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EL GUARDIÁN DEL PARAÍSO

P.J. RUIZ 2009


El hinuit recordaba ahora, mientras miraba al horizonte, cómo había empezado todo y el

extraño modo en que los acontecimientos habían ido envolviéndolo hasta llegar a este momento

absolutamente inesperado. A veces llegaba a sentirse marioneta, pero si el premio era como el que

acababa de recibir no le importaba lo más mínimo permanecer al pairo de los vientos que permanecen

allende la vida. Entendía que en un mundo de círculos la providencia a veces juega a los dados, y que

hay veces en que se gana, se pierde, o, sencillamente, se queda uno a medias. No era el caso.

Sucedió meses atrás. Estaba en su casa, al otro lado, junto a la costa, y hacía un buen tiempo

notable. La época fría acababa de pasar, la pesca era buena, y la caza suficiente, por lo que todo

parecía ciertamente alentador de cara a la nueva estación. Estaba en el cobertizo reparando redes para

la temporada y todo discurría de la manera más normal posible, sin nada que supusiese el más mínimo

cambio en el hilo perfectamente hilvanado del día. Las cosas pequeñas eran las importantes, y el

tiempo carecía de importancia en un lugar donde todo el interés por cualquier cosa banal estaba fuera

de los renglones del guión secular.

A media mañana Mamá Brada, su suegra, lo llamó alegremente anunciando la llegada del

ruidoso helicóptero de la base española, asomando ya por el sur. El lo había oído mucho antes que ella,

pero como siempre le agradeció el esfuerzo. Solían venir a hacer investigaciones a este lado de la isla,

y el piloto, Julio Santos, había trabado una excelente amistad con él. Parecía un hombre sincero, ajeno

a los prejuicios de su extraño mundo ultra tecnológico que tan poco interés suscitaba en Arud, y

mientras los científicos hacían sus extrañas tareas él se complacía en departir con el esquimal

interesantes charlas en un nunca suficientemente dominado inglés al que ambos se adaptaban a duras

penas. A veces hablaban de cacería, y otras de fútbol, cómo no. A pesar de estar a miles de kilómetros

la señal de televisión se encargaba de fomentar aquel extraño deporte que Arud veía desarrollar por
hierbas reverdecidas magníficamente cortadas que aparecía en las pequeñas televisiones que aquellos

hombres portaban cuando acampaban. No eran tan estirados como los noruegos.

- La caldera está deshelada, Arud. Este año la primavera viene calentita.

- ¿Qué me dices? – Había conseguido captar la atención del hombrecillo menudo,

entregado a labores de mantenimiento del aparejo. Apreciaba mucho a aquel

esquimal, porque era el único de toda la zona que seguía las costumbres nómadas

de sus antepasados y rehuía integrarse en los poblados impuestos que habían

mermado el espíritu de su vieja tribu. Se le veía férreo y emanaba seguridad, amén

de ese extraño toque de sabiduría que parecía haberse perdido en el mundo

moderno.

- He pasado por encima hace media hora y la he visto muy bien. Sabía que te

gustaría saberlo- le dijo con una sonrisa cómplice que le fue devuelta por aquella

boca de labios gruesos y dientes descuidadísimos. Ya se había acostumbrado al

olor a grasa de foca que embadurnaba cosas y personas, pero su trabajo le había

costado. Era agrio e intenso, muy racial en medio de un lugar tan poco dado a los

olores como son los bancos de hielo.

- Esa es una buena noticia, amigo mío. Gracias. Mañana mismo empezaré a

prepararme para ir a pescar con el niño. Ese lago tiene algunos de los mejores

peces de toda la zona, y pienso llenar el trineo para salar.

- Vaya, eso esta bien. Ya quisiera yo poder hacer algo así.

- Puedes venir cuando quieras. Lo sabes, ¿verdad? – lo decía de corazón, y mientras

lo miraba muy fijamente, con la cabeza levemente gacha en símbolo de ofrenda.

- Sí, lo se. Tu hospitalidad siempre ha sido manifiesta conmigo.


- Es nuestro primer mandato - respondió mientras reparaba distraídamente la vieja

red con las callosas manos - Los hinuit, pese a los muchos abusos sufridos en el

pasado por el hombre blanco, de los que ni tu te sientes orgulloso ni yo olvidadizo,

seguimos fieles a nuestras tradiciones. Ya no son los tiempos como antes, pero sí,

llevo esas cosas al límite, y es como quisiera que hiciese mi hijo. – A veces no

parecía darse cuenta de que su viejo pueblo ya no era lo mismo, pero Julio sabía

seguirle el hilo y nunca hubiese socavado las creencias de su amigo, que por otro

lado le parecían llenas de naturalidad y comunión con la vida en la mayoría de las

ocasiones - ¡Es curioso! Exclamó de súbito el esquimal deteniendo el trabajo de

sus agujas.

- ¿El que?

- Sólo soy un hombre de los hielos, pero algunos de los tuyos me han dicho que en

medio de los desiertos de allá abajo hay tribus de la arena, unos hombres azules

que practican el mismo honor para con sus huéspedes e invitados.

- ¿Azules?... ¡Ah! Si, es cierto. Se refieren a un pueblo también muy antiguo. Son

los touaregs. El azul es porque el sudor les destiñe los turbantes que llevan.

- ¿Touaregs? Vaya… curioso nombre el de mis hermanos.

- Si, Arud. Seguramente ellos pensarán lo mismo del de los hinuit, pero – pensó

antes de decir sus palabras - en el fondo ambos sois pueblos muy similares en

desiertos diferentes. – El hombre del norte recapacitó unos segundos lo que su

amigo piloto le acababa de decir. Nunca lo habría visto de ese modo, pero desde

luego había mucha razón en ello.

- Si, las planicies heladas tiene al menos una cosa en común con los campos de

arena achicharrante de esos hermanos.

- ¿Y qué es, amigo?


- Que ambos te matan si no comulgas con ellos. – Era una sentencia, y como tal

sonó. La facilidad de aquel hombre para sacar conclusiones sencillas pero

inapelables siempre había llamado la atención del español. Se rascó la perilla

antes de hablar, ayudándole a tensar la red. Era muy fina.

- Tus palabras son sabias. ¿Se las transmites a tu hijo?

- Si, desde luego, amigo mío. No tengo nada más que arpones, trineos, perros…

Todo eso es nada en estado puro. La tradición, el respeto, el saber…es lo más

importante que puedo darle.

- Satia es un buen chico, Arud. Fuerte para su edad. – el nene estaba más allá del

cobertizo, extendiendo otra red a reparar. A Arud se le iluminaban los ojos cuando

veía a su vástago, lo único que le quedaba de Asia, su buena esposa fallecida años

atrás mientras él no estaba. Nunca perdonaría al mar por aquel robo infame.

Desposeerle de ella había sido un acto de crueldad que lo había hecho elevarlo a la

categoría de malvado, y desde entonces tenía con él una cuenta pendiente muy

difícil de saldar. Era mal enemigo. Pero le quedaba Satia, y procuraba siempre no

quitarle ojo de encima cuando pescaban.

- Y buen cazador, Julio. Tiene instinto. Creo que me hará sentir orgullo con sus

proezas. A veces arriesga en exceso, pero aun es joven para pensar, para calcular,

por ello he de enseñarle mucho.

- Oye, volviendo al tema de la caldera… Debe haber algo allí abajo, porque he

detectado unas anomalías magnéticas importantes.

- ¿Y eso? Sabes que no entiendo de esas cosas, pero suena curioso.

- No sé. Quizás se ha abierto algún yacimiento de metales o algo así. El año pasado

no estaban. Lo localizamos por satélite la semana pasada, y he pasado con

detectores para medir. Es raro, pero nada preocupante, seguramente un


desplazamiento de mineral ferroso o incluso un afloramiento, no se. Se va a

mandar una expedición en breve, así que no te extrañe encontrar compañía cuando

vayas por allí. También estarán los noruegos al tanto.

- Por mi, mientras no me asusten a los peces me da igual, amigo. Además, creo que

llegaré antes que todos vosotros. Tiráis de demasiadas cosas para moveros.

Julio se marchó horas más tarde con su pájaro cargado de mentes sabias antes de anochecer. La

temperatura había bajado mucho, y no era recomendable seguir en la zona más tiempo si no quería

pasar la noche en el cobertizo de su amigo. Hubiese soportado el olor a grasa y carnes descompuestas,

pero sus acompañantes no lo habrían conseguido tan fácilmente.

Tres días más tarde padre e hijo, tras cruzar los llanos, habían pasado con sus perros y trineo la

parte más alta de la caldera enorme de Isla Rahania, una isla muy al norte de Noruega, en pleno

océano ártico y tenían ante su vista la extensión bellísima del lago salado. Decían que había sido un

volcán hacía mucho, pero no existía una datación exacta. Lo cierto es que si había sido así ya desde

luego estaba apagado, y en su interior alojaba una extensión acuosa casi circular de diez kilómetros de

diámetro, por lo que para resultar de un volcán, éste tuvo que tener un tamaño verdaderamente

extraordinario. De hecho eran muchos los científicos que discrepaban sobre ese particular, pero dada la

ausencia de alternativas parecía la más sólida, y finalmente un silencioso consenso dictaminó sobre el

particular del extraño modo que a veces hace la ciencia.

Volcán o no, cosa que a Arud le importaba más bien poco, lo cierto es que el aspecto del lago

era magnífico desde el escarpado paso donde estaban. Había muchos témpanos por deshelar, pero la

superficie aparecía cristalina, y reflejaba un cielo azul que ese día era especialmente luminoso, todo un
anticipo de lo que prometía ser una segunda parte del año más benigna que la muy cruda que acababan

de pasar. Nadie que no haya visitado el frío norte sabe lo que es la contemplación de los colores puros,

en un aire tan increíblemente limpio, transparente hasta el límite, y tocado por un sol que irradiaba de

manera más directa que en cualquier otra parte del mundo. Los páramos deshelados, por otro lado,

reverdecen con fuerza, y el verdor surge apresurado, deseoso de vivir antes de que las nubes vuelvan a

cubrir los cielos y la gran noche se haga de nuevo.

