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En virtud
La blognovela gótica y de ciencia ficción

Capítulos 1 al 3 (recopilación de las 30 primeras entregas)

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Escrita por Oderfla


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En virtud Por Oderfla

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Sin lectores, una novela no existe.
Sin lectores, un escritor no existe.
Ayúdame a existir.
Muchísimas gracias de antemano.

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En virtud Por Oderfla

Capítulo 1: Antes

M
il años antes de que todo comenzara, ella murió.
Sola, aunque en los brazos de un amante que nunca
pasó de ser un espectador, su vida terminó en un último
estallido de desesperanza. A su lado, el poema que había ido
escribiendo mientras se desangraba quedó finalizado por una gota
escarlata rezagada, que se había dormido en los laureles y había
tenido que correr, a última hora, para abandonar junto al resto de
sus hermanas aquel cuerpo ya vacío, seco, blanquecino, translúcido,
muerto.
Casi sin gamaglobulina por el apremio, la pobrecilla tardona
saltó desde el corte irregular, tembloroso, zigzagueante, que Luz se
había abierto en la muñeca, y se estrelló justo donde acababa la
última línea de su poema de despedida. Punto final.
Siento el miedo
que ya llega
siento la razón
que se me niega
siento las lunas
todas negras
que dormitan
en los vacíos
de mi corazón
siento partir
cuando no debiera
cuando vivir
de verdad quisiera
mas por querer
no puedo

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En virtud Por Oderfla

y sin poder
no quiero.
Luz escribía de corrido, sin puntuar, poseída por la ansiedad.
Escribía donde fuera, con lo que fuera, por lo que fuera… Escribía
poemas breves e intensos como lo fue su vida.
Luego, en los momentos en los que creía que un día estaría
cuerda, que un día sería una hormiguita más; en los momentos de
paz tensa, de falso bienestar, de esperanza incrédula, de rezos a un
dios inventado por ella misma, a un dios que nadie le había
presentado, los transcribía en unas libretas que guardaba en un lugar
secreto, en el caserío de sus padres.
Cuando comenzó la primera, en su portada verde pálido
escribió “Libertad”, y pensó que si un día había una segunda, la
titularía de otra forma, y que con otra más formaría una trilogía.
Pero, al llegar el momento de inaugurar la que hacía dos, se percató
de que, de hecho, aún no había terminado la anterior, así que en su
portada verde pálido caligrafió “Libertad II”.
Aquel título reiterado retumbó en su cabeza. Sintió cómo un
ahogo espeso y áspero le subía por el cuello, hasta las fosas nasales,
y le taponaba todo: la boca, la nariz, la razón, la cordura, el futuro…
“Parece que el camino hacia la libertad va a ser más largo de lo que
creía”, se sorprendió pensando.
Algo más tarde, reflexionó sobre aquella cavilación y no la
entendió, como solía pasarle, así que escribió el que pasaría a ser el
segundo poema de la segunda libreta, en la contraportada del libro
de Álgebra II, mientras Raúl, su acompañante, su sirviente, su novio,
su diana, su pañuelo, miraba sus rodillas fascinado, suspirando por lo
que había un poco más allá.
Esta senda temblorosa
me resulta conocida
veo labriegos muertos
y ganado suicida

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En virtud Por Oderfla

oigo las súplicas


de voces espantosas
que se agolpan en mi sien
en filas de a diez
y no dejan de bramar
que por mucho que huya
nunca podré escapar.
Anhelando aquel cuerpo decorado con piercings y tatuajes, pero
enamorado de la energía irreductible, incomprensible, hipnótica, que
lo movía, Raúl, el pobre Raúl, el bueno de Raúl, se juró —aun
consciente de que su labor siempre sería secundaria: la de un mero
escudero, enfermero, cuidador, secretario, confidente— que jamás se
separaría de su lado, como así fue.
Excepto aquella tarde en la que cuando llegó, ella ya había
partido, en la que todos sus lloros y aullidos no pudieron evitar que
una gota de sangre rezagada se convirtiera en la única puntuación
que Luz admitía en sus poemas: el punto final.

C
inco años antes de que todo comenzara, el planeta Tierra
cambió de nombre.
Cuando aún faltaban unas horas para la ceremonia,
nervioso como un avispero centrifugando, él esperaba a que se
abriera el cierre hermético de la funda de conservación textil sin
impacto ambiental en la que guardaba su traje solemne. Todo
ciudadano contaba con uno, y solo con uno, entre su vestuario, el
cual se le proporcionaba poco después de que se determinara que sus
patrones biométricos (altura y peso, esencialmente) fueran a
permanecer estables durante el resto de su vida. El suyo era gris
plateado, con una franja azul marino que recorría las mangas desde
el hombro hasta la empuñadura, y las perneras, desde la rodilla hasta
el bajo.

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En virtud Por Oderfla

Una franja azul como sus grandes ojos en un rostro sin vello en
una cabeza sin vello.
Aquellas fundas de conservación que proporcionaba el estado
no eran muy sofisticadas. Su proceso de equilibrado atmosférico
requería de un par de minutos para completarse, que se hicieron
eternos para aquella joven mente tomada por la euforia. Su intensa
mirada de impaciencia no iba a acelerar el proceso, pero la juventud
es un tiempo de prisas y tropezones, de despilfarro energético y
temporal, de impulsos irreflexivos, así que él siguió intentando abrirla
a golpes de vista.
Recordó la primera vez que se había vestido con aquel atuendo,
hacía menos de dos años; en aquella ocasión, para llorar una marcha,
para decir adiós, hasta siempre, para honrar una muerte, la de uno
de sus progenitores. Por aquellos tiempos aún vivía en el hogar
familiar. Fue el día más triste de su vida, triste y confuso, un día en el
que su nombre le pareció una mofa cruel, una decisión chapucera e
inconsciente de una pareja de ingenuos.
En aquellos pesarosos momentos que ahora parecían tan
lejanos, en un intento de calmar un sentimiento de traición plúmbeo
y abrasador, que se le estaba comiendo el estómago desde dentro, se
acercó a su progenitor sobreviviente y le espetó:
—¿En qué estabais pensando cuando se os ocurrió llamarme
Futuro?
Se miraron. El inquirido intentó mantener la firmeza, pero su
cabeza, que se inclinó ligeramente, delató un sentimiento de
culpabilidad del que no se podía librar. Pese a su mala conciencia,
consiguió contestar de la forma que su compañero muerto hubiera
esperado de él:
—Pensamos que el futuro merece ser nombrado continuamente
cuando va a ser tan brillante como lo es… —Hizo una pausa,
confundido por los tiempos verbales, que siempre tiemblan cuando la
Parca está presente. Miró hacia un lado, avergonzado por los ojos

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acusadores de su hijo, incapaz de soportar que otra daga se clavara


en su corazón. Continuó—: Tan brillante como lo será tu presente.
—¿“Es” o “será”? —replicó el desconsolado muchacho,
transformando, como sucede tantas veces, su dolor en crueldad.
—Creíamos que estaríamos siempre a tu lado… Los dos. ¿Cómo
íbamos a prever algo así? Tu nombre es precioso, Futuro. Es un
presagio de que, siempre, al final, todo acaba bien.
—¿Siempre?… ¿Al final de qué?… ¡¿Acaso su vida ha acabado
bien?! ¿Qué vamos a hacer sin él? ¡Deja de contarme cuentos!
Echó a correr hacia su cuarto, con los ojos anegados, abjurando
del significado de su nombre, con la cabeza llena de pasado.
—Futuro… —balbuceó su progenitor, el que tuvo que quedarse
a rendir cuentas, tan abandonado como su hijo, tan responsable
como su compañero; atrapado entre dos dramas que se confundían
con el suyo propio.
Pero eso fue antes, un antes ya muy lejano, cuando sus
progenitores parecían unos irresponsables que le habían convertido
en una broma ambulante. Hoy, por el contrario, llamarse “Futuro”
sonaba genial. Hoy, la pareja de hombres que le habían criado con
tanta sensatez solo podían ser acusados de clarividencia. Hoy, la
predicción de que no habría futuro mejor que su presente se
convertía en realidad.
Hoy, por aclamación popular de todos los humanos, la Tierra
cambiaría oficialmente de nombre y pasaría a llamarse… Utopía.

V
eintisiete años antes de que todo comenzara, ella nació.
Nació gracias a una defunción heroica, la de su madre,
que le regaló dos vidas en lugar de una. Y no solo eso, sino
también un legado incomparable, el legado de quien basó su
existencia —y su muerte como parte de ella— en una rectitud ética a
prueba de tentaciones, chantajes, intimidaciones y amenazas; en una

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coherencia vital blindada por una aleación compuesta a partes iguales


de principios y terquedad.
Aunque jamás lloró en su regazo, aunque jamás rió junto a ella,
ni le agarró de la mano, ni le oyó regañarla, ni conoció su aliento, ni
su tacto, ni su abrazo… siempre se sintió más hija suya que de
Loreto, su otra madre, quien la crió; sola, en contra de todos. Otra
igual de testaruda, aunque no tan fuerte, no tan inteligente, no tan
brillante, no tan nada.
La devoción que Loreto profesaba por su difunta esposa fue lo
que espoleó la imaginación de su hija, que convirtió a la fenecida en
una diosa intachable, perfecta, todopoderosa. Una diosa a la altura de
la cual quería estar, cuya herencia quería honrar con cada uno de sus
actos; una diosa bondadosa, amante y valiente: su madre, la muerta,
la perfecta, la amada por ella y por su otra madre, la viva, la tristona,
la gruñona, la cabezota.
Cuando aquel alumbramiento de muerte y de vida, aquel
anochecer fulgente, aquel fundido en negro salpicado de los más
bellos fuegos de artificio, aconteció, en el aún llamado planeta Tierra
se había extendido la costumbre de nombrar a los hijos con palabras
altisonantes, que representaran realidades abstractas y deseables,
anhelos de humanos bienintencionados. A los niños se los llamaba
Amor, Camino, Compromiso, Pacto… Futuro; mientras que, por
caprichos de la lengua común, el abanico disponible para las niñas
era aún más amplio: Paz, Libertad, Hermandad, Armonía, Caridad,
Música, Felicidad, Comprensión, Verdad… Virtud.
Virtud: así planearon llamarla y así lo cumplió Loreto.
Una Virtud de grandes ojos verdes en un rostro sin vello en
una cabeza sin vello.
La amante muerta, la madre diosa, siempre sintió una especial
inclinación por aquella palabra, cuyo significado estricto no coincidía
con el que ella le otorgaba. Para ella, la virtud era la capacidad de
vivir en base a unos ideales nacidos de la bondad, y nunca, bajo

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ninguna circunstancia, desviarse de ellos. Para ella, sin una


coherencia estricta entre pensamiento y acción no había virtud.
Ese altísimo ideal le fue asignado a su hija como nombre.
Siempre lo lució con gran orgullo, sentimiento proveniente, creía, de
la que al darle la vida perdió la suya, pero, en realidad, de la
superviviente, pues los muertos, a partir de su último suspiro, se
convierten solamente en historias en boca de los demás. Virtud fue
criada como hija de Loreto y de la sublimación de una añoranza. A
su verdadera madre, nunca la conoció.
Al igual que otra muchacha que nació un milenio antes, Virtud
escribía poemas.
A veces, su necesidad de mantener en todos los aspectos de su
vida una coherencia inhumana, solo al alcance de madres muertas
convertidas en diosas póstumas, le provocaba un sentimiento de
angustia que la agarraba por el cuello y apretaba y apretaba hasta
que comenzaba a faltarle el oxígeno y dejaba de sentirse los dedos de
los pies. En momentos así, llamaba a su IVAN (Interfaz Virtual
Asíncrono Normalizado) y le dictaba poemas de métrica regular,
siempre de diez versos decasílabos y rima consonante.
Diez por diez. Cien sílabas de frustración por comprobar, una
vez más, que la perfección no era posible.
Madre, la luz hoy también me faltó;
madre, hoy no fui como debiera.
Tú, cuyos ojos yo nunca viera,
reconduce mi vida entera,
por la cual tu existencia acabó.
Madre, yo sé que quiero y puedo;
madre, las fuerzas no me flaquean,
mis principios jamás titubean,
mis capacidades no sestean.
Entonces… ¿a qué debo mi miedo?

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El perfeccionismo de Virtud, siempre rozando con la obsesión,


la obligaba a respetar cualquier norma que conociera —y las conocía
casi todas, entre ellas las de puntuación—. Su IVAN, aun
artificialmente inteligente, lo que debiera haber significado que lo era
más que un humano, la habría temido de haber tenido la capacidad
de hacerlo, pues nunca acertaba a escribir todas las comas, todos los
puntos, donde su dueña hubiera considerado que debían ir.
Cuando Virtud terminaba el dictado de uno de sus poemas
catárticos, revisaba el resultado y sentía crecer su ira en cada signo
de puntuación de más o de menos. Contenidamente enfurecida,
ordenaba las correcciones pertinentes y luego retomaba sus
quehaceres, en parte consolada por la idea de que ni siquiera las IAs
(Inteligencias Artificiales) fueran infalibles.
Así era Virtud, uno de los últimos humanos nacidos de una
madre.
La trágica conclusión del embarazo que la engendró fue el
detonante que necesitaba la Representatividad para prohibirlos
definitivamente. No fue una decisión polémica. Por aquellos tiempos
las mujeres que optaban por experimentar una gestación eran cada
vez menos, y se las solía considerar excéntricas o caprichosas.
Los negociadores de todo el planeta recibieron la pertinente
circular, en la que se les comunicaba aquella decisión democrática. A
partir de ese momento, todos los niños y las niñas serían concebidos
y gestados en los plácidos y seguros laboratorios estatales, como ya,
de hecho, lo habían sido la inmensa mayoría desde hacía varias
centurias. Era mejor así.

D
os años antes de que todo comenzara, el reverendo llegó a
la ciudad.
El viaje se le había hecho larguísimo. No era un
hombre paciente. Pensó que haber tenido que pasar una hora
incrustado —según a él le gustaba decir— en aquella vieja UVA

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(Unidad Vehicular Automatizada) debía de ser otra penitencia que


Nuestro Señor le imponía en su sendero de redención.
Aquel sí que era un luengo camino, y no el que separaba a la
reserva de la ciudad. Los pecados del reverendo Mh-Pá se
extendían ante los ojos de Dios hasta más allá de donde hubiera
alcanzado la vista de cualquier mortal; expiarlos era, sin duda, un
trabajo ímprobo que le ocuparía cada segundo de lo que le restaba de
vida. O al menos así lo imaginaba él, siempre tendente a la
exageración y el melodrama.
A la entrada de la ciudad, su vehículo unipersonal con forma
oval, el medio de transporte preferido por los habitantes de las
reservas, había sido desviado a un túnel de desinfección, donde se le
había sometido a un sofisticado proceso de lavado en seco, para
dejarlo tan limpito y reluciente como ordenaban los Cánones Utópicos
y las circulares de higiene decretadas por la Representatividad.
Todo indicio de su viaje por el desierto fue eliminado. La capa
polvorienta que lo cubría le fue arrancada como si se tratara de una
vieja piel. Ahora aquel gran huevo nacarado, que flotaba a no más de
un metro del suelo, brillaba bajo el sol como si los ojos de mil
señoritas pizpiretas pestañearan compulsivamente desde su interior.
Ciertamente, había quedado tan impoluto que, de no haber estado
arañado y abollado como si hubiera caído rodando por una montaña,
se hubiera dicho que era nuevo.
No así el reverendo Mh-Pá. La limpieza automatizada de los
vehículos no afectaba a sus ocupantes. Según los Cánones Utópicos,
los humanos debían cuidar celosamente su higiene y aspecto
personal, de forma que se presentaran siempre pulcros y perfumados
ante sus congéneres; así que no tenía ningún sentido dedicar
recursos a desinfectar a pasajeros ya de por sí inmaculados.
Humanos limpísimos.
Humanos de grandes ojos en rostros sin vello en cabezas sin
vello.

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Pero el reverendo Mh-Pá, ni conocía los Cánones Utópicos, ni,


de haberlo hecho, los hubiera acatado. Él solo respondía a la ley de
Dios. Además, qué narices, él no era humano. Él era un sucio
alienígena de las reservas, polifacéticamente mugriento: por dentro y
por fuera; de aspecto, alma, palabra y, sobre todo, pensamiento.
Pero a Dios no le importaba (que fuera un alienígena, lo demás
quizás sí). Ante Dios todas las criaturas pensantes eran iguales: vello
o no vello, con mejor o peor higiene personal.
La UVA se detuvo ante la entrada de uno de los centros de
almacenaje temporal de vehículos. En ese punto él debía descender.
Su transporte se adentraría en aquel complejo por sus propios
medios, buscando automáticamente un lugar en el que reposar, en
coordinación con la IA que lo controlaba.
Una abertura rectangular se generó en uno de los lados del
ovoide. El espigado reverendo estiró a través de ella una pierna que
parecía no tener fin, y posó su polvorienta bota de piel de vaca en el
suelo, con firmeza, formando una nubecilla que se disipó entre las
toses de los pulcros microbios utópicos (todo era limpieza en la
ciudad). Aquel calzado con tacones chatos le llegaba casi hasta las
rodillas. Estaba adornado con unas costuras que formaban dibujos
geométricos. Espirales y círculos, principalmente. Muchos siglos antes
se hubiera dicho que eran botas vaqueras, pero ya nadie recordaba
su origen.
Con un pie en el exterior, se agarró a uno de los bordes que la
abertura había formado en la cubierta del vehículo, y se impulsó
hacia fuera, quedando de pie, largo como su lista de ofensas. Se
sacudió el polvo que se había traído de la reserva en los pantalones,
en el cual jamás habría reparado de no haber sido por el contraste
con la mareante limpieza que lo rodeaba.
“¡Recórcholis, Señor! ¿De verdad crees que una gente tan
limpia necesita redención?… Sí, ya… Que me espere a conocer sus
almas”, pensó. Y se dispuso a comenzar su predicación.

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En virtud Por Oderfla

M
il veinticinco años antes de que todo comenzara, él
descubrió el poder de la violencia.
El otro niño quedó sentado en el suelo, sobre su
trasero, llorando como una fuente exhibicionista el día antes de la
entrada en vigor de una restricción del consumo de agua. El
pobrecillo no sabía adónde llevarse las manos, si al moflete, donde
primero había recibido un tortazo, o al tobillo, donde a continuación
había recibido una patada. Optó por dividir los esfuerzos y dedicar
una a cada asunto: la derecha, al carrillo izquierdo; la izquierda, al
pie derecho, mientras seguía haciendo trabajar a destajo a sus
glándulas lacrimales y gemía como una sirena de bomberos.
La señorita estaba lejos, pero el agresor, como todo buen
matón, tenía claro su lugar en la jerarquía, así que prefirió no
arriesgarse a que aquella escandalera la atrajera. A los cuatro años
de edad no podía desafiar la autoridad de la profesora. Aún no.
—Si no te callas, te vuelvo a dar —amenazó al agredido, con
tono firme y mostrándose inequívocamente resuelto. Su labio
superior fruncido, su lengua hecha un rizo y asomando entre sus
dientes, y su mano castigadora elevada a la altura del hombro y
abierta no dejaban lugar a la duda… ni a la piedad.
El otro se calló como si la restricción del consumo de agua se
hubiera llevado a cabo de forma instantánea. Con los ojos ahogados
en lágrimas viejas, y los chillidos sencillamente ahogados, lo miró,
aterrorizado y sumiso, aceptando su supremacía y reconociendo el
poder que tenía sobre él, como buena víctima débil… o cobarde… o
débil y cobarde… o cobarde y débil. A sus cuatro años solo pensó que
no quería recibir otro sopapo y que aquel bruto se lo iba a dar si no
detenía su quejumbrosa algarabía: ergo, callarse iba a ser.
Entonces, Hernestito —con hache, pues su madre, altivamente
simplona, bellamente burda, un ángel basto y engreído de los
suburbios, creyó que la grafía que tanto ocupa como poco suena le

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daba un toque aristocrático a un nombre ya de por sí rimbombante y


de etimología profética (del germánico “ernust”: severo), aunque en
su mente de colores primarios lo razonó como que “así SONABA más
elegante”—, Hernestito, el nacido para aterrorizar, aprendió que la
violencia iba siempre acompañada de un escudero que ahorraba
esfuerzos y evitaba ensuciarse las manos: la intimidación.
Con el juguete del otro niño en la mano inocente, la que aún no
había utilizado para arrearle mamporros a nadie (todo llegaría), el
pequeño matón saboreó el poder de carecer de empatía.
Le gustó. En ello basaría su vida.
“Hache”, le llamarían en el futuro los que así fueran
autorizados por él mismo, los que presumirían de ser amigos del
machito alfa, del bruto al cargo. Los demás deberían conformarse con
dirigirse a él como “Puño”. También, cuando se narraran sus
fechorías sin que estuviera presente, entre respingos de miedo y
suspiros de admiración, gestas exageradas que en siglos anteriores
hubieran sido en verso, se lo nombraría como “el Máquina”.
“Hernesto” quedó solo para su madre. “Hernestito” no salió
del parvulario.
Tener tantos nombres le hacía sentirse importante, respetado…
El nivel jerárquico de una persona en el escalafón alimenticio de su
ecosistema basado en el terror quedaba determinado por la forma
como se refiriera a él. Los sirvientes: “Puño” o “el Máquina”; los
vasallos: “Hache”; la reina madre: “Hernesto”; el rey: “yo”.
Claro que había quien se negaba a pertenecer a aquel reino de
brutos, cobardes y envidiosos. Incluso desde su misma creación.
Ya con su botín bien aferrado y los gimoteos de su víctima
acallados, Hernestito vio como Raúl —que nunca usó el diminutivo
porque su madre, licenciada en matemáticas, no le encontraba el
sentido a que al hacer algo más pequeño de hecho creciera (“R-A-Ú-
L”: cuatro letras; “R-A-U-L-I-T-O”: siete)— se acercaba hacia ellos. Al
llegar, se situó al lado del derribado y se encaró con el derribador.

