

En el ejercicio de las competencias precedentes, que se sitúan en la relación entre


poderes, responde a la dirección y el control políticos del presidente.

Por otra parte en razón de su carácter, no puede delegarlas en los demás minis-
tros, ni tampoco el presidente está facultado para autorizar su delegación o disponer
su traspaso.

4.- Las delegaciones

Dentro del cuadro de distribución de atribuciones diseñado por los artículos 99,
100 y 101, la Constitución prevé expresamente la posibilidad de delegación de fun-
ciones del presidente al jefe de gabinete, en el artículo 100, incisos 2º y 4º.

El jefe de gabinete expide los reglamentos (actos de alcance general) y actos (de
alcance particular) necesarios para el ejercicio de la delegación. En estos casos es
menester el refrendo del ministro con competencia material en el asunto delegado
(inc. 2º). Por su parte, el inciso 4º, se refiere al ejercicio de las "funciones y atribucio-
nes" delegadas, con lo que no se agregaría nada nuevo, ya que no parece posible en
este nivel de la organización, distinguir entre delegación normativa y de ejecución.

Cabe ahora preguntarse qué atribuciones del presidente pueden ser objeto de de-
legación y, en tal sentido, deben considerarse indelegables las inherentes a la jefatu-
ra de la Nación (o del Gobierno) y delegables las propias de la administración civil.

Por lo tanto, puede darse delegación en las materias del artículo 99, incisos 6º, 7º
(en los casos que no se requiera acuerdo del Senado y no se trata del nombramiento
de los ministros del despacho) y 17 (aunque tal atribución debe considerarse implícita
entre las del jefe de gabinete).

En cambio no son susceptibles de delegación las facultades correspondientes a la


jefatura de las fuerzas armadas, es decir, los denominados "poderes militares" de los
incisos 12, 13 y 14 del artículo 99 que, a su vez, deben distinguirse de los "poderes de
guerra", distribuidos entre el Congreso (art. 75, incs. 25, 26, 27 y 28) y el presidente
(art. 99, inc. 15)34.

34.- Vid. TORTORA, Carlos, "El futuro jefe de gabinete, ¿tendrá injerencia en las FF.AA.?", en diario Ambito
Financiero de buenos aires del día 19-IV-1995, pág. 18.

203
En consecuencia, la declaración de guerra, prevista en esta última norma, el presi-
dente la realiza en su carácter de "jefe supremo de la Nación" y no en su condición de
titular de las potestades militares.

Puede agregarse que con respecto a algunos aspectos de la "organización" de las


Fuerzas Armadas (art. 99, inc. 14) en tiempo de paz, el presidente puede delegar
funciones -por ejemplo, en temas de ejecución presupuestaria- sin que se infrinjan
las competencias constitucionales.

No obstante, en principio, la administración militar está asignada al presidente y la


civil al jefe de gabinete.

Conviene aclarar que no deben confundirse las atribuciones militares con las de
mayor amplitud, relativas a la defensa -y que comprenden a las primeras35- o las
concernientes a la seguridad, ya que ambas pueden estar incluidas, según el tema,
entre las facultades del jefe de la Nación -como presidir el Consejo de Defensa Nacio-
nal36- o las administrativas propias del presidente -v.gr. supervisar la ejecución del
presupuesto de defensa- o, finalmente, entre las de "administración general" del jefe
de gabinete -caso de la planificación y coordinación de la defensa civil o, en general,
de las actividades de la defensa-37.

5.- El gabinete

La reunión de ministros en gabinete estaba implícita en el artículo 88 de la Consti-


tución anterior, norma que la reforma mantuvo con el número 102 y que determina
que cada ministro es responsable de los actos que acuerda con sus colegas. A su
vez, la reforma instituyó expresamente el gabinete y su jefatura, aunque distinguien-
do ésta de la presidencia del gabinete.

