EL HIJO
DE LA
PERDICIÓN
Crónica de Hermanos I
La suerte de millones de seres por nacer dependerá ahora, con arreglo a Dios, del valor
de este ejército. Nuestro enemigo cruel e implacable sólo nos deja elegir entre una valiente
resistencia o la más abyecta sumisión. Por eso, hemos decidido conquistar o morir.
GW1, Orden General al Ejército
La Tierra: 2021
Lawrence St. Cartier: Algo más de ochenta años. Sacerdote jesuita, agente de la
CIA retirado, anticuario, tío de Julia St. Cartier. Residencia: El Cairo y Alejandría,
en Egipto. Alex Lane-Fox: Veinte años. Hijo de Rachel Lane-Fox, fallecida el 11-S.
Periodista investigador en prácticas. En la actualidad trabaja en el Guardian de
Londres. Empezará a trabajar en el New York Times en enero de 2022. Amigo íntimo
de Julia, Jason y Lily De Vere. Rachel Lane-Fox: Supermodelo. La mejor amiga de
Julia. Muerta en un avión el 11-S. Rebekah y Davis Weiss: Padres de Rachel
Lane-Fox. Polly Mitchell: Diecisiete años. La mejor amiga de Lily De Vere y novia
de Alex Lane-Fox. Klaus von Hausen: Conservador adjunto del departamento de
Oriente Próximo del Museo Británico. Ex amante de Nick De Vere. Charles
«Xavier» Chessler: Unos 85 años. Hechicero, ex director del Chase Manhattan
Bank. Presidente del Banco Mundial. Retirado. Padrino de Jason De Vere. Callum
Vickers: Poco más de 30 años. Principal neurocirujano de Londres. Sale con Julia
De Vere. Dylan Weaver: Genio especialista en tecnología de la información
contratado por varios bancos globales, instituciones y empresas de software.
Amigo de Nick De Vere desde la infancia. Jontil Purvis: Unos sesenta años.
Secretaria ejecutiva de Jason De Vere durante diecinueve años. Levine y Mitchell:
Secretarios de Jason De Vere. Kurt Guber: Lleva años con Adrian. Primer jefe de
seguridad de Downing Street y actual director de los Servicios Especiales de
Operaciones de Seguridad de la Unión Europea. También es especialista en armas
exóticas. Neil Travis: Ex jefe de seguridad de las SAS para Adrian De Vere. Anton:
Jefe de protocolo de Adrian De Vere. Padre Alessandro: Sacerdote del Vaticano y
científico del Vaticano. Wasim: Secretario de Lawrence St. Cartier en su residencia
de Alejandría, Egipto. Frau Vghtred Meeling: Criada austriaca de la familia De
Vere. Niñera de Jason, Adrian y Nick. También, abadesa Helewis Vghtred.
Hermano Francis: Monje de Alejandría, Egipto.
La Hermandad
(Illuminati)
Otros personajes
Primer Cielo
Los caídos
Lucifer: Satán, rey de la Perdición. El Tentador. El Adversario. Gobernador
Soberano de la Estirpe de los Hombres, de la tierra y de las regiones inferiores.
Charsoc: Apóstol Oscuro, Sumo Sacerdote de los Caídos. Gobernador de los
Grandes Magos de la Corte Negra y de los temidos Reyes Hechiceros de
Occidente. Marduk: Jefe de los Consejos Herméticos y Jefe del Estado Mayor de
Lucifer. Los Magos Gemelos de Malfecium: El Gran Mago de Phaegos y el Gran
Mago de Maelageor. Los supercientíficos. Mulabalah: Gobernador de los
Murmuradores Negros. Astarot: Comandante en jefe de la Horda Negra. Ex
general de Miguel. Moloc: Príncipe satánico, «Carnicero» de la Perdición. Sargón
el Terrible de Babilonia: Defensor de Gehenna, Gran Príncipe de Babilonia.
Balberit: Primer secretario de Lucifer. Nisroc el Nigromante: Guardián de la
Muerte y de la Tumba. Los Grandes Magos de la Camarilla Hermética: 666
Murmuradores Negros. Dracul: Gobernador de los Hechiceros del Oeste y
Anciano Líder de los Señores del Tiempo. Nefilim: Un híbrido entre los angélicos
y la Estirpe de los Hombres.
2021
Alejandría, Egipto
2021
Washington D. C.
2021
Mont St. Michel
Normandía, Francia
Creo que los bancos son más peligrosos para nuestras libertades que los ejércitos
armados.
THOMAS JEFFERSON,
(1743-1826)
No proyectan sombras
2001
Club mundial del comercio
Piso 107, World Trade Center ,
Lower Manhattan , Nueva York
Era el diez de septiembre de 2001, un día casi como otro cualquiera, pensó Lorcan
de Molay. El día siguiente, a las 8.46 de la mañana, el mundo cambiaría.
Reflexionó sobre aquel hecho mientras observaba el espectacular perfil de
Manhattan desde la gran cristalera del club privado, cuatrocientos metros por
encima de la ciudad de Nueva York.
Contempló en silencio la amplia vista del muelle de Manhattan, con los ojos
fijos en el paso incesante de los brillantes aviones 757 y 747 que llegaban y partían
de los aeropuertos de La Guardia, JFK y Newark.
Finalmente, el sacerdote apartó los ojos del horizonte y se volvió.
Aunque en su rostro había extrañas cicatrices, sus facciones eran imperiales y
bellas. La frente ancha y la recta nariz patricia enmarcaban unos ojos imperiosos de
color zafiro que contenían una hipnotizadora y cautivante hermosura. Su
abundante cabellera negra como ala de cuervo empezaba a volverse plateada en
las puntas.
En un día normal, la llevaría cuidadosamente peinada hacia atrás desde sus
altos pómulos, recogida en su trenza habitual y sujeta con una simple banda negra.
En un día corriente, vestiría la vaporosa Sotana Negra de su orden jesuita.
Sin embargo, aquél no era un día cualquiera y, bajo la luz del atardecer, las
brillantes trenzas le caían sueltas sobre los hombros, rozando el traje de corte
perfecto de Domenico Vacca, hecho a medida, que realzaba aquel cuerpo
meticulosamente cuidado que había debajo.
El sacerdote acarició la serpiente de plata labrada del mango de su bastón,
observando despacio a los hombres sentados frente a él.
El Gran Consejo Druida de los Trece, las órdenes más altas del Comité de los
Trescientos, la Nobleza Negra de Venecia, el Consejo de la Madre Suprema de los
Masones del trigésimo tercer grado del Rito Escocés.
Estudió las caras de la elite que controlaba la Reserva Federal, el Banco de
Pagos Internacionales, el Banco Mundial, el Consejo de Relaciones Exteriores, el
grupo Bilderberg y el Club de Roma, y sus ojos se posaron finalmente en el
Hermano Superior y Gran Tribunal de la Ordo Templi Orienti.
Los Grandes Maestros de los Illuminati.
El grupo secreto que controlaba el gobierno de Estados Unidos.
Que controlaba todos los gobiernos del mundo oriental y occidental.
En sus labios centelleó una sonrisa.
Y él, Lorcan de Molay, a su vez, los controlaba a todos.
Abrió la petaca de plata de los cigarros. Kester von Slagel, su emisario, se
materializó a su lado desde un rincón a oscuras del club con un cortapuros en la
mano. De Molay introdujo la punta del cigarro mientras Von Slagel cortaba
hábilmente la punta antes de desvanecerse de nuevo entre las sombras.
De Molay se acercó el cigarro a los labios y situó el extremo encima de la llama:
«La Corona, 1937...»Lo encendió con satisfacción y luego, quitándoselo de la boca,
posó despacio sus ojos en los rostros impasibles de los directores de los bancos más
poderosos del mundo que se hallaban sentados ante él.
Eran unos mentecatos. Unos déspotas hambrientos de poder.
Sin embargo, según la Doctrina de la Ley Eterna, los Consejos del Temor de los
angélicos caídos no tenían jurisdicción directa sobre la Estirpe de los Hombres.
Al acordarse del Nazareno, frunció los labios.
No tenía otra alternativa. Después de su humillante derrota en el Gólgota, la
presencia de los Caídos en este orbe salpicado de barro era ilegítima.
Sólo tenía una alternativa: debía utilizar a las masas temerosas. Seducirlas,
involucrarlas en su plan maestro. Oscuros Esclavos de los Caídos.
Por lo menos, hasta la Gran Batalla.
Hasta la derrota del Nazareno.
Después, podría prescindir de todos. Sólo de pensar en ello experimentó una
oleada de puro placer.
Y Jerusalén sería finalmente suya.
Pero, ahora, debía encargarse del asunto que tenía delante.
De Molay habló suavemente, con una voz grave y cultivada. Su acento era
inconfundiblemente británico, de Londres WIK, para ser exactos, pero contenía
una sutil inflexión exótica que resultaba indefinible.
—Mañana, a las 8.46 exactamente, nuestra operación para desestabilizar y
subvertir los Estados Unidos de América habrá comenzado. —Acarició el cigarro
despacio entre unos dedos delgados y de cuidadas uñas. Todos los ojos estaban
fijos en él—. A mediodía, se habrá producido el cierre de las Naciones Unidas, de
la Comisión de Valores y Bolsas, de las propias Bolsas... Habremos golpeado los
cimientos de todo el mundo occidental.
Se volvió hacia Charles Xavier Chessler, el canoso director del Chase
Manhattan.
—Nuestra cuenta de beneficios por información privilegiada tiene ahora
mismo quince mil millones de dólares —explicóChessler—. Y es imposible seguir
su rastro hasta relacionarla con la Hermandad.
De Molay dio unas caladas al puro hasta que el borde empezó a brillar.
—Las torres se desmoronarán como el típico castillo de naipes.
—En caída libre —añadió Jaylin Alexander, ex director ejecutivo de la Agencia
Central de Inteligencia—. Las pruebas de una implosión controlada quedarán
enterradas para siempre entre las ruinas.
De Molay dirigió un gesto a la figura imponente del comandante general del
NORAD, Omar B. Maddox, un hombre con una mata de áspero pelo blanco y
vestido de militar que estaba sentado a su derecha.
—¿El Guardián Vigilante está en vigor, general?
—El NORAD está en alerta, excelencia —respondió el general tras saludar
militarmente a De Molay—. Al amanecer, ejecutaremos el ejercicio de defensa
aérea imaginario más grande de nuestra historia, simulando un ataque a Estados
Unidos. —El general sonrió pero sus pequeños ojos de halcón brillaron con
intensidad—. El simulacro causará las distracciones y la confusión necesarias para
que los ataques reales tengan éxito. Los técnicos de la Administración Federal de
Aviación del NORAD estarán medio ciegos.
De Molay se volvió hacia González, jefe del Cuerpo de Protección Presidencial
del Servicio Secreto de EE.UU.
—¿Los terroristas están en posesión de los códigos?
—Tienen los códigos y señales del Air Force One y los códigos principales de la
Casa Blanca, excelencia.
—¿Y acceso a los servicios de vigilancia de la Agencia Nacional de Seguridad?
—Todo en orden, excelencia —asintió González.
—No tenemos que proyectar ninguna sombra —dijo De Molay, volviéndose
hacia Alexander.
—El coche registrado a nombre de Nawaf al-Hazmi será abandonado en el
aparcamiento del aeropuerto Dulles la mañana del doce —afirmó Alexander—.
Dentro hay una copia de la carta de Atta a los secuestradores, un cheque bancario a
nombre de una escuela de aviación de Phoenix, cuatro dibujos de la cabina de un
757, un cúter y mapas de Washington y Nueva York.
—Los terroristas se han tragado por completo la historia. Se hacen con el
control de los aviones y creen que su misión consiste en volver a los aeropuertos
donde habrá aviones con combustible para ellos y los rehenes. Una vez activemos
el canal de control primario, advertirán que los han engañado. Los secuestrados
son ellos, en el cielo. Y será demasiado tarde —Alexander esbozó una leve
sonrisa—. Serán mártires involuntarios de la Hermandad. Chivos expiatorios de
una operación bajo bandera falsa de los servicios secretos. Es de manual.
—¿Y Bin Laden? —preguntó Julius De Vere, el presidente de De Vere
Continuation Holdings.
—Osama Bin Laden voló de Pakistán a Dubai el 4 de julio —respondió Lewis,
vicesecretario de Defensa—. Lo acompañaban su médico personal, cuatro
guardaespaldas y un enfermero argelino y fue ingresado en el departamento de
urología del Hospital Americano. Ya nos hemos ocupado de la evacuación de sus
familiares.
—Tenemos a punto el Boeing 777 tal como acordamos —asintió Alexander—.
Los Bin Laden serán evacuados el 18 de septiembre mientras los vuelos todavía
estén restringidos.
—Y luego invadiremos Irak —lo interrumpió Drew Janowski, asesor especial
del presidente en política de Defensa y Estrategia— y de ese modo quedará
permanentemente erradicada la resistencia de Saddam a nuestro programa de
dólares por petróleo. Creamos la crisis y después la manejamos con destreza.
Creamos Seguridad Interior, después la Ley Patriota...
—En otoño de 2008, provocaremos una crisis en los mercados —dijo en voz
baja Werner Drechsler, presidente del Banco Mundial—. Hundiremos el dólar.
Habrá una contracción deliberada de todo tipo de crédito. Instigaremos la mayor
crisis económica desde 1929. En menos de dieciocho meses quedará destruida
entre el cuarenta y el cuarenta y cinco por ciento de la riqueza del mundo.
—Y hacia 2025 terminaremos el trabajo. Julius De Vere observó a los reunidos
con satisfacción—. Durante la retirada masiva de depósitos debida al pánico
bancario, hacemos caer intencionadamente la Reserva Federal y la sustituimos por
nuestro Banco Central Mundial. Nos suplicarán que hagamos lo que sea para
detener su sufrimiento.
Un hombre huesudo y de aspecto reconcentrado, de poco más de cincuenta
años y que llevaba gafas de montura de pasta, alzó la vista de sus papeles.
—Y entonces, caballeros, daremos nuestro golpe de estado... La soberanía de
Estados Unidos será eliminada permanentemente —dijo Piers Aspinall, jefe de los
servicios de espionaje británicos, quitándose las gafas y echando el aliento a los
cristales.
—Será la primera fase de la Unión Norteamericana. Lanzaremos una moneda
nueva, el amero, e introduciremos el control de armas obligatorio. —Se reclinó
pausadamente en el asiento—. A continuación, dividiremos el mundo en diez
superbloques. Pondremos en marcha un incidente atribuible a servicios secretos
extranjeros, nuclear o de terrorismo biológico, y decretaremos la ley marcial y la
vacunación obligatoria. —Sacó del bolsillo de la chaqueta un pañuelo de algodón
perfectamente planchado con sus iniciales bordadas y procedió a limpiar los
cristales de las gafas—. Erradicaremos a los que resistan. Los patriotas. Los
constitucionalistas. —Cruzó una fugaz mirada con Lorcan de Molay y añadió—:
Los cristianos...
—Durante las próximas décadas —De Molay esbozó una leve sonrisa mirando
al presidente de Petróleos del Mar del Norte y de la Corporación Petrolera
Neerlandesa, que estaba sentado a su derecha—, los estadounidenses dirán que
nuestra conspiración no es más que una leyenda urbana. Un brindis por el oro
negro, señores —dijo, alzando un vaso de oporto añejo—. ¡Por los cuatrocientos
mil millones de petróleo de las reservas iraquíes!
Los miembros de la Hermandad levantaron los vasos. De Molay se acercó a la
cristalera que ocupaba toda una pared y miró hacia el Atlántico.
—Por Irak... —murmuró.
Apartó los ojos de la ventana y se volvió hacia los reunidos con una expresión
extrañamente distante.
—Y luego, Jerusalén.
Todos se pusieron en pie al unísono y levantaron la copa.
—Por Jerusalén.
—Por nuestro Nuevo Orden Mundial —anunció Lorcan de Molay—. Novos
Ordo Seclorum.
—Novos Ordo Seclorum —repitieron a coro todos los reunidos.
Lorcan de Molay levantó la copa por segunda vez y se volvió a aquel ignorante
Manhattan que resplandecía bajo la tenue luz otoñal.
—Y por el reinado del único hijo que he engendrado...
11 de septiembre de 2001,
Vuelo 11 de American Airlines
Aeropuerto Internacional de Logan, Boston
7.40 horas
La atractiva morena con unas enormes gafas de sol de Prada sonrió y se volvió
hacia el nervioso joven de piel aceitunada que estaba sentado a su lado. Llevaba
una camisa azul y miraba al frente, con expresión insondable.
La mujer se encogió de hombros, pasó sus dedos finos de perfecta manicura
por su melena rubia y volvió a concentrarse en el avión medio vacío, bostezando.
Desde el nacimiento de Alex, que había tenido lugar hacía doce semanas,
Rachel Lane-Fox estaba obsesionada con la dificultad de conciliar el sueño.
Estiró sus piernas largas y esculturales, movió los dedos de los pies y se hundió
en su asiento de la clase business en la fila 8 de un Boeing 767.
Hurgó en el bolso, sacó el teléfono móvil y pasó nombres en la agenda hasta
que encontró el número de Julia De Vere. Pulsó el botón de marcar y la señal sono
dos veces.
—Hola, Jules —sonrió—. Sí, ya estoy de vuelta. En la pista del aeropuerto de
Logan... —Miró por la ventanilla—. Llevamos un poco de retraso. Sí, escucha, papá
ya ha salido de la unidad de cuidados intensivos. No tengo palabras para
agradecerte que hayas cuidado a Alex.
Una sobrecargo se detuvo a su lado. Rachel levantó la mirada.
—Lo siento, señora. El teléfono y... —Señaló el cinturón de seguridad.
Rachel se lo abrochó torpemente, sujetando el móvil con la barbilla.
La sobrecargo frunció el entrecejo y observó a Rachel con atención.
—¿No es usted la supermodelo Rachel, Rachel Lane-Fox?
—Sí, me ha pillado —suspiró Rachel—. Culpable.
Se quitó las gafas de sol y posó la mano libre en el brazo de la sobrecargo.
—Escuche —le dijo—, se trata de mi bebé. Sólo tiene doce meses. Mi padre ha
sufrido un ataque cardíaco. Mi hijo está con una amiga. Es la primera vez que me
separo de él. —Señaló el teléfono—. Por favor... —Esbozó una sonrisa cautivadora,
mostrando sus dientes blancos y perfectos.
La sobrecargo consultó el reloj y suspiró.
—Está bien —dijo y, señalando las puertas del avión, añadió—: Puede hablar
hasta que las cerremos.
—Gracias —respondió Rachel, guiñándole un ojo.
El hombre de la camisa azul de la butaca contigua la miró con gesto de
desaprobación.
—Jules... —Echó un vistazo al hombre y bajó la voz—. Escucha, ¿Alex ha
dormido toda la noche o ha sacado de sus casillas a Jason? —Contuvo una risilla.
El vecino de asiento la miró abiertamente—. De acuerdo, cuando aterricemos en
Los Ángeles tomaré un taxi directamente hasta las oficinas del Cosmo y os recogeré
a los dos para ir a almorzar.
La sobrecargo había regresado.
—Señora Lane-Fox...
—Tengo que colgar, Jules. Dale un beso a Alex de mi parte.
Rachel cerró el teléfono, lo guardó en el bolso y colocó éste debajo del asiento
apresuradamente.
«Qué extraño», pensó. El hombre de tez aceitunada se agarraba a los brazos del
asiento como si su vicia dependiera de ello y sudaba profusamente.
Debía de tener pánico a volar.
—Eh —le dijo, dándole unos leves toques en el brazo—. Cuando una vuela a
menudo, no es tan terrible. Te acostumbras a ello. —Le dedicó una cálida
sonrisa—. En mi caso, ha sido así.
Mohamed Atta la miró impertérrito.
Rachel se encogió de hombros, cogió una revista de moda y la hojeó
ociosamente mientras el avión se alejaba de la puerta de embarque 32 en dirección
a la pista de despegue 4R.
Ocho minutos más tarde, mientras el Boeing ascendía en unos diáfanos cielos
otoñales, Rachel Lane-Fox contempló desde la ventanilla la espectacular
panorámica del puerto de Boston.
Eran exactamente las 7.59 de la mañana del martes 11 de septiembre.
Lorcan de Molay consultó ociosamente la cara del cronógrafo de oro del reloj
Grogan Patek Philippe de 1925 que llevaba en la muñeca derecha.
«El único reloj de este tipo hecho jamás para un zurdo», pensó.
En la Costa Este americana eran exactamente las 8.14 de la mañana.
El secuestro del vuelo número 11 de American Airlines había empezado.
Al cabo de unos minutos, Mohamed Atta y sus chivos expiatorios de la CIA
advertirían que habían sido engañados.
No habría, ningún avión esperándolos.
Esbozó una leve sonrisa, se secó la boca con una servilleta de lino que llevaba
sus iniciales bordadas y la dejó junto al almuerzo, un plato de milhojas de langosta
a la catalana que no había terminado.
El protocolo de control remoto se activaría en cualquier momento.
Su mirada se perdió más allá de los leones de bronce que sostenían el obelisco
egipcio de granito rojo de cuarenta y cinco metros de alto, más allá de la Via della
Conciliazione y la otra orilla de las aguas verdes y lodosas del Tíber, hasta las Siete
Colinas de Roma. Entonces, consultó el reloj una vez más.
Al cabo de cuatro minutos, el funcionamiento del 767 quedaría bajo control
directo del «Puesto de Mando» en tierra.
Se alisó la sotana de jesuita y cerró los ojos, volviendo el rostro hacia la suave
brisa otoñal de Roma.
El sistema de control de vuelo del Boeing estaba a punto de ser reconfigurado
para que se estrellara contra el World Trade Center de Nueva York.
Jordan Maxwell III, banquero de inversiones, miró por tercera vez en pocos
minutos la pantalla de su ordenador.
—¡Eh, jefe! —dijo Damien Cox, un bisoño graduado de Harvard apoyado en la
puerta de cristal de la oficina de Maxwell, con una taza de café Starbucks en la
mano—. Sucede algo. Nos han dejado fuera del sistema. Es extraño. —Sonrió.
Maxwell volvió la vista a Powell, el vicepresidente del departamento de
Tecnología de la Información de Neal Black, que había aparecido en el umbral,
detrás de Cox.
—Sí, estamos fuera —murmuró Powell.
—¿Todos? —quiso saber Maxwell, enarcando las cejas.
—Todos los ordenadores, en las tres plantas. Trescientas dieciocho estaciones
de trabajo, para ser exactos. Piemos sido invadidos. Y alguien... alguien está
descargando todos nuestros archivos. —Powell hizo una pausa—. Desde fuera del
edificio.
—¿Hackers?
—No —respondió encogiéndose de hombros—. Es un ataque demasiado
sofisticado. Un programa nos ha dejado tuera.
No había visto nunca una cosa así —Powell sacudió la cabeza—, y he visto de
todo.
Maxwell se puso en pie y se encaminó rápidamente a la amplia oficina diáfana
de Neal Black, seguido por Powell y Cox.
Mientras caminaba, miraba los monitores de los ordenadores. Luego, dirigió la
vista a la puerta de cristal de la sala de reuniones, donde el director general y dos
importantes socios de la correduría estaban enfrascados en una intensa
conversación en voz baja.
—¿Ha informado a Morgan?
—Tiene una llamada de Europa, de los grandes jefes. No quiere distracciones.
—Bien, le informaré a través de la línea interna. —Maxwell se volvió de
repente, regresó a su oficina y se sentó en su costoso sillón de cuero sin apartar los
ojos de la pantalla. Se dispuso a pulsar la línea interna y entonces dudó.
Alguien estaba descargando todavía los ficheros.
Se suponía que él no sabía nada, pero había estado siguiendo el tráfico
anómalo de transacciones desde el 6 de septiembre.
Sólo en las últimas cuarenta y ocho horas, por los ordenadores de las oficinas
de Neal Black, situadas en el World Trade Center, habían pasado unos doscientos
millones de dólares en transacciones ilegales.
Y luego, estaba esa transacción única de pagarés del Tesoro por valor de cinco
mil millones de dólares que había mencionado Von Duysen el día anterior,
mientras tomaban una copa.
Inquieto, miró al otro lado de las puertas de cristal en dirección a la sala de
reuniones.
Aquello estaba relacionado con Europa, con los poderes a los que no había que
desobedecer nunca. De eso estaba seguro.
Maxwell pulsó una tecla del teclado y observó la pantalla con impaciencia.
No había duda de ello. Se estaba produciendo un gran «saqueo» financiero.
Alguien cubría sus huellas. Todos los archivos salían del edificio descargados a
la velocidad de una centella. Aquello ocurría ante sus propias narices. Los estaban
sacando del sistema. ¿Adonde los llevarían?
Sacudió la cabeza, cogió la taza de café, que se le había enfriado, y se dirigió a
la ventana.
Contempló el transparente firmamento de Manhattan, preguntándose por qué.
Entonces oyó un extraño ruido y frunció el entrecejo. Si no fuera ridículo, diría
que se trataba del rugido de los motores de un avión.
Volvió la cabeza hacia la izquierda.
La taza de café se le resbaló de la mano y el líquido se derramó en la hermosa
alfombra bereber.
El 767 venía directo hacia él.
VEINTE AÑOS DESPUÉS
1
El carro de Alá
Diciembre de 2021
Cisterna número 30
Monte del Templo, Jerusalén
Jason
Diciembre de 2021
Yate de comunicaciones de la VOX
Puerto de Nueva York
Nick
Diciembre de 2021
Sobo, Londres
Nick De Vere se recostó en el sillón rojo de piel de cocodrilo. Era atractivo, casi
guapo, con unos inteligentes ojos grises, una nariz aguileña y unos pómulos altos.
Sus hermosos cabellos, aclarados por el sol, le rozaban el cuello de la chaqueta de
cuero.
Bebió un trago de su café, disfrutando de la elegancia de la interminable
clientela de ejecutivos de A & R, productores de de discos, artistas y los habituales
aspirantes a estrellas del rock que se arremolinaban alrededor de la barra del bar.
El Soho. Londres de noche.
La ciudad había recuperado su ambiente tras el final de la Tercera Guerra
Mundial.
Londres había vivido bajo la amenaza de la aniquilación nuclear por parte de
Irán y Rusia durante ocho interminables meses. El almacén de armas nucleares de
Aldermaston, a menos de cincuenta kilómetros de la ciudad, y la base de
submarinos nucleares de Faslane, en Escocia, habían sido arrasados por el
equivalente ruso de una mini bomba nuclear B61-11. En cuanto a Manchester y
Glasgow... Nick suspiró.
Todo el mundo estaba muy nervioso esperando la ratificación del Acuerdo
Ishtar pero, teniéndolo todo en cuenta, la semana anterior los teatros habían
reabierto al público e innumerables agencias de creación de contenidos, sellos
discográficos, estudios de posproducción y de grabación funcionaban ya a pleno
rendimiento.
En el barrio del Soho, era como si no hubiese sucedido nada.
Nick se apartó un mechón de flequillo rebelde que siempre le caía sobre sus
ojos grises y observó el restaurante de la planta baja. Su innato sentido de
arqueólogo se había puesto en marcha. El hotel boutique había sido construido a
partir de dos casas señoriales del barrio del Solio, antaño ocupadas por el MI5.
Tenía cine privado y azotea ajardinada. Los taburetes de la barra eran de época y
combinaban cuero y metal. Las paredes estaban cubiertas de tejido adamascado.
Observó las caras de la entrada en busca de Klaus von Hausen. De momento,
no había ni rastro del delgado y elegante experto en antigüedades. Von Hausen,
fiel a su herencia germana, era muy quisquilloso con la puntualidad y el detalle.
Era el conservador más joven del departamento de Oriente Próximo del Museo
Británico y supervisaba la mayor colección del mundo de antigüedades asirias,
babilonias y sumerias. Por teléfono, Klaus se había mostrado
desacostumbradamente cauteloso. Cuando tomaran algo juntos, Nick averiguaría
qué le ocurría.
Cerró los ojos. En su expresión había una rara tranquilidad.
No había rastro de los entrometidos paparazzi británicos que lo acosaban
permanentemente. Hoy les había dado el esquinazo. Cuatro años atrás, cuando
tenía veinticuatro, Nick De Vere, brillante arqueólogo, heredero de las dinastías
financieras y petroleras y también icono de la cultura pop londinense, había sido
nombrado sex symbol del año, agasajado por todas las revistas de la prensa rosa de
Occidente. Observó la hilera de televisores colgados sobre la barra de cuero
granate del bar. Todos mostraban el familiar logo de la VOX en el ángulo superior
derecho.
La VOX. La monolítica empresa de comunicaciones valorada en miles de
millones de su hermano mayor.
Nick suspiró.
Jason, pensó.
Jason no le había perdonado nunca el accidente.
Dejó la taza de café y la cambió por el vaso de cerveza John Smith que tenía a
su izquierda.
En realidad, él tampoco se perdonaría nunca a sí mismo.
Lily De Vere, la hija de siete años de Jason, había quedado inválida para
siempre. Julia, como si fuera la hermana mayor que no había tenido nunca, lo
perdonó al instante. Pero Jason, no.
Jason no había vuelto a hablar con él desde ese día. El joven y rico playboy
había ahogado sus penas y una parte importante de su desmesurado fondo
fiduciario en una serie de exclusivos clubes privados desde Londres a Roma,
pasando poi Montecarlo.
Sus devaneos habían salido en las portadas del News of the World y de! Sun,
para vergüenza de su padre, desesperación de su madre y auténtico horror de su
hermano mayor.
Su padre, James De Vere, estrictamente aferrado a las tradiciones, había
descubierto su aventura con Klaus von Hausen y había congelado el fondo
fiduciario de Nick antes de sufrir un ataque cardíaco mortal.
Y ahora Nick tenía el sida. Una noche como muchas: el sexo, la heroína, la
adrenalina de salir a ligar.
Nick De Vere agonizaba.
—¡Eh! —Alguien con un leve acento alemán se entrometió en sus ensueños.
Klaus hundió su alto y magro cuerpo en el otro sillón de piel de cocodrilo,
enfrente de Nick. Su relación había sido intensa, pero de breve duración. Sin
embargo, seguían siendo íntimos.
—Hola —murmuró Nick—. Me alegro de verte.
—No puedo quedarme mucho rato. —Klaus consultó su reloj—. Tengo que
hacer las maletas. Me han ascendido.
Nick arqueó las cejas.
—Una excavación clasificada en Oriente Próximo. —Klaus acercó el sillón al de
Nick—. Han descubierto un antiguo objeto histórico de importancia internacional.
Mira, Nick, no sé de qué se trata —añadió bajando la voz—, pero es algo
extraordinario, eso seguro. El MI6 y la Interpol están implicados. —Frunció el
entrecejo—. Hoy han venido al museo. Y está involucrado el Vaticano.
—¿Y no sabes dónde? —quiso saber Nick.
—En Irak, Siria o Israel. —Klaus sacudió la cabeza—. Los orígenes de la
civilización. Sé cómo trabajan. El lugar será secreto hasta mi llegada a él.
Los ojos de Klaus brillaron de emoción.
—Nada de móviles, ni ordenadores portátiles. No podré comunicarme con
nadie Hasta que regrese a suelo británico.
—Y eso, ¿cuándo será?
—Estaré allí el tiempo que sea necesario. —Hizo una seña a una camarera y le
pidió un café—. Y tú, ¿cuándo te marchas a Egipto?
—Mañana —respondió Nick—. Haré noche en Alejandría y luego me reuniré
con St. Cartier en el monasterio.
—Ah, Lawrence St. Cartier. —Klaus arqueó las cejas—. El enigma—. Se volvió
hacia la hilera de televisores que había sobre la barra.
—Parece que tu hermano ha logrado sentar a los iraníes a la mesa de
negociación. Ha salido en todos los noticiarios.
Nick miró las seis pantallas. En todas aparecían las atractivas facciones
angulares de Adrian De Vere.
—Gracias a Dios. Me alegro mucho por Adrian —murmuró Nick.
Klaus posó la mano con suavidad en el frágil antebrazo de Nick.
—¿Sigue pagándote la medicación?
—La medicación, las clínicas, mis apartamentos en Montecarlo, Londres, Los
Ángeles, el Ferrari... Me ha salvado la vida. Literalmente. Esta semana me llegará
el dinero jordano y volveré a ser económicamente independiente. Dios mío —Nick
sacudió la cabeza—, papá nos odiaba a ti y a mí. Odiaba nuestra relación.
—Son cosas del pasado, Nicholas —dijo Klaus con dulzura—. Lo que tenemos
que conseguir es que te pongas fuerte. Ya sabes que puedes contar conmigo para
todo lo que necesites.
—Gracias, Klaus. —Nick esbozó una débil sonrisa—. Siempre has sido el mejor.
—¿Cómo está la princesa, la jordana?
—Las cosas van bien —respondió en voz baja.
—¿En serio?
—Completamente en serio —respondió Nick tras beber un trago de su cerveza.
—¿Y Jason?
—Ya conoces a Jason. —Nick se encogió de hombros—. Yo no existo.
—Te han dado seis meses de vida. Ni siquiera una llamada telefónica... —Klaus
se encogió de hombros, visiblemente disgustado—. Es él quien tiene el problema.
Volvió a fijarse en las pantallas de televisión.
—En Alemania llaman Der Wunderkind a Adrian —añadió—. incluso mi abuela
en Hamburgo. Lo que ocurrió en Berlín fue tan horrible... —Se interrumpió y
sacudió la cabeza con tristeza.
—¡Eh, suban el volumen! —gritó un ejecutivo de A amp;R mal afeitado y con
un reluciente traje negro que le quedaba muy ajustado.
Nick lo miró intrigado y en el restaurante se hizo el silencio.
Todos los ojos estaban clavados en Adrian De Vere, ex primer ministro
británico.
—Por primera vez en la historia del mundo desde Hiroshima, grandes
ciudades han sufrido la destrucción total de un ataque nuclear.
La voz de Adrian era muy tranquila aunque sonaba firme.
—Moscú, San Petersburgo, Novosibirsk, Damasco, Tel Aviv, Mashaci, Tabriz,
Alepo, Ankara, Riad, Haifa, Los Ángeles, Chicago, Colorado Springs, Glasgow,
Manchester, Berlín... La lista es interminable.
Dudó unos instantes.
—Ciudades enteras han quedado borradas de la faz de la tierra. Comunidades,
familias, padres, madres, hijos, hijas. Sus cuerpos han quedado reducidos a
cenizas.
Adrian miró directamente a la cámara y en el restaurante se hizo el silencio.
—El mes próximo, se firmará en Babilonia un pacto entre Rusia, los países
árabes, las Naciones Unidas, la Unión Europea e Israel. Un pacto de desarme
nuclear que tendrá una vigencia de cuarenta años. La primera fase, el Acuerdo
Ishtar, que durará siete años, se firmará en Babilonia. Es mi aspiración personal
más ferviente. Con esto quiero decir que estoy decidido...
Hizo una pausa—. Permítanme que lo repita, estoy decidido...
Sus ojos brillaron con gran pasión e intensidad.
—... a que bajo la guía y la protección de la recién fundada Fuerza de Defensa
Militar de la Unión Europea, y bajo mi liderazgo como presidente de la Unión
Europea, la amenaza de guerra nuclear entre Oriente y Occidente desaparezca no
sólo durante una generación sino para siempre.
Adrian De Vere hizo una nueva pausa.
—No se me ocurre una manera mejor de terminar este comunicado que citando
al trigésimo quinto presidente de Estados Unidos. Del discurso de John F. Kennedy
el 10 de junio de 1963 en la Universidad Americana:
¿Qué clase de paz queremos? ¿Qué clase de paz buscamos? No una Pax Americana
impuesta al mundo por las armas bélicas americanas. No la paz de los cementerios ni la
seguridad del esclavo. Hablo de paz auténtica, esa clase de paz gracias a la cual merece la
pena vivir la vida en la tierra, la clase de paz que permite a los hombres y a las naciones
crecer y tener esperanza y construir una vida mejor para sus hijos. No sólo paz para los
americanos, sino paz para todos los hombres y mujeres, no sólo paz en nuestros días...
Adrian miró directamente a la lente de la cámara. Sus ojos azul zafiro transmitían
determinación.
—... sino paz para siempre.
Asombrado, Nick vio que todos los presentes miraban a Adrian con
admiración.
El público británico, crítico y a menudo escéptico, seguía todas y cada una de
sus palabras.
Nick sacudió la cabeza, sorprendido.
Su hermano mayor era, en aquel momento, el personaje público más influyente
del mundo civilizado.
Nick había prometido a Adrian que iría a visitarlo cuando regresara de Egipto.
A la mañana siguiente, haría la reserva del billete de avión.
2021
Monumento a Lincoln
Washington DC
Miguel envolvió su cuerpo delgado e imperial en su capa jade y, por octava vez
en menos de una hora, oteó el horizonte con sus facciones imperiales encajadas.
Gabriel estaba unos pasos detrás de él. Una rara intensidad iluminaba sus ojos
gris claro. El viento que se había levantado agitaba sus rizos de color platino.
El intenso aroma del incienso impregnaba el aire.
Miguel frunció el entrecejo. Por allí, subiendo la escalinata de palacio a grandes
zancadas y dejando atrás las monolíticas columnas estriadas que se alzaban sobre
los pórticos, venía un sacerdote. Con los cabellos recogidos en una única trenza,
vestía la sotana negra de la orden de los jesuitas.
Lucifer levantó la mano en un saludo a sus hermanos.
—Me he convertido —declaró y dirigió una sonrisa desquiciada a Miguel—.
Soy un soldado de Cristo.
Miguel le lanzó una mirada torva.
Lucifer se detuvo bajo la inmensa estatua sedente de Abraham Lincoln. Su
metro ochenta de estatura quedaba empequeñecido ante la escultura tallada en
mármol blanco de Georgia.
Todo su cuerpo empezó a transformarse en lo que parecían billones de átomos
que irradiaban a la velocidad de la luz mientras seis monstruosas alas seráficas
surgían de sus hombros y se irguió, imperial, hasta los tres metros de estatura. Era
Lucifer, el serafín, el arcángel caído.
Miguel observó a su hermano mayor, todavía espléndido.
Las facciones de Lucifer, talladas en alabastro, resultaban casi irreconocibles a
causa de las cicatrices sufridas en la caída al tórrido infierno tras su expulsión del
Primer Cielo. Sin embargo, aquella noche, bañado por la suave luz de la luna de
Washington D.C., su belleza hechicera de hacía eones era extrañamente visible en
la frente ancha y marmórea, los pómulos altos imperiales y la nariz patricia. Se
había soltado las trenzas del pelo, de un brillante negro azabache. Desprovista de
las cintas de oro que las sujetaban, la melena le llegaba ya hasta la cintura.
Lucifer sostuvo la mirada de Miguel con arrogancia. De repente, apartó de su
rostro los largos cabellos de ala de cuervo, se volvió y levantó la vista hacia el
decimosexto presidente de Estados Unidos, que contemplaba con aire pensativo la
Piscina Reflectante que se extendía al este.
Tras dedicar una teatral reverencia a Lincoln, Lucifer batió las alas y se alzó
hacia los cielos del amanecer de Washington. Los diamantes de hielo de su capa
blanca de terciopelo destellaban fuego y en las comisuras de sus labios llenos y
apasionados se dibujaba una sonrisa perversa.
—«Tengo un sueño... —exclamó y su voz cultivada resonó en el Templo
Dórico—. Sueño con que un día todos los valles serán cumbres y todas las
montañas y colinas serán llanos... —continuó mientras observaba a Miguel con el
rabillo del ojo—...con que los sitios más escarpados serán nivelados y los torcidos
serán enderezados.»Avanzó hasta el borde mismo del monumento y contempló la
Piscina Reflectante mientras las repentinas rachas de viento del Atlántico agitaban
las vestiduras de seda añil que llevaba debajo de la capa.
—«¡Que repique la libertad desde la Montaña de Piedra de Georgia!
»¡Que repique la libertad desde las Rocosas cubiertas de nieve en Colorado!
»¡Que repique la libertad desde cada pequeña colina y montaña de Misisipí! En
cada ladera y cada cuesta, que repique la libertad.»Esbozó de nuevo aquella
sonrisa suya desquiciada, se volvió con un gesto ceremonioso y se dirigici hacia
Gabriel.
—«Y cuando esto suceda, hermano... —Lucifer agarró por los hombros a
Gabriel con las dos manos y habló con voz suave, pero cargada de intensa
emoción—, cuando repique la libertad y la dejemos repicar en cada aldea y en cada
caserío, en cada estado y en cada ciudad...»De pronto, soltó a Gabriel bruscamente,
cerró los ojos, alzó su rostro imperial al cielo y añadió, con la misma emoción:
—«Podremos acelerar la llegada del día en que todos los hijos de Dios, negros y
blancos, judíos y gentiles, protestantes y católicos, puedan unir sus manos y cantar
las palabras del viejo espiritual negro: "¡Libres al fin! ¡Libres al fin!"»Guardó
silencio un minuto, inmóvil, y luego se volvió a Miguel con una mueca burlona e
irreverente en el rostro.
—«Gracias a Dios omnipotente, ¡somos libres al fin!»A continuación, con una
reverencia ceremoniosa, Lucifer concluyó:
—A Martin Luther King, a cuya sombra simbólica me cobijo.
—Una espina que tienes clavada, me parece —dijo Gabriel con una mirada
torva.
—Una púa, Gabriel, es cierto. Pero me deshice de ese agitador demagogo. En
cuanto a Lincoln —continuó, dedicando una reverencia a la estatua—, su papel
moneda se convirtió en un verdadero impedimento para crear un banco central. Se
hizo fundamental quitarlo de en medio.
—Como hiciste con John F. Kennedy y tantísimos más. —Gabriel entrecerró los
ojos.
—Recompenso a la elite con poder y ellos me sirven sin vacilar. La Estirpe de
los Hombres vende su alma indiscriminadamente.-Lucifer se encogió de hombros.
Poder, riquezas, reservas, valores... —Titubeó un instante y, lanzando una sonrisa
depravada a Miguel, añadió—:... sexo.
—Eres despreciable.
Lucifer avanzó hacia él.
—Ah, Miguel, mi mojigato hermano...
—No todos sucumben —replicó Gabriel, dirigiendo una nueva mirada a
Lincoln.
Lucifer sonrió con un fuego perverso en los ojos.
—Noventa y nueve sucumben. Al centésimo lo exterminamos.
—Te engañas a ti mismo, hermano. —Miguel lo miró con frialdad—. Tu reino
concluyó en el Gólgota. El Nazareno te dio allí un golpe de muerte.
—Pero hoy nadie aprecia lo que sucedió allí, Miguel —replicó Lucifer con aire
condescendiente—. Durante los últimos dos mil años, me he ocupado a conciencia
de que el sacrificio del Gólgota se convirtiera en un simple mito para débiles y
confusos. Para niños de parvulario. Salvo que, gracias a mis fervientes discípulos,
ni siquiera los niños de parvulario rezan ya al Nazareno.
Soltó una risotada de desprecio y dirigió la mirada, más allá del agua y del
monumento a Washington, al edificio del Capitolio que se alzaba al fondo.
—Su influencia se desvanece —murmuró—. Borraré Su nombre y Su rostro del
recuerdo de la Estirpe de los Hombres para siempre. Como he hecho ya con
Europa, pondré de rodillas a América.
Miguel alzó una misiva con el sello real de la casa de Jehová.
—Jehová ofrece misericordia.
Lucifer contempló con desprecio la misiva que sostenía su hermano y clavó la
vista en su clara mirada esmeralda.
—¿Misericordia? —repitió y torció el gesto, sin saber qué decir, por una vez.
—Si tú y los caídos abandonáis vuestros planes de aniquilar la Estirpe de los
Hombres. —Miguel apartó la mirada.
—Su compasión inagotable es infinitamente más de lo que mereces, Lucifer –
intervino Gabriel con voz severa.
—Bla, bla, bla. —Lucifer recuperó el aplomo al momento y en sus labios
apareció una sonrisa despreciativa—. Ya veo que hoy me acompañan los
monaguillos.
Le arrancó la carta de las manos a Miguel y rasgó el sello de lacre. La leyó por
encima y luego se volvió, buscando con la vista el rostro de Gabriel. Éste le sostuvo
la mirada, asintió e inclinó la cabeza.
Lucifer anduvo de nuevo hasta el borde de la escalinata y dirigió la vista al
cielo de la ciudad, más allá de la Piscina Reflectante y del monumento a
Washington, cuya luz roja en lo alto destellaba bajo la claridad del amanecer.
Permaneció allí largo rato, de espaldas a sus hermanos, con la mano cerrada
con fuerza en torno a la misiva. Finalmente, habló.
—Ofrece misericordia... —dijo en un susurro—, pero Él sabe mejor que nadie
que hace mucho tiempo que no hay redención para mí. Está tentándome. —Sus
ojos escrutaron el cielo—. Decidle a mi padre que la nuestra es una guerra a
muerte. Combatiré. En cualquier lugar. En cualquier oportunidad. Nunca me
rendiré.
Miguel se lo quedó mirando largo rato. Sus fieros ojos verdes taladraron la
espalda de Lucifer.
—Entonces, es la guerra, hermano —dijo.
Lucifer guardó silencio. Por último, se volvió.
—¡Y hubo guerra en el cielo! —exclamó. Volvió sus facciones imperiales
cubiertas de cicatrices hacia el firmamento con gesto extático y continuó—:
«Miguel y sus ángeles combatieron al dragón; y el dragón combatió contra él y sus
ángeles.» Es la versión del rey Jacobo. —Abrió un ojo y añadió—: La frase tiene
bastante estilo, ¿no te parece?
Miró a Miguel con una media sonrisa en los labios. Miguel le sostuvo la
mirada, furioso.
—Y no prevaleció —replicó, apretando los dientes.