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—Pegar a los otros niños está mal —le espetó sin titubear.
Hernestito le clavó los ojos, afrentado. Raúl le aguantó la
mirada.
El cachorro de abusón sintió que, según sus nuevos
conocimientos, debía amenazarle o directamente agredirle, pero algo
se lo impidió. Algo le chilló, desde el recoveco más recóndito de sus
intestinos, que el otro no era ni sirviente ni vasallo, que mejor no
poner en juego su reino.
—Y a ti qué te importa— replicó finalmente.
Y se marchó, molesto por la osadía del que un día abrazaría a
una Luz muerta, aquella que escribía poemas sin signos de
puntuación y que se desangró al lado del último de ellos; pero
satisfecho por haber consumado su pillaje.
Raúl, el que suspiraría por aquella mente revolucionada y
revolucionaria de una muchacha que emborronaba su belleza con
tatuajes, y la castigaba con piercings, vio cómo la víctima se
levantaba, con los lechos de los ríos de sus lágrimas convertidos en
secarrales, y partía también, en otra dirección.
Él se quedó solo, intentándose convencer de que había hecho lo
correcto… Aunque la realidad fuera que no había hecho nada: no
recuperó el juguete, no se enfrentó al matón. Solo mostró su
disconformidad. Solo habló.
No le gustó. Pero en ello basaría su vida.

C
uatro años antes de que todo comenzara, Lucas Torrejón
ganó las elecciones.
Hasta hacía unos ocho meses, Futuro se había vestido
solamente dos veces con su traje solemne: la primera, para llorar
casi en soledad, en el colmo de la desesperanza; la segunda, para
regocijarse junto al resto de la especie humana, en el sumun del
hermanamiento. Ahora, sin embargo, tenía un buen número de

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aquellas vestimentas, y las lucía a diario, como era preceptivo para


un servidor público de su rango.
Tras superar varias semanas de durísimos exámenes físicos,
psíquicos, mentales y de conocimientos, Futuro había conseguido, a
sus escasos veintitrés años, convertirse en el adjunto más joven de
un vicesecretario de distrito (vicesecretaria, en su caso). El más
joven no solo de su ciudad, sino de las diez que formaban Utopía, el
planeta que antiguamente malvivía bajo un nombre tan vulgar como
desalentador: la Tierra.
Al morir su padre, lo último que habría podido creer hubiera
sido que los años venideros fueran a ser tan buenos para él. Casi
gloriosos. Adjunto de la vicesecretaria del Distrito Cien… Nada menos.
El más joven de todos. El más brillante.
Como era costumbre, las elecciones se llevaron a cabo el primer
día hábil del mes. Los ciudadanos y las ciudadanas podían participar
desde las 00:00:00 hasta las 15:59:59, ambas inclusive. La votación
se realizaba a través de la NIEBLA (Neuro-Inteligencias Estatales
Biorrespetuosas de Largo Alcance), la red integrada de IAs del
Estado, omnipresente en las ciudades.
Para que un ciudadano emitiera su voto, bastaba con que dijera
en voz alta “NIEBLA” y, a continuación —también hablando con el
aire—, se identificara a sí mismo, la elección en la que deseaba
participar y el sentido de su sufragio. Todo ello en lenguaje llano. Por
ejemplo: “NIEBLA, cuenta mi voto por el señor Torrejón para las
elecciones de hoy”. No obstante, para que se diera como válida, la
orden no debía contener ambigüedades: “NIEBLA, hoy creo que
votaré por el calvo” se hubiera considerado un mandato impreciso por
la incertidumbre que introducía “creo” y porque ningún humano tenía
pelo.
Por medio de un sistema de emisión direccional de sonidos, el
votante escuchaba con total claridad la confirmación de la NIEBLA,
como si alguien le estuviera hablando al oído: “Señora Libertad

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Sinira, su voto ha sido contabilizado”, o quizás: “Señora Libertad


Sinira, aclare a cuál de los dos calvos desea votar y si su creencia se
ha consolidado ya en una decisión firme”.
La comunicación con la NIEBLA podía realizarse desde
absolutamente cualquier lugar de cualquier ciudad. Los domicilios
particulares, también. El retrete (sitio elegido por un porcentaje
sorprendentemente alto de los electores), también.
Sí, en Utopía se podía votar desde el váter.
Eran ya cerca de las 16:00:01, hora en la que, según se solía,
se anunciaría el resultado. El retraso de dos segundos se debía al
factor humano. Futuro observaba, ansioso, la televisión con
profundidad que formaba parte de una de las paredes de su
despacho.
Siglos antes, los aparatos de retransmisión en tres dimensiones
habían dejado de comercializarse y habían sido sustituidos por las
televisiones con profundidad. Los nuevos ingenios triunfaron porque
resultaban menos invasivos. Los antiguos proyectaban las imágenes
en medio del salón, bien fuera holográficamente: usando rayos láser
y técnicas similares, bien fuera simuladamente: usando efectos
visuales y ondas que estimulaban los nervios ópticos; mientras que
los más actuales abrían una ventana virtual en la pared, por la que se
podían presenciar espectáculos que, por lo demás, no habían
cambiado tanto con el transcurrir de las centurias.
La sensación de profundidad que conseguían aquellos artilugios
era indistinguible de la realidad. Si, por ejemplo, un locutor estaba
retransmitiendo desde algún lugar al aire libre, uno podía agacharse,
pegar la cabeza a la pared, bajo el televisor, mirar hacia arriba, y ver,
con toda claridad, el cielo que había sobre aquel. Esto, claro, solo lo
hacían los niños muy pequeños, habitualmente después de haber
intentado robarle el micrófono al periodista, frustrados y sorprendidos
a partes iguales al haber ido su manita a topar contra una superficie
lisa y fría.

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Niños pequeños de grandes ojos en rostros sin vello en cabezas


sin vello.
El nerviosismo de Futuro era comprensible. No en vano se
estaba eligiendo al gobernador del distrito cien, en el que vivía y en el
que trabajaba de adjunto de la vicesecretaria. Él había votado por el
otro candidato, al que la prensa se refería como “oficialista”.
“¡Oficialista…!”, se indignaba en sus pensamientos. “Lo que
pasa es que Lucas Torrejón es un intruso… ¡Un intruso!… ¡Nunca
deberían haber permitido que se presentara! ¡Nunca!”. Pero los
Cánones Utópicos dejaban bien claro que cualquier ser humano podía
optar a cualquier cargo de elección popular. Pertenecer al
todopoderoso Colegio de Políticos no era un requisito, aunque muchos
hubieran llegado a creer que sí: al ser una práctica tan habitual se
había convertido en una norma de facto.
A las 16:00:01 una guapa presentadora de grandes ojos en un
rostro sin vello en una cabeza sin vello comunicó el resultado de la
votación: Lucas Torrejón había ganado a su oponente por un
resultado apabullante. Un ochenta y uno por ciento de los electores
habían confiado en él, hipnotizados por su oratoria, su magnetismo
personal y aquella enorme sonrisa sincera y decidida. No eran
corrientes las sonrisas como la suya… Él, en su conjunto, no era un
hombre corriente.
Futuro ordenó al televisor que se apagara y pensó que aquella
época dorada de su vida debía de estar tocando a su fin. Luego
intentó ser positivo. Tal vez Lucas Torrejón no fuera ningún intruso.
Al fin y al cabo, había sido elegido democráticamente.
No consiguió convencerse. Aquella sonrisa poco corriente a él le
provocaba unos escalofríos que le comenzaban en la rabadilla, le
subían por la columna vertebral, y se le quedaban dando varias
vueltas por la calva, hasta que se disipaban por la parte superior de
sus orejas.

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Lucas Torrejón. Aquel nuevo gobernador no podía traerle


nada bueno al distrito cien.

D
iez años antes de que todo comenzara, su hija murió.
Tras verla partir, la doctora Cifuentes no volvió a
casa. Quería estar sola, o, más bien, necesitaba huir… De
todos, de todo… Muy especialmente de su esposa. Huir de un mundo
que se diluía ante ella como una acuarela a medio terminar olvidada
bajo una tormenta. Un mundo que ya no sabía cómo interpretar, que
ya no era capaz de asimilar, que ya no se podía creer… Un mundo al
que ya no deseaba justificar, ni exculpar, ni defender… Sin su hija no.
Se dirigió a su despacho: su refugio, su otra pasión, el único
motivo que le quedaba para seguir viviendo… Iba en busca de sus
estanterías atestadas de libros escrupulosamente organizados por
temática y autor. Libros que la unían con el pasado, glorioso y no
tanto, de la especie humana. Libros que, en contra de cualquier
previsión, habían seguido existiendo generación tras generación,
seguramente a causa de la necesidad humana de obtener refrendo
sensorial de las realidades abstractas: el saber debe ocupar lugar,
debe poderse tocar y oler… El olor a papel satinado de su despacho
era todo en lo que ahora quería pensar.
Al llegar se sentó con las luces apagadas y quiso sentir su
soledad. Ahora que su hija ya no estaba con ella, no le quedaba
nada… Se engañaba: su cobardía seguía ahí. Podía sentirla en sus
sienes, oprimiéndolas, amenazando con reventarle la cabeza como
una manzana de caramelo aplastada por un niño matón, quizás por el
fantasma de Hernestito. Eran amenazas vanas, de quien se tira un
farol: sus miedos la querían bien viva, para seguirla mortificando,
para reírse en su cara cada vez que ella mirara hacia otro lado, cada
vez que pretendiera no ver, que intentara no pensar…
Separados por casi un milenio, Raúl y la doctora Cifuentes
compartían el mismo mal: la inacción patológica, o, dicho de otro

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modo, el pavor visceral por la acción. Para ellos todo terminaba en


las palabras. Creían que tras hacer constar verbalmente su
desacuerdo ya no podían hacer más. Más que creerlo, se intentaban
convencer de ello… infructuosamente: se sabían unos embusteros,
unos hipócritas. Eran cómplices anuentes de la cobardía que los
gobernaba.
—Luces muy suaves —dijo la doctora, con los codos sobre la
mesa; sus grandes ojos sin cejas, cerrados; su cabeza sin pelo, entre
sus manos; su ánimo, ausente.
La IA que gobernaba su despacho obedeció lo mejor que supo a
una orden tan indeterminada.
—Menor intensidad —le corrigió su dueña.
La inteligencia cibernética lanzó virtualmente una moneda de
cien caras al aire y decidió que “menor” iba a ser el veinte por ciento
menos.
—¡Menor! —chilló la única ocupante del despacho, contrariada
por la ineficacia de aquel trasto.
El volumen de la voz de su ama llevó a la IA a apostar por un
noventa por ciento de reducción de la intensidad lumínica. La dejó
prácticamente de vuelta en la penumbra.
La doctora Cifuentes suspiró, intentando no estallar de rabia.
Se recordó a sí misma que estaba peleándose con una tostadora.
Inspiró hondo. Recuperó la compostura durante unos segundos y
profirió la orden adecuada:
—Luces al treinta por ciento.
Aquello ya estaba mejor. Por un instante sintió el alivio que
provoca el haber superado una frustración. Pero su hija había
muerto. Su hija había muerto. Nuevamente asediada por las
carcajadas estridentes de su cobardía, se levantó y fue a buscar el
falso consuelo del olvido, falso como su integridad, que se
desmoronaba siempre que llegaba el momento de respaldarla con
actos.

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Se acercó hasta el cajón de los trastos, el situado a ras de suelo


en el archivador más alejado de su mesa.
—Abre el cajón “Miscelánea”.
“Miscelánea”: un precioso eufemismo para referirse al
desorden, a lo inclasificable, a lo no clasificado o por clasificar… La
ocurrencia inequívoca de un cerebro obsesionado con el control.
El cajón se abrió. Ahí estaba: su compañera repudiada, su
dadora de valor y procuradora de olvido, su asesina silenciosa a la
que había abandonado hacía tanto tiempo, y que solo había
conservado, recluida en la celda inconcebible, para demostrar que su
victoria era por determinación y no por falta de oportunidades. O eso
creía.
Ahí estaba: la botella.
Volvió a su mesa, aferrada a su amante reencontrada, ávida
por besarla, poseída por la ansiedad del adicto, temblorosa, ida. Se
sentó, nuevamente. La miró. Forcejeó con ella hasta que la abrió. El
tapón no quería ceder. Llevaba demasiados años abrazado al cuello
de su botella.
Un aroma punzante pateó directamente las zonas más remotas
de su cerebro. Pero su hija había muerto. Todo su cuerpo se
estremeció. Pero su hija había muerto. “Vodka, amor mío”, pensó.
Pero su hija había muerto. Dio un primer sorbo, tímido. Pero su hija
había muerto. Aquel líquido llegó a su estómago y la llenó como un
hombre jamás podría hacerlo. Pero su hija había muerto. Volvió a
beber, esta vez una cantidad mayor. Pero su hija había muerto. Se
sintió confortada por su áspero amante, que se abría paso,
incontenible, fogoso, vital, entre todas las células de su ser. Pero su
hija había muerto. Y bebió. Pero su hija había muerto… Y bebió… Pero
su hija había… Y bebió… Pero su hija… Y bebió… Pero su… Y bebió.
Pero… Y bebió.

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V
eintitrés años antes de que todo comenzara, ella empezó a
explicarle historias sobre la muerta.
Loreto siempre le había hablado a su bebé, Virtud,
sobre su esposa fallecida, la madre diosa de perfección congelada en
recuerdos exacerbados por una añoranza desmedida, desgarradora;
pero hasta ese momento se había tratado solamente de referencias
vagas, inconcretas.
—Tu madre te habría querido tanto… —le decía a menudo—.
Eres tan guapa como ella. Tienes sus mismos ojos verdes… ¡Mi niña
preciosa! ¡Qué haría yo sin ti!
Como dos patas de un trípode mutilado, Loreto y Virtud
convivían a diario con la que ya no estaba, o, más bien, con su
ausencia: la sentían en sus continuas pérdidas de equilibrio, en sus
titubeos, en los silencios, en una melancolía tibia que se había
quedado a vivir en su apartamento, como un huésped molesto,
abusón y moroso, tan físico que a veces provocaba unas extrañas
interferencias en la comunicación con la NIEBLA que ningún técnico
era capaz de explicar, y, menos aún, reparar.
Pero, en las Diez Ciudades del planeta que pronto se llamaría
Utopía, ya nadie creía en los fantasmas, ni en la vida después de la
muerte, ni en ningún dios… Por ello, Loreto, cuando quería
transmitirle a su hija cercanía con su difunta madre, le hablaba en
condicional, y no en presente.
—Tu madre hubiera estado tan orgullosa de ti —le diría tantas
veces, mientras dibujaba su sonrisa cansada, apagada, que parecía
requerirle tanto esfuerzo.
Quizás si la muerta les hubiera podido sonreír desde el Cielo, se
habrían sentido menos desamparadas; pero ya no había un cielo.
Quizás si se hubiera convertido en un ángel de la guarda que velara
por ellas, se habrían sentido menos perdidas; pero ya no había
ángeles. Quizás si hubiera intercedido por ellas ante Dios, se habrían
sentido menos incomprendidas; pero ya no había un dios. Quizás si

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Loreto hubiera podido hablar en presente para decirle a su hija: “Tu


madre sigue con nosotras, aunque no la veamos”, habrían sido más
felices; pero a los muertos ya no les estaba permitido vivir.
En aquellos tiempos, tras la muerte solo había recuerdos,
historias pasadas y suposiciones. Frases en condicional. “Si viviera…”.
Pero ya no vivía.
—¿Por qué se murió mi madre? —le preguntó aquel día Virtud,
una Virtud de cuatro añitos, de ojos tan verdes como un hongo
nuclear de clorofila, a Loreto, su otra mamá, la viva.
Fue el día en el que comenzaron las historias sobre la muerta.
Historias que nacían tanto de la necesidad de evadir la respuesta
como de un sincero interés por todo lo contrario, por explicar, por
compartir… O quizás no. Quizás, meramente, Loreto fuera incapaz
de dar con una contestación sucinta a aquella pregunta tan de niño,
tan al grano, tan inesperadamente concreta; trivial en apariencia,
pero endemoniadamente compleja en realidad.
Con su inocente “¿por qué?” de niñita preciosa, Virtud
desencadenó una respuesta que se prolongaría durante el resto de la
vida de Loreto, desgranándose en un sinfín de historias casi
heroicas, de amor y, claro, de virtud.
—Tu madre brillaba… —dijo Loreto como inicio de la primera
de aquellas narraciones, y Virtud, en su cabeza de niña, se la
imaginó rodeada de un aura palpitante—. Brillaba de pura energía —
continuó—. Siempre con su sonrisa a cuestas, sus gestos decididos,
su hablar apasionado… Hablaba muy bien, tu madre. Yo no soy tanto
de hablar.
Hizo una pausa, obligada por la tristeza, que se estaba cebando
con sus ojos, a puñetazo limpio, sin piedad, queriéndolos obligar a
romper a llorar. Había recordado lo poco que era desde que ya no
podía ser en ella. Miró a Virtud, que la observaba atentísima desde el
piso en el que viven los niños, ahí abajo, siempre teniendo que
buscar a los mayores por las nubes. Cerró los ojos, tragó saliva,

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espantó a la tristeza y los llantos, y siguió… como hablando para sí


misma, como si soñara en voz alta:
—La primera vez que la vi fue en el bar de la facultad. Era la
hora de comer. Un buen número de estudiantes habían juntado varias
mesas. Era un grupo bullicioso, parecían muy animados. Yo estaba
sentada con un par de amigas, en la otra punta del local. Atraída por
el alboroto, los observé con mayor atención. Entonces fue cuando
reparé en que tu madre era el alma de aquella reunión. Estaba
sentada, pero gesticulaba con tanta intensidad que a cada momento
parecía que iba a levantarse de un brinco. El resto la miraba casi con
devoción. Hablaba y hablaba, seguramente del amor, de la justicia,
de la libertad, de aquellos temas que siempre le interesaron tanto. Su
exhibición de oratoria la realizaba sin perder la sonrisa. Aquella
sonrisa… De vez en cuando, alguien la interrumpía. Aunque yo no
podía oírlos con total nitidez, estaba claro que intentaban desmontar
sus argumentos, desafiar sus palabras… Ella escuchaba al
interviniente con atención, con educación… Cuando terminaba de
hablar, le miraba fijamente, acrecentaba su sonrisa, y le respondía de
forma breve y contundente… Y brillante… Y graciosa… Entonces el
resto irrumpía en estruendosas carcajadas. Felices, encantados,
obnubilados, entregados a ella… Incluso el que la había interpelado.
El ingenio de tu madre nunca buscaba herir, solo sorprender,
entretener, invitar a pensar… Tu madre… Sus ojos… Tan verdes…
Como los tuyos…
La tristeza intensificó las hostilidades, invadiendo también la
nariz de Loreto, amenazando con inundarla de mucosidad y
desbordarla. Tuvo que dejar de hablar. Tragándose la melancolía,
sonrió a Virtud y le alargó la mano. Sus deditos fueron a buscarla.
—Otro día te explico más cosas, ¿vale? Ahora vamos a ver si
encontramos un cuento con dibujos que aún no hayamos leído… ¿Tú
crees que queda alguno?

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T
reinta y tres años antes de que todo comenzara, las niñas se
morían.
Las dos llevaban solo doce años transitando por el
mundo. Todo lo que la vida les había ido lanzado a la cabeza, que no
había sido poco, lo habían enfrentado con el mismo semblante, los
mismos gestos, la misma entereza, la misma impaciencia… Y no en
ningún rocambolesco sentido figurado, sino casi literalmente: eran
mellizas.
Aquella condición resultaba muy extraña en el siglo XXXI. Sus
madres tuvieron que superar un viacrucis legal para conseguir que la
Representatividad les concediera lo que, incluso tras contar con la
autorización democrática, fue calificado desde la mayoría de los
medios de comunicación como una prebenda injustificable.
La Constitución Terrestre, ley precursora de los Cánones
Utópicos, estipulaba que cada matrimonio tenía derecho a un mínimo
de un hijo sano, y a un máximo que quedaba determinado por una
fórmula cuyos parámetros eran la esperanza de vida en las Diez
Ciudades, la dispersión matemática de la edad de la población y el
número total de habitantes.
Hacía varias décadas que aquel cálculo arrojaba un resultado
inferior a uno, lo cual, ya de por sí, había creado una gran
controversia porque había quien defendía que el máximo se debía
anteponer al mínimo. “Para preservar el equilibrio natural”, decían los
que estaban a favor de esa postura, “solo se debería autorizar a un
cierto número de matrimonios a criar a un hijo, tantos o tan pocos
como sea necesario para que se cumpla la media por pareja que
determine el máximo. Al resto no se les debería permitir procrear”.
Por el contrario, otros defendían vehementemente que la
desigualdad de facto entre ciudadanos que aquella interpretación de
la ley hubiera causado era radicalmente incompatible con preceptos
constitucionales de rango superior: si algunos podían tener un hijo,
todos debían poder tener un hijo.