Más abajo de donde ellos observaban se extendía un estrecho bosquecillo de abetos polares,

inhiestos y con el verde subido. Acababan casi en la misma orilla, que a veces resultaba inaccesible

debido a las pendientes abruptas. Nadie había medido con precisión la profundidad del lago, pero

desde luego debía de ser mucha, porque algunas paredes caían a pico, lo cual era sintomático de un

agujero verdaderamente grande. ¡Y lleno de peces! Se veían los bancos dorados, rojizos y azulados a

simple vista, por todos lados, y de todos los tamaños, reflejando el sol como símbolo de abundancia.

Era difícil explicar tanta diversidad, pero eso tampoco importaba al esquimal lo más mínimo mientras

siguiesen estando cerca de sus anzuelos y arpones. Sus antepasados llevaban siglos haciendo esa

faena, y el sentía muy dentro el placer de la tradición. Poca gente sabe que los hinuit son una de las

razas mas antiguas del mundo, pero él si que lo sabía, pues sus raíces se internaban en la noche del

pasado hasta mucho más allá de lo que los blancos estaban dispuestos a reconocer. No creían que

pudiese haber nadie antes que ellos, y eso les entorpecía la visión de un mundo más plural y viejo.

A una orden de Arud, los perros tiraron del trineo por donde tantas veces lo habían hecho, a

través del pequeño paso entre rocas derrumbadas pero aún con un espesor considerable de nieve,

mientras Satia ayudaba en cabeza a corregir el descenso. Una hora más tarde, después de sortear

obstáculos bien conocidos, el pequeño cortejo estaba junto a la orilla, en un pequeño claro que tantas

veces los había visto llegar. Sólo ellos conocían ese peligroso pasaje, pero últimamente se notaba que
estaba cambiado, diferente… Debían haberse producido desplomes que ahora estaban ocultos por la

nieve, pero que alteraban la fisonomía de manera sutil. Les costó más trabajo llegar a la orilla, pero sin

embargo ya estaba allí y era lo que importaba. Una de las cosas que enseña el silencio y la soledad es a

diferenciar las cosas importantes de las que no lo son, y Arud distinguía muy bien entre ambas.

Siempre iba a ese lugar a pescar desde que de pequeño lo enseñó papá Kaen, y lo hacía por

esos peces raros y suculentos. Nunca los habían visto antes en el mar a pesar de que eran de agua

salada, pero eso no le creaba duda alguna sobre su calidad. El lago comunicaba curiosamente con el

océano a través de un estrecho cañón de muy poca profundidad y treinta metros de longitud, que de

hecho quedaba seco al bajar la marea, sin embargo esas criaturas no salían de allí, y Arud en el fondo

las entendía, porque ¿qué podía haber en el terrible mar que mereciese dejar aquellas aguas plácidas y

cargadas de nutrientes? Los peces no eran tan tontos como para eso. Sin embargo, una segunda

pregunta se le venía machaconamente cada vez que se indagaba sobre el particular: ¿por qué, del

mismo modo, no entraban las criaturas del océano a la caldera? ¿Acaso para ellas el lugar no era tan

idílico como él lo veía? ¡Cosas de peces, al fin y al cabo! Siempre supuso que alguna diferencia habría

en las aguas, posiblemente debido al carácter volcánico del recinto, pero no lo tenía tan claro. La vida

se abre paso siempre, esa es la verdad, pero en aquel lugar parecía que se encontraban dos espacios

totalmente separados por una pared invisible, y eso es un hecho singular que a un habitante de la

naturaleza no podía pasarle desapercibido. Era un ecosistema exclusivo, cerrado por algo que

desconocía, pero Arud no entendía de esas cosas y sin embargo era igualmente feliz. No necesitaba

saber tanto para estar varias veces al año en sus orillas, para llenar su despensa y para sentirse

igualmente bien mientras dormía en la paz de quien hace puntualmente todas las cosas que pide la vida

para dejarte optar a la felicidad sencilla.


El punto exacto de encuentro de los dos mundos acuáticos era el cañón Ripley, nombre debido

a su descubridor, Sir Arthur Ripley, un insigne ingeniero expedicionario de principios del XX que se

interesó muchísimo por las características del sitio. Los entendidos decían que se trataba de una falla

geológica, otros hablaban de derrumbamientos provocados por movimientos sísmicos, pero lo cierto es

que fuera lo que fuese allí estaba y permitía que el océano anegase de sal marina el gran vaso azul que

era el lago durante unas horas al día. No se distanciaba más de unos ciento cincuenta metros de donde

ellos se hallaban con sus cañas en el agua ese día, y a veces resultaba hermoso ver el sol poniéndose

más allá de él, y entregando sus últimos rayos al frío agua, que rápidamente cambiaba su tonalidad

hacia el negro brillante. Arud sabía que esos eran placeres prohibidos a la mayoría de los hombres, y

por ello gustaba de extasiarse en sus continuos romances con la madre naturaleza. Todo cuanto veía le

gustaba y pasaba a formar parte de su mirada, vivencias y recuerdos.

Para los hinuit, el cañón Ripley era la prueba del enorme tajo dado por la espada de Brandon,

príncipe de la marea, antes de sucumbir bajo la lanza del gran Mirzáh, el de los escudos de fuego.

Decía la tradición que aquello había sido mucho antes de la creación del hombre, en un tiempo en que

Dios aun no había puesto su mano sobre la arcilla para dar forma a Luni, el primero de lo hombres del

norte, que con su semen mezclado con sangre pura hizo nacer del hielo a lemma, su compañera.

Cuando ellos visitaron el lugar, el cañón aun permanecía humeante por la gran devastación habida

durante el duelo entre los dos dioses antiguos, y se dice que aun tuvieron ocasión de ver como los

restos de la gran espada candente de Brandon se hundía para siempre en las aguas del lago. Nunca le

pusieron nombre, pero para eso los blancos se habían mostrado expertos. Nombraban y se sentían

dueños, en un extraño gesto de irreverencia al mundo natural que pretendían sondear con sus medios

tecnológicos. Sir Arthur Ripley fue uno de ellos, y dejó su nombre en un lugar tan sagrado y antiguo

que no podía dar lugar más que a una profanación encubierta de las más viejas tradiciones. Así de
tontas e irrespetuosas eran las costumbres modernas, pero lo peor de todo es que ni se daban cuenta de

ello.

Después de horas soltando sedal obtuvieron una prometedora pesca entre risas y enseñanzas de

padre a hijo, del modo como siempre se había hecho desde los tiempos de Luni.. Le encantaba ver

cómo su hombrecito crecía, su forma de asimilar conceptos y el modo en que se hacía cada vez más

grande en aquel contacto íntimo con la belleza durísima del norte. “Aquí cualquier cosa puede

matarte” solía decirle con seriedad, porque no quería que se tomase jamás a broma el arte de vivir. “Un

hombre es nada si está solo. Aquí la nada es capaz de acabar contigo, y si es así es porque eres menos

que nada, y por lo tanto, esas veces, no eres ni tan siquiera hombre” Le decía en otros momentos

mientras el chico, lleno de respeto filial, callaba y meditaba, preguntándose en el fondo por qué la

mayoría de los saberes de su padre se referían al arte de la supervivencia. Eso era porque aún no sabía

lo que es estar sólo, pero pronto le tocaría padecerlo, como la ley de la vida manda. Arud sabía lo que

es sufrir, llorar, pasar hambre en años malos… todo cuanto era lo había conseguido a base de resistir a

todo. Por eso le encantaba enseñarle esas cosas y mostrarle a su hijo el camino correcto en un lugar

donde las crisis de más abajo comenzaban a alterar los ecosistemas. Cada vez había menos nieve y

hielo, menos especies, y paulatinamente más mar hostil. En efecto, no gustaba del gigante acuático

salvo por sus bienes y tesoros, pero a todos los efectos lo sabía cruel e irrespetuoso. Si había algo en el

océano que aborrecía era su incapacidad para acoger a las criaturas de más allá de sus orillas, su atroz

ferocidad, pero sabía, eso si, que a cambio de tanta ira sus zarpas azules estaban siempre llenas de

alimentos dispuestos a ser extraídos. Equilibrio, el secreto mejor guardado de toda la creación, el

verdadero número oculto de la naturaleza, una cifra en la que se contrastaban a diario el valor de las

cosas y el arrojo para obtenerlas. Un hinuit sabía siempre vivir en equilibrio con el medio, y así sería

eternamente. O al menos mientras hubiese hielos que cruzar. ¿Cuánto más durarían los témpanos antes

de que el ciclo cambiase por quinta vez? No debía quedar mucho ya.
- Una gente que vive en las arenas, Satia ¿Te lo imaginas? – dijo mientras tensaba

un sedal. El niño miró a su padre interesado por la misteriosa cuestión mientras lo

veía echar humo por la pipa. El tabaco era difícil de conseguir, y sólo hacía eso

cuando la situación resultaba agradable para él. Le gustaba. Quería a Arud con

sinceridad, y lo admiraba muchísimo como padre y como sabio.

- ¿Cómo es eso, padre?

- Al sol que quema, al calor abrasador. Sin agua…. Sin sombra. El otro lado, hijo

mío. Un mundo al revés del nuestro donde todo está ocupado por mantos de

arenas blancas, ocres, marrones… sólo arena al fin y al cabo. ¡Al menos a ellos no

se les derrite el mundo de un año al otro!

- Padre.

- ¿Qué?

- ¿Hay osos allí? – el hombre rió envuelto en humo y acarició la cabeza del hijo al

sabor de la inocente pregunta. Sabía que aun no podía asimilar lo que acababa de

decirle, que no podría entender que en algún sitio la luz y el calor puedan llegar a

ser insoportables cuando ellos la llegaban a echar tanto de menos. ¿Con qué

justicia se había repartido la naturaleza? ¿Qué juez alocado había escrito sus

leyes? Eran difíciles de entender, pero imposible de violar.

- No, creo que no hay osos. ¿Pero sabes? seguro que en algún sitio de esas arenas

ardientes un padre está enseñando ahora mismo a su hijo hablándole de las

extensiones de hielo del norte. Me encantaría conocer a ese hombre aunque sólo

fuese unas horas, hablarle, preguntarle…


- ¿Por qué, padre? ¿Por qué te gustaría? – lo miró con fijeza. Sus ojos eran azules,

como el odiado mar, pero similares a los de Asia, capaces de extraerle todo el

cariño que un hombre de los hielos podía dar a un semejante.