—Una guerra entre dos hermanos. Una cosa así... —Lucifer se acercó más a
Miguel y susurró—: Una cosa así no debería producirse nunca. —Sujetó a su
hermano por el hombro y acercó los labios a su oído—. A nosotros, hermanos,
príncipes celestiales... A nosotros, menos que a nadie, no debería exigírsenos nunca
que elijamos. —El rostro de Lucifer se contrajo en una mascara de desdén. Estrujó
la misiva entre sus dedos y siseó—: Esa exigencia es malévola. Muestra Su
debilidad. Su talón de Aquiles. Es, precisamente, la razón por la que debería
desocupar el trono... el trono que me propongo alcanzar, Miguel.
Miguel apartó la mano de Lucifer de su hombro.
—Eso sucederá el día que el infierno se hiele —masculló.
Lucifer hizo una burlona reverencia en consideración a su hermano.
—Dile a Jehová... —murmuró y el viento llevó su voz hasta Miguel—... que
todavía puede rendirse a mí, si quiere. —Se frotó la barbilla y continuó—: Quizás
incluso le ofrezca misericordia.
Entonces, se volvió bruscamente a Gabriel y añadió con un siseo:
—¡Pero al Nazareno, no!
Ladeó la cabeza un instante y miró a sus hermanos resueltamente.
—No, no habrá rendición —respondió, con inopinada frialdad—. Mi plan para
aniquilar la Estirpe de los Hombres está mucho más avanzado de lo que Jehová se
atreve a reconocer. En este mismo instante, mi hijo se alza entre las filas de los
libertinos y caprichosos pasillos del poder político. —Se envolvió en sus ropajes de
terciopelo y añadió—: Ya me informaréis de cuándo será nuestra guerra.
—Recibirás una misiva de la Corte Celestial —respondió Miguel con la misma
frialdad.
—En medio de la Tribulación... —La voz de Gabriel sonó apagada—. Cuando
el Hijo de la Perdición rompa su pacto con Israel, la guerra entre Miguel y el
dragón estará cerca. —Taladró a Lucifer con la mirada y añadió—: Perderás,
Lucifer, como perdiste en el Gólgota.
Con los ojos entrecerrados, Lucifer observó las facciones perfectas de su
hermano.
—Eso, mi pueril hermano menor, está por ver... —Se envolvió en la capa y se
volvió—. Decidle a Nuestro Padre que, si pierdo, instauraré un reino en su
territorio. Una sede de poder en medio de ellos. Babilonia. Aunque Washington
—añadió, encogiéndose de hombros— posee cierto atractivo inmaduro... En
cualquier caso, Miguel, crearé el caos entre la Estirpe de los Hombres.
Miguel observó a Lucifer mientras éste avanzaba hasta el borde mismo del
monumento.
—Antes de que se abra el Primer Sello —anunció sin alzar la voz—, serás
convocado mediante una Misiva Real a presenciar la lectura de la Doctrina de la
Ley Eterna en relación con los Siete Sellos de la Revelación.
—Espero Su llamada —respondió Lucifer. Un fuego oscuro y malévolo brillaba
en sus ojos. Seis monstruosas alas seráficas negras se alzaron en su espalda y, ante
la mirada de sus hermanos, se esfumó a la velocidad de la luz en la claridad del
cielo sobre la capital.
4
Saqueadores del Arca
19 de diciembre de 2021
Monasterio de los Arcángeles
Egipto
El jeep descapotable de Nick De Vere corría por la arena del extenso desierto
occidental, levantando una enorme polvareda en su estela.
A cinco kilómetros de distancia, Nick ya divisó los antiguos muros de la
fortaleza del monasterio, excavados en la roca. Puso una marcha más corta y
aceleró para cubrir el último tramo de su viaje.
Al cabo de cinco minutos, detuvo el vehículo delante de la imponente torre
occidental del monasterio de los Arcángeles. Nick, muy delgado y debilitado, hizo
sonar el claxon, se apeó y anduvo hacia la puerta.
Los dos porteros beduinos se pusieron en pie y, con sus largas túnicas
hinchadas al viento, empezaron a bajar el artilugio que hacía de montacargas
moviendo unas poleas.
Sonaron unos fuertes chirridos y crujidos de madera y el enorme artilugio
descendió desde el muro del monasterio.
Nick montó en la oscilante plataforma.
Manhattan,
Nueva York
Nick se secó el cabello recién lavado y el torso con una toalla de baño.
En aquel momento, llamaron con fuerza a la puerta de la alcoba del
monasterio. Nick frunció el entrecejo, se dirigió a la puerta y abrió. Al otro lado se
hallaba Lawrence St. Cartier, que acababa de mudarse de ropa y lucía una camisa
recién planchada y chalina, blandiendo en la mano un periódico inglés con las
esquinas dobladas. Al ver las llagas y ronchas que cubrían el pecho de Nick, St.
Cartier bajó la mirada.
—Lawrence, este lugar está en la Edad Media —dijo Nick con frustración—.
No hay cobertura de móvil. He intentado hacer una llamada por línea terrestre a
Inglaterra seis veces y en todas las ocasiones me han dicho que las líneas están
cortadas...
—Es el monasterio más antiguo de Egipto y todavía funciona mediante una
centralita local. Las líneas se cortan durante días seguidos... —respondió Lawrence,
turbado.
—¿No vas a entrar? —preguntó Nick, ceñudo, y observó el rostro de Lawrence.
El profesor parecía extrañamente conmocionado y pálido. St. Cartier permaneció
en el umbral, inquieto e incómodo.
—Me temo que soy portador de malas noticias, Nicholas —dijo mientras
cruzaba la puerta y dejaba el periódico en la mesa—. He venido tan pronto porque
han colado esto por debajo de mi puerta. Ni siquiera he tenido tiempo de leer el
artículo completo.
Nick leyó el titular del diario: «Matanza en el Monte del Templo.» Su mirada se
detuvo en una foto en primer plano, en blanco y negro, de uno de los ocho
arqueólogos asesinados.
—Klaus... —murmuró Nick, perplejo. Levantó el periódico y leyó
apresuradamente el párrafo inicial—. Klaus...
—... Von Hausen —le ayudó St. Cartier—. Astro ascendente del Museo
Británico e íntimo amigo de Nicholas De Vere. Vuestra relación fue publicitada por
el Sun y el News of the World, creo recordar.
—Mira, Lawrence —murmuró Nick—, no espero comprensión. —Se sentó en la
cama pesadamente, con un temblor en las manos—. Si esto lo hace más fácil, Klaus
y yo cortamos hace mucho.
—No malgastes tu sentimiento, Nicholas, querido muchacho. —St Cartier
habló con una voz insólitamente suave. Agarró a Nick por el hombro con suavidad
y añadió—: No puedes traer de vuelta a Von Hausen.
—Yo... me lo encontré hace un par de días, en Londres —dijo Nick—.
Tomamos unas copas. Hacía meses que no lo veía. Lo habían designado para
trabajar en una excavación secreta en el Oriente Medio. —Levantó la vista a St.
Cartier, sintiéndose de pronto vulnerable, y continuó con un murmullo—: Lo
encontré eufórico. Su misión estaba clasificada de secreta. Según él, la Interpol y el
MI6 pululaban por el Museo Británico y, más exactamente, por su departamento, el
de Oriente Próximo. Se trataba de algo relacionado con el Vaticano y Klaus conocía
su manera de trabajar: el asunto permanecería secreto para él hasta que llegara al
yacimiento.
St Carrier le quitó el periódico de las manos, se puso las gafas y repasó el
artículo de principio a fin.
—¡Hum!, aquí sólo dice que se trataba de una antigua reliquia del Templo
—dijo por último—. Tiene todos los indicios de tratarse de una terrible operación
de exterminio. Siete arqueólogos liquidados con fuego de subfusil, como una
ejecución. Fuerzas especiales. Asesinos entrenados... —Leyó un párrafo más corto
en mitad de la página y añadió con un hilo de voz—... Y un sacerdote del Vaticano
decapitado.
Nick observó al profesor con los párpados entrecerrados. De repente, St.
Cartier había palidecido y su mano derecha era presa de un temblor incontrolable.
—¡Decapitado, Nicholas! —repitió St. Cartier sucintamente, recuperando
enseguida la compostura mientras doblaba el periódico con tres hábiles
movimientos—. ¡Qué acto tan bárbaro! —añadió, con una mirada de una dureza
impropia de él.
—¿Terroristas islámicos? —preguntó Nick.
—No. —St Cartier se acercó a la ventana y dirigió la mirada a la vasta
inmensidad de arena que se extendía más allá de las hileras de cipreses—. No han
sido terroristas —murmuró—. Alguien quiere que todo el mundo occidental
considere que ha sido un acto terrorista, pero lo sucedido tiene los visos de deberse
a algo mucho más siniestro.
St Cartier calló, sumido en hondas reflexiones. Nick se puso una camisa blanca
limpia y contempló sus mejillas enjutas en el espejo con rostro inexpresivo.
—Si no fueron terroristas, ¿quién lo ha hecho y qué quiere? —preguntó.
Las campanas de la iglesia daban las seis en el preciso instante en que sonó el
gong que llamaba a la cena. St. Cartier dirigió una mirada sombría a Nick y dijo:
—Se acaba el tiempo, Nicholas. Se nos echa encima la semana de Daniel. Me
temo que el Final de los Tiempos ha empezado.
2021
La plumilla se deslizaba por el recio papel de carta estampado con el emblema del
Príncipe Regente. La exquisita caligrafía de Gabriel llenaba la página.
Mi atormentado hermano, Lucifer, esta misma madrugada te he visto en mis sueños, una
figura solitaria que contemplaba el Gólgota desde lo alto, seguro de tu victoria en el Fin de
los Tiempos.
El Jinete Blanco, tu Hijo de la Perdición, apareciendo para gobernar a la Estirpe de los
Hombres.
Anunciando la tribulación del Apocalipsis de la Revelación de san Juan.
Gabriel suspiró. Apartó sus largos rizos de platino de sus facciones perfectas y
continuó concentrado en su misiva.
Gabriel alzó la vista al palacio de columnas de oro que se alzaba por encima del
Muro Occidental del Primer Cielo. Sus facciones, serenas normalmente, mostraban
una preocupación que nublaba sus ojos grises.
Las alas oriental y septentrional del palacio de los Arcángeles seguían
habitadas todavía por él y por Miguel, pero la gran ala oeste, una vez ocupada por
el anterior Príncipe Regente, Lucifer, estaba abandonada. Las espléndidas cámaras
de madreperla estaban desiertas. Sus enormes puertas doradas, repujadas con el
emblema del Hijo de la Mañana, habían permanecido cerradas con cadenas y
cerrojos desde el día de su expulsión a mundos desaparecidos hacía mucho
tiempo.
En todos los milenios transcurridos, sólo una vez se habían retirado las cadenas
del ala oeste, el día en que Lucifer había sido convocado a presentarse al Primer
Juicio, hacía casi dos mil años. Se había vestido en aquellas mismas estancias antes
de ser enviado a las Grandes Planicies Blancas.
Gabriel, en cuyas facciones perfectas se dibujaba la inquietud, pasó los dedos
por sus rizos dorados y volvió la vista a Zadquiel, que cabalgaba tres trancos
detrás de él, con Sandaldor a su lado. Asintió con la cabeza y la pequeña partida
cruzó las Puertas Occidentales una milla por encima de los relucientes diamantes
que pavimentaban la senda serpenteante. Al pasar junto a los enormes
invernaderos de naranjas de Lucifer, Gabriel titubeó. El lugar, en otro tiempo
vibrante de los heliotropos y lupinos que su hermano mayor tanto estimaba, estaba
como había quedado en el momento de su expulsión.
Desolado. Yermo. Casi austero.
Nada florecía allí y sin embargo, al propio tiempo, nada se descomponía. Era
un vacío.
Como si incluso la flora vigorosa y floreciente del Primer Cielo hubiera
percibido la traición ruin de Lucifer y se negara a crecer durante los cientos de
millones de eones transcurridos desde su exilio.
Tiró con suavidad de las riendas de su yegua, Ariel, y la partida continuó la
marcha, dejando atrás los secos pozos de los Siete Saberes, hasta hacer un alto
delante mismo de las dos altísimas puertas doradas de las cámaras de Lucifer en el
ala oeste.
Gabriel desmontó, y Zadquiel y Sandaldor lo imitaron. Zadquiel se acercó a él
y posó la mano con delicadeza en su brazo.
—¿Estás seguro de que éste es tu deseo, mi príncipe? —inquirió.
Gabriel hundió la cabeza en el pecho. Enseguida, volvió a levantar la vista y
buscó la mirada de su acompañante.
—Es mi deseo —musitó. Sus ojos, generalmente serenos, estaban bañados en
una intensa emoción.
Zadquiel miró resueltamente al príncipe e hizo una reverencia. Después, con
un gesto, indicó a Sandaldor que se acercara. Los dos alzaron sus enormes
martillos-hachas y los descargaron con todas sus fuerza contra las monstruosas
cadenas de hierro, partiéndolas en dos limpiamente.
Luego, despacio, Zadquiel abrió con esfuerzo las recias puertas doradas de los
aposentos de Lucifer. Gabriel soltó una exclamación. El ala oeste estaba intacta.
Zadquiel entró en el atrio detrás de Gabriel y contempló las cámaras de Lucifer.
Los dos se detuvieron allí un largo instante, en silencio.
—No puedo enfrentarme a esto, Gabriel. —Zadquiel bajó la cabeza, abatido. Le
temblaban las manos—. Me trae recuerdos de todo lo que condenó mi alma.
—Alzó de nuevo la vista a Gabriel y, con voz estremecida, cargada de intensidad
añadió—: Te lo suplico, Gabriel. Libérame de esta tarea.
Gabriel observó a Zadquiel con profunda compasión y, con un suspiro,
respondió finalmente:
—Te libero, viejo amigo. Regresa a mis cámaras con Sandaldor y esperadme
allí.
Zadquiel hizo una profunda reverencia.
—Mi venerado príncipe, que encuentres lo que con tanto interés buscas
—murmuró y se dispuso a emprender la retirada.
—Zadquiel... —le llamó Gabriel antes de que se marchara—. ¿Y Miguel?
¿Seguro que ignora que estoy aquí?
—Absolutamente. —Zadquiel le sostuvo la mirada.
Gabriel asintió:
—Revelaré lo que hago cuando llegue el momento. ¿Y Jether?
—Tampoco le he dicho nada a Jether. Pero sus conocimientos procederán de
una fuente superior —dijo Zadquiel, esbozando una vaga sonrisa. A continuación,
con una nueva reverencia, montó otra vez en su corcel y, sin volver la vista atrás,
regresó al galope por donde había venido seguido de Sandaldor.
Gabriel se quedó contemplando a Zadquiel hasta que el jinete desapareció por
completo de la vista; entonces, volvió sobre sus pasos, abrió las puertas de la
cámara y entró en el atrio. Cerró las puertas tras él, inspeccionó la vasta estancia y
sacudió la cabeza con gesto de asombro.
Estaba casi igual que antes de que su mundo se desmoronara, hacía eones.
La colección de tamboriles y flautas de Lucifer.
Su Espada de Estado, todavía en su magnífica vaina ornada de piedras
preciosas.
Gabriel pasó bajo el gran arco de los Arcángeles, con sus espléndidos frescos, y
entró en el sanctasanctórum de Lucifer, donde admiró los magníficos
trampantojos, obra del propio Lucifer, pintados en los techos abovedados que se
alzaban a treinta metros de altura. Heliotropos, endrinas y amatistas se tundían en
magentas y bermellones que cubrían los adornados techos esculpidos.
Su mirada se posó en el escritorio de mármol bellamente tallado. Era la misma
mesa en la que su hermano mayor había escrito con su bella caligrafía miles de
cartas en palabras desaparecidas hacía mucho.
Gabriel palideció.
Junto al escritorio se hallaba un enorme cuadro cubierto con paño de oro. El
objeto no estaba allí hacía dos milenios, el día del Primer Juicio.
Gabriel tuvo la certeza de que allí se encontraban las respuestas a su agitado
sueño de la noche anterior. ¡Lucifer y sus irritantes juegos de hechicería!
Anduvo hasta el objeto, se inclinó y desató las cintas doradas del paño. La
muselina dorada resbaló del marco y cayó al suelo, dejando a la vista un cuadro
con figuras de tamaño natural, de tres metros de alto y cuatro de ancho.
Gabriel lo estudió minuciosamente.
En el centro mismo de la tela había una imagen exquisita, perfecta, de Cristo.
La luz realzaba todas sus facciones. El retrato resultaba asombroso, salvo por la
gruesa línea de color rojo carmesí que cortaba la cara de un lado al otro de la tela.
Bajó la mirada hacia la izquierda de la imagen y, tal como había pensado, allí
estaban: los Jinetes Magos de la Camarilla Hermética, montados en sus
monstruosas creaciones. Su destino, el mundo helado de Gehenna.
Lucifer había pintado la escena hasta el último detalle. Era exactamente lo que
Gabriel había presenciado aquella misma noche en sus turbados sueños.
Debajo mismo del Cristo había una imagen muy precisa del propio Lucifer, de
pie en el enorme balcón de madreperla bellamente tallada de aquellas mismas
estancias. Exactamente como estaba hacía eones, cuando había contemplado a sus
hermanos corriendo por las arenas. Sus facciones de alabastro esculpido eran
perfectas en su belleza.
Gabriel clavó la mirada, hipnotizado, en los fríos ojos de zafiro del cuadro. Casi
carecían de vida. Bajó la vista al pie del cuadro, donde una serpiente enorme,
amenazadora, se retorcía a lo ancho de toda la tela.
Se estremeció.
En aquel instante, una voz suave rompió el silencio.
—Cabalgan los Vientos del Oeste.
Lentamente, Gabriel se volvió.
Delante de él, espléndido con sus ropajes a franjas escarlatas, estaba Jether el
Justo, monarca angélico imperial y gobernante de los veinticuatro Antiguos Reyes
de Jehová.
Jether contempló de hito en hito a su antiguo alumno y sus facciones surcadas
por las arrugas de la vejez se llenaron de compasión.
Gabriel inclinó la cabeza.
—Los Magos de la Camarilla Hermética —continuó Jether sin alzar la voz—.
Han dejado las criptas de Nagor antes de que se alzaran las lunas del alba. En este
mismo instante, están viajando.
Gabriel alzó el rostro hacia Jether con una expresión de angustia.
—Lucifer me habló en sueños —susurró—. Me dijo que lleva muchas lunas sin
dormir. Me propuso que acuda a él.
Jether sonrió con dulzura y posó la mano nervuda en su brazo.
—Pero no lo has hecho —«.lijo.
—No. —Gabriel inclinó la cabeza—. Pero se me apareció en sueños...
«"Gabriel —murmuró Lucifer—. Gabriel, quiero que sepas que ya no seguiré
insomne. Los jinetes se acercan." Entonces sonrió, esbozó una sonrisa perversa y
torva y dijo: "Dile a Jether que se acerca mi redención." Y, tras esto,
desapareció.»Miró a su mentor con ojos implorantes y preguntó:
—¿Qué malévolo plan se prepara, Jether?
—Es la plenitud de los tiempos —murmuró Jether con una expresión grave en
sus facciones venerables. Se acercó a donde estaba Gabriel, barriendo los suelos de
zafiro con sus cabellos y su barba plateados—. Se preparan para el Fin de los
Tiempos. Los Grandes Magos cabalgan por el inframundo desde los lugares
muertos para tener una audiencia con él.
Jether se acercó al balcón y abrió las pesadas cortinas de terciopelo.
—¿Cómo has sabido que vendría? —preguntó Gabriel con otro susurro.
Jether le dirigió una mirada benévola.
—El vidente más veterano percibe al más joven. —Llevó lamano al enorme
juego de llaves que colgaba de su cintura y sacó una que llevaba grabada la
insignia del Hijo de la Mañana —. Podría haberles ahorrado a Zadquiel y
Sandaldor sus esfuerzos, por espléndidos que fueran —añadió, riendo para sí.
Con dedos ágiles, abrió el pestillo de las enormes cristaleras y salió al balcón
desde donde contempló una inmensa puerta dorada, tachonada de rubíes y
radiante de luz, que estaba encajada en los muros de la torre, cubiertos de topacios.
Era la entrada a la sala del trono.
De la Puerta de los Rubíes llegaban enormes rugidos atronadores y azules
descargas de rayos.
—La Reunión... —musitó Jether e inclinó la cabeza en una reverencia.
Gabriel salió al balcón.
—Jehová, Cristo y el Espíritu Santo.
Jether se volvió con los ojos llorosos, sumido en profundos pensamientos.
—Lo que Lucifer percibe y conoce hoy, Jehová en su omnisciencia lo sabe
desde hace eones. Jehová me llamó esta misma luna. Mientras estamos aquí,
Lucifer reúne en consejo a las Cortes de la Perdición. En estos mismos instantes,
estará poniendo en marcha sus planes para concebir a su propio mesías, el Hijo de
la Perdición.
La mirada de Jether se hizo acerada.
—No te confundas —continuó—. Los grandes planes de Lucifer son
transparentes para Jehová hasta el último detalle. Nada queda oculto a su mirada.
El es omnisciente. El es omnipotente. Conoce lo que ha de suceder desde el
principio, por los siglos de los siglos. Lucifer lo sabe perfectamente y tiembla.
Sus facciones se suavizaron y concluyó el parlamento:
—Nosotros descansamos en el fulgor de la multitud de discernimientos de
Jehová y en Su compasión inmensa y Su infinita ternura.
Gabriel permaneció en silencio y Jether posó la mano en su brazo.
—Ya tienes lo que venías buscando, Gabriel. Él ha enviado su mensaje. La
Semilla de la Serpiente. La semilla que pronto será su hijo. Su Hijo de la Perdición.
Es eso lo que perturba tus sueños. Ahora, ven. Tenemos asuntos urgentes de que
ocuparnos.
Jether entró y cerró las puertas del balcón. Juntos, desanduvieron sus pasos por
la cámara y volvieron al atrio. Gabriel dirigió una mirada al cuadro.
—La Semilla de la Serpiente. ¿La suya propia? ¿Nefilim? —preguntó Gabriel.
—No, Gabriel. Nefilim, no. —Jether cerró las puertas de las cámaras de Lucifer
y volvió a echar el cerrojo. Gabriel se volvió a mirarlo, desconcertado.
—Si no es un híbrido entre los angélicos y la Estirpe de los Hombres, ¿qué...?
Al ver la expresión sombría de Jether, se le quebró la voz. Cuando respondió, la
de Jether sonó suave, pero cortaba el aire como una hoja afilada.
—No habrá mezcla de semillas. Esto es lo que Jehová conoce bien. El mesías de
Lucifer no será concebido de la semilla del hombre ni del huevo de la mujer.
Lucifer imitará la semilla de Cristo... ex nihilo.
Gabriel sacudió la cabeza, confundido.
—Creará un clon, Gabriel. Su clon. No tenemos mucho tiempo. Mientras
hablamos, los Caídos ya cabalgan. —Jether estudió su rostro y, con un suspiro, su
expresión se suavizó—. Dile a Miguel que me reuniré con él en las Arenas
Perladas. Al atardecer.
Jether abrazó a Gabriel, lo besó en ambas mejillas y montó en su blanco corcel
alado. Sus ojos destellaban con intensidad.
—Tengo que convocar los Altos Consejos de Jehová.
Miguel estaba en las relucientes Arenas Perladas de las blancas playas celestiales
del Primer Cielo, contemplando dos inmensas puertas de madreperla que se
alzaban en la distancia. Formaban la entrada del Edén. Los fértiles Jardines
Colgantes de Jehová y las cascadas que caían desde una altura de dos kilómetros
apenas eran visibles entre las nieblas azuladas del Edén que descendían
velozmente.
Miguel había cabalgado hasta las Arenas Perladas después de pasar revista a
sus batallones en las enormes Llanuras del Onice. Todavía llevaba su armadura
guerrera ceremonial.
Su gruesa melena rubísima sin trenzar le caía sobre los anchos hombros hasta
la armadura de plata y colgada al costado llevaba la Espada de Estado.
Se quitó los guantes, cerró los ojos e inspiró el dulce aroma de la mirra y del
nardo que se elevaban de las llanuras de los Álamos Blancos del Edén. Sus
facciones mostraban una desacostumbrada tranquilidad.
Jether se hallaba en lo alto de las escaleras de oro, contemplando al guerrero
imperial.
Miguel. El Príncipe Supremo de la Casa Real de Jehová y comandante de los
ejércitos del Primer Cielo. Jether esbozó una leve sonrisa. Lucifer había encontrado
rival en su valiente y noble hermano pequeño.
Miguel exhibía una gran serenidad en su rostro cincelado. Jether lo había
sorprendido en uno de esos extraños momentos en que Miguel bajaba la guardia.
Jether suspiró. Detestaba interrumpir aquel instante, pero debía hacerlo.
—Miguel —lo llamó.
Miguel se movió y levantó la mano a modo de saludo.
—Respetado Jether —dijo, caminando hacia la figura de pelo blanco que bajaba
los peldaños de oro.
—Vaya, parece que han transcurrido muchas lunas desde nuestra última
confraternidad —exclamó. Los incongruentes hoyuelos de sus mejillas suavizaron
aquellas cinceladas facciones.
Se fundieron en un abrazo afectuoso y Jether asintió.
—He estado muchas lunas en el Consejo Sagrado de Jehová, Miguel —dijo.
Aspiró el perfume de mirra que se levantaba de las brumas del Edén y añadió—:
Ven, vayamos a dar un paseo.
Tomó del brazo a Miguel y sus sandalias de color coral se hundieron en las
arenas perladas.
Miguel miró a Jether.
—Has venido por algún asunto grave —le dijo.
Jether observó los fieros ojos verde esmeralda de Miguel y asintió.
—¿Lucifer ha elegido familia?
—Sí, una dinastía. Una de las trece familias integrantes del Gran Consejo de los
Druidas. Ya existe un hijo. El otro lleva dos meses en gestación.
Jether se detuvo a medio paso y miró con intensidad la inteligente y fiera
expresión de Miguel.
—Ése morirá. Será asesinado a sangre fría. Lucifer situará a su propio hijo en su
lugar.
Cerró los ojos.
—Y luego nacerá otro hijo. Es seguro. Está escrito en las Instrucciones de
Jehová.
Miguel entornó los ojos.
—Tres hermanos...
Jether asintió.
—Igual que vosotros... Por su deliberado designio.
—¡Es diabólico!
—Sin embargo —prosiguió Jether—, hay otra cuestión. Una cuestión de
extrema importancia.
Continuaron caminando por las Arenas Perladas y dejaron atrás las doce
inmensas columnas blancas que formaban el gran mirador.
—Nuestros exploradores nos informan de que los Caídos están urdiendo un
plan para entrar en el mundo de la Raza de los Hombres.
—Eso no es ninguna novedad. Están violando continuamente el derecho de
entrada.
Jether se detuvo de repente y volvió el rostro hacia Miguel.
—En forma humana.
Miguel se quedó paralizado.
—Pero eso contraviene la Doctrina de la Ley Eterna que el Gólgota
desencadenó.
Jether asintió.
—Sólo existe un medio por el que el ADN de los Caídos pueda ser alterado y
convertido en materia —dijo—. Nuestra preocupación inmediata está en los
Portales de los Caídos.
Miguel miró a Jether. Se había quedado pasmado.
—Pero los Portales están sellados desde nuestra victoria en el Gólgota.
Jether contempló las olas plateadas del mar de Zamar. Su expresión era
sombría.
—Nosotros, el Consejo Superior, tenemos razón para creer que Lucifer tal vez
intentará abrir alguno de los Portales durmientes. Play uno más vulnerable que los
demás. Uno que puede forzarse con más facilidad... —se interrumpió.
—El Portal de Shinar —dijo Gabriel en voz baja.
Miguel se volvió a tiempo de ver a Gabriel aparecer en la arena junto a ellos,
montado en su semental alado.
El recién llegado le tendió una misiva a su hermano.
—La ha interceptado hace sólo unos minutos Joctán, el gobernador de mis
Águilas Reveladoras.
Miguel cogió la carta que le tendía Gabriel y la leyó. Pálido como la cera, se la
tendió a Jether.
—En estos momentos, mientras hablamos, Astarot y su Mando Supremo
rodean las inmediaciones del Portal de Shinar. He movilizado mi Guardia Real.
—Miguel firmó con los dedos y, al momento, un magnífico semental alado de color
negro voló sobre las arenas, deteniéndose a un metro de donde él estaba.
Jether levantó los ojos de la misiva. Su rostro marchito había palidecido.
Miguel puso el pie en el estribo de oro y montó el corcel negro.
—Un millar de mis mejores batallones y los Leones Alados han protegido
Babilonia durante diecinueve milenios. Pero estos últimos setenta años sólo la han
protegido doscientos guerreros, como mucho.
—Hermano, esto no es lo peor. —Gabriel puso una mano en el hombro de
Miguel—. Sargón el Terrible, el gran Príncipe que es el monstruo de Babilonia,
viaja con sus hordas por el cielo mientras hablamos. Va a reunirse con Astarot en
Shinar.
—Sargón... Zalialiel y sus guardias serán arrollados —susurró Miguel—.
Sargón los masacrará a sangre fría.
Nervioso, Jether dio unos pasos por la arena.
—No —dijo, sacudiendo la cabeza—. Astarot lidera la Horda Negra. Es el
comandante en jefe. Mantendrá el Protocolo Angélico.
—El tiempo está en contra nuestra, Gabriel —dijo Miguel—. Sígueme
inmediatamente con mis ejércitos. Tengo que partir con mi Guardia Real. —Se bajó
la visera—. Tengo que partir ahora mismo.
—Que Jehová esté contigo, Miguel susurró Jether mientras Miguel ascendía en
el cielo montado en su negro caballo alado.
Jether suspiró hondo y cerró los ojos.
—Llegará tarde —comentó, conmocionado—. Veo la batalla mientras
hablamos... Zalialiel está rodeado. Se rinden. Charsoc entrará en el mundo de la
Estirpe de los Hombres. Ve, Gabriel. Lidera los ejércitos del Primer Cielo.
Jether estudió a Gabriel.
—Es la nueva estrategia de Lucifer. Planea enviar a Charsoc en forma humana
al mundo de la Raza de los Hombres. Pero ¿por qué?
Una gélida oleada de malos presagios inundó su alma.
—Iré a consultar con Jehová —susurró.
10
El portal de Shinar
Jether recorrió el pasadizo secreto sin nombre desde el salón del trono del Primer
Cielo, a través de los sinuosos laberintos de la séptima cúspide y por debajo de las
bóvedas sagradas, hasta la Torre de los Vientos. Se detuvo delante de la pequeña
puerta de filigrana de plata del Jardín Amurallado de las Tormentas y colocó su
anillo de ónice en el cerrojo. La puerta se abrió y franqueó el paso a los inmensos
jardines de vegetación lujuriante de la Torre de los Vientos.
Obadías, su ayudante, un juvenil de una antigua raza angelical que poseía las
características de la eterna juventud, una notable curiosidad y unos brillantes rizos
anaranjados, permaneció dichosamente ajeno a la llegada de Jether. Colgaba de un
árbol con sus piernecillas regordetas enroscadas en torno a una rama gruesa,
arrancando con avidez dulces frutos de una ramita cargada de capullos blancos y
llevándoselos de seis en seis a la boca, que ya tenía llena a rebosar.
—Hum... —Jether carraspeó. Obadías lo miró con los ojos como platos y, al
instante, cayó del árbol con un sonoro estrépito sobre un lecho de prímulas,
aplastándolas. Las flores exhalaron un sonoro suspiro. Obadías se incorporó de un
salto y corrió hacia Jether, se agarró al faldón de su túnica y se secó la mano en el
satén, metódicamente.
Jether le lanzó una mirada furibunda y echó a andar a toda prisa entre las
fuentes de agua y los bien cuidados setos.
A Obadías le bailaban en desorden los rizos anaranjados de la cabeza en su
desesperado esfuerzo por mantener el paso de su agitado señor. Contempló con
codicia un segundo árbol de aquellos dulces frutos mientras pasaban junto a él a la
carrera y, alargando la mano, arrancó de él un gran arándano y abrió la boca. La
baya salió volando de entre sus dedos como por voluntad propia y fue a parar
directamente a la palma de la mano de Jether.
—Ya te lo dije, Obadías —dijo en un tono de voz deliberadamente severo—.
Tengo ojos en la nuca.
Se volvió, movió la cabeza con la vista fija en su alicaído ayudante y, acto
seguido, se llevó el arándano a la boca pausadamente, con un brillo de diversión
en los ojos.
Obadías lo siguió mansamente con manifiesto temor y veneración, corriendo
cuanto le permitían sus piernecillas rechonchas. Mientras lo hacía, contemplaba la
espalda de Jether con expresión arrebatada.
Jether continuó la marcha hasta el centro mismo de los jardines de la torre,
donde el consejo de Jehová ocupaba sus veintitrés tronos de oro en torno a la gran
mesa del mismo metal precioso, con sus largas cabelleras y barbas blancas
agitándose bajo el viento de poniente.
Todos los ancianos llevaban sendas coronas de oro excepto uno, Zachariel, que
lucía una brillante capucha anaranjada.
Jether tiró con fuerza del faldón de la túnica para soltarla de los dedos
pringosos de Obadías y se situó en la cabecera de la mesa.
Miró a Zachariel y torció el gesto visiblemente. Zachariel frunció el entrecejo e
hizo un gesto con la cabeza a un segundo juvenil, Dimnas, su ayudante, que se
apresuró a llevarle su corona de oro. Una especie de extraña sustancia parecida a
mermelada, que a Jether le dio la sospechosa impresión de ser restos del desayuno
favorito de Zachariel, embadurnaba el rubí central. A regañadientes, Zachariel se
quitó el impermeable naranja con capucha y botas que se había puesto para su
experimento científico más chapucero. Con un sonoro bufido, cogió la corona de
las manos de Dimnas y se la colocó en la cabeza.
Jether recorrió con la mirada a los ancianos, deteniéndose a saludarlos uno por
uno con una inclinación de cabeza, antes de sentarse pesadamente en su trono de
topacio. Levantó la mano y, al instante, el céfiro amainó y se convirtió en una
suave brisa.
—Inclinemos la cabeza en gesto de súplica, compatriotas míos —dijo y, al
unísono, el Consejo Supremo inclinó sus blancas cabezas coronadas.
Dimnas continuaba haciendo reverencias a Zachariel.
Por mucho que éste meneara la cabeza enérgicamente para que dejara de
hacerlo, no lo consiguió. Dimnas tenía los ojos cerrados y proseguía sus fervorosas
inclinaciones como en estado de trance y, a cada reverencia, daba un fuerte golpe
con la frente en la hierba, produciendo un extraño sonido rítmico.
Jether abrió un ojo para investigar la causa de aquel golpeteo incesante.
—¡Dimnas, basta! —exclamó Zachariel por último, con tal potencia que el dulce
Lamaliel, sentado a la derecha de Zachariel, cayó de su trono a la hierba.
Cuando Zachariel alargó la mano para ayudarlo a levantarse, las botas de hule
se le enredaron en la ropa de Lamaliel, ante lo cual Obadías y Dimnas corrieron en
auxilio de Zachariel. Este se derrumbó a plomo encima del pobre Lamaliel,
mientras que Obadías y Dimnas lo hacían encima de él.
Jether disimuló la risa detrás de un pañuelo mientras Isacar y Matusalén
ayudaban gentilmente a un Zachariel que no dejaba de farfullar y, a continuación,
incorporaban al dolorido Lamaliel.
—Mil perdones... mil perdones, venerado Lamaliel —decía Zachariel, jadeante.
—Una gran aventura. Una gran aventura, ciertamente, mi muy querido
compatriota. —Lamaliel tenía un brillo de puro regocijo en la mirada mientras
quitaba el polvo a su corona.
—¿Estás recuperado, venerable Lamaliel? —Jether intentó recobrar la
compostura.
—Ha sido una estimulante interrupción de sus súplicas sagradas —respondió
Lamaliel.
—La diversión ligera siempre tiene su lugar en el Paraíso— suspiró Jether—.
Pero hoy tenemos asuntos graves que discutir. Obadías, Dimnas, marchaos.
Siguió con la mirada a los dos juveniles mientras descendían con sus
piernecillas rechonchas por los peldaños de oro de la escalinata que conducía al pie
de la Torre de los Vientos y suspiró.
—¡Ah, ser un juvenil y llevar una existencia tan despreocupada...! Pero vamos
al grano. Abramos el Consejo, venerados compatriotas. Nos hemos reunido hoy
aquí para tratar importantes cuestiones.
Hundió el rostro en el inmenso Códice de filigrana de oro que tenía abierto
ante él y, al cabo de unos momentos, levantó la cabeza y miró a los ancianos.
—Han transcurrido casi dos mil años desde la derrota de Lucifer en el Gólgota.
Hizo una pausa para que sus palabras calaran. Majil alzó su cabeza plateada.
—La gran batalla del Fin del Mundo se acerca.
—Lucifer lo sabe bien —asintió Isacar—. En el Gólgota, su tercera parte de los
Caídos fue completamente derrotada por nuestros ejércitos.
—Lucifer juró que tal cosa no volvería a suceder —replicó Jether—. Como bien
sabemos, concibió un plan. Un designio diabólico. —Paseó la mirada por la
asamblea de ancianos y añadió—: Un plan para concebir a su propio mesías. A su
propio Hijo de la Perdición.
Todas las miradas estaban fijas en él.
—Mi venerado compatriota Isacar. Por favor, relata los descubrimientos del
Consejo.
Isacar el Sabio cruzó las manos con una expresión grave en sus facciones,
normalmente dulces.
—Mis venerables compatriotas, nuestros descubrimientos traen malos
presagios para la Estirpe de los Hombres. A través de este mesías, Lucifer se
propone controlar el mundo de la Raza de los Hombres mediante el
establecimiento de un Nuevo Orden Mundial. De un Gobierno Mundial Único. Su
objetivo es el control de los sistemas bancarios, del complejo industrial militar, de
las camarillas secretas gubernamentales y comunidades de espías, de los cárteles
farmacéuticos y de drogas, de la comunicación de masas. —Isacar suspiró—. Sus
ambiciones son infinitas —añadió e hizo una pausa—. A través de este mesías,
Lucifer se propone gobernar él mismo el mundo de los Hombres.
—Gracias, Isacar. —Jether escrutó los rostros en torno a la mesa—. Hasta ahora,
la Raza de los Hombres no poseía la capacidad de producir clones. Sin embargo,
los progresos tecnológicos producidos en su mundo se han acelerado en gran
medida esta última década. Nos ha llegado la noticia de que Lucifer está creando
un clon en el mundo de los Hombres. Un clon —continuó— que llevará su propio
ADN.
El Consejo Supremo miró a Jether, conmocionado.
Lamaliel fue el primero en hablar:
—No volverá a depender de los Stalin y Hitler de este mundo, que le fallaron.
—Dices muy bien, venerable Lamaliel. —Jether se volvió hacia Zachariel y le
dijo—: Zachariel, te ruego que, como venerado conservador de los universos y las
ciencias de Jehová, expongas los hechos científicos tal cual son.
Zachariel sacó de debajo de la mesa sus grandes pies cubiertos con las botas
amarillas de hule y se incorporó de su trono. Carraspeó sonoramente y,
poniéndose el monóculo, revolvió entre sus papeles científicos.
—Honorables compatriotas, mi venerado Jether... —La voz le temblaba de
emoción—. A diferencia del nacimiento de Cristo, el del mesías de Lucifer no será
sobrenatural. Será un logro de la ingeniería biogenética... ejecutado por los inicuos
supercientíficos de los Caídos de Lucifer. Los Gemelos de Malfecium, que fueron
protegidos míos durante años aquí, en los portales científicos del Primer Cielo...
—Zachariel enrojeció de indignación.
—Te ruego que te calmes, viejo amigo —le reconvino Jether con suavidad—. La
época en que se produjo tal traición en nuestro mundo hace mucho tiempo que
pasó.
Zachariel dirigió una mirada ceñuda por debajo de sus enormes y pobladas
cejas blancas a los ancianos reunidos en torno a la mesa y dejó caer sus
documentos científicos con un golpe sordo.
—Los perros falderos de Lucifer. —Frunció el ceño—. Como mucho, se les
puede llamar depravados ingenieros biogenéticos.
Jether le lanzó una mirada de advertencia.
Zachariel respiró profundamente.
—En cualquier caso, la cuestión es que... —murmuró Zachariel, revolviendo de
nuevo entre sus papeles—. Durante más de dos mil años, más allá de las bóvedas
de Vagen, mil millas por debajo de los Laberintos de Angor, ha reposado un
sarcófago protegido por los Gemelos de Malfecium. El sarcófago de las Furias. Allí
se encuentra el Vial de la Sagrada Progenie. Contiene un único genoma. —Paseó
una mirada ominosa por los ancianos reunidos en torno a la mesa—. El genoma de
Lucifer.
Zachariel volvió a sentarse pesadamente en su trono y concluyó:
—Del cual crearía un clon...
—Una réplica de sí mismo —continuó Jether—. Es la más vil de sus estrategias.
—Señaló la copa que Zachariel tenía a su derecha y le dijo—: Por favor, viejo
amigo, toma un sorbo del elixir para calmarte y continúa.
Zachariel bebió un sonoro sorbo de néctar de campánula. Isacar se llevó la
mano al oído mientras Zachariel se relamía con placer los labios rojos y
generosamente grandes y volvía a colocarse el monóculo.
—Sus supercientíficos han estado preparados desde que Alejandro gobernaba
el mundo. Estaban preparados durante las purgas de Stalin... y estuvieron muy
cerca durante el reinado del terror de Hitler. —Una vez más, revolvió entre los
papeles manchados de restos de comida—. El Instituto Kaiser Guillermo de
Herencia Humana y Eugenesia fue una base para los experimentos genéticos y
eugenésicos más depravados de Hitler. Othman von Verschuer, Grebe, Mengele...
¡monstruos depravados, todos ellos!
Jether frunció el entrecejo.
—Todos tenían un mismo objetivo, dictado por su amo Oscuro. La clonación.
Pero ni siquiera los científicos nazis, tan avanzados, disponían de la tecnología
necesaria para crear un clon de la semilla de Lucifer.
Zachariel se levantó y, sumido en profundos pensamientos, dio unos pasos
entre los altramuces en flor, aplastándolos bajo sus enormes botas de agua. Las
flores volvían a crecer al instante, perfectas, tan pronto levantaba el pie.
—En 1943, compatriotas míos, se produjo un fracaso tras otro. Resultaba
imposible, tecnológicamente, crear un clon en el mundo de los Hombres. Sin
embargo, en años recientes, los Gemelos de Malfecium han proporcionado
programas detallados de acción a los elementos más siniestros de la Raza de los
Hombres, para que sus unidades de Espionaje Negro pudieran empezar a realizar
experimentos de clonación en instalaciones secretas de Norteamérica. Los Álamos.
Dulce. Un científico en particular... —Zachariel levantó las manos en un gesto entre
la repulsión y la admiración—. ¡Un genio!
Jether suspiró.
—Pero el ADN de Lucifer es como el nuestro —intervino Isacar—. Es angélico.
No es material, estimado Zachariel.
—Ahí, venerable Isacar, es donde quedó de manifiesto la maléfica genialidad
de los Gemelos. Maelageor, que fue el mejor de mis protegidos... —Zachariel captó
la mirada de Jether y se apresuró a continuar—, readaptó la secuencia de ADN del
genoma del Vial de la Sagrada Progenie para que se correspondiera exactamente
con el patrón de desarrollo y los ciclos del ADN humano. El clon retendrá la
capacidad de espíritu angélica, pero estará confinado en un cuerpo material. Se
parecerá a Lucifer. Sus atributos humanos, el color del pelo, de los ojos, las
facciones, serán una réplica precisa de su padre, pero su desarrollo físico será como
el de un hombre. Material.
—Venerable Zachariel —habló Majil—, ¿y ese clon conservará la capacidad
sobrenatural de los Angélicos Caídos?
Zachariel asintió.
—Sus poderes estarán más limitados, venerable Majil, pues los utilizará en el
mundo material, pero sí, su clon tendrá acceso a los poderes sobrenaturales de los
angélicos.
Jether observó a los ancianos.
—Con todo, Lucifer conoce perfectamente el poder limitador de la presencia de
los portadores del Sello del Nazareno.
Hasta que el último seguidor del Nazareno sea eliminado de la tierra, los
poderes sobrenaturales de su clon se verán restringidos en gran medida.
Dificultados.
—¿Hasta el último?
—Incluso el seguidor más débil del Nazareno plantea una amenaza cuando
ejerce su autoridad sobrenatural en el mundo de los Hombres —añadió Isacar.
—El transporte de los seguidores del Nazareno al Primer Cielo se producirá en
medio de la Tribulación —apuntó Matusalén con su hablar lento y mesurado—.
Tres años y medio después de que se rompa el Primer Sello.
—Sí —dijo Jether—. Hasta entonces, el clon de Lucifer ejercerá su poder
sobrenatural de forma limitada. El tiempo se acaba. Nos ha llegado noticia de que
Lucifer ya ha puesto en marcha su plan. Hemos conocido que su genoma fue
proporcionado hace una luna a la elite... por alguien que estuvo sentado a esta
mesa hace eones: Charsoc el Oscuro.
De nuevo, paseó la vista por los reunidos. Los ancianos lo miraban en silencio,
atónitos.
—Charsoc —continuó— ha entrado en el mundo de la Estirpe de los Hombres
para entregar el genoma. Ha entrado en forma humana, como uno de ellos,
cruzando el Portal de Shinar. Charsoc desconoce la existencia de una adenda que
se incluyó después del incidente de los Nefilim en Babel. Ni Lucifer ni Charsoc
fueron informados de ella.