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Tras años de tira y afloja en los que se continuó aplicando el


mínimo por mera inercia burocrática —para la creciente indignación
de los que no estaban de acuerdo con aquel proceder—, el conflicto lo
finiquitó un brillante político que llegaría a presidente. Para ello no
tuvo más que echar mano del antiquísimo principio matemático de la
demostración por reducción al absurdo.
—La cuestión radica —dijo un día como parte de su discurso
ante la Representatividad—, en si, de ser el máximo inferior al
mínimo, como ha venido sucediendo en los últimos tiempos, debemos
guiarnos por el uno o por el otro. Pues bien, señorías, imaginemos
que decidimos decantarnos por el máximo. Han de saber, lo cual
desconozco si es tan de común conocimiento como quizás debiera…
sospecho que no…, que dados ciertos parámetros de cálculo, que
nada indica que un día no pudieran cumplirse, el máximo sería un
número negativo. De tal modo, si tal día llegara y hubiéramos
decidido convertirlo en nuestro principal patrón, nos veríamos
obligados a matar a parte de la ciudadanía para respetarlo, lo cual es,
sencillamente, una aberración tanto ética como legal. Teniendo en
cuenta lo dicho, no nos queda más remedio que tomar el camino que
no termina en un sinsentido: priorizar el mínimo. Por lo tanto, los
matrimonios de las Diez Ciudades deberán tener siempre derecho a
criar al menos a un hijo.
Los maximalistas (así fue como se vino a llamar a los que
defendían la conclusión contraria) no consiguieron dar con la forma
de rebatir aquel razonamiento sin que pareciera que en determinadas
circunstancias estarían a favor de exterminar a parte de la población
(quizás porque, en el fondo, al menos algunos de ellos, realmente lo
estaban), así que aquella polémica quedó aparentemente zanjada.
No obstante, si, en aquellas circunstancias de teórica
superpoblación (según la formulita de marras), ya el hecho de que
cada matrimonio pudiera tener un hijo resultó ser una fuente de tanto
conflicto, cuando las madres de las mellizas quisieron tener dos, el

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escándalo se desató. Una gran mayoría de la población consideró


aquella solicitud como un verdadero ultraje, pero eso no las frenó:
siempre creyeron que la razón estaba de su parte. Arropadas por un
bufete de abogados especialmente belicoso, basaron su
argumentación legal en un único principio: el derecho constitucional a
criar a un hijo… sano.
Por caprichos de la naturaleza, era un hecho científicamente
demostrado que la combinación del material genético de aquellas dos
mujeres engendraría descendientes inevitablemente afectados por
una curiosa maldición: en cualquier circunstancia, tendrían el
cincuenta por ciento de posibilidades de contraer cierta extrañísima
enfermedad de muy difícil cura, pero solo a partir de que cumplieran
los diez años de edad. Previamente era imposible determinar si un
hijo en concreto acabaría enfermando o no.
Con los avances de la genética, que permitían concebir
individuos sanos a partir de la combinación de, virtualmente,
cualesquiera dos materiales genéticos, aunque fuera utilizando, en
último extremo, técnicas de selección de embriones, el caso de
aquellas dos aspirantes a madres correspondía a los decimales que se
descartan cuando se considera que las posibilidades de que algo
suceda, en la práctica, son cero.
Pese a todo, su situación era la que era, así que sus abogados
argumentaron, vez tras vez tras vez, que la única forma que tenía el
Estado de garantizar a aquellas dos mujeres su derecho a criar a un
hijo sano era permitiéndoles tener dos. Esto se debía, principalmente,
a que como “sano” se definía a cualquier individuo que en el
momento de ser considerado un ciudadano de pleno derecho —a los
nueve meses de su concepción— tuviera un máximo del veinticinco
por ciento de posibilidades de contraer, durante el resto de su vida,
una enfermedad de las calificadas de difícil cura; o, lo que es lo
mismo, al menos el setenta y cinco por ciento de no hacerlo. Ergo,
para que aquello se cumpliera en las especialísimas circunstancias de

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aquellas futuras madres, era preceptivo que engendraran dos hijas,


pues solo así se alcanzaría el setenta y cinco por ciento de
posibilidades de que al menos una de las dos no enfermara.
El Estado, aun siendo los miembros de la Representatividad
muy reticentes a permitir aquella excepción que tantas envidias
despertaba, tantas quejas, tanto alboroto mediático, no tuvo más
remedio que acabar claudicando ante la impecabilidad argumental de
los letrados.
Entre las dos hermanitas formaban un hijo sano: la ley tiene
estas cosas.
Y por sumar uno, fueron dos, para la inmensa felicidad de sus
madres.
La realidad, sin embargo, no se suele achantar ante la ley, ni
ante nada, haciendo gala, a veces, de una macabra tendencia a la
más sádica ironía: poco antes de cumplir los doce añitos, ambas
mellizas enfermaron gravemente de la temida dolencia que se había
querido evitar con su nacimiento por duplicado.
Cuando aquello llegó a oídos de la prensa, el enojo popular, la
ira social más descarnada, reventó como un grano colosal que
hubiera estado acumulando pus desde el nacimiento de las niñas. Pus
verde como verde es la envidia. “Pisotearon la Constitución para
nada”, fue el titular de un importante medio. Lo acompañaron con
imágenes de las madres que habían conseguido serlo el doble que el
resto de ciudadanos.
En realidad, muchos parecían alegrarse de su desgracia… Una
gran mayoría, posiblemente.
A ellas poco les importaba: sus hijas, las mellizas, se morían.
Para ellas, la indignación popular era tan solo un ruido de fondo que
prácticamente no podían oír: su dolor lo amortiguaba. Un dolor de
mandíbulas enormes y afiladas, que les iba arrancando el corazón a
grandes mordiscos que luego se tragaba sin masticar.
Las mellizas se morían.

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En virtud Por Oderfla

M
il años antes de que todo comenzara, él murió en vida.
Sus pulmones se resistían a dejar de respirar, su
corazón aún latía, sus piernas andaban, y por su boca
salían sonidos y entraban alimentos; pero cada inspiración le
ahogaba, cada latido le dolía, sus pasos no le llevaban a ningún lugar,
era incapaz de articular palabras que no hablaran de ella, y nada le
saciaba. Estaba muerto. Muerto en vida.
Se había convertido en un muñequito sin pilas, un soldado sin
valor, un león sin melena, un poeta sin amor, un revolucionario sin
rencor; un bombero hidrofóbico, un barman alcohólico, un policía
corrupto, un padre maltratador… Todo lo que no tenía, le faltaba;
todo lo que poseía, le sobraba.
Su Luz se apagó cuando él no estaba. Su Luz de piel de
melocotón albino, su vampirilla chalada, su angelita vestida en negro
y malhablada, pero tan tierna, tan empática, tan altruista…
El único lienzo en el que había querido dibujar su vida se pudría
bajo tierra. Sabía que nunca encontraría otra tela igual. Solo en ella
los trazos burdos de su existencia mediocre relucían como un bólido
de oro puro surcando un cielo de verano a la velocidad de la… Todo le
recordaba a ella.
Su Luz se apagó cuando él no estaba…, pero no podía dejar de
culparse. Nunca lo haría. Se juzgaría trescientos mil cuatrillones de
quintillones de veces y el veredicto siempre sería el mismo: debía
haber estado.
Ella había vuelto a abandonar la medicación. Siempre que lo
hacía, durante unos pocos días subía como un cachorrillo hiperactivo
de cohete espacial en busca de su mamá la Luna, tanto tiempo
añorada. Subía y subía, con todo el ímpetu que cabía en su cuerpo
compacto, esculpido a base de tensión vital, en el mismo caucho con
el que las hadas dan forma a las efigies de sus dioses. Hasta que, de
pronto, su fogoso motorcillo a reacción comenzaba a toser,

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súbitamente acatarrado. Entonces, su condición empeoraba


rápidamente y toda ella se convertía en una tos continua que iba
expulsando sus buenas intenciones. Con violencia. Sin descanso.
Luego ya no quedaba nada. Había dilapidado su energía en flemas de
esperanza traicionada escupidas en pañuelos de papel marca “Otra
vez”.
En esos momentos, cuando Luz casi no podía levantarse de la
cama, cuando no se hubiera duchado en días, cuando huía del roce
del cariño, de la calidez de las voces amadas, cuando solo con pensar
en comida se sentía llena, cuando su imaginación convertía el más
nimio trayecto en una excursión inafrontable, cuando su ánimo se
llenaba de incapacidad, desolación, desgana y desesperanza, él,
Raúl, se transformaba en su batería de reserva, en su único hilillo de
vitalidad, fragilísimo en apariencia, pero en realidad más firme y
confiable que la fe de seiscientas mil monjitas sexagenarias.
Con una paciencia al alcance solamente de verdaderos devotos,
lo dejaba todo y existía solo para ella. Se convertía en una gasa tan
suave que era capaz de cubrir dolorosísimas llagas supurantes, y
proporcionar un alivio impensable para quien sufría aquellas heridas,
que la mayoría de médicos habrían catalogado de incurables. Velaba
por ella. La abrazaba cuando se lo permitía. Le susurraba palabras de
ánimo cuando las podía escuchar. La duchaba, la vestía, le hacía la
comida… Y nunca le reprochaba nada. Pero, la mayor parte del
tiempo, meramente estaba. Estaba para que ella supiera que su estar
no era voluntarista ni retórico, sino comprometido y real. Estaba para
que ella supiera que al salir de su lancinante letargo todo seguiría en
su sitio. Estaba para que ella sintiera que seguía valiendo la pena
vencer al mamut… Una vez más. Una vez más. Una vez más.
Lo dejaba todo… No era nada fácil dejarlo todo. Para poder
correr al sigiloso y delicado rescate de su amada siempre que fuera
necesario, Raúl tuvo que buscarse la vida como trabajador por
cuenta propia —“free-lance”, según también se decía por aquellos

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tiempos—. Era una dura empresa, aquella, en un país como el suyo,


de desconfiados y tradicionalistas, pelotas y enchufados, mediocres y
charlatanes, pero él se había ido abriendo camino, como la
hormiguita constante e incansable que era. La hormiguita silenciosa y
comprometida.
Los años pasaron y las visitas de aquel paquidermo
asquerosamente peludo y despiadadamente obeso no disminuyeron
en frecuencia ni intensidad. Por mucho que Luz renegara de él, por
mucho que se jurase que nunca más, que aquel día era el principio de
su nueva vida, una vida sin recaídas, el demonio de enormes
colmillos rizados volvía, fiel a una cita que él mismo había
concertado, sin mediar más permiso que el de su señor Satanás.
Con o sin medicación, con o sin psicólogos, con o sin cualquier
otra consideración, el péndulo infernal siempre volvía a la base.
Cada vez que Luz abandonaba el último tratamiento, una parte
de Raúl se alegraba. Según su experiencia —y él era el segundo
mayor experto en Luz de este mundo, a muy poca distancia de ella
misma—, para lo único que servían los mejunjes psicotrópicos y los
chamanes que los prescribían era para acelerar la cadencia de aquella
elegía infinita, así como para incrementar la intensidad de los
trompazos, ascendentes y descendentes. Para nada más. Él prefería
las épocas sin drogas ni hechiceros con doctorado, en las que el
mamut no dejaba de venir de visita, pero en las que todo parecía
suceder de forma más natural; en las que Luz se embriagaba de
honda tristeza, pero no de dramas chillones en colores pastel.
Pero algo había que hacer, se justificaba él, con su conformismo
de hormiguita metódica y obediente. Así que cuando Luz preparaba
su nueva incursión en los arcanos mundos de la psicología, cuando se
disponía a lanzarse sin red a los brazos de otro celador carísimo, de
otro guardián de mazmorras inventadas por grandes novelistas
metidos a científicos, y razonaba, en un comprensible intento de no
sentirse condenada por siempre jamás, razonaba, reivindicando su

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derecho a la salvación, razonaba, con su brillantez a prueba de


brumas, por qué aquella vez iba a ser diferente…; cuando todo
aquello volvía a suceder, cuando el crupier demoníaco cantaba el
enésimo “no va más” y daba una nueva vuelta de tuerca a aquel
lentísimo garrote vil, él la apoyaba, sinceramente, pues no lo sabía
hacer de otra forma. Al fin y al cabo, Raúl era el único que sabía que,
en cualquier caso, lo peor que podía suceder era lo de siempre, y
aquello ya lo tenía muy dominado.
No en vano era con él, y solo con él, con quien Luz hablaba
cuando se encontraba aplastada bajo las mastodónticas posaderas
del mamut. No eran conversaciones agradables. A cualquiera menos
devoto, menos dedicado, menos enamorado, lo hubieran acabado
venciendo, desquiciando, obligado a batirse en retirada… por mera
supervivencia. De haber sido un cualquiera, hubiera huido como una
locomotora de tren de alta velocidad dopada hasta los bigotes,
mientras chillaba aquello tan manido, tan egoísta, tan de esposo
pillado con las manos en muslamen de tercera parte, de que lo que le
pasaba a la otra era que no quería curarse, que abandonaba los
tratamientos, que no era constante, que tenía fuerza de voluntad
pero no la aplicaba, que, en el fondo, ya le estaba bien languidecer
bajo el sádico mamut.
Pero ella no era “la otra” ni él, “un cualquiera”; ella era Luz, su
Luz, y él, Raúl, su Raúl, amantes perfectos que lo hubieran sido en
cualesquiera circunstancias. En un cuento de hadas con pajaritos
monísimos que tiran de faldas de fresa con sus piquitos, también,
pues su amor no era un amor trágico, ni neurótico, ni ciego, su amor
latía en un mundo paralelo, en el que sus almas, cogidas de la mano,
observaban la realidad con la paciencia de quien sabía que lo más
importante lo poseían y que todo lo demás era mero aderezo. Pese a
todo. Pese al mamut.
Así que cuando, tantas veces, Luz, con voz ahogada y
mortecina, la única que le era posible, le decía que quería

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desaparecer, que no había otra solución, que era lo mejor para todos,
que ya no podía más, que aquello no era vida… él la escuchaba, con
semblante serio, pero no severo. La escuchaba con atención para que
se sintiera acompañada, y la dejaba hablar, y nunca censuraba sus
palabras, pues sabía que eran la expresión de un dolor, no de un
deseo.
Además, lo cierto era que nunca lo había intentado… Nunca lo
había intentado… Nunca lo había intentado.
Trágicamente, como en una fábula de Pedro y el lobo inversa,
aquella última vez todo sucedió a contrapelo…

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Capítulo 2: Primeras veces

L
a primera vez que el reverendo Mh-Pá se comunicó con la
NIEBLA, solo con la ayuda de Dios consiguió no volver a caer
en la bebida.
Acababa de abandonar a su UVA a su propia suerte, en la
entrada de aquel faraónico centro de almacenaje temporal de
vehículos, que parecía abalanzarse sobre las nubes como si los
transportes ahí albergados nunca fueran a ser reclamados por sus
propietarios, requiriéndose una cantidad de espacio creciente para
cobijarlos.
Supo que debía descender del vehículo porque unas enormes
letras holográficas flotantes, que parpadeaban a unos tres metros del
suelo, rojas como una manzana vergonzosa con cuarenta de fiebre,
así se lo ordenaron: “Descienda del vehículo”. Imperativamente, sin
ni siquiera un lacónico “por favor”, seguramente a causa de que los
Cánones Utópicos dictaban que se debía prescindir de las antiguas
fórmulas de cortesía —excepto en determinadas ocasiones
solemnes— en un afán de igualar a los tímidos con los extrovertidos
(si nadie pedía las cosas por favor, nadie sería injustamente
considerado grosero cuando meramente fuera tímido).
Una vez sobre tierra firme, mientras se sacudía el polvo de sus
resistentes pantalones azules, tejidos en la misma tela que muchos
siglos antes había vestido a los pastores trashumantes de ganado
vacuno de ciertas regiones (sí, avispado lector: a los vaqueros o
cowboys), y se sorprendía por la limpieza sin mácula de todo lo que
le rodeaba, experimentó su primera interacción con la NIEBLA. De
sopetón escuchó una voz neutra, asexuada, aunque un tanto
meliflua, que parecía provenir de alguien que se encontrara a escasos
centímetros de su cogote:

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—Señor Mh-Pá, su vehículo será almacenado


automáticamente. Recuerde que para recuperarlo solo ha de volver a
este mismo punto y reclamarlo.
Sobresaltado, el escuálido alienígena miró a un lado y al otro, a
la vez que sujetaba por la coronilla su sombrero de ala ancha,
fabricado en piel de vaca, como si se le fuera a volar a causa del
repentino movimiento. Buscaba al emisor de aquellas palabras. No
vio a nadie cerca de él. Entonces recordó lo que le habían explicado
en la reserva sobre aquella misteriosa “niebla” parlante que parecía
gobernar las ciudades, y se tranquilizó.
—RE-VE-REN-DO Mh-Pá, si no te importa —puntualizó,
mientras se colocaba bien el alzacuello con el dedo índice y estiraba
el gaznate por encima de él.
—Señor Mh-Pá, no comprendo la palabra “reverendo” —
respondió la NIEBLA.
—Pues vamos apañados… —se lamentó el recién llegado, a la
vez que tiraba de las solapas de su gabardina negra, esculpía un
adusto mohín con las curtidas arrugas de su cara y dirigía su mirada
hacia abajo y a la derecha, como presto a escupir, en un ademán
personal que solía interpretar de forma inconsciente cuando estaba
disconforme. Siempre que lo hacía, su subconsciente imaginaba ser
un toro bravo que exhalara chorros de vaho a presión por las fosas
nasales y arañara el suelo con la pezuña derecha.
—Señor Mh-Pá, no comprendo qué significado tiene la palabra
“apañados” en su anterior comando —dijo la NIEBLA.
Al reverendo se le escapó un suspiro. Estaba estupefacto. Pinzó
el ala de su sombrero con los dedos pulgar e índice de su mano
derecha, por la parte que le quedaba encima de la frente; entrecerró
los ojos y arrugó los labios hacia arriba, obligando a sus fosas nasales
a ensancharse ligeramente. A la vez, su mano izquierda fue a buscar
su cinturón de cuero, apartando para ello la gabardina. Aquel gesto
también lo repetía con asiduidad. Denotaba aburrimiento. En su

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subconsciente, el toro volvía a corrales, decepcionado y con andares


de perdonavidas. “Señor, dame paciencia”, pensó. Y dijo:
—Olvídalo.
—Señor Mh-Pá, carece de los privilegios suficientes para
ordenar el borrado parcial de mi memoria —informó la parlanchina
IA.
Los pliegues de la cara del alienígena, largamente curados bajo
el sol abrasador de su reserva, parecieron perder su habitual rigidez y
cayeron junto a sus cejas y su ánimo. Aterrado por la idea de morir
de inanición, atrapado en un diálogo de besugos infinito con aquella
IA bobalicona, el reverendo meditó cuidadosamente su siguiente
intervención.
—No hablaba contigo. Todo está bien, gracias.
—De acuerdo, señor Mh-Pá —se despidió la NIEBLA.
El reverendo resopló, aliviado.
Se agarró los pantalones por la parte superior y tiró de ellos
hacia arriba, mientras culeaba un par de veces. Antes de que pudiera
poner rumbo hacia no sabía muy bien dónde, escuchó un zumbido
tras de sí. Se giró.
Era su UVA, que se perdía dentro las fauces de aquel edificio
más alto que los ideales utópicos. Esa visión intrascendente, como
solía pasarle tan a menudo, provocó que se olvidara por completo de
lo que acababa de suceder, e incitó a su infatigable imaginación a
arrancarse por soleares.
Durante un instante, fantaseó con su abollada montura oval
transitando fantasmagóricamente en busca de un huequecillo libre,
entre miles y miles de hileras rectísimas, y miles y miles de niveles
regularmente separados, de vehículos impolutos, todos en mejor
estado que ella, que se reirían cruelmente, con chisporroteantes
carcajadas electrónicas, de la provinciana recién llegada… de la
reserva, nada menos. ¡De la reserva!

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Luego se sobresaltó, pensando que quizás no la vería nunca


más, a su “uvita” querida que a tantos sitios había transportado a su
enjuto culo durante los últimos años (era un sentimental, el
reverendo, requisito indispensable para terminar predicando la
palabra de Dios). Súbitamente angustiando, temió que, cuando
volviera en su búsqueda, aquella “niebla” con inteligencia esclava del
contexto (tal y como acababa de comprobar, y como todas las IAs,
era incapaz de comprender la metáfora más pueril si no se le había
explicado previamente) no le reconocería, o no la sabría encontrar…
O, muchísimo peor, no le QUERRÍA reconocer o no la QUERRÍA
encontrar porque ¡encubriría su asesinato mecánico a manos de los
petulantes vehículos de ciudad!
¡Pobre “uvita”! ¡Acabaría sus días desguazada por una cuadrilla
de transportes despiadados de carrocería impecable!
“¡Señor, dame fuerzas para aceptar Tu voluntad!”, fue el
pensamiento que terminó la retahíla de aciagos despropósitos que el
alienígena había conseguido encadenar en pocos segundos. De
haberse tratado de cualquier otro ser pensante, aquel cúmulo de
patochadas mentales posiblemente hubiera supuesto una nueva
plusmarca personal, pero en su cerebro histriónico los accesos de
terror infundado se sucedían a lo largo del día, tropezándose los unos
con los otros. Cualquier excusa era buena para vaticinar el fin del
mundo, o de algo más pequeñito, como su “uvita”.
Como tantas veces, olvidó instantáneamente todas aquellas
elucubraciones paranoides y recuperó el anterior hilo de sus
pensamientos: la primera tarea era comprar un local bien situado. Se
llevó la mano al bolsillo del pantalón, para comprobar que su cuña
monetaria siguiera ahí, como así era. Pensó, por vigésima vez aquel
día, que era una gran ventaja ser tan económicamente rico como
espiritualmente pobre. Aquel pensamiento le reconfortaba. Le hacía
creer que Dios comenzaba a perdonarle sus afrentas. Si no —
razonaba—, le hubiera despojado también de sus bienes materiales.

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¿Dónde venderían locales en aquella ciudad incólume?… Quizás,


al final, iba a resultar que la NIEBLA le podía ser de utilidad.