- Porque estoy seguro de que las personas que vivimos en los extremos del mundo

casi nos tocamos con algo más que con las manos – dijo mientras trazaba en la

nieve un pequeño círculo y pensaba en qué parte de él estarían en aquel momento

de sus caminos. Si, un mundo hecho de círculos sin fin, en los que si te movías

mucho llegabas de nuevo al principio… o al otro extremo. ¿Quizás a un nuevo

círculo? ¡Quién sabe! Ese era el razonamiento de Arud, sencillo, simple... genial.

Al atardecer prepararon leños y una hoguera vital surgió en medio de la soledad del gran norte,

dando luz y calor a un sitio donde cada grado y lumen costaba mucho más esfuerzo de conseguir que

en casi cualquier otro punto del globo, pero eran capaces de extraer la llama casi de la nada, como

siempre había sido desde que habitaban los confines blancos. Todo estaba tan oscuro que las estrellas

lucían enormes, y la aurora tardaría en venir con sus encajes multicoloreados. Si, una noche larga y

salpicada por miríadas de puntitos blancos que al mirarlos fijamente te entonaban canciones y

alabanzas con sabor a antaño, extasiando al lector de estrellas con sus historias sobre viejos tiempos

en los que el hombre comulgaba con la tierra de un modo que ya estaba casi perdido. La renovación de

todo es necesaria de vez en cuando, pero sin embargo esas estrellas seguirían siendo viejas por

siempre, hombre tras hombre, raza tras raza, civilización tras civilización. “¡Y dicen que sólo son

bolas de gas, Satia! ¿Imaginas su tamaño?”

Justo al lado del calor, bien alimentada por su flama, levantaron la tienda, en la que no quedaba

ya nada de parecido con las antiguas hechas de pieles, propias de épocas más románticas y lejanas.

Ésta era un moderno ingenio de kevlar que usaban los ejércitos, y que aislaba perfectamente del frío y
la humedad, una de esas que se montan y quitan en un momento. Arud la había adquirido a cambio de

servir de guía para científicos interesados en estudiar cosas que él no entendía. “¿Por qué el ser

humano quiere desvelar los planes de Dios?” se preguntaba con frecuencia, y una y otra vez llegaba a

la conclusión de que sólo podía deberse a su necesidad perentoria de no sentirse tan pequeño, tan

definitivamente perdido en medio de esta máquina perfecta. No obstante, buscar la maquinaria sin

percibir la presencia del maquinista era otra de las facultades mal llevadas de la modernidad. “Sí, Dios

debe ser muy grande para hacer algo tan mágico como un mundo que se reparte entre la arena de esos

touaregs y el hielo del norte. Aunque creamos que hay errores en su obra no debe ser así en realidad.

Lo que ocurre es que realmente esta gran casa al fin y al cabo puede que no esté hecha a nuestra

medida, sino a la suya misma”. Él, Arud, estaba en uno de los extremos de esos círculos que

imaginaba englobándolo todo, por lo cual resultaba una rareza en medio de tanta gente habitando

lugares benignos. Era por eso que muchos de los pobladores del mundo medio no comprendían sus

modos y pareceres, alejándose culturalmente de cuanto de verdad hay en la unión imprescindible del

hombre con el entorno, al cual irremisiblemente acababan haciendo un daño irreparable. Siempre lo

había visto así, y por ello se explicaba que la gente del mundo medio viviese en ciudades donde el

cielo tenía un color enrarecido, donde olía a humos, y un árbol sólo era una decoración en medio del

parque. ¿Qué enseñará esa gente a sus hijos? Se cuestionaba eso con frecuencia, pero siempre llegaba

a la conclusión de que sólo podían darle una retahíla de conocimientos hechos para sumergirlos en una

sociedad de consumo mucho más profunda que el peligroso y beligerante mar, llena de

discriminaciones y competitividad desde la cuna, y capaz de extraer cada tira de pellejo humano sin

que las rendidas e hipnotizadas víctimas se diesen cuenta de ello. Sí, touaregs e hinuit… no conocían

nada del átomo, pero eran capaces de mirar al cielo y ver algo más que estrellas. Así era la vida real,

sin maquinaria ni luz eléctrica y él la respetaba como venía. Sólo había que sobrevivir lejos de los

balances y cuentas corrientes, sin restaurantes ni autobuses…sin aviones… En el fondo, Arud estaba

convencido de que pronto el ser humano acabaría pagando sus errores, porque él sabía muy bien que la
naturaleza no perdona, y elige a sus víctimas sin temblarle el pulso. Serían momentos malos para los

que no fuesen hinuit o touaregs, sin duda, porque aunque todos fuesen los elegidos para desaparecer…

¡qué gran diferencia entre saber por qué o la ignorancia plena!

- Aquí somos felices, hijo mío. Nada necesitamos de más abajo, pero si tuviese que

cambiarme por alguien… Lo haría por ese hombre del desierto.

- ¿Me llevarías contigo? – Una vez más atusó su pelo negro con su mano envejecida

y agrietada.

- ¡Claro, Satia! ¡Claro que si!

El niño, a veces, era idéntico a su madre. ¡Cómo la recordaba! Arud nunca se había perdonado

haber dejado sola a su mujer aquel día de primavera, y sabía que fuesen cuales fuesen las mil vidas

que viviese no hallaría paz en ninguna de ellas por más que la suerte le favoreciese con placeres y

prebendas que, por otra parte, no buscaba. Estaban pescando en las rocas de Vilnu, muy al sur, pero

pronto se quedaron sin cebo, y él decidió ir a por más, en lugar de interrumpir la pesca, que ya era más

que suficiente. El mar estaba muy picado, pero no parecía amenazar con empeorar, por lo que no lo

pensó más y se marchó después de dar a la mujer dos besos cariñosos. Nunca entendió por qué había

hecho eso, pero lo hizo a pesar de no ser su costumbre. Ella lo miró, sonrió y siguió atenta al sedal. No

tardó ni tres minutos, pero cuando volvió Asia no estaba en el saliente que habían elegido, y él, desde

el primer instante, fue consciente de lo que había ocurrido, porque una punzada lacerante hendió su

pecho y le sacó el aire que resopló en el gran norte como escarcha que mata. De nada sirvió gritar,

llorar o revolver cielo y tierra. Nunca más volvió a verla, ni el mar se dignó entregar el menor resto a

playa alguna. Se la quedó, se la robó. Con saña cruel se lo quitó casi todo de un tajo, excepto una

montaña de recuerdos que cada vez que miraba a los ojos de su hijo se le venían con dulzura a la

mente. La había querido mucho, desde que se la compró al viejo padre por un centenar de pieles
relucientes, y había sabido ser una esposa entregada y buena. ¡Cuánto la echaba de menos! Aunque él

no lo sabía, a veces la nombraba en sueños, y mamá Brada y Satia lo escuchaban, se miraban y en

silencio lloraban, sabedores del sufrimiento que aun llevaba muy dentro aquel buen hombre que un día

cometió un descuido que había pagado muy caro. La vida castiga en exceso a los débiles, y ni siquiera

alguien tan tosco y primitivo como Arud estaba ajeno a padecer por puro amor. Lo daría todo por

volver a aquel día y cogerla de la mano para ir a casa, todo. Pero el camino ya había sido tomado, y no

se desandan los pasos que Dios ha escrito en su diario, ni siquiera por los más bonitos de los ojos

azules. Había pasado y el pasado ido está.

Aquella noche todo parecía ir bien, como de costumbre, sin nada más que el sonido del viento

helado que arremolinaba los árboles, pero de repente los perros comenzaron a aullar, al principio

suave, después como locos. Arud, que los conocía bien, pensó que quizás un gran oso estaba cerca

desafiando el fuego, pero al salir le sorprendió que los animales en cambio mirasen fijamente al agua,

muy agitada. La tenía a muy pocos metros. Intentó calmar a los canes, pero fue imposible. Entró en la

tienda a por el rifle a la vez que su hijo salía ya perfectamente abrigado y lleno de la curiosidad lógica

de la edad. Lo dejó ir, pero le dijo que tuviese cuidado. No quería sorpresas, y aquellos animales que

tanto conocía nunca engañaban, así que si estaban así era por algo. “Aquí cualquier cosa puede

matarte”, recordaba. No había llegado el día de morir, pero eso había que demostrarlo con frecuencia

donde la parca captura sin avisar.

Mientras buscaba el arma debajo de las mantas, justo entre ambos sacos de dormir, escuchó

como fuera el niño le gritaba “papá, ahí hay algo”, mientras un sonido como un gran chapoteo recorrió

el aire con todos los perros aullando de puro miedo. Fue muy impactante, y algo le electrizó el

espinazo dejándole muy malas sensaciones. Si algo había desarrollado con los años era un instinto

poderoso, perspicaz… y ahora le estaba poniendo en guardia. No era un oso después de todo, pero no
le hubiese importado vista la situación, porque no era amante de las sorpresas de la noche. Sabía que

en estos lugares eso era sinónimo de malos tragos, por lo que detestaba el azar.

Al salir vio al chico que señalaba en la dirección del agua, y sólo tuvo tiempo de distinguir un

lomo enorme con una aleta roma, mucho más pequeña en comparación a las de un tiburón. Sin

embargo el cuerpo brillante era casi el de una ballena. No distinguió en absoluto de qué criatura se

trataba, pero desde luego su presencia era totalmente anómala en un lago interior casi incomunicado

con el mar y repleto de… ¿especies extrañas? Conjeturó sin saberlo, pero los pensamientos iban tan

rápidos que se le escapaban entre los ojos regados por ríos de adrenalina. Después la cosa pareció

sumergirse profundamente, dejando una estela y varios remolinos como testigos de su velocidad y

tamaño. No tardaron en deformarse entre pequeños ruidos líquidos, pero estaba quedando un rastro

que delataba la posición a sus expertos ojos de hinuit, un sendero en el agua producto de la convulsión

interna al desplazarse grandes cantidades de líquido por la penetración de un cuerpo que debía ser

titánico.

- ¡Menudo pez, Satia! ¡Vamos!