Jether se volvió a Gabriel, quien leyó un fragmento de un Códice.
—La adenda —declaró Gabriel, mirando a los ancianos— establece que si el
Portal de Shinar vuelve a ser violado por los Caídos, la forma humana que adopten
éstos al cruzarlo será irreversible. Al principio, Charsoc conservará todavía la
capacidad de volver a transformarse en angélico, pero con cada década que pase
entre la Estirpe de los Hombres, esta capacidad disminuirá. Hacia el final de la
Tribulación, habrá perdido definitivamente su primer estado. Cuando finalicen los
siete años de tribulación, Charsoc vagará por los lugares desiertos, ni angélico
caído ni humano... hasta su expulsión al Lago de Fuego.
—Por desgracia —apuntó Jether—, Charsoc no ha sido el único en cruzar el
Portal. Miguel, tú lo presenciaste todo de primera mano.
Miguel dirigió la mirada a la Puerta de Rubíes con gesto sombrío.
—Sargón, Príncipe de Babilonia, y quinientos de su guardia cruzaron al mundo
de los Hombres en forma humana, junto con cientos de la Guardia Real de Lucifer.
Y Astarot.
En torno a la mesa se alzó un murmullo colectivo.
—Hemos recuperado el control del Portal —continuó Miguel—, pero los
Caídos andan ahora en forma humana, antes de su tiempo.
—Y Lucifer está al tanto de todo —apuntó Matusalén con un hilo de voz.
—No sólo eso —añadió Jether—. También ha escogido ya una familia para
incubar a su «hijo». Una de las trece familias dirigentes de la sociedad secreta
denominada los Illuminati. La familia que Lucifer ha elegido para «incubar» al
Hijo de la Perdición es una de éstas. —Bajó la vista al pergamino del Códice y, al
instante, se formaron en las páginas líneas y párrafos de escritura de plata—. Y el
nombre por el que se la conoce entre la Estirpe de los Hombres es De Vere.
»Tres de los que estamos sentados aquí hemos sido elegidos para una nueva
tarea —continuó, poniéndose en pie—. Una tarea peligrosa. Tres de nosotros
hemos sido escogidos como protectores de la familia De Vere. Protectores que
ahora se manifestarán en forma humana. Como ángeles de incógnito —añadió con
una leve sonrisa.
»Ahora nos retiraremos a nuestras cámaras a orar. El Espíritu Santo de Jehová
convocará esta misma luna a los tres elegidos. Los elegidos tendrán paso libre
entre el mundo de la Estirpe de los Hombres y el Primer Cielo. Y abandonarán el
Primer Cielo la próxima luna.
Jether contempló a los ancianos y continuó:
—La Ley Eterna decreta que a ninguno de los tres elegidos se nos permite
revelar nuestra naturaleza angélica salvo en condiciones extremas... y, aun así, sólo
con la autorización suprema del propio Jehová. Hasta que se rompa el Primer Sello
de la Revelación de san Juan del Apocalipsis, debemos permanecer invisibles a los
Caídos.
»Cruzaremos al mundo de la Estirpe de los Hombres como es nuestra práctica
habitual, a través de los Santos Portales Angélicos. Actuaremos como vigilantes. El
monasterio de Alejandría, en Egipto, donde el Niño Dios encontró refugio, será un
lugar de protección para todos los que viajemos entre el Primer Cielo y el mundo
de los Hombres. —Jether cerró el Códice—. Si nuestra presencia es descubierta
antes de que se abra el Primer Sello, perderemos nuestro derecho a proteger a la
familia escogida y seremos desterrados del mundo de los hombres hasta que se
produzca el Final de los Tiempos. Debemos ser discretos y prudentes. Debemos
estar vigilantes.
Sus rasgos se relajaron. Dirigió una comedida sonrisa a los rostros que lo
miraban con expresión grave y concluyó:
—Buena suerte, mis nobles compatriotas. Se levanta el Consejo.
SEIS MESES DESPUÉS
13
La Semilla de la Serpiente
14
Vínculos ancestrales
La brillante limusina negra, escoltada por cuatro Lincoln todo terreno, cruzó tres
casas de los porteros, unas altas verjas de hierro con el escudo blasonado de la
familia De Vere y una amplia extensión de jardines, cuidados al detalle, que
rodeaba la mansión ancestral de los De Vere. El vehículo pasó a toda velocidad por
delante del quiosco, siguió la serpenteante calzada de acceso, dejó atrás
majestuosos miradores y esculturas ornamentales y finalmente se detuvo ante una
colosal mansión de piedra caliza de Indiana, tejados en gablete y cincuenta
habitaciones. La casa gozaba de una privilegiada vista del océano Atlántico en la
bahía de Narragansett, Nueva Inglaterra.
De la parte trasera de la limusina se apeó un hombre alto y elegante de unos
cuarenta y ocho años que llevaba un delgado portafolios. Detrás de él, salieron
cuatro guardaespaldas. James De Vere se detuvo un largo instante para contemplar
el hogar ancestral donde había transcurrido su infancia en la Costa Este. Su
atractivo rostro se veía ojeroso y cansado, al borde del agotamiento.
Mientras James subía los peldaños de piedra caliza, una de las enormes puertas
delanteras se abrió y apareció un anciano y larguirucho mayordomo británico con
una mata de pelo blanco, áspero y rebelde.
—Bienvenido a casa, señor James —le dijo con un culto acento británico al
tiempo que le hacía una reverencia—. Es magnífico volver a tenerlo por aquí.
—Ha sido un viaje muy largo, Maxim —dijo James, con una sonrisa cansada
mientras le tendía el portafolios—. Yo también me alegro de verte. ¿Los chicos se
han portado bien, en mi ausencia?
—Todo está en orden, señor. —Con expresión sumisa, Maxim se miró las
manos, enfundadas en unos guantes blancos.
James vio una quemadura en los pantalones negros perfectamente planchados
de Maxim y entornó los ojos, airado.
—Espero que no haya habido más experimentos científicos mientras he estado
fuera... —dijo.
El mayordomo se ruborizó de repente.
—Maxim, cuando te encargué la enseñanza de las ciencias a los chicos, me
refería a explicaciones e hipótesis teóricas, no a experimentos de bioquímica
avanzada —suspiró James.
—Sólo estudiamos reacciones bioquímicas en la leñera —dijo Maxim,
incómodo.
—Veamos. En verano, Nick voló el aviario con nitroglicerina. En otoño, Adrian
hizo estallar una mezcla de peróxido de acetona y serrín en el estudio de Frau
Meeling y el día de Acción de Gracias, la señora De Vere descubrió a Jason
montando una bomba de fabricación casera. No habrá quien soporte los nervios de
la señora De Vere.
James se volvió hacia los guardaespaldas, disimulando una sonrisa.
—Pónganse cómodos en el porche, caballeros —dijo e hizo una indicación a su
mayordomo—. Maxim les servirá algo de comer y beber.
Maxim frunció el ceño ante el grupo de hombres de trajes negros y los miró de
arriba abajo con desconfianza.
—Como usted desee, señor.
James entró en el espacioso vestíbulo dorado, con el techo abovedado a seis
metros de altura y se detuvo. Al captar los aromas familiares de mimosa y
bergamota suspendidos en el aire, se relajó visiblemente. Maxim lo ayudó a
quitarse el abrigo.
—¿Está usted fatigado, señor James? —preguntó, preocupado—. Me he
tomado la libertad de dejar su batín y las zapatillas junto a la chimenea, como
siempre.
James le puso una mano en el hombro.
—Maxim, viejo amigo, ha sido una semana difícil. ¿Dónde está Madame Lilian?
—preguntó, arqueando las cejas.
—Madame Lilian está en el salón, señor.
—Llama a los chicos, Maxim, por favor. Tengo noticias que son de su interés.
James se dirigió a las enormes puertas de caoba del salón y las abrió despacio.
Junto a una chimenea de mármol en la que ardían grandes troncos se hallaba
una mujer esbelta, elegante y de hermosas facciones. Tenía la piel fina como el
alabastro y perfectamente maquillada. El pelo, castaño brillante, lo llevaba
recogido en un moño y vestía un traje de seda color melocotón que le caía por
encima de sus bien torneados tobillos y unas manoletinas de satén del mismo
color. Todo estaba en su lugar. Lilian De Vere sc volvió al instante y, al ver a James,
resplandeció. Corrió hacia él y se abrazaron. James cerró los ojos hundiendo su
rostro en el cuello de ella. Parecía contento.
Levantó la cabeza, la soltó despacio y se acercó a la ventana. Unas negras nubes
de tormenta se cernían sobre el Atlántico.
Lilian lo observó con atención.
—¿Te han convocado? —le preguntó acercándose a él y poniéndole la mano en
la espalda—. ¿El Consejo de los Trescientos?
—No —respondió James. Se volvió hacia ella, pálido como la cera, y le dijo con
una voz apenas audible—: Me ha convocado mi padre. En San Francisco. Para que
asista al Gran Consejo Druida.
—Julius... —Lilian apartó su mano de la de James como si le quemara—. Los
Sumos Sacerdotes de la Bruja... —susurró aterrorizada, mirándolo—. El Consejo
vino una vez a nuestra casa.
Era la Noche de Difuntos. Ofició una misa negra en la capilla de mi padre.
Lilian se acercó al mueble bar y se sirvió un martini. Las manos le temblaban
visiblemente.
—Sacrificaron a un niño en mi nombre —prosiguió—. ¿Qué quieren, ahora?
—Dentro de tres semanas, nos marcharemos a Londres —explicó James, tras
respirar hondo.
—¿A Londres?
James alargó la mano para sujetarla por el brazo, pero Lilian retrocedió hasta la
barra del mueble bar.
—Dijiste... dijiste que esta vez harías lo que habíamos hablado. Que esta vez les
dirías que no —continuó ella, en voz amenazadoramente baja. Con el vaso en la
mano, se acercó a los ventanales, contempló el hermoso y cuidado césped y luego
se volvió hacia él, emotiva pero controlada—. No podrías hacerlo, ¿verdad?
James asintió, sintiéndose repentinamente exhausto.
—Cuando nos casamos, ya sabías que habría... —titubeó—, que habría
exigencias. Cosas que nos veríamos obligados a hacer.
—Dijimos que nos negaríamos, que diríamos que no. —Lilian lo miró con una
inquietante rebeldía en los ojos.
—Lo dejaron muy claro. Si nos negamos, Lilian —dijo con dureza—, nos
matarán. —Vaciló unos instantes y añadió—: Si nos negamos, matarán a los chicos.
—Los chicos... —susurró Lilian, horrorizada.
Se volvió hacia él. Por su mejilla corría una lágrima solitaria.
—Los matarán igual que mataron a mi padre.
A Lilian le temblaban de rabia los esbeltos hombros. Levantó la cabeza. Sus
ojos gris pálido habían adquirido de repente la frialdad del hielo.
—Toda mi infancia estuvo «manipulada». Sacrificios infantiles, control de la
mente, el suicidio de mi padre. Ellos lo manipularon todo, del mismo modo que te
manipulan a ti. Tenemos que marcharnos —emitió un gemido ahogado—. Por
nuestros hijos, tenemos que marcharnos.
Su pelo, perfectamente peinado, le cayó, desordenado, sobre la cara. James se
volvió hacia ella. Había palidecido y las manos le temblaban.
—No hay salida, Lilian. —Su voz sonaba desacostumbradamente dura—.
Cuando nos casamos, ya sabías que yo había nacido en uno de los trece linajes de
los Illuminati. Conocías el alto precio que pagaríamos por ello.
Lilian retrocedió.
—No quiero que mis hijos tengan nada que ver con esto —sollozó.
—Escúchame —le dijo James con voz firme, tomándole la cara entre las
manos—. Me han dado su palabra. Si cumplimos con lo que nos exigen, con todas
y cada una de sus exigencias, no tocarán a nuestros hijos. Si acatamos todas sus
órdenes, los chicos podrán existir fuera de su alcance y serán libres para llevar una
vida normal. Libres de los aquelarres y demás depravados rituales. Libres de cosas
tan inconfesables que no se pueden mencionar.
Lilian miró a James con la respiración acelerada.
—Sacrificamos nuestra libertad —prosiguió él, implacable—, para que nuestros
hijos vivan libres del subterfugio. Para que nuestros hijos vivan libres de sus
garras.
A Lilian se le cayó el vaso de martini al suelo. Alguien llamó suavemente a la
puerta del salón y entró una muchacha menuda vestida con el uniforme negro de
doncella y un almidonado delantal blanco. De la mano llevaba a un niño de cinco
años, rubio y de cara traviesa.
Nicholas De Vere alzó la mirada bajo su abundante flequillo y, al ver a su
madre, esbozó una sonrisa de alegría. Lilian se volvió para secarse las lágrimas.
—Nicholas, querido —dijo abriendo los brazos a su hijo, tras recuperar la
compostura.
Nick corrió hacia Lilian pero, al ver a su padre, se detuvo a media carrera. Sus
rasgos se llenaron de una intensa emoción.
—¡Papá! —gritó, echándose en sus brazos. James lo cogió y lo levantó por
encima de su cabeza y Nick gritó divertido. Luego, James se lo sentó en el regazo.
En aquel instante, en el umbral apareció una mujer de aspecto alemán. Era
rubia y llevaba el pelo sujeto en una apretada coleta. Vestía un traje de cuadros de
pata de gallo que no le favorecía nada y calzaba unas gruesas medias oscuras. La
seguía un apuesto muchachito, casi hermoso, de unos trece años. Llevaba el pelo,
castaño oscuro, muy corto y tenía unos pómulos prominentes. Su cara era dulce y
seria a la vez.
—¿Adrián ha terminado sus deberes, Frau Meeling? —preguntó Lilian con una
repentina frialdad en la expresión.
Frau Meeling asintió con la cabeza.
—El señorito Adrian —explicó— ha terminado los deberes de ciencias sociales,
pero todavía le quedan los de álgebra.
Lilian asintió. Adrián se acercó a su padre, que lo abrazó, dándole unas
palmaditas en la espalda.
—Me alegro de verte, papá —dijo el muchacho, devolviéndole un cariñoso
abrazo.
—Yo también me alegro, Adrián, colega. —James le alborotó el pelo.
En aquel preciso momento, entró Maxim con una bandeja de canapés.
James la estudió y eligió una tostada de una pegajosa sustancia de color verde
con la consistencia de la mermelada.
—Una nueva receta, señor James —dijo Maxim, irradiando satisfacción.
James intercambió una mirada con Lilian.
—Hoy es el día libre de Beatrice y de Pierre —le explicó Lilian, disimulando
una sonrisa.
James gruñó, probó el canapé y lo escupió de inmediato en su pañuelo.
Adrián le guiñó un ojo a Nick y éste se echó a reír ruidosamente.
—¿Jalapeños, Maxim?
—Jalapeños, señor. —Maxim resplandecía de orgullo.
James miró a su alrededor y se encogió de hombros.
—¿Dónde está Jason? —quiso saber.
Maxim enarcó las cejas.
—Acabo de saber que, lamentablemente, el señorito Jason ha tenido una avería
mecánica con su Mustang y que tendrá que volver a dedo —Maxim hizo una leve
mueca—, si me permite decirlo, señor.
James exhaló un resoplido de irritación.
De repente, se oyó el fuerte chirrido de unos frenos, acompañado de ruidosas
risas. Lilian se acercó al ventanal y vio al flaco muchacho de pelo oscuro de
diecisiete años sacar con dificultad su metro ochenta de estatura de un viejo
Mustang amarillo limón abarrotado de estudiantes.
Una rubia menuda le pasó el brazo por la cintura con expresión seductora y
Jason le dedicó su habitual sonrisa encantadora. Entonces, levantó la vista y vio a
Lilian, que los observaba desde la ventana del salón.
Rojo de cólera, miró enfurecido hacia la ventana al tiempo que cerraba el
vehículo de un portazo. Las chicas que estaban sentadas en la parte de atrás le
lanzaron besos mientras los chicos le dirigían insultos ininteligibles.
Jason se colgó la mochila al hombro y subió las escaleras del porche. Al cabo de
unos instantes, entró en la sala.
—Mamá —le dijo con el entrecejo fruncido y le dio un beso en la mejilla
mecánicamente. Al ver a su padre, se le iluminaron los ojos—. ¡Papá! ¡Has vuelto!
—exclamó y se dibujó en sus labios una genuina sonrisa.
»¡Hola, Adrian! ¡Hola, Nick! —agarró al segundo por el hombro y lo atrajo
hacia él—. En el porche hay cuatro agentes de seguridad.
Los chicos corrieron hacia la puerta.
—¡Pum! ¡Pum! —gritó Nick, disparando a Adrian con una pistola imaginaria.
James levantó la mano.
—Sentaos, chicos —dijo, poniéndose serio de repente—. Vuestra madre y yo
tenemos que hablar con vosotros.
Jason dejó la mochila en el suelo refunfuñando mientras los pequeños
desandaban sus pasos de mala gana.
Jason le arreó un puñetazo en el costado a Adrian y éste, con una mirada
airada, le devolvió el golpe.
—¡Chicos! —Lilian lanzó una severa mirada de advertencia a Jason—. Vuestro
padre tiene noticias.
—Que no sea otro ascenso —dijo Jason con el entrecejo fruncido—, y otra
mudanza.
—Me han ofrecido y he aceptado el cargo de embajador de Estados Unidos
—se sirvió un whisky de una bandeja que había junto a la de canapés—... en el
Reino Unido.
Los chicos lo miraron, absolutamente pasmados.
—Eso requiere que nos mudemos a Londres. Dentro de un mes, nos
instalaremos en Winfield House, situada en Regent's Park.
—Oh, papá... Mis partidos de béisbol —se quejó Adrian.
—La reina, ¡pum, pum, pum! —gritó Nick, corriendo por toda la sala.
Jason se sentó, con la mirada fija en el suelo. Los hombros le temblaban de
rabia contenida. Lilian lo miró con ansiedad.
—Jason... —le dijo en voz baja.
El chico hizo caso omiso de ella y buscó los ojos de su padre.
—Yo no me marcho —dijo, poniéndose en pie con manos temblorosas—.
Tendrás que matarme y sacarme a rastras de aquí.
James bebió un sorbo de whisky.
—Pues te mataré y te sacaré a rastras —dijo como si tal cosa.
Jason se volvió hacia Lilian, presa de una rabia incontenible.
—No iré, madre.
Lilian miró a James con expresión implorante.
—Harás lo que nosotros digamos —replicó James, imperturbable.
—¿Lo que tú digas? —se burló Jason—. Tú no eres ningún ejemplo. Nunca
estás aquí. —Se puso a deambular de un lado a otro de la sala—. ¡Mi vida está aquí
y no en un sitio apartado de Inglaterra! —Su voz había subido varios decibelios.
—¡Tu vida está donde esté tu familia! —gritó James a su vez.
—¿Qué familia, papá? ¡Tú no estás aquí nunca! ¡Nos hemos mudado cinco
veces en cinco años! ¡Gracias a Dios que estoy en un internado! —Recogió la
mochila y apretó los puños—. ¡Y no voy a ir a Yale! ¡Quiero ir a la escuela de
cinematografía cié Nueva York y no me lo impedirás!
James se acercó a su hijo y lo agarró con firmeza por el hombro.
—¿Y quién paga el internado y pagará la escuela de cine? Harás lo que yo diga,
jovencito.
—Adelante, compra mi sumisión con dinero... igual que compras a todo el
mundo.
James se volvió hacia Lilian. Estaba encendido.
—¡Ya basta, Lilian! —le dijo—. Pasa días seguidos en su habitación viendo Dios
sabe qué películas... Ese Stanley... Stanley...
—¡Kupik! —gritó Nick, hundiendo la cabeza en los cojines del sofá.
—¡Kubrick! —lo corrigió Jason, levantando las manos. Estaba rojo como la
grana—. ¡Kubrick, un director de cine que mi analfabeta familia desconoce!
—¡Estás castigado y esta semana no tendrás paga! —murmuró Adrian entre
dientes y Lilian le dirigió una mirada admonitoria.
—¡Estás castigado! —rugió James, empujando a Jason con furia.
Nick y Adrian soltaron unas sonoras carcajadas. Lilian les indicó con un gesto
que callaran, pero no sirvió de nada.
—¡Y tú, domina ese genio, Jason De Vere!
Jason salió del salón dando un portazo.
—Ningún De Vere tiene un genio así —comentó James, acalorado.
La puerta se abrió de nuevo.
—¡Tú lo tienes! —gritó Jason y se marchó escaleras arriba corriendo como una
centella.
Lilian se acercó a la ventana para ocultar que se estaba divirtiendo.
—¡Y sin paga! —bramó James, en dirección a la escalera.
Volvió al salón, dejando el vaso de whisky en la mesa, y se volvió hacia Lilian.
Tenía el rostro encendido.
—Vendrá a Inglaterra, Lilian. Es mi última palabra.
15
Hermanos
Jason De Vere deambulaba por los suelos de mármol del vestíbulo del hotel Rey
David, ladrando instrucciones con el dispositivo manos libres de su teléfono móvil.
Consultó el reloj por tercera vez seguida y, a desgana, se hundió en un gran sillón
de cuero y hojeó ociosamente la sección de negocios del Washington Post. Echó una
mirada de disgusto al flojo café israelí que tenía en la mesa. Gracias a Dios, la
Tercera Guerra Mundial había terminado por fin. El Acuerdo Ishtar no podía llegar
más oportunamente para su gusto y Jason sabía que en esto se hacía eco de los
sentimientos de cientos de propietarios de empresas de todo el Oriente Próximo y
de Occidente. Por lo menos, la industria de los medios estaba volviendo a la
normalidad rápidamente. Tomó un sorbo del café solo templado e hizo una mueca
de desagrado. Las oficinas de VOX en Jerusalén habían escapado a lo peor de la
guerra, pero todo su personal en Tel Aviv había muerto en el ataque nuclear de
Irán, pensó con un suspiro. Y el hotel Rey David seguía en pie, intacto. El sonido
de unas sirenas que se acercaban al hotel lo sacó de sus reflexiones.
Adrian llegaba por fin.
Tres furgonetas negras con la parte trasera abierta, que transportaban cada una
a seis hombres armados del servicio secreto de la Unión Europea, encabezaban la
comitiva, seguidos del reluciente Mercedes negro blindado del presidente europeo.
Entre los aullidos de las sirenas, que ahora casi rompían los tímpanos, cuatro
Mercedes más y otras tres furgonetas aún más enormes del convoy de protección
frenaron bruscamente con un chirrido de neumáticos en el exterior de la discreta
entrada del hotel.
Seis guardaespaldas armados con pistolas automáticas MP5 saltaron de la
primera furgoneta e irrumpieron en el vestíbulo mientras cuatro helicópteros de la
policía israelí sobrevolaban el recinto.
De inmediato, seis hombres armados del servicio secreto rodearon el Mercedes
blindado mientras Adrian De Vere se apeaba. Cruzó la entrada del hotel escudado
por los guardaespaldas, con sus equipos de comunicación manos libres colgados
del oído, y atravesó el vestíbulo hasta donde Jason esperaba sentado.
Jason dejó el periódico y estudió a Adrián con una sonrisa mientras el jefe de
camareros le hacía gestos nerviosos, invitándolo a sentarse en el lujoso sofá de
terciopelo recién tapizado de nuevo en su honor.
Adrian se quitó la chaqueta, la entregó a su personal y se repantingó en el sofá,
observando a Jason con afecto.
Parecía relajado y tenía el aire de fácil sofisticación de un hombre cómodo con
su cargo. Apuesto, bronceado e impecable, su atractivo aspecto de playboy lo hacía
ocho años más joven. Jason torció el gesto. Mientras que su hermano pasaba por un
hombre de treinta y dos cuando tenía cuarenta, él era muy consciente de que
aparentaba cincuenta a sus cuarenta y tres.
—¡Vaya, has montado un buen revuelo, chico! —Jason se inclinó hacia delante
y posó la mano en el hombro de Adrian—. ¡La última vez que llamaste tanto la
atención fue cuando quemaste el invernadero de papá y vinieron los bomberos de
Newport! El centro histórico de Jerusalén está totalmente cerrado al paso y el
espacio aéreo sobre el aeropuerto Ben Gurion también está cerrado. Y toda la
ciudad está rebosante de unidades de policía y tiradores.
Adrian sonrió y se aflojó la corbata. Pidió un capuchino y sonrió al camarero
que esperaba nervioso a su lado. El camarero movió la cabeza en gesto de negativa.
—Capuchino, no, señor presidente. Es sabbat —dijo con un marcado acento
israelí.
Jason levantó su taza, suspiró y murmuró:
—Incluso el presidente de Europa debe cumplir con el sabbat. Nada de leche...
—Suspiró otra vez.
Adrian levantó la vista al camarero y asintió:
—Café solo, pues.
Jason arqueó las cejas.
—Lo traerá tibio —comentó. Volvió a coger el Washington Post. Una fotografía
de Adrián llenaba la primera página—. Eres la gran noticia en la ciudad, chico. De
hecho, eres la gran noticia en todo el mundo. El acuerdo de paz más histórico en
siete décadas en Oriente Próximo... El carisma de JFK... El sentido de estado de
Kissinger... —Dejó el periódico sobre la mesa—. Has accedido a la presidencia
europea y te lo mereces.
—No está mal para alguien que casi no alcanza a aprobar los estudios. Deberías
ver el informe de seguridad. —Volvió la cabeza y pronunció un nombre—: ¡Travis!
Un hombre alto, musculoso y bien afeitado, con el pelo rubio cortado al uno y
ojos azul claro dio unos pasos hacia ellos. Jason lo reconoció. Neil Travis, ex
miembro del SAS y jefe de seguridad de Adrian, había formado parte del personal
de seguridad de su hermano durante los ocho años en que Adrian había
desempeñado el cargo de primer ministro británico. Travis sacó un expediente de
trescientas páginas y saludó a Jason con un respetuoso gesto de cabeza.
—El mayor despliegue de seguridad que se ha realizado nunca en Israel, señor
presidente.
—¿Mayor que el de Bush en 2008, Travis? —se burló Jason.
—Con el debido respeto, señor De Vere, mucho mayor.
—Gracias, Travis —dijo Adrián.
Travis se retiró.
—Ser presidente resulta agotador se rió Adrián.
—Parece más agotador para tu pei sonai de seguridad —replicó Jason.
—Es un buen hombre —dijo Adrian y paseó la mirada por el vestíbulo.
—Hace años que no estaba aquí. En el Rey David, me refiero.
—He oído que te han alojado en la suite real —dijo Jason—. Madre estaría
encantada. ¿Sabes que a mí y a otro millar de simples mortales nos han negado
habitación porque venía el presidente?
—Lo siento, chico, deberías haberme dicho que estabas aquí. Tan
independiente como siempre... —Adrian meneó la cabeza—. Deberías haber
mencionado mi nombre, Jason. Chastenay reservó todas las habitaciones con
cuatro semanas de antelación porque así es más fácil asegurar el lugar, ya conoces
el procedimiento.
—Está bien —dijo Jason—. He reservado la cuarta planta del Colony. Lo
prefiero.
—Melissa y yo solíamos alojarnos allí cuando... —Dejó la frase a medias—. No
quería volver a...
Tampoco esta vez terminó la frase.
Jason observó a su hermano menor mientras llegaba el camarero con el café.
¿Cuándo había visto a Adrian por última vez? Hacía cuatro meses, en los funerales
de Melissa y el bebé en Londres. Y brevemente en la conferencia de prensa de
Aqaba. Por negocios. Pero, como hermanos, no habían tenido un cara a cara
personal desde la última fiesta de vacaciones de verano de los De Vere en Marthas
Vineyard, cuando James De Vere todavía vivía.
Adrian estaba distinto. Era un cambio sutil, pero inconfundible.
Hacía dos años, después de dos mandatos como primer ministro británico,
había terminado agotado, abatido por el implacable cinismo británico y los ataques
de rigor a su carácter y a su política. Después de darse de baja del Partido
Laborista, se había tomado un año de descanso y había pasado tres meses en el
Caribe con Melissa, que ya estaba embarazada de cinco meses.
Entonces, hacía cuatro meses, había sucedido lo impensable. Melissa Vane
Templar De Vere, su esposa, había muerto de parto y el hijo que Adrian esperaba
con tal ansia había nacido muerto.
Adrian se había lanzado de nuevo a la política, furiosamente, y había sido
nombrado enviado de Europa a Oriente Próximo durante la guerra
ruso-panárabe-israelí. La conflagración había terminado por fin hacía dos meses.
Un mes más tarde, había alcanzado el cargo de presidente europeo por un periodo
de diez años. Era el hombre más poderoso de Occidente.
La Tercera Guerra Mundial —la más sangrienta de la historia— había
concluido. Y Adrian De Vere había sido casi el único responsable de plantear la
estrategia para el proceso de paz más ambicioso en la historia del mundo
occidental y de Oriente Próximo.
Después de cinco interrupciones de las negociaciones en el último momento,
tres por parte de los iraníes y las dos más recientes por parte de Israel, la firma del
acuerdo final estaba prevista para el 7 de enero, en Babilonia.
—¿De cuánto tiempo dispones, chico?
—Me reúno con el rey de Jordania aquí, dentro de veinte minutos. Luego, con
los rusos, cena con el presidente Levin, un café con el primer ministro turco, y a
medianoche vuelo a Teherán. Me alegro de verte aquí, Jason. ¿Qué te ha traído
aquí, una fusión de la compañía VOX?
—Una adquisición —respondió Jason—. Las plataformas israelíes por cable,
YES y HOT, están a disposición del primero que compre. VOX cerrará el trato
mañana. Y estoy pensando en adquirir también el mayor proveedor por satélite de
Israel. Cuando se firme el acuerdo, las acciones de los medios aquí se pondrán por
las nubes.
—Impresionante. —Adrián frunció el entrecejo—. Esperemos que el acuerdo
salga adelante sin más tropiezos.
—¿Los israelíes aún no quieren participar en el proceso de paz?
—La verdad es que, si no consigo sentar a los israelíes a la mesa en esta
ocasión, todo el proceso puede darse por terminado. —Adrián dejó su taza en la
mesilla—. Por destruido —añadió, mirando al infinito con expresión sombría.
—Pensaba que ya lo tenías todo atado comentó Jason, desconcertado.
—Lo tengo. Pero es complicado. —Adrian revolvió el café lentamente. Volvió a
retreparse en su asiento y suspiró—: El mayor escollo para el proceso de paz es que
los israelíes ganaron. Ellos solos derrotaron a las fuerzas militares combinadas de
rusos y árabes en veintidós meses. —Bajó la voz y añadió—: El terremoto fue el
suceso que les facilitó las cosas. Eso lo sabemos todos pero, naturalmente...
—señaló con un gesto de cabeza al rabino residente que supervisaba el
cumplimiento de las reglas del sábado—, ellos lo atribuyen a la mano del
Todopoderoso. ¿Quién puede echárselo en cara? Me refiero a que fue toda una
demostración de fuerzas: Irán, Rusia, Turquía y Siria, diezmadas en las montañas
de Israel. Una victoria completa, en comparación con la cual la guerra del 67
palidece literalmente.
Adrian tomó un sorbo de café, se acercó más a su hermano y continuó:
—Ahora tienen suficiente combustible nuclear para abastecer Israel durante
siete años. La verdad es que los israelíes quieren la capitulación total de los árabes
y de los rusos. Ni más, ni menos. Para ellos, el acuerdo de paz ha de ser un
reconocimiento de la derrota. Una capitulación. Los hemos tenido a punto de
firmar en tres ocasiones.
»Por lo que se refiere a la cuestión de Jerusalén, no están dispuestos a ceder un
milímetro. Según ellos, han derrotado a los árabes y exigen varias concesiones
importantes. Quieren recuperar todo el Monte del Templo, la devolución de
Jerusalén Este y un compromiso en firme de la Unión Europea, las Naciones
Unidas y la OTAN en la protección de Israel y sus fronteras durante los próximos
siete años. Las antiguas fronteras de 1967 —añadió con un suspiro.
—¡Vaya! ¡Está difícil, hermanito! ¿Y los árabes? ¿Están dispuestos a aceptar
eso?
—Ya lo han hecho. Son los israelíes. Han accedido a todas nuestras demandas,
pero se niegan a desnuclearizarse. —De pronto, Adrián parecía abatido y
avejentado—. He trabajado día y noche para esto, Jason. —Hizo una indicación al
camarero y le señaló su taza—. Pero creo que lo tengo atado.
El camarero reapareció con una jarra de aquel café solo tibio y le llenó la taza.
Adrian le sonrió y lo siguió con la mirada mientras el hombre volvía a desaparecer
en dirección al bar.
—Yo... —Bajó la voz—. He tenido acceso a... ¿cómo exponerlo? A algo de
extremo valor para los israelíes. Hizo una pausa y prosiguió—: Me propongo
cerrar el acuerdo a finales de esta semana. Estoy seguro de que los convenceré. No
estoy dispuesto a permitir que nada se interponga en mi camino.
Jason reparó ociosamente en la rapidez con la que su hermano había pasado de
aquel relajado encanto a mostrarse un hombre de acero en menos de cinco
segundos.
—Me han llegado comentarios del fiasco del Monte del Templo. —Jason señaló
los papeles—. Unas reliquias antiguas robadas. Venía en todos los periódicos
locales de esta mañana.
Adrian bajó la voz para que no lo oyeran el personal de apoyo, los funcionarios
y los agentes secretos que se habían distribuido por todo el vestíbulo.
—Debería haber permanecido en secreto. Los israelíes culpan a los árabes. Los
rusos culpan a los israelíes. Los árabes dicen que ha sido una trampa tendida por el
Mossad. El asunto es que nadie está actuando con un ápice de sensatez.
—¿Crees que han sido terroristas?
—No es que lo creamos; estamos seguros de ello. —Dio otro sorbo al café—.
Tiene todas las trazas de ser una acción terrorista.
—¿Y no hay rastro del objeto?
—No. —Adrian movió la cabeza—. Se ha evaporado. La Interpol y todas las
agencias del mundo están sobre el asunto. Nada. Nada en absoluto. A todos los
efectos, es como si nunca hubiera existido. Y todos los científicos enviados a
verificarlo fueron asesinados por los terroristas.
—¿Sabes de qué se trataba?
—Si te lo digo, Travis tendrá que matarte. Es así de secreto —añadió con una
mueca.
—Pero ¿tú crees que Israel haría casi cualquier cosa por... —Jason entrecerró los
ojos—... por volver a tenerlo en sus manos?
—Sí, eso creo. Yo diría —Adrian sonrió que estarían dispuestos a vender su
alma.
Jason dirigió una mirada penetrante a su hermano menor pero, como de
costumbre, Adrian resultaba inescrutable.
Les llegó el sonido de las agudas sirenas de una nueva comitiva de coches que
se detenía frente al hotel. Jason vio apearse de la limusina real al anciano monarca
de Jordania. Adrian se puso en pie. De inmediato, diez hombres del servicio
secreto se materializaron en el vestíbulo.
—Julia está en la lista de los más vendidos del New York Times, esta semana
—dijo Jason con un encogimiento de hombros.
Travis apareció de entre las sombras y le puso la chaqueta sobre los hombros a
Adrián, que hizo una mueca.
—Juraría que ese despiadado magnate de los medios de Nueva York, que es
una nulidad en la relación con la gente, está basado en ti.
Jason lo miró con expresión ceñuda un instante y, luego, los dos se echaron a
reír.
—Pásate por Normandía en alguno de tus viajes a Londres.
—Lo intentaré, Adrian, de verdad...
Adrian sonrió con afecto a su hermano mayor.
—Me has ayudado mucho a subir peldaños en la política y no lo olvidaré
nunca. Lo que pueda hacer por VOX, no tienes más que decirlo. El trato con la
televisión estatal china todavía está gestándose. Tengo una reunión en Pekín
dentro de dos semanas.
Jason se levantó del sofá y dio unas palmadas en la espalda a Adrián.
—¡Eh, para qué están los hermanos!
Cruzaron juntos el vestíbulo. De pronto, Adrian se volvió a Jason con aire
grave.
—Mira, Jason... —Adrian titubeó—. Hay algo que... —Miró a su hermano
directamente a los ojos—. Se trata de Nick. Su cuerpo ha dejado de responder a los
tratamientos antiretrovirales.
Jason no movió un músculo de la cara.
—Se está muriendo, Jason. Le dan seis meses de vida. Te necesita.
Adrian dio unos pasos más, se detuvo y se volvió.
—Diablos, eres un terco hijo de...
Miró a Jason, movió la cabeza en gesto de exasperación y luego, dando media
vuelta, desapareció por el pasillo seguido de un revuelo de trajes negros.
Jason presenció el abrazo de Adrian y el rey de Jordania, y encajó las
mandíbulas al pensar en su hermano menor.
Nicholas De Vere.
16
La revelación
Nick y St. Cartier estaban sentados en una mesa rinconera de la terraza del
monasterio. Otras dieciséis mesas redondas más estaban puestas con inmaculados
manteles blancos, pero ellos eran los únicos comensales.
En torno al perímetro de la cúpula, cuatro monjes egipcios con capucha
permanecían quietos, atentos a ellos. Nick dejó los cubiertos y, al instante, dos de
los monjes se acercaron y retiraron discretamente su plato y los vasos. Nick se echó
la chaqueta de piel sobre los hombros.
—Once grados. Un fresco tonificante, querido muchacho. Bueno para el
organismo —declaró el profesor.
Un tercer monje se acercó con una gran fuente de sandía y pasteles de nueces y
miel.
—¿Postre, señor? —chapurreó en inglés.
Nick dijo que no con la cabeza y tomó un trago de agua mineral.
—¿Lo de siempre, profesor?
St Cartier clavó la vista en las dulces baklavas y se relamió de anticipado
deleite. El monje le puso un buen pedazo en el plato.
—Vi a Jason —comentó St. Cartier con voz neutra. Nick se encogió de
hombros—. Brevemente, cuando dejé a tu madre en Nueva York. Por cierto, me
dijo que vas a pasar una semana con ella en la mansión.
Señaló de nuevo la fuente y el monje asintió respetuosamente y procedió a
colocar una segunda porción de baklava junto a la primera.
—Sí —continuó—. Mañana pasaré por la casa de Adrian en Normandía,
volveré a Londres y después iré a la mansión a pasar las Navidades.
Nick se retrepó en su asiento y observó cómo su amigo atacaba con entusiasmo
el primer pedazo de dulce.
—Deberías vigilar el colesterol, Lawrence.
St Cartier le hizo un gesto de que no lo importunara mientras masticaba
vorazmente. Nick levantó la vista a la Vía Láctea que refulgía en el cielo negro
como la tinta.
—Tú eres aficionado a la astronomía, Lawrence —dijo y señaló, debajo de la
luna llena que brillaba en lo alto del firmamento nocturno egipcio, una extraña
aparición blanca que flotaba en los cielos—. ¿Puedes decirme qué es eso? Estaba
sobre Alejandría anoche. Lo observé desde el balcón del hotel Cecil.
St Cartier se limpió con sumo cuidado el bigote, perfectamente engominado.
—Sí, sí. Sé qué es, muchacho. —El profesor sacó del bolsillo una funda de
gafas, cogió éstas, las frotó con un paño suave y se las puso. Observó la aparición
y, de pronto, se puso muy serio—. Espectacular. Su presencia no tiene precedentes.
Nick siguió su mirada hacia la cúpula giratoria del observatorio del
monasterio. Tres monjes observaban a través de un telescopio, mudos de asombro
ante aquella aparición en los cielos nocturnos sobre el monasterio.
—Los astrónomos —dijo St. Cartier— han recibido informes de avistamientos
desde Londres, Washington, Berlín e incluso de lugares tan lejanos como Pekín.
Mediante el telescopio solar Coronado, se ha podido distinguir incluso la figura de
un espectro cerúleo a lomos de un caballo blanco. —Al oír aquello, Nick torció el
gesto—. En el discurso apocalíptico —continuó el profesor—, se trata de un
heraldo. Un precursor, si lo prefieres. Su presencia en los cielos augura el
advenimiento del Jinete Blanco.
—El jinete, ¿qué? —Nick lo miró con extrañeza.
—El Primer Sello está a punto de romperse. El Jinete Blanco se presentará. Los
Cuatro Jinetes del Apocalipsis. Tu desdén por los aspectos sobrenaturales de la
vida, Nicholas —el profesor suspiró—, no hace sino reforzarme en mi creencia de
que tu ignorancia de los asuntos teológicos y paranormales es aún más profunda
de lo que parece.
Nick le dirigió una mirada sombría.
—Déjalo estar Lawrence.
Los ojos azul claro del profesor brillaron de regocijo. Se quitó las gafas.
—El Blanco, el Rojo, el Negro y el Pálido... —Se llevó el segundo pedazo de
baklava a la boca, saboreándolo, y murmuró—: Sublime. Casi mejor que la crema
de queso.
»Como iba diciendo —prosiguió—, los caballos, el blanco, el rojo, el negro y el
pálido que representan el Hambre, la Guerra, la Conquista y la Muerte. Las fuerzas
de la destrucción de los Hombres descritas en el capítulo 6 del Libro de la
Revelación.
Nick lo miró, inexpresivo. St. Cartier bajó la voz, con aire condescendiente,
pero sus ojos titilaban de agravio.
—La Biblia... —empezó a decir.
—Ya sé qué es el Libro de la Revelación —lo interrumpió Nick—. Unos
fundamentalistas chiflados que blanden carteles anunciando el fin del mundo y
vendiendo sus cachivaches del fin de los tiempos por televisión. Divagaciones de
fanáticos. Un tipo para los débiles y vulnerables.
Un monje se acercó con una gran jarra de plata de café turco.
—Tus falsos conceptos, Nicholas De Vere... —St Cartier hizo un gesto de
asentimiento al monje, completamente impertérrito—, sólo sirven para reforzar mi
convicción sobre tu absoluta ignorancia de los análisis filosóficos, etnográficos e
históricos.
El monje vertió el líquido espeso y humeante en dos tacitas. St. Cartier levantó
la suya, aspiró el aroma y dio un largo sorbo antes de dejar la taza en la mesa.
Luego, volvió a colocarse las gafas y estudió de nuevo la aparición blanca.
—Yo llevo estudiando latín y griego cuarenta y cinco años, desde mi doctorado
en Teología Sagrada. Pasé treinta y ocho años utilizando argumentos y análisis de
toda clase para poner a prueba y criticar el vivido y perturbador imaginario del
desastre y el sufrimiento que es... —titubeó un instante— el Apocalipsis de san
Juan.
»El Apocalipsis predice la batalla de Armagedón, los Cuatro Jinetes del
Apocalipsis, la bestia infame cuyo número es el 666. Algunos creen que predice la
guerra nuclear, supertormentas solares, incluso el sida. El Libro de la Revelación es
un mapa, Nicholas. Un mapa del fin del mundo —proclamó ominosamente. Los
ojos le refulgían de fervor. Señaló la aparición blanca suspendida en lo alto de los
cielos egipcios y añadió en un murmullo—: Cuando el Primer Sello de la
Revelación se rompa, el Jinete Blanco del Apocalipsis, el Hijo de la Perdición,
llegará para reinar.
Nick miró a St. Cartier, perplejo, y meneó la cabeza.
—Me he perdido completamente —dijo.
St Cartier exhaló un suspiro de impaciencia.
—Los signos del final de los tiempos, del Apocalipsis. Cuantío llegue el final,
aparecerá un líder de inmensa talla, de inmenso poder. Un líder que reunirá en
torno a él a diez gobernantes para crear un sistema de gobierno único. Un gobierno
mundial. Será el Hijo de la Perdición.
—¡Oh, por Dios, Lawrence! —Nick levantó las manos, incrédulo—. Esta es la
clase de lavado de cerebro adolescente que propagó La Profecía en los años setenta.
¿Qué va a gobernar, Corea del Norte con el 666 tatuado en el cuero cabelludo?
—Durante un breve periodo gobernará el mundo —declaró St. Cartier y apartó
a un lado el plato del postre, haciendo caso omiso del sarcasmo de Nick. Abrió su
maletín y sacó un ordenador de bolsillo, del tamaño de la palma de la mano, que
colocó delante de sí y procedió a poner en marcha.
—¿El término «Nuevo Orden Mundial» tiene algún significado para ti? —Nick
jugó ociosamente con la cuchara.
—Ah, por fin se hace la luz —exclamó St. Cartier.
—El Nuevo Orden Mundial —continuó Nick— se refiere a una creencia o
teoría de la conspiración según la cual un poderoso grupo secreto ha creado un
plan permanente para dirigir el mundo por medio de un gobierno mundial único.
St. Cartier asintió y enarcó las cejas. Con un suspiro, Nick prosiguió:
—Algunos grupos tienen motivaciones religiosas y creen... —Nick levantó las
cejas deliberadamente hacia St. Cartier—, creen que los agentes de Satán están
involucrados en la conjura. También existen otros sin una perspectiva religiosa del
asunto.
—Impresionante —murmuró St. Cartier y asintió lentamente—. Te enseñaron
bien en Gordonstoun, Nicholas. Sin duda, habrás oído hablar de los Illuminati,
¿no?
Nick se encogió de hombros.
—Según la cultura popular de esta última década —dijo—, eran una sociedad
de la época renacentista formada por grandes pensadores que fueron «expulsados
de Roma y perseguidos implacablemente» por el Vaticano.
—Paparruchas. Escritores de novelas... —El profesor frunció los labios con
gesto de molestia—. Un flagrante divague sin pies ni cabeza.
Sus dedos volaron sobre el pequeño teclado.