L
a primera vez que Valeria Cifuentes —la futura doctora
Cifuentes— meditó seriamente sobre la muerte dulce, se vio
asaltada por una miríada de sentimientos contradictorios.
Antes de aquel día, la muerte dulce solo había sido para ella
algo con lo que topaba esporádicamente en los medios de
comunicación, la mayoría de las veces en forma de estadística: “Este
año, la aplicación de la muerte dulce se incrementó un 1,53 % en las
Diez Ciudades”.
Como tantas cosas, aquel compasivo procedimiento médico no
cobró un sentido concreto en su cabeza hasta que irrumpió en su
vida, en primera persona… y de sopetón.
—¿Y si no consigo dejar la bebida tras los diez meses de
tratamiento? —le preguntó a su terapeuta, durante el transcurso de
la primera entrevista que tenía con ella.
—Entonces se te administraría la muerte dulce —le respondió la
psicóloga, con rotundidad, aunque sin modificar el tono invariable,
casi aséptico, de sus palabras.
Fue ese el momento en el que la muerte dulce adquirió para
Valeria el sabor del vodka: tenue, casi insípido, pero abrasador. La
notó pegada a su paladar como la pastosa saliva de un despertar con
resaca, extrañamente azucarada, pero tan molesta.
Su cuello se encogió como si quisiera esconder la testa dentro
del tórax. Sus grandes ojos marrones en su rostro sin vello en su
cabeza sin vello se abrieron como si para entender lo que acababa de
oír tuviera que enfocar mejor la vista. Sus manos fueron a buscar
refugio bajo sus muslos. Sus rodillas y sus talones se acurrucaron,
asustados, junto a su par. Sus hombros de veras que también lo
intentaron. Todo su cuerpo se contrajo y se tensionó. Imaginó ser

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una pelota de goma que alguien hubiera abandonado en aquel sillón


demasiado mullido.
Valeria tenía muchos problemas, pero, pese a ello, no estaba
segura de quererse morir.
—Solo tengo diecisiete años —murmuró, tan cohibida como
súbitamente avergonzada por haber llegado a esa situación que solo
ahora, finalmente, entendía que fuera tan extrema.
La psicóloga, que no había dejado de observarla con sus
grandes ojos en su rostro sin vello en su cabeza sin vello; un rostro
que, en su caso, por no tener tampoco tenía una expresión
discernible; un rostro de maniquí, artificialmente empático y
disimuladamente reprensor, entendió bien lo que aquella joven
alcohólica le decía.
—No creo que se te vaya a tener que administrar la muerte
dulce —aclaró.
—¿No… cree? —inquirió la paciente, poco reconfortada por la
incertidumbre que dejaba abierta aquella aseveración a medias.
—Bueno —dijo la doctora, sin perder su apatía—, tu curación no
solo depende de mí. En gran medida depende también de ti. De
hecho, depende más de ti que de mí. —Observó entonces a aquella
niña regordeta, tan joven para ser adicta a nada que no fuera la vida,
que parecía quererse encoger hasta desaparecer, que tenía la mirada
perdida entre sus propias rodillas; aquella niña a la que había privado
de todo atisbo de arrogancia adolescente cuando le había transmitido
las consecuencias de no superar su adicción, cuando le había
informado de que en solo diez meses podía morir…, aunque fuera
mediante una muerte dulce, compasiva, democrática, compulsada
por la Representatividad y médicamente administrada.
Viéndola tan compungida, tan absolutamente rendida y sumisa,
y asustada, y arrepentida, la doctora decidió que podía usar la frase
más reconfortante de las que permitía el manual del buen terapeuta
estatal, absolutamente contraindicada para pacientes más

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beligerantes, pero muy adecuada para los obedientes, los maleables,


los de fácil curación:
—Si sigues el tratamiento ordenada y regularmente, te curarás.
Está estadísticamente probado.
“Ordenada y regularmente”. Aquellos dos conceptos echaron
raíces en el celebro de Valeria. Ella no quería morir, así que sería
ordenada y regular. Mantendría el control. En todo momento. Si lo
hacía, viviría. Lo haría. Lo hizo.
Un paciente más difícil, por el contrario, uno de los
desobedientes, de los testarudos, uno de los que tenía muchas más
probabilidades de acabar dulcemente muerto, por su bien y por el de
todos, al escuchar aquella frase que se repetía en todos los tratados
modernos de psicología, aquella frase artificial, de laboratorio,
medida, ponderada hasta el absurdo, se hubiera visto atraído,
irremediablemente, por otro concepto más sutil: “estadísticamente”.
“¿Cómo puede estar algo ‘estadísticamente’ probado?”,
posiblemente se hubiera preguntado el enfermo díscolo. “O está
probado o no está probado”, seguramente hubiera concluido, siendo
todas aquellas cavilaciones contraproducentes para su curación,
razón por la cual el buen psicólogo nunca le habría dicho aquello…
Aunque quizás sus hipotéticas reflexiones hubieran resultado ciertas…
Quizás… O quizás no.
Para fortuna de Valeria, al menos en aquel momento de su
vida, para ella, como para tantos, “estadísticamente probado” era
sinónimo de “probado”. Tal vez porque las matemáticas no eran lo
suyo, o quizás porque era menos arrogante que otros, o porque era
más sumisa, o porque ni siquiera reparó en aquella palabra que podía
confundirse con un giro formal, un ornamento, una expresión que los
eruditos usaran para dárselas de sabiondos… Sí, quizás fuera eso… O
quizás no.

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L
a primera vez que Futuro se sintió verdaderamente orgulloso
de sus congéneres fue el día de la refundación.
Hasta aquel momento, la humanidad en general le
había parecido poco comprometida con los principios utópicos,
aquellos que él, al ser hijo de dos firmes creyentes en ese ideario,
había mamado desde la cuna. Cierto era que se habían ido logrando
importantes avances, pero no lo era menos que los hábiles políticos
intimistas, aun actuando desde una exigua minoría representativa,
habían conseguido, mediante intrépidas técnicas de filibusterismo,
retrasar la completa aplicación de los postulados de la ideología
dominante.
Futuro no entendía por qué la mayoría utópica que controlaba
la Representatividad había permitido durante tanto tiempo la actitud
insolidaria, y el obstruccionismo flagrante, de los intimistas. Su
obstinada defensa de un cierto espacio individual (una “básica
intimidad personal”, según ellos decían) excluido de la supervisión
estatal solo podía significar que tenían algo que esconder… Algo, sin
lugar a dudas, muy sucio.
Era un hecho científicamente demostrado que los principios
utópicos garantizaban, estadísticamente, el mayor grado de felicidad
para la especie humana de todas las teorías políticas y filosóficas
conocidas. Teniendo eso en cuenta, la Representatividad debería
haber forzado su implantación total hacía muchos años, por el bien de
todos.
Lamentablemente, aquello no había sido así. La rigurosidad
formal y burocrática de los políticos de las Diez Ciudades había
permitido que los mañosos tejemanejes de los intimistas retrasaran
hasta la desesperación aquel ansiado acontecimiento. Ansiado por
Futuro y sus padres, así como por una amplísima mayoría de los
humanos, absolutamente convencidos de las bondades de la doctrina
utópica, dado que no en vano había sido refrendada científicamente.

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Debido a la intransigencia de los intimistas, el padre de Futuro


había muerto sin poder vivir el nacimiento de Utopía. O, al menos, así
lo entendía él. Nunca los perdonaría. Aquella dilación injustificable
había privado a la persona que más amaba de su más preciado
sueño, demostrando, una vez más, por si no hubiera estado ya lo
suficientemente claro, que la anteposición de los intereses personales
a los colectivos siempre tenía los mismos resultados: conflictos,
dolor, muerte…
De haber dependido de él, nunca se hubiera permitido la
intolerable actitud de aquellos piratas políticos, desdeñosamente
atrincherados en su dominio exasperante de los trámites burocráticos
y las leyes. La llegada de Utopía nunca debería haberse visto
retrasada por nimias cuestiones formales.
Futuro siempre los odiaría, aunque cada vez fueran a ser
menos, al quedar su doctrina definitivamente descartada; aunque
finalmente fuera a resultar que no escondían nada demasiado sucio;
aunque toda su esgrima política no fuera a poder impedir la adopción
de los principios utópicos… En su cabeza, los intimistas se
convertirían para siempre en los asesinos de su padre, pese a que
racionalmente supiera que nada habían tenido que ver con su
muerte.
El día de la refundación, el día en el que nacía Utopía, se
propuso no dedicarles ni un solo pensamiento y concentrarse
totalmente, con sus cinco sentidos, en disfrutar de la ceremonia, del
mundo mejor que emergía, merecido por todos los ciudadanos y
ciudadanas, producto de la ciencia y la racionalidad, y hacerlo junto a
su padre superviviente y todos los humanos de buena voluntad.
Mientras, en su memoria, no dejaría de abrazar al difunto… O, más
precisamente, a los recuerdos que le quedaban de él.
Ya vestido con su traje solemne, Futuro saltó sobre su
PATINETE (Plataforma Aeroflotante de Transporte Individual
Neurológicamente Estimulada de Titularidad Estatal) y lo condujo

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hasta uno de los conductos de distribución de vecinos de su edificio.


Por ahí descendió hasta la calle, donde se encontró con su progenitor,
que vivía unos pisos más arriba que él, y con otros miles de
ciudadanos y ciudadanas.
Un mar de humanos de grandes ojos en rostros sin vello en
cabezas sin vello flotaban a un palmo del suelo en sus tablas de
transporte individual, sus PATINETEs. Sus pies permanecían
paralelos, ligeramente separados, calzando botines sin cordones,
posados sobre las alfombrillas de conexión magnético-neurológica de
aquellas tablas rectangulares, de bordes biselados, que quedaban
dispuestas en la dirección que dibujaban los hombros, es decir:
perpendiculares a la de la marcha, como los felpudos que un milenio
antes recibían a los habitantes a la entrada de las casas. Todos iban
bien ataviados con sus trajes solemnes, tejidos en colores fríos:
negro, blanco, gris, marrón, beige… y decorados con unas elegantes
franjas longitudinales de unos cinco centímetros de grosor, que iban
desde los hombros hasta los puños de las chaquetas, y desde las
rodillas hasta los bajos de los pantalones, fabricadas en telas
brillantes azul marino, verde esmeralda, rojo pasión, naranja
amanecer…
Un mar de trazos chillones desperdigados sobre lienzos gélidos,
coronado por una espuma granulada de suaves cabezas flotantes.
Un mar que no solo ocupaba la calle donde vivían Futuro y su
padre, sino las de toda su ciudad, así como las de cada una de las
Diez Ciudades… por completo, incluyendo la zona habitualmente
reservada para el tránsito de vehículos.
Un manto humano de tamaño planetario escondió el asfalto de
los ojos del sol.
Los ciudadanos habían sido convocados delante de sus
domicilios particulares, a las 08:08:08 AM. La asistencia era
obligatoria. La NIEBLA pasaba revista. Faltar estaba gravemente
penado, mejor ni planteárselo.

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Aquello era una asamblea, la más multitudinaria jamás


convocada: una asamblea de toda la humanidad. La orden del día:
derogación de la Constitución Terrestre, adopción de los Cánones
Utópicos como principio constitutivo, normativo y rector de las Diez
Ciudades, y cambio de nombre de la Tierra.
Sobre las calles, entre los altísimos edificios, se erguía la efigie
holográfica y en directo del presidente. De cintura para arriba, a
veinte metros del suelo. Enorme, más alta que un brontosaurio.
Millones de ellas, sincronizadas.
—Ciudadanos y ciudadanas, este es un momento cumbre en la
historia de la humanidad —comenzaron diciendo las proyecciones del
presidente, una vez la NIEBLA le comunicó que la asistencia había
llegado al 99,999%—. Hoy nace… ¡Utopía!
La humanidad al completo irrumpió en una estruendosa ovación
de júbilo. Luego el presidente continuó con su discurso de
presentación, haciendo un repaso a diversos hitos de las Diez
Ciudades, hasta que llegó el momento de las votaciones.
—Los que estén a favor de derogar la Constitución Terrestre e
instaurar… ¡los Cánones Utópicos!… que digan… “¡Sí!” —indicó el
presidente.
Un sonido atronador hizo temblar el planeta. Más de cincuenta
mil millones de personas asintieron verbalmente, al unísono. O, al
menos, así fue oficialmente.
El presidente sonrió, abrió y cerró los ojos, y volvió a desatar su
oratoria más emotiva:
—Los que estén a favor de cambiar el nombre de nuestro
planeta por… ¡Utopía!… que digan… “¡Sí!”.
El seísmo sonoro de gargantas humanas dando su conformidad
volvió a retumbar aún con más potencia.
La NIEBLA hubiera podido contar los votos afirmativos en un
instante y con total precisión —la NIEBLA lo veía y lo oía todo, y su
capacidad de cálculo era descomunal—, pero la Representatividad

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quiso, con la única e insignificante oposición de los derrotados


intimistas, que aquella votación incumbiera únicamente a los
humanos. Por ello, en cada tramo de calle delimitado por dos
intersecciones, apostado en un lugar alto, se colocó a un negociador
que daría fe de que el sí se hubiera impuesto en la zona que tenía
asignada.
Todos lo hicieron de aquella forma, sin ninguna excepción. La
NIEBLA contó, esta vez sí, las confirmaciones de los negociadores, y
transmitió el resultado al presidente:
—Señor Presidente, once millones trescientos veintisiete mil
cuatrocientos ochenta y ocho negociadores confirman que el sí ha
ganado en su sector; cero negociadores confirman que el no ha
ganado en su sector. Por lo tanto, el cien coma cero, cero, cero por
ciento de los negociadores han confirmado la victoria del voto
positivo.
El presidente volvió a sonreír. Con su voz más solemne e
impostada, anunció lo siguiente:
—Ciudadanos y ciudadanas, humanos de las Diez Ciudades, os
confirmo que, de vuestra voluntad… ¡unánime!… ha nacido… ¡¡U…
TO… PÍ… A!!
Chillidos de júbilo. Gritos. Besos y abrazos a extraños e incluso
a vecinos molestos. Algún que otro herido al caer de su PATINETE.
Una vez el alborozo hubo amainado un tanto, el presidente se
dispuso a culminar su día más glorioso.
—Congéneres, ahora, por primera vez en la historia, os invito a
que todos juntos recitemos el lema utópico. —Se hizo el silencio—.
Por una humanidad sin conflictos… —chilló el presidente, entre la
solemnidad y la histeria.
—Por una humanidad sin conflictos… —repitieron todos los
humanos.

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—¡Equilibrio…! —bramaron los millones de hologramas


presidenciales de medio cuerpo, más altos que un brontosaurio, a la
vez que ponían los brazos en cruz.
—¡Equilibrio…! —repitieron todos los humanos, a la vez que
ponían los brazos en cruz.
—¡dignidad…! —berreó el mandamás planetario, a la vez que
retraía el brazo derecho y lo colocaba sobre su pecho, con el puño
sobre el corazón, manteniendo el brazo izquierdo aún extendido.
—¡dignidad…! —repitieron todos los humanos, a la vez que
retraían los brazos derechos y los colocaban sobre sus pechos, con
los puños sobre los corazones, manteniendo los brazos izquierdos aún
extendidos.
—¡¡y colectividad!! —mugió, casi fuera de sí, el capo de todos
los capos, a la vez que doblaba el brazo izquierdo y lo colocaba sobre
su pecho, con el puño cerrado, intersecándolo con el otro y formando
un aspa con ambas extremidades.
—¡¡y colectividad!! —tronaron todos los humanos, a la vez que
doblaban los brazos izquierdos y los colocaban sobre sus pechos, con
los puños cerrados, intersecándolos con los otros y formando un aspa
con ambas extremidades.
(Ahora de un tirón: “Por una humanidad sin conflictos:
¡equilibrio, dignidad y colectividad!”. Y la gimnasia de
acompañamiento resumida: brazos en cruz; se encoge solo el brazo
derecho: puño derecho sobre el corazón; se encoge el izquierdo: los
brazos quedan en aspa sobre el pecho. Lector, no seas tímido:
¡pruébalo!).
Utopía había nacido.

L
a primera vez que Luz escribió uno de sus poemas, lo hizo
sentada junto a su hermanita, en la trinchera.
“La trinchera”, así llamaban al cuarto que compartía
con la peque cuando al otro lado de la puerta se estaba luchando una

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de las batallas de la interminable guerra civil doméstica en la que


vivían atrapadas. Una guerra cruel y salvaje, como todas. Una guerra
que solo habría sido calificada como “de pequeña escala” por alguien
que no oyera las balas pasar silbando a escasos centímetros de su
cabeza, día tras día. Balas de palabras viscerales, de gotas de saliva
huracanada, de sinapsis nubladas por el alcohol, de frustración
heredada, de piel arrancada por nudillos resecos.
—Esto se pone feo… Ven, vamos a la trinchera —le susurraba
Luz a su hermanita cuando los ojos de su padre se llenaban de venas
de ira, rojas como la carne de una granada madura.
—¡Eso! ¡Dejadme sola! —chillaba entonces su madre, a veces—
. ¡Dejad que este cabrón me mate de una puta vez! —Pero ¿qué
podían hacer ellas? Tenían catorce y siete años, respectivamente.
Además, sabían que su progenitora era una exagerada, que él nunca
la mataría. O querían saberlo. O les daba igual.
En otras ocasiones, la madre las veía marchar, sigilosas como
los fantasmas de los muertos recientes que habitan en los campos de
batalla, y no les decía nada. Estaba demasiado ocupada insultando a
su marido, a todo pulmón.
—¡Puto vago! ¿Qué quieres que les dé de comer a las niñas el
resto del mes? Nos han cancelado la VISA, ¿recuerdas?
—La mayor ya se sabe buscar la vida ella solita —respondía a
veces el padre, refiriéndose a la tercera de las hermanas, la que
nunca estaba en casa porque ya tenía edad suficiente para hacer lo
que le diera la gana: trabajar de gogó, drogarse, follar sin condón,
quedarse embarazada, abortar… Esas cosas.
Aquellas peleas las mataban por dentro más que su
alimentación a base de arroz, patatas y chucherías. ¿Por qué seguían
juntos aquellos dos si no se soportaban? ¿Acaso lo hacían para
amargarles la existencia? ¿Haberlas traído a aquel mundo hostil e
incomprensible no era castigo suficiente? Estas eran algunas de las
preguntas que daban vueltas continuamente dentro la cabeza de Luz,

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como una familia de tres generaciones de aquellos antiguos acróbatas


circenses que se jugaban la vida en la Esfera de la Muerte, girando y
girando a toda velocidad en sus motos antediluvianas, sin casco, sin
medidas de seguridad, por un plato de lentejas, porque el
espectáculo debía continuar.
A su corta edad, a Luz se le escapaba la respuesta evidente:
seguían juntos porque no les quedaba más remedio. Pese a todo,
entre los dos solían acabar consiguiendo el suficiente dinero para
malvivir. Por separado lo hubieran tenido más difícil. Además, tenían
que ocuparse de a las niñas y, de todas formas, no era muy probable
que sus vidas fueran a mejorar cambiando de pareja. Todas las
disponibles para ambos habrían sido calcos de lo que ya tenían en
casa, con el inconveniente añadido de que no habrían tenido vástagos
en común, por lo que, a la larga, hubieran acabado peor.
Al menos, ese era el razonamiento que usaba su madre para
consolarse cada vez que deseaba mandarlo todo a la mierda. Su
padre no pensaba tanto. Era más un hombre de ir haciendo… poco.
Lo menos que podía. Y de beber… cerveza. Mucha. La más que podía.
La mayoría de las veces sus padres no llegaban a las manos.
Habitualmente, la sinfonía de gritos dibujaba un crescendo sostenido
hasta que se convertía en death metal brutal (rugidos guturales).
Entonces volaba algún vaso, un puño impactaba contra alguna puerta
o alguna pared, y se hacía el silencio. A continuación, el padre, con
aquellos ojos de vampiro recién saciado que parecía que iban a
ponerse a llorar sangre, aquellos ojos todavía más encarnados que
cuando los fantasmas del campo de batalla habían conseguido
escurrirse hasta su habitación, se levantaba, daba un portazo y se iba
al bar, y ya no volvía hasta solo Dios sabía cuándo.
Mientras duraban los bélicos conciertos, ellas sobrevivían como
podían en la trinchera. La peque solía ponerse a dibujar en el
escritorio que compartían, absorta, demasiado acostumbrada a
aquella sintonía; Luz, por su parte, se sentaba en la cama y se

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escondía en su música a todo volumen, administrada directamente a


sus oídos por sus auriculares rosas. Intentaba olvidar lo que la
rodeaba y concentrarse en el ritmo enloquecido de la música metal, y
soñar que un día Marilyn Manson, con sus ojos de colores diferentes,
la vendría a rescatar en una Harley-Davidson negra decorada con
tachuelas, y se la llevaría a Los Ángeles.
Las temidas veces en las que la violencia desgarraba la realidad
miserable de aquella familia, el agresor siempre era el mismo, la
víctima siempre era la misma, la historia siempre era la misma… Eran
días en los que el padre se sentía más frustrado de lo habitual, en los
que la madre conseguía punzar los ganglios justos con sus palabras…
Entonces, el hombre, primitivo, de cerebro dañado por el desuso y el
mal uso, incapaz de admitir su inferioridad intelectual, de
conformarse con una derrota en el campo de las palabras, aunque
fueran palabras chilladas entre espumarajos de rabia, apretaba su
puño simiesco, brutal, imperdonable, y lo reventaba contra la cara de
su esposa, para hacerla callar, para recordarle que no se podía ser
más lista que un puñetazo.
Todo eso, él lo pensaba sin palabras, en su mente siempre
nublada por el alcohol.
El tiempo deceleraba y ella caía, a cámara lenta, con la mejilla
rasgada, con un ojo morado, con el labio partido, con el gusto de la
sangre, la suya propia, en su lengua… Pero no callaba. Se levantaba y
murmuraba:
—Eres un cobarde, un día te mataré…
El otro sí que ya no decía nada más, ni hacía nada más… Tan
arrepentido como pueda llegar a estarlo una bestia irracional,
abrumado por su propia brutalidad, se sentaba en el sofá y se perdía
en aquel televisor que siempre estaba diciendo la suya, sin descanso,
aunque nadie lo escuchara, excepto cuando todos dormían (algunos
días, incluso entonces). Con el rostro dolorido y los ojos llenos de
lágrimas, la mujer se iba a su cuarto. Él se quedaba en el comedor,

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con la mente en blanco, toda la noche, incapaz de entender por qué o


por qué no, incapaz de comenzar ningún razonamiento…
Al día siguiente, todos fingían no ver las secuelas que aquella
agresión injustificable había dejado en la cara de la esposa. Él, como
de costumbre, macho iletrado e irracional, mientras abría una
cerveza, no necesariamente la primera del día, no conseguía pensar
en nada que no tuviera que ver con la supervivencia: comer, beber,
huir, cagar, follar… Ellas, inmersas en el ritual del desayuno, más
apacible que de costumbre, le pedían a Dios que aquello no fuera a
más. Trágicamente, conseguían convencerse de que un puñetazo al
año se podía soportar. Quizás incluso dos. Pero no más, Dios suyo,
no más.
Cuando estaban en la trinchera, con toda la tristeza de su
corazón, Luz anhelaba sentir, sentada sobre la cama, arropada por
aquella música de tambores y guitarras distorsionadas, las
vibraciones sonoras provocadas por el portazo que daba su padre
cuando se marchaba al bar: si había portazo, su madre no recibiría;
si había portazo, la paz reinaría durante unas horas; si había portazo,
la trinchera volvería a convertirse en el cuarto de dos niñas, y ellas
dejarían de ser fantasmas de soldados muertos.
Mientras esperaba el portazo —y a Marilyn Manson sobre una
Harley-Davidson con tachuelas— Luz vigilaba, de tanto en cuanto, lo
que hacía su hermanita. Su capacidad para aislarse de todo y dibujar
sin descanso señores y coches, señoras y casas, árboles y pájaros,
niños, columpios, perros y gatos, hasta campanarios de iglesia que a
saber dónde habría visto, le fascinaba.
Un día en el que el portazo tardaba más de lo acostumbrado y
los chillidos amenazaban con hermanar a la zarzuela con el grindcore
—más allá aún del death metal brutal (quizás haya eruditos metálicos
que no estén de acuerdo, pero admitámoslo al menos como licencia
poética)—, un día en el que el volumen de su reproductor se quedó
corto para poder acallar los berridos de sus padres, decidió imitarla.