El jefe de gabinete coordina, prepara y convoca las reuniones, con la atribución de


presidirlas en ausencia del presidente, pudiéndose destacar que en el caso de au-
sencia previsto en el artículo 88 de la Constitución Nacional, el reemplazo tendrá
lugar durante el lapso que tarde el vicepresidente para asumir el Poder Ejecutivo.

En realidad, la norma apunta a las ausencias circunstanciales del presidente de la


reunión de gabinete.

La figura del gabinete había sido incorporada con anterioridad a la reforma en


distintas leyes de ministerios y la actual (t. o. por dec. -ley 438/92) determina que el

35.- "Las Fuerzas Armadas son el instrumento militar de la defensa nacional" (art. 20, ley 23.554).
36.- Art. 14, ley 23.554.
37.- "El ministro de Defensa ejercerá la dirección, ordenamiento y coordinación de las actividades propias de la
defensa que no se reserve o realice directamente el presidente de la Nación o que no son atribuidas en la
presente ley a otro funcionario, órgano u organismo" (art. 11, ley 23.554).

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presidente será asistido en sus funciones por los ministros, en forma individual o en
conjunto constituyendo el gabinete nacional, el que será convocado siempre que lo
requiera el presidente (arts. 2º y 3º).

En los artículos 99 y 100 de la Constitución reformada se preven los supuestos de


decisiones que deben tomarse en acuerdo de gabinete. Ellos son:

a.- los decretos dictados por razones de necesidad y urgencia (arts. 99, incs. 3º y
100, inc. 13);
b.- las que le indique el Poder Ejecutivo al jefe de gabinete (art. 100, inc. 4º);
c.- las que decida el jefe de gabinete por su importancia (art. 100, inc. 4º);
d.- los proyectos de Ley de Ministerios y de Presupuesto (art. 100, inc. 6º); y
e.- los decretos que promulgan parcialmente leyes (art. 100, inc. 13).

Corresponde distinguir la reunión de gabinete como órgano integrado por el presi-


dente, el jefe de gabinete y los ministros, de las decisiones tomadas en acuerdo de
gabinete, es decir, debe diferenciarse entre el órgano y los actos que se derivan de su
funcionamiento.

Desde el punto de vista orgánico es de carácter pluripersonal y de asistencia y


colaboración para las decisiones que deben tomar el presidente y el jefe de gabinete,
pero no se trata de un cuerpo colegiado, ya que sus integrantes no votan para la toma
de decisiones38.

Sobre este punto no han perdido actualidad las reflexiones de Fiorini: "El órgano
presidencial no manifiesta sus decisiones como resultado de las deliberaciones y por
la voluntad de la mayoría. Esto no excluye la posibilidad de la consulta, el acuerdo y la
responsabilidad conjunta. El acuerdo, la consulta, la responsabilidad ministerial y la
legalización del decreto no son elementos que comprueben la existencia de un órga-
no colegiado"39.

Marienhoff ha escrito que un órgano "colegiado" o "colegial" es aquél donde el


ejercicio de la función está encomendado simultáneamente a varias personas físicas
que actúan en un mismo pie de igualdad y que deciden conforme al principio regula-
dor de la mayoría40.

Por lo tanto, el gabinete no constituye un cuerpo colegiado y las decisiones que se


toman luego de su labor de consulta, discusión y asistencia, corresponden
unitariamente al presidente o al jefe de gabinete.

En lo tocante a los actos o decisiones que se pueden adoptar en reunión de gabi-


nete, la Constitución distingue entre "acuerdo" (art. 100, incs. 4º y 6º) y "acuerdo

38.- En contra, DROMI - MENEM, La Constitución..., cit., págs. 332/333, quienes sostienen que se trata de un
cuerpo colegiado en cuya regulación deberán tenerse en cuenta los principios de "sesión", "quórum" y
"deliberación".
39.- FIORINI, Manual de Derecho Administrativo, Parte Primera, pág. 166.
40.- MARIENHOFF, Tratado..., cit., T. I, págs. 109/110.