—La orden de los Illuminati —continuó— empezó a existir siglos después de la
muerte de Miguel Ángel, el 1 de mayo de 1776. Su fundador nominal fue Adam
Weishaupt. Su plan era utilizar las logias del Gran Oriente de Europa como un
mecanismo de filtrado para constituir una sociedad secreta, una elite que se
infiltraría en cualquier pasillo del poder con el objetivo de alcanzar el Gobierno
Mundial Único. Finalmente, Weishaupt y sus Illuminati fueron prohibidos y
obligados a funcionar en la clandestinidad. Entonces decidieron que el nombre de
Illuminati no debería usarse más en público. En lugar de ello, emplearían grupos
tapadera para alcanzar su objetivo, el dominio del mundo. —Volvió el ordenador
hacia Nick y añadió—: Observa.
El hermano Francis se acercó a la mesa con una gran fuente de plata llena de
fruta. St. Cartier entrecerró los ojos de expectación mientras estudiaba
detenidamente la fruta. Su mano se cernió sobre los higos frescos y los dátiles.
Finalmente, se decidió por una fruta anaranjada del tamaño de una manzana.
—Un fruto de doum —exclamó, tendiéndoselo a Nick—. El favorito de tu
madre.
Nick dijo que no con la cabeza.
—Zumo de naranja.
El hermano Francis hizo una seña a un segundo monje, que se apresuró a
servirle a Nick un vaso de zumo de naranjas recién exprimidas, endulzado con
azúcar de caña, mientras St. Cartier desplegaba una servilleta blanca y se la ataba
al cuello.
Nick miró de soslayo a St. Cartier y, de mala gana, observó la pantalla del
ordenador.
—Ciertos financieros, que se remontan a los banqueros de los tiempos de los
caballeros templarios, financiaron a los antiguos reyes de Europa y sostuvieron a
los Illuminati —explicó el profesor—. Todavía hoy, actúan sin atenerse a normas
sociales, legales o políticas. Controlan los organismos de la banca internacional, el
complejo industrial militar, las agencias de espionaje mundiales, los medios de
comunicación, los cárteles farmacéuticos, el tráfico de drogas... La lista es
interminable. Sus infiltrados están entre bastidores en todos los niveles del
gobierno y de la industria. Los servicios de espionaje norteamericanos y británicos
han documentado pruebas de que han estado financiando a los dos bandos en
todas las guerras habidas desde la independencia de Estados Unidos.
St Cartier dio un buen mordisco al fruto de la palmera. El jugo le resbaló por la
barbilla hasta la servilleta mientras Nick observaba, divertido.
—¡Ah, pan de jengibre...! ¡No: caramelo! —St Cartier se relamió los labios y
masticó enérgicamente—. Abraham Lincoln puso freno a sus actividades —dijo
entre bocados. Luego, se limpió la boca y el bigote concienzudamente con la
servilleta—. Se negó a pagar sus desorbitantes tasas de interés y emitió billetes de
Estados Unidos, autorizados constitucionalmente y libres de intereses. Lo
asesinaron a sangre fría.
»El plan de esa sociedad secreta es derribar los poderes actuales de la
aristocracia hereditaria y sustituirlos por una aristocracia intelectual, utilizando
para ello una revuelta de las masas previamente preparada. La Revolución
francesa, la Revolución rusa, el asesinato de John F. Kennedy... JFK no les seguía el
juego. Después de los hechos de la bahía de Cochinos, amenazó con cerrar la CIA,
devolver sus poderes a la Junta de Jefes de Estado Mayor y quitar sus
competencias a la Reserva Federal. La elite le mandó un recado.
St Cartier se quitó la servilleta del cuello y se limpió las manos
meticulosamente. Mientras lo hacía, dirigió una mirada ceñuda a Nick con
disimulo.
—Hay quien dice que el 11-S... —añadió.
Nick le lanzó una mirada sombría.
—Lo estabas haciendo muy bien, Lawrence. No te pases —le previno.
St Cartier no le hizo caso.
—Hoy, esa misma organización existe anónimamente, clandestina e invisible.
En 2021 resulta apenas reconocible, pero es más poderosa que nunca. Los
Illuminati son los controladores, conjuntamente con organizaciones como el
Comité de los Trescientos.
—¿Comité de qué? —Nick lo miró con incredulidad.
—Un gobierno paralelo de nivel superior regido por el Consejo de los Trece.
Ellos dictan la política y determinan los asuntos; sus órdenes son ejecutadas. Se
reúnen regularmente a hablar de finanzas, dirección y política. Dinastías
influyentes, adineradas desde antiguo. —St Cartier sacó una lata de tabaco del
bolsillo. Encendió una cerilla y prendió la pipa—. De hecho, Suiza se creó como
centro bancario neutral para que las familias de Illuminati tuvieran un lugar
seguro donde guardar sus fondos sin temor a guerras destructoras o a miradas
inquisitivas.
St Cartier hizo una pausa y miró directamente a Nick.
—Tu familia, Nicholas —añadió entonces—, es una de estas dinastías. Una de
las trece familias regentes de los Illuminati. Forma parte de los controladores.
Nick dirigió una mirada a los monjes que atendían en respetuoso silencio en la
terraza.
—Lawrence —dijo en voz baja—, ¿es que te has vuelto loco? Papá era un
absoluto escéptico. Nunca dio crédito a las teorías conspirativas y mucho menos...
St Cartier no hizo caso del comentario de Nick.
—La familia De Vere es una de las trece que mantienen un poder absoluto
sobre la administración política, financiera y social de Estados Unidos. Ejercen una
influencia destacada en el comercio global de las naciones a través de un consorcio
de intermediarios: inversores privados, contratistas de Defensa, facciones
renegadas de la CIA, el Consejo de Relaciones Exteriores, el Fondo Monetario
Internacional, el Banco Mundial... La lista es demasiado larga.
—Eso es pasarse, Lawrence —le advirtió Nick—. Incluso para ti.
—Tu familia ha financiado estas operaciones durante siglos mediante su
comercio de oro y bonos, la explotación de recursos naturales y minería y la banca
de inversión. —Miró a Nick con sarcasmo—. Gestión de Activos De Vere. Leopold
De Vere e Hijos, Limitada.
—Mira, Lawrence, yo crecí con todo esto en la mesa del desayuno. —Nick
empezaba a exasperarse—. Las teorías conspiratorias en torno a mi familia son una
industria boyante. Gestión de Activos De Vere en Nueva York, Empresas De Vere
Oriente Próximo, Empresas De Vere Este Asiático, De Vere et Cie Francia, Reserva
De Vere... Todo ello es transparente. —Alzó las manos—. Ha sido objeto de debate
público durante décadas.
—Todas esas firmas son subsidiarias de De Vere Continuation Holdings AG,
controlado por la familia y establecido en Suiza a principios del siglo XX para
proteger la propiedad de la familia sobre su imperio bancario. De Vere
Continuation Holdings AG, sin embargo, no es «objeto de atención pública», como
tú lo llamas. Y nunca ha sido transparente.
Nick le dirigió una mirada irritada.
—¿Qué es esto, Lawrence? ¿Una forma de obsesión inquisitiva que te ha
quedado de tu formación jesuítica?
—Compláceme. —Lawrence le sostuvo la mirada—. Sacia la curiosidad de un
viejo.
—Mira, Lawrence, nunca me interesaron los detalles —soltó Nick, perdiendo la
paciencia—. A ninguno de nosotros le interesaron. Nos traía al pairo la dinastía
bancaria familiar. Yo estudié arqueología. Jason se dedicó a los medios. Adrian, a
la política. Papá se ocupó de las dinastías bancarias hasta su muerte. Entonces,
todos los poderes legales pasaron a mamá. Así de simple. ¿Satisfecho?
—Por desgracia, Nicholas, no. —Su tono de voz era inusual mente
moderado—. De Vere Continuation Holdings fue fundada en la década de 1790
por tu antepasado, Leopold De Vere, quien poseía una enorme cámara acorazada
subterránea llena de oro debajo de su casa de Hamburgo. En 1885, Ephraim De
Vere pasó el mando de la empresa a su hijo, Rupert, tu tatarabuelo. En 1954, tu
abuelo paterno, Julius De Vere, tomó las riendas y la llevó con mano de hierro. El y
sus antepasados monopolizaron el suministro mundial de oro. A la muerte de
Julius De Vere, en 2014, De Vere Holdings guardaba más del cinco por ciento del
oro del mundo en sus cámaras acorazadas privadas.
»La elite permitió a tu padre el control superficial de la empresa, pero Julius lo
consideró inadecuado para tomar las riendas y, antes de la muerte de Julius,
entregó el control total a sus correligionarios. Gente sin rostro y sin nombre,
miembros de la Hermandad.
—Eso es manifiestamente incierto. Mi madre...
—Tu madre, a pesar de ser una mujer de negocios muy astuta, es sólo un
símbolo. Nada más. Y ella lo sabe. Tiene plena autonomía en las actividades
humanitarias y lleva la Fundación Caritativa De Vere con su brillantez y maestría
inigualables. Todo lo demás es clandestino, Nick.
Nick miró al profesor con incredulidad.
—¿A cuánto asciende la fortuna de tu familia, Nick? —preguntó St. Cartier.
—A unos quinientos mil millones de dólares —respondió Nicholas—. Sé que
perdimos el cuarenta por ciento de nuestro valor neto en la crisis de 2008 y más de
la mitad en el pánico bancario de 2018. ¿Satisfecho?
—La fortuna de la familia De Vere St. Cartier —lo miró directamente a los
ojos— asciende a doscientos billones de dólares, Nick. Y está completamente
intacta. No se produjeron pérdidas reales. Fue un ardid de relaciones públicas para
mantenerse a cubierto de los ojos inquisitivos de los investigadores secretos
financieros. Los registros secretos de las finanzas de los De Vere no se auditan
nunca, ni aparecen en contabilidad. Y, desde luego, no están controlados por tu
madre.
Nick lo miró con un destello de furia en los ojos.
—¿Qué es esto, Lawrence? ¿Una broma desquiciada?
—Ojalá lo fuera, querido muchacho —respondió el viejo con un suspiro—. Tu
familia posee más del cuarenta por ciento del mercado mundial de metales
preciosos, ejerce un monopolio agresivo sobre la industria de los diamantes y
posee un paquete de acciones de Petróleos Rusos que se calcula que supera el
cincuenta por ciento. También opera en el centro del comercio global ilegal de
drogas y armas.
Nick se revolvió en su asiento, incómodo.
—¿Quieres que continúe? —Lawrence sacó del maletín un fajo de papeles que
llevaban el sello de la CIA.
Nick echó una ojeada a la primera hoja.
—¿El Fondo Internacional de Seguridad? No he oído nunca hablar de él —dijo
Nick.
—Entonces, no has prestado atención. —St Cartier le acercó los papeles por
encima de la mesa—. Se instituyó en la década de 1980 bajo los auspicios de tu
abuelo, Julius De Vere. Lee.
Nick leyó por encima las hojas.
—¡Un periodista, Lawrence! —dijo a continuación, en tono despreciativo.
—No —replicó St. Cartier—. Un destacado investigador del fraude del Banco
Europeo, Nicholas.
Nick suspiró, volvió a coger los papeles y leyó el artículo palabra por palabra.
—«Hacia 2001, los Illuminati habían orquestado la contribución de doscientos
cincuenta billones de dólares de por lo menos trescientas instituciones
internacionales, en la mayor y más secreta operación financiera de venta privada
realizada en el mundo.» —Nick hizo una pausa.
—Sigue leyendo, Nicholas.
—«Por desgracia, los medios de comunicación establecidos no revelaron nada
de esta operación, de modo que el público en general la desconoce. El objetivo era
proporcionar financiación para el establecimiento del Nuevo Orden Mundial a lo
largo del siglo XXI —continuó Nick—. Dotado de tales recursos ilimitados, el
Consejo ha amasado ya suficiente financiación para sobornar o chantajear a todos
los líderes, políticos y agentes de espionaje del mundo entero durante lo que resta
de siglo para la consecución de sus objetivos.»Lawrence cogió el resto de los
papeles y resumió el resto del artículo, leyendo en voz alta algunas frases:
—El fondo tiene la sede en Zúrich. No se dedica al comercio. No aparece en
documentos públicos. Se ha utilizado con propósitos de ingeniería geopolítica
desde su concepción. Existen poderosas pruebas de la presunta participación de las
propias instituciones de la Unión Europea y de servicios de espionaje en su
gestión. —Lawrence se quitó las gafas—. En pocas palabras, Nick, se trata del
fondo secreto de los Illuminati, calculado hoy en más de doscientos billones de
dólares, dirigido en nombre de la Hermandad.
»El fondo financia la mayoría de las guerras preventivas del mundo. Irak,
Afganistán... Así controlan el petróleo y las drogas. Después de su liberación del
régimen talibán, la producción de opio de Afganistán creció de 640 toneladas en
2001 a 8.200 toneladas en 2007. Hoy, el país suministra más del 93 por ciento del
mercado de opiáceos del mundo. —Bajó la voz hasta que no fue más que un
susurro y añadió—: ¿Quién salió ganando con la invasión de Afganistán?
—Los cárteles de la droga —respondió Nick—. El crimen organizado. Es
evidente.
—No. —Lawrence movió la cabeza con énfasis—. Quienes más provecho han
sacado son las agencias de espionaje, en concurrencia con los poderosos
conglomerados de empresas de la elite, incluida tu familia. La Hermandad
—añadió, mirando a Nick con sarcasmo— deposita miles de millones de dólares
procedentes del narcotráfico en el sistema bancario internacional, utilizando sus
filiales en los paraísos fiscales para lavar grandes cantidades de dinero. En
connivencia con facciones encubiertas de las agencias de espionaje, financia
también el tráfico de cocaína en Nicaragua y en Colombia. Financia círculos
pedófilos internacionales, la planificación y ejecución de asesinatos, los embarques
de componentes nucleares por valor de miles de millones de dólares. El asesinato
de Ali Buttho. Tal vez el de Benazir. ¿Quién sabe a qué extremos llegan? Un
centenar de atentados terroristas reivindicados por grupos falsos. Financia ejércitos
secretos y operaciones encubiertas. La red Gladio. El DSSA. La lista es
interminable. Y todo ello para distraer la atención de su mafia bancaria. Para
distraer la atención del Consejo.
Dejó los papeles sobre la mesa, miró a la cara a Nick y añadió, a modo de
conclusión:
—Estos planes fueron orquestados antes de su muerte por el gran arquitecto de
la Hermandad: tu abuelo paterno, Julius De Vere.
Nick movió la cabeza con incredulidad, en silencio. St. Cartier lo miró con
expresión sombría.
—Lo que no es de conocimiento común es que tu abuelo fue uno de los
hechiceros más poderosos del siglo XXI.
Nick le devolvió la mirada, sin dar crédito a lo que oía.
¡Hechicero! Al final te has pasado, Lawrence. No estás en tus cabales.
St Cartier sacó una fotografía del maletín y se la tendió.
—Observa. Es absolutamente genuina.
Nick estudió la fotografía de Julius De Vere vestido con una túnica negra, con
la marca de la muñeca perfectamente visible. A su lado aparecía un joven James De
Vere de diecinueve años.
—Tu abuelo fue uno de los tres únicos Sumos Sacerdotes Brujos de la tierra que
han llevado la «Marca del Hechicero», una marca indeleble que, a la vista, parece
talmente grabada a fuego. Tu abuelo la llevaba impresa en la muñeca izquierda.
Era un sello que significaba su obediencia y devoción a su único amo, Lucifer.
»Un sello —continuó tras una pausa— que revelaba que había vendido su alma
en una transacción de la que nunca habría vuelta atrás. Las propiedades de los De
Vere pertenecían a la Hermandad. A los Illuminati. Tu padre hizo un pacto con la
Hermandad por el cual llevaría a cabo cualquier petición que le hicieran, por
inicua que fuese. Pactó que cumpliría sus deseos hasta el último detalle. A cambio,
sus hijos debían permanecer intactos.
—Sólo vi a Julius en un par de ocasiones —dijo Nick sin alzar la voz—. Murió
cuando yo tenía...
—Doce años —apuntó Lawrence con una sonrisa. Nick asintió.
—Papá no hablaba nunca de él. Decía que era un hombre muy reservado.
Difícil, lo llamó. Por eso la relación de mi padre con nosotros siempre fue abierta.
Había jurado que no caería nunca en los errores que su padre había cometido con
él.
—Tu padre era un buen hombre, Nick. Tu abuelo lo consideraba débil, pero no
era una cuestión de debilidad, sino de moralidad. Lo suyo era firmeza de carácter.
Tu padre fue un impedimento para sus planes de dominio del mundo.
St Cartier guardó la foto y sacó del maletín un sobre marrón de gran tamaño.
—Ell día antes de su muerte, tu padre me mandó esto —dijo. Abrió el sobre y
le tendió una carta doblada.
Nick observó el monograma plateado de la familia De Vere y el sello azul claro
debajo de la precisa caligrafía de su padre. Lentamente, tomó la carta de la mano
de St. Cartier.
La última vez que había visto a James De Vere con vida había sido hacía cuatro
veranos, el 4 de agosto para ser exactos. Aquel día, Nick había roto su compromiso
con la modelo británica Devon para emprender su relación con el alto, delgado y
elegante Klaus von Hausen, astro en ascenso del Museo Británico.
Nick había llevado a Klaus a la fiesta anual al aire libre que organizaba su
madre y, mientras Klaus jugaba al tenis en otra parte de la finca, él y James De
Vere habían tenido una agria discusión en los cuidados céspedes de la mansión
campestre de los De Vere en Oxfordshire.
Su padre era un hombre chapado a la antigua, profundamente homófobo. En la
discusión, no se habían mordido la lengua y los dos, llevados del apasionamiento,
habían dicho cosas brutales que nunca más podrían retirar.
Aquella misma tarde, James había congelado el fondo fiduciario de Nick. Una
semana después, moría de repente, en su estudio, de un ataque cardíaco. Nick
había quedado desolado. Desde su nacimiento, había sido el favorito tácito de
James, su adorado y dotado hijo menor. Y él, a su vez, siempre había sentido
adoración por su padre, aquel hombre franco y emprendedor, de corazón
generoso. Sin embargo, la brutalidad de aquel último encuentro no podría
corregirse jamás.
Nick miró a St. Cartier con ferocidad y, lentamente, desplegó la carta. Volvió a
mirar a St. Cartier y frunció el entrecejo.
—La fecha... Es del trece, el día que murió.
St Cartier asintió.
—Adelante —dijo.
Nick se apartó de la frente el flequillo, siempre revuelto, e imaginó a James
sentado detrás de su escritorio de caoba, con su tupida cabellera plateada inclinada
sobre el papel, escribiendo afanosamente.
Mi querido Lawrence...
... aunque no siempre hemos estado de acuerdo en nuestros puntos de vista, recurro a ti,
viejo amigo, para que, en el caso de que muera en circunstancias no naturales, reveles el
contenido de esta carta para que se haga justicia. Cuida de mi amada Lilian por mí,
Lawrence. Al final, irán por ella. Y cuida de mis hijos.
Lleva el mal ante la justicia.
Protege al inocente, te lo imploro.
Conoces perfectamente, lo sé, que durante las últimas cuatro décadas mi padre y yo, y
mis antepasados antes que nosotros, han estado profundamente involucrados en el gobierno
en las sombras y su plan para dirigir el mundo con un Nuevo Orden Mundial.
He sido un hombre de poca conciencia.
Ahora, soy un hombre de muchos arrepentimientos.
Nick miró de nuevo a St. Cartier, anonadado. Lawrence St. Cartier le indicó que
continuara.
JAMES DE VERE
A Nick le cayó la carta de las manos.
—Tu padre estaba muerto a la mañana siguiente —dijo St. Cartier en un
susurro—. Se decidió que Jason no supiera nada de lo sucedido. Igual que tú. Él no
suponía una amenaza inmediata. La Hermandad vio con satisfacción que se
contentaba con dirigir el conglomerado de comunicaciones. Su consejo de
administración en VOX se compone casi por entero de íntimos colegas de tu padre.
La Hermandad, Nick. Tienen acceso a las comunicaciones de VOX al momento,
siempre que es necesario.
»Pero tú eras un elemento irritante, Nicholas. La fijación de los paparazzi
británicos por las cuestiones más íntimas de tu vida privada atraía la atención
pública sobre la familia De Vere mucho más de lo que resultaba aceptable a la
Hermandad.
Con mano temblorosa, St. Carrier le tendió un documento.
—Tenían que deshacerse de ti. Tu padre lo descubrió.
Lentamente, Nick cogió el papel y leyó. Luego, con un temblor de manos
incontrolable, levantó la vista a Lawrence, conmovido hasta el alma.
El profesor asintió, se inclinó hacia él y lo tomó del brazo con suavidad.
—La aguja de Amsterdam, esa noche, fue una trampa, Nicholas. A ti y a tus
conocidos os administraron deliberadamente el virus del sida. Creado en uno de
sus laboratorios secretos de bioterrorismo.
Nick miró a Lawrence, sin acabar de comprender. De repente, sintió náuseas.
—Cuando tu padre descubrió su acto execrable, rompió el pacto que había
hecho con ellos. Y ellos le mataron.
Temblando, Nick volvió a mirar el documento incriminador y lo releyó.
—Fue deliberado... —musitó. Se mesó los cabellos y alzó de nuevo la mirada a
Lawrence, con los ojos enrojecidos.
—Lo siento muchísimo, muchacho. —St Cartier lo contempló con los ojos
llenos de lágrimas.
—¿Pero quién...? ¿Quién quería matarme? —dijo, con la respiración
bruscamente acelerada—. ¿Por qué? ¿Quién es esa gente, Lawrence? —Estampó los
papeles en la mesa enérgicamente y exclamó—: ¡Están jugando con mi vida,
maldita sea...!
Nick se interrumpió. El rugido de la turbina de un helicóptero sofocó la
conversación. Levantaron la mirada hacia las luces de aterrizaje del aparato, que
descendía rápidamente. Al pasar ante los focos de la torre, Nick reconoció el
escudo hachemita de la familia real de Jordania.
Lawrence puso cara de extrañeza.
—Hoy no estaba prevista la llegada del helicóptero real.
Nick presenció cómo se materializaban ocho monjes, como surgidos de la nada,
y se dispersaban en tres direcciones distintas. De inmediato, se encendieron las
luces de todo el monasterio.
Oyó el ruido de unas firmes pisadas y se volvió.
Cuatro musculosos soldados habían aparecido de pronto a su espalda.
Llevaban la cabeza rasurada y Nick reconoció al instante su uniforme. Era el
comando de elite jordano para operaciones especiales. La guardia real de Jotapa.
El profesor dejó la servilleta en la mesa, se levantó, apartó la silla e hizo una
reverencia.
—Su Alteza... —dijo y repitió la reverencia.
Nick se volvió. Delante de él se encontraba Jotapa, princesa de Jordania.
—Me alegro mucho de encontrarte, Nicholas. Profesor... —Jotapa saludó a
Lawrence St. Cartier—. Profesor, ¿tendría la amabilidad de dejarme a solas con
Nicholas unos instantes? Tengo un asunto urgente que tratar con él.
Lawrence St. Cartier recogió el ordenador y los papeles, se puso el sombrero
panamá y respondió:
—Con sumo gusto, Alteza. Nicholas, me retiraré pronto. Te sugiero que tú
hagas lo mismo, hijo. Has sufrido un buen golpe —añadió, mirándolo con
preocupación—. Nos veremos mañana, para el desayuno. A las seis en punto.
Con una nueva reverencia a Jotapa, St. Cartier se alejó con paso rápido por la
terraza y tomó escaleras abajo.
Nick echó la silla hacia atrás, pálido, mientras le daba vueltas en la cabeza a los
descubrimientos que acababa de hacer.
—Nick... —Jotapa torció el gesto—. ¿Un golpe?
El la miró con rostro inexpresivo, jugando todavía con el documento que tenía
en las manos.
—¿Te encuentras bien? —insistió la princesa—. No tienes buen aspecto.
—Estoy bien —respondió Nick con calma—. He recibido malas noticias, eso es
todo. Por la mañana me habré recuperado —aseguró, levantando la mirada a
Jotapa. Dobló el documento en dos con gesto preciso, lo guardó en el bolsillo
interior de su chaqueta de piel y luego observó el rostro de forma de corazón de la
princesa.
»Tú tampoco pareces muy alegre —le dijo, con una expresión preocupada. La
princesa que recordaba, terca y ferozmente independiente a sus veinticuatro años,
parecía distinta en esta ocasión. Irritada, vulnerable... La espontánea y natural
princesa de Jordania que andaba en vaqueros y camiseta había desaparecido. Esta
noche, Jotapa llevaba un vestido de seda cruda rosa pálido hasta la rodilla que
ceñía sus esbeltas caderas, las largas piernas con medias y unos zapatos de tacón
del color del vestido. Era el epítome de una joven monarquía jordana.
—Nick... —posó su mano fina y menuda, con la muñeca cargada de pulseras
de oro, sobre la mano bronceada de Nicholas—, sabes que no me presentaría aquí a
menos que se tratara de algo realmente importante.
Nick asintió. Jotapa indicó a los soldados que se marcharan y, al momento, se
retiraron al perímetro de la terraza.
—Se trata de mi padre, el rey. Llegó anoche de Jerusalén, tarde. Venía de
reunirse con tu hermano. Ha muerto a las cuatro de la madrugada. Un ataque de
corazón.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Nick le tomó la mano y notó que le
temblaba.
—Tu padre... Lo siento mucho, Jotapa.
—Necesitaba verte.
—Desde luego.
—Mira, Nick, no puedo quedarme mucho rato pero tenía que decírtelo en
persona. Nicholas, no volveremos a vernos.
Él la miró con incredulidad.
—Sé que hablamos por teléfono —continuó la princesa, bajando la mirada—.
Yo siento lo mismo por ti, Nicholas, pero tienes que confiar en mí.
—Pero si sólo...
—Lo siento, Nick.
—Ha sido mi relación con Klaus, ¿verdad? Lo has descubierto.
—Nick, dispongo de informes reservados —dijo ella suavemente—. Sabía
quién eras desde antes de que te viera por primera vez. Sabía dónde me metía.
—¿Hay otro?
—No, no hay nadie. Nadie en absoluto, Nick. Estoy completamente sola.
Nick la acercó a sí y la miró intensamente.
—¿Tienes problemas de alguna clase?
—El curso entero de mi vida va a cambiar. —Jotapa miró alrededor,
visiblemente nerviosa—. Mi padre ha sido mi protección... mientras estaba vivo.
Mi hermano mayor, el príncipe Faisal, será coronado rey en cuestión de horas. No
era éste el deseo de mi padre. —Dio unos pasos arriba y abajo delante de Nick y
continuó—: Faisal es hijo del primer matrimonio de mi padre, hace más de treinta
años. Hace dos, en la intimidad de palacio y en presencia de testigos, mi padre, el
rey, designó como heredero a Jibril, mi hermano de dieciséis años. Sabía que Faisal
es astuto y despiadado y que sería un mal rey para el pueblo jordano.
Jotapa hizo un alto, sofocada, y luchó por mantener la compostura.
—Todos los testigos del acto y los leales a mi padre han sido silenciados
mediante sobornos o por otros medios. A los que no pudieron comprar o
chantajear, los han ejecutado esta mañana antes del alba... —Los ojos se le llenaron
de lágrimas—. El primer ministro, los ayudantes personales de mi padre, sus
ministros de confianza. Todos muertos.
Jotapa se acercó al borde de la terraza y contempló los cielos negros sobre
Egipto. Su voz se convirtió en un susurro:
—Les dije que tenía un asunto arqueológico por concluir aquí, en el
monasterio, y me han permitido un último viaje.
—Safuat... —Se le quebró la voz. Nick frunció el entrecejo. Conocía a Safuat, el
jefe de seguridad de la princesa, un hombre de confianza que había protegido a
Jotapa desde que había nacido—. Safuat me protegió desde que era un bebé.
—Jotapa alzó las manos con desesperación—. Lo ejecutaron al amanecer. —Se
volvió a Nick con las lágrimas corriéndole por las mejillas—: Nicholas, mi padre
era un rey grande y noble. Un rey justo, valiente y lleno de sabiduría. Sin su
protección, tanto yo como mi hermano Jibril corremos grave peligro. Faisal me ha
entregado en matrimonio al príncipe heredero Mansur de Arabia. Mi hermano,
Jibril, será exiliado y enviado allí también. Volaremos a Arabia por la mañana.
Nick comprendió lentamente la situación y miró a Jotapa con espanto.
—Mansur es un criminal —exclamó—. Su propio padre, el rey saudí, lo ha
repudiado públicamente. Los relatos de sus atrocidades circulan por todos los
medios árabes. ¡No puedes ir! —La agarró del brazo—. No lo permitiré.
—Nicholas, tú no eres uno de nosotros. No puedes entender nuestro mundo.
—Jotapa lo miró con fiereza—. Nuestro mundo no es como el occidental. Faisal
odia a Jibril. Jibril es bueno y justo. Justo y leal como mi padre. Faisal no se
atreverá a matarme, Nick, pero a él, sí. De eso no cabe duda. Tan pronto Jibril
desaparezca tras el telón del oro negro, su vida correrá peligro. Es el único que
puede disputarle el trono a Faisal.
Jotapa calló, con la respiración acelerada.
—¡Tengo que protegerlo! —dijo por último.
—¡Tú eres lo único que me queda, Jotapa! —exclamó Nick—. No volverás
nunca de ese infierno.
—¡Es mi hermano!
Un guardaespaldas se acercó discretamente por detrás.
—Alteza...
Jotapa asintió y levantó la mano.
—Un minuto —dijo.
El hombre asintió y se retiró.
Jotapa sacó la pequeña cruz de plata que llevaba oculta bajo el vestido y se
apresuró a desprenderla de la cadena.
—En el palacio de Mansur no hay sitio para esto. —Tomó la mano de Nick, le
abrió con suavidad el puño y deslizó la cruz en su interior—. Guárdala siempre
—murmuró y le acarició el rostro—. Y recuérdame, Nicholas De Vere.
Se apartó de él.
—¡Jotapa! —gritó Nick. Corrió tras ella y la estrechó contra sí. Ella levantó su
rostro bañado en lágrimas hacia el suyo.
—No lo comprendes —dijo con la voz quebrada por la emoción.
—Tú eres todo lo que me queda.
La princesa cerró los ojos con pesar, se deshizo de su abrazo y se alejó.
—¡Jotapa...! —exclamó él con desesperación.
Ella se detuvo al cabo de ocho pasos y se volvió, con las lágrimas corriéndole
por el rostro.
—Nicholas —le suplicó—. Tienes que dejarme ir.
Y, tras esto, desapareció.
Nick cerró el puño en torno a la cruz con tanta fuerza que se hizo daño. Abrió
la mano, con los ojos llenos de lágrimas, y la vio deslizarse entre sus dedos y caer
al suelo de piedra.
Jotapa se había marchado. No volvería a verla.
Y a él lo habían asesinado. A sangre fría. Con las primeras luces del día.
Todo lo que había tenido por verdadero había quedado expuesto como falso.
La vida entera de Nicholas De Vere se estaba viniendo abajo.
17
La noche oscuradel alma
Arenas movedizas
Gabriel contempló en silencio a Jether, que estaba inclinado sobre Nick De Vere.
Las llagas supurantes del cuerpo de Nick habían empezado a desaparecer y su
delgado torso engordaba ante sus ojos.
Gabriel estudió la luminosa marca blanca que Nick tenía en la frente.
—Lleva el Sello —murmuró Gabriel.
—«¿Qué es el hombre para que tengas cuidado de él?» —recitó Jether en voz
baja. Alargó la mano y le apartó a Nick el flequillo de la frente. Todos los síntomas
de dolor y malestar habían desaparecido y ahora su rostro transmitía una gran
tranquilidad. Y aunque estuviera sumido en un profundo sueño, sonreía.
—Tiene que descansar —dijo Jether, poniéndose en pie—. Luego, entrará en la
noche oscura del alma.
Inclinándose de nuevo, cogió a Nick De Vere en sus brazos y lo levantó con la
misma facilidad que si fuera un bebé y lo llevó en volandas por los antiguos y
sinuosos pasillos hasta su habitación en el lado opuesto del monasterio.
En aquel momento, los cielos egipcios se teñían con las primeras luces del alba.
—¡Nicholas! ¡Nicholas!
Lawrence St. Cartier le dio unos leves golpecitos para que se despertara.
Nick todavía estaba sumido en una profunda modorra. Atontado, abrió los
ojos.
—Nick, despierta.
Nick se incorporó y se sentó.
Lawrence retiró las cortinas de la ventana situada detrás de la cama y la luz del
sol iluminó la habitación. Nick volvió la cabeza para que no le diera en los ojos.
—¿Cuánto tiempo he dormido?
—Dos días.
—¿Dos días? —Nick frunció el entrecejo—. ¿He estado enfermo? He tenido
unos sueños tan raros, Lawre...
Se interrumpió a media frase y se miró los brazos. Las pústulas rojas habían
desaparecido y en su lugar tenía una piel nueva y tersa como la de un bebé. Miró a
Lawrence, presa de una extraña aprensión.
Tembloroso, se levantó la camiseta. Las costillas, que se le marcaban en el
pecho, ya no se veían. Su torso había engordado de la noche a la mañana.
Bajó los pies al suelo y luego miró a Lawrence, absolutamente desconcertado.
—Mis caderas —farfulló. Dio unos pasos hasta el espejo y miró a Lawrence,
incrédulo—. Las articulaciones de las caderas. Ya no me duelen.
Se miró en el espejo y abrió la boca. Las úlceras y las aftas habían desaparecido.
La zona hinchada y blanquecina de la lengua ya no estaba.
Con la respiración acelerada, se quitó la camiseta. No quedaba rastro de las
manchas rojizas y púrpuras que tachonaban el tronco y las extremidades.
Desorientado, miró a Lawrence con expresión extasiada.
Todos los signos devastadores del sida se habían esfumado y los ojos se le
llenaron de lágrimas.
—Lawrence... —susurró.
Lawrence St. Cartier le pasó la mano por el hombro y Nick hundió la cara en el
pecho del anciano.
—¿Era Él...?
Sus lágrimas empaparon la camisa de algodón perfectamente planchada de
Lawrence St. Carrier.
—Sí, Él estuvo aquí, Nicholas... —susurró Lawrence—. Estuvo aquí.
Al cabo de un cuarto de hora, el profesor se soltó del abrazo de Nick y trató de
recuperar la compostura.
—Vamos, muchacho, Nicholas querido —dijo, mirándolo a un brazo de
distancia. Una lágrima solitaria bañaba su rostro marchito—. Ha llegado la hora de
que hablemos de muchas cosas.
Nick y Lawrence St. Cartier pasearon uno al lado del otro por las avenidas de
palmeras datileras. Lawrence se detuvo, contemplando la inmensidad del desierto
que se extendía ante ellos.
—Hay muchas más cosas que quiero contarte, Nicholas —hizo una pausa—,
pero no puedo. La Doctrina de la Ley Eterna nos prohíbe a nosotros, los Angélicos,
que interfiramos directamente en los asuntos de la Estirpe de los Hombres. Incluso
los Caídos han de cumplir esa doctrina. Es una doctrina legalmente vinculante. Yo
sólo puedo indicarte la dirección correcta, guiarte, pero no puedo darte todos los
detalles.
—¿Y Jotapa? —preguntó Nick, que había palidecido.
Lawrence lo miró con afecto.
—Jotapa tiene fe. Y ante las adversidades, la fe arde con fuerza. Su fe es más
poderosa que el mal más perverso. La Casa Real de Jordania ha sido elegida. Jibril
ha sido elegido para ser un gran rey durante el fin de los tiempos, igual que lo fue
su antepasado Aretas. La misión de Jotapa es prepararlo y ella lo sabe. Gracias a su
fe, vencerá. —Lawrence hizo una pausa y cerró los ojos unos instantes—. Y no
estará sola —prosiguió—. Tu familia ha sido elegida, Nicholas. Elegida por las
repercusiones de un gran bien o de un mal terrible. El gran bien debe triunfar. Si
fracasa, las consecuencias son inconcebibles.
La expresión de Lawrence se endulzó.
—Tu madre vive todos los días con el conocimiento de que su vida siempre
corre peligro —explicó en voz baja—. Comprende muy bien muchas de estas cosas,
Nicholas. Mi tarea fue protegerla hasta que termine el tiempo que se le ha asignado
para vivir entre la Estirpe de los Hombres. Ese tiempo se acaba. Ella, por propia
voluntad, desvelará algunas de esas pasmosas verdades. —Lawrence dudó unos
instantes—. A un precio muy alto.
Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una vieja fotografía. La miró
y se la tendió a Nick.
—Es tu abuelo —le dijo.
Nick estudió la foto de Julius De Vete, que aparecía de pie, acompañado de
otros cuatro hombres.
Xavier Chessler, Piers Aspinall, Kester von Slagel y Lorcan de Molay.
Le dio la vuelta a la foto. James De Vere, con su precisa caligrafía, había escrito:
«Debajo de los trajes están las sotanas.» Y luego, una sola palabra: «Aveline.»Nick
le devolvió la foto.
—La letra es de papá.
St Cartier cogió la foto y, despacio, trazó un círculo con un lápiz alrededor de
Lorcan de Molay.
—Lorcan de Molay, sacerdote jesuita, miembro de los Sotanas Negras. Tu
padre sabía que yo llevaba décadas tras su rastro.
—¿Su rastro? —preguntó Nick con aire perplejo.
—Tu padre sabía que iban a matarlo, Nicholas. Lo dijo en su carta. Me dio una
pista.
St Cartier sacó otra fotografía amarillenta de su cartera y trazó un círculo
alrededor de la misma cara. Luego, se la dio a Nick.
Nick la estudió. Era una foto de Lorcan de Molay y otros siete hombres con el
hábito jesuita. Nick la estudió con más atención. «Clase de 1874», rezaba el pie de
la fotografía.
—¡1874! —exclamó—. ¡Es una falsificación! —añadió y miró a St. Cartier,
enojado.
—Aquí, el arqueólogo especializado en fotografías eres tú —le dijo Lawrence
con gesto sereno—. Eres tú quien puede distinguir estas cosas. Adelante. Hazle las
pruebas que consideres pertinentes.
Nick sacó una lupa pequeña del bolsillo de la chaqueta y examinó la fotografía.
Las otras letras, ampliadas, decían: «Compañía fotográfica y estereoscópica de
Londres, Regent Street 108 y 110 y 54 Cheapside 54, Londres, Inglaterra, Reino
Unido. Fotógrafos de Su Alteza Real, el Príncipe de Gales... 1874.»En la foto
aparecían dos hileras de sacerdotes jesuitas con sus sotanas negras. En el centro se
hallaba De Molay.
Nick se quedó pasmado y dio la vuelta a la foto.
—No puede ser... Eso significaría que tiene más de ciento treinta años.
—Más de doscientos —precisó St. Carrier en voz baja—. De Molay fue
expulsado de la orden de los jesuitas en 1776. Dice la leyenda que fue la figura
encapuchada que entregó los grandes sellos de América a Thomas Jefferson una
noche brumosa de 1782, en Virginia. En 1825, desapareció sin dejar rastro. Todos
los registros acerca de él fueron borrados o eliminados. Entre los jesuitas corrieron
rumores de que en 1776 vendió su alma al diablo y se le concedió la inmortalidad.
Desde entonces es Custodio del Nuevo Orden Mundial.
Nick miró de nuevo la imagen de Lorcan de Molay, de pie junto a James De
Vere.
—Según algunas leyendas, es el demonio encarnado.
Lawrence observó atentamente el rostro de Nick. Este se estremeció.
—¿Y?
—Yo dejé la orden en 1986. Con los años, los jesuitas se han vuelto intocables.
Los dirigentes de la orden son personas muy ricas y poderosas.
Lawrence le tendió la foto a Nick.
—Cógela, es tuya.
Nick lo miró con expresión intrigada.
—Los hombres de la foto tienen las respuestas sobre la muerte de tu padre.
—Lawrence calló unos instantes—. Y sobre el intento de asesinarte. No puedo
decirte más.
Nick guardó cuidadosamente la foto en el bolsillo interior de su chaqueta de
piel.
—Ven conmigo, Lawrence —le rogó.
—Me he comprometido antes en otro asunto —dijo Lawrence entre
murmullos—. No puedo.
Nick y St. Cartier salieron y caminaron hacia el jeep de Nick, todavía aparcado
bajo los muros del monasterio.
—Desenmascara el mal, Nick. Protege al inocente. Descubre la verdad.
—Lawrence lo miró con vehemencia—. Vas a entrar en una época de grandes
peligros, Nicholas. Nada es lo que parece. Lo más malvado adopta ahora la forma
de lo más noble. La persona en la que más confíes te engañará a sangre fría. La
persona a la que ahora tratas con recelo se convertirá en tu más grande benefactor.
No te fíes de las personas por su apariencia.
Los ojos de St. Cartier emitían destellos de fervor.
—Ni de amigos... Ni de hermanos. Lawrence vaciló unos instantes, estudiando
intensamente a Nick —. Ni siquiera de Adrian, Nicholas —murmuró.
—De éste no me digas nada, Lawrence —le previno Nick—. Adrian ha sido
quien me ha mantenido vivo.
Abrió la puerta del jeep, lanzó la mochila al asiento trasero, se acomodó al
volante y cerró.
—Recuerda, debajo de los trajes están las sotanas —dijo St. Cartier con
intensidad.
Nick engranó la marcha atrás y se asomó por la ventanilla.
—Te equivocas por completo con respecto a Adrian, Lawrence —gritó,
sonriendo y saludándolo con la mano.
St Cartier contempló con recelo el jeep plateado que se alejaba rugiendo por la
carretera y desaparecía en la calima del desierto en dirección a El Cairo.
Tal vez Nick De Vere llegaría a tiempo de tomar el último vuelo a París.
18
Nubes oscuras en el horizonte
21 de diciembre de 2021
Costa occidental de Normandía, Francia
22 de diciembre de 2021
Autopista de Normandía
Francia
Nick pisó el acelerador. El Aston Martin de color rojo metálico que había
alquilado corría por la autopista A84, que discurría entre los campos de trigo
normandos. Dictó un número al sistema de reconocimiento de voz del coche.
Como todos los vehículos que cubría la red de satélites de la Unión Europea,
estaba conectado con las bases de datos de un supercomputador situado en
Bruselas que tenía acceso a todos los proveedores de Internet, a datos personales y
a redes de comunicación vía satélite de toda la Unión Europea.
Los datos personales de quinientos millones de ciudadanos estaban al alcance
de la mano, sólo había que pulsar una tecla. El supercomputador también
registraba, al cabo de cincuenta y siete segundos, las transacciones que hacían los
ciudadanos con sus tarjetas de débito o de crédito.
La refinada y robótica voz le respondió primero en francés y luego en inglés:
—Julia St. Cartier. Posición actual GPS. New Chelsea, Londres. King's Road.
Ultima compra: Starbucks, un café con leche con aroma de vainilla y la leche
descremada. Una ración de tarta de limón. Compra realizada hace dos minutos.
Individuo móvil. A pie. Marcando.
Nick sonrió. Típico de Julia. Pulsó la tecla del historial de compras y sonrió de
nuevo, divertido. A las diez de la mañana de Londres ya había estado dos veces en
Starbucks. El teléfono de Julia sonó una vez.
King's Road
New Chelsea, Londres
Autopista de Normandía
Francia
—Eso es imposible —suspiró Nick—. Escucha, seguro que tiene que haber algo.
Registros del orfanato, de la escuela... —insistió—. De las autoridades locales.
—La explicación más plausible es que todos sus antecedentes desaparecieran
cuando ingresó en la CIA. Es lo lógico. Oye, Nick, ¿y por qué es tan importante su
partida de nacimiento?
Nick miró a la cámara del teléfono.
—Escucha, Julia, necesito que me respondas a una pregunta.
Hubo un largo silencio.
—¿Es algo personal?
Nick dudó unos instantes y respiró hondo.
—¿Crees en Cristo?
Julia miró a la cámara del teléfono. Se había quedado atónita. Muda. Hubo otro
largo silencio.
—¿Si creo en qué...?
Nick la vio cruzar la puerta de una tienda de moda. Ella se quitó el manos
libres de la cabeza y habló por el móvil. Su rostro desapareció momentáneamente
de la pantalla de Nick.
—Nick —dijo, ansiosa—, ¿estás tomando la medicación nueva?
—No es cosa de la medicación, hermanita —le dijo con afecto. Sonrió a la
cámara y luego se encogió de hombros—. Escucha, Jules, consígueme todo lo que
puedas. Te veré el sábado con Lily en la finca, para la fiesta navideña de mamá.
—¿Estás seguro de que te encuentras bien? —preguntó Julia, todavía
intranquila. Alejó la pantalla de su rostro y buscó la cara de Nick—. Te veo muy
bien, Nick. En realidad, estás estupendo. Eso es que las medicinas funcionan.
—No me había sentido mejor en toda mi vida, hermana. —Esbozó una sonrisa
ante la cámara—. Y estoy limpio. Nada de drogas —añadió en voz baja—. Escucha,
Jules, averigua lo que puedas. Mándame por correo electrónico toda la información
que reúnas sobre Lawrence. Y también una lista actualizada de quién es quién en el
consejo de administración de Jason, el consejo de administración de VOX. Cuando
llegue a Londres, necesitaré tu ayuda.
—Pues claro que sí, Nick. Lo que quieras. Cuando quieras.
—Eres la luz que me guía, Julia. —Sonrió.
—De acuerdo, hermanito. —Julia le devolvió la sonrisa—. Ciao.
—Dale mis cariños a Lily. Y dile a Jason... —Se interrumpió. Le lanzó un beso,
apagó la pantalla de la video llamada y volvió a pisar el acelerador.
19
El Sello de Rubíes
22 de diciembre de 2021
Nick dobló un recodo del camino y el campanario de Mont St. Michel quedó a la
vista, con la estatua del arcángel Miguel en la aguja que se alzaba ciento sesenta
metros sobre el canal de la Mancha. Dominando desde sus alturas los trigales de
Normandía, la abadía fortaleza se elevaba como una aparición misteriosa entre las
últimas brumas de la mañana.