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Se levantó y acercó una silla al escritorio.


—Hazme un sitio, plis —le dijo a la peque.
La otra, que sentada no llegaba al suelo, se levantó y desplazó
su asiento un poco, dejando un hueco para que el que traía su
hermana también se pudiera acomodar bajo la mesa. Luego se volvió
a sentar y siguió pintando un pajarito de amarillo, un pajarito
gigantesco —aunque de diminutivo requerido por haber sido
imaginado por una mente infantil—, tan y tan enorme que solo en el
dibujo de un niño no derribaría el arbolito enclenque y de madera lila
sobre el que estaba posado.
Luz, entre los insultos conyugales que poblaban el aire, se
encajó junto a su hacendosa hermanita y miró el dibujo.
—¿Por qué el tronco es lila? —le preguntó.
—Se ha acabado el marrón.
—Ah.
Buscó un papel sobre el que dibujar. Reparó en que de una caja
de las que, a veces, su padre dejaba en cualquier lugar del piso, una
de esas que no paraban de caerse de los camiones, aunque ella bien
sabía que aquello significaba que eran robadas, asomaba lo que
parecía ser una libreta con tapas de color verde pálido. Sin
levantarse, se estiró hacia el embalaje de cartón y se lo acercó.
Contenía muchas de aquellas libretas. Sacó una y la abrió. Tomó un
lápiz.
No se le ocurría nada que le apeteciera dibujar. Cerró la libreta.
Comenzó a trazar una raya vertical en la portada. La línea se
convirtió en una ele. Luego la siguió una i… Luego seis letras más…
Como movida por una voluntad ajena, escribió: “Libertad”.
Papel, ansiedad, lápiz, ansiedad, manos, ansiedad, mente,
ansiedad… El espíritu de la poesía se adueñó de su alma, un espíritu
que no recordaba que nadie le hubiera presentado, pero que quizás
hubiera visto de refilón en la letra de alguna canción, o en un graffiti.
Escribió.

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Si supiera que el tiempo


me fuera a librar
de estos lamentos
que me quieren matar
construiría una máquina
que me llevara al futuro
Pero
y si el dolor oscuro
y si las solitarias esquinas
y si las mañanas sin cielo
y si el monstruo infeliz
siempre fueran a estar ahí
Mejor no saberlo
Mejor no saberlo
Mejor ir muriendo
al ritmo acordado
Mejor ir sufriendo
poco a poco
poco a poco
poco a poco
que verlo ya todo
sin remedio acabado.
Aquel fue su primer poema. Mientras lo escribía, el mundo
desapareció, engullido por un vacío de tranquilidad.
Cuando lo terminó, se sintió como si acabara de inventar la
magia. De pronto, la paz era real: ya no había chillidos, solo silencio.
El portazo había sucedido y ni siquiera lo había oído.
Su hermanita la miró.
—¿Qué escribes? —le preguntó.
—No sé, pero creo que es bonito.
—Ah. ¿Me comprarás un rotu marrón? Este árbol me ha
quedado muy feo.

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—No sé. Si puedo… Parece que el papá ya se ha ido al bar,


vamos a ver la tele.

L
a primera vez que Lucas Torrejón entró en el despacho que
le correspondía como nuevo gobernador del distrito cien de
Ciudad Amor, la amplitud de su sonrisa amenazó con partirle
la cabeza por la mitad.
Ciudad Amor era la más importante de las Diez Ciudades, y la
más poblada. Diez mil millones de habitantes así lo atestiguaban. Se
extendía a lo largo de la costa noroccidental del continente
americano, formando una anchísima franja de densa civilización.
Cemento, cristal, acero, IAs y humanos de grandes ojos en rostros
sin vello en cabezas sin vello se agolpaban todos contra todos, desde
las gélidas regiones del norte hasta el bochornoso trópico, formando
un pudin compacto pero cambiante, que vibraba, bailaba, y hasta
hacía alguna que otra cabriola, al ritmo impuesto por la batuta de la
omnipresente, sigilosa e invisible NIEBLA de voz asexuada, aunque
un tanto meliflua.
De los varios miles de distritos en los estaba dividida Ciudad
Amor, el cien era el más próspero e influyente. Comprendía un
amplio territorio de clima benigno, que incluía una estrecha península
que se había empeñado en resistir el paso del tiempo y los
ocasionales y recurrentes terremotos, pese a las ominosas
predicciones de los sismólogos.
De facto, y de la noche a la mañana, Lucas Torrejón se había
convertido en el tercer humano más poderoso del planeta, solo
superado por el alcalde de Ciudad Amor y el presidente de la
Representatividad (o, lo que era lo mismo, de Utopía). Ni siquiera
podía considerarse que el alcalde de la segunda ciudad en orden de
importancia, Ciudad Equilibrio, situada en el sudeste del continente
asiático, estuviera a su mismo nivel.

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“Cómo me gusta la democracia”, pensó el nuevo gobernador,


sin perder aquella sonrisa que intentaba con pasión reunir a las
comisuras de sus labios en su cogote.
—NIEBLA, invisibiliza las paredes —ordenó. Y se hizo la luz.
Qué gran visión, aquella. Su despacho de cuatrocientos metros
cuadrados ocupaba toda la planta superior del edificio gubernamental
más alto del distrito: la trescientos diecisiete, por encima de las
nubes cuando las había. Hiciera el tiempo que hiciera, el gobernador
disfrutaba de un día soleado.
Las paredes orgánicas —llamadas así porque, en el siglo XXXI,
los neologismos tecnológicos conservaban la tendencia a caer en la
metáfora cursi, y no porque estuvieran formadas por nada que
estuviera remotamente vivo— eran un lujo al alcance solamente del
estado. Su capacidad de volverse invisibles era la menos espectacular
de las posibilidades que ofrecían, pero para Lucas Torrejón,
profundamente enamorado como lo estaba del astro rey, era la más
estimable.
Aún sin despojarse de su sonrisa de honda satisfacción, todavía
inmerso en aquel sentimiento de dicha inconmensurable que podía
sentir por todo el cuerpo, especialmente en la epidermis, como si se
tratara de los calores de una fiebre que se negaba a remitir, se
aproximó hasta una de los muros que ahí seguían aunque nadie
hubiera dado fe de ello, impaciente por contemplar su imperio desde
los cielos.
Había entrado solo, en su nuevo despacho. Quería degustar,
absorber, acaparar, copar, poseer, sentir, devorar… cada brizna de
aquel momento glorioso: no quería compartirlo con nadie. Al fin y al
cabo, su triunfo sin precedentes había sido estrictamente personal. Al
ciento por ciento. Totalmente suyo. Suyo, suyo, suyo. Suyo y punto.
¡Y punto!
Era el primer gobernador electo no adscrito al poderosísimo
Colegio de Políticos desde hacía más de un siglo. Y no era un

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gobernador cualquiera, era el gobernador del Distrito Cien, que


cuando era así nombrado nadie dudaba de que se tratara del
perteneciente a Ciudad Amor, el mismo en el que vivía el presidente,
el mismo en el que tenía su sede la Representatividad, el mismo que
acumulaba tanta riqueza por centímetro cuadrado como el resto no lo
hacían por hectárea.
Había entrado a pie. Lucas Torrejón era de los humanos que
preferían no abusar del uso del PATINETE. “Me gusta tener los pies
sobre la tierra”, solía decir. La tierra en letras minúsculas, pues con
mayúscula inicial ahora se llamaba Utopía. “Me permite mantenerme
en contacto con lo esencial… Y saber distinguir lo esencial de lo
superfluo”, le gustaba añadir tras una breve pausa dramática, “es lo
que separa a los triunfadores de los perdedores, al líder de los
demás”. Su excepcional estatura también le facilitaba aquella
costumbre de andar y andar, no porque sus largas piernas fueran a
cansarse menos, sino porque, incluso descabalgado, su cabeza
quedaba por encima de las de la mayoría de humanos encaramados
sobre sus plataformas flotantes. Si no hubiera sido tan alto,
posiblemente hubiera actuado de otra manera, aconsejado por su
profundo conocimiento del espíritu humano, tendente a admirar
bobaliconamente a cualquiera que destacara, aunque fuera en un
aspecto tan irrelevante como aquel, pero la naturaleza había sido
coherente en su caso, dotándole de la prestancia física de un líder.
“Los demás”… Ahí estaban, al otro lado de la nada sólida, de las
paredes desaparecidas, minúsculos e insignificantes, ninguno a su
altura.
Aquel día el cielo lucía tan despejado como el cráneo de
cualquier humano del siglo XXXI, incluso como el suyo propio,
siempre perfectamente pulido, casi reflectante. Los mismos vientos
que lo habían traído a él se habían llevado a las nubes, para que nada
entorpeciera la primera inspección visual de sus dominios. Eran
vientos de cambio, aunque nadie pudiera explicar con precisión hacia

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dónde. Solo sabían, tenían la seguridad de… creían saber, creían


tener la seguridad de… confiaban en que fuera hacia un buen lugar.
El carismático y brillante Lucas Torrejón, con su oratoria
convincente, envolvente, deslumbrante, así se lo había garantizado.
Un hombre como él, tan… distinto, tan… refrescante, tan…
ilusionante, no les podía mentir. Nunca con un eslogan como el suyo:
“Utopía 100%”.
¿Podía haber alguien más sagaz? Aquel lema se le ocurrió a él
mismo, poco después de que decidiera presentarse al cargo. Se
debatió durante unos minutos entre ese y “Utopía no es apatía”, pero
rápidamente descartó el segundo por considerarlo demasiado largo y
por no convencerle la construcción negativa. Por el contrario, el juego
de palabras entre “Distrito CIEN” y “CIEN por CIEN” le pareció de una
brillantez sin parangón, solo al alcance de un celebro privilegiado
como lo era el suyo. Además, la brevedad gráfica del lema escogido
resultaba perfecta para estamparlo en gorras, camisetas, chapas,
banderitas, globos… en caracteres gruesísimos. Contundentes.
Incontestables. UTOPIA 100% (sin la tilde, para que no se rompiera
el rectángulo perfecto) y una sonrisa…, la suya, hipnótica. ¿Quién se
podría resistir?
Que el eslogan debía hacer referencia a Utopía, siempre lo tuvo
claro. En el ambiente aún flotaba la excitación que había traído el
nacimiento del nuevo régimen, mezclada con un sutil, casi
imperceptible, desencanto por no haberse percibido apenas cambios
en la vida cotidiana. Solo había pasado un año, pero un hito de la
magnitud del nacimiento de Utopía había generado, en la imaginación
colectiva, unas expectativas que prometían réditos más tangibles.
Lucas Torrejón se subió a aquella ola que otros no hubieran sabido,
o querido, detectar, y volvió a vender lo que los ciudadanos ya habían
comprado, recientísimamente. Ni siquiera les ofreció más, ni siquiera
Utopía por dos, sino únicamente la cantidad original, el cien por cien,

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que se hubiera esperado que ya viniera en el paquete de la primera


compra.
Ser tan o más utópico que los utópicos también le sirvió para
que nadie pusiera en duda sus intenciones. Quizás algunos le
consideraban “independiente” por el hecho de no estar afiliado al
Colegio de Políticos, pero todos daban por sentado que no se podía
ser más utópico que él… Él era UTOPIA 100%, así que prestarle
apoyo no solo era decente y correcto, sino que también estaba
totalmente exento de riesgos… Y aquella sonrisa suya quedaba tan
bien junto a los titulares…
“Y pensar que hay quien desprecia vuestro intelecto,
congéneres queridos…”, reflexionaba Lucas Torrejón, de pie, con las
manos a la espalda, ya más sereno, mientras oteaba la luminosa
colmena multicolor que se extendía hacia todas las direcciones, a sus
pies, como la onda expansiva ocasionada por la detonación
inmisericorde de una bomba de Navidad condensada… Su colmena
multicolor, de edificios tan altos que habían invadido los cielos y
desahuciado a los dioses, pero ninguno más que el suyo; su colmena
de triple capa de circulación de vehículos: los flotantes, a ras de
suelo, pero sin tocarlo; los volantes de corto recorrido, a media
altura, entre los edificios; los de largo recorrido, por encima de las
azoteas, incluso más arriba de su atalaya, lo cual no le agradaba,
pero estaba dispuesto a tolerar. Tres capas de circulación, atestadas
pero asombrosamente fluidas, cada una distribuyendo vehículos por
infinidad de trayectos, sin descanso, sin apenas interrupciones,
entrecruzándolos a una velocidad endiablada (ahora este-ahora el
otro-ahora el de más allá-ahora este-ahora el otro-ahora el de más
allá…) sin que se produjera ninguna colisión, conducidos
automáticamente por la NIEBLA con la precisión que le otorgaba su
capacidad de cálculo tan inmensa que había sido declarada infinita, y
tan rápida que había sido declarada instantánea, por la gracia de la
ciencia.

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“Y pensar que hay quien desprecia vuestro intelecto,


congéneres queridos”, repitió en su mente el altísimo gobernador de
calva más reluciente que una bola disco-dance alumbrada por la
linterna del gigante de las botas de siete leguas, “incluso tras haber
demostrado vuestra infinita sabiduría al elegirme a mí”.
Volvió a sonreír. Pero, ahora que estaba a salvo de las miradas
de la prensa y los votantes, usó una sonrisa diferente a la que había
cautivado a sus conciudadanos, una que se reservaba para sí mismo,
una que le hacía sentir como si una cálida ducha de ego lo fuera
empapando poco a poco, hasta que lo dejara completamente cubierto
de una reconfortante capa deífica, de infalibilidad e invulnerabilidad.
Era una sonrisa que le hubiera provocado escalofríos al
mismísimo frío.
Cuando se cansó de contemplar su colmena, dio su primera
orden como gobernador:
—NIEBLA, a partir de ahora olvidarás instantáneamente todo lo
que suceda dentro de este despacho.
—Entendido, señor gobernador.
—Y ahora que mando más que tú, puedes llamarme Lucas.
—Entendido, señor gobernador.
—Ya estamos… Llámame Lucas —rectificó, suponiendo que la
red de IAs estatales no le había obedecido porque “poder” hacer algo
no implica la obligación de hacerlo.
—Entendido, señor gobernador —reiteró la NIEBLA.
—Ah… Claro… NIEBLA, anula la orden anterior. —Por fortuna,
los comandos de anulación tenían preferencia sobre cualquier otra
orden, si no la situación ya no hubiera tenido arreglo.
—Entendido, señor gobernador.
—NIEBLA, a partir de ahora olvidarás instantáneamente todo lo
que suceda dentro de este despacho, EXCEPTO las órdenes que te
transmita.
—Entendido, señor gobernador.

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—Llámame Lucas.
—Entendido, Lucas.
Y así fue como en aquel despacho, el más alto de todos, la
NIEBLA se disipó.

L
a primera vez que Loreto se enfundó el traje de
negociadora, se sintió tan ridícula que habría preferido que le
creciera un pene en la frente.
Una cosa era ver a otros deambular vistiendo aquel pastiche,
que habría explotado en cualquier momento si los colores hubieran
tenido las propiedades reactivas de las sustancias químicas (algunas
de las combinaciones cromáticas en las que “incurría” no eran para
menos), y otra completamente distinta, tener que salir a la calle
ataviada con aquella indumentaria tan letrada, pero tan ininteligible.
¿Quién habría diseñado semejante mono multicolor, plagado de
inscripciones y rótulos, cada uno escrito en una letra de diferente tipo
y tamaño? Seguramente, un técnico desbordado por tener que
cumplir demasiadas normas, decretadas de forma independiente, que
habrían decidido reunirse con el expreso propósito de estallarle en las
narices, en el mismo momento en el que se dispuso a acometer
aquella tarea que alguien, que no le quería bien, le había asignado.
“Los servidores públicos de rango inferior o medio deberán lucir
un distintivo que permita a un adulto sano leer el nombre del
organismo al que pertenecen hasta a cuarenta metros de distancia,
en letras redondas del color común del organismo”; “Todo funcionario
que preste su servicio en la vía pública estará continuamente
identificado por un rótulo con su nombre completo y número
funcionarial, escritos en letras mayúsculas de tamaño no inferior a
cuarenta puntos, y en tono brillante”; “Se dispone que los
negociadores muestren en todo momento los preceptos básicos de la
normativa de servicio al ciudadano, en particular las normas trece a
la dieciocho, y cuarenta y siete a la cincuenta y dos, en su versión

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abreviada, escritos en letra helvética y de, al menos, diecisiete


puntos de tamaño”… Y más y más mandatos de aplicación ineludible,
que habrían acabado sumiendo al atolondrado técnico en una
enfermiza disquisición sobre si las axilas y las ingles podían
considerarse o no lugares visibles, y si, en caso negativo, era mucho
pedir que los negociadores anduvieran siempre con los brazos en alto
y las piernas bien separadas.
Todo eso fue lo que imaginó Loreto, la siempre
apesadumbrada Loreto, cuando se miró en el espejo, en los
vestuarios del cuartel, y se vio convertida en un garabato viviente.
En realidad, aquel uniforme era el resultado de un esfuerzo
colectivo y continuado. Los sucesivos “parches” los habían ido
incorporando diversos técnicos, lo mejor que habían podido, a medida
que se habían ido dictando nuevas normativas, y respetando siempre
el diseño previo, para ahorrarse dolores de cabeza y
responsabilidades. No había existido ninguna conjura contra una
única víctima, instigada por alguien que le tuviera ojeriza.
Pero, desde la muerte de su esposa, hacía poco más de dos
años, los pensamientos de Loreto tendían al tremendismo sin que lo
pudiera evitar… Excepto cuando la recordaba a ella, su vida con ella,
esa vida que le fue robada a la vez que se le asignaba el cuidado de
otra, la de su bebé, Virtud, su bebé de grandes ojos verdes, los ojos
de la difunta.
Lamentablemente, aquellos faros esmeralda que brillaban como
el único sol de un universo por lo demás sombrío, que se iluminaban
como un relámpago dador de vida cuando la muerta aún no lo estaba
y hacía, o pensaba, o hablaba de algo con pasión, lo cual era
prácticamente siempre, pues así era ella; aquellos globos en los que
Loreto habría deseado envejecer, y desde los que nunca hubiera
querido dejar de contemplar un mundo simplón y predecible,
soporífero, trivial, insignificante, irrelevante desde aquella altura;
aquellos ojos eran lo único de la añorada que veía en su relevo.

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Pero, cuando los miraba con detenimiento, cuando los miraba


en un intento de reencontrar a la perdida, de recuperar sentimientos
violados por el paso del tiempo, apaleados con el garrote de la
certeza de un futuro sin ella, se daba cuenta de que no eran los
mismos: ni siquiera aquello le quedaba. El verde centelleante de su
amada estaba atenuado en Virtud, ligerísimamente. El liviano velo
que intentaba apagar al único sol debía de ser obra suya, su
aportación genética, su legado torcido. Un borrón: eso era ella. Un
borrón en una estrella cegadora que le permitió resguardarse en su
luz… ¿por caridad?… ¿Por piedad?… Ni lo sabía. Ni lo recordaba. Ni
recordaba haberlo sabido.
Si al menos hubiera podido quedarse embarazada…
Pero, aunque en los ojos de Virtud no encontrara a su amada,
porque la que partió hacia ningún lugar siempre fue para ella un
refugio que no podía ni debía serlo su hija, Loreto no se daba cuenta
de que al mirarse en su bebé era ella quien se convertía en el sol que
acariciaba, amaba e incitaba a vivir y a crecer. Y al no darse cuenta,
lo hacía solo a medias, a destellos intermitentes: con dedicación, pero
sin convencimiento; con amor, pero sin alegría; con rectitud, pero sin
fe.
Los momentos, escasos, en los que Loreto olvidaba ser un
atributo de algo que ya no estaba, y decidía existir por sí misma,
sentía en su vientre lo mucho quería a su pequeña Virtud —por ser
su bebé… por ser—, y que la hubiera adorado de la misma forma en
cualquier circunstancia, incluso de haber sido hija suya y de otra tan
imperfecta como ella, y no de una diosa muerta.
Aquel amor vivo contrapesaba al muerto y le permitía seguir
adelante.
Entre ambas orillas vivía: con un pie en una tumba y otro en
una cunita. Por la tumba, no volvió a casarse; por la cunita, se alistó
en el cuerpo de negociadores, el cuerpo encargado de velar por el

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cumplimiento de la ley en el siglo XXXI, y se vio convertida en una


burla caligráfica.
De algo tenían que comer.

