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La Noche Que El Diablo 

Bajó a Devonshire
Por Gerry García 
(basado en un trabajo de John Godwin y Daniel Cohen)
Introducción
Durante el transcurso de aquella tarde gris y pegajosa del jueves 8 de febrero de 1855, los
campos aledaños al estero de Exmouth, en la parte suroccidental de Inglaterra, parecían un
terreno de cacería. Las mujeres, los niños y los ancianos permanecían escondidos dentro de
sus casas, en tanto que el paisaje hormigueaba con hombres fuertes y con perros de caza.
Fusiles del ejército, escopetas, pistolas, tridentes, desgranadores, picas y garrotes se veían por
todas partes.

Los hombres iban y venían en círculos por entre la tupida nieve, atisbando detrás de los setos,
arrastrándose por entre la maleza, recorriendo diques, asomándose dentro de las granjas, los
huertos y los cementerios. Es de notar que la presa que ellos buscaban era, cuando menos, tan
heterodoxa como los métodos de persecución que practicaban. Aproximadamente el veinte por
ciento de los cazadores buscaban un misterioso animal de forma indefinible, poco más o menos
del tamaño de un burro. El resto, sin embargo, estaba convencido que iba en busca del
DIABLO.

La creencia de que Satanás andaba al acecho por los alrededores fue la causa de que los más
medrosos se quedaran en casa y atrancaran sus puertas. Los más porfiados tomaron cuantas
armas poseían y fueron en persecución del demonio, si bien no estaban muy seguros de lo que
harían en caso de encontrarlo. La mayoría no tenía la menor duda de que se hallaba muy cerca,
ya que las marcas de la pezuña hendida eran claramente visibles en la nieve.

Las personas que realizaban esta cacería no eran ni retrógradas ni individuos particularmente
supersticiosos, y no eran en absoluto dados a los arranques de histeria masiva. Simplemente
se habían alarmado hasta el punto de perder el juicio por un fenómeno que había dejado a los
máximos intelectos del país tan perplejos como a los campesinos de la región.

Hace un siglo el condado de Devonshire, orgullosamente conocido como el “Glorioso Devon”,


era una de las secciones más hermosas y prósperas de la Inglaterra rural. Famosa por su fuerte
sidra de manzana y su pintoresca costa del Canal, y siendo ya el escenario de una floreciente
industria turística, Devon gozaba de la reputación de crear un género de hombres tercos,
taciturnos y sagazmente conservadores, muy parecidos a los yanquis de la Nueva Inglaterra.
Éste era el último sitio en el cual se podría esperar encontrar una manifestación diabólica, ya
fuera real o imaginaria.

Los Eventos
Por la noche del 7 de febrero una nevada excepcionalmente rigurosa cubrió el área costera en
la parte sur del condado. Los copos comenzaron a arremolinarse alrededor de las ocho de la
noche y la nevada continuó hasta cerca de la medianoche. Después de eso, nadie en el
condado estuvo activo; la vida nocturna nunca había sido la especialidad de los habitantes de
Devon.

Por la mañana siguiente, cerca de las seis de la mañana, Henry Pilk, quien tenía por oficio ser
panadero, salió de su tahona, situada en el patio trasero de su casa en la pequeña aldea de
Topsham. El patio y la calle allende el mismo, estaban cubiertos por una capa de nieve tan
virginal como una sábana limpia.
O casi era así. Porque mientras Pilk admiraba el efecto, advirtió una línea formada por las
huellas más peculiares que hubiera visto en su vida.

Cada impresión parecía una pequeña herradura y, al principio, el panadero pensó que quizá
procedían de un caballito. Pero después se percató que las huellas estaban alineadas, cada una
delante de la otra, y por consiguiente, más parecidas al rastro que deja un animal de dos patas y
no uno de cuatro.

Sin embargo, lo que resultaba verdaderamente extraño era que las impresiones empezaban
frente a la barda de madera de dos metros de altura, se acercaban a la panadería y luego se
desviaban hacia la barda nuevamente. Pilk, que aparentemente no era un hombre muy curioso,
tomó nota mental de las huellas y después se dedicó a su trabajo. No se molestó en mirar al
otro lado de la barda, ni tampoco se devanó los sesos en cuanto a la naturaleza de la bestia que
había visitado su patio durante la noche.