Nick contempló con asombro la enorme masa de granito, de mil metros de
circunferencia. El nuevo superestado europeo había adquirido la isla a la UNESCO
para uso exclusivo del presidente europeo y Adrián repartía ahora su tiempo por
igual entre sus palacios de Normandía, Roma y, recientemente, Babilonia.
Había marea baja. El dique de un kilómetro y medio de principios de la década
de 2000 había sido arrasado y reemplazado por otro más corto y un puente bajo, y
la represa de la desembocadura del Couesnon se había sustituido por una presa
hidráulica del doble de tamaño. Una hazaña de ingeniería con un precio de 164
millones de euros. Nick movió la cabeza en gesto de asombro. Sin embargo,
aquello había impedido que la isla, literalmente, se hundiera en la arena.
El Aston Martin cruzó la nueva carretera de dos direcciones y se detuvo
delante de la enorme puerta de hierro negra con el escudo de Mont St. Michel
grabado en oro en la parte superior.
Nick levantó la vista hacia las seis cámaras remotas situadas sobre la puerta y
luego se volvió hacia el escáner de iris que descendió automáticamente hasta la
altura de sus ojos por el costado izquierdo del coche. Miró de frente a la lente de la
cámara.
Seis segundos después, las puertas se abrieron automáticamente y pasó
despacio ante la garita recién construida, con sus ventanas blindadas de
policarbonato.
Nick estaba al corriente de que, durante los diez segundos que había esperado
en la puerta, hasta el último detalle de su vida, tanto pública como privada, había
sido transmitido al «Núcleo», la base secreta de operaciones del presidente de la
Unión Europea: una extensa ciudad subterránea situada directamente debajo del
Mont St. Michel, casi dos kilómetros por debajo del océano, donde el temible
Guber, el autocrático director de operaciones de seguridad de Adrian, era el
monarca supremo.
Nick avanzó por las sinuosas calles empedradas de la antigua villa medieval,
reconstruida según las exigentes medidas de seguridad presidencial dictadas por
Guber. La villa albergaba a más de doscientos miembros del personal ejecutivo de
Adrian, entre ellos el jefe de la Agencia Europea de Seguridad y sus principales
consejeros económicos y legales. La fachada medieval era precisamente eso, una
fachada. Cámaras y sensores de vigilancia espiaban desde todos los tejados,
ventanas y portales. Incontables equipos de policía militar con perros patrullaban
el perímetro de la doble valla de alambradas.
Finalmente, detuvo el coche delante de los establos.
Se apeó, cerró la portezuela del coche y arrojó las llaves a un hombre de
constitución delgada vestido con uniforme de chofer, quien las cogió al vuelo.
En vida de James De Vere, Pierre había sido su chofer y segundo hombre de
confianza, sólo por detrás de Maxim.
—Hágame un favor, Pierre —dijo Nick—. Apárqueme el coche, ¿quiere?
—Desde luego, señor —asintió el hombre con una leve inclinación de cabeza—.
Me alegro de volver a verlo, señorito Nicholas.
Pierre abrió la puerta del Aston Martin, se sentó y ajustó el asiento.
—¿Qué tal Beatrice? —preguntó Nick.
—Testaruda como siempre. —Pierre hizo una mueca, aunque la acompañó de
un guiño afectuoso—. Al amanecer, ya estaba levantada y preparando pan dulce
para cocer. —Bajó la voz y añadió—: Déjese caer por la cocina cuando se marche, o
mi vida no merecerá la pena.
Nick sonrió, recordando la mansión familiar de Rhode Island y sus Navidades
de la infancia, cuando se colaba en la cocina donde Beatrice, la formidable ama de
llaves francesa de los De Vere, cocía pan dulce con especias, y ella lo expulsaba
sumariamente, amenazándolo con el rodillo de amasar.
—Qué buenos tiempos aquellos, señorito Nicholas. Los días con sus padres...
—Pierre puso en marcha el motor—. Qué buenos tiempos.
Nick vio desaparecer el Aston Martin en dirección al quinto garaje de los
establos. Llenó sus pulmones del suave aire húmedo del Atlántico y anduvo la
corta distancia que lo separaba de una de las enormes puertas góticas de la abadía.
Se detuvo bajo la muralla cubierta de hiedra, delante del escáner de
reconocimiento facial y esperó a que uno de los cuatro agentes del servicio de
seguridad le franqueara el acceso.
Poco a poco, las puertas de hierro se abrieron. Un hombre ya anciano, de frac,
lo recibió con gesto adusto.
—Buenos días, Anton —le saludó Nick.
—Su hermano lo espera, señor De Vere. —Antón hablaba un inglés pomposo y
gutural. Observó los vaqueros deshilachados y la chaqueta de piel descolorida de
Nick con aire de desaprobación y añadió—: Sígame.
Nick cruzó el vestíbulo detrás de Anton y lo siguió por los enormes pasillos
abovedados y una serie de largos pasadizos de piedra decorados con cuadros de
los mejores maestros clásicos hasta que llegaron a dos grandes puertas de acero.
Se detuvo ante un segundo escáner de reconocimiento de rostro por ordenador.
Segundos después, las puertas de acero se abrieron y dejaron a la vista otras de
caoba de tres metros de altura.
Dos agentes de las fuerzas especiales de Guber aparecieron repentinamente.
—Conozco el procedimiento —murmuró Nick, despojándose de su bolsa de
mano y de la cámara, y esperó mientras los hombres de Guber pasaban los objetos
por un escáner de alta tecnología y se los devolvían.
A continuación, Anton abrió las puertas que daban paso al enorme vestíbulo de
la residencia del presidente europeo.
Laurent Chastenay, un hombre alto y de hablar refinado que era el jefe de
protocolo de Adrian, se acercó a Nick. Llevaba en la mano un delgado ordenador
portátil.
—Sígame, por favor, señor De Vere —le dijo con voz aguda—. Su hermano lo
espera en el salón.
Chastenay consultó el reloj y tomó otro pasillo. Dobló a la izquierda, abrió otra
puerta e hizo un ademán a Nick, invitándolo a entrar en una estancia espléndida.
Nick admiró los riquísimos tapices que vestían las paredes de la cámara,
elaborados con lana de la Picardía, seda italiana e hilo de plata, las alfombras
pardas de Aubusson y de Savonnerie. Admiró también los sofás Chesterfield y
contempló el enorme lienzo del artista icónico, Francis Bacon, con una sonrisa.
Aquella absoluta yuxtaposición de estilos era típica de Adrian.
En su última visita, el salón estaba siendo reformado a fin de prepararlo para la
toma de posesión de Adrian. Ahora se veía magnífico. Un reflejo del estilo
impecable de Adrian.
El presidente estaba de pie entre los enormes portalones abiertos de madera de
cerezo, con las manos detrás de la espalda, contemplando la espléndida vista del
otro lado de la bahía y el mar abierto. Sobre la abadía, unos helicópteros artillados
volaban en círculos.
—Señor presidente, tengo el gusto de anunciarle a su hermano, el señor
Nicholas De Vere.
—Oh, gracias, Laurent. —Adrian se volvió y Chastenay hizo una reverencia.
—Le recuerdo que su conferencia con el primer ministro ruso empieza dentro
de quince minutos, señor presidente. —Chastenay hizo otra reverencia y abandonó
el salón.
—Nicky —dijo Adrián, sonriendo de placer mientras señalaba la bahía—. Es la
maravilla de Occidente —murmuró—. «A la vitesse d'un cheval au galop», decía
Victor Hugo. Las mareas se mueven con la rapidez de un caballo al galope. —Se
volvió hacia Nick y añadió—: Un metro por segundo, las mareas más peligrosas
del mundo. En profundidad y en velocidad.
Nick estudió a Adrian. Estaba inmaculado como siempre. De hecho, parecía el
epítome de una realeza moderna. Desde sus zapatos de piel de avestruz hechos a
medida, de Oliver Sweeney, hasta su traje escandalosamente caro de Alexander
Amosu, tejido con hilo de oro y pasmina del Himalaya y con sus botones de oro de
dieciocho quilates y pavé de diamantes.
La debilidad de Adrian por los trajes de diseño y el arte moderno eran sus
únicas concesiones al capricho en su régimen de vida, espartano por lo general.
Mientras que Nick había sido el típico chico rico manirroto, Adrián había
acumulado su capital desde que era joven, tendencia que había ido acentuándose
con el paso de los años.
Nick lo atribuía a la rigurosa formación de Adrián en análisis económico, su
licenciatura (cum laude) en filosofía, política y economía en Oxford, los dos años en
Princeton y el año de especialización en estudios árabes en Georgetown, antes de
ponerse al frente de la dirección de Gestión de Activos De Vere durante cuatro
años.
Nick frunció el entrecejo. Las revelaciones de Lawrence acerca de su familia
todavía le resonaban en los oídos. La pasión de Adrián era la política, pero sus
máximas aptitudes, aquello en lo que demostraba su genialidad, era la economía.
Adrián había accedido al cargo de canciller del Exchequer, o ministro de
Hacienda británico, dos años después de la crisis de 2008 y había cambiado
radicalmente la economía británica. Después, había cumplido dos mandatos como
primer ministro. Hasta su llegada al cargo de presidente europeo, Adrián no tenía
yate, ni mansión señorial, ni finca al lado del mar, ni colección de coches clásicos.
Había vivido con Melissa en Downing Street y tenía como segunda vivienda una
casa adosada funcional en Oxford.
En lugar de llevar una vida de manifiesto lujo, había donado millones al
hospicio Marie Curie, a organizaciones caritativas que trabajaban con la infancia
del Sudeste Asiático, a las universidades de Georgetown y Oxford, al museo
Memorial del Holocausto de Estados Unidos y a la restauración de los frescos de
Miguel Ángel en la capilla Paulina del Vaticano.
Adrian se acercó a Nick, se detuvo a un paso de él y lo inspeccionó de arriba
abajo. Vestía vaqueros y camiseta, como siempre. Chaqueta de cuero, una bolsa, el
pelo blanqueado, la sempiterna cámara... Seguía siendo el joven atractivo de
siempre, la celebridad pública, aunque el sida había tenido un efecto devastador
sobre él. De hecho, lo veía mejorado respecto a meses antes.
—Me alegro de verte, Nicky —le dijo.
Nick sonrió y se miró los Levi's deshilachados.
—Creo que a tu mayordomo le desagrada mi atuendo.
—Decían que el tratamiento con antirretrovirales había dejado de hacer efecto,
pero tienes buen aspecto, Nicky. Has engordado.
Nick titubeó. Incómodo, se volvió y contempló los tres cuadros colgados detrás
del escritorio. Era la primera vez en la vida que tomaba la decisión deliberada de
no confiar en su hermano.
—¿Nuevos? —preguntó, cambiando de tema.
—Me permití el capricho por mi cuarenta aniversario. Son autorretratos de
Warhol.
—No son lo que se dice bonitos, precisamente...
—Me choca oír eso en boca de alguien que tiene colgado el Vampiro de Edvard
Munch en un lugar de honor de su ático —replicó Adrián con una sonrisa.
—Eso es sarcasmo, Adrián. Y, por cierto, es una copia numerada. —Nick le
devolvió la sonrisa—. Esconde una caja de caudales.
Adrián miró de nuevo los Warhol y soltó una risilla:
—Jason dice que son una monstruosidad. Por supuesto, lo que él ignora del
arte llenaría el Louvre. Y son una inversión increíble —añadió, contemplando de
nuevo los cuadros—. Tienen un valor de cuarenta millones de dólares.
Se acercó al mueble bar y sacó del frigorífico una botella de sidra casi helada.
—Y todo irá a obras de caridad para niños de los países en desarrollo cuando
yo muera. Me tranquiliza la conciencia. ¿Sidra? Es de la zona, excelente...
—No. —Nick movió la cabeza—. Agua, por favor. Estoy desintoxicándome.
Por cierto, feliz cumpleaños...
—Gracias, hermanito. Es una pena que no puedas quedarte. Debería haberte
avisado: celebramos un encuentro de dignatarios y funcionarios gubernamentales
procedentes de los cinco continentes. Un encuentro muy reservado. Preparativos
para el Acuerdo Ishtar. Todo quedará cerrado dentro de menos de tres semanas, si
no hay tropiezos... —murmuró distraídamente. Llenó un vaso de agua mineral y se
lo dio. A continuación, volvió al escritorio y empezó a revolver entre un puñado de
papeles—. Has dicho que era urgente. ¿Necesitas dinero? —preguntó, levantando
la cabeza.
—No, Adrián, tengo suficiente. Los jordanos me pagaron una fortuna. Vuelvo a
ser independiente económicamente.
—Entonces, ¿qué es, Nicky? Decías que era importante.
Nick se acercó a la ventana.
—Verás, Adrián, tiene que ver con papá... Con su muerte.
Adrián lo miró, perplejo.
—Papá murió hace cuatro años. Escucha, no quiero que me tomes por
insensible, pero ¿esto no podría esperar?
—Mira, Adrián, iré al grano. Lawrence St. Cartier cree que a papá lo mató...
—Nick titubeó—... un grupo de elitistas. Globalistas. Una camarilla
extremadamente poderosa. Y tú podrías estar en peligro.
—Lo mataron... —Adrian levantó la vista de los papeles y arrugó la frente—.
¿Lo asesinaron, entonces?
Miró a Nick con incredulidad, sacudió la cabeza y añadió:
—¡Es ridículo! Tuvo un ataque al corazón. Hubo una autopsia. El viejo profesor
ha estado metiéndote en la cabeza sus teorías conspiratorias. Papá solía despotricar
de él sin piedad, a sus espaldas.
—Sí, sé que pareció una muerte natural, Adrián, pero...
—Oye, Nicky, te agradezco la preocupación por mí... —Condujo a Nick hasta
los ventanales y señaló un barco que surcaba a lo lejos las aguas del canal—. ¿Ves
ese barco? Es uno de los ocho navíos de la flota de la OTAN que patrullan la bahía
día y noche, apoyados por la vigilancia aérea permanente, cuatro helicópteros,
cuatro cazabombarderos, decenas de embarcaciones menores y lanchas, 121
puertas magnéticas, 60 máquinas de rayos X, 132 detectores de metales, 18
detectores de explosivos, 196 cámaras guiadas por control remoto y 62 sistemas de
seguimiento de vehículos. Guber dirige el sistema C41 de comunicaciones digitales
por radio y los sistemas de tecnología de la información que proporcionan
imágenes, sonido y datos a 36 comandantes de seguridad en todo momento. Y
todo ello para proteger al presidente...
Se detuvo sin terminar la frase al reconocer la firma de James De Vere en el
papel que Nick tenía en la mano.
—¿Qué es esto, Nick?
—Es una carta de papá a St. Cartier y un documento que le adjuntó. Mandados
el día antes de que muriera. El documento adjunto —explicó— prueba que las
agujas que usé esa noche en Amsterdam fueron contaminadas con el virus del sida
deliberadamente. Observa: el pedido hecho al centro militar de armas biológicas de
Fort Detrick. Cantidades pagadas a unos delincuentes de baja estofa en
Amsterdam.
Adrián cogió la carta y leyó. Dio la vuelta al papel y frunció el entrecejo.
Nick señaló una parte del documento.
—«Virus vivo entregado el 4 de abril de 2017. Inyectado a las 00.07.» Es el
recibo firmado de mi ejecución. Me inocularon el sida.
—¿Quién, Nicky? —Adrián cerró los dedos en torno al papel—. Piénsalo.
¿Quién querría contagiarte el sida? —Durante una fracción de segundo, Adrián
casi perdió la cordialidad—. Perdóname, hermanito, pero esto no es más que una
vulgar falsificación. Para ser franco contigo, aunque me tomes por desconsiderado,
debo decirte que tú resultas inofensivo. Nadie se tomaría la molestia de eliminarte.
Ya conoces a St. Cartier. Ex agente de la CIA, sacerdote jesuita... Además, tiene más
de ochenta años. Cuando dejan la agencia, les cuesta distinguir entre fantasia y
realidad. Debe de estar en la primera fase de la demencia senil. Usar el nombre de
papá para que le dé credibilidad... —Adrian sacudió la cabeza—. El viejo está
perdiendo la chaveta.
En el escritorio, al otro extremo de la estancia, sonó el intercomunicador.
Adrian decidió no hacer caso.
Nick buscó el sobre que llevaba en el bolsillo y la fotografía de Julius De Vere,
Lorcan de Molay y los otros tres hombres le resbaló de los dedos y cayó sobre la
alfombra de Aubusson.
Adrian se agachó y recogió con cuidado la fotografía.
—¿Reconoces a alguien? —le preguntó Nick.
—No. Excepto al abuelo y a Chessler, el padrino de Jason. No —repitió en voz
baja—. No había visto a ninguno de ellos en mi vida.
—En el revés de la foto hay un nombre de mujer...
Despacio, Adrian dio la vuelta a la fotografía.
—Es la letra de papá —señaló Nick.
Adrian estudió el nombre, pálido.
—Aveline —murmuró y movió la cabeza lentamente—. Un nombre de mujer.
Es la caligrafía de papá, no hay duda. Pero no tengo la menor idea de qué significa,
Nicholas. —Lo miró con extrañeza y le preguntó dónde la había encontrado.
—En unas cajas antiguas en casa de mamá —mintió Nick. De inmediato, le
remordió la conciencia, pero se encontraba en unas circunstancias excepcionales.
Observó detenidamente a su hermano. Adrián no lo llamaba nunca Nicholas, a
menos que estuviera irritado. Era ahora o nunca. Tenía que insistir hasta donde
pudiera.
—Dime una cosa, Adrián. ¿Es verdad que somos tan ricos? —Dejó el vaso en
una cómoda, se acercó a su hermano y le cogió la foto de las manos—.
Inmoderadamente ricos, me refiero.
—Ya conoces nuestra fortuna, Nicky. —Adrián entrecerró los ojos.
Nick dijo que no con la cabeza.
—No. Me parece que no. ¿A cuánto asciende?
Adrian acarició el borde de su vaso de sidra.
—Unos quinientos mil millones de dólares, a valor de hoy. La mitad de nuestra
fortuna se volatilizó en la crisis bancaria de 2018. ¿A qué viene esto? —inquirió y
dirigió una penetrante mirada a su hermano—. Tú ya conoces todo esto
perfectamente.
Nick hizo una pausa y luego decidió dejarse de cautelas.
—¿Y esa suma tiene en cuenta que poseemos más del cuarenta por ciento del
mercado mundial de metales preciosos, que tenemos el monopolio efectivo de la
industria de los diamantes y que somos dueños de una participación mayoritaria
desconocida en el petróleo ruso?
Adrian miró fijamente a Nick, más inescrutable que nunca.
El intercomunicador insistió en su zumbido. Adrian hizo un gesto con la mano
a Nick para pedirle que esperase y cruzó la estancia hasta el escritorio. Con una
impaciencia impropia de él, pulsó el botón.
—¿Qué sucede?
—Su videoconferencia de las dos, señor presidente. Los primeros ministros
ruso e iraní esperan, señor.
Laurent Chastenay apareció en la puerta. Adrian consultó el reloj y suspiró.
—Pásamelos.
Pulsó el botón de silencio y se volvió hacia Nick, que esperaba en el otro
extremo de la sala. Estudió por segunda vez el documento que tenía en la mano, lo
dobló y lo guardó en el bolsillo.
—¿Has hablado de esto con Jason?
—Ya lo conoces —respondió Nick con un encogimiento de hombros—. Hace
años que no me devuelve las llamadas.
—Toma un poco el aire, Nicky. —Adrián indicó las puertas de la terraza—.
Dame treinta minutos.
El intercomunicador empezó a zumbar de nuevo. Adrián pulsó el botón. Acto
seguido, hizo lo mismo con un mando a distancia y doce enormes pantallas de
televisión descendieron del techo y cubrieron la pared del fondo. Mientras tanto,
del suelo ascendían dos filas de ordenadores de última tecnología y unos sillones
de cuero.
De inmediato entró el jefe de la Agencia Internacional de Seguridad, seguido
del secretario europeo de Defensa.
Adrian se instaló en uno de los sillones de piel hechos a medida.
Nick cruzó las puertas de madera de cerezo en el instante en que la cara del
primer ministro iraní se materializaba en las enormes pantallas.
Salió a la enorme terraza que rodeaba la abadía y contempló la llana extensión
gris del océano; luego, se dirigió lentamente hacia el ala norte. Sacó las gafas de sol
del bolsillo de la chaqueta, se las puso y observó el claustro situado unos veinte
metros más abajo, donde la policía militar estaba desplegada por todas partes
excepto en el cuadrado central de cuidado césped del patio que cerraban los arcos
del claustro.
Plantado en el centro del patio, distinguió a un hombre alto y delgado de
facciones severas y cabellos mal teñidos de negro azabache, vestido con un traje
negro que no le quedaba bien. Nick habría reconocido aquel corte de pelo en
cualquier parte.
Era Kurt Guber.
Guber detestaba profundamente a Nick y éste sabía que aquella animadversión
era bastante razonable.
Hacía cuatro años, con veinticuatro, la principal ocupación del joven, rico y
guapo playboy Nick De Vere había sido despilfarrar la primera parte de su
opulento fondo fiduciario en los clubes privados más exclusivos, de Londres a
Montecarlo. Por desgracia para él, Nick no sólo era un De Vere, sino además el
hermano menor de Adrian, y sus excentricidades habían salpicado las páginas de
chismorreo de los periódicos del Reino Unido en artículos y columnas de los
infatigables comentaristas sobre figuras públicas.
Tales excentricidades no habían tardado en resultar perjudiciales para la rápida
carrera política de Adrian y le había correspondido a Guber, como jefe de
seguridad de éste, limpiar la basura de Nick. Durante meses, Guber había
mantenido a raya a los salvajes paparazzi londinenses, había enterrado la adicción
a la cocaína de Nick bajo una capa de mentiras y de falsos testimonios y había
rescatado lo poco que quedaba de la reputación del muchacho. Todo ello en interés
de la futura y brillante carrera de Adrián como presidente de la Unión Europea.
Guber despreciaba a Nick casi tanto como Nick lo despreciaba a él y a sus
matones.
El hombre llevaba muchos años con Adrián, primero como jefe de seguridad en
Downing Street y ahora como director de operaciones del Servicio Especial de la
Unión Europea, y era especialista en armas exóticas.
El abuelo de Guber había sido responsable de uno de los programas de armas
secretas más avanzado del régimen nazi. ¿Quién sabía lo que andaría tramando el
nieto en su extensa ciudad subterránea, situada directamente debajo del Mont St.
Michel?
Nick observó ociosamente a Guber. Debía de haber salido a respirar un poco de
aire fresco. Estaba muy pálido de pasar demasiado tiempo en el bunker. Nick
esbozó una sonrisa.
El hombre cruzó el patio del claustro, levantó la vista casualmente hacia los
balcones y su expresión se endureció cuando reconoció a Nick. Este agitó la mano
en un deliberado gesto de saludo.
Guber continuó caminando, enfrascado en su conversación con un segundo
hombre, cuyo rostro quedaba enmascarado por la cabeza de su interlocutor.
Nick continuó contemplando el Atlántico ociosamente; luego, volvió de nuevo
la vista a Guber, pero éste había desaparecido y en el patio sólo quedaba su
acompañante, que contemplaba el palacio con la cabeza vuelta hacia lo alto.
Nick observó al hombre y volvió a mirarlo para estar seguro. Con mano
temblorosa, buscó en el bolsillo y sacó la fotografía de Julius y sus cuatro
acompañantes. Después, miró a Adrián a través de las cristaleras. Su hermano
seguía sentado en su escritorio, concentrado en su conversación. Nick se desplazó
rápidamente hacia la gran escalera cubierta con arcos, bajó un tramo a toda prisa y
luego otro, hasta que se encontró en un balcón apenas tres metros por encima de
donde estaba el individuo.
Sacó la fotografía otra vez.
No había confusión posible. El hombre tenía una frente alta y abovedada, el
pelo plateado cortado meticulosamente a un centímetro del cuero cabelludo y la
nariz aguileña, pero eran los ojos, tan claros que casi parecían incoloros...
El hombre que estaba debajo de él era el mismo que aparecía a la izquierda de
Julius De Vere en la foto que tenía en la mano. Y estaba relacionado con Guber.
Tenía que contárselo a Adrian inmediatamente.
Cuando Guber reapareció y se dirigió de nuevo hacia Von Slagel, quien estaba
contemplando el helipuerto, Nick se puso tenso.
—¿Van bien los preparativos? —preguntó.
Guber asintió.
—Todo el personal habitual ha sido retirado, Su Excelencia. A las seis de la
tarde, en el recinto sólo quedará nuestro ejército privado.
—Las órdenes de mi Amo deben cumplirse al pie de la letra —dijo Von Slagel.
Guber asintió de nuevo.
—Desde las cuatro, el espacio aéreo quedará cerrado y vigilado. Los Halcones
aterrizarán a las ocho y el Águila lo hará a las ocho y veinte en punto. La entrega
del Arca a De Vere se producirá a las nueve.
Nick enfocó su cámara digital directamente al rostro de Von Slagel.
—Las órdenes de Su Excelencia han de cumplirse al pie de la letra. Como
siempre. ¿Está preparado el alojamiento?
—El ala Oeste está enteramente a su disposición. No le faltará nada.
—En mi conversación de anoche con De Vere aclaramos los detalles que
faltaban —dijo Von Slagel con una sonrisa.
Nick soltó una exclamación ahogada, incrédulo ante lo que estaba escuchando.
Así pues, Adrian sí conocía al hombre de rostro de halcón y pelo blanco. Le había
mentido acerca de la fotografía. No sólo lo había visto alguna vez, sino que lo
conocía y había hablado con él. El corazón le dio un vuelco. Levantó la cámara,
miró por el visor y pulsó el disparador.
Von Slagel levantó la vista, lo miró directamente a la cara y torció el gesto.
Guber siguió su mirada.
—¿Se ha perdido, señor De Vere? —Guber observó con irritación la cámara que
Nick tenía en la mano.
—Una vista espléndida, ¿no le parece, Guber? —Nick le dirigió una sonrisa
forzada.
Guber frunció el entrecejo, pero decidió no responder.
—Necesita usted tomar un poco más el sol, ¿sabe? —añadió Nick desde lo alto,
con el corazón acelerado—. Se lo ve un poco descolorido. Ya sabe lo que dicen,
tanto trabajar sin descanso hace que pierdas la razón.
Nick volvió sobre sus pasos y ascendió de nuevo el primer tramo de escaleras
con un temblor en las manos.
Von Slagel se volvió hacia Guber, que tenía una expresión ceñuda.
—¿Qué hace aquí De Vere? No quiero ninguna interferencia antes de que se
completen nuestros planes.
—Es una decisión de última hora. No estaba en el programa. Nicholas De Vere
es un parásito de baja estofa, absolutamente inofensivo.
—Líbrate de él —murmuró Von Slagel—. Que salga del recinto.
Inmediatamente.
Cojeando, Kester von Slagel cruzó el patio en dirección a los arcos y
desapareció.
Nick se detuvo delante de las puertas de madera de cerezo. Con las manos aún
temblorosas, volvió a guardar el sobre marrón en la bolsa y entró de nuevo en el
salón.
Adrian todavía estaba enfrascado en la conversación con el primer ministro
iraní. Nick miró alrededor y se dirigió al cuarto de baño. De camino, cogió un
papel de carta con el membrete del Mont St. Michel.
Se encerró en el baño, a salvo de la mirada de las cámaras de vigilancia.
De pronto, se volvió en redondo con un escalofrío. Tuvo la certeza de que allí
había alguien con él. Nervioso, miró por todas partes. No había nadie. Dudó un
instante, mientras una extraña euforia desmedida inundaba sus sentidos, y
entonces supo de qué se trataba. Era la misma presencia que había notado en la
cripta inferior del monasterio.
Nick sonrió. Alguien velaba por él.
Todavía con un temblor en los dedos, sacó del sobre marrón la fotografía de
Julius, Von Slagel y De Molay y la cambió por el papel de carta en blanco. Echó
una nueva mirada a la foto y la guardó en la bolsa.
Se lavó las manos y luego titubeó, resistiéndose a salir y separarse de aquella
presencia misteriosa. Finalmente, movió la cabeza y volvió al salón en el preciso
instante en que las pantallas de televisión desaparecían en el techo.
Adrian pulsó el mando a distancia, sonrió a Nick y se puso en pie con aire
cansado.
—Lo siento, hermanito, mal día para visitas sociales. —Su voz se alzó por
encima del aullido ensordecedor de las turbinas de un helicóptero—. Ahí llega mi
cita para el almuerzo, el secretario británico de Exteriores. —Posó la mano en el
hombro de Nick y le dijo—: Mira, déjame la fotografía. Haré algunas
averiguaciones discretas.
—¿Estás seguro de que no has conocido nunca a ninguno de esos hombres?
—Nick estudió atentamente la expresión de Adrian.
—¿Que si he...? ¡Ah, la fotografía...! No. Jamás en la vida. —Alargó la mano—.
Se la daré a Guber para que la pase a los agentes de Interpol del Núcleo.
Nick le entregó el sobre con la hoja de papel en blanco. Adrian lo guardó en el
bolsillo interior de la chaqueta.
—¿Sabes una cosa, Adrian? —dijo Nick, bajando la voz—. Creo que has dado
en el clavo. Me parece que Lawrence está senil. Cuando estuve con él percibí un
deterioro... —Esbozó una falsa sonrisa y añadió—: Quizá fabricó la carta de papá y
los documentos.
Adrian se relajó y le pasó el brazo por los hombros.
—Necesita una valoración psiquiátrica —comentó—. Aquí tenemos servicios
que pueden ayudarlo.
Nick asintió.
—Hablaré con mamá este fin de semana para que se ocupe de que le hagan un
examen —dijo. Luego, extendió la mano—. Me gustaría que me devolvieras el
documento. Para evitar cualquier confusión.
—Demasiado tarde, Nick. Estabas tan preocupado que ya lo he mandado a la
Interpol. He pensado que eso te tranquilizaría.
Nick se puso tenso.
—Mira —añadió Adrián al verlo—. No pasa nada. Llamaré y les diré que es un
fraude.
—Sí, hazlo —dijo Nick.
Chastenay apareció en la puerta y Nick se encaminó hacia él. Antes de llegar,
se volvió.
—Ah, una cosa más. ¿Podrías conseguirme las cuentas de gestión de De Vere
Continuation Holdings AG? Y la última auditoría.
—¿Para qué, Nick? —Adrián frunció el entrecejo—. No habías mostrado nunca
el menor interés por las finanzas.
—Pues ahora, sí. Papá siempre decía que debía asumir mi responsabilidad
personal. Nunca es demasiado tarde.
Adrián le dirigió una mirada extrañada. El intercomunicador volvió a zumbar
y Adrián pulsó el botón.
—Ha llegado el secretario de Exteriores británico, señor presidente
—Está bien, Adrián —asintió Nick con una sonrisa y se despidió. Dos hombres
de seguridad que lucían el uniforme azul claro de las fuerzas de elite del
superestado europeo hicieron acto de presencia y se dirigieron hacia Nick—.
Ahórrame los guardaespaldas, ¿quieres? —añadió con una sonrisa forzada—.
Buscaré la salida por mi cuenta.
Adrián se volvió a Chastenay y los hombres de seguridad.
—Dejad paso libre a mi hermano hasta la puerta. El Aston Martin rojo.
Antes de salir, Nick se volvió y añadió temerariamente:
—Por cierto, Adrián... ¿Has oído hablar alguna vez del Fondo Internacional de
Seguridad?
Adrián lanzó una mirada sombría a su hermano, que ya se escabullía
rápidamente, y pulsó el mando a distancia.
Nick se alejó a toda prisa por los pasadizos, dobló bruscamente a la izquierda
antes de llegar al vestíbulo para evitar a Anton y salió a los huertos por una
portezuela de servicio. «Idiota», murmuró para sí, sabiendo que se había pasado, y
continuó caminando a buen paso en dirección a la vieja cocina, situada junto a los
establos.
Cuando llegó al fregadero, se asomó a la ventana y luego, rodeando la
dependencia, accedió a la puerta trasera, que estaba abierta.
—Beatrice —susurró.
Una mujer robusta, sonrosada y con los cabellos grises recogidos en unas
trenzas, contempló a Nick con unos brillantes ojillos como cabezas de alfiler.
—¡Vaya! ¡Señorito Nicholas! —exclamó. Se secó las manos en el delantal, luego
lo ciñó por la cintura con uno de sus brazos rollizos y lo contempló con placer,
mientras se componía las rebeldes trenzas canosas con los dedos regordetes.
Nick le puso el dedo índice sobre sus finos labios.
—No debería estar aquí. Que sea un pequeño secreto entre nosotros.
Beatrice soltó una risilla y asintió enérgicamente.
—Estoy cociendo pan dulce con especias de Navidad para usted. —Se acercó al
horno arrastrando los pies y sacó los panes trenzados.
—Beatrice... —dijo Nick. La mujer asintió vehementemente—. ¿Pierre está aquí
todavía?
—Él y yo somos los últimos en marcharnos, como de costumbre.
—¿Y la puerta principal?
—Nuestra gente se marchó a la una. Las fuerzas especiales se encargan del
turno —dijo Beatrice, enfurruñada.
—Bien, el coche ya tiene autorización para cruzar la puerta. Pierre tiene las
llaves. Dígale que cierre la capota y que agache la cabeza. Cuando haya pasado la
puerta, que aparque en el viejo cobertizo del embarcadero. Será nuestro pequeño
secreto ante Guber, ¿entendido?
Beatrice asintió.
—¿Qué sucede esta noche, Beatrice?
—Asunto reservado. El procedimiento normal. Proveedores privados, el
ejército privado de Guber... Sus batallones se encargan —dijo la mujer con
expresión de enfado—. Es muy distinto de cuando estaba su padre, señorito
—añadió, pero no volvió a abrir la boca.
Nick miró por la ventana, inquieto, en busca de algún indicio de la presencia
del Servicio Secreto Europeo.
—Necesito un sobre —dijo. Beatrice se acercó a una antigua cómoda de caoba
y, abriendo un cajón, sacó uno de un montón de sobres de lino con el membrete del
Mont St. Michel en el revés.
Con nerviosismo, Nick sacó de su bolsa la fotografia de De Vere y de De Molay
y la guardó a toda prisa en el sobre.
—Papel.
Beatrice le pasó otro papel de correspondencia con el membrete de la abadía.
Nick escribió apresuradamente:
Querida Jules:
Papá descubrió algo. Algo importante. Y lo mataron por ello. A mí me inocularon el
sida a propósito, Jules. Creo que saben que los he descubierto. Es un grupo de la elite del
poder. Estoy haciendo algunas investigaciones por mi cuenta. En el caso de que no consiga
salir de aquí, tienes que hacerle llegar esto a Jason. Es el único en quien confío.
Jotapa se sentó en el mullido sofá de piel del salón del avión Gulfstream de la
Casa Real, mirando fijamente al frente. La única señal del nerviosismo que sentía
era la frecuencia con que consultaba el reloj. Miró a Jibril, que se entretenía con
juegos de consola en el centro de comunicaciones del avión.
El levantó los ojos de la pantalla y la miró. Jibril se estaba comportando de una
manera racional ante la perspectiva del destierro. Estaba tranquilo, como lo habría
estado su padre. Los ojos de Jotapa destellaron de ira. Jibril sacudió la cabeza y se
llevó el índice a los labios. Ella suspiró.
—Faisal.
Jotapa sabía que su padre había hecho cuanto había podido para ser ecuánime
en el afecto que profesaba a sus hijos, pero las deficiencias de carácter de Faisal no
podían pasarse fácilmente por alto.
Cuando tenía poco más de veinte años, y para consternación de su padre,
Faisal se había desmadrado durante meses seguidos con los príncipes saudíes más
jóvenes, viajando con ellos en sus lujosos Boeings. Su padre había recibido
informes constantes de las visitas a clubes, las orgías, las drogas, igual que los
había recibido el padre de Nick. La expresión de Jotapa se suavizó.
Pero, a diferencia de Nick, Faisal era astuto y despiadado. Y corto de luces. Y,
con el tiempo, el noble y anciano rey llegó a despreciar a su primogénito. Jotapa
había nacido cuando Faisaltenía once años y luego, siete años después, había
llegado Jibril. Faisal, con dieciocho años, había detestado a aquel bebé alegre y
tranquilo, la niña de los ojos de los últimos años de vida del rey de Jordania.
Jotapa estudió a Jibril, que se había concentrado en el juego. Se parecía mucho a
su padre. Un rostro anguloso, bien afeitado, con un abundante cabello negro y
unos penetrantes ojos oscuros. Sólo tenía dieciséis años, pero su sabiduría iba más
allá que la de un adulto. Y mucho más allá que la de su hermano mayor.
—Alteza —le dijo un sobrecargo—. Nos estamos preparando para el descenso.
Jotapa miró por la ventanilla del Gulfstream. Miles de pies más abajo estaban
las pistas de aterrizaje del aeropuerto internacional Rey Fahd, situado quince
kilómetros al noroeste de Damman, que empezaban a asomar entre las neblinas
matinales.
Jotapa volvió a mirar a Jibril, todavía absorto en el juego. Luego se miró los
vaqueros, una prenda prohibida en la Casa Real de los príncipes saudíes. Cerró los
ojos, intentando ahuyentar los terribles presagios de que estaban a punto de
arrebatarle para siempre el siglo XXI y lo que para ella era seguro y familiar.
Y el terrible presagio de que Jotapa, princesa de la Casa Real de Jordania,
estaba a punto de dejar de existir.
Jotapa se apeó de la primera limusina negra que formaba parle de una comitiva
de dieciocho vehículos iguales. Se miró los pies. Las calles del ciclo estaban
pavimentadas con oro, pero las del Palacio Real de Mansur eran de macizo mármol
italiano. Esperó a que se apeara Jibril. Al instante, los rodearon más de diez
hombres de tez aceitunada que llevaban kufiyas y uniformes negros. Pertenecían al
sanguinario ejército privado de Mansur.
Jotapa observó el complejo amurallado de dos kilómetros de largo compuesto
por monolíticos edificios estilo Versalles, rodeados de cientos de palmeras. Hizo
acopio de fuerzas y se alisó el bijab que le habían obligado a ponerse antes de llegar
a la terminal del aeropuerto real, el atuendo que el príncipe heredero Mansur
exigía a sus cuatrocientas esposas.
Jotapa y Jibril siguieron a los soldados uniformados por el sendero de mármol
que discurría debajo de las palmeras y entre magníficos estanques hasta llegar a un
enorme pórtico dorado de quince metros de alto que daba al vestíbulo de palacio.
Un soldado le indicó que pasara con un gesto de su ametralladora, Jotapa
contempló asombrada los techos de más de quince metros de cristal emplomado
de colores estilo Art Déco. Caminaron entre columnas de mármol, bajo
candelabros de cristal y pan de oro. Arte islámico del siglo XXI, decidió, mirando
los enmarcados versos coránicos sobre la gloria de Dios.
Recorrieron interminables corredores que pasaban a través del harén de los
centenares de mujeres de Mansur y continuaron hasta unas dependencias
palaciegas más pequeñas. Se detuvieron ante una gruesa puerta de plata y oro y el
soldado indicó a Jotapa que se quitara las joyas. Ella se despojó despacio de los
brazaletes y la alianza de oro y vació el contenido del bolso en una caja de cristal.
Otro soldado empujó a Jibril con brusquedad hacia la puerta. Los ojos de Jibril se
encendieron de rabia. Jotapa observó la escena. La rabia que sentía en el corazón
era cada vez más intensa.
Los hicieron pasar por un escáner y Jotapa se volvió para recuperar su teléfono.
—No, nada de teléfono —le dijo un soldado de piel atezada con un marcado
acento árabe.
Jotapa lo miró enfurecida.
—Mi teléfono —dijo con frialdad.
El hombre esbozó una lasciva sonrisa y alargó la manaza para acariciarle el
cuello. Ella lo miró con repulsión.
—Nada de teléfono, princesa.
Jibril siguió a Jotapa, pero dos soldados lo agarraron y, mientras uno lo
sujetaba, el otro le propinó un puñetazo en el pecho que lo derribó al suelo.
Se oyó ruido de pasos y Hadid soltó de inmediato el cuello de Jotapa.
La princesa se volvió y vio una figura corpulenta que los observaba desde lo
alto de una balaustrada de mármol. El hombre esbozó una lenta sonrisa.
—Hadid —dijo el desconocido en un seductor tono de voz—, devuélvele su
teléfono a la princesa.
Con manos temblorosas, Hadid cogió el móvil plateado de la caja de cristal y
Jotapa se lo arrebató, escondiéndolo en uno de los bolsillos de su hijab.
Vio que el desconocido caminaba hacia ella y reconoció su rostro. El año
anterior habían aparecido fotos suyas en el periódico Al-Hayat, que se había hecho
eco de su desgracia pública. Era Mansur. Sus rasgos oscuros eran ásperos y felinos.
Llevaba barba y tenía una fina nariz aguileña. Sus ojos exudaban crueldad y
avanzaba hacia ella como una pantera.
—Princesa. —Se volvió hacia Hadid y, con un violento puñetazo, lo derribó. El
hombre se golpeó la cabeza contra el suelo y quedó inconsciente.
Mansur escupió en el suelo de mármol y dedicó una sonrisa a Jotapa. Alargó el
brazo y, con su manaza, le acarició la larga melena. Ella intentó apartarlo con rabia.
A Mansur se le endureció la mirada.
—Traedme al chico —ordenó. Los soldados levantaron a Jibril del suelo y, a
empellones, lo acercaron a Mansur.
»Una información importante, alteza. —Mansur agarró a Jibril con fuerza—. En
caso de que no quieras cooperar, no soy contrario a jugar con chicos.
—No es de extrañar que tu padre te detestara —intervino Jotapa con un bufido.
Mansur la miró con desdén y cogió la mano de Jibril, le chupó los dedos y le
acarició la cara.
—Tómame a mí —se ofreció Jotapa—, pero no te atrevas a... —el cuerpo le
temblaba de rabia—... a tocar a Jibril.
Como quien no quiere la cosa, Mansur se volvió hacia ella y le pegó una
contundente bofetada. Mientras Mansur desaparecía por el corredor, de sus labios
partidos brotó sangre.
22
Debajo de los trajes
están las sotanas
Adrián dejó atrás las columnas del refectorio, seguido de Laurent Chastenay y
Guber.
—¿Están bien atendidos nuestros huéspedes? —preguntó Adrián sin frenar su
paso ligero.
—Sí, señor presidente —replicó Chastenay—. Están reunidos en la Sala de los
Caballeros. Ahora mismo les están sirviendo la cena.
—No debemos sufrir interrupciones hasta que nos hayan hecho la entrega.
—Se detuvo a medio paso y se volvió hacia Guber—. ¿Va todo según el plan?
Gubber asintió.
—Como un reloj. El Fénix ha aterrizado. 1.1 paquete será descargado dentro de
tres minutos y veinte segundos.
—Volved a vuestros puestos asintió Adrián.
Los tres hombres desaparecieron en tres direcciones distintas.
Adrian anduvo solo por los desiertos pasillos hasta la enorme puerta de doble
hoja de la terraza del salón y la abrió de par en par.
Los rottweilers y los dobermans que vigilaban el espacio emitieron unos
gruñidos ensordecedores. Los potentes focos de reconocimiento del Mont St.
Michel se apagaron.
Al cabo de un instante, se apagaron todas las luces de la mansión.
Adrian salió a la terraza iluminada por la luna y contempló los jardines
colgantes entre el mar y el cielo y luego la luz azul pulsante suspendida encima del
océano, medio escondida entre la bruma baja.
Hipnotizado por el objeto descendente, miró hacia el Atlántico.
Luego, esbozó una sonrisa inescrutable.
Sin dar crédito a lo que veía, Nick contempló el ornamentado cofre que había
dentro. Era imposible. Pasmado, se frotó los ojos. Al instante, toda su intuición de
arqueólogo, aguzada mediante años de experiencia, entró en funcionamiento.
Comprobación:
Longitud: un metro veinte de largo, correcto. Altura: ochenta centímetros,
correcto. De madera labrada con incrustaciones de oro. Correcto. Una cenefa de
oro decorando la tapa, correcto. Aros en las cuatro esquinas a través de los cuales
pueden pasarse postes, correcto.
Nick se echó a temblar y se mesó los cabellos, casi temeroso de hacer la última
comprobación. Respiró hondo, soltó el aire y miró por la lente de la cámara.
Allí estaban. En la tapa, una frente a la otra, con las alas extendidas, había dos
figurillas que representaban unos ángeles, unos querubines de oro. Era la última
comprobación.
—El Arca de la Alianza —exclamó, para sí, asombrado.
Intentó controlar el pulso y siguió disparando fotos con su cámara digital.
Adrian volvió al ascensor al tiempo que uno de los soldados de las fuerzas
especiales de Guber alargaba el brazo para tocar el arca.
Guber levantó una mano para detenerlo, pero era demasiado tarde.
El hombre se desplomó al suelo. Había muerto electrocutado.
Adrian esbozó una leve sonrisa.
Guber hizo una seña a un grupo de soldados que se habían puesto firmes.
—Utilizad el cabrestante —dijo.
De las escotillas abiertas bajó otra caja. Esta llevaba un sello en el que se leía
«mossad».
Con manos temblorosas, Nick se sentó en la alfombra, cruzó las piernas e intentó
por quinta vez enviar el archivo de memoria de la cámara a Dylan Weaver por
correo electrónico.
—Está ocupado —murmuró, frustrado, y probó de nuevo.
Mientras el cadáver del soldado del Servicio Espacial electrocutado era
introducido en un saco de arpillera, el radiotransmisor de Guber emitió un
zumbido.