L
a primera vez que Hache vio seriamente amenazada su
primacía por otro tan poderoso como él, se sintió más vivo
que nunca.
El reino de Hache era pequeño, pero a él le bastaba. Aun
careciendo de empatía y siendo un usuario habitual de la violencia,
sus genes eran los de un superviviente, no los de un conquistador.
Quizás por ello, y pese a que disfrutaba propinándolas, no abusaba
de las agresiones físicas, limitándose a las verbales, a la pura
intimidación, siempre que le era posible.
Para Hache, la violencia era el medio que la naturaleza le había
proporcionado para conseguir sus objetivos y solucionar sus
problemas. No siendo muy ambicioso, se conformaba con procurarse
los placeres que le apetecieran, conseguir aquello con lo que se
encaprichara, y sentirse respetado y temido, así que nunca se le
hubiera ocurrido hostigar a otros reyezuelos de parecida calaña.
¿Para qué? En su reino tenía los suficientes vasallos y sirvientes,
fuentes mágicas de las que brotaba alcohol destilado de alta
graduación que no se agotaban nunca, drogas a un precio razonable
y un buen número de bellas concubinas siempre prestas a poner sus
viscosas cuevas del placer submarino a disposición de su pececito. No
necesitaba más.
A su madre la frustraba aquella actitud: había conseguido
engendrar a un bruto perfecto, un hércules imponente de cuerpo
marmóreo y mirada aterradora, pero había nacido con el espíritu
impedido, el espíritu de su padre… ¡Qué duro que era ser una reina
madre en los suburbios! Claro que antes de que su Hernesto fuera el
rey, ella solamente había sido una cortesana pretenciosa, de belleza
primaria, de andares exagerados, con la cabeza siempre tan erguida

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que sus pezones parecían estar atracando a los ángeles a pecho


armado…
Pero su ambición sí que tenía la medida adecuada, consideraba
ella, la misma que el dosificador imaginario que usaba para calcular
la cantidad de perfume en la que envolverse, cada mañana, cada
tarde y las noches de guardar: varias arrobas cúbicas de la escala de
Brobdingnag. Su olor demasiado intenso para ser agradable la
precedía como un paje bufo, grotesco, metros por delante, y no
dejaba más remedio que seguir recordando su visita mucho después
de que se hubiera marchado, como haría un admirador obsesivo que
no pudiera parar de hablar sobre ella incluso a quien no quisiera
escucharle.
Visto que Hernesto de su padre había heredado los músculos,
y de ella, la cabeza, la elegancia y el estilo, ya eran demasiadas cosas
de su parte, así que la ambición volvió a caer del lado paterno,
calculaba, pensando que la genética era como mezclar dos barajas de
cartas y luego elegir la mitad al azar. Pero para corregir a la
naturaleza, ¡ay!, la tonta naturaleza que le había impedido
reproducirse por sí misma en un hijo varón a su imagen y semejanza,
bestia como un sansón descerebrado y con las ínfulas de un aspirante
a dios vengador, estaba ella, o, al menos, lo intentaba.
Cuando más le gustaba revolotear alrededor de su hijo, para
que todos recordaran que si ella no se hubiera abierto de piernas dos
veces, una de entrada y otra de salida, estarían huérfanos de
liderazgo, o languideciendo bajo el yugo de otro no tan egregio —
aunque a ella este adjetivo le hubiera sonado a marca de yogur—,
era cuando su fornido retoño se “machacaba” en el gimnasio,
costumbre que adquirió en la adolescencia, y que le servía para hacer
una larga pausa entre el tabaco y el alcohol de la mañana, y los
propios y las drogas de la noche.
La reina madre irrumpía en la sala de máquinas que no llevaba
a aquel edificio a ninguna parte (al contrario que la de un barco)

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como si alguien acabara de prenderle fuego a su culo y lo tuviera


envuelto en llamas. El parquet gemía, cediendo bajo su avance
demoledor y apresurado. Sus tacones de dominatriz repiqueteaban
contra la madera, acuchillando los sonidos masculinos, de engranajes
chirriando, choques metálicos, deslizamientos de goma sobre acero,
articulaciones llevadas al límite y jadeos de esfuerzo.
—Tu madre —podía susurrarle a Hache uno de sus vasallos, al
detectar la intimidante presencia que se cernía sobre ellos.
—Ya la huelo, ya —podía responder él, en voz no muy alta. Y
quizás los demás, su séquito, dibujaban una sonrisa socarrona,
cómplice, pero asegurándose de que la que se aproximaba no les
viera.
Embriagada por el atractivo aroma a macho joven, que se le
clavaba en los más bajos instintos como las agujas de un maestro
acupuntor, llegando a veces a lubricar el roce de sus muslos al
caminar, se colocaba a la vera de su hijo y le espetaba cualquier
orden, disfrazada de recordatorio:
—Ah, estás aquí… —podía decirle, como si no fuera lo
esperable, e ignorando a los otros, a los que no consideraba dignos
de su atención cuando estaba presente su Hernesto—. Acuérdate de
que tienes que comprar una caja de jotabé, que se ha acabado.
O cualquier asunto similar, habitualmente relacionado con el
bar musical que regentaba, el palacio real del país de Hache.
—Muy bien —solía responder él. Lacónico, deseando que su
madre desapareciera y les dejara solo sus miasmas para maldecir.
Pero ella nunca se iba sin animarle a romperle la cara a alguien,
a algún monarquilla limítrofe que también cultivara su cuerpo adicto a
todo, en aquel lugar de cuerdas y poleas que solo levantaban la
moral.
—¿Has visto a ese? —quizás le decía, señalando a uno con la
barbilla, disimuladamente—. Va mucho por el Cubilete. Es un chulo y
un cabrón… Se merece que alguien le pare los pies.

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Hache dejaba en el suelo el peso que estuviera levantando,


quizás una mancuerna de veinticinco quilos, y miraba al que le
indicaba su madre. Directamente, como estudiándolo.
—A mí no me ha hecho nada —solía ser su respuesta. Y luego
volvía a levantar lo que previamente hubiera soltado… Quince…
dieciséis… diecisiete…
Mientras, su madre se soliviantaba tanto que la primera vez
que escuchó este verbo, en boca de una culta presentadora televisiva
que presentaba un inculto programa televisivo, y que trataba de
dignificarlo —y de justificarse ante su autoestima— con arrebatos de
diccionario, lo relacionó con esos momentos en los que su hijo se
negaba a ser Atila, Alejandro Magno, Julio César, Napoleón
Bonaparte… Adolf Hitler: hombres de férreo carácter y voluntad
inquebrantable que nunca tuvieron suficiente, paradigmas
inmarcesibles de virilidad bélica que no se detuvieron ante nada ni
nadie, que nunca dijeron que no a una buena masacre después de
desayunar.
Indignada, no decía nada más y se marchaba, al trote, clavando
sus tacones en los ojos del entarimado de madera, y el balanceo de
su culo en llamas, en los de todo aquel que lo quisiera mirar, a la vez
que maldecía mentalmente los genes de su marido, que solo servía
para follar y dejarse atrapar por la policía, obligándola entonces a
tener que ir a realizar la primera de ambas operaciones a la cárcel
(cuando quería practicarla con él).
Pero en el mundo de Hache y su presuntuosa madre, la
violencia era la moneda con la que se liquidaban las transacciones
conflictivas, por mucho que uno se limitara a usarla solo cuando no le
quedaba otro remedio. O así lo veían ellos.
Como aquel día en el que el Máquina (que era, recordemos, el
nombre que recibía Hernesto cuando otros narraban sus gestas,
como ahora mismo) estaba sentado, pasada la medianoche, en la
barra del Red Sinfoni, su bar, el de su madre, así bautizado por ella

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misma porque quería que sonara inequívocamente inglés (temía que


“Symphony” hubiera podido ser relacionado por algunos con los
caballos enanos, siendo posiblemente un temor fundado, dado que
nada que comenzara por “poli”, a excepción de los politoxicómanos,
visitaba demasiado aquel barrio; los políglotas, menos aún).
Era viernes. Estaba bebiendo el tercer whisky de la noche, tras
varios porros y alguna raya. Le acompañaban tres de sus súbditos,
cuyos egos se henchían cada vez que lo llamaban amigo. Los cuatro
tenían veintiún años.
Por la puerta apareció otro muchacho de su edad. En su caso
las rayas de cocaína habían sido más de “alguna”, el alcohol, mucho.
Venía dispuesto a darle su merecido a aquel cabrón con el que nadie
se atrevía. Pero él sí. Él era algo más alto y, al menos, igual de
musculoso. Él le iba a dar una paliza.
Se acercó hasta que estuvo a su lado. Puso la mano izquierda
sobre la barra.
—Tú… —le dijo, señalándole con el dedo índice de la derecha—.
Tú…
El Máquina dejó el vaso de tubo sobre la mesa alargada en la
que se acodaban los clientes, y escudriño al recién llegado, sin decir
nada. Ciertamente aquel era un adversario temible, otro reyezuelo,
que solía moverse unas manzanas más hacia el centro. Tan fuerte
como él. Igual de acostumbrado a ejercer la violencia sobre otros.
—Yo… —replicó el Máquina, sin inmutarse—. Yo… ¿qué?
—Tú… Tú te has follado a mi novia —terminó el que acababa de
entrar, con la mano temblorosa por las drogas, el alcohol y la
adrenalina.
Y era verdad: el Máquina se había follado a su novia.
El acusado le dio un sorbo a su whisky, corto. Luego volvió a
posar el vaso sobre la barra.

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En virtud Por Oderfla

—Si tu chica es una puta que no sabe tener las piernas cerradas
la tendrías que atar más en corto —adujo, de un tirón, con tono
firme.
El afrentado, al escuchar aquellas palabras, sintió cómo toda la
mierda que le corría por la sangre le subía al cerebro. Tras que le
explotaran varias neuronas, se dispuso a abalanzarse sobre aquel
hijoputa y matarlo a golpes, pero no le dio tiempo: el Máquina lo
tumbó de un derechazo en los morros que ni vio venir; un derechazo
que subió, raudo como funcionario al encuentro de su almuerzo,
desde la cadera de uno hasta la cara del otro; un derechazo que
derribó al segundo e hizo que el primero se levantara de su taburete
a la vez que lo ejecutaba.
Con su rival en el suelo, el Máquina extrajo una navaja del
bolsillo trasero de su pantalón. Mediante un rápido movimiento de
dedos, la abrió y la asió con la hoja hacia abajo, en su puño cerrado.
Sin dudarlo ni un momento, se la hundió al cornudo en el muslo
derecho, con mucha fuerza, como el que hiende una bandera en un
territorio conquistado, dejándosela bien clavada en el fémur, con al
menos un par de centímetros del filo enterrados en el hueso.
El otro profirió un chillido que acalló la música y todas las
conversaciones. Instintivamente se encogió sobre sí mismo, por el
dolor y preparándose para recibir más golpes. Pero no los hubo.
El Máquina pensó que era patético.
—Esa navaja es mía, cabrón —dijo—. Quiero que me la
devuelvas. —El derribado no paraba de gimotear, derrotado por el
dolor, con las manos alrededor del puñal, intentando contener la
hemorragia—. Vas a ir al hospital, vas a decir que te la has clavado tú
mismo porque eres gilipollas, te la van a sacar y vas a venir a
devolvérmela. Tú… En persona… Esta noche.
El agredido pensó que el Máquina estaba loco, o de broma, o
ambas cosas a la vez. No se movió.
El rey abrió los ojos como pizzas de tamaño familiar.

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En virtud Por Oderfla

—¡¡Venga!! —bramó, con la potencia de una tuba tocada con el


superaliento de un supermán.
Temiendo que le volviera a pegar si no le obedecía, tan
aterrorizado que le pareció que los dolores que sentía en el muslo y
en la cara remitían, se arrastró como pudo hasta la puerta, dejando
un reguero de sangre por el camino. Una vez fuera, la novia puta que
no sabía mantener las piernas cerradas y a la que debería haber
atado más en corto, a la cual había obligado a quedarse esperando en
su coche, donde había permanecido todo aquel tiempo llorando a
moco tendido, lo socorrió, histérica, y le ayudó a cumplir lo que el
Máquina le había mandado. Mientras lo acompañaba —al hospital,
en él, y vuelta—, sin dejar de sentirse un poco culpable, pensó que
quizás todo aquello había valido la pena por echar un polvo con el
macho de los machos, y que era una lástima que el suyo no lo fuera
tanto.
Aquel día, el reino del Máquina se amplió un par de manzanas,
pero a él no le importó. Con lo que sí que disfrutó infinitamente fue
con la humillación a la que sometió a aquel que se había creído a su
nivel, a quien, a partir de entonces, permitió que se incorporara al
grupo de sus vasallos, pues le pareció más adecuado que tenerlo
solamente de sirviente.
Por su parte, su progenitora, que, como de costumbre, lo había
observado todo desde detrás de la barra del Red Sinfoni, se sintió
plenamente orgullosa de su hijo. Aquella noche era la madre de un
verdadero conquistador militar.
Muy de madrugada, ya en la soledad de su habitación, no
teniendo a su marido a mano, pues volvía a estar entre rejas, se
masturbó, imaginando que su hijo era Julio César, y que Julio César
la poseía con su verga indefectible.
El que sepa sumar, que sume.

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L
a primera vez que, tras la muerte de la otra melliza, la
hermana superviviente entró en la habitación que había sido
de las dos, entendió, en su mente de niña, que era la mitad
de una naranja que nació entera, pero que nunca lo volvería a estar.
Sus dos madres aún se debatían entre el dolor y la alegría, el
terror y el alivio, la desazón y la ilusión.
Por un lado, sufrían las constantes acometidas del peor de los
acosadores, la agonía indescriptible de morir a cada instante, otra
vez, otra vez, otra vez, junto a su hija fallecida, de vivir en la
angustia que linda con la demencia, de habérseles quedado atascado
en la garganta el regusto venenoso que deja la esperanza al estallar
y desintegrarse para siempre, reventada a golpes de malas nuevas,
ilícitamente sustituida por la cruel realidad de lo imposible, la cruel
imposibilidad de lo irreal: la muerte es irreversible y eso, el cerebro
humano, necesitado de expectativas que le permitan vivir una día
más, no puede aceptarlo, aunque sepa que es cierto. Atrapada en
una contradicción irresoluble, la mente se ve incapaz de hallar un
camino de salida al laberinto de lo irremediable, se niega a procesar
lo que no debiera ser como es, y reacciona mal, fatal, peor,
produciendo dolor, dolor y dolor; dolor y rabia; dolor y culpabilidad; y
dolor… Y dolor… Y dolor.
Pero, por otro lado, se sentían flotar sobre un mar cálido y
denso de amorosa calma, cuyas olas suaves como el roce de una
pluma al caer las mecían, incitándolas a dejarse abrazar por la alegría
del drama superado; de la muerte esquivada con un volantazo en el
último momento, aplazada sine die gracias a la intervención heroica
de un abogado llamado “determinación”; de la victoria de la
obstinación humana, que había sometido a la dificultad monstruosa,
de mastodónticos músculos venosos e hipertrofiados, venciéndola
contra todo pronóstico en un pulso desigual en el que la voluntad de
una niñita se había impuesto a la lógica médica, científica,
matemática, pura. Su hija renacida, arrancada de las fauces de la

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muerte por la excepción que confirma la regla, por un giro


impredecible del destino, las invitaba a aferrarse a la vida, con todas
sus fuerzas.
Su hija que nació dos veces, y no murió una, las ataba a la
existencia, obligándolas a soportar los embates del dolor por la que
solo nació una… y murió.
La mano que abofeteaba una de sus mejillas iría perdiendo
fuerza con el paso del tiempo, permitiendo que la que acariciaba la
otra se convirtiera en la predominante. El dolor acabaría
transformándose en una nostalgia vaporosa, más por lo que pudiera
haber sido que no por lo que fue, efecto inevitable de la incapacidad
humana de perder completamente la esperanza, que acaba
convertida en mundos paralelos, en pensamientos en condicional, en
ensoñaciones extemporáneas (“Hoy me levanté y fui a buscarla. Creía
que… Creía que aún estaba viva”), en fantasmas —en el caso de las
dos madres— buenos, que las visitaban, con sus sonrisas tristonas,
susurrándoles historias de cómo habría sido una vida a cuatro, pero
sin deslucir su realidad a tres, que era una bendición. Tanta, al
menos, como la mayor que podía recibir cualquier otra familia de las
Diez Ciudades.
Escoltada por sus dos mamás, la joven Escobita, a quien
también llamaban Cobi, escrutaba el interior de su habitación doble,
sin atreverse a cruzar el lindar de la puerta. Tenía trece años. Había
pasado los últimos catorce meses, largos, eternos, luchando contra
una enfermedad terrible, al lado de su hermana melliza, como
siempre había sido.
Su hermana: realidad desconocida para el resto de los humanos
de su época, condenados a ser hijos únicos por ley, pero elemental
para ella. Siempre habían sido dos. Siempre habían vivido a la vez.
Nunca se habían tenido que buscar porque jamás se separaban. Su
sincronía era natural, espontánea… perfecta. Una no era más ni
menos que la otra, en nada, pero juntas eran mejores…, juntas eran

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una, todo, y ahora ella ya solo era media. ¿Por qué? ¿Qué habían
hecho de forma diferente en aquella ocasión decisiva? No podía
explicárselo.
Miró sus camitas, que colgaban del techo. Originariamente
habían compuesto una litera, pero, cuando ella y su hermana no eran
más que dos renacuajos respondones, llenos de vida, alegres y
bulliciosos, locuaces como la proverbial capacidad de hablar hasta
debajo del agua, decidieron que no les gustaba que una quedara por
encima de la otra, ni que fuera en sueños, así que les pidieron a sus
madres que las coloran a la misma altura. Se negaron: no había
espacio suficiente. Para mostrar su disconformidad, a modo de acto
reivindicativo y de protesta, aunque candoroso, las mellizas
comenzaron a dormir alternativamente en una y otra cama, no en
días sucesivos, sino relevándose en mitad de la noche. Aquello
exasperó a sus progenitoras, que no comprendían por qué sus hijas
eran tan testarudas, tan caprichosas, sin darse cuenta de que eran
sus dignas herederas. Acabaron dando su brazo a torcer, incapaces
de resistir por más tiempo la energía infinita de sus incansables hijas,
obcecadas con aquel asunto, y por haber encontrado una solución
que contentaba a todas, mujeres de recursos como eran: colgando
las camitas del techo no se perdía espacio, sino que incluso se
ganaba, y las mellizas verían cumplido su deseo. Les costó un buen
dinero, pero acometieron la obra.
Recordó la sonrisa de su hermana, que era como la suya
propia, y lo felices que habían sido el día que inauguraron aquellas
camas tan emocionantes: a la misma altura y elevadas, voladoras.
Habían conseguido el sueño imposible de tantos niños de siglos
anteriores: tener dos “literas de arriba”. El no va más para dos
hermanas tan bien avenidas.
Juntas eran una fuerza irresistible. Juntas eran simpatía
huracanada, un ciclón de risas y energía. Juntas eran cuatro
piernecitas que andaban en la misma dirección, sin tener que

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discutirlo. Juntas ERAN. Juntas. Solo podían ser, juntas. Solo podía
ser de aquella forma. Cualquier otra posibilidad no existía. De hecho,
ellas nunca pensaron que estuvieran juntas. Ellas meramente estaban
de la única forma que podían estar, que sabían estar: juntas. Tanto
que tal palabra en su mundo no existía, al no tener contraria, al ser la
única opción.
De pronto le golpeó el recuerdo del segundo día más aciago de
su vida, el día en el que alguien desconocido —ella no, ella nunca—
decidió despeñarla por la ladera de la montaña de las mitades
sueltas, lejos de su hermana; el día en el que abrió los ojos, tras
mucho tiempo en coma, y la vio, a su lado, como siempre, pero tan
diferente, como nunca. Vio a su reflejo viviente y no se reconoció en
él, no la reconoció.
Estaba tan delgada… Flotaba en una cámara de gravedad cero,
conectada a mil trastos, con agujas clavadas por todo su cuerpo, con
tubos insertados en lugares horribles, tubos por los que entraban y
salían sustancias de colores asquerosos… Igual que ella, que no se
podía mirar, pero que se notaba ensartada, punzada y pinchada.
Igual que ella…, pero ¿por qué no abría los ojos? Ella los había
abierto. ¿Por qué su hermana no abría los ojos?
En aquel momento entendió, horrorizada, que podía existir al
margen de su hermana…, SIN su hermana. La palabra “juntas” se
generó en su cerebro a causa de la irrupción de su malvada
contraria: “separadas”, que invadió su ánimo al galope, embutida en
una armadura negra, con muchas púas, blandiendo la pesada maza
del desamparo, a lomos de un caballo del mismo color, musculoso,
terrorífico, que relinchó y se elevó sobre sus patas traseras en el
mismo centro de su consciencia, donde se quedaría a vivir.
Su hermana murió, y le colocaron como mortaja la palabra
“juntas”, que dejó de tener aplicación, que solo vivió días de
angustia, cuando tanto ella como su contraria hubieran sido posibles,
al menos en el reino de la esperanza. Ahora ya solo quedaba el

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caballero negro de la maza, sobre su corcel escalofriante, patrullando


en las estepas de su media vida.
En la puerta de su habitación, sin decidirse aún a entrar, con
una de sus madres a cada lado, Cobi se preguntaba por qué.
No lo comprendía. Eran prácticamente iguales, ¿por qué su
hermana había muerto y ella no? ¿Por qué ella había vivido y su
hermana no? ¿Por qué una había tomado un camino y la otra, otro?
No tenía sentido. Deberían haber seguido la misma senda, fuera cual
fuera. Deberían haber permanecido… ¿cómo era aquella palabra?…
JUNTAS.
Pero no había sido así.
Su mente preadolescente extrajo la única conclusión posible: la
vida no era injusta, ni perversa, ni cruel… sino que era algo mucho
peor…, era… aleatoria. No había causas, ni efectos; no había lógica, ni
razón… No había porqués, solo accidentes, solo azar: la plasmación
de la voluntad arbitraria y caprichosa de una moneda lanzada al
viento. ¿Por quién? Daba igual.
Sacudida por aquella revelación, finalmente entró en su
habitación, decidida a afrontar el resto de su vida de la única manera
que tenía sentido en aquel mundo aleatorio: a toda velocidad, sin
reparar en nada, sin preocuparse por nadie, buscando el placer ahora
y aquí, el máximo beneficio en el mínimo tiempo, porque todo podía
terminar en cualquier momento, sin motivo, porque actuar de otra
forma no garantizaba nada…
Porque el caballero negro había vencido.