Arud corrió por la orilla pedregosa con el único amparo de la Luna, tan paralelo como pudo a

la dirección de la turbulencia, acercándose sin apercibirse de ello al cañón Ripley, mientras su hijo le

seguía a muy corta distancia en estudiado silencio, el que su padre le había enseñado.

“Hijo mío, siempre se caza en soledad, siempre se caza en silencio. No pienses que hay animal

más sordo, ciego ni tonto que el humano, y así ninguno nunca te sorprenderá”. Llevaba ese mensaje a

rajatabla, y sabía que su padre, cuando todo terminase, sentiría orgullo de él y acariciaría su cabeza si

era capaz de mostrarse hábil para no ser descubierto. Sus manos olerían a tabaco de pipa.
Ambos, mientras saltaban de tramo en tramo, permanecían con la vista atenta a las

turbulencias, esperando para volver a ver en cualquier momento al causante de tanto alboroto. Los

perros, lejos ya, seguían aullando, aunque mucho menos. Era evidente que algo grande estaba

haciendo algún tipo de maniobra subacuática y generando corrientes muy fuertes, pero ¿con qué

violencia? ¿Con qué fuerza desatada? No debería haber peces así, y menos en una charca cerrada, por

grande que ésta fuese. Sin embargo ambos habían visto el lomo descomunal del ser, y aquello

despejaba dudas. Sí que había algo, sí.

Llegaron al cañón y se detuvieron. A su espalda estaba el gran tajo en la roca, parecido a las

puertas de otro mundo, un par de columnas negras remataban los muros tras los que asomaban

estrellas. La espada de Brandon debía haber sido enorme para hacer aquello. La marea estaba baja, así

que no veían el mar ni llegaba agua al interior del lago, por lo que el puente natural aparecía casi seco.

Se situaron frente a él mirando hacia el interior del gran anillo, iluminado por la incipiente Luna que se

aguantaba colgada muy alto pese a los vientos que amenazaban con destronarla. Las convulsiones

acuáticas iban desapareciendo poco a poco justo frente a la meseta que daba paso al cañón, y por un

momento se miraron pensando que todo había terminado, que la criatura al final se había sumergido

profundamente, desapareciendo toda posibilidad de volver a verla y dejándolos con la intriga de saber

más de ella. Pero era una sensación engañosa, porque casi sin que se diesen cuenta el agua comenzó a

abombarse hacia fuera entre reflejos de cielo, desplazada en silencio. Había algo enorme que sin duda

ascendía furiosamente y combaba la superficie deformándola como una gran lente que se levantaba

antes de estallar en millones de fragmentos. Fueron décimas lo que el gran cazador tardó en darse

cuenta de lo que estaba sucediendo, el tiempo necesario para iniciar unos pasos atrás y cubrir con los

brazos a su hijo, seguro de que algo extraordinario acontecía ante lo que sólo les restaba aguardar.
Después sucedió lo impensable, y una forma impresionante, una cosa de longitud excepcional,

saltó desde el lago entre un torrente de agua salada muy fría que resplandecía en la noche a la manera

de perlas del abismo, elevándose por encima de ambos humanos de manera imposible para volar los

treinta metros que lo separaban del océano a través del mismísimo centro del tajo de la espada y caer

en mar abierto con extraordinaria precisión, rompiéndolo con la panza del mismo modo que hubiese

hecho un cometa que produjese un maremoto. Era pisciforme, de eso no cabía duda, pero fue

demencial ver su masa suspendida en el cielo durante unos pasmosos instantes justo por encima de

ambas cabezas, mientras la copiosa lluvia instantánea propiciada por la turbulencia de las perlas del

lago violentado los empapaba. Cuando cayó al otro lado, en mar abierto, la masa de agua desplazada

por la criatura pareció también llegar al cielo, y sus olas saltaron sobre el pequeño dique natural de

contención tocando los pies de ambos testigos que permanecían mudos y llenos de asombro, incapaces

aún de entender el milagro espléndido que sus ojos acababan de presenciar. Arud había visto muchas

cosas en su vida, espectáculos en que el circo del mundo se mostraba ante los ojos humanos con la

sencillez de quien da un paso de ballet por una acera de Pekín, pero aquello no cabía en ningún

esquema. Por unos segundos temió estar sumido en un sueño singular, más la presencia del agua en

sus pies le sacó del marasmo y encumbró de nuevo hacia la insólita realidad que ambos vivían.

Aunque no lo sabía, el arco trazado por aquel gigante en su vuelo parabólico llegó a los

diecinueve metros de altura, y para alcanzarlos tuvo que desarrollar una velocidad imposible en el

medio acuático para la presunta masa de un cuerpo que el hinuit, con su buen y entrenado ojo, estimo

de una longitud de al menos quince metros. Acababa de suceder un milagro, un acontecimiento

forteano, algo que hay que pensar mucho antes de contarlo, porque se corre el riesgo de la burla y de

que te tomen por loco, y el esquimal más adulto lo sabía perfectamente desde el primer momento que

pudo recuperar el resuello y encauzar el hilo de los pensamientos.


Arud y Satia se miraron, incapaces de dialogar sobre lo que sus ojos habían visto, pero seguros

de que la verdad no admite más que un camino, por improbable que parezca. Era un pez, si, pero

ninguno que ellos conociesen, muchos, hubiese sido capaz de saltar fuera del agua con esa violenta

fuerza y desplazarse tan enorme distancia por el aire. Había sido algo tan extraordinario que no cabía

en sus cabezas y que no se correspondía con ninguna tradición del gran norte. ¿Qué criaturas habría en

las arenas de los touaregs que aún no hubiesen sido vistas por el hombre? Cuando se habla de

extensiones desiertas el intelecto no alcanza más allá de lo que la vista conoce, y queda mucho por ver.

Por ello a veces surgen leyendas, tradiciones, los Kraken de las historias nórdicas… enormes

serpientes del tamaño de árboles en la amazonía. No es conveniente negar sin saber, como se suele

hacer, porque a veces el destino viene a burlarse de uno y lo tacha de ignorante, o más bien, la mayoría

de las veces, lo abofetea. Eso si no acaba devorándolo.

Cuando las aguas se calmaron por fuera y por dentro retornaron sobre sus pasos.

Ya en el campamento avivaron el fuego y secaron sus ropas, protegiéndose del peligroso

enfriamiento. Pasaron toda la noche casi en silencio, intentando aparentar una tranquilidad que no se

correspondía con el latido de sus corazones, a pesar de que las estrellas seguían emitiendo remansos de

paz que les llegaban como efluvios druídicos tamizados con el susurro de las hojas al compás del

viento.

Cerca del amanecer, Satia acercó a su padre la pipa y el tabaco, y éste le sonrió mientras la

recogía con agrado. Era el momento de la tranquilidad, del reencuentro con la aurora, un nuevo día.

Celebrar cada uno de ellos es algo magnífico para quien desea vivir, y el amanecer es el momento

ideal para agradecer la dicha de tener ojos para seguir admirando la gracia de las cosas buenas y

sobreponerse a las malas. Amanecer es nacer, y a la vez vencer, disponer de todo un largo día para
prepararse por si ya no quedan más granos en la gran cuenta de arena. Es un compromiso para ser feliz

o buscar la dicha hasta el último momento, sin el menor derecho a desperdiciar esos segundos en nada

que no fuese seguir creciendo como un ser que nació y cumplió con su tiempo.

Entonces, justo antes de que los primeros rayos apareciesen para clarear los cielos, el agua se

abrió con gran estruendo a este lado del cañón Ripley, y las ondas llegaron a los pies de padre e hijo

mientras la convulsión amainaba y el recinto devolvía el eco. Algo muy grande había roto la

superficie.

- Ha vuelto, Satia.

- ¿Por qué; padre? ¿Por qué ha vuelto?

El hombre dio una gran calada de su pipa y exhaló parsimoniosamente el humo mientras

razonaba lo que para él era evidente.

- Vuelve a su casa.

No podía ser de otro modo. El lago debía ser la guarida de la única criatura de aquel lugar que

al atardecer se aventuraba a salir a mar abierto, sorteando un obstáculo imposible de un modo que

nadie habría imaginado jamás y que al amanecer volvía después de su discurrir por el mundo exterior.

Arud se sintió diferente, cómplice de un secreto que Dios le había regalado y embarcado en la causa de

la calma necesaria para averiguar cuales eran sus límites ante semejante portento. De una cosa estaba

seguro: nada sucede por nada, así que la explicación de aquello seguro que estaba ya en camino. La

única cuestión era saber en qué momento y circunstancias le sería revelada y el precio de tanto saber.

Tiempo.
Durante todo el mes posterior no comentaron a nadie nada de lo sucedido, pese a los profundos

deseos de explicación que ambos sentían. El acuerdo entre padre e hijo había sido total, y el silencio

sería lo mejor hasta saber algo más de lo que había pasado aquella noche ventosa y de amanecer claro.

Tendrían que aprender por sí mismos, aunque Arud no deseaba que su hijo se viese inmiscuido en un

fenómeno tan extraño, así que procuró desviar su lógica curiosidad hasta poder aportarle algo más.

Estaba claro que revelar algo así los llevaría al ridículo y, a lo que era peor, a que posiblemente si

alguien los tomase en serio iniciar una captura del animal que atraería excesivos curiosos capaces de

alterar hasta a sus madres si se lo proponían. Silencio, mucho silencio que nadie rompería, esa era la

consigna, y ambos la respetaron porque en el norte la palabra de un hombre aun vale más que el oro.

Desde aquel instante, Arud, cada vez que sus rutas se lo permitían, se acercaba con frecuencia a

la caldera, y desde la cima observaba el lago y la oquedad del cañón Ripley. Aprendió a distinguir las

evoluciones de la criatura mientras se alojaba en él usando la ya conocida turbulencia que generaba,

intentando averiguar si habría alguna relación entre su aparición y esas extrañas mediciones que

habían obtenido los españoles. De ese modo, observándolo, estableció una pauta y dedujo que estaba

allí durante el día, dedicando la noche a salir a mar abierto.