Una hora más tarde, un grupo de vecinos empezo a invadir su patio; este grupo incluía a Albert
Brailford, el maestro de la escuela, quien era una persona distinguida. La comitiva había seguido
las huellas desde la calle con la esperanza de alcanzar a ver qué era lo que las había dejado.
Pilk se unió a ellos. Juntos rastrearon las impresiones de regreso a la calle.

El grupo aumentó rápidamente: amas de casa, niños en edad escolar, aprendices, tenderos,
artesanos, todos acudían de todas las direcciones. Conforme aumentaban y se extendía la
noticia de la cacería, los ciudadanos voceaban anunciando evidencias encontradas
recientemente. Con creciente consternación por parte de todos, los rastreadores se enteraron
que las mismas huellas de pezuñas eran visibles fuera de casi todas las casas en la calle y
también en varias calles adyacentes, y en los campos que se encontraban más allá. Amas de
casa y sirvientas hacían señales agitadamente desde las verjas de los jardines y los portales:
“¡Por aquí, aquí hay más!”

Para entonces, la aldea entera zumbaba con las noticias. Conforme más y más personas
divulgaban sus versiones, se fue haciendo claro que Topsham había recibido la visita de algún
ser extraño con peculiaridades aterradoras: ¡una criatura que podía, en realidad, atravesar las
paredes!

Porque algunas de las huellas llevaban al interior de los jardines protegidos por muros de piedra
de casi cuatro metros de altura. Las verjas estaban firmemente cerradas y no habían sido
forzadas; la nieve en la parte superior de los muros yacía sin señales de haberse tocado. Sin
embargo, la hilera sencilla de impresiones avanzaba directamente hacia los muros y continuaba
del otro lado, como si no hubiera habido ningún obstáculo en su camino.

Los investigadores coordinaron gradualmente sus esfuerzos. Ahora resultaba que casi todas las
casas de la aldea habían recibido la visita del extraño ser. El rastro corría en su mayor parte a lo
largo del suelo, pero algunas veces saltaba encima de los techos y ocasionalmente sobre
carretas cubiertas de nieve que habían permanecido a la intemperie durante la noche. Las
huellas nunca variaban, ni vacilaban, ni regresaban; continuaban sin alterarse, pasando cada
punto solamente una vez, zigzagueando hacia la izquierda y hacia la derecha como si el
merodeador nocturno hubiera atisbado dentro de todas las viviendas que encontró a su paso.

Y mientras los habitantes de Topsham rastreaban sus calles, la gente de otra veintena de
comunidades hacía lo mismo, ¡porque las misteriosas huellas fueron descubiertas a lo largo de
casi 160 kilómetros en la costa del sur de Devon!
Topsham, situada en el estero del río Exe, señalaba la punta norte de la región “marcada”.
Totnes, aproximadamente a 156 kilómetros, descendiendo por la costa, constituía el extremo
sur. Entre estos puntos, virtualmente todas las aldeas y pueblos, incluyendo las solitarias
granjas, despertaron para encontrar las marcas de las pezuñas en los escalones y los tejados.
Desde Torquay, Newton, Teignmouth, Luscombe, Dawlish, Powderham y unos cuantos sitios
más, llegaban noticias de las huellas. Los campesinos las encontraban en niaras solitarias; los
clérigos, en los cementerios y panteones; los hacendados, en las calzadas frente a sus
mansiones. Huellas similares se descubrieron a lo largo de playas desiertas, en extensiones
boscosas, en avenidas principales, en las plazas. Todas estas impresiones debieron haber sido
hechas durante la noche anterior, pero ninguno de los que se encontraban en el área podía
recordar haber visto o escuchado alguna cosa que pudiera proporcionar una pista que condujera
al autor de las huellas.

Las pisadas se hacían cada vez más fantásticas. En Mamhead, un médico local de nombre
Benson, siguió una hilera de las huellas a través de un campo abierto y hasta una niara de seis
metros de alto, que estaba cubierta de nieve. El manto de nieve no tenía ninguna marca, sin
embargo, las huellas continuaban en el otro lado, como si lo que las había ocasionado hubiera
atravesado el enorme obstáculo que se encontraba en su camino.