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general" (art. 99, inc. 3º), indicando con relación a este último, que el acto necesita del
refrendo de todos los ministros y del jefe de gabinete (arts. 99, inc. 3º y 100, inc. 13).

A mi entender, los textos expresan que en el gabinete pueden tener lugar acuerdos
"parciales" y acuerdos "generales" y que los primeros se producen cuando el refren-
do del acto -provenga éste del presidente o del jefe de gabinete- es acordado por dos
o más ministros que asumen, consecuentemente, responsabilidad solidaria. Esta in-
terpretación se armoniza con el artículo 102 de la Constitución Nacional, en cuanto
hace responsable solidariamente a cada ministro de los actos que acuerda con sus
colegas.

Reitero que hará acuerdo parcial cuando la decisión cuente con dos o más refrendos,
sin llegar al de la totalidad de los ministros, en cuyo caso sobreviene el acuerdo
general.

La interpretación precedente, por otra parte, se ajusta a la índole no colegiada del


gabinete, ya que de otro modo llevaría a tener en cuenta criterios de mayoría ajenos
a su naturaleza.

6.- Las atribuciones consecuentes

Del deslinde de competencias que contienen los artículos 99 y 100 de la Constitu-


ción Nacional y de las precedentes reflexiones, resultan otras atribuciones para el
jefe de gabinete que son consecuencia del modelo de organización adoptado41.

En tal sentido pueden destacarse, las que siguen:

a.- Dicta los reglamentos autónomos, en ejercicio de la "administración general"


del país.
b.- A su respecto, también se aplica el artículo 103 de la Constitución Nacional, en
la inteligencia de que el "régimen administrativo" no sólo comprende el poder
disciplinario y las órdenes de servicio, sino también actos administrativos de
alcance particular respecto de los administrados42.
c.- Sus actos necesitan refrendo ministerial, salvo que se trate de los dictados en
el ámbito del artículo 103 de la Constitución Nacional. Así acontece en la prác-
tica, donde los actos son denominados "decisiones administrativas"43.
d.- Puede delegar sus cometidos de índole administrativa en los ministros secreta-
rios y avocarse con relación a las materias delegadas y no delegadas. Tales
atribuciones se desprenden del ejercicio de la administración general y la con-
secuente relación de primacía.
41.- Vid. las disertaciones de CASSAGNE, Juan Carlos, MATA, Ismael y FANELLI EVANS, Guillermo, "El jefe de
gabinete", R.A.P., nro. 194 (noviembre de 1994), Buenos Aires, págs. 16 a 29 y FANELLI EVANS, Guillermo
"El jefe de gabinete y demás ministros del Poder Ejecutivo en la Constitución Nacional", L.L., del 3-XI-1994,
págs. 1/3.
42.- FIORINI, Manual de Derecho Administrativo, Parte Primera, pág. 172.
43.- Vid. Decisión Administrativa nro. 3/95 (B.O., 4-VIII-1995).

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e.- Ejerce el control de legitimidad y de mérito sobre los actos administrativos de
su ámbito y el de los demás ministros, por lo que resuelve en forma definitiva
los recursos jerárquicos interpuestos contra las decisiones de estos últimos.

7.- Apreciación final

Considero que la política de la reforma de 1994, consistente en "atenuar el


presidencialismo", conduce a interpretar que el jefe de gabinete ha recibido en pleni-
tud la atribución de la administración general del país.

El complejo y afinado deslinde de funciones que la Constitución reformada ha es-


tablecido entre el presidente y el jefe de gabinete, hace que este nuevo órgano, lejos
de ser un delegado o un mero coordinador de tareas, constituya un instrumento útil
para obtener una mejor distribución del trabajo dentro del Poder Ejecutivo y, en defini-
tiva, tender hacia una administración más eficiente.

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