“¿Cuánto comerá un animal así? Mucho… No puede ser de otro modo” Pensaba. “¿Acaso

comer no lo es todo para quien no precisa de preguntarse por las cosas para dar sentido a la vida?” se

preguntaba a veces, inmerso en reflexiones sobre el mundo salvaje y su voracidad inmisericorde,

anhelando la facilidad de los insectos o la sencillez del caracol con su casa a cuestas. Después,

recordando a Asia y Satia, se daba cuenta de que no todo era tan simple a veces, y que como humano

tenía otras cosas que necesitaba más allá de los instintos primarios. “No, comer no lo es todo para el

humano, pero cuando hay hambre puede llegar a parecerlo?” El hambre es muy mala, y él la había
conocido de pequeño, cuando los exploradores llegaron y obligaron a su padre a retirarse a lugares

donde era imposible la pesca. Había costado reparar la injusticia, pero era ya un hecho pasado que no

quería recordar, aunque lo tenía siempre muy en cuenta. No es conveniente olvidar el día en que

alguien llega a tu casa y te saca de ella, porque de esos perdones surgen nuevos sinsabores.

Siguió el paso del tiempo, y como las cosas poco a poco se van inexorablemente poniendo en

su sitio sin que medie nada ni nadie, pronto comenzaron a aparecer restos de grandes animales en las

orillas de la isla, todo producto de mutilaciones tremendas, y al esquimal no le cupo duda de quién las

había producido mientras nadie salía de su asombro. Las dentelladas eran enormes, y carentes de

laceración. Parecían más bien como el corte limpio de una cuchilla de grandes dimensiones, algo…

diferente. Los científicos de las bases española y noruega le preguntaron su parecer, pero él supo

hacerse el sorprendido y guardar el secreto, aunque aun desconocía de qué tipo exacto era lo que les

ocultaba. No había constancia de ataques a barcos o humanos, así que todo estaba en la estricta esfera

natural y no sentía el menor recato en callar ante lo que parecía el asalto a la vida de un ser situado

muy alto en la cadena alimenticia.

Pero pronto esa cadena que alimentaba a todos quedó rota, la pesca desapareció, y con ella

parte del sustento. Arud supo al instante la causa de ese terror que había apartado los bancos de peces

y otros animales del lugar, y entonces comenzó a ver que la presencia del animal iba a traer

consecuencias que no esperaba ni deseaba. Sintió una mezcla de confusión, temor y lástima, porque el

destino a veces es raro y nos busca rivalidades donde no esperamos.

Admiraba al pez, si. Lo había visto ya varias veces asomando su lomo enorme sobre el agua,

aunque desde la posición que tenía en el borde del cráter no era posible ver el cañón Ripley en la

noche y observar su milagroso vuelo. Respetaba a aquella criatura, pero se había dado cuenta de que
comenzaba con su presencia y voracidad a amenazar la subsistencia de su gente, y eso era algo que no

podía permitir. Sin embargo no iba a hablar a nadie de ello, respetaría el voto de silencio y buscaría el

modo de mitigar el problema, aunque no tenía ni idea de cómo. “Da igual, la providencia dispondrá,

como siempre”, se dijo a sí mismo, consciente de que quizás después de todo haya un guión en alguna

parte que dicta las escenas al guardián del paraíso para que las haga cumplir a los humildes actores del

teatro perdido. Y sabedor, también, de que de todos los humildes él era el que más, y por tanto, el que

con mayor holgura pasaba por la censura crítica, lo cual le ayudaría hiciera lo que hiciese. Nadie se

fijaría en sus actos.

Una tarde en que el niño estaba con los aparejos hizo el camino sin decir nada y bajó sólo hasta

las orillas del lago. Quería respuestas, así que decidió que no habría sitio mejor para encontrarlas que

allí donde lo que se había transformado de magia en problema nació. El animal, como convocado, se

manifestó navegando en superficie a menos de cincuenta metros de distancia de donde él estaba. Lo

miró brillando con todo el agua rodeándolo. Pronto se sorprendió hablándole a aquella isla flotante en

medio del cristal líquido:

“Tu y yo, pez. Parece que nada puede evitar que volvamos a encontrarnos. Espero por tu bien

que no me hagas hacerte daño, porque de algún modo estoy seguro de que eres una obra rara de Dios,

y no me gustaría enfadarle. A saber qué secretos conoces y de dónde vienes, pero lo único que me

importa es que estamos ahora juntos en la misma aventura, al mismo tiempo. Hemos coincidido aquí y

tendremos que solucionar nuestros problemas”

Alzó la mirada al cielo:


“Y tu, Dios, aparta a tus dos hijos de este cruce de caminos, porque es algo que sólo puede

traer sufrimiento. Tu animal magnífico no lo merece, y yo tampoco. No nos hagas enfrentarnos, Dios.

Te lo suplico. No permitas que nos falte el alimento a ninguno de tus protegidos”

Instantes después, como consciente de lo que Arud traía entre manos, el animal mostró su lomo

a escasos metros de donde el hombre estaba, y por primera vez dejó ver su esencia a la luz del día. No

tenía escamas ni nada que se le pareciese, más bien parecía duro, tosco, casi primitivo. Estaba casi

detenido frente al hombre, mostrándose sin rubor alguno, moviéndose despacio, flotando de manera

impensable en las muy frías aguas a poco más de dos grados. Pudo verlo muy bien en sus paseos

cortos. De la mitad del cuerpo hacia arriba parecía tener una especie de coraza, un armazón oscuro

muy extraño, de una pieza, y de ahí hasta la cola su cuerpo parecía más normal, carnoso, flexible,

acabado en una gran aleta. No se veían ojos, muy por debajo del nivel del agua seguramente, pero de

algún modo el hombre estaba seguro de que él estaba siendo igualmente observado, porque la fuerza

que de la criatura emanaba era extraordinaria. No sentía temor alguno por ello, era justo. Se sentó en

una roca y ceremoniosamente prendió la pipa, llenado el ambiente de sustancioso humo fresco de buen

tabaco. Era un gran momento, porque hombre y animal, congregados, se escrutaban. El deshielo había

dejado los abetos hermosos, y el agua aparecía prístina, solo alterada por la enorme isla que era aquella

nao plena de curiosidad entre reflejos de orillas que parecían muy lejanas.

“Debes irte, pez – le dijo a manera de confidencia - Si no lo haces mi familia pasará hambre, y

no puedo consentirlo. Igual que tu luchas cada día yo he de buscar mi sustento, y eso nos enfrenta.

Pero de una cosa puedes estar seguro….”

Dio varias profundas inspiraciones a la pipa antes de hablar. El humo formó burbujas blancas

ascendentes que el viento disipó con dulzura. Todo en el entorno parecía estar atento a lo que iba a
decir aquel hombre con olor a grasas y ropaje colorido en el atardecer más silencioso que se recordaba

en el lago.

“Nadie se interpondrá entre tu y yo. Lo que tenga que suceder dependerá sólo de nosotros. Ese

es mi trato contigo. Si no te vas, veremos qué hacer hasta que uno de los dos ceda. De ese modo Dios

no tendrá por qué enfadarse con el vencedor”

El aroma de tabaco flotaba alrededor entre el aire calmo que cada vez estaba más frío a medida

que el tiempo se acortaba hacia el ocaso. No tenía ni idea de qué clase de ser era aquello, pero sabía

que también estaba a punto de llegar su hora, el momento del gran salto a mar abierto

“Porque, ¿tu eres también hijo de Dios, verdad?”. Esperaba sinceramente que así fuese.

Como si hubiese comprendido el mensaje, el pez exhaló un sonido, una especie de bramido

profundo que resonó fuera del agua, produciendo ondulaciones vibrátiles que emanaban de la masa

suspendida. El aire también se estremeció con el pulso estable a veinticinco hertzios que golpeó el

pecho de su interlocutor. El hombre, entendió aquello como una respuesta a las argumentaciones

lanzadas y asintió con la cabeza sonriendo. Equilibrio siempre, siempre equilibrio.

“¡Desde luego que eres hijo de Dios!” Dijo asintiendo con una sonrisa evidente.

Cuando acabó su pipa se levantó y caminó despacio hacia el cañón Ripley, mientras observaba

al pez surcando el agua junto a él, muy próximo a la orilla. Sabía que dentro de poco saltaría y saldría

a depredar en el océano, pero ahora se movía a su lado como un manso cordero. “Si me cayese al agua
no me harías nada, ¿verdad? Eres noble, amigo. ¿Por qué cazas de noche? Intuyo que eso nunca lo

sabré, pero es igual”

En un saliente que se internaba en el lago se detuvo y agachó sin saber muy bien por qué. Fue

una llamada del instinto. Apenas lo tenía a un par de metros, inalcanzable, pero como si supiese de sus

intenciones, el pez se colocó perpendicularmente y se acercó casi hasta la misma roca. Arud se cambió

la pipa, estiró el brazo derecho, y aquella mano callosa tocó el cuerpo durísimo del animal. Ambos al

fin satisfacían su mutua curiosidad mientras conocían sus tactos dispares.

El hombre sintió que era frío, casi metálico, suave… muy pulimentado. Nunca había notado

algo así, y sólo podía asemejarlo al roce con la afilada hoja de uno de sus mejores arpones. Deslizaba

increíblemente, como si estuviese aceitado. No sabía que hubiese peces con esa cualidad, pero desde

luego, si los había, eran como éste, sencillamente de otra especie. Se sintió complacido ante aquella

sensación, y de algún modo sabía que al animal le sucedía lo mismo con él. Apretó su mano, y sintió la

presión a la contra en respuesta perfecta ¿Sería el primer hombre que conocía? Seguramente. El lugar

era tan ignoto que así debía ser, y eso era lo que cimentaba su naciente orgullo por el presente recibido.

Debía ser viejo, muy viejo. Arud sabía de sobras como eran los peces, y aquella coraza que

tocaba era extraordinaria, muy gruesa, demasiado para un animal joven. Sí, debía ser

considerablemente adulto, y por algún motivo estaba en activo después de muchos años de silencio.

¿Dónde habría estado todo ese tiempo? ¿Qué podría haber en el fondo de un lago casi desconocido

para albergar a un ser capaz de esquilmar los mares? ¿Y si no tenía fondo? Ahí se perdió, porque en la

medida de sus conocimientos, todo tenía un principio y un final, incluida cada punta de la vasta

matemática natural. Aquello debía tener fondo.


Por un momento pensó en los touaregs y los hinuit, en cómo el mundo medio se extendía entre

ambos extremos, y se preguntó si no sucedería lo mismo con aquella porción de agua. Si este lugar era

un non plus ultra del mundo acuático, ¿qué habría en el otro? ¿El sitio de donde procedía el gran pez?