En la misma parroquia dos “caballeros cazadores” pasaron un par de horas persiguiendo las
huellas a través de compactos y espinosos arbustos de grosella y densos setos. Aunque eran
rastreadores experimentados, ninguno de los hombres encontró señal alguna que denotara el
paso de un animal de pelo a través de la vegetación. Hallaron únicamente las misteriosas
huellas, que cesaban bruscamente en un punto, como si la criatura hubiera emprendido vuelo
de repente. Pero 800 metros más adelante, siguiendo la misma dirección, las volvían a avistar,
esta vez sobre los techos de una hilera de cabañas. Desde esta elevación, las huellas
descendían nuevamente al piso y después continuaban, en línea recta, hasta llegar a las calles
de Mamhead.

Parecía que nada podía frenar el avance de la criatura desconocida. Entre Powderham y
Lympstone se encontraba la estera del río Exe sin congelar y con casi 3200 metros de ancho en
ese punto. Aún así, el rastro llegaba hasta la ribera occidental y proseguía en la orilla opuesta,
empezando precisamente al borde del agua, como si la cosa hubiera nadado o lo hubiera
cruzado de un solo paso. Lo mismo había ocurrido en el estero de Teignmouth, nueve
kilómetros hacia el sur, en donde el rastro llegaba directamente al agua y volvía a aparecer en el
otro lado.

No era difícil seguir las huellas, ya que no se parecían a ninguna de las otras marcas visibles en
la nieve. Aún las personas de la ciudad, que jamás en su vida habían seguido un rastro,
distinguían fácilmente estas impresiones de aquellas dejadas por las huellas de pájaros u otros
animales. Las misteriosas huellas destacaban como postes de guía y antes de que se hubieran
desvanecido gradualmente, varios cientos de personas, en un extremo y otro de la costa, habían
hecho esbozos de ellas. La forma de los dibujos variaba ligeramente, pero el contorno y las
dimensiones eran virtualmente idénticos. Parecían una hilera de letras C:
Las huellas de las pezuñas definitivamente eran semejantes a las de un burro. Eran convexas y
medían 10 centímetros de largo por 5.9 de ancho. La distancia entre cada impresión, es decir, la
longitud del tranco de la criatura, era invariablemente de veinte centímetros, y esto era igual sin
importar si el rastro se hallara en terreno plano, a través de la maleza o encima de los tejados.
Este hecho en sí mismo era sumamente raro, ya que los animales, al igual que los humanos,
varían su tranco de acuerdo con las circunstancias.

Pero lo que resultaba aún más confuso era la línea sencilla de huellas. Todos los cuadrúpedos
avanzan colocando sus patas a la izquierda y a la derecha, dejando una doble huella claramente
definida. Inclusive los bípedos, como los pájaros y los humanos, no colocan un pie delante del
otro, a menos que estén caminando sobre una cuerda. Pero esto era exactamente lo que
parecía que estaba haciendo: caminar a lo largo de una línea invisible que se extendía en
intrincadas circunvoluciones, desde Totnes hasta Topsham.

La primera reacción general hacia el fenómeno fue de simple curiosidad. Mientras las huellas
estuvieron frescas y sin alterarse, la gente de la región disfrutó libremente del juego de
descubrimiento y adivinanzas; todo el mundo contribuía con su pequeño granito de opinión. A su
debido tiempo, acordaron cómodamente, sus ilustrados superiores aportarían una explicación
lógica.

Pero conforme avanzaba el día y las huellas iban haciéndose más borrosas, la excitación se
convirtió en aprensión y finalmente en un pavor absoluto. Al irse borrando las huellas, aparecían
en algunas de ellas pequeñas muescas, dando lugar al inquietante rumor de que las pisadas
pertenecían a una pezuña hendida (cosa que no era cierta). Satanás, como todo el mundo
sabía, era el poseedor de dicha pezuña, y también era una criatura que podía concebiblemente
atravesar las paredes y cruzar de un solo paso ríos y almiares. La noticia se difundió de boca en
boca y luego de aldea en aldea, diciendo que la noche anterior el Diablo había merodeado por
toda la parte sur de Devon asomándose dentro de las casas, presumiblemente para tomar nota
de sus futuras víctimas.