L
a primera vez que Virtud sintió que estaba respondiendo a
las expectativas de su madre muerta fue cuando la asignaron
al equipo de programadores de la ESENCIA.
—Esta es Virtud, la nueva ingeniera —le indicó el director
administrativo (lo cual significaba político) del CEPORRO (Comité para
el Estudio, Programación y Organización de las Redes Robóticas

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Oficiales) al programador veterano al que se le había encomendado la


tarea de explicarle sus nuevas funciones y atribuciones.
Aquel se la miró con sus grandes ojos en su rostro sin vello en
su cabeza sin vello —los propios de cualquier humano del siglo XXXI,
aunque notablemente más vidriosos de lo común—, desde su silla
flotante, sin ni siquiera levantarse, y sonrió como si le estuvieran
presentando a una posible pareja sexual, y no a una compañera de
trabajo: estiró más la comisura derecha de sus labios que la
izquierda, a la vez que fruncía ligeramente la ceja que quedaba sobre
la primera, y arqueaba la otra, descompensando su semblante en una
mueca torcida, a la que solo le faltó que se relamiera.
Virtud se sintió invadida por un conato de arcada, como si
acabara de sorprender a alguien de desnudez repugnante
masturbándose en el sofá, pero consiguió ignorar aquel sentimiento y
corresponderle con una sonrisa recatada, austera, neutra, carente de
toda connotación que no fuera la cortesía más estricta. A
continuación, mientras escuchaba el nombre de su nuevo compañero
en boca del director, pensó que era una lástima que no se hubiera
incluido una sección en los Cánones Utópicos que regulara las
sonrisas, pues, de haberse hecho, la humanidad, muy especialmente
la mitad femenina, se hubiera librado de tener que soportar aquel
tipo de demostraciones de lascivia inadecuada, improcedente…
babosa.
Una vez el director hubo terminado las introducciones, a Virtud
no le quedó más remedio que estrecharle la mano a aquel sujeto que
seguía con su fofo trasero pegado al asiento. La obligaba la situación,
que era una de las excepciones solemnes en la que los Cánones
Utópicos habían dejado lugar para las formalidades.
Mientras notaba su tacto frío, sudoroso, pegajoso, algo áspero,
como el de un sapo aquejado de hipotermia, e intentaba no fijarse en
aquella sonrisa libidinosa que seguía emplastada en su rostro, aquella
sonrisa que ahora se había tornado incluso más intensa, seguramente

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por la excitación que le producía estarle tocando la mano, se sintió


súbitamente muy arrepentida, al imaginar que sería minusválido, y
que era por ello que no se levantaba.
Aquel pensamiento le despertó cierta compasión, o más bien
culpa, por lo que inconscientemente dulcificó su sonrisa. El otro
detectó aquella inopinada señal, que se produjo cuando sus manos
aún estaban en contacto, y la interpretó como una respuesta positiva
a su derroche de feromonas, así que apretó con más fuerza y se negó
a dejarla ir, a la vez que estiraba el cuello, como un felino estudiando
a una presa, como queriéndole acercar su rostro viscoso.
Incapacitado o no, aquel tipo era un cerdo. Virtud,
disimuladamente, le clavó la uña del dedo pulgar en el dorso de la
mano, obligándole a retirarla de un respingo. Tras ello, el sórdido
programador veterano dejó de sonreír y la miró con desaprobación, a
lo que ella respondió con una mueca de satisfacción comedida.
El director del CEPORRO, ajeno a todo aquel despliegue de
comunicación no verbal que no duró más que unos pocos segundos,
pasó a obsequiarla con un breve discurso sobre la importancia de la
función que le había sido asignada, el honor que suponía servir a
Utopía en su nuevo puesto, y la gran confianza que tenía depositada
en ella la Representatividad. Luego la instó a que recordara que su
puerta siempre estaría abierta, para cualquier cosa que pudiera
necesitar, así como que estaba personalmente a su disposición,
aunque era mentira. Finalmente marchó, dejándolos solos en un
despacho que de ninguna forma hubiera podido ser demasiado
grande.
El nuevo compañero de Virtud, que resultaría que podía
ponerse en pie perfectamente, aunque lo ejercitara poquísimo, se la
miró ahora con cierta condescendencia.
—Vaya, vaya… Así que tú eres la famosa Virtud…
—¿Famosa? —se sorprendió ella.

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—El más joven ingeniero en inteligencia artificial jamás


sancionado por la Representatividad… Aprobaste las oposiciones
cuando aún cursabas segundo de carrera… Cuatro años de
experiencia desarrollando interfaces, los cuales has compaginado con
la especialización y el doctorado… Y… —Detuvo por un momento el
repaso oral al currículo de la recién llegada. Continuó—: Nuevamente,
el más joven doctor en contextualización artificial por la Universidad
Unificada de Ciudad Amor… Cum laude y con una media de matrícula
de honor, claro… Si es que a eso se le puede llamar una media, que
más bien parece una “entera”…
—Bueno, yo me considero solo una programadora más al
servicio de Utopía —dijo Virtud, algo abrumada, tratando de
mantener la adecuada modestia, la requerida humildad, aunque sin
poder evitar sentirse halagada, olvidando por un momento que tanta
adulación procedía de un sapo que hacía un instante había estaba
presto a proyectarle su lengua adhesiva.
Pero el otro no había concluido su relación de méritos:
—Veinticuatro años… Y los ojos verdes más bonitos que haya
visto en mi vida.
El pegado a su silla dibujó de nuevo aquella sonrisa torcida,
repulsiva, pero esta vez se dejó los labios entreabiertos, mostrando
levemente su amenazador músculo arrojadizo.
El asco con olor a sexo volvió estrujar el cerebro de Virtud, con
tal fuerza que le pareció que los nervios oculares tiraban de los
verdes órganos que se habían convertido en el tema de conversación,
queriéndoselos llevar hacia dentro del cráneo. Los hizo rodar,
bastante hastiada.
—No creo que mis ojos tengan nada que ver con nada —
arguyó, molesta.
—Con algo tendrán que ver… —replicó el otro, con socarronería.

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—Con mi madre, supongo —adujo ella, de la manera más


cortante que pudo, intentando dar por zanjado aquel asunto, pero sin
darse cuenta de que en realidad estaba continuando la conversación.
—¿Solo con una?
—Bueno, la otra los tiene de color marrón. —Se refería a
Loreto.
—¿Lo ves? Todo tiene que ver con algo… —concluyó su
incómodo compañero, encantado de que hubiera compartido aquella
información personal con él, embriagado por la ensoñación de estarla
seduciendo—. Seguro que las dos son tan bonitas como tú —apostilló.
Las arcadas volvieron a Virtud, que sintió cómo le apretaban
con fuerza los ganglios del cuello, haciendo que deseara vomitar
generosamente sobre aquel programador depravado. Pero esa clase
de pensamientos de rabia quedaban muy enterrados en su
subconsciente, pasándole casi inadvertidos. Sí que se prometió no
volver a hablar nunca más con aquel tipo sobre ningún asunto que no
fuera estrictamente laboral, ni siquiera bajo coacción o amenaza de
muerte. Menos aún sobre su madre diosa… Que sí, era preciosa…
ERA.
—Quizás debería mostrarme mi acceso a la ESENCIA —le
sugirió, tajantemente.
—Ah… claro… la ESENCIA… —El baboso recuperó su tono
paternalista, incluso engoló un poco la voz—. Las Estructuras,
Silogismos, Especificaciones, Normalizaciones y Cálculos para
Inteligencias Artificiales que gobiernan todas las IAs que conformar la
NIEBLA… —añadió, dándoselas de erudito.
—Sé perfectamente lo que significa —aseveró Virtud.
—Claro que lo sabes… ¿No estás emocionada?
Y tanto que lo estaba. Más que en toda su vida. Pero, aprendiz
más veloz que la prisa y más voraz que el hambre como era, no
dignificó con respuesta alguna aquella nueva pregunta de seductor
cerril. El silencio era lo más que merecía.

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La ESENCIA de la NIEBLA la esperaba.

L
a primera vez que Raúl copió un poema en las libretas de
tapas verde pálido fue, también, la última.
El caserío de los padres de Luz era en realidad de su
madre, que lo había heredado de los abuelos, a los que la Parca había
decidido pasarles cuentas antes de lo debido, cuando Luz era una
niña muy pequeña y la peque aún no era nada. Solo la hermana
mayor había guardado sus caras en la memoria, aunque sin mucho
interés.
Aquella gran casa de labranza, de paredes gruesas como la
campesina más sanota, y desnudas como la más descocada, que
mostraban al mundo las enormes piedras que las formaban, y
susurraban a los árboles que ni el mismísimo Sansón las habría
podido tumbar; de tejado puntiagudo, que desafiaba a los cielos con
la arrogancia que le confería su pronunciada pendiente, chillándoles
que le resbalaba toda la nieve bajo la que lo intentaran sepultar; de
tejas que pesaban un quintal, apoyadas unas sobre otras con la
determinación de la primera línea del equipo de rugby de los
rinocerontes, eterno campeón de la liga animal; de postigos de
madera de la de verdad, la que se fabricaba serrando troncos y no
masticando astillas, tan densos que un planeta entero de termitas se
habrían empachado con uno solo de ellos y no se lo habrían podido
terminar; de puertas y ventanas generosas como el buen samaritano
en su mejor momento, por las que hubieran cabido un gigante y su
señora…; aquel caserío ya no era lo que un día fue. Ahora, más bien,
era un caserón. La falta de cuidados lo había convertido en el
recuerdo de un tiempo mejor.
Sus dominios se mostraban aún más decrépitos que él: el
pajar, que podría haber sido el que dio lugar al dicho de la aguja, ya
que de tan enorme hasta horcas (bieldos, “tridentes”) hubieran
podido perderse en él sin remisión, estaba semiderruido; el establo

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no le iba a la zaga, y ya solo mugía de escalofriante añoranza cuando


el sádico viento del invierno, primo hermano del guante de Freddy
Krueger, más cortante que la displicencia adolescente, lo confundía
con una armónica; los campos que el abuelo, y, antes que él, su
padre, y, antes que él, el abuelo de un abuelo, habían peinado tantas
veces, con un peine enorme de muy pocas púas, tirado primero por
animales tercos, y, luego, mecánicos, yacían ahora desaliñados,
yermos… y menguados, pues una gran parte de ellos era lo único que
la madre había aceptado vender.
El padre de Luz siempre odió aquel sitio. Hacía demasiado frío,
el bar del pueblo quedaba muy lejos, y en él solo lo recibían miradas
desconfiadas y silencios menospreciativos, bien merecidos, pero no
por ello menos molestos. Además, decía, no se lo podían permitir.
Pero la madre se negaba a desprenderse del único vínculo que le
quedaba con los buenos tiempos, los tiempos previos a su huída a la
ciudad en busca de lo contrario de lo que encontró: una vida mejor.
¡Cuántas veces se maldeciría por no haber sido varón! Pensaba que si
entre sus piernas hubiera colgado un choricillo extensible, su padre
no la hubiera dejado marchar con tanta facilidad, sino que habría
insistido en que siguiera con la hacienda, que no era gran cosa, pero
daba de comer.
Sin embargo, el pobrecillo, trabajador incansable, tan
deslomado que se hubiera dicho que estaba jorobado al revés,
siempre estuvo encandilado por su hija, de quien creía todo lo que le
explicaba, de manera que cuando le dijo que en la ciudad tendría más
oportunidades, él sonrió con aquella dulzura imposible en su rostro de
arrugas de piedra, y la dejó marchar, aun siendo el único
descendiente que Dios había decidido enviarles a él y su mujer.
La madre de Luz decía que los días que pasaban en el caserío
era lo único que la mantenía cuerda. Cuando su marido insistía en
que debían venderlo, ella le chillaba que si un día quería despertarse
con el cuello rajado de lado a lado, adelante, que lo vendían, así que

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el otro callaba y, en el mejor de los casos, daba un portazo y se iba al


bar.
Tanto adoraba aquel sitio que por él se sacó el carné de
conducir. Llegó un día en el que su marido se negó a volver nunca
más, tajantemente. En transporte público, el trayecto, con las tres
niñas, o incluso solo con las dos pequeñas, se hacía larguísimo, y
acababa resultando muy caro. Adicionalmente, una vez ahí, el pueblo
quedaba demasiado lejos para que ir andando fuera práctico.
Teniendo todo eso en cuenta, ni corta ni perezosa, puso a trabajar a
sus buenos genes y en un pispás ya conducía con desenvoltura el
trasto destartalado al que llamaban coche, legalmente y con mucha
mayor destreza que el eterno positivo por alcoholemia de su marido.
Para Luz, aquellas temporadas, cortas o largas, que pasaron la
peque, su progenitora y ella, a veces con la adición de la mayor, sin
el “monstruo infeliz” del que hablaba en su primer poema fueron de
las mejores de su vida, y le hicieron desarrollar, también a ella, un
profundo amor por aquel lugar en el que todo, incluso los niños,
parecía crecer mejor.
En el caserío, su madre, lejos de la base de la pirámide a la que
la crueldad de la ciudad y sus malas decisiones la habían relegado,
lejos de la porquería de otros que le permitía ganarse la vida como
asistenta, lejos de aquel hombre nefasto que años antes no lo parecía
tanto (muchas veces pensaría que su transformación fue debida al
maldito alcohol, pero nunca podría estar segura de ello), su bendita
madre, se apaciguaba y se convertía en lo que podría haber sido en
una realidad paralela, en la que la maléfica caída de las fichas del
dominó de la desdicha hubiera sido detenida por un abuelo más
adusto, menos confiado… o porque sí. Y junto a la madre, todas se
transformaban, y se convertían en la familia de un cuento en el que
no había malos…, en el que no había hombres.
Desde que el padre de Luz dejó de acompañarlas en sus huídas
a un pasado mejor, en el caserío dejó de haber batallas, y sin

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batallas, no había portazos, y sin portazos, no había trinchera —hasta


aquel momento las había acompañado siempre, trasladándose con
ellas desde la ciudad, escondida en el maletero del coche—, de modo
que ahí fue donde decidió trasladar sus libretas de poemas —todas,
las vacías, también—: a la única zona desmilitarizada que conocía.
De la caja caída de algún camión y aparecida, como por arte de
birlibirloque, llámesele también hurto, en la habitación de las
pequeñas, en la de la ciudad, Luz decidió, el mismo día en el que
escribió su primer poema, más tarde, antes de acostarse, rescatar
varias libretas más. Aquel verde pálido, pero tan vivaracho, que teñía
sus portadas le había gustado mucho, por lo que pensó que las usaría
para la escuela, o para lo que surgiera. Como estaban dispuestas en
cuatro pilas y no quería que su padre se diera cuenta de que había
decidido comprobar si lo de los cien años de perdón era cierto (había
robado al ladrón), tomó la misma cantidad de cada una, tres en
concreto, pues le pareció que era el máximo que pasaría
desapercibido.
No eran muy gruesas, más bien al contrario. Los muros del
caserío se hubieran reído de ellas, de haberlas visto. Estaban
encuadernadas con dos toscas grapas metálicas que agujereaban,
como si fueran dos piercings, sus hojas dobles justo por la mitad, por
la que se plegaban, convirtiéndola en un lomo finísimo, tanto que
quizás no mereciera ese nombre.
Doce libretas de tapas verde pálido, incluyendo la que ya había
estrenado. Luz las metió en una bolsa de plástico que tenía por ahí,
de una librería de cómics a la que iba de vez en cuando a comprarse
algún manga. Era una bolsa blanca con un dibujo, en tintas roja y
negra, de una manifestación de personajes de lo más variopinto:
superhéroes, luchadores, marinos y algún que otro animalito, varios
de los cuales no sabía identificar, posiblemente porque eran mucho
más viejos que ella. A falta de un lugar mejor, las escondió bajo el
proverbial colchón.

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Al principio, los poemas los escribía directamente en la primera


de las libretas, la mayor parte de las veces cuando se convertía en el
fantasma de un soldado recién muerto. Pero, antes incluso de que la
hubiera completado, comenzaron a brotar en cualquier sitio:
servilletas de papel, libros de texto, cuadernos de estudio, incluso en
el reverso de su antebrazo y, alguno muy corto, en la palma de su
mano. Luego, preferiblemente en un momento de calma, los copiaba
en orden cronológico —a veces se le acumulaban varios… (no, si los
había escrito sobre su cuerpo no)—, usando caligrafía de niña buena:
redondita, con todas las letras del mismo tamaño y pequeñas
rosquillas sobre las íes, en vez de puntos.
Sus libretas verde pálido finalmente quedaron exclusivamente
reservadas para los poemas, porque aquel color tan bonito le sabía
mal esconderlo tras una pegatina, o un recorte, o una fotografía
encontrada por internet que le hubiera impreso algún compañero lo
suficientemente “friqui” para tener impresora, mientras que
cualesquiera otras no podía resistirse a decorarlas de esa forma,
especialmente con imágenes de su amado “Lacasito” (así llamaba a
Marilyn Manson, porque sus iniciales coincidían con el nombre de otra
marca de golosinas similares).
En el piso de la ciudad, los momentos de calma en los que le
gustaba dedicarse a transcribir sus poemas cada vez fueron
escaseando más. Cuando el “monstruo infeliz” rugió que nunca más
iría al caserío, que si ellas querían seguir yendo ya se podían ir
buscando la vida, que le importaba una mierda si tenían que hacer
autostop o meterse a putas (este último no era un pensamiento muy
coherente, pero le encantaba esgrimirlo como amenaza), y luego hizo
estallar la puerta contra el marco, intentando cumplir aquella
metáfora tan trillada de arrancarla de sus goznes, ya de camino a
ahogar su frustración en el bar, la idea de trasladar las libretas de
poemas se generó en su cerebro —en el que la familia de tres
generaciones de motoristas circenses seguían dando vueltas y vueltas

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y más vueltas— de forma instantánea, como si se tratara de un


silogismo inevitable. Tener que copiar en algún soporte intermedio los
que le diera por escribir sobre su piel casi tan blanca como el propio
papel era un inconveniente colateral con el que podría convivir.
Una vez en el reino del otro padre, el de su madre, el que no
fue lo severo que hubiera debido (pero él qué iba a saber), buscó un
lugar en el que resguardarlas de los orondos y orgullosos muros, que
se hubieran mofado de su delgadez, así como de ojos no deseados,
que eran todos menos los suyos propios. El sótano, que olía a
recuerdos de vino y a moho, que se apartaba del calor y la luz como
los vampiros, como los espíritus que no quieren ir al Cielo porque se
les quedó algo pendiente que resolver, le pareció un buen escondite.
Nadie bajaba nunca ahí. Era casi milagroso que todavía
funcionara aquella bombilla amarillenta que, aun con todas sus
fuerzas, solo conseguía alumbrar un halo de no más de un palmo de
radio —un palmo pequeño, de niñita vestida de blanco secuestrada
por un monstruo barbudo que se la quisiera comer… o peor—, que se
le quedaba pegado como si fuera un globo de luz densa, incapaz de
vencer a las tinieblas que lo oprimían, tinieblas perfumadas con Eau
de Mazmorra, fragancia inconfundible por su aroma floral a uvas y
hongos.
Afortunadamente, todo eso era solo la impresión que
despertaba aquel sótano en su fogosa imaginación, sin par amazona
sexy de sueños insospechados. En realidad, la precaria bombilla
colgada de un precario cable conseguía propagar su mensaje lo
suficiente para que, una vez los ojos se acostumbraban a la poca luz,
se pudieran ver incluso los muros de piedra, que enterrados no
parecían tan poderosos, ni tan anchos.
En una esquina había un pequeño montón, caótico,
desordenado, de aquellas tejas pesadísimas, que quizás el abuelo
había reservado por si alguna vez tenía que sustituir alguna, rota tras
una granizada de huevos de avestruz de hierro lanzados con muy

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mala idea (no se le ocurrió qué otra cosa podría rajarlas). Con gran
esfuerzo levantó un par de ellas, dejó en el hueco que se formó sus
libretas verde pálido, protegidas de la humedad y la suciedad por la
bolsa de plástico de la librería de cómics, y volvió a colocar sobre
ellas las dos tejas, cuidando de que quedaran completamente
escondidas.
Ahí las iría a buscar y a dejar furtivamente cada vez que
quisiera copiar los poemas pendientes.
Ahí las encontró Raúl el día que fue a completarlas y a
despedirse de ellas.

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Capítulo 3: Pasiones

A
Lucas Torrejón nada le gustaba más que la lectura.
Bien, quizás el poder, pero esto último era más una
necesidad que un gusto, una pulsión irrefrenable, algo que
había sido grabado en su ADN con escarpa y martillo. Leer, por el
contrario, le proporcionaba el placer que solo se halla en las pasiones,
y nunca en los vicios o las obsesiones.
Para el nuevo gobernador del Distrito Cien, los libros eran uno
de los pilares de ese “tener los pies sobre la tierra” del que tanto
alardeaba. “Todo está en los libros”, solía pensar, aunque no fuera
una reflexión que le gustara compartir, al considerar que, de hacerlo,
otros descubrirían uno de sus principales secretos. Era mejor
guardarlo solo para él, como todo lo valioso.
Tampoco pudiera haberse dicho que fuera un lector a
escondidas, un lector clandestino, el inverso de la trágica Luz, la
furtiva escritora que traficaba con poemas en rápidas incursiones a
un sótano con olor a mazmorra. O quizás sí. Leer, leía a todas horas:
en los tiempos de asueto, en los libres y en los muertos; cuando se
desplazaba a realizar algún acto de campaña, y cuando esperaba a
alguien, o a que alguien lo recibiera; en su céntrico piso, en su
cuartel electoral y, ahora, en su fastuoso despacho gubernamental
del piso trescientos diecisiete… También en el váter, sí, eso por
supuesto. Alguna vez, incluso, mientras caminaba. Más de dos, bajo
la ducha, a través del monitor impermeable —en este caso, sin
profundidad— que se había hecho instalar en una de las paredes.
Pero, siempre que alguien se interesaba por aquella costumbre
suya de andar con las narices metidas entre letras, él menospreciaba
el asunto, arguyendo que era un mero pasatiempo, una costumbre
insustancial que le permitía relajarse, evadirse momentáneamente,
sin mayores implicaciones.

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Lejos de aquel fingido interés banal, la realidad era que, al igual


que la doctora Valeria Cifuentes, uno de sus millones de votantes
anónimos, Lucas Torrejón disfrutaba intensamente de los libros,
incluso físicamente. Le gustaba acariciarlos, sentir el tacto suave del
papel mate, el ligeramente pegajoso del satinado, notar su peso al
tomarlos de una estantería, acarrearlos de aquí para allá, llenar sus
pulmones de olor a celulosa, sentir en la cara la tenue brisilla que
levantaba una hoja al pasar, mientras iba a caer del lado de las
conocidas y despejaba el camino de las por encontrar.
Claro que todo aquel deleite sensorial era un mero reflejo de la
emoción que sentía ante lo que realmente significaba para él la
lectura: conocimiento. Un libro con las hojas en blanco no le hubiera
despertado todos esos placenteros sentimientos. Una libreta por
rellenar, fueran sus tapas del color que fueran, incluso de un precioso
verde pálido, era para él un objeto absolutamente irrelevante, de
interés estrictamente funcional, sin mayor valor que un PATINETE.
Lucas Torrejón lo tenía muy claro: ante el papel en blanco no sentía
ninguna emoción. Él era lector, no escritor.
Al fin y al cabo, tras más de cinco mil años de hombres sabios
(y mujeres sabias) rellenando con su ciencia, sus sueños, su anhelos,
sus visiones, sus cálculos, sus descubrimientos, sus técnicas, sus
vidas, las de otros, billones de páginas, trillones de páginas,
cuatrillones de páginas, quintillones de páginas, ¿a qué megalómano
incontenible se le ocurriría ponerse delante de un papel en blanco,
real o virtual, con la intención de escribir algo nuevo? A Lucas
Torrejón por supuesto que no. Su tiempo era demasiado valioso
para perderlo en empresas de locos, en sinsentidos enfermizos… Sus
objetivos eran mucho más realistas, más terrenales: quería mandar.
Mucho. Cuanto más, mejor. A cuantos más, mejor. Haber sido elegido
gobernador del Distrito Cien a sus cuarenta y cinco años de edad no
estaba mal, nada mal… ¡Qué narices! Era excepcional, inaudito,
inigualable.

