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Superar el capitalismo … Superar el

marxismo.

El marxismo, como filosofía, es, por un


lado, heredero de la tradición filosófica en
su vertiente determinista. No logra
despedirse de la tradición esencialista.
Por otro, tampoco superó y, por tanto,
lleva, trágicamente, hasta sus límites, lo
esencial del imaginario capitalista más
“puro”: La creencia en que lo económico
y la producción son el eje central a partir
del cual se constituye la sociedad, la
creencia religiosa y ciega en el ideal de
“progreso” y, por último, la idea del
dominio creciente de lo racional sobre
todo lo humano.

Para culminar, cuando el marxismo – el


proyecto que representa – cae bajo el
dominio del partido único, degenera en
movimiento neurótico: buscar el poder
por el poder y nada más.

No puede extrañar que las sociedades


donde ha imperado deriven en dictaduras
totalitarias y en la peor corrupción de la
sociedad, de la economía y del alma. Y no
valen las apelaciones al socialismo real
que Castoriadis llamó “capitalismo
burocrático total y totalitario”.

Porque al construir un esquema social


caracterizado por la concentración de
poder y el dogma filosófico que no
permite la crítica, el resultado tiene que
ser el fracaso total.

Todo esto es una paradoja, porque desde


el comienzo y desde su base, el marxismo
y especialmente Marx impulsan el
proyecto libertario. Y, hay que decir, un
impulso excepcionalmente poderoso y
meritorio. Su pensamiento propone el
proyecto de construcción de una sociedad
libre y de hombres libres de una forma
nunca antes vista y tiene que inscribirse
en lugar de honor en la historia de las
luchas humanas por la emancipación de
todo tipo de esclavitud y sometimiento.
Cuando muchos nombres ya no se
recuerden ni aparezcan en diccionarios,
seguro que el de Marx seguirá allí.

Pero, como ya dijimos, el marxismo se


mantiene preso y no puede liberarse del
afán determinista de la filosofía. Cree
conseguir verdades y leyes absolutas.
Que contienen todo lo que hay que decir
y punto. Lo demás es vulgar ideología
burguesa.

Cree asimismo en leyes – aunque ya no


se diga abiertamente – que determinan la
historia, cree en una libertad, una
igualdad y una justicia que pueden ser
definidas de una vez por todas y que
pueden encarnarse en un proyecto que,
por lo tanto, se transforma en el único
proyecto válido.

Así, el marxismo termina cerrándose


sobre sí mismo y rechazando cualquier
otro intento explicativo, toda otra visión.
El dogmatismo termina liquidando la
posibilidad de conseguir su propósito
inicial: La libertad, la igualdad y la
justicia.

Termina, tristemente, justificando “el


partido único” e instaurando oficialmente
la “política” de la eliminación del otro, del
disidente, del que difiere.

Se propone transformar el mundo – idea


que se agradece. Pero al hacerlo con base
en “verdades absolutas”, termina
cayendo en su propia trampa ontológica:
Conseguida la ley y la verdad de una vez
por todas, impongámosla de una vez por
todas. Se filosofa

y se hace política por una sola vez, no se


discute más, a lo sumo, se interpreta.

Esa herencia y el imaginario burgués que


Marx asimiló sin superar en su teoría,
condena de entrada al proyecto marxista
que, en la práctica, al eliminar toda
disidencia y con el aporte filosófico-
político de Lenín y su idea de partido
único, terminan traicionando el proyecto
original de emancipación humana.

Para que el marxismo nos legue toda su


capacidad emancipadora, es necesario
que sea superado como filosofía, así
como tendrá que ser superada, si
queremos un mundo mejor, toda la
herencia filosófica en su vertiente
determinista y el imperio del imaginario
burgués dieciochesco. Un proyecto tal de
superación es posible.

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