A poco de unas horas el juego de rastreo se convirtió en un siniestro asunto para hombres
solamente. Los ancianos, los jovencitos y las mujeres se retiraron a sus hogares y atrancaron
las puertas. Algunos llegaron al punto de entablar las ventanas. Simultáneamente cientos de
voluntarios se armaron de la mejor manera que pudieron, sacaron a sus perros y procedieron a
explorar los campos, totalmente dispuestos a luchar con el demonio, aunque la mayoría de ellos
estaba armada únicamente con implementos agrícolas.

Por lo menos una persona estuvo muy cerca de pagar con su vida la conmoción. Daniel Plumer,
conocido como el “Bobo Danny” en la aldea de Woodbury, era un imbécil inofensivo que se
ataviaba con capas de plumas de ganso y de pollo, y que subsistía pidiendo limosna y robando.
Pasaba la mayor parte del día bamboleándose por los bosques imitando el sonido de los pájaros
y animales. Si bien toda la gente de la aldea lo conocía, los habitantes de Topsham no.
Alrededor de treinta de estos, armados con rifles y garrotes, lo hicieron salir de un matorral,
vieron su aterradora figura corriendo apresuradamente e inmediatamente se lanzaron en su
persecución.

Más tarde ninguno podía explicar exactamente qué era lo que creían que estaban persiguiendo,
pero todos se dedicaron a ello con absoluta seriedad. Atraparon al balbuceante Danny, le
arrancaron su atuendo de plumas y estaban en proceso de matarlo a golpes, cuando el
comendador Bartholomew se acercó y restableció el orden.
Como Bartholomew resultó también ser el magistrado local, pudo rescatar al “Bobo Danny”,
encerrándolo en el calabozo de la aldea hasta que se disipó la excitación.

Al caer la tarde las huellas se habían desvanecido. Pero en el campo todavía había movimiento
agitado de grupos armados de exploración, hombres a caballo y perros que aullaban. Los
rumores maduraban más de prisa de lo que las huellas se desvanecían. Algunas personas
juraban que habían visto las siniestras huellas resplandeciendo como carbones encendidos en
la nieve. Había gente que juraba haber escuchado diabólicas carcajadas resonar a través de las
solitarias ciénagas. Otros más habían visto una gigantesca sombra encornada destacándose
sobre el antiguo castillo de Powderham. La historia más ampliamente difundida decía que las
huellas se evaporaban frente a los ojos cuando las miraban, para reaparecer mágicamente en el
momento en que les daban la espalda.

La gente temía la llegada de la oscuridad. La mayoría estaba convencida de que ELLO


regresaría con toda certeza la noche siguiente para perpetrar... bueno, nadie sabía exactamente
qué. Se decía que las compañías de fusileros reales iban a acudir desde Exeter para patrullar el
condado durante la noche. ¿Pero qué podía hacer un soldado contra una criatura que
atravesaba sólidos muros de ladrillo? En realidad ni los fusileros ni ninguna otra clase de
soldados se habían puesto en marcha hacia ninguna parte.

Habiendo peinado la campiña sin obtener resultado alguno, los miembros de los grupos de
exploración se retiraron a sus casas y permanecieron ahí. Las posadas estaban vacías, ya que
muy pocos se arriesgarían a caminar hasta sus casas estando oscuro. Pero casi todas las casas
y cabañas mantuvieron lámparas y velas encendidas durante aquella noche.

Lo que más causaba confusión entre la gente era, sin duda, la perplejidad de sus “superiores”.
En los asuntos cotidianos los aldeanos de Devon eran completamente independientes, pero
también eran el producto de una rígida estructura de clases; ellos acudían a la clase acomodada
para aclarar todo lo referente a cualquier cosa inaudita, como por ejemplo, las máquinas de
vapor, los cometas, los globos o la guerra. Y aunque la minoría instruida sonreía ante la idea de
que Satanás se hubiera estando paseando por el vecindario, carecía de pistas como los
campesinos.