—¿Qué ocurre, Von Slagel? —preguntó Guber, lacónico.
—Parece que en el ala Este hay un visitante no autorizado.
—Imposible.
—Está enviando información no autorizada desde este lugar. Parece que ese
parásito camuflado es más astuto de lo que usted creía.
Guber frunció el entrecejo y se volvió hacia Travis.
—Corte el circuito —dijo, desenfundando su pistola semiautomática Sig Sauer
P225—. Yo mismo me ocuparé de él.
—Será mejor que lo haga cuanto antes. Su Excelencia está muy disgustado.
Hubo un momento de vacilación al otro lado de la línea.
—De Vere lleva el Sello del Nazareno.
Nick se quedó paralizado. Las fuertes pisadas sonaban cada vez más cerca en los
pasillos del ala Este.
Frenético, descargó la película digital en su ordenador portátil y tecleó la
dirección encriptada de correo electrónico de Weaver por novena vez. En la
entrada vigilada del ala Este sonaron unos potentes golpes.
Pulsó la tecla de «enviar».
—De Vere, sé que está ahí —gritó Guber.
Los golpes se volvieron más violentos.
—Utilizad los explosivos —oyó que decía Guber mientras el correo se cargaba.
Después, Nick lo oyó dar órdenes en alemán.
Por fin, en esta ocasión, el fichero se cargó satisfactoriamente y salió enviado al
ciberespacio.
Luego, pulsó la tecla de «borrar».
Borrar. Borrar. Borrar.
Borraba una a una las fotos del disco duro cuando, de repente, sonó un fuerte
estampido que derribó la puerta.
Guber abrió la puerta trasera de la iglesia de la abadía y empujó a Nick, que iba
esposado, para que entrara en la nave y caminase hacia Adrián, que deambulaba
de un lado a otro detrás del altar.
Adrian miró a su hermano pequeño, que se resistía violentamente, vio las
esposas que le inmovilizaban las muñecas y se dirigió a Guber:
—Suelta a mi hermano —le ordenó en voz baja.
Guber frunció el entrecejo y, de mala gana, abrió el cierre doble de las esposas
de acero.
Nick se frotó las muñecas, recuperó la compostura y lanzó una mirada llena de
rabia a Guber.
—Nicky —dijo Adrián, aparentemente tranquilo—. Creía que ya te habías
marchado de Mont St. Michel. —Hizo una pausa—. Esta tarde, tu coche cruzó la
verja. Está verificado.
—¿Quieres decir que me vigilabas? —Nick preguntó, enojado.
—Estaba escondido en el ala Este —explicó Guber, con expresión hosca—.
Observando..., mejor dicho, filmando la operación. —Le mostró la cámara de Nick.
—Eres un ladrón —dijo Nick a su hermano con labios apretados y mirándolo a
los ojos. De repente, su miedo se había convertido en indignación—. Un vulgar
ladrón —añadió, alzando la voz, furioso. Las lágrimas de rabia le escocían en los
ojos—. ¡El Arca de la Alianza, por el amor de Dios! —gritó y, presa de la rabia, dio
un manotazo que alcanzó a Adrián en el pecho.
Adrián miró a Nick con incredulidad, paralizado, al tiempo que una onda
eléctrica expansiva le recorría el cuerpo. Lorcan de Molay tenía razón. Su hermano
pequeño llevaba el Sello.
Se aflojó la corbata. Tenía la frente perlada de sudor. Era innegable: acababa de
sentir el poder del Nazareno en la mano de Nick.
Estaba seguro de que Nick no era consciente de la fuerza que poseía. Mejor que
siguiera siendo así.
Adrián miró fijamente a Nick sin mover un músculo de la cara.
—El Arca es una reliquia sagrada, Adrián —vociferó Nick—. Es patrimonio
mundial, por el amor de Dios. No puedes quedártela.
Adrián agarró por el brazo a su hermano con fuerza.
—Tranquilízate, Nick —le dijo en tono admonitorio—. Estás comportándote
como un estúpido.
—¿Quieres que me tranquilice? —gritó Nick, soltándose—. El poder se te ha
subido a la cabeza. —Miró a Adrián con desdén y una fuerte carga emocional—.
Has robado la antigüedad arqueológica más codiciada del mundo y quieres que
me tranquilice... No es tuya. No puedes robarla y apropiarte de ella sin más.
—No levantes la voz, Nick —le recriminó Adrián.
—¡Su lugar es un museo de antigüedades! —gritó Nick, absolutamente furioso,
encarándose con él.
Adrián no se movió ni un centímetro y lo miró directamente a los ojos con
expresión fiera.
—Pertenece... —Adrián respiró hondo—. Pertenece a los judíos.
Adrián señaló a la derecha y Nick se volvió despacio.
Las luces se encendieron. Nick distinguió a unos cincuenta hombres y mujeres,
elegantemente vestidos y sentados a unas suntuosas mesas situadas a lo largo del
transepto. Todos lo miraban en silencio.
Confundido, se volvió hacia Adrián y éste le pasó el brazo por los hombros con
gesto paternal.
—Mi hermano... —Adrián hizo una pausa— es arqueólogo.
Le puso el pulgar izquierdo en la rabadilla y lo empujó, conminándolo a
avanzar hacia los reunidos.
—Un arqueólogo brillante —prosiguió—. Dedica toda su vida a la búsqueda de
antigüedades como la que ahora tenemos entre nosotros. —Adrián levantó una
copa de oporto con la mano que le quedaba libre—. Esta noche, damas y
caballeros, les pido un poco de comprensión.
Adrián soltó a Nick y dio un sorbo al vino. Luego, hizo un aparte con Nick
mientras los dignatarios hablaban entre susurros.
Nick lo miró, absolutamente anonadado.
—Escucha, Nicky —murmuró Adrián tras un profundo suspiro—, vamos a
tranquilizarnos, ¿quieres? —añadió y señaló con un gesto a los invitados.
—Levin —dijo.
Un anciano con aire de estadista y una mata de áspero pelo blanco se puso en
pie. Otro hombre de tez aceitunada, de unos cuarenta años y vestido a la moda, lo
imitó al momento y, dando un paso hacia Nick, le tendió una mano. Nick lo miró
con perplejidad, reconociéndolo al instante.
Adrián procedió a presentarlos.
—Daniel Rabin, embajador israelí en las Naciones Unidas —Rabin estrechó la
mano a Nick—, y Moishe Levin, presidente de Israel.
El anciano patriarca de ojos de halcón agachó levemente la cabeza.
Nick se frotó las sienes. De repente, se sentía exhausto. Reconoció a Levin, el ex
general israelí, de haberlo visto en el Jerusalem Post. Luego, estudió despacio todas
las caras de la estancia, una a una.
Reconoció a tres veteranos generales del Pentágono, al primer ministro
británico, al secretario general de las Naciones Unidas, al director de la CIA y al
presidente del Consejo de Relaciones Exteriores.
Adrián se dirigió a la segunda mesa. En torno a ella estaban sentados los hijos
mayores de la dinastía de banqueros Lombardi y su padre, Raffaele; Naotake
Yoshido, presidente de la dinastía banquera nipona de los Yoshido, y Xavier
Chessler, ahora presidente del Banco Mundial, amigo íntimo de Julius De Vere,
abuelo de Jason.
Nick suspiró. La mitad de rostros de la sala eran de amigos y socios de su
padre, James De Vere.
Adrian sentó a Nick en una de las mesas más largas, cerca de la ventana.
—Caballeros, quiero presentarles a mi hermano, Nicholas De Vere. Nicholas,
éste es el rey Faisal de Jordania, hermano mayor de Jotapa. —Nick lo taladró con la
mirada. Adrián fue señalando a los demás dignatarios—. Y aquí, el presidente de
Rusia, el príncipe heredero de Irán y el presidente de Siria. Esta noche tenemos
como invitados a todos los protagonistas del «Tratado Ishtar».
Levin dio unas palmaditas a Nick en el hombro.
—La segunda fase del acuerdo de Oriente Próximo exige la desnuclearización
de Israel en un periodo de siete años —dijo el anciano con un marcado y gutural
acento israelí—. Exigimos un precio igual de alto por nuestra participación en las
negociaciones con los terroristas.
Con un gesto de la cabeza, Adrián le indicó que continuara.
—Exigimos el retorno de la posesión más sagrada de nuestra nación, que
antaño perteneció a nuestro monarca, el rey David... —A Levin le brillaban los ojos
de fervor—: ¡El Arca de la Alianza!
Rabin dio un paso al frente y tomó la palabra.
—Nuestro gobierno lleva generaciones buscándola y ha gastado en el empeño
cientos de millones de dólares. Ha financiado excavaciones en Axum, en el Monte
del Templo... El Arca fue descubierta hace diez días, en el Monte del Templo, y a
continuación fue robada por mercenarios a sueldo de los terroristas, cuyo objetivo
es destruir nuestra nación.
Levin agarró del brazo a Nick y le dijo:
—Su madre, Lilian, ha sido siempre muy amiga de Israel, Nicholas. No ha
olvidado nunca sus raíces. —Lo miró fijamente a los ojos—. Lo mismo que su
hermano de usted.
—Le hemos complicado muchísimo la vida a su hermano —intervino Rabin,
dedicándole a Nick una afectuosa sonrisa—. No nos conformaremos con menos
que la devolución del Monte del Templo, el pedazo de tierra más controvertido
que haya conocido nunca el mundo, y el retorno del Arca...
Rabin miró a Adrián, que asintió.
—El Arca será llevada de regreso a Jerusalén esta noche, bajo la protección del
Mossad. ¡Su hermano mayor es capaz de obrar milagros!
—A cambio de la aceptación por parte de Israel a desnuclearizarse, hace seis
semanas, en una conferencia cumbre secreta, tu hermano redactó el «Concordato
del Rey Salomón» —explicó Levin con su acento marcado y gutural— para que
entre en vigor el 7 de enero de 2022.
—El Concordato —tomó el relevo DanielRabin, embajador israelí— ha tornado
como modelo el Tratado de Letrán, que puso fin a una intensa disputa, iniciada en
1871, cuando el recién constituido reino de Italia se apoderó de Roma después de
siglos de régimen papal. —El rabino de dulce acento dudó unos instantes y
continuó—: Su hermano, con su acostumbrada inteligencia, ha conseguido un
pacto similar, un acuerdo en el que Israel declarará unilateralmente, en virtud de
su soberanía, que concede un estatus especial a la mezquita de Al-Aqsa y al
santuario de la Cúpula de la Roca, situado en el Monte del Templo.
Adrian sonrió, medio avergonzado, y explicó:
—Cada una de las tres grandes religiones monoteístas gobernará de manera
autónoma los edificios que le son sagrados —explicó—. Israel concederá «libertad
de paso a los lugares sagrados, sea cual sea la religión, sexo o raza de quien lo
solicite».
—Es un paso que creemos que será aceptado unánimemente por la comunidad
internacional —dijo Levin—. Israel vuelve a tener las fronteras de 1967, y Jerusalén
no queda dividido.
Hizo una pausa y alargó el brazo hacia los presidentes de Siria e Irán.
—A cambio de la garantía solemne de Israel de proceder a su
desnuclearización en un plazo de siete años, nuestros hermanos árabes han
aceptado que una fuerza de paz de las Naciones Unidas ocupe el Monte del
Templo y las fronteras de Israel. Y han accedido también a permitir la
reconstrucción del Templo de Salomón, situado en el Cuadrante Septentrional
—añadió Rabin.
—Anunciaremos la primera fase del desarme nuclear de Israel el 7 de enero en
Babilonia, durante la firma del tratado.
Nick miró a Adrián y luego, uno a uno, a todos los hombres y mujeres
congregados en el salón.
—Como ves, Nicholas —dijo Adrián, con dulzura—, soy el chico bueno.
Levin se encogió de hombros y levantó las dos manos.
—El desarme nuclear, ¿es un precio tan terrible a cambio del Arca de la
Alianza?
A una señal de Adrián, Chastenay pulsó un mando a distancia y una enorme
pantalla de plasma descendió sobre el altar. En ella se proyectó una animación
tridimensional de la maqueta arquitectónica del nuevo Templo de Salomón.
—Pero... ¿y la masacre del Monte del Templo? —Nick miró a Adrián con
expresión de perplejidad.
Adrian sacó un puro de su caja de pLata.
—Eran terroristas que querían frustrar nuestro plan y destruir el proceso de
paz. —Hizo rodar el cigarro entre sus largos dedos de uñas cuidadas y añadió—:
Teníamos formas de recuperarla.
—No soportaban ver que Israel recuperase su posesión más sagrada
—intervino Levin, sacudiendo la cabeza.
—Hoy es un día para sentirnos orgullosos. Su hermano es un gran amigo de
nuestra nación.
Adrián pasó el brazo por el hombro de Nick y lo acompañó a la puerta.
—Pero el... el OVNI... —dijo Nick.
Mientras lo guiaba hacia el vestíbulo, Adrián sonrió y dijo:
—Los nazis desarrollaron esta sofisticada tecnología en 1941, Nick. Después de
la Segunda Guerra Mundial, la Operación Paperclip llevó a Estados Unidos a
cientos de científicos nucleares y expertos en cohetes y armamento, lo cual condujo
a la creación de la NASA. Gerlach, Debus, Werner von Braun... Todos siguieron
adelante con sus investigaciones. Propulsión de antigravedad, física cuántica,
investigaciones atómicas secretas... Con esto quiero decir, Nicholas, que todo es
perfectamente racional.
De repente, la expresión de Adrián cambió.
—Bien, Nicholas, ahora que sabes que esto es una cumbre secreta, ¿a quién le
mandaste un correo electrónico?
Nick se frotó las sienes. Estaba cansado y perplejo.
—Estoy muy fatigado —dijo.
—Mira, Nick, ya sabemos que estás enfermo. —El tono de Adrián volvía a ser
afectuoso y compasivo—. Quédate en el ala Este durante el fin de semana y luego
ve a reunirte con nuestra madre. Podemos jugar al tenis en pista cubierta, nadar.
Como en los viejos tiempos.
—Gracias, pero tengo que marcharme. —Nick sacudió la cabeza.
—¿Y tu coche?
—Está aparcado en el embarcadero.
—Chastenay —dijo Adrian—, que traigan el coche de mi hermano a la puerta
principal. —Se volvió hacia Gubel y le dijo—: Las pertenencias de mi hermano.
Guber vació la mochila de Nick en la mesa del vestíbulo.
No había rastro de la foto de Julius De Vere con los invitados de Adrian. Guber
cogió la cámara de Nick.
—Supongo que comprendes, Nick, que no nos queda otra alternativa que
confiscarte la cámara —dijo Adrián—. Esta es una cumbre secreta.
Bajó la mirada hasta una cruz de plata que había en la mesa y vio que Nick la
cogía con dedos temblorosos. Adrián se frotó la barbilla, sumido en profundos
pensamientos y dio una nueva orden a Guber:
—Que acompañen al señor De Vere a pasar los controles de seguridad. —Se
volvió hacia Nick y añadió—: Llámame cuando llegues a Londres.
Nick se colgó la mochila al hombro y salió, escoltado por Anton, sin volver la
vista atrás.
Desde la ventana del vestíbulo del segundo piso, Guber observó cómo el Aston
Martin rojo, por segunda vez aquel día, cruzaba las puertas a toda velocidad.
Adrian se acercó a él.
—Sabe demasiado —dijo Guber, frunciendo el entrecejo.
Con aire pensativo, Adrian apagó el cigarro despacio en un cenicero de plata.
—Parece que mi hermano lleva el Sello. Emplead las armas de frecuencia
neuro-electromagnética. No dejan rastro. Ya conoces el procedimiento. Se dirige a
Dinard para tomar un vuelo. —Adrian se desperezó y bostezó—. Y dile a mi padre
que nuestro problemita ya está resuelto.
Nick recorrió a toda velocidad la calzada de entrada de Mont St. Michel. El motor
del Aston Martin rugía. Buscó el número de Lawrence St. Cartier en el monasterio
de Alejandría y pulsó la tecla de marcar.
Sonó una señal fuerte e insistente de que el número estaba ocupado, por lo que
Nick cerró el teléfono. Volvió a intentarlo al cabo de un rato y el mismo tono plano
y monótono reverberó en todo el coche.
—¡Maldita sea! —masculló—. Es culpa de esas líneas primitivas —murmuró
pisando el acelerador a fondo. Luego pulsó otro número y la señal sonó tres veces.
—Le habla Jotapa. Lamento mucho...
Los techos abovedados de la Cripta del Viento del Norte, situada debajo del Mont
St. Michel, se elevaban unos treinta metros y poseían unos espectaculares
trampantojos que recordaban los índigos y los girasoles y las lilas que a Lucifer
tanto le gustaban en su Palacio de los Arcángeles del Primer Cielo.
En el otro extremo de la nave de la cripta había un colosal altar de granate, en
cuya superficie de ónice ardían unas velas negras que desprendían el intenso olor
de incienso que impregnaba el recinto.
Encima del altar resplandecía el Arca de la Alianza. Adrián permaneció en
silencio en la penumbra, observando a Lorcan de Molay, que contemplaba,
hipnotizado, las figuritas del Querubín y el Serafín.
Alargó la mano, casi hechizado, para tocar el Querubín de oro y volvió a
retirarla lentamente.
Adrián se acercó a De Molay.
—A medianoche, el Sayeret Matkal transportará el Arca a Jerusalén, donde será
guardada en las cámaras acorazadas que protegen los restos arqueológicos, debajo
de la ciudad.
—Hasta que el templo esté terminado —murmuró De Molay—. Entonces, será
devuelta al sanctasanctórum.
Rodeó el Arca lentamente y pronunció una cita:
—«Y durante una semana formará una alianza con muchos. Y a la mitad de la
semana, hará cesar el sacrificio y la ofrenda. Y sobre las alas de las abominaciones
vendrá el desolador...»Se arrodilló delante del Arca y apoyó la cabeza en el granate
negro, murmurando palabras en una lengua extraña y gutural, que no era de los
ángeles ni de los hombres.
—Y entonces me coronaré Rey. En el sanctasanctórum. —Alzó la cabeza para
mirar a Adrián y sonrió—. En Jerusalén.
Nick llevaba conduciendo casi una hora. Deseaba hacer un alto, pero no podía
permitírselo. Su vida corría peligro.
En el retrovisor del Aston Martin aparecieron los faros de dos coches. Pulsó de
nuevo el número de móvil de Jason y esperó.
—Al habla, Jason De Vere.
—Vamos, cógelo, Jason.
—En estos momentos, no puedo atender su llamada...
23 de diciembre de 2021
Nueva York
Jason estaba tendido boca abajo en la cama, con el rostro hundido en la almohada.
El teléfono no dejaba de sonar. Se revolvió, abrió un ojo y, con expresión ceñuda,
buscó el aparato a tientas con la mano derecha. Pulsó el botón de silencio y metió
la cabeza debajo de la almohada.
El teléfono volvió a sonar, esta vez desde la cocina. Sonó sin cesar. Finalmente,
el comunicante dejó un mensaje.
Jason abrió un ojo. El aparato sonó una vez más. Su perra ridgeback, gorda y
consentida, se subió a la cama y le lamió insistentemente la cara sin afeitar. Jason
frunció el entrecejo.
—¡Baja, Lulú!
Se incorporó, medio dormido todavía, y echó una mirada al reloj. Eran apenas
las seis.
Salió del dormitorio trastabillando, seguido de la malcriada perra, y rebobinó
los mensajes. Luego, con un suspiro, pulsó el botón de «escuchar».
«Domingo, 19.04», le informó la voz electrónica. Luego, la voz de Nick resonó
en la cocina.
«Tengo problemas... Problemas de verdad, Jas... —La voz titubeó antes de
seguir—: Y tú también los tienes. Tío Lawrence tenía razón. A papá lo
mataron.»Jason suspiró y abrió el frigorífico mientras oía cómo la voz de Nick
subía de intensidad.
«Estamos involucrados en el asunto, Jason. Toda nuestra familia. Tú y yo. Te
quedarás pasmado...»Jason sacó el zumo de naranja, meneó la cabeza y se sirvió un
vaso.
«Escucha, Jason, tienes que hacerme caso. Lo he fotografiado todo. Se lo he
mandado por correo electrónico a Weaver. Se han hecho con el Arca de la Alianza.
Adrián ha negociado un trato desquiciado con los israelíes.»Jason dejó el vaso.
«Tienes que escucharme, Jas. Mi infección fue una trampa. Me querían muerto.
Me inocularon el sida... Adrian está involucrado en...»Se produjo una extraña
crepitación y el mensaje se cortó.
—¡Nick, por el amor de Dios, haz algo de provecho con tu vida! —Jason tomó
un buen trago de zumo y puso una sartén al fuego. Lulú lo miró y ladeó la cabeza.
Jason la miró, ceñudo. Cortó media rebanada de pan y la untó de mantequilla.
—Siéntate —le ordenó. La perra levantó la testuz con sus ojos pardos y
húmedos clavados en el pan y al tiempo que meneaba el rabo enérgicamente.
Después, tomó delicadamente la media rebanada de su mano extendida. Jason le
rascó las orejas con gesto distraído, echó dos huevos a la sartén y pulsó de nuevo el
botón de escuchar los mensajes. Se sentó pesadamente en una silla de la cocina y
cogió el New York Times del día anterior.
«Lunes, seis de la mañana.»«Jason, soy mamá. Por favor, llámame
inmediatamente.»Jason torció el gesto. Era Lilian. Parecía agitada.
«Lunes, 6.03.» Era Lilian otra vez.
«Jason —le temblaba la voz—, necesito que me llames de inmediato.»«Lunes,
6.10.»Jason dio la vuelta a los huevos en la sartén.
—Todo el mundo se ha vuelto loco —murmuró.
«Jason, soy mamá. —Hubo un largo silencio. Lilian tenía un tono de voz
extraño, ronco, como si hubiera estado llorando. Hablaba tan bajo, que Jason tuvo
dificultades para entender lo que decía—. Ha habido un accidente terrible.»De
nuevo, se hizo el silencio.
«Jason... Es Nick... Se ha precipitado por un puente con su coche, en
Normandía. El coche se incendió...» Jason se quedó paralizado.
«Jason... Nick ha muerto...» A Jason se le encogió el pecho hasta tal punto que
le costaba respirar. La espátula se le escapó de la mano y cayó al suelo con
estrépito.
Cerró los ojos, pero sólo vio a Nick. Nick como un mocoso de seis años que lo
miraba con sus claros ojos grises desde una pasarela del puerto de Nueva York.
Nick en el instituto. Nick a los dieciséis, con él y Julia en la casa de Cape Cod. El
primer día de Nick en Oxford. Nick y él mismo peleándose violentamente después
del accidente de Lily.
Y, desde entonces, nada más. Jason lo había proscrito de su vida.
Sin prestar atención a la presencia de la nueva sirvienta de la agencia, que lo
miraba con expresión de alarma, y a la de Lulú, que gemía con preocupación, se
deslizó al suelo lentamente hasta quedar sentado. Unas lágrimas descendieron por
su rostro sin afeitar y cayeron al suelo de mármol de la cocina.
A continuación, por primera vez en su vida adulta, Jason De Vere perdió por
completo el dominio de sí mismo. Cerró los ojos, se agarró la cabeza entre las
manos.
Y se echó a llorar como un niño.
El Cairo, Egipto
23 de diciembre de 2021
Julia salió del suntuoso cuarto de baño de mármol blanco, recién duchada
después de su vuelo de Londres a Milán a primera hora de la mañana. Envuelta en
una bata de suave lana rosa, contempló con aprobación las ricas sedas
adamascadas azules de la lujosa suite. Le encantaba Milán y le encantaba el hotel
Príncipe di Savoia, con su imponente fachada neoclásica.
Uno de los muchos privilegios adicionales de llevar las relaciones públicas de
la selección nacional de fútbol de Inglaterra era que, en días como aquél, se alojaba
a su cargo en una suite de la torre del Principe, a tiro de piedra del elegante distrito
de compras de Milán.
Muy conveniente para hacer sus compras navideñas de última hora.
Se sentó ante el tocador, un mueble de madera tallada de estilo italiano, se secó
los cabellos rubios con una toalla y luego enchufó la tetera, el objeto más
indispensable para Julia además de su Blackberry 2022 de última tecnología. Se
encaminó al escritorio del saloncito y comprobó que la agenda electrónica seguía
cargándose.
Tomó un cruasán de la bandeja del desayuno y luego, casi sin reflexionar en lo
que hacía, cogió el mando a distancia y encendió el televisor.
Cuando el rostro de Nick apareció en la pantalla plana, Julia torció el gesto.
¿Qué habría hecho esta vez para salir en las noticias? El locutor hablaba en un
italiano rápido y fluido que no consiguió entender.
Sin embargo, enseguida se llevó la mano a la boca en un gesto de espanto. En
Normandía, unas embarcaciones de la policía estaban sacando del agua un Aston
Martin rojo. Julia cogió el mando a distancia y recorrió los canales hasta dar con
VOX UK 24.
Paralizada, contempló a la morena y eficiente presentadora, que hablaba en un
perfecto inglés británico. Esta vez no hubo confusión posible.
«En Normandía, después de una búsqueda a cargo de la policía francesa que
ha durado toda la noche, se han hallado a primera hora de la mañana los restos de
un Aston Martin rojo que ha sido identificado como perteneciente a Nicholas De
Vere, el hermano menor de la familia de magnates...»El mando a distancia se le
cayó de las manos y las lágrimas empezaron a correr por su rostro mientras se
derrumbaba lentamente en el sofá. La voz bien modulada de la presentadora se
convirtió en un vago rumor de fondo.
Nick había muerto.
Tenía que decírselo a Lily.
Jotapa yacía boca abajo sobre las sábanas de seda de color oro pálido, con los
brazos y piernas llenos de moratones de golpes recientes. A su lado, en la cama,
tenía un ejemplar cerrado del Corán.
—Padre nuestro que estás en los Cielos... —murmuró.
Jibril se inclinó sobre ella y le acarició el pelo desordenado.
—Santificado sea Tu Nombre...
Poco a poco, Jotapa abrió los ojos, volvió la cabeza y miró a Jibril con sorpresa.
Él le sonrió dulcemente.
—Venga a nosotros Tu reino... ¿Te lo sabes? —susurró.
Jibril asintió y le tomó la mano. Unas lágrimas surcaron el rostro de su
hermana.
—Hágase Tu voluntad...
La puerta se abrió bruscamente. Jotapa se incorporó en la cama y miró a
Mansur con miedo y odio. El recién llegado se plantó ante ellos con una sonrisa
perversa en el rostro, vio el teléfono en el suelo y preguntó:
—¿Qué, esperando a que tu príncipe azul, ese playboy, venga a rescatarte,
princesa?
—Tú estás impidiendo mis llamadas —replicó Jotapa.
—Ya no será necesario que lo haga.
Levantó el periódico árabe que llevaba en la mano derecha, sonrió de nuevo y
lo arrojó sobre la cama. Sin decir una palabra más, salió de la habitación dando un
portazo.
Jotapa tendió la mano y un extraño ardor le recorrió el brazo. Temblorosa,
cogió el periódico, leyó el titular y luego vio la foto de Nick.
El periódico le resbaló entre los dedos y cayó al suelo. Sentada en la cama,
Jotapa se echó a llorar en silencio, meciéndose de lado a lado.
Nick De Vere había muerto.
Ahora sí que estaba segura: ella y Jibril habían caído en el infierno.
24
La fría luz del día
Aeropuerto La Guardia
Nueva York
Jason De Vere bajó del helicóptero y recorrió el asfalto hacia su recién adquirido
reactor privado Bombardier Global Express. Con las gafas de sol y los auriculares
puestos, gritaba instrucciones por el manos libres del móvil. Jontil Purvis caminaba
a su lado, atendiendo con calma tres conversaciones simultáneas.
Unos pasos más atrás venían Liam Keynes, consejero general de VOX, y Levine
y Mitchell, sus ayudantes.
—Quiero que subamos nuestra oferta a mil seiscientos millones —gritó Jason
entre el rugido de los motores del avión—. Dígaselo a Simons de mi parte, no
podemos permitirnos perder. Iré a la reunión de Pekín, pero no volveré a
trasladarla de fecha.
Lanzó otra mirada furiosa, esta vez a Jontil Purvis, que seguía hablando por
teléfono. Le hizo gestos impacientes de que se diera prisa y suspiró
profundamente, sin dejar de hablar por el micro.
—No lo haré —declaró—. Ni siquiera por el primer ministro chino.
Continuó caminando a toda marcha contra el gélido viento invernal de Nueva
York en dirección a la escalerilla del solitario y reluciente reactor que esperaba en
la pista del aeropuerto La Guardia —¡Me importa un bledo el protocolo! ¡Estoy en
medio de una crisis familiar! —Jason le hizo un gesto a Keynes para que se
acercara—. Dígale a Geffen que haga viajar a sus abogados a Pekín hoy mismo.
Cierre el trato de la plataforma de Pekín a cualquier coste, Keynes, ¿entendido?
—Sí, señor. —Keynes se retiró—. Entendido, señor.
Jontil Purvis le tendió su móvil a Jason.
—Una llamada de Londres —le dijo—. Se la paso.
—¿Quién es?
—La tía Rosemary.
Jason torció el gesto. Rosemary era la prima segunda británica de James De
Vere y actual compañera de Lilian. Vivía con Lilian desde la muerte de James y
conocía a Jasón desde que era un niño de tres años... y todavía lo trataba como si
siguiera siéndolo.
—Tía Rosemary... —contestó—. Sí... Todo resulta una pesadilla... No quiero
que la prensa esté esperándome en Londres, ¿queda meridianamente claro?
—Jason continuó caminando—. Sí... Dile a mamá que voy de camino. Te paso a
Purvis.
El grupito llegó al pie de la escalerilla del reactor. Jontil Purvis apagó los
teléfonos.
—Tía Rosemary vendrá a buscarnos en coche al aeropuerto.
—Estoy impaciente por que llegue el momento —fue el seco comentario de
Jason mientras ascendían por la escalerilla.
—Irán directamente a la casa de Knightsbridge —continuó Jontil Purvis con su
tono de voz calmado y eficiente—. El funeral es el martes, a las once, en la iglesia
de All Souls, en Langham Place. Para mañana, sábado, está prevista una comida de
Navidad con su madre y Lily.
El teléfono de Jason volvió a sonar. Lo desconectó.
En la entrada del avión esperaba un hombre de aspecto distinguido, con el
uniforme de piloto, que saludó a Jason con un cortés gesto de cabeza.
—Tenemos el viento a favor, señor De Vere —dijo el hombre con un ligero deje
escocés en la voz—. Teniéndolo en cuenta, deberíamos estar en Londres hacia las
ocho.
—Bien hecho, Macdonald —respondió Jason—. A ver si se cumple.
—Buen vuelo, señor De Vere —asintió el piloto.
Jason se quitó las gafas oscuras. Tenía los ojos enrojecidos y unas profundas
ojeras.
—Lamento mucho lo de su hermano, señor.
Jason dejó atrás la zona de reuniones en dirección al centro del avión. Echó una
mirada cansada a los ocho monitores de televisión que transmitían otros tantos
canales de VOXDIGITAL y pasó su maletín a un joven que llevaba una llamativa
corbata.
—Levine, asegúrese de que Phillips continúa trabajando con Jenkins en Tokio.
Levine se encaminó a la zona de reuniones con el maletín.
—¿De dónde ha sacado esa corbata? —dijo Jason con una mueca de desagrado.
Levine esbozó una sonrisa. Jason se tambaleó ligeramente, le indicó que se
marchara con un gesto y se restregó los ojos. Había estado bebiendo desde la
mañana anterior con el estómago vacío.
Un auxiliar de vuelo dejó a su lado dos botellas de agua mineral y un vaso y se
retiró.
—Ah, Levine, y póngame un whisky del que guarda Macdonald en la cola,
dígale a Mitchell que venga y se una a nosotros.
Jason se acomodó en el asiento, cogió el Wall Street Journal y volvió a dejarlo. Se
sentía agitado.
Un segundo joven de constitución delgada apareció con unos vasos.
—Mitchell, quiero una explicación convincente de por qué sigue emitiendo el
Canal Legal por nuestra plataforma. —Jason señaló una de las pantallas que
transmitían los canales de la VOX.
—Vaya a buscar a Keynes ahora mismo.
Mitchell se escabulló hacia el área acondicionada para reuniones. Jason exhaló
un profundo suspiro, se remangó las mangas de la camisa y prestó atención a la
televisión.
«Adrian De Vere, presidente de la superpotencia europea emergente... —Jason
subió el volumen—... mantenido conversaciones en Babilonia con el presidente
ruso, Oleinik, y con el presidente sirio, Assad, a primera hora de la tarde, poco
después de que se conociera la trágica muerte de su hermano en el norte de
Francia, esta mañana. La policía investiga...»Jason apagó con el mando a distancia.
Exhaló otro hondo suspiro y, con los ojos llenos de lágrimas, se pasó la mano por el
pelo, corto y oscuro, en el que ya asomaban las primeras canas; luego, se puso las
gafas de leer y cogió un fajo de papeles.
Levine volvió por el pasillo entre asientos con un grueso expediente y el
whisky de Jason. Detrás de él venía Jontil Purvis. Levine le entregó el vaso a Jason,
que lo engulló de inmediato. Jontil Purvis se instaló delante de Jason, miró el vaso
de whisky vacío y arrugó la frente.
Jason le tendió el vaso a Levine.
—Otro —se limitó a decir y miró deliberadamente a Purvis. Los motores
empezaron a calentar.
—Señor De Vere —dijo el auxiliar de vuelo, presentándole la carta del menú.
Jason se desentendió.
—Désela a Purvis —farfulló.
—Jason —dijo Jontil en tono conciliador—, se ha negado a tomar otra cosa que
whisky desde hace cuarenta y ocho horas. Es preciso que coma algo.
—No tengo hambre, Purvis —respondió él, con la lengua de trapo—. Deja de
hacerme de madre.
La mujer suspiró, guardó el bolso, se quitó el elegante cárdigan de lana de color
melocotón dejando a la vista su silueta bastante rellena y se ató el cinturón de
seguridad. Jason miró por encima de las gafas y la observó. Lo que iba a suceder a
continuación no dejaba nunca de intrigarlo.
Jontil Purvis llevaba quince años volando con él y cada vez hacía lo mismo. La
vio ponerse las gafas de leer, retocarse su inmaculado peinado, abrir una pequeña
Biblia de bolsillo con unas ajadas tapas de piel marrón y enfrascarse en la lectura
de sus páginas.
—Debería haber respondido a sus llamadas —refunfuñó mientras revolvía el
fajo de papeles.
Jontil se quitó las gafas y observó con detenimiento el rostro demacrado de su
jefe. Conocía a Jason perfectamente. La muerte de Nick lo había golpeado como un
mazazo. Durante los veintidós años que llevaba trabajando con él, nunca lo había
visto tan destrozado, tan consternado. Ni tan bebido.
Aferrada a su Biblia de bolsillo, cerró los ojos e inclinó la cabeza mientras el
reactor despegaba y se elevaba en el brillante azul de los cielos neoyorquinos.
—Purvis...
Ella siguió la mirada de Jason, fija en el ajado librito que tenía en las manos.
—Tú —continuó él—, tú que crees en la redención. —Sus ojos enrojecidos
estudiaron el rostro de la mujer. Lo siguiente que dijo lo pronunció tan bajo que
ella casi no lo entendió—: Reza por mí.
Red de comunicaciones
Londres
Los dedos rechonchos de Dylan Weaver volaban sin esfuerzo sobre el teclado del
portátil. Observó la foto del deportivo siniestrado y leyó la noticia de la muerte de
Nick en la página cinco de The Sun. A continuación abrió, por la que debía de ser la
décima vez aquella hora, el correo que había recibido de Nick De Vere a las 21.19
de anoche, hora de Greenwich. Pulsó «marcar» y «lanzar».
—Vamos, encanto —murmuró.
El icono de «encriptado» destelló en la pantalla del portátil. Frustrado, Weaver
cerró el ordenador bruscamente, sacó el teléfono y marcó.
25
Lilian
Aeropuerto de Londres
Lanesborough Hotel
Londres
Desde un rincón del invernadero cubierto por el alto techo de cristal, Jason
observaba a Adrian, que mantenía una conversación sobre nimiedades con lord
Kitchener, ex presidente de British Petroleum, un hombre robusto de rostro
rubicundo y bigote engominado. Detrás de ellos estaba la habitual comitiva de
políticos y magnates de la industria y del petróleo que se deshacía en adulaciones
al presidente del nuevo superestado europeo, que había jurado el cargo hacía poco.
Jason captó de inmediato el estado de ánimo de su hermano. Cualquiera que
observara al joven y animado político habría creído que estaba profundamente
interesado en la conversación, pero él supo de inmediato que se moría de
aburrimiento. Adrián daba unos rítmicos golpecitos con la mano izquierda sobre
una mesilla antigua que tenía al lado. Cuando su interés por algo decrecía, siempre
daba aquellos golpecitos indiscriminados. Lo hacía desde los doce años. Jason
disimuló una sonrisa y se acercó, rodeando discretamente a los hombres del
Servicio Secreto que actuaban bajo la atenta vigilancia de Guber.
—Eh, colega —le susurró—. ¿Necesitas un trago?
Pasó la mano por la bien protegida espalda de Adrian y Guber frunció el
entrecejo. Jason le devolvió el gesto. Acto seguido, Adrian y Jason intercambiaron
una mirada.
Jason buscó una vía de escape hacia la barra del bar. Adrian disimuló una
sonrisa y le estrechó la mano al efusivo lord Kitchener. A continuación, se volvió a
Guber, asintió con la cabeza y el jefe de seguridad se relajó al ver que Jason guiaba
a su hermano menor por debajo de los elegantes candelabros, dejando atrás
numerosas macetas de palmeras, hasta el bien aprovisionado bar.
—Sir James Fulmore —murmuró Jason, señalando a un corpulento caballero
que llevaba pajarita—. Seguro que quiere tu ayuda.
—Y Owen Seymour, ex director de la BBC, también quiere mi apoyo.
—¿Babilonia? —preguntó Jason mientras entraban en el bar.
—A partir de la firma del tratado, el 7 de enero, el petróleo volverá a fluir como
las cataratas del Niágara... Todo el mundo quiere su parte de Babilonia.
—Whisky —dijo Jason, volviéndose al camarero de la barra, que miró
inquisitivamente a Adrian.
—Perrier —dijo éste.
—Agua Perrier para el presidente europeo —comentó Jason, encogiéndose de
hombros.
El camarero asintió, mirando pasmado a Adrian.
—Levine me ha dicho que las bolsas de Nueva York y Moscú se trasladarán
permanentemente en julio —comentó Jason, apoyándose en la barra.
—Y la de Bombay. Todas las bolsas del área Asia-Pacífico se trasladaron el mes
pasado. Shangai, Hong Kong, Tokio, Milán, Frankfurt y Londres tienen su base en
el edificio de la Bolsa Internacional desde enero.
—De todos modos —dijo Jason—, tienes que reconocer que el catalizador del
éxito de «Babilonia» fue que las Naciones Unidas trasladaran la sede allí desde
Nueva York, en julio.
—Y que la Unión Europea y el Banco Mundial hayan dedicado más de dos
billones de dólares a la reconstrucción de la ciudad —asintió Adrian, antes de
beber un sorbo de agua.
—Y que las excavadoras arrasaran el borrón prehistórico en el paisaje que
significó Saddam Hussein, como decía siempre Nick —añadió Jason.
A la mención de Nick, los dos se sumieron en el silencio.
—¿Estás bien, colega? —preguntó Jason—. Me refiero al funeral. Seguro que te
trajo muchos recuerdos.
Adrian miró por el ventanal que daba a Hyde Park.
—¿Te refieres a Melissa y el bebé?
Jason asintió y Adrian siguió contemplando el parque con expresión ausente.
—Pasarán años, Jason —titubeó—. Para superarlo todo, quiero decir. Sus
muertes.
Jason miró finamente a su hermano y éste se secó las lágrimas con el revés de la
mano.
—Lo siento, colega, no quería entristecerte.
Adrián agarró a Jason firmemente por el hombro y recuperó la compostura al
instante.
—No pasa nada, Jason. Tengo que vivir con mis propios fantasmas.
Jason bebió un trago del whisky y dejó el vaso en la abrillantada barra con un
golpe enérgico. Luego, miró a su alrededor.
—Detesto estas cosas. He perdido por completo mis habilidades sociales.
En los labios de Adrian se dibujó una leve sonrisa. Posó la mano en el brazo de
Jason y comentó:
—¡Oh, vamos, pero si nunca las has tenido, Jas...!
Jason sonrió en el preciso instante en que su madre los localizaba. Lilian cruzó
el invernadero, acompañada de una pareja de ricos invitados.
—Jason, Adrian —les dijo—, éstos son lord y lady Kirkpatrick. John, Margaret,
os presento a mis hijos, Jason... —Jason asintió con cortesía—... y Adrian.
Adrian estrechó las manos que le tendían.
Owen Seymour se apresuró a acercarse.
—Jason, le ruego que acepte mi más sentido pésame. Señora De Vere... —Hizo
una leve reverencia y le tendió la mano a Adrian—. Señor presidente...
Jason lo miró con el entrecejo fruncido.
—Bien, madre —dijo. Llevó aparte a Lilian y le habló casi al oído—. Parece que
entre Adrián y yo controlamos todo el panorama político y mediático.
Lilian hizo una mueca de desagrado.
—Todos quieren algo, madre —prosiguió, implacable, tras apurar el whisky—.
Y no es a Nick, precisamente.
Lilian le quitó el vaso de la mano y lo dejó en la barra. Luego, le hizo una
indicación a Jontil Purvis, que se hallaba discretamente situada detrás de Levine,
haciendo llamadas telefónicas.
Adrian apoyó la mano en el hombro de Jason en un gesto de afecto.
—Así es la política, Jason. Todos jugamos. —Sonrió—. Y tú, también. Ah, y está
la reina de la tergiversación, como tú tan acertadamente la llamaste. —Miró a Jason
con malicia y añadió—: Julia.
Jason palideció, respiró hondo e hizo acopio de fuerzas.
—Levine, otro whisky —dijo al ver que Julia caminaba hacia él, seguida de
Lily—. Y que sea generoso.
Lilian se volvió de espaldas a sus invitados.
—Es el tercero, Jason —le susurró—. Y te has negado a desayunar.
—Confía en mí, madre —le dijo, viendo que Julia se acercaba a ellos con sus
zapatos de tacón de diez centímetros de Chloe y un ajustado traje chaqueta negro
de Chanel—. Éste no es momento para estar sobrio.
Lilian tendió la mano hacia Julia.
—Margaret, ésta es Julia St. Cartier, la hija que nunca tuve —dijo.
Jason ardió de ira mientras contemplaba cómo Julia dejaba encantados a lord y
lady Kirkpatrick. La larga melena rubio ceniza le asomaba debajo de un clásico
sombrero negro con un largo velo de tul.
—El whisky, que sea doble, Levine —le dijo, dándole unos golpecitos en el
hombro.
Julia se volvió hacia Adrian y, al levantarse el velo, dejó al descubierto unos
ojos terriblemente enrojecidos.
—Hola, hermanita. —Adrian la tomó de las manos y la besó suavemente en las
dos mejillas.
—Lo lamento muchísimo, Adrian. —Julia esbozó una tenue sonrisa y se volvió
hacia Jason, que apretaba los labios en una fina línea. El brillo de afecto en los ojos
de Julia se apagó de repente—. Jason... —murmuró.
—Julia... —le dijo él, mirándola con gesto sombrío.
—Lamento muchísimo lo de Nick, Jason.
Jason la miró, inexpresivo, en el preciso momento en que el cirujano alto y
rubio del funeral aparecía detrás de ella y le pasaba el brazo por la cintura.
—Adrian, éste es Callum —dijo—. Callum Vickers. Callum, éste es Adrian De
Vere. No necesita presentaciones.
Callum le tendió la mano y Adrian se la estrechó con fuerza.
—Y éste es Jason —dijo Julia, en tono lacónico.
Callum le tendió la mano y Jason lo miró, desconcertado. Luego, se la estrechó
sin entusiasmo.
—Lamento mucho lo de su hermano —dijo Callum en voz baja.
—Gracias —se limitó a responder Jason.
—¿Qué tal va el imperio mediático?
—Bastante bien, gracias. —Jason se volvió y miró a Julia con ojos
entrecerrados—. Estoy seguro de que Julia le ha dicho que soy un esclavo de la
industria.
—No —respondió Callum con sus maneras tranquilas—. Julia no me ha
hablado de usted.
Jason emitió un gruñido. En aquel preciso instante, Levine reapareció con el
whisky doble.
—Lily me ha dicho que es usted cirujano. —Bebió un trago.
Callum asintió y lo miró con aquella expresión calmada.
—Cirujano asesor del hospital de St. Thomas.
Jason miró a Julia por encima del borde del vaso con una sonrisa sarcástica en
los ojos.
—Eso complacerá a papá, seguro —masculló.
Julia lo miró encendida.
—Has bebido —le dijo en tono gélido—. Callum, tenemos que marcharnos.
El busca que llevaba Callum a la cintura emitió un insistente pitido.
—Lo siento, estoy de guardia... Si me disculpan... —Se apartó unos pasos hacia
la ventana para hablar a solas.
Jason bebió otro trago de whisky y miró a Julia con deliberación. Ella lo notó y,
molesta, se bajó el velo sobre la cara y se alejó de Jason, caminando hacia Callum.
—Papá —lo regañó Lily—. Compórtate. ¿No puedes ser educado con mamá
por una vez?
—La respuesta abreviada a esa pregunta es no. —Jason miró al frente con aire
sombrío.
Una voz grave lo sacó de sus ensoñaciones.
—De Vere...