No podía saberlo, pero estaba seguro de que todo eran círculos dentro de círculos que alojaban otros

círculos, así que muy bien podría ser así. Extremos que a veces se tocan, produciendo aberraciones que

dejan huella allí donde interactúan. En determinadas ocasiones, en momentos extraños, Dios gusta de

jugar con sus criaturas, sí, y lo hace por caminos que no entendemos.

Arud se dio cuenta de que no podía retirar la mano, pero no por algo puramente físico. Se

sentía bien, unido. Era raro, pero su sensación era de que no había nada que temer, como si estuviese

sintiendo al animal, su pensamiento, la fuerza impresionante, y a la vez sabía que estaba transmitiendo

lo mismo a través de la palma de la mano. Estaban conectados.

Ahora, merced a un estímulo que se abrió paso de repente, ya sabía por qué salía a mar abierto,

aunque lo había supuesto. Necesitaba tanta comida como no producía el lago, y su ansia ingobernable

le impelía a saltar cada noche la barrera de piedra. El hinuit estaba convencido de que, a su modo, el

ser era también un gran cazador, un perseguidor voraz que gustaba de fajarse en luchas titánicas que

siempre acababan cayendo del lado del poderoso. Usaba la noche para enfrentarse a sus piezas, y no

podía decirse que sólo abatiese a especies de menor grado, como atestiguaban los restos que iban

apareciendo por las costas. No le importaba devorar cachalotes, ballenas, peces espada… y

seguramente un millar de seres de las profundidades que nunca han sido vistos por el hombre. Sí, sin

duda se trataba de un animal muy valiente y preparado para la vida. Cada vez lo admiraba más.

De repente la criatura se agitó, y después el contacto se perdió cuando se separó un par de

metros de la orilla, mientras Arud sentía la fuerza de una mirada emitida por ojos que no había
conseguido distinguir, pero que seguro que permanecían clavados en él. El agua se convulsionó

alrededor, y al instante, como impelido por una fuerza superior, un pequeño pez coloreado del lago

saltó junto a sus pies. Mientras el hombre lo miraba agitarse otro cayó al lado. Y otro más… y así

hasta reunir un buen lote, un montón de peces frescos… listos para llevar.

Era una ofrenda, y sabía lo que significaba.

“Entiendo tu mensaje, y te doy las gracias. Llevaré estos peces a casa y los dignificaré en mi

mesa”

Desde entonces, cada semana, el hombre bajaba al lago, y allí donde acampaba saltaban

centenares de peces para llenar su trineo. Desde el mismo pie del agua fumaba su pipa, y miraba a la

criatura, siempre cercana, complacida porque ambos permanecían en equilibrio perfecto. Aquellas

semanas las despensas de salazón de Arud se llenaron sobremanera, asegurando que nadie pasaría

hambre en su familia gracias a la comunión entre un animal raro y un hombre del norte. En el océano,

la fauna había casi desaparecido hasta varias millas mar adentro, pero el pez era rápido, y capaz de

bajar tan profundo que tampoco le faltaba alimento. Nada se le resistía, y así el ciclo natural seguía y

seguía mientras en alguna parte Dios seguía jugando sus dados y cruzando los círculos con maestría.

Un día de tantos como compartieron esa temporada, Arud se detuvo junto al lago, como

siempre, pero notó algo extraño, inusual. Sentía tanta y tan extraña unión con el enigmático ser que

casi podía sentirlo en la distancia, y ese día todo permanecía en una calma que ya desconocía, pero que

recordaba similar a los tiempos anteriores a la aparición de la criatura. El animal no estaba, y eso le

extrañó porque era de día, y nunca se aventuraba fuera a pleno Sol, aunque desconocía el por qué.
Instintivamente caminó hasta el cañón Ripley y descubrió, complacido, que estaba allí fuera, en pleno

océano, dejándose batir por el oleaje.

“¿Qué haces aquí, pez? ¿Saltándote tus horarios?”

Al verle llegar, el animal se acercó a la rocosa orilla despacio, y allí permaneció. Arud sabía

que algo sucedía, pero no sentía desasosiego, así que no se alteró. Miraba y miraba, se acercaba, se

sentaba, y poco a poco iba tomando forma en su cabeza una idea extraña, pero ¿qué no lo era en esa

relación? El esquimal, movido por alguna fuerza que no podía clasificar, subió cuidadosamente sobre

aquel lomo duro y poderoso, agarrándose con fuerza a la aleta caudal. Se puso de rodillas dejándose

mojar levemente por el agua gélida, y sintió como se movían despacio hacia un fin que desconocía. Se

daba cuenta de que era lo más descabellado que había hecho en su vida, pero sencillamente confiaba

en su insólito amigo, que algo tenía reservado para él. Navegaron despacio, sin que el mar alterase la

extraña unión. Las olas golpeaban la coraza con un sonido cristaliscente, pragmáticamente ensoñado y

y dijérase que aletargaba al hombre que a la grupa cabalgaba a la bestia. Así llegaron a un lugar

alejado, una zona vetada, porque allí moría el glaciar de Rahinia, un sitio por tanto muy peligroso que

apenas nadie visitaba, y menos alguien tan prudente como Arud.

El esquimal nunca había estado allí debido a los desprendimientos frecuentes que zarandeaban

el océano dando lugar a icebergs, y se sintió incómodo por la presencia del peligro en forma de

enormes bancales suspendidos, pero una emanación de calma le llegó como una brisa cálida desde su

increíble cabalgadura, que lo cuidaba de manera singular. No había nada que temer, le decía algo que

sonaba como una voz dulce, y así seguía mirando arriba las masas de hielo deseando caer a plomo

sobre ellos. El glaciar era precioso, azulado, transparente hasta donde el oxígeno atrapado dejaba
ver… un hielo viejo que nadie sabe cuando se formó arriba de la cuenca, a mucha distancia. “Al

principio fue nieve, ahora hielo, será agua pronto, y después nube. ¿Lo ves, pez? Todo son círculos”.

Casi debajo de la lengua blanco-azulada, el animal se acercó a la orilla y se inclinó levemente

hacia adelante, invitándolo a bajar. Su pasajero no entendía nada, pero dejándose llevar por instintos

que sabía de dónde llegaban se acercó a una pequeña gruta natural helada que apenas subía del nivel

marino en aquellas horas de marea baja. Era un desaguadero de las bolsas de agua internas de aquella

masa de frío eterno. Parecía evidente que era su objetivo, porque en toda la plataforma no había nada

más que suscitase la menor atención. Estaba oscuro, pero se veían bien las paredes heladas, cubiertas

como si hubiesen pasado por el taller de un maestro vidriero. Hacía muy frío allí.

Lo que vio dentro lo dejó sin respiración, lo bloqueó e hizo caer de rodillas desplomado

mientras las lágrimas se abrían paso desde sus ojos como torrentes de montaña, dejándole un reguero

cálido por las mejillas teñidas de grasas protectoras. Erguida contra una pared, caprichosamente

naturalizada por las temperaturas bajísimas del agua, yacía el cuerpo congelado de una mujer hinuit.

Era una imagen inconfundible. Su esposa Asia se mostraba perfecta detrás de una capa de pocos

centímetros de hielo muy transparente. Hermosa y eterna, llevada allí por las corrientes y postergada

en la existencia para el final de los tiempos, su mortaja eran los cristales fríos del gran norte que

mantenían su presencia muy por debajo de la más rigurosa congelación. Una gran, erecta y triunfal

estatua de carne que lo miraba con dulzura detrás de su mata de pelo negro.

Arud veía las ropas recordadas, las manos blancas… las mismas botas de piel que él mismo le

había curtido el Otoño anterior al desastre… todo estaba intacto, en perfecto orden, como esperando su

llegada desde hacía… ¿Cuántos años? Parecía no haber pasado el tiempo, pero sí, lo había hecho, y

nunca había dejado cicatrizar el dolor de la manera debida.


Desde el borde de la plataforma rocosa, el animal lo miraba y entendía cuanto por la mente del

hombre pasaba. Vínculos cruzados del mundo de los círculos que abofeteaban la cordura con la fuerza

de un tren de mercancías derramando sensaciones como vino sobre la mesa de la cordura..

Arud no lo pensó, se abalanzó contra los hielos golpeando con tanta fuerza como cuidado y tras

liberarla con la piqueta la abrazó con fuerza, sin esperar a que se soltase del todo. Su aspecto era

rosado pese a la congelación, que la mantenía rígida. Olía a mar salada y hielo estéril, humedad

póstuma, pero debajo de eso estaba la única mujer que había amado en toda su vida. Ahora por fin la

llevaría a casa, de vuelta, y le daría un lugar donde descansar apropiado a su grandeza, un simple sitio

a donde llevar alguna rama verde en primavera. Lloraba, pero era muy feliz dentro de la consternación

que le entrecortaba la respiración y le hacía manar toda clase de jugos de una cara descompuesta.

Siguió golpeando la base para extraer el cuerpo y se hizo cortes profundos en las manos que no lo

detuvieron pese a que la sangre brotaba y manchaba la roca y el hielo. Estaba frenético e impaciente,

lleno de adrenalina que mitigaba el dolor.

Detrás quedó aquel agujero rocoso, el sarcófago de piedra y hielo donde había permanecido

desde el día en que el mar la robó a la vida, mientras la colocaba en el lomo de su amigo pez, y se

disponía a partir.

“Eres sabio, pez, eres sabio… Ojalá pueda algún día devolverte esto tan grande que has hecho

por mí”

El animal que lo llevó los trajo, y sin que la noche llegara los dejó en la orilla de su playa. Saltó

portando en sus hombros el cuerpo para él divino, y al oscurecer con el esfuerzo de sus manos estaba
enterrada en un sitio que nadie sabría, porque nada había ya que remover. Cuando Satia creciese se lo

contaría con detalle, pero mientras tanto todo seguiría en calma porque hay cosas que no se pueden

explicar sin rayar la locura. Tocaba ahora disfrutar de una época de reencuentro con la paz interior.