Inglaterra siempre ha sido un foco para los naturalistas aficionados, un país cuyos periódicos
consagran gran cantidad de espacio a la correspondencia que se refiere a los hábitos de
hibernación de las ranas y a la fecha y ubicación exactas del primer reclamo del año de un
cuclillo. Devonshire tenía una cuota mayor de la que le correspondía en aficionados a la
zoología; muchos eran misioneros retirados, capitanes de barcos, oficiales de los ejércitos
coloniales y cazadores. Como grupo, estas personas poseían un conocimiento formidable en
materia de ciencia animal, todo lo cual se aplicó en resolver el asunto de las misteriosas huellas.
Pero el resultado total ascendió a un enorme cero.

Las Conjeturas
Las teorías más obvias (las huellas fueron hechas por un asno, un pony o un caballo), tuvieron
que desecharse inmediatamente. Todo el mundo estaba familiarizado con las huellas de estos
animales. Pero la posibilidad de que las pisadas pudieran haber sido obra de alguna de las
criaturas menos comunes, tales como la nutria, un venado, una zorra o un armiño, tuvo que
descartarse de la misma manera, ya que ni las impresiones ni el método de locomoción de estos
animales guardaba la más ligera semejanza con las huellas. Sencillamente no existía ningún
animal de cuatro patas capaz de dejar un rastro sencillo.
Un pájaro, desde luego, podría haber sido capaz de salvar obstáculos tales como muros y
almiares, y de volar para cruzar los ríos existentes en la comarca. ¿pero quién había oído
alguna vez de un pájaro que tuviera pezuñas? ¿Un ave con pezuñas que puede caminar en una
sola línea a lo largo de 156 kilómetros?

Aún más que las huellas en sí, era el patrón que éstas seguían lo que desconcertaba. Todos los
animales, cuadrúpedos o bípedos, tienen un propósito discernible en sus correteos. Usualmente
el animal va en busca de alimento. El rastro, sin embargo, descartaba cualquier clase de
recorrido en busca de forraje o pasto. La pista indicaba un avance constante e ininterrumpido,
sin ninguna parada al borde del camino para alimentarse.

¿Se trataba, entonces, de un animal nómada? Esta teoría era todavía menos factible. Ninguna
bestia migratoria seguiría un trayecto en zigzag que le llevara a través de un sinnúmero de
aldeas y pueblos, tocando metódicamente todas las solitarias granjas y casas de campo que se
concentraban en el camino.

No habiendo obtenido respuesta alguna aceptable al analizar todas las otras especies, los
adivinadores inevitablemente volvían la vista al Homo sapiens. El comendador Bartholomew
expresó lo que muchos habían estado pensando cuando dijo: “¡Animal, pamplinas! Algún
condenado bromista lo hizo”.

En efecto, había algo mecánico acerca del rastro que daba a conjeturar sobre un aparato más
bien que una criatura ambulante, la constante línea sencilla, el intervalo preciso de veinte
centímetros entre marcas, la misma claridad de cada huella, todo ciertamente sugería que
alguna clase de artefacto había estado deambulando por los campos con el único propósito de
crear confusión.

Lo que es más, ésa era la época del apogeo victoriano de los guasones afectos a jugar bromas,
la gran era de las personificaciones de fantasmas. El clima social que se vivía en Inglaterra era
particularmente favorable en ese tiempo para las intrincadas chanzas que los caballeros ociosos
llevaban a cabo, con la condición de que fueran, efectivamente, “caballeros”. Las castas
inferiores corrían un riesgo indudable de ser considerados como “perturbadores de la paz”, para
luego tener que ir a dar a la cárcel. Y a pesar de que a la reina Victoria le desagradaban
notoriamente semejantes extravagancias, la sociedad en su conjunto las encontraba divertidas
en sumo grado. En Londres, el estrato superior de la sociedad todavía se estaba riendo del
joven Chester Hetherington, uno de los nuevos miembros del Club Carlton, quien había
embaucado a la marina real para que le tributara un saludo de doce salvas haciéndose pasar
por el príncipe heredero de Etiopía. La alta sociedad todavía se divertía con la historia del viejo,
pero absolutamente incorregible lord Pengbourne, quien ofreció un magnífico banquete en su
mansión de Sussex, al cual invitó a una sociedad poética local. Al finalizar el banquete,
únicamente el mismo lord Pengbourne pudo levantarse de su silla, los otros comensales
estaban, literalmente, pegados a las suyas.