Se volvió y observó a un tipo gordo de cara de luna junto a la barra. Tendría
unos treinta años y vestía un traje negro mal cortado cuyo mejor momento había
quedado atrás hacía tiempo; por encima, llevaba un mugriento anorak amarillo.
Jason entrecerró los ojos y, de repente, lo reconoció.
Era Weaver. Claro, Dylan Weaver, compañero de escuela de Nick en
Gordonstoun, ahora uno de los principales especialistas europeos en tecnología de
la información.
Jason le tendió la mano, pero Weaver no hizo caso. Miró alrededor,
visiblemente incómodo, y se detuvo en Guber unos instantes.
—No te caigo bien, ¿verdad? —le preguntó Jason.
—No, De Vere, supongo que no —respondió Weaver, mirándolo impertérrito.
Luego, echó un furtivo vistazo a la sala como si buscara a alguien—. Reúnete
conmigo en The Singing Waitress, en Shaftesbury Avenue, en el Soho, dentro de
tres horas. —Weaver cogió un puñado de salchichas de cóctel de la barra y se las
metió en el bolsillo del anorak—. A las diez de la noche. Ven solo. Estoy de paso.
Jason lo miró sin dar crédito a sus ojos. Weaver se alejó pero se volvió a medio
paso y dijo:
—Es para hablar de Nick.
Julia abrió la puerta de su antigua casa londinense situada en la zona que antes se
conocía como Colonia de Artistas de los estudios Nueva Chelsea.
Desactivó la alarma, se quitó el sombrero y colgó el abrigo de piel de zorro
sintética. Luego se agachó para recoger la correspondencia de la alfombrilla, la
inspeccionó y se quedó paralizada. Examinó el sobre de papel tela de color crema
dirigido a ella. La caligrafía le sonaba familiar. En grado sumo familiar. Era la letra
de Nick. La habría distinguido entre muchas.
Temblorosa, dejó el resto de las cartas en la mesa del vestíbulo y se dirigió a la
sala.
Dio la vuelta al sobre y examinó el membrete del Mont St. Michel y el
matasellos. Reconoció «Pontorson», el nombre de una pequeña población cercana a
la abadía.
La última vez que había estado allí, había visitado el mercado semanal de
Pontorson antes de volar con Adrián a la conferencia de prensa de Akaba. La carta
había sido franqueada el día 22, el día de la muerte de Nick.
Buscó un abridor de cartas de plata, rasgó el sobre y se sentó despacio en su
sofá color marfil, cubierto con una funda. Una fotografía cayó al suelo de madera.
La cogió, la dejó en la mesita y luego sacó la nota de Nick. Estaba escrita a toda
prisa, eran unos garabatos, pero esos garabatos pertenecían a Nick.
Querida Jules:
Papá descubrió algo. Algo importante. Y lo mataron por ello. A mí me inocularon el
sida a propósito, Jules. Creo que saben que los he descubierto. Es un grupo de la elite del
poder. Estoy haciendo algunas investigaciones por mi cuenta. En el caso de que no consiga
salir de aquí, tienes que hacerle llegar esto a Jason. Es el único en quien confío.
Dile a Lily que lo lamentaré siempre. Sé la luz que le guía, hermanita.
Siempre tuyo,
Nicky
P.D. No estoy seguro de si Adrián...
La frase había quedado sin terminar. Julia le dio la vuelta al papel, pero en la otra
cara no había nada. Unas gruesas lágrimas le surcaron las mejillas mientras cogía
la fotografía.
En ella aparecían cuatro hombres y reconoció a uno de ellos. Era Julius De
Vere, el abuelo de Jason. Otro era Xavier Chessler, su padrino. Miró el reverso de la
fotografía y leyó lo que ponía.
«Debajo de los trajes están las sotanas.» Y luego, un nombre de mujer,
«Aveline».
Julia volvió a guardar la foto en el sobre y se acercó a los ventanales. Desde allí
contempló los jardines italianizantes encerrados entre muros. Se sentía
absolutamente confusa.
Sacó la nota una vez más y la examinó de nuevo. Luego alargó la mano para
coger el teléfono.
Jason se sentó en el exquisito bar instalado en un patio que daba a la calle, bajo
una carpa, el cual constituía la sala de fumadores del Lanesborough. Un camarero
se le acercó discretamente.
—Un Lagavulin de 1991 —murmuró Jason. El camarero sonrió con gesto de
aprobación. Fumando un caro cigarro, Jason se retrepó en el sillón de cuero y clavó
los ojos en el techo de la carpa. Lily llegó en la silla de ruedas y se detuvo a su lado.
—Bien, todo arreglado —dijo—. La abuela está cansada y acaba de marcharse
con el tío Xavier. Alex nos llevará a Polly y a mí a New Chelsea y luego pasará la
noche en el apartamento de Nick.
—¿Por qué no te quedas conmigo? – le preguntó.
—Mamá me espera. —Lily sacudió negativamente la cabeza—. La próxima vez,
papá. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde ha ido el tío Adrian?
—Lo han llamado por teléfono. Está hablando con Babilonia.
Polly se acercó a ellos. Se había recogido de nuevo la larga y lisa melena rubia
en una cola de caballo.
—Hola, cariño —la saludó Jason con una sonrisa. Polly guardó el móvil en el
bolso, se inclinó hacia Jason y le dio un abrazo. Jason confiaba en Polly. Era directa,
práctica, nada retorcida. Aquel día estaba extraña. Había sido muy buena amiga de
Lily, la mejor.
—¿Qué, Polly? ¿Controlando a Lily? —Jason arqueó las cejas.
—Por lo menos lo intento. —Polly le devolvió la sonrisa—. De tal palo, tal
astilla.
Alex los vio y se abrió paso por el bar de fumadores. Jason torció el gesto y
preguntó a la chica:
—¿Todavía salís juntos?
—Alex quiere que nos comprometamos cuando yo cumpla dieciocho años.
—Espero que sepas lo que haces —murmuró Jason—. Yo, a esa edad no lo
sabía, vive Dios.
—Usted lo conoce desde que tenía ocho semanas —replicó Polly con una
radiante sonrisa.
—Precisamente por eso —dijo Jason, arqueando las cejas de nuevo.
—Siempre sé lo que hago.
—¿Y está bien? En el funeral, lo vi muy afectado.
—Mire, sé que está muy enfadado con usted por haber cortado toda relación
con Nick, pero es el único padre que ha tenido nunca. No sea muy duro con él.
Jason se volvió para observar al chico de dieciocho años, alto y magro, que
caminaba hacia ellos vestido con su traje negro del funeral, el ordenador portátil
colgado del hombro y cinco latas de cola en la mano.
—Intentaré no castigarme demasiado por eso —dijo Jason con sarcasmo.
Alex llegó por fin a su mesa y se guardó las cinco latas de cola en la mochila.
Jason lo miró con interés y preguntó:
—¿Vas a hacerles un análisis para ver si llevan flúor?
Su tono era escéptico. Guiñó un ojo a Polly, le quitó las latas a Alex y las dejó
sobre el mostrador de granito.
—Ya las pagaré yo. ¿Tan poco se gana con el periodismo de investigación?
Alex lo miró con rabia y se sentó al lado de Polly con aire taciturno.
Jason siguió dando caladas al puro y levantó los ojos para ver si Alex seguía
enojado con él.
—Mira, Alex —comentó, apagando su cigarro en un cenicero—, Nick ha
muerto. Yo tendría que haberlo apoyado y no lo hice. ¿Vas a guardarme rencor por
ello el resto de mi vida?
—Tal vez —respondió Alex con el entrecejo fruncido y gesto sombrío.
—Como quieras. —Jason se encogió de hombros.
—Alex ha estado investigando algo —dijo Polly, tratando con todas sus fuerzas
de aligerar la tensión—. Algo gordo.
Jason bostezó y Lily le lanzó una mirada malhumorada.
—Alex... —dijo Polly, invitándolo a hablar.
—La elite global: el Club Bilderberg, el FBI, el Banco Mundial y la ONU están
confabulados para provocar un colapso económico en el mundo. La crisis de 2008
es como un juego de niños comparado con lo que viene ahora —masculló Alex—.
Hambrunas, interrupción en el suministro de energía, saqueos, algaradas... El
Katrina de 2005 no fue nada comparado con lo que sucederá ahora —añadió en
tono ominoso.
—Bien, Alex. —Jason hizo acopio de fuerzas—. Dime lo que va a suceder...
Alex cogió una lata de cola, la abrió y bebió un largo trago.
—La ley marcial —dijo—. Así empezará todo. Los militares patrullando las
calles, toques de queda, podrán detenerte y encarcelarte. —Alex empezaba a
animarse—. Si la gente supiera la verdad... —No es la verdad, Alex dijo Jason,
poniendo los ojos en blanco—. La gente ya sabe la verdad. Yo soy los medios. Ése
es mi trabajo, informar a la gente de la verdad. ¿No crees que si fuera verdad lo
que dices, alguno de nuestros miles de corresponsales se habría enterado de algo?
—le espetó con un gruñido de exasperación.
—Cuando se haya desatado el caos —continuó Alex precipitadamente—,
montarán una operación de bandera falsa en la que las fuerzas de un gobierno
fingen ser el enemigo y atacan a sus propias fuerzas o a sus ciudadanos. A eso se le
llama operación de bandera falsa.
Jason vio que Adrian se abría camino entre las mesas de granito y cristal hacia
ellos.
—Sé perfectamente cómo se le llama a eso, Alex Lane-Fox —dijo Jason en tono
gélido.
—¿Sabes cuál es tu problema, tío Jason?
Jason lo miró enigmáticamente y luego apartó la cabeza unos centímetros de la
de Alex.
—No, muchacho. ¿Por qué no me dices cuál es mi problema? —Lily y Polly
intercambiaron una mirada de preocupación.
—Tu problema, tío Jas —prosiguió Alex, temerario—, es que eres una
marioneta cuyos hilos están en manos del Nuevo Orden Mundial.
Lilly puso los ojos en blanco en un gesto de desespero.
—Y tu problema, Alex Lane-Fox es que... —Jason se mordió la lengua al ver
que llegaba el camarero con su Lagavulin—. Mira, Alex —su expresión se había
suavizado y le puso una mano en el brazo—, por más que investigues a un
gobierno en la sombra, eso no te devolverá a tu madre, muchacho.
Cogió el vaso y saboreó el intenso, ahumado y turboso aroma de aquel whisky
de malta de treinta años.
—Producido en la isla de Islay, Lily. —Bebió un lento sorbo—. La reina de las
Hébridas.
—¿He oído operación de bandera falsa? —inquirió Adrián con una sonrisa.
Jason hizo una seña al camarero, que abrió una caja de caoba con los mejores
cigarros del hotel y se la ofreció a Adrian.
—En los años sesenta, el jefe del Estado Mayor Conjunto frenó un plan cuyo
nombre en código era Operación Northwoods —explicó Adrián, sentándose entre
Alex y Jason—. Un plan para destruir aviones americanos con una compleja trama
que implicaba un cambio de aviones y cometer una oleada de actos terroristas
violentos en suelo americano, en Washington y en Miami, para luego echarles la
culpa a los cubanos y justificar una invasión de Cuba.
Adrian hizo una pausa para elegir un puro y, tras dudar unos instantes, se
decantó por un habano de la época anterior a Castro.
—Northwoods no llegó a realizarse. —El camarero sacó una guillotina y cortó
la punta del cigarro—. Kennedy se negó a poner en práctica los planes del
Pentágono.
Adrian hizo una pausa teatral durante la cual se llevó el puro a la boca, el
camarero se lo encendió y él lo hizo humear.
—Pero podría haberlo hecho...
Alex miró a Jason en señal de triunfo y éste le devolvió la mirada.
—Tío Ad, quiero decir, señor presidente... —Alex acercó su silla a la de
Adrian—. Para que el poder se consolide en sus manos, la elite global necesita
poner en marcha un incidente que pueda atribuir al enemigo, un incidente nuclear
en Los Ángeles, Chicago o la Costa Este, o recurrir al terrorismo biológico
propagando enfermedades desde sus propios laboratorios, como la viruela, el
ébola o la gripe aviar y conseguir así el control de la población.
Alex sacó el ordenador portátil de la funda y lo situó delante de Adrian. Tecleó
a toda prisa.
—Tomemos el ejemplo de una operación de bandera falsa de terrorismo
biológico. La gripe aviar. Mueren millones de personas. La gente está tan
desmoralizada que pide al gobierno en la sombra para que la salve. —Alex hizo
una pausa teatral—. Y entonces empieza. La introducción de la ley marcial, una
sola moneda en el mundo. Los cadáveres se amontonan, las vacunaciones son
obligatorias. —La voz de Alex adquirió una nueva intensidad—. Fijaos en el
pasado. En 2009, treinta y dos estados aprobaron leyes que convertían en delito
negarse a las vacunaciones ordenadas por el gobernador. Una cuarentena ilimitada
para el que se opusiera.
Adrian dio una larga calada al cigarro y dijo:
—Las vacunas contienen el chip de identificación por radiofrecuencia. La gente
está frenética, está dispuesta a aceptarlo. —Adrian miró a los reunidos a la mesa—.
Se convierten en propiedad legalmente rastreable de este «Nuevo Orden
Mundial». Y todo, por voluntad propia.
Lily miró a Adrián, pasmada.
—¿No estarás diciendo que el gobierno está en el ajo? Tío Ad, tú no estás en el
ajo —dijo la muchacha.
—Según la premisa de Alex —respondió Adrian—, los miembros del gobierno
no son más que peones del sistema. Marionetas de cuyos hilos tira el gobierno en la
sombra. Banqueros. Magnates del petróleo. El complejo industrial militar. Según
esa premisa, los disidentes, todos aquellos que se nieguen a vacunarse, son
detenidos por la policía militar y recluidos en campos de concentración del FEMA,
el Servicio de Gestión de Emergencias, porque representan una amenaza para la
salud de la comunidad. Los ponen en cuarentena.
Adrian miró a los reunidos y calló unos instantes con expresión grave.
—Es absolutamente plausible. Con millones de personas muertas, la entrada en
vigor de la ley marcial y un control absoluto de los medios, a nadie le importará.
—¡Exactamente! —exclamó Alex—. En 2008, había más de seiscientos campos
de internamiento del FEMA en Estados Unidos —declaró con renovado vigor—.
Muchas fuentes han confirmado los rumores de la existencia de furgones para
prisioneros, fabricados en la China: unos contenedores de doce metros de largo,
con esposas y un aparato de guillotina moderno en lo alto de cada una. Sin
ventanas. Guillotinas en Georgia. En Tejas. Han corrido rumores no confirmados
de que se instalaron mediante un contrato secreto con un congresista a sueldo de la
elite que se reunió con los funcionarios chinos.
—¡Rumores no confirmados! —repitió Jason levantando las manos—.
¡Furgones de mercancías, guillotinas! —Golpeó la mesa al dejar en ella el
Lagavulin—. Alex Lane-Fox: esto es demencial, incluso viniendo de ti. Campos de
concentración. ¡Tonterías, estupideces! Los seguidores de las teorías de la
conspiración se han vuelto locos.
Jason dio un trago a su bebida y miró a Alex, incrédulo, antes de proseguir.
—¿Y a quién quiere meter la elite global en esos furgones chinos? ¿A la pobre
tía Betty de Georgia y sus tartas de manzana?
A pesar de sí mismo, Jason clavó la vista en el fondo de su vaso de whisky y
disimuló una sonrisa, aunque notó que Lily lo miraba como si le lanzara cuchillos.
—A los constitucionalistas —declaró Alex, inquieto—. A los patriotas, a los
propietarios de armas que se niegan a renunciar a los derechos de la Segunda
Enmienda, a todo el que se oponga al concepto de control gubernamental mundial.
—Miró a Polly—. Y a los cristianos. —Hizo una mueca y miró directamente a
Jason—. Pero, claro, eso a ti no tiene que preocuparte —añadió con ironía.
El chico hurgó en la mochila y, con un suspiro, sacó un fino pliego de papeles
que llevaba el sello del FBI y lo dejó en la mesa.
—Lo siento, Polly —dijo—. Aquí tenéis tu padre y tú. Lee esto, el Proyecto
Megiddo. Es la valoración estratégica que hizo el FBI de la capacidad de terrorismo
doméstico en Estados Unidos a principios del nuevo milenio. Se envió a veinte mil
jefes de policía. Increíble pero cierto.
Polly cogió los documentos y estudió la primera página mientras Alex sacaba
el segundo pliego.
—Segunda fase. El gobierno promulga la Orden Ejecutiva 10990, que les
permite apropiarse de toda la red de transporte y controlar las autopistas y los
puertos. La Orden Ejecutiva 10998 les permite hacerse con todos los suministros de
comida y recursos, públicos y privados, incluidos los equipamientos y las granjas
agrícolas. Dejó el documento encima de la mesa y lo volvió hacia Jason.
—Mira, tío Jas, aquí está todo. La Orden Ejecutiva 11000 permite al gobierno
movilizar a los ciudadanos civiles americanos e integrarlos en brigadas de trabajo
con supervisión gubernamental. Incluso permite al gobierno dividir familias si cree
que es necesario. —Alex revolvió los papeles y continuó—: Orden 11001, El
gobierno se adueña de los ámbitos de educación, salud y bienestar. Orden 11002,
un censo nacional de ciudadanos. Orden 11003, el gobierno controla los
aeropuertos y el tráfico aéreo.
Jason se volvió hacia Adrián.
—Mira, en Estados Unidos existen las órdenes ejecutivas y en el Reino Unido y
en Europa hay mecanismos equivalentes —explicó Adrian en tono prosaico—.
Piensa en la estrategia. El cártel mundial de la banca logra sus objetivos. Eliminar
cualquier oposición. Reducir a la población y luego ponerle un chip para
controlarla. Vigilancia y control sin límites. Una mayor centralización de su
montaje financiero piramidal de dinero como deuda. La completa destrucción de la
Constitución de los Estados Unidos de América.
—Exactamente, señor presidente —le dijo Alex a Adrian con aire de triunfo.
—Este material lleva años circulando por el circuito, Alex —dijo Adrian en
tono paternal—. Es desinformación, hijo. Tú y muchos otros millones os habéis
tragado una gran cantidad de desinformación deliberadamente fabricada. Las
agencias de seguridad han investigado estas cuestiones desde principios de los
años cincuenta. Los Doce del Majestic. El presunto suicidio de James Forrestal. Las
teorías de la conspiración sobre la muerte de JFK. Las bases subterráneas. Roswell.
El Área 51. Las teorías de la conspiración sobre el 11-S. El HAARP o Programa de
Investigación de las Auroras Activas de Alta Frecuencia, los chemtrails o falsas
estelas de aviones, los helicópteros negros, la ley marcial... Todo eso es
desinformación directa, para inspiración de guionistas de Hollywood y escritores
de novelas gráficas de cuarta categoría. Lo siento, amigo. De veras. Te lo dice
alguien que maneja información fiable. No hay absolutamente nada de todo eso.
—¿Y las órdenes ejecutivas? —preguntó Alex, que se había ruborizado hasta la
nuca.
—Existen como último recurso. Son una protección para el pueblo americano.
Y en Europa ocurre lo mismo. No se utilizarán nunca, Alex. No se decretará la ley
marcial, Alex. Créeme.
Avergonzado, Alex cerró el portátil.
—Será un gran periodista, Jas —intervino Adrian, guiñándole un ojo al
chico—. Si estuviera en tu lugar, lo contrataría para la redacción de noticias de la
VOX.
—Pero, señor presidente, ¿ha oído usted hablar de la Marca de la Bestia?
—preguntó Polly en voz baja.
Adrián la miró con extrañeza. Polly citó:
—«Y hacía que a todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se
les pusiese una marca en la mano derecha o en la frente; y que ninguno pudiese
comprar ni vender, sino el que tuviese la marca o el nombre de la bestia, o el
número de su nombre.»Jason, Alex y Lily miraron asombrados a Polly, una
persona que siempre hablaba con dulzura.
—«Aquí hay sabiduría. El que tiene entendimiento, cuente el número de la
bestia pues es número de hombre. Y su número es seiscientos sesenta y
seis.»-¡Polly! —Alex la miró con el ceño fruncido.
—Apocalipsis, capítulo trece —dijo Polly con un gélido tono de voz que Jason
no había oído nunca. Adrian se aflojó la corbata.
Seis miembros del Servicio Secreto aparecieron entre las sombras del patio y
rodearon a Adrian.
—Su coche ha llegado, señor presidente.
Adrian se puso en pie. Estaba extrañamente pálido.
Polly siguió citando la Biblia. Sus facciones etéreas mostraban, de repente, una
expresión muy seria.
—«Y será destruido pero no por un poder humano...»-¿Estás bien, hermano?
—Jason lo miró preocupado. Adrian estaba extremadamente pálido y no apartaba
los ojos de Polly.
—Bueno, Lily —dijo, volviéndose hacia la chica al tiempo que la besaba en las
mejillas—. Ven a visitarme. Me lo has prometido.
Lily asintió.
Adrián miró a Polly, que seguía observándolo con aquella expresión grave.
—Y trae a Polly —añadió en voz baja.
En aquel preciso instante, sonó el móvil de Jason. Lo cogió, vio el número de
Julia y lo dejó en la mesa. Luego, con un suspiro, lo cogió otra vez.
—Sí, soy Jason. Un momento, Julia. Adrian se marcha ahora mismo. —Pasó el
teléfono a Lily y gruñó—: Averigua qué quiere tu madre. —Luego, se volvió a
Adrián, le estrechó la mano y le dijo—: Nos veremos en Nueva York, hermano.
Lily se puso al teléfono.
—Sí, mamá —dijo—. Sí, Alex nos llevará a New Chelsea antes de volver al
apartamento de Nick. De acuerdo. No le gustará, pero se lo diré.
Lily le tendió el teléfono a Jason mientras Adrian y sus guardaespaldas se
marchaban.
—Dice que es urgente. No quiere hablar con nadie que no seas tú —dijo la
muchacha.
—Oh, no ha querido hablar conmigo durante dos años, durante la tramitación
del divorcio, y ahora no quiere hablar con nadie más. —Con gesto impaciente,
volvió a coger el teléfono que le tendía Lily y atendió la llamada.
—Sí, Julia, soy yo —le espetó—. ¿Qué ocurre? ¡Imposible! —gritó—. Léemelo
de nuevo. ¿De Francia? —preguntó tras una pausa—. ¿Estás segura de que lo has
entendido bien?
Adrián se volvió para saludarlos antes de cruzar las puertas de oro y cristal y
desapareció en el Lanesborough.
—Esta noche, no —dijo Jason consultando su reloj—. Dentro de media hora
tengo que estar en cierto sitio. ¿No puedes mandarlo a casa?
Lily lo miró intrigada y Jason suspiró.
—Sí, sí, de acuerdo. Sé que es tarde. Mira, iba a ir a la finca a presentarle mis
respetos a padre mañana por la mañana, antes de volar. Recógeme en casa de mi
madre, en Beigrave Square.
A las nueve. Tomo el avión antes del mediodía, así que no te retrases.
Cerró el teléfono y clavó la vista en el techo sin decir nada. Luego, miró a Lily
con extrañeza.
—Parece que hay una nota —dijo—. Con información para mí.
Se puso en pie y el camarero lo ayudó a ponerse el abrigo. —Una nota de Nick
—añadió.
Adrián cruzó las puertas de cristal y oro del Lanesborough y se encaminó hacia su
Mercedes.
—Ella lleva el Sello —dijo. Tenía la frente perlada de sudor. Se la secó con un
pañuelo al tiempo que cesaba el nudo que sentía en la garganta y volvió a
abotonarse la camisa—. En ella, el poder del Nazareno es muy fuerte. Quiero que
Guber haga una valoración estratégica. Campos de internamiento. Cámaras de gas
en el Reino Unido. El Servicio de Gestión de Emergencias de Estados Unidos. Tan
pronto se declare la ley marcial, las primeras listas serán activadas.
—¿Y la muchacha? ¿En cuál estará, en la roja o en la azul?
—En la negra —respondió Adrián, esbozando una tenue sonrisa—. En la lista
negra.
27
Críptico
Jason se sentó a la mesa de melanina, con dos tazas de café ya vacías delante de él.
Recordaba a Dylan Weaver de los veranos en Cape Cod. Era un sabihondo,
pragmático y terco. Weaver había insistido en reunirse con él, pero ¿por qué?
Consultó el reloj y echó un vistazo por la ventana, entre la llovizna, a la pared
del otro lado de la calle, empapelada de carteles hechos trizas.
—Detesto este tiempo.
Una joven y animada camarera, cuya minifalda roja de cuero apenas ocultaba
nada, se acercó con un bloc en la mano, mascando chicle.
—¿Y bien, señor? —dijo con un acento londinense popular.
—Estoy esperando a alguien.
Ella se rió y guiñó un ojo en un gesto de complicidad.
—Por supuesto, señor. Todos están siempre esperando a alguien.
Jason echó otra ojeada al reloj y volvió la vista hacia la muchacha.
—Tráigame otro café.
—No está usted de buen humor, por lo que veo. —La camarera lo miró a la
cara un momento y añadió—: Me recuerda a alguien. ¿No saldrá usted por la tele?
Jason dijo que no con la cabeza y ella empezó a retirarse sin recoger las tazas
sucias. Jason carraspeó y la chica se volvió. El señalo las tazas. Ella mascó
sonoramente el chicle y se inclinó hacia él.
—Pide usted mucho, ¿no? Condenados americanos...
La desvencijada puerta del local se abrió con un crujido y entró Dylan Weaver,
desaliñado y sin afeitar. Venía empapado. Ya no llevaba el traje negro del funeral,
pero conservaba puesto el anorak amarillo, algo pequeño para su talla, que apenas
alcanzaba a cubrirle la fofa tripa.
—¿De Vere?
Jason asintió. Weaver se sentó pesadamente en la frágil silla de madera y, con
la respiración entrecortada, se inclinó hacia delante sobre la mesa hasta que sus
facciones descoloridas quedaron incómodamente cerca de las suyas.
Jason le tendió la mano. Weaver rehusó estrechársela y lo miró de arriba abajo
con aire impasible.
—Yo pensaba que los hermanos debían cuidarse entre ellos... —dijo. Sacó de
debajo del anorak un ordenador portátil muy usado, abrió la tapa con sus dedos
rollizos y mugrientos y lo puso en marcha.
Luego, lanzó una mirada furtiva en torno a sí.
—Me siguen. No puedo quedarme mucho rato.
—¿Quién? ¿Quién te persigue? —preguntó Jason.
Weaver titubeó:
—No lo sé. Pero me siguen.
—¿Qué te contó Nick?
—De eso se trata. Nick no me contó nada.
—Mira, Weaver, si has venido para hacerme perder el tiempo...
—Si por mí fuera, De Vere, no volvería a verte nunca más. —Weaver le dirigió
una mirada sombría—. Vayamos al grano: Nick me mandó un correo la noche que
murió. Intentaba enviarme algo, un... archivo. Algo que había filmado. Lily me
contó que Nick te había dejado un mensaje en el contestador. La misma noche que
murió. Necesito saber si... si dijo algo acerca de lo que había filmado.
—Mira, Weaver —suspiró Jason—, mi hermano ha muerto. Y no, no me contó
nada concreto; sólo un divague confuso, producto de alguna droga, acerca del
Arca de la Alianza. Pero lo noté asustado. Asustado de veras. Parecía estar en uno
de sus «viajes» de alucinógenos.
Weaver sacó un disco duro de su mochila y lo dejó sobre la mesa.
—Bien, entonces, no puedo ayudarte.
—¿Y ese archivo que te mandó? —preguntó Jason, ceñudo.
—Está en blanco. He aplicado la clave pública. Conozco la clave privada de
Nick y debería haber sido sencillísimo abrirlo, pero no se lee. He probado diez
millones de combinaciones, pero es un encriptado como no había visto nunca. He
llegado a un punto muerto.
—¿Estás seguro?
—Yo me dedico a esto, De Vere. Los clientes me pagan un buen dinero para
que esté seguro.
—Pues ahí tiene que haber algo. Está claro que Nick pensó que serías capaz de
descifrar el código.
—Mira —insistió Weaver mientras empezaba a recoger—, lo que filmó, fuera lo
que fuese, ya no está. Ha desaparecido. Aquí hay un encriptado de servicios de
espionaje de alto nivel. Alguna agencia ha rastreado su correo hasta mi dirección,
ha utilizado un programa de acción encubierta, una aplicación de encriptado con
puertas traseras, y ha encriptado el correo de Nick. Esto es cosa de servicios de
inteligencia de altos vuelos, De Vere. Hackers como ésos matan gente. —Se levantó
y se dirigió a la puerta—. Y están siguiéndome. Sólo necesitaba saber qué sabías tú.
Y veo que no sabes nada.
—Weaver, no puedes dejar esto a medias.
Dylan Weaver respondió calmadamente, sin volverse.
—Tenemos en nómina a algunos hackers chinos de altos vuelos. Deberíamos
haber cortado con ellos hace años, pero nos proporcionan la información que
necesitamos. Veré qué tienen que decir.
—No hemos terminado —dijo Jason, poniéndose en pie.
—El tiempo se acaba, De Vere. Estaré en contacto.
Weaver desapareció entre la lluvia en Shaftesbury Avenue. La puerta se cerró
con un estruendo a su espalda.
—Maldita sea —masculló Jason, consultando el reloj por tercera vez en cinco
minutos. Debería haber tomado un taxi. Tenía un programa de actividades muy
apretado y Julia se retrasaba. Encajó la mandíbula y añadió—: Tarde, como
siempre.
El sonido estridente e incesante de un claxon rompió el silencio del tranquilo
vecindario de Knightsbridge. Jason miró por el gran ventanal de estilo georgiano
del salón.
Era Julia, por supuesto. Muy atildada, con un pañuelo de cabeza y gafas de sol,
ocupaba el asiento del conductor del ostentoso Jaguar deportivo aparcado junto al
bordillo. Jason cruzó el vestíbulo, salió dando un portazo, anduvo hasta la verja,
abrió y se encaminó hacia el coche. Metió la cabeza por la ventanilla del lado del
acompañante y dirigió una mirada furiosa a Julia.
—¡Esto no es New Chelsea, Julia! —masculló—. Estás en Belgrave Square. No
es necesario que despiertes a todo el vecindario.
Al ver que Julia ponía la mano enguantada sobre el claxon y empezaba a
tamborilear con los dedos con gesto impaciente, entrecerró los párpados, le lanzó
otra mirada furiosa y, desmañadamente, abrió la portezuela y encajó con dificultad
su metro ochenta en el asiento del acompañante.
—¿No podías haber buscado algo más funcional? —protestó—. Y llegas tarde.
Julia apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea. Con un rápido gesto,
movió las gafas de sol hasta la punta de la nariz y, mirándolo por encima de ellas,
replico:
—Si no te gusta, llama un taxi.
Volvió a colocar las gafas en su sitio. Jason la miró, ceñudo, mientras se debatía
torpemente con el cinturón de seguridad. Julia puso la llave en el encendido y se
apartó de la acera con un rugido del motor. Jason todavía estaba liado con el
cinturón por detrás de las orejas mientras el Jaguar blanco aceleraba por el centro
de Londres y se encaminaba hacia las afueras.
Jason se llevó las manos a la cabeza descubierta, aterido por los gélidos vientos
que entraban por todas partes. Julia, además del pañuelo, iba vestida para soportar
aquel viento.
—¡Estamos a finales de diciembre, por el amor de Dios! ¿Por qué llevamos la
capota bajada?
Julia salió bruscamente de la autovía principal a una carretera rural,
maniobrando limpiamente alrededor de una camioneta que circulaba a marcha
lenta.
—¿Quién te escoge el barbero, últimamente? —preguntó ella—. ¿La tía
Rosemary?
Jason puso cara de estar a punto de estallar.
—Supongo que ese implacable magnate de los medios que pasa por encima de
todo lo puro y honrado en tu último libro era yo —dijo. Julia encajó la mandíbula,
irritada. Estuvieron a punto de toparse con un coche que venía de frente por la
estrecha carretera.
»¡Por Dios, Julia! —exclamó—. ¿Qué pretendes, matarme?
Julia tomó una curva haciendo chirriar los neumáticos y Jason se agarró al
salpicadero mientras pasaban a toda velocidad por delante de unas casas de techo
de bálago cubierto de rosales trepadores.
—Si hubieras leído mi libro, sabrías que ya te había matado. Violentamente.
Mediante un coche bomba. Resultó muy terapéutico... y me ahorró una fortuna en
psiquiatras.
Hizo otro giro cerrado a la izquierda y se detuvo con un nuevo chirrido de
neumáticos frente a una capilla rural rodeada de prados llenos de ovejas.
Se quitó el pañuelo y la melena rubia luminosa se desparramó sobre sus
hombros. Se volvió a Jason.
—Si quieres saberlo, he pasado la noche con Alex en una comisaría de
Southbank. Estoy agotada. Alguien ha registrado a fondo el ático de Nick.
—¿Registrado? —Jason la miró con una mueca de escepticismo—. ¿Esa
definición es de la policía, o de Alex? —añadió con sarcasmo.
—De los dos, en realidad —replicó ella, gélida.
—¿Y tú cómo sabes que ha sucedido lo que dices?
Julia abrió la puerta del coche, se apeó grácilmente y lanzó una mirada furiosa
a Jason por encima de las gafas de sol blancas de Chanel que hacían juego con los
vaqueros blancos y la chaqueta de cuero.
—Estuve allí con la policía y con Alex a la una de la madrugada. Por eso lo sé,
Jason —cerró el coche de un portazo.
—Probablemente hayan sido algunos amigos suyos de los bajos fondos que
buscaban cocaína —murmuró Jason y apretó los labios. Al parecer, tenía tantos
problemas para quitarse el cinturón como los había tenido para ponérselo.
—Nunca le diste a Nick el menor crédito, ¿verdad, Jason? Dejaste que se fuera
a la tumba sin hablar con él. ¿Cómo pudiste...?
Julia se inclinó a coger un puñado de tulipanes rosa pálido del maletero.
—Ya lo entiendo —musitó Jason, ceñudo—. Me has traído hasta la tumba de
mi padre para darme un sermón sobre lo rastrero y despiadado que soy por no
haber perdonado a Nick.
El cinturón de seguridad se atascó en la puerta. Julia echó a andar por el
serpenteante camino que llevaba a la capilla.
—Cortaste todos los vínculos con él, Jason. No volviste a dirigirle la palabra
desde aquel día.
Jason consiguió desembarazarse finalmente del estorbo, se apeó y echó a andar
detrás de ella mientras se pasaba la mano por los cabellos en un vano intento de
peinárselos hacia atrás.
—Nick era un arqueólogo brillante —replicó a gritos—. Echó a perder su
carrera detrás de la heroína, la cocaína o lo que fuese... y desacreditó el apellido
familiar. Papá no lo superó nunca.
Un vicario muy inglés apareció de detrás de una lápida y miró al airado Jason
con visible desaprobación.
—Buenos días —dijo.
Jason hizo un manso gesto de saludo con la cabeza y continuó caminando
detrás de Julia.
Jadeando, llegó a su altura en un rincón apartado del cementerio, donde se
había detenido ante un gran mausoleo, muy cuidado. El vicario los observó,
suspicaz, desde el camino.
Julia se arrodilló y colocó los tulipanes en la tumba.
—¿Qué creías? —dijo con un siseo—. ¿De veras pensabas que querría
quedarme a solas contigo?
Jason le lanzó una mirada irritada.
—Vivir sola te está volviendo paranoica —masculló y la agarró del brazo—. ¡Y
quítate esas malditas gafas!
—No vivo sola. —Julia ardía de cólera—. Y no me llames paranoica. Siempre
has sido un pomposo estúpido..Mira lo que le hiciste a Nick.
Jason puso los ojos en blanco y señaló la tumba de James.
—¡Chist! Ante la tumba de mi padre, no... Y no metas a mi hermano en esto.
Julia se irguió cuanto daba su metro sesenta y poco. Echando humo, se quitó
las gafas y dejó a la vista unos ojos enrojecidos, bañados en lágrimas y con el
maquillaje corrido.
—Tu hermano, tu hermano... ¿Pero cuánto tiempo pasaste con él durante los
últimos siete años, Jason De Vere? ¿Cuánto, entre tanta fusión de empresas, tanta
plataforma digital, tanto lanzamiento de satélites?
El vicario volvió a dirigirles una mirada de desaprobación.
—Nick intentaba decirte algo. No me preguntes por qué te escogió a ti, pero así
fue. Pensaba que a vuestro padre lo asesinaron. Daba la impresión de estar metido
en algún lío.
—Esto no es uno de tus libros, Julia, maldita sea. —Jason bajó la voz
amenazadoramente—. La gente no anda por ahí matando a otros sin más.
—Lily dijo que Nick te había dejado un mensaje críptico en el contestador.
—Me llamó, eso es todo. El típico subterfugio de Nick. Sonaba como si
estuviese colocado. Ahora, por favor, dame mi nota y un poco de intimidad.
Julia le lanzó otra mirada furibunda, pero abrió su bolso blanco de piel. Sacó el
reconocible sobre de papel marrón y dijo:
—Fue enviada por correo desde Francia la noche de su muerte. Y, en realidad
—añadió—, la nota va dirigida a mí.
Jason frunció el entrecejo, le quitó el sobre de las manos y observó, perplejo, el
escudo de armas del membrete del Mont St. Michel. Lentamente, dio la vuelta al
sobre.
—Es de Mont St. Michel.
—¡Pues claro que es de Mont St. Michel! —soltó Julia—. Nick pasó el día con
Adrián.
—¡No, no estuvo con él! —declaró Jason, furioso.
—¿No estuvo? ¿Qué quieres decir? Me llamó cuando estaba a cincuenta
kilómetros de la abadía, la mañana del día que murió.
—¿A qué hora te llamó? —preguntó Jason fríamente.
—Hacia las diez... diez y media. Hora de Londres, lo cual significa que para él
eran las once y media.
—Te confundes. —Jason dio la vuelta al sobre una vez más.
—¿Ah, sí? —Julia se puso brazos en jarras y sintió que le hervía la sangre—.
Que lo sepas, Jason De Vere, no me confundo.
Buscó el móvil en el bolso. Lo abrió y buscó el historial de llamadas recibidas.
Furiosa, pasó el teléfono a Jason.
—Ahí lo tienes. En la lectura del satélite GPS de la UE. Llamada recibida desde
cincuenta y dos kilómetros de Mont St. Michel, a las diez y treinta y siete,
exactamente. Identificador de llamadas: Nicholas De Vere.
—Pues debió de cambiar de idea —concedió Jason a regañadientes—. Adrian
me dijo que lo llamó, pero que algo lo retuvo. No llegó nunca a Mont St. Michel.
—Oh, vamos, Jason. Sólo estaba a cincuenta kilómetros cuando me llamó. Iba
directamente hacia allí.
—Ya conoces a Nick. —Jason se encogió de hombros.
—Sí, claro que conozco a Nick —replicó ella—. Iba derecho a la abadía. Si no
estuvo allí, ¿de dónde sacó el sobre?
Jason observó el membrete.
—Supongo que lo llevaría en su mochila —añadió Julia con tono burlón.
—¿Qué más dijo?
—Estaba un poco... —Arrugó la frente—. No sé, estaba serio. Muy serio. Quería
información. El certificado de nacimiento de tío Lawrence, el nombre de los
miembros del consejo de administración de VOX...
—¿El consejo de administración de VOX? —Jason la miró, incrédulo—. ¡Por
Dios, Julia! Nick no ha querido saber nada de finanzas en su vida. ¿Y esta vez
quería una lista de mi consejo de administración? Tenía que estar en uno de sus
«viajes», no cabe duda.
—Está bien, como quieras. —Julia levantó las manos, dándose por vencida—.
Aquí tienes la nota. Léela tú mismo. Y quiero que me la devuelvas.
Jason le dio la espalda, extrajo la nota del sobre y la estudió durante varios
minutos.
—Escribe que le inocularon el sida —murmuró—. Dijo lo mismo en el
contestador... —Su voz se suavizó—. Mira, Julia, ya sé lo unidos que estabais —dijo
con cierto apuro, devolviéndole la nota. A continuación, sacó la fotografía.
Julia señaló a Julius De Vere.
—No reconozco a nadie, aparte de tu abuelo y del tío Xavier.
El auricular de Jason se iluminó.
—¿Sí, Purvis? —dijo. Se volvió. Su chofer apareció por el sendero, portando
una corona de flores blancas. Jason cogió la corona y la colocó en la tumba de
James—. Muy bien. Voy para allá. Di le a Macdonald que ponga en marcha el
motor. —Consultó el reloj y empezó a desandar el camino entre las lápidas—. Dile
a Levine que se asegure de llevar mi maletín. Y haz una reserva para dos en el Rose
Bar. Asegúrate de que te dan mesa. Para después de las nueve.
Colgó el teléfono y se encaminó hacia el Bentley, que estaba aparcado
directamente delante del Jaguar de Julia. El chofer abrió la puerta posterior.
Jason titubeó. Se volvió y agitó el sobre en dirección a la figura delgada vestida
de blanco que lo observaba desde lejos. Le dedicó una torpe sonrisa y murmuró:
—Gracias.
28
El Padrino
29 de diciembre de 2021
Llovía a cántaros.
Dylan Weaver estaba junto a la puerta de una tienda de congelados, a cubierto
de miradas desde la calle. Consultó el reloj, inquieto, y volvió a echar un vistazo
por la puerta acristalada de la tienda antes de aventurarse a salir a la casi desierta
High Street.
Cien metros calle arriba, aún distinguió los dos Range Rover negros que
llevaban aparcados delante de su casa desde las once de la mañana.
Se puso la capucha del anorak amarillo y se llevó a la boca lo que quedaba de
una bolsa de palomitas. Con una última mirada furtiva hacia su piso en la fábrica
de pianos reconvertida, anduvo a buen paso en dirección a la estación de metro de
Kentish Town. Tomaría la Northern Line hasta King's Cross y, desde allí, la Circle
Line a Paddington, con el tiempo justo de tomar el último expreso a Heathrow.
Con dedos sudorosos, palpó por quinta vez en la última hora el manoseado
billete de avión. Hacía una hora que los hábiles hackers de Hangzhou habían
recibido el disco duro.
El día siguiente, a mediodía, tomaría el Airbus de Virgin Atlantic a Shangai
desde la terminal 3. Al anochecer, estaría en el aeropuerto de Pudong.
29
Apocalipsis
A seguir. Weaver.
Jason arrugó el papel, cogió el disco y recorrió los suelos de mármol calentados
hasta su nueva biblioteca de caoba. Puso en marcha el ordenador portátil,
introdujo el disco, y se hundió en su sillón de cuero delante de la chimenea. Con el
whisky en la mano, estudió la pantalla.
El primer documento era una carta con la firma al pie de su padre, James De
Vere. Habría reconocido aquella caligrafía en cualquier sitio.
Suspiró. Echaba de menos a su padre. El año que precedió a su muerte, apenas
lo había visto.
Había un segundo documento, firmado con tinta verde.
Volvió atrás y leyó la carta de James De Vere a Lawrence St. Cartier. Cuando
terminó, se recostó en el asiento y mantuvo la vista fija en el fuego de la chimenea
durante varios minutos.
Luego, examinó el segundo documento.
Una solicitud de un agente biológico vivo a Fort Detrich.
Una nota con el dinero pagado a unos matones de los bajos fondos de
Amsterdam.
Luego pasó a un tercer documento.
Virus del sida vivo entregado el 4 de abril de 2017. Inyectado a las 12.07. Orden firmada
de la ejecución de Nicholas De Vere.
Lentamente, la colosal Puerta de Rubíes del salón del trono de Jehová se cerró.
Los veinticuatro Antiguos Reyes del Cielo se hicieron visibles entre la niebla
que se levantaba. Eran los veinticuatro Servidores Supremos del Paraíso,
veinticuatro de los más sabios y más poderosos entre las huestes de angélicos del
Primer Cielo, a quienes se había encomendado la custodia de los Siete Sellos de la
Sabiduría de Jehová por la fidelidad demostrada. Veinticuatro ancianos angélicos
de la mayor humildad que, habiendo demostrado su fidelidad a lo largo de un
millón de eones, habían sido encargados de la gobernación de la presente época
del fin de los tiempos de la Estirpe de los Hombres.
Juntos, los veinticuatro avanzaron majestuosamente por la nave del salón del
trono ataviados con brillantes vestimentas blancas que simbolizaban su negativa a
unirse a la rebelión de Lucifer y tocados con coronas de oro que simbolizaban su
victoria en combate con los Caídos. Las joyas engastadas en cada corona
representaban el amor, la alegría, la benevolencia, la serenidad, la fortaleza, la
humildad, la fidelidad, la perseverancia, la caballerosidad y la templanza.
Encabezándolos venía Jether el Justo, el más poderoso Antiguo Rey Angélico
del Primer Cielo.
—¡Jether el Justo! —anunció un heraldo angélico—. Servidor de los misterios
arcanos de Jehová.
El grupo se detuvo delante de los veinticuatro tronos de oro que formaban un
semicírculo a ambos lados del reluciente altar de sardónice.
Jether sostuvo en alto su cetro de oro ante la hueste de angélicos y todos
hicieron una reverencia al unísono.
Jether ocupó su trono, seguido de Zachariel, que había ocupado el trono de
Charsoc a la derecha de Jether hacía eones, y a continuación lo hicieron los
veintidós ancianos restantes.
—Gabriel el Revelador, Príncipe de los Arcángeles —proclamó un segundo
heraldo angélico—. Largo sea tu reino con sabiduría y justicia.
Gabriel cruzó las Verjas y entró en el salón del trono siguiendo
ceremoniosamente a los Antiguos Reyes. A su lado iba Miguel.
—Miguel el Valeroso, Comandante de los ejércitos del Primer Cielo —anunció
el heraldo angélico—. Largo sea tu reino con justicia y valor.