Pero lo que Arud no sabía es que todas sus andanzas con el gran animal habían sido seguidas

por ojos que lo observaban desde lugares imposibles. La expedición noruega lo tenía todo registrado, y

de una manera fría había maquinado atrapar al ser a cualquier precio, vivo o muerto. La oscuridad se

cernía sobre los acontecimientos.

Aquella semana Arud tuvo que recibir en su casa la visita de científicos que desconocía, gente

con escasa humanidad y carentes de sutileza con un hinuit, que le interrogaron sobre cuanto había

visto. Tuvo que hacer dibujos, descripciones, y contar cien veces lo mismo, pero nada le mitigó ni un

momento la sensación de que algo muy malo se estaba orquestando. Esos hombres no iban a parar, y

eso no debía ser bueno para el pez al que tanto debía ya.

Muy lejos de allí, presa de su insaciable ferocidad, la criatura mataba para alimentarse y a

veces sólo para su deleite instintivo de gran depredador. Lo hacía porque era así desde el principio de

los tiempos y eso la llevaba a sentirse bien, llena de sensaciones electrizantes que le creaban adicción

y aumentaban su ansia. Se sentía viva y única, dueña de las profundidades, sabedora de que nada allí

abajo podía rivalizar con ella. Pero le quedaba enfrentarse al ser humano aun.

De ese modo dejó un gran rastro de peces muertos, entre los que había tiburones, pulpos y

cachalotes a los que arrancaba enormes trozos de carne, porque le satisfacía su sabor, lo cual no podía

pasar desapercibido a los investigadores del ártico. Se deducía que resultaba difícil hacerle frente, y
era tal su rapidez que la mayoría de las veces surgía de la negrura abisal como un rayo, con las fauces

abiertas y dispuestas a cortar como una hoja de afeitar.

- No sabemos cómo, pero ese animal parece emitir un pulso energético, algo muy

poderoso que hemos conseguido aislar a fin de localizarlo.

- ¿Es un animal con órgano eléctrico, como las especies abisales?

- Algo así. Sin duda genera energía, y mucha, aunque nos es imposible aún

determinar de qué modo lo hace. Esas fueron las alteraciones que captamos en el

cráter de Isla Rahinia hace tiempo, y creo que podemos averiguar su paradero si

somos capaces de buscar ese patrón desde el satélite.

- ¿Cuándo estará orientado?

- Dentro de… Unas dos horas. Para entonces tendremos los datos y los

introduciremos en el ordenador. Si el pez o lo que sea está ahí lo encontraremos.

Mientras tanto hablemos con el hinuit.

- ¿Está aquí?

- Si, hice que lo trajesen hace rato. Creo que merecerá la pena intentarlo de nuevo.

- Bien. Es la única persona que ha estado cerca de esa cosa, y si lo ponemos

finalmente de nuestra parte nos ayudará a hacernos con él.

- Es un Dunkleosteus, señor. Un pez del pasado. Desconocemos qué hace vivo, porque sus

congéneres desaparecieron hace 360 millones de años. Algunos de mis colegas piensan que pudo estar

enterrado en el hielo, y que de algún modo incomprensible habría acabado libre y con la vida

recobrada, aunque eso encierra interrogantes que no sé responder aun. Este animal es muy especial,

créame, un auténtico fósil viviente. Mi colega, el doctor Hansen, le explicará algo sobre sus

características.
Arud los miraba en calma. Se les veía intentando dar una imagen de seguridad, de control, pero

el sabía que no era así. El pez los tenía muy alterados, y mal debían estar las cosas para haber acudido

a alguien tan insignificante como él después de tantas visitas a su hogar.

- Señor Arud, antes que nada quiero que entienda que eso que hay ahí fuera es algo nuevo para

nosotros, y no me refiero a los que estamos aquí, sino al mismo ser humano. Nunca hasta ahora hemos

coexistido con él, y lo que sabemos de sus hábitos solo es producto de la deducción y de montones de

huesos enterrados profundamente de sus antepasados remotos. Ahora, el tener uno de verdad tan cerca,

nos aportará datos que desconocemos del giro que dio la evolución hace 360 millones de años, y por

eso es por lo que le pedimos que por favor nos ayude a capturarlo. Él ha establecido con usted unos

lazos extraños que parecen de afecto, si, pero solo es una bestia, un animal sin inteligencia que actúa

por instinto, y el de éste en particular supera todo lo conocido. – En la pantalla aparecían diapositivas

mezcladas en que se veían gráficos y fotos reales tomadas en el lago. Eran muchas.

Debe medir unos quince metros, y su voracidad solo es comparable con su capacidad de

ataque. El sistema óseo que tiene en la mandíbula corta como una katana japonesa, y no tiene dientes,

sino dos grandes cuchillas que corren por toda la boca. Creemos que esa estructura fue descartada por

la naturaleza por el alto coste energético que debió tener y que por ello aparecieron los dientes

individuales, pero desde luego en términos de eficacia no hay nada como eso.

En cuanto a su armadura exterior tiene casi cuatro centímetros de duro hueso, muy difícil de

penetrar, y que cubre todo su tercio superior mediante un ingenioso sistema de placas enlazadas. Ese

animal acorazado puede resistir perfectamente el impacto de una bala sin recibir daño alguno. El
motivo de semejante blindaje se nos escapa, pero pensamos que en su tiempo debió tener un

depredador terrible, un enemigo que aun desconocemos.

También habrá notado su extraordinaria velocidad hidrodinámica. Sin ella no podría alcanzar

esas distancias en el salto. Ese ha sido siempre uno de los grandes enigmas de la evolución. ¿Cómo

pudo aparecer semejante animal avanzado en un ambiente tan primitivo? No nos lo explicamos, pero

ahí está el resultado. Si esa criatura se reprodujera, cosa difícil puesto que no hay una pareja fértil a su

alcance, sin duda volvería a provocar una extinción completa en todos los niveles marinos, incluyendo

a temibles depredadores como el gran blanco y a gigantes como el cachalote.

- Mire, comprendo en parte sus palabras, aunque me habla como si fuese uno de los

suyos, y no lo soy, por lo que muchos conceptos se me escapan. Pero lo cierto es

que no entiendo muy bien qué es lo que aun quieren de mí.

- Su ayuda, Su conocimiento. Tenemos imágenes de usted con el pez, y seguro que

conoce cosas que nos interesa saber.

- Ya les he contado cien veces cuanto sé.

- Me temo que eso no es del todo cierto. Usted nos ha contado lo que ha querido, y

ha omitido detalles importantísimos. Tenemos las escenas en las cuales día tras día

esa cosa le proveía de peces que saltaban por su voluntad hasta la orilla para que

usted los recogiese, lo cual indica algún tipo de contacto telepático con la criatura,

y de eso no nos ha hablado. Estoy seguro de que hay más de lo que dice, y en este

momento todo conocimiento es importante.

- Entiendo. – Arud pensó un momento sin sentir nada de la presión que aquellos

hombres embatados pretendían transmitirle en el pulcro laboratorio donde estaban

metidos. No le gustaba nada la situación - Pero no creo que haya ninguna ley que
me obligue a ayudarles.- El científico se echó hacia atrás y soltó una sonora

respiración. Estaba disgustado porque no había conseguido enlazar con aquel

hombrecillo insignificante.

- No, no la hay. Pero entendemos que sería muy bueno que cooperase con nosotros,

pues a fin de cuentas eso que hay ahí fuera esquilma los mares y hace mucho daño

a los ecosistemas.

- Ya. Y ustedes se creen con el poder de Dios para corregir lo que él ha hecho.

- Señor, la religión no es nuestro ámbito. No lo mire así.

- No. Su ámbito es cambiar las cosas a su modo, a su criterio, perseguir a esa

criatura hermosa para despedazarla o retenerla en una de sus peceras. Les contaré

algo. Hace tiempo, cuando los peces se fueron, estuve tentado de enfrentarme con

ella porque llegué a temer por la supervivencia de los míos, ¿y saben lo que hice?

- Estoy impaciente por saberlo.

- Bajé a ese lago, me senté delante de ella y le hablé. Después, de algún modo, ella

me habló a mí también, entendió mi pesar, y por ello me compensó con ese

alimento. Llegamos a un acuerdo.

- ¿Y cómo interpreta usted eso?

- Interpreto que yo hice una comunión donde ustedes pretenden hacer una

violación. Así lo veo. Ustedes no dialogan con la naturaleza. La despedazan y

vulneran, despreciando cualquier respeto en aras de lo que creen que es la

búsqueda de la verdad, y tan cegados que no se dan cuenta de que hay que

desproveerse de tanto egocentrismo y retornar a la humildad del diálogo con las

cosas para poder entender las mejor. Hacen de sus lagunas su enemigo, y por eso

no avanzan más que con sangre. Eso no vale nada.


- Nuestro método es fiable, señor, y no pretendemos ningún mal. Lamento

confesarle que no compartimos los criterios de San Francisco de Asís y que

además no somos santos, sino simples personas que podemos parecerle malvadas,

aunque se equivoca en eso.

- No, no creo que sean malas personas… Tienen padres, hijos… una familia allá

lejos y un futuro entero. Están aquí porque son hombres de bien, eso me consta,

pero no son conscientes del daño que llegan a hacer para conseguir sus fines.

Ustedes no han estado a su lado, no han sentido su fuerza porque ni siquiera se lo

han planteado, y es por ello que están siempre tan lejos de la realidad.

- Ya ¿Y cual es para usted esa realidad? – La pregunta sonó con mucho aire de

suficiencia, pero el hinuit no se arredraba con nada. En el fondo gustaba tan poco

de aquellos hombres presuntamente sabios como ellos de él, y su único deseo era

zanjar el tema de una vez.

- Que si la obra de Dios incluye a ese pez, entonces ese pez debe seguir ahí. Así de

simple. No les ayudaré en nada, señor.

- ¿Es una respuesta firme?

- Desde luego. Palabra de hinuit. Si sabe tanto ya conocerá el valor de esto.

- Entiendo. No comparto su decisión, pero entiendo.

- Señor, ustedes no comparten nada conmigo, y en cuanto a lo de entender sólo creo

que entienden algo menos de la mitad del principio. No pueden meter el pasado de

la vida en un laboratorio y pretender conocer sus secretos sin antes respetar el

devenir de las cosas y los designios de ese creador que han derrocado en sus

adentros. – El científico guardó silencio, Estaba muy incómodo ya. - Esto les

sobrepasa. Ahora he de irme.