Por consiguiente, la posibilidad de que se tratara de una burla se tomó en cuenta con bastante
anterioridad en la situación. Solamente habría sido necesaria una ingeniosidad moderada para
idear un artificio que dejara aquellas desconcertantes huellas en la nieve, por ejemplo, una
rueda con pezuñas pegadas a intervalos de veinte centímetros, que pudiera hacerse rodar a lo
largo del suelo. ¡O mejor aún, un marcador de pisadas que se adaptara a los zapatos del mismo
bromista! Quizá alguien montado en un monociclo.
Pero estas increíbles ideas se hicieron a un lado pronto, debido a las dificultades técnicas que
entrañaban. Porque el perpetrador de semejante maniobra habría contado únicamente con seis
horas de oscuridad para llevar a buen término su travesura. Habría tenido que comenzar
después de medianoche, cuando la gente ya se hubiera ido a la cama, y habría tenido que
finalizar antes de las seis de la mañana, hora en que la actividad volvía a los campos. Con
objeto de dejar sus huellas en toda el área implicada, habría tenido que moverse a una
velocidad de veinticuatro kilómetros por hora, a pesar de los obstáculos encontrados, algo
ostensiblemente imposible para cualquier hombre.

¿Y si se tratara de varios hombres, todo un enjambre de guasones trabajando en equipo? Ni


siquiera esa conjetura se pudo sostener ante el escrutinio. ¿Cómo habrían podido dichos
hombres saltar las verjas de los jardines sin alterar la nieve de encima? ¿Cómo habrían podido
franquear almiares y caminar sobre tejados inclinados? Y, ¿porqué, si ellos habían utilizado
cualquier otro medio aparte de sus pies, no había otras huellas delatoras, excepto las de las
pezuñas?

Al principio, solamente la parte sur de Devonshire se intranquilizó por estas preguntas. Pero
muy pronto se sumó la mayor parte de la Gran Bretaña. Varios periódicos londinenses,
incluyendo el autorizado Times, publicaron el relato, lo cual trajo como resultado una afluencia
inmediata de visitantes a Devonshire. Algunos llegaron armados con rifles de caza mayor; otros
con libretas de dibujos y lentes de aumento. Todos estaban ansiosos por salir al encuentro de la
misteriosa bestia o, cuando menos, de sus huellas. Todos quedaron desilusionados. Hubo
bastante nieve durante los días que siguieron, pero las huellas espectrales jamás llegaron a
reaparecer.

Transcurrió casi una semana antes de que el distrito regresara a la normalidad, e inclusive
entonces, una buena cantidad de campesinos eludían cuidadosamente los senderos solitarios
en los cuales se habían encontrado las huellas. Se trataba, decía el pueblo, de las “veredas del
diablo”, por las cuales no se debía andar a la ligera. Los granjeros salían armados siempre que
dejaban sus casas. Durante semanas enteras, la gente de ese distrito escudriñó ansiosamente
el paisaje cada mañana para ver si las huellas habían vuelto a presentarse.

Muchos de los clérigos locales elaboraron sus sermones dominicales en torno a las huellas
misteriosas. Aunque ninguno llegó hasta el punto de declarar que Satanás era directamente el
responsable, varios aludieron veladamente a las “ominosas señales aparecidas entre nosotros”,
o a “la presencia del gran enemigo, visible para todos aquellos que tienen ojos para mirar”. El
mensaje decía que las huellas eran la consecuencia del exceso en la bebida, en las blasfemias
y el libertinaje entre la congregación, y que debían tomarse como una fuerte advertencia
procedente de los cielos.

Empero, ésta no era la opinión del reverendo Musgrave, de Mamhead, quien envió sus esbozos
de las huellas al Museo Británico, a la Sociedad Zoológica y al director del zoológico de Regent
Park, en Londres.