Miguel avanzó junto a Gabriel portando la Espada de Estado. Juntos,
recorrieron la nave del salón del trono hacia el Estrado de los Reyes. Sus caballeros
armados los seguían en formación, portando solemnemente los gallardetes de la
Casa Real de Jehová.
Al unísono, los hermanos se arrodillaron entre las ardientes brumas carmesíes
que se alzaban del altar de sardónice.
Un enorme temblor y un rugido atronador, acompañado del destello de
relámpagos, reverberó de las paredes del salón del trono y sacudió la cámara
entera. El más brillante y luminoso de los colores bañó la estancia. De los muros
emanó un intenso resplandor de sardónice que, casi al instante, se transformó en el
suave azul moteado de un millón de zafiros ardientes. Brillantes amatistas
irradiaban desde el inmenso arcoiris circular que descendía acompañando al trono
de Jehová.
Miguel se postró con el rostro aplastado contra el suelo de cristal, temblando.
También Jether se postró, moviendo los labios en una invocación de súplica y
adoración, mientras Jehová continuaba su descenso a través de la cúpula abierta.
Las Huestes Angélicas se postraron al tiempo que el gran rugido terrible del
Anciano de los Días llenaba la cámara.
Miles de soles y miríadas de lunas de millones y millones de galaxias se
entretejían en un tapiz vivo y pulsante del cosmos que envolvía el ser de Jehová. Y
Jehová continuó su descenso. De cada luna y planeta y de los millones de estrellas
que radiaban de la capa traslúcida de Su fulgor resonaban ondas de luz que
viajaban a través de un universo tras otro en un inexorable tsunami de sonido.
Y el Anciano de los Días seguía descendiendo.
La cegadora luz blanca de la cámara se transformó en un deslumbrante brillo
amatista, que dio paso a un esmeralda tenue y luego a un intenso zafiro,
recorriendo el espectro de la luz que se reflejaba en la capa de Jehová. Y con El
descendía también el arcoiris, que parecía extenderse de un extremo a otro del
universo.
Ante el trono de Jehová ardían siete antorchas de treinta metros de altura como
siete columnas del intenso fuego blanco de la santidad y en medio de cada
antorcha se hallaban los carbones encendidos del Espíritu de Jehová: Sus ojos.
Y el trono de Su gloria continuaba su descenso, portándolo a Él. Al acercarse, el
suelo del salón del trono se hizo como de mercurio, y luego se transformó de metal
líquido en un mar que era como de zafiro vivo, con respiración. Era transparente y
no había en él la menor imperfección. Truenos ensordecedores sacudían la cámara
y era como si los propios átomos de las paredes latieran.
Y cuando el trueno remitió, unas centellas azules impregnadas de fuego blanco
recorrieron la capa del Anciano de los Días iluminando el universo en su estela.
El rostro de Jehová quedaba oculto a la vista, velado por nubes ardientes, pero
encima de Sus ropajes, donde debería estar Su rostro, resplandecía una luz como la
de mil soles brillantes.
Jehová, Aquel ante el cual todos los cielos y galaxias huían con temor
reverencial ante Su propia majestad. Aquel cuyos cabellos eran blancos como la
nieve por efecto de la propia refulgencia de Su gloria, cuyos ojos centelleaban
como llamas de fuego vivo con el brillo de Su multitud de discernimientos y de
magnánimas compasiones, infinitamente tiernas.
Pues Su belleza era indescriptible. Sus tiernas bondades y compasiones eran
inescrutables.
Y así se presentó en el salón del trono. Como Uno. Como Trino.
Pues eran indivisibles. Y eran indisolubles.
Y cuando el trono y Quien lo ocupaba terminaron su descenso, las manos de
Jehová se hicieron visibles a través de las densas brumas luminosas de Su gloria.
En Su mano derecha sostenía un enorme rollo de pergamino que emitía una
ardiente luz blanca.
Gabriel observó el pergamino con asombro.
—Es el rollo del Arca de la Estirpe de los Hombres —susurró, contemplando la
escritura dorada, reluciente y viva, que cubría las dos caras del pergamino.
La antigua caligrafía angélica emitía rayos de luz pulsantes y pasaba del hebreo
al griego, al árabe y, después, a diez mil idiomas más, tanto de los antiguos
angélicos como de la Estirpe de los Hombres. El rollo estaba cerrado en la parte
frontal con siete grandes sellos de oro fino, cada uno de los cuales tenía en su
centro un enorme diamante sin tallar.
Excepto el Primer Sello. El Primer Sello no tenía diamante. En su lugar había
una piedra de sardónice.
Miguel se incorporó del suelo de cristal, sin dejar de temblar, y se volvió a
Gabriel.
—Son los Títulos de Propiedad de la Tierra.
—Y las Crónicas del universo entero —asintió Gabriel—. Jehová tiene en Su
mano el único registro de las Crónicas de la Estirpe de los Hombres: su pasado, su
presente y todo lo que ha de llegar. La consumación de toda la historia. Los Títulos
de Propiedad han permanecido en el Arca. El Rollo de los Siete Sellos ha estado
escondido debajo de los doce grandes Códices del Arca, en lo más profundo de los
Laberintos Occidentales de las Siete Agujas, durante más de dos mil años.
Alzó la mirada al trono con adoración.
—Desde el Gran Sacrificio del Cordero —murmuró Miguel.
Gabriel asintió:
—Esperando al final de los tiempos, cuando será abierto. Si ninguno entre la
Estirpe de los Hombres es digno de reclamar los Títulos de Propiedad, se perderá
el derecho y el reinado de Lucifer no tendrá fin jamás.
Miguel dio un paso adelante. Sus ojos verde esmeralda ardían de rectitud. Alzó
al cielo la Espada de Estado y exclamó:
—¿Quién entre la Estirpe de los Hombres es digno de abrir el libro y desatar
sus Sellos?
—¿Quién es digno? —repitieron los heraldos angélicos.
Jether y los ancianos continuaron postrados.
—Nosotros no hemos nacido de la Estirpe de los Hombres. No somos dignos
—proclamaron.
—¿Quién es digno de abrir el rollo? —preguntaron los heraldos angélicos por
segunda vez, dirigiéndose en esta ocasión a las huestes angélicas, presentes en un
número de diez veces diez mil.
—Nosotros no hemos nacido de la Estirpe de los Hombres. No somos dignos.
—Resonó en el salón del trono la respuesta al unísono de la Hueste Angélica.
—¿Quién entre la Estirpe de los Hombres es digno de abrir el libro y desatar
sus Sellos? —preguntaron los heraldos angeli cos por tercera vez, en esta ocasión a
los millones de la Estirpe de los Hombres congregados en el salón del trono, tanto
de los fieles difuntos como de aquellos que habían aceptado el terrible sacrificio del
Gólgota en eones pasados.
Jether alzó la cabeza y vio a Adán, a Juan el Bautista, a Moisés y a Elías.
Finalmente, Juan el Bautista se adelantó, con un fulgor en la mirada, y se postró
en el suelo.
—Yo he nacido en la Estirpe de los Hombres. No soy digno —murmuró y unas
lágrimas surcaron su rostro.
Adán se postró a su lado.
—Yo he nacido en la Estirpe de los Hombres. No soy digno.
Miles, millones de fieles difuntos se postraron a lo largo y ancho del salón del
trono, proclamando:
—No soy digno... No soy digno.
Jether vio postrarse al rey A retas de Petra y a su hija, la princesa Jotapa, y
reparó en las lágrimas que le corrían por las mejillas.
—No soy digno —murmuró el noble rey.
—No soy digna —sollozó Jotapa.
—Jether el Justo —dijo Gabriel—, lee cuáles serán las consecuencias, según la
Ley Eterna, si el Sello se queda sin abrir.
Jether se puso en pie.
—Si no se abre el Sello, el reino de Lucifer queda permanentemente sellado en
la tierra. Adviene su reino. Por siempre más. La Caída. La Maldición. La calamidad
completa que ha fraguado en el mundo de la Estirpe de los Hombres, su marca de
dolor y sufrimiento en todo ser vivo, se impondrá para siempre en la tierra. No
habrá redención posible de su reino. Si el Sello no es abierto, Lucifer reinará
eternamente como soberano de la Estirpe de los Hombres.
»Pero si se encuentra a uno entre la Estirpe de los Hombres que sea digno
—continuó Jether tras una pausa—, la tierra será arrebatada finalmente a Lucifer y
a los Caídos y a los hombres que han usurpado la propiedad de Dios.
Miguel avanzó un paso y levantó los brazos hacia el trono y el rostro hacia la
cúpula.
—¿Quién es tan eminente en posición y poder como para estar autorizado, para
ser digno de abrir el libro y, por lo tanto, de romper los Sellos? ¿Quién entre la
Estirpe de los Hombres está en condiciones de arrebatar el planeta Tierra a Lucifer,
el usurpador?
El valeroso Miguel miró en torno a sí, con fuego en los ojos.
—¿A quién se considera digno de llevar a cabo el derrocamiento del intruso, de
deshacerse para siempre de Lucifer y sus legiones de Caídos? ¿Quién tiene la
autoridad para abrir el Libro de los Siete Sellos?
—Sólo uno —susurró una voz.
Y el Cielo casi quedó en silencio.
Y Juan, el Revelador, se levantó con el rostro bañado en lágrimas.
—Sólo existe uno —susurró de nuevo entre sollozos entrecortados. Y alzó la
vista y miró con absoluta adoración hacia el trono a la derecha de Jehová. Luego,
cayó postrado como un muerto.
Gabriel contempló la escena, paralizado.
—Juan estaba aquí... —murmuró—. El apóstol bien amado de Cristo...
Jether se acercó al altar.
—No llores —dijo a Juan. Le impuso las manos en la cabeza y luego las alzó
hacia el trono con los ojos cerrados en éxtasis—. No llores —repitió—, porque el
León de la tribu de Judá, la raíz de David, ha vencido para abrir el libro y desatar
sus Siete Sellos.
Y de pronto, detrás de las columnas de fuego blanco de treinta metros de alto y
en medio del trono y de los cuatro seres vivientes y en medio de los ancianos,
apareció un Cordero como inmolado que tenía siete cuernos y siete ojos.
Gabriel se postró de rodillas, temblando de pies a cabeza.
—Tú eres digno de abrir el libro y de desatar los Siete Sellos —dijo, repitiendo
las palabras de Jether.
Contempló con arrobo la imagen del Cordero de pie, como inmolado, con sus
siete cuernos y sus siete ojos, que eran los siete Espíritus de Dios enviados por toda
la tierra.
—El León que es de la tribu de Judá, la raíz de David, ha vencido para abrir el
libro y desatar sus Siete Sellos —dijo, repitiendo las palabras de Jether.
Y el Cordero se transformó en Cristo. Gabriel contempló con arrobo los ojos
que centelleaban como llamas de fuego y admiró el rostro poderoso, imperial, del
Cordero sacrificado, Jesucristo.
Cristo, con el rostro bañado en lágrimas, se acercó a Jehová y tomó el libro de
su mano derecha.
Los cuatro seres vivientes que estaban delante del trono y los veinticuatro
ancianos angélicos se postraron ante Cristo. Las lágrimas corrían por las mejillas
coriáceas de Jether.
—Digno eres de tomar el libro y abrir sus Sellos —proclamaron los veinticuatro
ancianos al unísono.
Gabriel observó a Zachariel. La mirada de Zachariel estaba fija en Cristo, sus
ojos ardían de adoración y su voz resonaba en el salón del trono, a coro con la de
sus veintitrés compatriotas.
—Porque tú fuiste inmolado y con tu sangre has redimido para Dios a los
hombres de todo linaje, lengua, pueblo y nación, y les has hecho para estar con
nuestro Dios un reino y sacerdotes, y reinarán sobre la tierra.
Un rugido estentóreo, atronador, surgió de las diez mil veces diez mil
gargantas de las huestes angélicas.
—El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la
sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza.
Y el sonido de muchas voces resonó desde el mundo de la Estirpe de los
Hombres. Cristo levantó las llaves del infierno y de la muerte o las llaves de los
Títulos de Propiedad de la Estirpe de los Hombres.
Gabriel lo observó, tembloroso.
Jether esperó.
Los veinticuatro ancianos esperaron.
Diez mil veces diez mil de las huestes angélicas esperaron.
Jehová esperó.
Cristo miró al rostro a Jehová. Imperial. Con los ojos encendidos.
Y el Rey de reyes del universo y de la Estirpe de los Hombres rompió el Primer
Sello.
Lucifer se hallaba en el borde mismo del acantilado cortado a pico del Mont St.
Michel, con sus seis alas seráficas desplegadas y las manos levantadas hacia los
cielos crepusculares de Normandía.
—Vi que el Cordero abría el primero de los Siete Sellos —susurró, mientras sus
largos cabellos negros azotaban sus facciones cubiertas de cicatrices—. Y oí a uno
de los cuatro seres vivientes decir con una voz como de trueno: «¡Ven!»Lucifer
contempló la imagen del Jinete Blanco, ahora claramente visible sobre la abadía de
Mont St. Michel. Se quedó quieto un momento, con el rostro en éxtasis encarado
hacia las fieras galernas del Atlántico.
—Miré... —la voz de Lucifer se alzó más poderosa—, y ante mí vi un caballo
blanco. El que lo montaba tenía un arco y le había sido dada una corona, y
cabalgaba como un conquistador dispuesto a la conquista.
Se volvió. Adrian se arrodilló delante de él y la luz de la luna bañó su rostro,
realzando la belleza de sus facciones, ya admirables.
—El Primer Sello ha sido abierto —susurró Adrian—. Empieza mi reinado
como Hijo de la Perdición...
Lucifer impuso las dos manos sobre la cabeza de Adrian.
—Siete años hasta nuestra victoria en Armagedón. ¡Siete años y este planeta
será mío por toda la eternidad!
Un elixir espeso, oscuro, de la consistencia del alquitrán, fluyó de las manos de
Lucifer a la sien de Adrian.
—Pues tanto quise al mundo... —clamó Lucifer con un fuego desquiciado en
los ojos—... que envié a mi único hijo bien amado. Que quien tome la Marca y lo
siga... perecerá y perderá la vida eterna.
Se volvió hacia el agitado mar y proclamó.
—¡Pues mío es el Reino, el Poder y la Gloria...!
Levantó la vista a la estatua del arcángel Miguel que remataba la aguja de la
iglesia ciento setenta metros por encima de él y esbozó una inicua sonrisa de
triunfo.
—Por los siglos de los siglos... Amén.
JUNIO DE 2025
32
Los jinetes del Apocalipsis
El Cairo
Lawrence St. Cartier estaba sentado a la puerta de un sucio y atestado café, uno
de esos locales que en la ciudad se conocían como ahwa, ante una deteriorada mesa
de latón, absorto en la lectura de un manoseado periódico, la edición de hacía
nueve días de la Islington Gazette. Era un pobre sustitutivo del Telegraph, pero, dado
el cataclismo socioeconómico que sacudía Egipto, se daba por satisfecho. Aquella
mañana, en el quiosco, la única prensa internacional era la Gazette , el Kashmir
Observer y el Obrero Socialista.
—¡Lawrence! ¡Lawrence!
El anciano alzó los ojos en dirección al mostrador de bebidas y frunció el
entrecejo al ver a Wasim, quien gesticulaba frenéticamente, indicando primero una
taza de café turco y luego un vaso de té a la menta.
Lawrence señaló el café y asintió con vehemencia.
Wasim esbozó una radiante sonrisa, se abrió camino entre la gente que miraba
la televisión, dejando atrás braseros con carbones al rojo y pipas de agua. Salió a la
acera y se acercó a la mesa de Lawrence. Eran las dos de la madrugada y, a pesar
de las colas para recibir comida y los disturbios sociales, El Cairo estaba de lo más
animado. Allí no había llegado la ley marcial... todavía.
Wasim dejó el café turco en la mesa, delante de Lawrence.
—¿Café yemení? —preguntó Lawrence, arqueando las cejas y Wasim asintió
vigorosamente.
Lawrence sonrió. En medio de toda la devastación, encontrar café yemení en El
Cairo era como encontrar oro negro. Sorbió con delicadeza el líquido oscuro y
humeante.
—Ah —exclamó, cerrando los ojos y disfrutando de aquella intensa experiencia
cultural—. Aromas del Imperio otomano.
Wasim lo observaba, fascinado.
En la mesa de atrás se produjo un repentino estallido de júbilo.
Lawrence se volvió y levantó el pulgar en gesto de victoria al excitado ganador
que tenía detrás. Se pusieron a gritar de nuevo y Lawrence esbozó una radiante
sonrisa.
—Un backgammon —ordenó y Wasim le dejó el tablero delante y sacó las
fichas y los dados de una bolsita de algodón. Lawrence dio un largo sorbo al café y
le hizo una seña a Wasim para que lanzara los dados.
Lawrence hizo lo propio pero, de repente, se detuvo. Se quedó paralizado.
Luego, lentamente, se puso en pie y dirigió la mirada más allá de los escasos
conductores temerarios que circulaban gracias a la gasolina del mercado negro.
Elevó la vista al bosque de antenas de televisión y hacia el tejado de su
apartamento, en el desvaído esplendor del centro de la ciudad.
Enrolló el periódico y se abrió pasó entre la multitud, los coches aparcados, las
motocicletas y los carros de caballos. Wasim corrió tras él.
—¡Malik Lawrence! ¡Malik! —gritó Wasim, jadeante.
Lawrence dobló a la derecha en una señal que decía «obedezca las normas de
tráfico» y luego cruzó cuatro carriles de tráfico caótico. Una carreta tirada por un
asno estuvo a punto de atropellado. Se detuvo, atrapado entre los carriles sin
señalizar, sacudiendo la cabeza a los conductores que tocaban el claxon. Después,
terminó de cruzar a la carrera y desapareció entre la multitud.
Jason salió de la furgoneta militar y dio las gracias al temente, en voz alta, y a
Adrian, en silencio, por haberle conseguido un pase especial. Aunque el «Pacto de
Londres» se había firmado seis meses antes, los toques de queda en el Reino
Unido, que se habían decretado en 2023, todavía estaban en vigor. Eran las nueve y
cinco de la noche y las calles de Belgravia estaban desiertas. Se dirigió a la puerta
principal y encontró a Maxim esperándolo en el porche iluminado.
—Señorito Jason —dijo Maxim restregándose las manos de nerviosismo—.
¿Cómo está la señora Lilian?
—Está estable —respondió Jason en voz baja al tiempo que entraba en el
vestíbulo—. En cuidados intensivos, pero estable.
Se aflojó la corbata y se arremangó las mangas de la camisa.
—A la hora del almuerzo ha llamado el señorito Adrian desde Babilonia
—explicó Maxim.
—He hablado con él desde el hospital —replicó Jason, consultando el reloj—.
Debe de estar a punto de aterrizar. Mi madre es muy fuerte, han dicho los médicos
que saldrá adelante.
—Fuerte como un roble —dijo Maxim, sacándose un pañuelo del bolsillo
superior de la chaqueta. Se enjugó las lágrimas y se sonó la nariz ruidosamente.
—Mi madre está algo confundida —explicó Jason, abriendo las puertas de la
sala—. Alucina. No deja de decir que le quitaron a su hijo. —Miró al mayordomo,
que había palidecido de repente—. Maxim... —titubeó.
Jason calló unos instantes y observó detenidamente a Maxim.
—Después de la muerte de Nick, Weaver, un amigo suyo de la infancia, me
mandó un disco con información. Nick se lo había enviado por correo electrónico
antes de morir. Era una copia de una carta de mi padre y otros documentos, que he
enviado a St. Cartier para que los guarde en un sitio seguro.
»Tú conocías a mi padre, lo conocías bien. Yo era demasiado joven y no me
fijaba en nada, ni me importaba. ¿Hay alguna prueba de que mi padre estuviera
implicado en algo... algo clandestino?
Maxim le sostuvo la mirada a Jason un largo instante y, finalmente, habló.
—Tuve conocimiento de que el señor James era miembro desde antiguo de una
sociedad secreta de la elite, señorito Jason. Una vez presencié sin querer una pelea
entre el señor James y la señora Lilian. Lamentablemente, oí más de lo que hubiese
sido conveniente.
—¿Y?
—Era sobre su abuelo, Julius De Vere.
—¿Julius? Vivía retirado.
—El padre era diferente del hijo —dijo Maxim entre susurros—. Había cosas
que el señor James tenía que hacer aunque pensara que violaban su código moral y
se despreciara a sí mismo por participar en ellas. Las hizo para asegurarse de que
los hijos no sufrirían ningún daño y estarían fuera del alcance de sus garras. Esto es
todo lo que sé.
—Gracias, Maxim —dijo Jason y se detuvo en el vestíbulo, sumido en
profundos pensamientos. Aquélla no era la respuesta que deseaba oír.
—Maxim, ¿sabes algo de esa cita que mi madre tenía en Wimpole Street?
—Fue de visita a Wimpole Street hace dos días, señorito Jason. Imaginé que se
trataba de un médico.
—Eso lo explicaría —dijo Jason, frunciendo el entrecejo.
—Lo único que sé es que ayer por la mañana tomó un taxi. No quiso que la
acompañara el chofer. Dijo que era un asunto privado. Tendría que habérselo
dicho a usted.
—Has obrado bien. Ahora descansa. Yo me quedaré despierto por si llaman del
hospital.
—Tiene el whisky ya servido en el aparador. —Maxim hizo una leve
reverencia.
—Una última cosa, Maxim. Mamá estaba muy desorientada. Mencionó que
había llegado un documento... —Hizo una pausa—. Un documento de mi padre.
—¿Del señor James? —Maxim frunció el entrecejo—. Pero si el señor James está
muerto.
—Sí, Maxim, eso ya lo sabemos —replicó Jason, asintiendo con gesto paciente.
—El martes llegó un paquete vía Fedex dirigido a la señora. Ella firmó el
comprobante de recepción y esa noche no quiso cenar.
—Muchas gracias, Maxim.
El mayordomo se retiró con una reverencia y cerró las puertas de caoba maciza
de la sala.
Jason se acercó al aparador de la bebida, encendió una lámpara de pie y cogió
el whisky que Maxim le había preparado. Miró en silencio hacia la gran ventana en
arco que daba al cielo nocturno y encendió el televisor con un mando a distancia.
Pasó de la cadena SKY a la CNN y después a la VOX de Estados Unidos. Las
habituales imágenes de saqueos y soldados patrullando las calles de Nueva York
bajo el toque de queda. Vio las colas de reparto de comida en Los Ángeles y
suspiró. Estados Unidos había caído en la anarquía. Era un país irreconocible. En
realidad, aquel mismo mes había sido dividido en treinta y tres regiones. El
gobierno de cada región sería autónomo.
Gracias a Dios que había trasladado el cuartel general de la VOX a Babilonia
cuando lo había hecho, siguiendo el consejo de Adrián.
El reloj de pared dio las dos de la madrugada y cambió a la cadena de noticias
de la BBC. Se sentó en el sofá y allí, en la penumbra, vio aparecer la cara de Adrián
en la pantalla.
—Adrian De Vere, presidente del superestado europeo, terminó la Cumbre
Mundial de hoy revelando un plan de rescate de cincuenta billones de dólares
—Apagó el televisor con el mando y puso en marcha el reproductor de vídeo. En la
pantalla aparecieron fotos de Adrian, Nick y él cuando eran niños. Se recostó en el
sofá y suspiró. Apoyó los pies en la mesilla de café y vio a una joven Lilian que
llevaba en brazos a Nick mientras éste soplaba tres velas de un enorme pastel de
cumpleaños. Jason y Adrian estaban detrás, con chaqueta y corbata.
Jason se acordó de la fiesta que organizaron cuando él cumplió diecisiete años.
Lo celebraron en la mansión de los De Vere en Narangesseret. Nick había corrido
de un lado a otro con una cámara tomando fotos de Jason, Adrian y cualquier cosa
que se moviera.
—Nick... —suspiró Jason. Habían pasado tres años desde la muerte de su
hermano y todavía deseaba todos los días haber tenido la oportunidad de
enderezar las cosas. Miró el teléfono. Un mensaje de texto de la tía Rosemary.
Adrián acababa de llegar al hospital. Lilian dormía. Estaba estable—. Mamá...
—suspiró de nuevo.
Se volvió para mirar la pintura original de Annigoni que colgaba encima del
escritorio de Lilian, se levantó y, con cuidado, la quitó de la pared.
Debajo del cuadro, había una pequeña caja de seguridad. Miró la foto en blanco
y negro de su padre y tecleó una combinación.
La puerta de la caja se abrió y Jason sacó de su interior un pliego abultado de
documentos viejos. Los examinó con cuidado.
El certificado de boda de James y Lilian. La partida de defunción de James. La
partida de defunción de Nick. Hizo una pausa. Copias del certificado de boda de
Julia y él, y la partida de nacimiento de Lily.
Se preguntó por qué demonios guardaría su madre todos aquellos papeles y se
encogió de hombros.
Luego, en el fondo de la caja, donde Lilian había dicho que estaría, estaba el
delgado expediente negro con la insignia privada de James De Vere estampada
delante.
Jason lo sacó y lo dejó en el escritorio de Lilian. Luego, metió el resto de los
documentos en la caja y la cerró con la combinación.
Se sirvió un segundo whisky, se recostó en el sofá y abrió el expediente,
examinando las primeras hojas.
Tres comprobantes de ingresos bancarios... Números de cuentas corrientes. Sin
nombres. Nada más, salvo un abultado sobre azul de papel de tela de aspecto
inocuo. Observó el membrete y frunció el entrecejo. ¿La isla de Arran, en Escocia?
Abrió el sobre. En el interior había un pliego de papel barato como el que podía
comprarse en cualquier papelería de Inglaterra.
Estudió las diez páginas grapadas de temblorosa caligrafía negra y llegó hasta
la última. Leyó la firma:
2017
Casa de Retiro Gables
Isla de Arran, Escocia
30 de diciembre de 2017
A James De Vere
Por favor, no tomes por divagaciones seniles de un anciano como yo lo que me dispongo
a revelarte. Cuando te escribo esto, voy camino de los noventa y siete años y mi tiempo en
esta tierra se ha completado. Ahora ya no pueden hacerme daño.
No soy un hombre religioso. Mi Dios ha sido el Dios de la Ciencia.
Pero, antes de reunirme con mi Creador, considero esencial despojarme del gran peso de
conciencia que he llevado encima durante más de tres décadas.
Mis abogados han guardado las pruebas de estos incidentes durante décadas, pero
recibieron enormes cantidades de dinero para extraviarlas. Lo que tienes ahora en tus
manos es la única prueba tangible de que todos estos hechos que me dispongo a revelarte
han tenido lugar.
2025
Mansión De Vere
Beigrave Square, Londres
2017
Casa de Retiro Gables
Isla de Arran, Escocia
2025
Mansión De Vere
Beigrave Square, Londres
Aveline...
Jason buscó un paquete de cigarrillos en el cajón del escritorio de Lilian. Ella no
fumaba, pero Jason sabía que todavía guardaba un paquete de la marca favorita de
James, aun años después de su muerte. Allí estaba, tal como había supuesto.
Aveline...
El nombre resonó como una campana. Sacó un cigarrillo del paquete. Julia
siempre había censurado que fumase. C'est la vie.
Con el mechero de James, encendió el cigarrillo.
Claro, Aveline era el nombre escrito en la fotografía que su padre había
mandado a Nick.
Jason consultó el reloj, descolgó el teléfono y marcó.
2025
Hospital de St. Bernadette
Hyde Park Corner
Adrián se inclinó sobre Lilian, que tenía puesta la mascarilla de oxígeno. En aquel
momento, sonó su móvil.
—Sí, Jason —dijo mientras sonreía a Lilian—. Tranquilízate, mamá está bien.
Está estable. He mandado a Rosemary a que descanse un poco. Sí, claro que me
quedaré con ella hasta que despierte. Te haré saber cuando se produzca algún
cambio. Adiós.
2025
Mansión De Vere
Beigrave Square, Londres
2017
Casa de Retiro
Gables Isla de Arran, Escocia
Nunca había visto un material genético semejante. Ni siquiera en mis experimentos con
ADN extraterrestre. El genoma no era de materia humana, de eso no me cupo duda. Su
composición genética no se parecía a nada que hubiera visto jamás.
Recuerdo bien ese día. El día que vino al piso de Marazion. Vestía la sotana negra de un
jesuita.
Nunca supe su nombre.
Pero nunca olvidaré su rostro...
36
La Sala de las Pesadillas
1981
Puerta norte del asilo Marazion,
Cornualles, Inglaterra
La lluvia caía con fuerza sobre el elegante Rolls Royce Phantom Two negro de
coleccionista mientras pasaba con un petardeo las antiguas y enormes verjas de
hierro del asilo. El coche tomó por una estrecha calleja empedrada y sus faros
cegadores iluminaron los muros imponentes y desnudos de la mansión neogótica
que se alzaba junto a una gran mina de cobre abandonada.
El destello cegador de un relámpago iluminó los cielos mientras el Rolls Royce
se detenía bajo la austera mirada de los monstruosos grifos de piedra apostados en
las torretas a ambos lados de la entrada norte.
Dos guardaespaldas bien afeitados y vestidos con uniforme militar se apearon
del coche. Uno abrió la puerta del Rolls Royce y el segundo se apostó junto a ella
en posición de firmes.
Dos pies calzados con unos zapatos negros de edición limitada de Tanino
Crisci pisaron la grava, seguidos de un bastón de plata que empuñaba una mano
enguantada. Una figura alta, con sotana, salió del coche y recorrió a pie el corto
sendero hasta la entrada. Sus facciones quedaban ocultas bajo el ala circular de su
capelo romano.
Hizo una pausa para observar, más allá de los grifos de aspecto amenazador,
los negros cielos de Cornualles que se cernían sobre él y la miríada de extraños
objetos esféricos centelleantes que surcaba el firmamento a la velocidad del rayo y
luego desaparecía.
Lorcan de Molay esbozó una sonrisa de aprobación. Se alisó la sotana negra de
la orden jesuita y se ajustó el crucifijo que pendía de un cordón en torno al cuello.
Aquélla era la morada de sus Esclavos Oscuros de la Estirpe de los Hombres,
que gestionaban el más de un millar de extensas ciudades subterráneas de la
Hermandad, y el hogar de los Caídos. Hizo un gesto de asentimiento a uno de los
guardaespaldas, quien llamó a la enorme puerta de madera con unos sonoros
golpes.
El lienzo de madera se abrió lentamente, dejando a la vista otra puerta, ésta de
acero de un palmo de grosor. La puerta se abrió y De Molay entró en el imponente
vestíbulo, donde diez soldados en perfecto orden de batalla lo recibieron en
posición de firmes.
De Molay saludó con un gesto de cabeza al oficial serbio que los mandaba.
—Coronel Vaclav...
Vaclav saludó, temblando visiblemente. De Molay se quitó el capelo y saludó a
un ruso alto, de cara chata.
—General Vlad...
Sonó una sirena ensordecedora. Vlad saludó con aire nervioso mientras en el
otro extremo del vestíbulo se abrían dos gruesas puertas de acero. De Molay se
quitó los guantes negros de piel de cabritilla mientras Moloch y siete más de los
Caídos avanzaban pesadamente hacia él.
Moloch se irguió sobre el aterrorizado general Vlad con una mirada maliciosa.
Sus cabellos largos, negros y correosos, enmascaraban sus facciones escabrosas y
contraídas. Agarró a Vlad por el cuello con una mano monstruosa y lo levantó dos
palmos del suelo. De Molay alzó la mano y Moloch torció el gesto, al tiempo que
dejaba caer inmediatamente al ruso, medio asfixiado.
—Me fastidiáis la diversion, Amo —refunfuñó Moloch con una voz que era
una mezcla de oscuros desacuerdos.
—Ya tendrás diversión más adelante. ¿Dónde está el Mestizo? —preguntó De
Molay.
—El Mestizo os espera, mi Señor —anunció Moloch con voz ronca.
Una mujer de aire alemán, corpulenta y de facciones gruesas, apareció detrás
de él enfundada en un mono negro.
—Fraulein Meeling —la saludó De Molay sucintamente—, de su comunicado se
colegía que la transferencia nuclear había tenido éxito...
La mujer le devolvió el saludo y lo miró con expresión aterrada.
—Jawohl, Su Reverencia. El profesor MacKenzie lo ha conseguido.
De Molay asintió y Meeling abrió la marcha por el amplísimo corredor y dobló
a la derecha en el punto en que un destacamento de soldados de uniforme negro
con la boina de color arena y la insignia del SAS protegía la boca de una enorme
caverna que era la entrada a un extenso complejo subterráneo.
Los soldados saludaron al unísono a De Molay cuando dobló la esquina. El
grupo abordó un gran ferrobús plateado y se ajustó los correajes de seguridad. El
ferrobús se puso en marcha y aceleró bruscamente a Mach 2, viajando por el túnel
a diez kilómetros de profundidad bajo la superficie de la espectacular campiña de
Cornualles, por debajo del Atlántico, hacia su destino final en Reykjavik, Islandia.
Noventa minutos después, el ferrobús se detenía ante una puerta de acero que
daba paso a una extensa ciudad subterránea.
Meeling dirigió al grupo entre los centinelas militares de la OTAN hasta un
ascensor. Cuando el ascensorista lo puso en marcha, cientos de cristales emitieron
una luz púrpura azulada y el aparato se lanzó hacia abajo a toda velocidad,
dejando atrás los niveles dos y tres y continuó el descenso más allá de los niveles
cuatro y cinco. Al llegar al nivel seis, se detuvo bruscamente.
Lorcan de Molay y fraulein Meeling salieron del ascensor y avanzaron a través
de un segundo campo de energía. A su paso, varios Nefilim armados —híbridos
genéticos, en parte humanos y en parte angélicos— apartaron su rostro de él. De
Molay se detuvo ante una gran pantalla pulsante en la que se leía nivel seis —salas
de genética, humana-no humana, en inglés, islandés y un idioma de símbolos de
los angélicos caídos.
De Molay cruzó la entrada de no humana a través de otra puerta de acero y
accedió al vestíbulo del nivel seis.
Un millar de gritos desquiciados que helaban la sangre resonaban en el
laberinto de serpenteantes pasadizos góticos.
—La Sala de las Pesadillas —murmuró—. Los Gemelos se han superado a sí
mismos, ¿no le parece, fraulein Meeling?
A ambos lados de los pasadizos de la Sala de las Pesadillas se abrían cientos de
celdas con ventanucos enrejados. Los internos soltaron chillidos de espanto
mientras De Molay pasaba ante humanos con múltiples extremidades y criaturas
humanoides con aspecto de murciélago de más de dos metros de altura. En una
celda de gran tamaño, los internos eran enanos y niños con las extremidades
amputadas y unos ojos azul claro de mirada extraña.
—Nosotros hemos terminado el trabajo que empezó nuestro héroe médico,
Josef Mengele, el Ángel de la Muerte, Su Reverencia —susurró Meeling con un
tono de respetuoso temor en la voz.
El grupo se detuvo ante una puerta en cuyo letrero se leía «psicocirugía –
acceso restringido».
La mujer introdujo una tarjeta en el escáner y esperó mientras se abría la
puerta. Tan pronto pudo, se coló por el hueco y se encaminó directamente a una
segunda puerta doble, de gran tamaño y de aspecto institucional, situada en el otro
extremo del laboratorio de investigación y vigilada por varios Nefilim de tres
metros de altura.
La segunda puerta doble de acero daba paso a otro laboratorio, más pequeño.
En los paneles de cristal se leía «departamento de genética» en grandes letras
negras.
Fraulein Meeling hizo una reverencia y dio media vuelta en redondo, dejando a
De Molay a solas con el hombre que, absolutamente concentrado, trabajaba en el
equipo de clonación de última generación.
De Molay sonrió por lo bajo.
—¿Nuestro «trabajo especial» ha tenido éxito? —preguntó.
El profesor Hamish MacKenzie se volvió y De Molay lo observó con un ligero
desagrado. MacKenzie llevaba una vieja chaqueta de lana, abombada por el uso y
mal abrochada, y los pantalones gastados hacían bolsas en las rodillas. En la
camisa tenía manchas de huevo del día anterior. Se pasó los dedos de venas
hinchadas por los ralos cabellos blancos y un extraño alborozo iluminó sus ojos, de
un color azul desvaído.
—Un éxito superior a todo lo imaginable, Su Reverencia —murmuró. Luego,
eufórico, sin advertir el desagrado que provocaba en De Molay, MacKenzie
continuó—: Hace ciento veinte días, exactamente, inserté el genoma de materia no
humana en un óvulo no fecundado al que había extraído los genes.
De Molay apartó la mirada del desaseado MacKenzie y la paseó por el
modernísimo laboratorio, lleno de centrifugadoras, termocicladores, aparatos de
placas de imagen de fósforo, cilindros de clonación, cámaras de hibridación y todo
lo necesario.
MacKenzie se encaminó hacia una segunda puerta, ésta sin rótulo, y se colocó
frente a una pequeña máquina de acero que, al instante, emitió un láser púrpura
directamente a su iris. La puerta se abrió.
De Molay cruzó detrás de MacKenzie un laboratorio más pequeño, impoluto,
que daba paso a una cámara con una cúpula de cristal de unos siete metros de alto.
Cuando De Molay entró, el laboratorio se sumió en la oscuridad. La única luz
emanaba de la solitaria cámara incubadora acristalada, cubierta de un velo de
muselina.
MacKenzie apartó el velo del prototipo de útero artificial.
El feto de cuatro meses estaba suspendido en un saco translúcido lleno de
fluidos. Dormía tan plácidamente como si estuviera en el útero materno y su
corazón latía visiblemente.
—El óvulo fecundado crece y se desarrolla —dijo MacKenzie con aquel brillo
de júbilo en la mirada—. Con el código genético del donante, solamente. De
materia no humana y, sin embargo...
—...Y, sin embargo, se desarrolla como un humano. —De Molay terminó la
frase en un murmullo. Se acercó un paso más a la incubadora, como atraído por
una fuerza magnética. El corazón del feto empezó a latir con más rapidez.
MacKenzie contempló el feto, perplejo. Las lecturas de los monitores estaban
subiendo sin control. Tembloroso, las comprobó. El corazón del feto latía ahora a
trescientas pulsaciones por minuto.
De Molay posó la mano en la cúpula de cristal. MacKenzie observó con espanto
que el ritmo cardíaco subía a 340... 360... 400. Una brillante luz púrpura emitía
pulsaciones en la cavidad torácica del feto. MacKenzie fue arrojado al suelo,
cegado temporalmente, y se llevó las manos a los oídos entre gritos a causa del
dolor insoportable que atenazaba hasta la última célula de su cuerpo.
Lorcan de Molay acarició la cúpula de cristal y el feto abrió los ojos. De Molay
contempló, hipnotizado, la resplandeciente mirada violeta del feto.
MacKenzie levantó la vista en el preciso instante en que aquellos ojos emitían
una violenta corriente eléctrica que atravesó la cúpula de cristal de la incubadora y
alcanzó el techo del laboratorio.
—Mi hijo único bien amado... —murmuró De Molay Luego, bruscamente,
retiró la mano.
2017
Casa de Retiro Gables
Isla de Arran, Escocia
1981
El laboratorio
Reykjavik, Islandia
2025
Mansión De Vere
Beigrave Square, Londres
Allí estaba el nombre otra vez. «Aveline.»Jason tomó un trago de whisky y volvió
la página.
1981
El laboratorio
Reykjavik, Islandia
2025
Mansión De Vere
Beigrave Square, Londres
Hoy, tantos años después, me avergüenzo de mi codicia. Sin embargo, era un hombre muy
ambicioso y el dinero financiaba mi fundación durante el resto de mi vida y mucho más.
Treinta segundos después de que concluyera con éxito el parto del clon, unos agentes de
seguridad me condujeron al aeropuerto de Stansted, en Londres. Desde allí, un reactor sin
distintivos me trasladó de vuelta al área 51.
Al día siguiente, un incendio misterioso devoró el piso franco de Reykjavik. El
laboratorio islandés y años de documentos sobre investigaciones quedaron destruidos. Todo
mi personal pereció en el incendio.
Cinco días más tarde, los primeros diez millones fueron transferidos a mi cuenta.
Jason consultó los papeles con los números de la cuenta bancaria. Allí constaba,
negro sobre blanco. Una transferencia de diez millones de dólares el 26 de
diciembre de 1981. Se encogió de hombros. Todavía no lo entendía. ¿Qué tenía que
ver aquello con nada y, especialmente, con su padre?
... y, sin que el mundo lo supiera, a las dos de la tarde del 21 de diciembre de 1981, nació el
primer clon genético nuclear del mundo.
Yo me retiré de mis trabajos clandestinos dos meses después y me instalé en Escocia,
donde establecí mi centro de investigación en Edimburgo.
37
Una muerte en la familia
2025
Hospital de St. Bernadette
Hyde Park Corner
2025
Mansión De Vere
Beigrave Square, Londres
Jason cruzó la cocina con la carta en la mano. La dejó sobre la mesa, cogió una
cafetera de filtro de la alacena y un paquete del café colombiano favorito de Lilian
y enchufó el calentador eléctrico. Leyó ociosamente la marca del paquete de café:
era un producto de consumo masivo de la tienda de alimentación local. Meneó la
cabeza. Nunca lo había entendido. No importaba adonde viajara, Lilian juraba que
no había café comparable al que ahora tenía en la mano.
Echó dos medidas a la cafetera, totalmente ajeno al hecho de que, en aquel
preciso momento, Lilian estaba siendo asesinada por su hermano menor.
Desconectó el calentador, vertió el agua en la cafetera y esperó.
2025
Mansión De Vere
Beigrave Square, Londres
Jason sirvió el café, acercó una silla de la cocina y tomó asiento. Dio un sorbo al
café y luego estudió el paquete.
—No está mal, madre —murmuró.
A continuación, volvió a coger la carta de Hamish MacKenzie y continuó
leyendo.
1998
Fundación Aveline
Edimburgo, Escocia
2025
Mansión De Vere
Beigrave Square, Londres
Jason dejó la carta de MacKenzie y repasó las otras hojas. Escrito a mano al dorso
de la última, leyó: «Biblioteca Médica Redgrave, 64 Wimpole Street.»-Wimpole
Street —murmuró para sí—. Así que era eso lo que buscaba mamá.
1998
Fundación Aveline
Edimburgo, Escocia
—Yo había tomado una muestra del ADN del recién nacido por la mañana, al
llegar a la maternidad. Y conservaba otra del ADN original del feto. —Percival
sacó una pequeña lata de acero de una de sus bolsas de plástico—. Me muero,
MacKenzie. Me quedan seis semanas, como mucho. Ahora ya no me pueden
alcanzar. Necesitaba un experto en el tema. Alguien a quien pudiera confiarle esto.
Abrió la lata de acero, sacó dos portaobjetos de laboratorio y los colocó en la
mesa, delante de MacKenzie.
—Es el ADN del sustituto. No había visto nunca una estructura genética como
ésa.
Percival alzó la mirada a MacKenzie y, con un temblor en los labios, añadió:
—No era humana.
MacKenzie se desplazó hasta un potente microscopio situado en la antesala de
su despacho. Cuando Percival colocó el primer porta bajo la lente, le temblaba la
mano.
—El ADN del feto —dijo. Colocó la segunda muestra.
—El ADN del sustituto.
2017
Casa de Retiro Gables
Isla de Arran, Escocia
2025
Mansión De Vere
Beigrave Square, Londres
El patrón genético del «bebé sustituto» de Percival era la réplica exacta del clon que yo
había producido en mi laboratorio años antes. No había confusión posible. Habría
reconocido los marcadores genéticos incluso dormido.
Era el ADN del clon.
Nacido doce horas después del parto por cesárea del bebé de Percival.
Alguien había eliminado al bebé original y lo había cambiado por aquel clon genético,
sin que los padres lo supieran, obedeciendo algún malévolo plan oculto.
Al cabo de una semana, el cadáver de Percival fue encontrado con un tiro en el pecho.
En un basurero.
2017
Casa de Retiro Gables
Isla de Arran, Escocia
Una mujer mayor de cara rubicunda, con la cabeza cubierta con un pañuelo
púrpura, entró en la habitación empujando un carrito del té y dirigió una amable
sonrisa a MacKenzie.
—¿Lo de siempre, profesor? —preguntó.
—Gracias, Bridget —asintió él.
Mientras Bridget le servía una humeante taza de té, MacKenzie dobló la carta y
la guardó en un sobre azul celeste. Humedeció la goma del sobre y lo cerró. Luego,
con mano temblorosa, escribió en él:
2025
Mansión De Vere
Beigrave Square, Londres
Jason continuó sentado a la mesa de la cocina con el vaso de whisky medio vacío
delante. Pasó páginas hasta llegar a la última hoja de la carta de MacKenzie.
Desde ese día de 1998, he seguido el ascenso del clon genético con suma atención.
En diciembre de ese año, terminó la enseñanza media en Gordonstoun con cinco
matrículas de honor.
En 2002, obtuvo la licenciatura, también con matrícula de honor, en Filosofía, Ciencias
Políticas y Ciencias Económicas por la Universidad de Oxford.
En 2005, después de dos años en Princeton, dedicó un año a estudios especializados en
estudios árabes en Georgetown.
Desde 2006 a 2010, trabajó en la dirección del negocio familiar en valoración de activos.
Fue nombrado canciller del Exchequer en 2010.
En 2012 se convirtió en primer ministro británico.
Este es el secreto que he guardado durante más de tres décadas.
Su padre era James. Su madre era Lilian.
El clon incubado en el laboratorio jesuita hace todas esas décadas no es otro que el actual
primer ministro del Reino Unido: tu hijo, Adrian De Vere.
CONTINUARÁ...
ISBN: 978-84-666-4410-5
con BookDesigner
bookdesigner@the-ebook.org
8 de junio de 2012