Vistas las cosas, y con la desmedida voracidad de la ciencia, un día, una compañía de

zapadores de montaña se acercó lo más que pudo con el trineo al cañón por donde el animal salía y

entraba. No dudaron un ápice en colgarse de las laderas para tender con fuertes anclajes en la roca

siete redes de hilo de titanio, suficientemente fuertes para atrapar entre todas a la bestia cuando

retornase del viaje de esa noche.

El plan era muy simple, pero debía funcionar si esos aparejos aguantaban el tirón y envolvían

el cuerpo del gigantesco pez. Después, cuando se debilitase, ellos lo sedarían convenientemente. O lo

que fuese necesario.

Nadie durmió, cada ojo permaneció a la espera toda la noche, escudriñando la distancia en una

tensión incómoda mientras el clima se recrudecía con velocidad. El sargento al mando escribía en sus

notas algunas líneas extraídas de la imaginación, y buscaba un nexo que le permitiese mirar al futuro

con optimismo:

“Tranquilo, Goran, tranquilo. Apunta bien. Mira atentamente a su lomo, y no dejes que nada

interfiera. En este momento no hay océano, no hay oleaje ni espuma. Solo ese animal y tú. La presa y

el cazador. Afina bien la puntería si llega el momento, porque por todos los diablos que no sabes si

tendrás otra oportunidad...”

Tenía presentimientos muy malos, pero no podía hablar de ello.

Lejos el hinuit tuvo una noche agitada sin saber el motivo.


Casi al amanecer, mientras Arud despertaba intranquilo, la criatura se dejó ver mar adentro.

Aunque nada sabía de satélites estaba siendo seguida por uno de ellos debido a los pulsos eléctricos

que de su interior emanaban como torrentes de fuego que avivaran la maquinaria muscular del

magnífico depredador que era. El tiempo resultaba ya terrible, con mucho viento y olas grandes, pero

eso no fue obstáculo para que el encuentro que la esperaba se acercase. Venía veloz y aparentemente

feliz entre tanta mar confusa, ajena a los ojos que la observaban desde tierra en un lateral del cañón

por donde entraba y salía de su morada segura, el único sitio en que gustaba descansar. A una milla de

la costa se sumergió profundamente, y cuando estaba a casi 200 metros de profundidad inició el

ascenso con un perfecto ángulo de 45 grados, como había hecho tantas veces ese verano, y se impulsó

con toda la fuerza de que era capaz mediante su imponente aleta, retorciendo el cuerpo y liberando

sacudidas tremendas de más de 350 voltios que se disipaban en el agua cercana. La claridad del

amanecer se perfilaba ante sus ojos más arriba de la última capa salada, y cuando estaba a muy pocos

metros del gran vuelo notó algo diferente, una anomalía en el lienzo que no entendía, pero siguió

adelante consciente de que ya era tarde para volver atrás porque el impulso era incontenible. Había

superado el punto de retorno, y no podía detener tanta masa lanzada sin chocar contra las rocas. Las

leyes de la inercia también se han hecho para los seres magníficos.

Así que el cuerpo de aquel gigante que navegaba impetuosamente rápido en el más logrado

hito de la hidrodinámica comenzó su ascensión fuera del agua hasta los diecinueve metros previstos

esperando volver a caer con absoluta precisión al otro lado del angosto pasaje. Pura rutina. Estaba muy

bien alimentado ese día, pero no se encontraba nada pesado, y el despegue fue tan perfecto como el de

los pequeños salmones remontando las pendientes en los ríos, solo que con una masa infinitamente

superior. En tierra el mar pareció abrirse ante quienes lo observaban, y de tanta espuma emergió la

descomunal presa de ese día extraño. Decenas de cámaras lo registraron todo con la frialdad del ojo de

cristal, dejando un recuerdo imborrable para los anales de la ciencia.


Los soldados vieron al pez lanzarse al aire surgiendo de una explosión de espuma, y ya desde

ese mismo momento fueron conscientes de que aquellas redes podrían no ser suficientes después de

todo lo planeado. Se sintieron empequeñecer ante la contemplación de algo tan profano, sin duda

oculto a los ojos del mundo, porque ¿quién podría haber visto jamás algo así? Pudieron por un instante

observar los ojos del animal, aquellos que el hinuit desconocía, coronando un frontal huesudo

achatado de una sola pieza. La mandíbula impresionante que tantas vidas había cercenado se mostraba

en lo que parecía ser más una cuchilla que un conjunto de dientes, y brillaba como el acero, de un

modo mate peculiar. Era imposible distinguir el color de la piel debido a la penumbra de la mañana,

pero desde luego era oscura, aunque también llena de brillos metálicos.

Cuando estaba a medio camino en su vuelo, casi a punto de iniciar el descenso y carente de

control, la criatura percibió algo, una pared tenue que lo frenaba, si, algo parecido a una malla

transparente. Nunca había conocido una red, y por eso no la identificó. Otras seis, puestas en línea

sucesiva, lo intentaron retener en el instante siguiente mientras sus anclajes en la roca saltaban con

estrépito, pero todas fracasaron, y lo único que consiguieron fue sacarlo de la trayectoria de vuelo y

proyectarlo hacia una de las paredes, contra la que chocó con espantosa sordidez para después caer a

plomo a escasos metros de los soldados, que permanecieron hipnotizados ante la secuencia de los

hechos. El sonido había sido chirriante, metálico… chispeante. Olía raro…

Quedó tirado cerca del lago interior, sin apenas sufrir daños en la coraza y un joven soldado,

muy nervioso, salió de su escondite dando gritos de júbilo ante el terror de su compañero más

próximo, que observaba como aquel ser lo miraba todo con un ojo fiero parecido al de las serpientes.

Se notaba que no estaba abatido, sólo algo sorprendido, pero el hombre se daba cuenta de que de algún
modo seguía dominando la situación y siendo terrible. Supo lo que iba a suceder, pero era ya tarde y su

grito al hombre frenético no hizo el menor efecto.

El animal se revolvió dando un tremendo coletazo, y aquel propulsor capaz de lanzarlo fuera

del agua contra toda ley natural alcanzó al soldado con un golpe seco que lo tiró contra las rocas como

un guiñapo. Se desplomó y un charco de sangre surgió al instante después de dejarse oír un crujido

monstruoso de huesos machacados. Sin duda estaba muerto desde ese mismo momento, no había duda

de ello, y todos eran conscientes de que aquella película horrible que pasaba ante ellos a cámara lenta

se estaba desarrollando en la realidad mientras el corazón se les encogía cerca de la mole impetuosa e

imparable de aquel acorazado de la naturaleza. Por mucho que te adiestren nunca te preparan para algo

así.

El pez exhaló un bufido, después un silbido penetrante, y con un peso enorme cayó al agua del

lago después de impulsarse con un escorzo del cuerpo. El sargento al mando, ausente a lo que el gran

animal hacía, corrió hacia el hombre muerto perdiendo de vista a la criatura, y sólo cuando lo tenía en

sus brazos notó como de nuevo la cosa enorme, más grande que un autobús, volaba sobre él para

amerizar en el Mar del Norte como un bólido de carne que abriese cadenas de olas, algunas de las

cuales llegaron a los pies de sus hombres. Alguien le disparó en vuelo, pero sonó a hierro contra metal.

Habían fracasado.

A 18 millas náuticas de allí el ballenero noruego Sea Horse cerraba el círculo sobre el animal

que había despedazado a una docena de cachalotes en las últimas semanas, y ahora que su bip sonó e

iluminó las pantallas radar todo el mundo pareció activarse como si tuviesen resortes en el culo.

Después de unos segundos el técnico determinó que el objeto se desplazaba de manera uniforme con
rumbo 172, a la increíble velocidad de 66 nudos, casi 120 km/h. Todos en aquel navío sabían que esa

era una cifra imposible de alcanzar en inmersión, y menos por un animal, pero la mayoría había visto

las dentelladas que la bestia había dado a sus presas.

Más al sur, el submarino inglés Sword Fish, un novedoso ingenio de ataque de la clase Thule,

tenía perfectamente centrado al animal, y comprobaban con asombro los datos de velocidad y

profundidad. Nada más alejarse de Isla Rahania se había sumergido a unos increíbles 2800 metros

manteniendo los 66 nudos sin problema aparente. La idea de que se tratase de un ingenio en fase de

pruebas de alguna otra potencia tomó cuerpo, pero se desvaneció cuando el oficial de radar anunció

que sin duda era un biológico de nueva especie, aunque con un comportamiento muy raro. No estaban

al corriente de la existencia del animal.

El pez, muy embotado por la sorpresa al retornar a su guarida y aturdido por los constantes

pings del radar activo de los barcos se contrajo y lanzó un espasmo violento de subgraves a 20

hertzios, acompañado de un pulso, una onda que viajó a gran velocidad por el fondo marino, como un

tsunami.

En ambas embarcaciones se produjo una convulsión cuando el muro de frecuencias llegó, y de

repente la mitad de los aparatos eléctricos estallaron por los aires, al tiempo que muchas caras se

quedaron en blanco cuando fueron conscientes de que habían sido víctimas de un pulso electro

magnético. Aunque lo suponían no podían creer de dónde parecía haber llegado.

Después, el ser se desvaneció en el océano como un fantasma.

Era hermafrodita, y tenía que encontrar un nuevo lugar seguro para su prole.
Al día siguiente la mañana se mostró radiante, y Satia se oía alborotando alrededor del

cobertizo desde muy temprano.

Arud se asomó a la cresta desde la que tantas veces había visto el mar precioso, y contempló a

Asia faenando en la orilla. Sintió un escalofrío placentero, un dejá-vu, pero sólo fue un instante. No

recordaba nada del curioso sueño que acababa de tener, pero el escozor de las manos producido por

aquellas heridas profundas le resultaba misteriosamente familiar. ¿Cómo se las habría hecho? Las uñas

estaban llenas de tierra incrustada.

Bajó hacia la orilla, cerca de Asia, preguntándose si podría recoger los aparejos con tantas

laceraciones. No le importaba en absoluto dejarse la piel en los sedales si todo marchaba con la paz

que destilaba la aurora.

Al final, sin saberlo, había cruzado al otro lado del círculo.

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