El reverendo Musgrave también escribió un extenso comunicado al diario The Illustrated London
News, en el cual exponía una teoría propia. Las huellas, declaraba, pertenecían a un canguro, el
cual se había escapado de algún circo o espectáculo de animales de los alrededores, dicho
animal era absolutamente capaz de saltar por los almiares y muros; un canguro brincaba sobre
dos extremidades; y, concluía, lo hacía lo suficientemente rápido como para cubrir los 156
kilómetros en una corta noche.
Los bosquejos a lápiz del reverendo estaban bellamente ejecutados, pero desafortunadamente,
su conocimiento acerca del marsupial no estaba acorde con su habilidad artística. Ya que,
aunque el canguro, efectivamente brinca sobre dos patas, mantiene sus extremidades paralelas
todo el tiempo, dejando de esta manera un rastro doble bien definido. Un canguro grande
podría, concebiblemente, librar un muro de cuatro metros de altura, pero un animal semejante
no podría saltar a lo largo de un tejado inclinado, ni nadar a través de un helado estero de 3200
metros de ancho. Alguien podría decir que quizá el canguro era cojo y brincaba en una sola
pata, pero quedaba el hecho de que no existe la más leve similitud entre la huella de los pies
unguiculados de un canguro y las marcas de pezuñas vistas en Devon.

Aunque el reverendo Musgrave pudo haber estado muy lejos de la pista, su deducción era,
ciertamente, más inteligente que aquella de sir Richard Owen, considerado en esa época el
máximo naturalista de Inglaterra. Sir Owen se contaba entre las docenas de personas que
comunicaron sus conjeturas al The Illustrated London News. Su ensayo particular fue publicado
el 3 de marzo de 1855 y se basaba en un dibujo que le envió un “reputado amigo zoólogo”. De
él, Owen infirió que las huellas eran obra de un gran número de tejones que habían despertado
de su hibernación por el hambre, los cuales habían recorrido los campos en busca de alimentos.
Como prueba declara que los tejones hibernan de un modo distinto a los osos, que lo hacen de
manera regular. Los tejones son nocturnos, dice Owen, y salen de su madriguera de manera
ocasional, a finales del invierno, cuando se ven apurados por el hambre. El tejón es un
merodeador cauteloso, sumamente activo y constante en su busca de comida. Las huellas
características de los tejones, afirmaba Owen, quizá fueron desfiguradas cuando la nieve
comenzó a derretirse y se volvió a congelar.

Esta debe figurar como una de las deducciones más espectacularmente tontas de las que se
tienen en cuenta, muy en armonía con la sarta de estupideces con las cuales Owen trató más
tarde de refutar las enseñanzas de Charles Darwin. Los granjeros de Devonshire eran expertos
en la cacería de tejones y estaban perfectamente familiarizados con las huellas de ese animal,
así como con sus hábitos. Aunque la referencia del instruído Owen, a un “cuadrúpedo
plantígrado” pudo haberlos confundido, y aunque ellos pueden haber no sabido que estas dos
palabras significaban “animal de cuatro patas y con pies planos”, con toda certeza estaban
conscientes de que los tejones tienen patas, no pezuñas, y que las correrías de los tejones en
busca de alimentos no los llevan zigzagueando en una sola hilera a través de las calles de los
pueblos.

No todo el mundo estaba dispuesto a ofrecer sus soluciones gratuitamente, por así decirlo, a los
lectores de los diarios. Una autoridad, que firmó como “W. W.”, publicó su teoría en forma de un
folleto cuyo costo era de dos peniques y, aparentemente, vendió miles de ejemplares. Titulada
“El Cisne del Collar de Plata”, esta publicación tenía un encantador toque que recordaba a Hans
Christian Andersen en la portada, mismo que el contenido confirmaba por completo. De acuerdo
con este escritor, un hermoso, aunque un tanto fatigado cisne apareció en St. Denis, Francia,
cinco días después del sobresalto de Devonshire. El ave llevaba puesto un collar de plata con
una inscripción grabada que lo identificaba como perteneciente al príncipe Hohenlohe de
Alemania. A partir de esta evidencia insuficiente, el autor deducía: las patas del cisne se habían
forrado de manera que cada una tenía la forma de la pezuña de un burro. Esto se había hecho
con el objeto de evitar que el ave dañara los macizos de flores del jardín del príncipe. Con estos
miembros forrados, el cisne había dejado, “indiscutiblemente”, las misteriosas huellas. El autor,
sin embargo, no llegó hasta el punto de revelar la razón por la cual un cisne, capacitado para
volar a través del Canal de la Mancha, tuvo que haberse paseado a lo largo de 156 kilómetros
de la costa de Devon.
El juego de adivinanzas estaba ahora en todo su apogeo y apenas si existía una bestia o un
ave, ya sea viva o extinta, que no fuera designada por algún escritor como perpetradora de las
impresiones. Esta lista incluía, por riguroso orden alfabético, desde el alca hasta la zebra. En
medio de estos había gigantescas ratas saltadoras, titánicos conejos, osos que caminaban
erguidos, dromedarios escapados de un circo, pingüinos migratorios e inclusive un uro, un
enorme bisonte que no se había visto con vida desde la Edad Media. Ahora bien, ninguno de los
patrocinadores proporcionaba alguna idea acerca de lo que pudo sucederle al animal después
de que hubo completado su caminata nocturna.

No valía la pena publicar la mayor parte de las conjeturas; pero el vasto interés sí suscitó
especulaciones más astutas. Un catedrático inglés de la Universidad de Heidelberg escribió al
The Illustrated London News que él había discutido el enigma con un colega ruso. El ruso le
había dicho que habían aparecido huellas similares varias veces a lo largo de la frontera de
Galicia, en Polonia, y que los campesinos de la región no querían seguirlas o siquiera acercarse
a ellas. Ya que pertenecían a alguna criatura desconocida.

Otro lector atrajo la atención hacia un relato que dejó el explorador de la Antártida, sir James
Ross, aproximadamente 15 años antes. En mayo de 1840, los buques de Ross anclaron frente a
la isla Kerguelen, una roca yerma e inhóspita situada al noreste del círculo polar antártico y la
cual se creía que estaba habitada únicamente por focas. Una patrulla de reconocimiento que
desembarcó ahí, se encontró con “singulares pisadas pertenecientes a un asno o a un caballito”,
las cuales intentó seguir el grupo explorador, solo para perderlas de vista al llegar a un terreno
pedragoso. De acuerdo con Ross, las marcas tenían “siete centímetros de longitud y seis de
ancho, tenían una depresión pequeña y más profunda a cada lado y eran de la forma de una
herradura.”

Se ha elaborado un minucioso mapa de Kerguelen, que actualmente es una posesión francesa.


Pero no se ha encontrado ahí ninguna bestia que pudiera haber dejado semejantes huellas de
pezuñas. De hecho, no existe animal subártico que pudiera dejar dichas huellas.

Las teorías acerca de que las huellas fueron creadas por seres de otras galaxias o por criaturas
infernales, jamás se tomaron en serio.

Siempre han existido relatos de seres fantásticos provenientes de personas que han sido
testigos de primera mano o que han escuchado las narraciones de personas a las que se les ha
aparecido el fenómeno. Sin embargo, la historia acerca de las Huellas Mistriosas de Devonshire
trata sobre alguna criatura extraña que nunca se observó, pero que dejó marca tanto en el
entorno como en las mentes de los lugareños.

Las “Huellas de la Pezuña del Diablo” no volvieron a aparecer jamás en Devonshire, ni en


ninguna otra localidad de las islas británicas. Nadie hasta la fecha ha podido dar una solución al
enigma o establecer el más ligero vínculo entre las desconcertantes huellas encontradas en
Europa Oriental, aquellas halladas en los linderos de la Antártida y las que fueron vistas en el
sur de Inglaterra. Acaso no exista dicho vínculo.
Artículo extraído de las siguientes obras:

This Baffling World; John Godwin, 1983 (ISBN 968-35-0223-7)

y en menor medida del la obra

The Encyclopedia Of Monsters; Daniel Cohen, 1982 (ISBN 968-890-035-4)

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