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El conocimiento que extraía de los libros era su billete de ida


hacia el poder, el combustible que necesitaba su brillante intelecto
para tramar estrategias, tácticas, ardides, artimañas y lo que fuera
necesario para alcanzar sus metas. Su principal pasión, la lectura, era
el medio; su principal pulsión, el poder, era el fin.
“Todo está en los libros”: aquel pensamiento, como casi todo lo
que tenía que ver con el nuevo gobernador, no tenía nada de casual.
Incluso cuando meditaba, Lucas Torrejón intentaba dejar el menor
espacio posible a la improvisación, al azar. Los RIOS (Redes de
Información Oficial Segura) contenían cantidades ingentes de
información, pero no toda. Aunque —al igual que la NIEBLA, la cual
tenía acceso completo a ellos, pero no al contrario— su capacidad de
almacenamiento fuera virtualmente infinita, muchísimos datos habían
sido descartados por diversos motivos, principalmente por ser falsos,
inexactos, carecer de interés, o, lo que era aún más grave, poder ser
origen de conflictos.
El utopitarismo —la doctrina utópica— repudiaba los conflictos,
dado que los consideraba la fuente de todos los males que habían
azotado a la humanidad y al planeta durante milenios. Males ahora ya
perdidos en la desmemoria.
Los libros, al contrario que las Redes de Información Oficial
Segura, en las que se aglutinaban todos los medios audiovisuales,
habían escapado, aunque hubiera sido casi accidentalmente, del
inflexible escrutinio estatal.
Los utópicos —o “utopitaristas”— se consideraban demócratas
convencidos, y eran unos escrupulosos legalistas. Como tales, jamás
se les hubiera ocurrido ponerse a quemar libros, ni siquiera a destruir
información. Aquella hubiera sido una conducta digna de los
autócratas de la antigüedad, inconcebible para ellos.
Otra cosa muy distinta había sido la creación de los RIOS, un
medio completamente nuevo, ideado mucho antes del nacimiento de
Utopía, pero cuando el utopitarismo ya era la doctrina dominante, con

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el fin de sustituir a la caótica y multicentenaria internet, casi


inservible en aquellos momentos, ahogada por la proliferación
descontrolada de la información basura y los contenidos tóxicos:
pornografía, spam, pornografía, virus, pornografía, ciberdelincuentes,
pornografía, publicidad incontrolada, pornografía, pornografía…
La Representatividad nunca se habría dedicado a andar
censurando, ¡eso jamás!, meramente había creado una red de
información alternativa: oficial, segura, limpia, inmaculada… como los
humanos del siglo XXXI, como las Diez Ciudades. Al ser nueva, la
dotó de la normativa que democráticamente se consideró más
adecuada, para así conservar su pulcritud, su integridad, su
eficiencia, su capacidad de servicio a los ciudadanos y las ciudadanas,
siempre respetando los principios utópicos, por el bien de todos.
Entre aquellas normas, destacaban las pautas correspondientes
a los inversos de los cuatro motivos de criba ya mencionados, las
cuales debía cumplir cualquier información que se incorporara en los
RIOS, y que pasaron a conocerse como los Cuatro Principios de la
Seguridad Informacional: no ser falsa, no ser inexacta, no carecer de
interés, no poder originar conflictos. Así enunciados, en un
rocambolesco doble negativo. Su cumplimiento era controlado por un
comité científico y, en los excepcionales casos en los que la ciencia no
podía arrojar un juicio categórico, por uno democrático.
Aquello era selección, no censura.
Al igual que en la arcaica internet, en los RIOS siguió habiendo
de todo, especialmente mucho porno. Pero se trataba de una
pornografía limpísima; ya no sin vello, que ningún humano lo tenía,
casi en ninguna parte del cuerpo, sino prácticamente acrisolada, casi
angelical, aunque este último epíteto hubiera dejado de utilizarse
porque ya nadie creía en los ángeles.
La mayoría de ciudadanos y ciudadanas, así como las empresas
e instituciones, abandonaron gustosamente internet y se pasaron a
los RIOS. Total: eran más rápidos, no se recibía correo basura,

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estaban exentos de virus, y en ellos también se podía encontrar de


todo, porno incluido… especialmente porno. A remolque de la
demanda, las compañías que proporcionaban las conexiones fueron
migrando a la nueva red y dejando de proveer la antigua, así que
internet, la ineficiente, caótica y libertaria internet, fue
desapareciendo poco a poco, como cualquier tecnología obsoleta…
Hasta que dejó de existir.
Nadie la censuró, sencillamente murió.
Los libros, por el contrario, resistieron el paso del tiempo,
tercos como si estuvieran vivos, emulando a la raza más avanzada de
cucarachas: imperecederos, indestructibles, aferrados a la
existencia…
Quizás sí que lo estaban… vivos. Quizás por ello proporcionaban
tanto placer a quien sabía mimarlos, acunarlos, acariciarlos…
En cualquier caso, las nuevas publicaciones editoriales debían
cumplir también los Cuatro Principios de la Seguridad Informacional,
así como pasar otra serie de controles… teóricamente. Los
organismos estatales llegaron a estar más que desbordados
manteniendo la pulcritud de la inmensidad de los RIOS, y los libros
eran un medio de información usado, comparativamente, en
poquísimas ocasiones, así que a alguien se le ocurrió una solución
intermedia: cualquier libro que no hubiera pasado el filtro de
seguridad de los comités oficiales podía publicarse si incluía una
advertencia muy visible, escrita con unas horripilantes letras negras,
muy bastas, encerradas en un rectángulo con un borde del mismo
color, de grosor inaudito, y sobre fondo blanco, que dijera: “La
Representatividad advierte que la información contenido en este libro
puede no ser segura”. Y a correr.
Algunos libros, pocos, los que se preveía que podían tener
mucha difusión, sí que eran convenientemente revisados, por lo que
se libraban del espantoso sello y lucían otro mucho más bonito, que
decía: “Información segura”, en unas elegantes letras doradas, algo

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barrocas, encerradas en una estrella con un esbelto borde del mismo


color, y sobre un brillante fondo azul celeste… Siempre y cuando se
considerara que cumplían los Cuatro Principios de Seguridad
Informacional. En otro caso, no se autorizaba su publicación.
Pero aquello no era censura, era selección. Por el bien de todos.
En cualquier caso, los libros antiguos, publicados previamente
al ascenso del utopitarismo, habían permanecido intactos. Porque
quemar libros estaba mal. Porque la censura era un procedimiento
antidemocrático, propio de tiempos menos civilizados, cuando la
humanidad y el planeta estaban aquejados de males ahora
impensables, primitivos, brutales… Porque una de las múltiples
limitaciones de la NIEBLA era que no podía leer el contenido de un
libro cerrado.
O quizás eso último no tuviera nada que ver. A fin de cuentas,
cuando alguien leía un libro, la NIEBLA lo leía con él.
Y un libro que no leyera nadie… no existía… ¿O sí?
Tal vez los libros antiguos, que hablaban de otras épocas, de
asuntos ya olvidados, de técnicas obsoletas, de humanos que no se
parecían a los de ahora, tampoco ocuparan mucho tiempo en los
pensamientos de los utopitaristas. Posiblemente consideraban que
apenas tenían importancia. ¿Quién los iba a leer? ¿Dónde los iba a
encontrar (no proliferaban, precisamente, las librerías de antiguo)?
¿Qué iba a aprender en ellos que tuviera la mínima utilidad en el
mundo moderno? Respuestas:
a) Lucas Torrejón.
b) Él sabía muy bien dónde.
c) Cómo ganar unas elecciones con el ímpetu arrollador y la
grandilocuencia desbordante de finales del siglo XX, su época
preferida. Entre otras muchas cosas.
Todo estaba en los libros, aunque ya casi nadie lo fuera a
buscar ahí… pero él sí.

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A
Cobi Delà nada le gustaba más que el sexo.
El sexo era su pasión… y su vicio, pues en ella todo
estaba corrompido. No había un solo aspecto de su
personalidad que se hubiera mantenido cándido, que no hubiera sido
mancillado, vejado, violado por el cruel destino que la había
condenado a ser una mitad suelta: por siempre jamás, sin remedio.
Desde que muriera su hermana, su único objetivo había sido
vivir a toda velocidad, como si buscara salirse de la vía y estrellarse
contra cualquier muro. Y terminar, terminar de una vez. Pero, para su
desgracia, parecía ser un piloto demasiado avezado, sobradamente
experto en trazar las curvas a una velocidad de vértigo,
insultantemente capaz de aumentar y aumentar la apuesta, ¡más
madera que es la guerra!, y más, y más, sin conseguir que explotara
la caldera; con la chimenea fundida con el humo; las ruedas de un
lado, en el aire; las otras del otro, chirriando como tridente
demoníaco contra pizarra escolar, aferradas a una trayectoria que
repudiaban pero de la que no se sabían desviar, arañando la vía con
todas sus fuerzas, con toda su ansiedad, sin ninguna piedad… Como
sus uñas habían arañado tantos hombros.
Quizás su tren no descarrilaba, pero su vida no podía
descarriarse más.
¿Cómo se podía estar tan descarriada sin haber nunca
descarrilado? Aquello no tenía sentido. Ni como trabalenguas. Como
todo en su vida. Como nada en su vida. Ella debería haber dejado de
existir, JUNTO a su hermana.
Pero ahí seguía, viviendo a empujones pélvicos, con su muerto
corazón continuamente resucitado por las descargas del último
orgasmo; mezclando su sudor con el de su última presa,
perennemente asida a sábanas alquiladas, tratando de recordar si
alguna vez había conocido el pudor, habiendo perdido la necesidad de
fingir, habiendo dejado de preguntar nombres, de recordar caras, de
intercambiar mentiras, cabalgando siempre a lomos del caballo de

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alguno de los jinetes del apocalipsis, que se lo cedían, respetuosos,


admirados por su capacidad de destruirse continuamente, pero nunca
de forma definitiva. Se había convertido en el sueño húmedo de
aquellos siniestros señores de la hecatombe. Era la plaga perfecta:
autoinfligida, retroalimentada y eterna. De haber habido más como
ella, pensaban, se hubieran ahorrado muchísimo trabajo.
Sus madres la seguían queriendo con pasión. Ella era todo lo
que tenían, era aquello por lo que habían luchado tan duramente.
Muy a su pesar, durante los largos procesos judiciales que tuvieron
que afrontar para que se les permitiera engendrar a dos hijas,
escucharon tantas veces, en boca de sus abogados, que había unas
altísimas probabilidades de que al menos una de las dos muriera que,
cuando la tragedia aconteció, aun viéndose brutalmente zarandeadas,
como un barquito de cáscara de nuez atrapado en un tifón enviado
por un dios de los mares profundamente enojado, no consiguieron
sacudirse el sentimiento, subyacente, persistente, de que había
pasado lo que tenía que pasar.
Sus madres no podían, no sabían, no querían dejar de adorarla.
Pese a todo. Pese a sus excesos, sus desprecios, sus descuidos… Pese
a que se hubiera cambiado de nombre.
La pequeña Escobita nunca fue Doña Escoba, ahora
oficialmente era Cobi. Tampoco conservó su apellido. En parte
porque alguna escondida partícula de su ser buscaba una
individualidad que nunca encontraría, pues una sola mitad no puede
sumar uno, por mucho que se empeñe, y en parte porque apellidarse
“de la Bruja” comenzó a parecerle, a partir de la adolescencia, una
condena, más que un distintivo familiar.
Escoba de la Bruja, así la llamaron sus madres.
No lo hicieron movidas por un estrambótico sentido del humor,
cruel, injustificable, sino arrastradas por una de las estúpidas modas
que cíclicamente asolaban el buen gusto humano. En este caso, unos
cincuenta años antes del nacimiento de Utopía, estalló la manía por

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los nombres que concordaran de alguna forma con el apellido, la cual


duraría algo más de un decenio. La madre que les cedió el apelativo
de su estirpe se apellidaba de la Bruja, siendo justamente la elegida,
entre las dos, para perpetuar su linaje, por ser el que daba más
juego. Así que, siguiendo la fugaz costumbre, Escoba les pareció un
nombre brillante, que despertaría la envidia de otras madres y
padres, nunca la sorna, por ridículo que pueda sonarle a alguien que
lo lea sin haber estado nunca imbuido de, esclavizado por, aquella
tendencia… pasajera, como todas.
A su hermanita muerta, claro, la llamaron Manzana, Manzana
de la Bruja.
La dulce Manzanita que murió estando completa, pero cuyo
fantasma era solo de medio cuerpo, longitudinalmente: un ojo, una
oreja, un brazo, una pierna, media nariz, media cabeza, medio
torso…, pues la otra mitad se la había dejado entre los vivos.
A cualquiera que se le hubiera dado a elegir entre una manzana
y una escoba habría preferido lo primero, a no ser que tuviera la tripa
llena y la casa con dos dedos de mierda. Pero el destino,
incomprensible, asqueroso, sucio, quizás tendente a preservar todo lo
que reptara o se arrastrara por los suelos, se decantó por ella.
Cobi Delà: su nuevo nombre, con la tilde a la contra, como si
con ese último trazo, que ella prolongaba de forma muy exagerada,
llevándolo casi hasta la “D”, quisiera comenzar un círculo de vuelta al
principio, que lo engullera todo y lo hiciera desaparecer; el nombre
que no le recordaba a su mitad perdida, que abjuraba de sus madres
traidoras, que no habían evitado su mutilación irremediable; el
nombre que transmitía el glamour que la melliza suelta
personificaba… en los ojos de los demás.
Una elegancia exuberante, arrolladora, afilada, le brotaba sin
poderlo evitar de la parte de su ser que no se quería morir, la que
había conseguido domar a sus instintos suicidas, y la convertía en
una mujer muy poco común en el siglo XXXI, en el que la estética

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personal, como todo, había pasado a ser pulcramente aséptica. Ella,


por el contrario, brillaba, desafiante, peligrosa, justo en el límite de
una decena de leyes, más aún desde la instauración de los Cánones
Utópicos. Su búsqueda de una individualidad imposible rozaba la
ilegalidad, pero ¿qué negociador la hubiera reprendido cuando una
mirada suya esclavizaba voluntades con la misma facilidad que la de
un bebé las derrite?
Los genes de sus madres, defectuosos en su capacidad de
engendrar hijas sanas, resultaron ser, por lo demás, de muy buena
calidad. Cobi era despreocupadamente esbelta y extraordinariamente
alta. Su desafiante trasero había mirado directamente a los ojos de
muchos a los que había dado la espalda. Aquellas posaderas, a las
que tantos se habían aferrado con lujuria mientras intentaban
mantener el ritmo que les exigía su dueña, bien fuera postrados bajo
ella, o bien acometiéndola desde la retaguardia (por o no por),
coronaban unas piernas que no podían ser escaladas de una sola vez.
Se hacía imprescindible establecer un campamento base a mitad de
sus muslos, justo donde solían comenzar (o terminar, según si el
repaso visual estuviera siendo hacia arriba o hacia abajo) las
ajustadas faldas que se empeñaba en lucir entre una dosis de
intimidad marrada y el siguiente revolcón, nevara, soplara un
huracán, o granizaran huevos de avestruz de hierro.
Sus grandes ojos verdes en su rostro si vello en su cabeza sin
vello eclipsaban a unos pechos más enhiestos que los de la reina
madre del país de Hache, y no era ese poco territorio que
ensombrecer, precisamente, mas al contrario. En ellos hubiera podido
establecerse una undécima ciudad utópica; o dos estaciones de esquí,
al menos, que hubieran tenido que ser declaradas “solo para
expertos”, pues aquellas pendientes, aunque parecieran suaves,
observadas a escala eran más escarpadas que el mismísimo vértigo;
y terriblemente resbaladizas, sobre todo cuando comenzaban a
sudar, lo cual solía suceder no mucho antes de que se produjera la

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descarga eléctrica que volvería a obligar a latir a su muerto corazón,


hasta la siguiente dosis de desenfreno sexual.
De tan hermosos, hubiérase dicho que aquellos pechos sudaban
rocío.
Burdas nimiedades, en cualquier caso, comparados con sus
ojos, ya se ha dicho. Unos ojos que no hacían prisioneros. Unos ojos
que apuntaban a matar. Unos ojos que siempre pedían más: más
descargas, más empujones pélvicos, más madera, más sábanas
alquiladas, más sudores, más monturas apocalípticas… más olvido.
Unos ojos que Cobi Delà llevaba siempre bien remarcados
gracias a unos lápices negros cuyo uso había dejado de ser habitual
en las Diez Ciudades, los cuales compraba en una tienda del Distrito
Cien que importaba cachivaches exóticos de la reserva más cercana,
aquella en la que pasó la mayor parte de su vida el reverendo Mh-
Pá. ¡Como si hubiera sido necesario resaltarlos aún más! Pero ellos
nunca tenían suficiente, así que en el mismo establecimiento se
proveía también de un mejunje que aplicado a las pestañas —el único
vello que seguía creciendo en el cuerpo humano, junto con el de los
oídos y el de las fosas nasales, por alguna misteriosa razón— se
adhería a ellas y las prolongaba hasta casi triplicar su longitud.
Aquellos dos ojos verdes, al unir su fulgor natural con ese
tratamiento cosmético extremo, se convertían en dos plantas
antropófagas insaciables, capaces de devorar a un planeta de obsesos
mórbidos y quedarse con hambre, pero que, en vez de aterrorizar al
próximo bocado andante, en vez de incitarlo a huir despavorido,
PATINETE para qué te quiero, lo atraían como los cantos de aquellas
mujeres ficticias que olían a pescado no por haber descuidado su
higiene íntima, sino por serlo a medias.
Sus ojos pedían más, y su culo, libertad: bambolearse con un
movimiento pendular temerario, impensable de no haber sido sus
piernas más largas que su colección de parejas sexuales. Aquel
cuerpo que parecía haber explotado en el centro del siglo XXXI

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procedente de un tiempo en el que todo era más exagerado, más


primitivo, más bestial, el mismo que estudiaba con pasión Lucas
Torrejón en libros olvidados, necesitaba movimiento, sudar,
mantener la tensión, aferrarse continuamente a la vía sobre la que
solo las ruedas de un lado derrapaban.
Al igual que las de aquel político hipnótico que había llegado a
gobernador, sus piernas, emulando a las botas de la canción, SIENDO
las botas de la canción (lector: canta/tararea/busca y reproduce la
canción), estaban hechas para caminar.
Y caminando irrumpió en el despacho de la planta trescientos
diecisiete —aquel en el que el cielo nunca estaba nublado, y en el que
la NIEBLA se había disipado—, sin ni siquiera pedir permiso, como
acostumbraba, pues nunca le había hecho falta.
Al oírla entrar, Lucas Torrejón dejó de contemplar su colmena
multicolor, más allá de las paredes invisibles, y se giró, extrañado,
serio.
A través del inmenso despacho cuyo techo flotaba en el aire,
decididamente pero con parsimonia, sin perder la gélida calma de
quien se sabe con el control, Cobi Delà se dirigió hacia él… These
boots… cadera para aquí… are made… cadera para allá… for walkin’…
un brazo para aquí… and that’s just… un brazo para allá… what they’ll
do… ahora una pierna… One of these days… ahora la otra… these
boots… el hombro izquierdo hacia arriba… are gonna walk… después
el derecho… all over you… pero la cabeza siempre recta… Are you
ready boots?… fija en la presa… Start walking!
Llegó hasta él. Se detuvo a un escaso medio metro. Aunque los
dos vivieran en las alturas, él era más alto. Ella le miró directamente
a los ojos. Parpadeó una vez, aleteando vorazmente sus pestañas.
—Señor Torrejón… —El mentado la miraba impertérrito,
principalmente tomado por la curiosidad—. Soy Cobi Delà, la
secretaria personal del anterior gobernador. Estaré a su disposición…

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COMPLETA disposición… durante el periodo de transición. Para lo que


pueda requerir.
A sus cuarenta y un años, la mitad suelta, la melliza
desparejada, no era un deportivo bien conservado, sino que seguía
siendo el más atractivo último modelo.
A sus cuarenta y cinco años, Lucas Torrejón la repasó de
arriba abajo sin que lo pareciera, sin apartar su mirada de sus ojos,
solo con la visión periférica. De aquel chasis impresionante lo que
más le llamó la atención fueron unas ligeras ojeras impropias de un
cutis tan perfecto. Ese detalle le habría pasado desapercibido a
cualquier otra persona, que habría dejado que su atención se
encallara en una parte más atractiva de esa anatomía esculpida por
las prisas y el placer.
Pero Lucas Torrejón no era cualquier otra persona. Lucas
Torrejón era un líder que sabía distinguir lo esencial de lo superfluo,
con precisión quirúrgica.
Cobi Delà se sintió estremecer. Su psique torturada, su medio
subconsciente, sospechó, aterrorizada, que aquel hombre que le
estaba aguantando la mirada con la curiosidad de un niño y la
determinación de un tigre era inmune a sus encantos de hechicera
suicida.
En un instante, el cerebro de Lucas Torrejón decidió que le
interesaba incorporarla a sus huestes. Por sus ojeras, que contaban
la historia del poder primordial que poseía sobre la mayoría de los
hombres, y sobre algunas mujeres.
Ese poder le podía ser de utilidad. Nunca se podía tener
demasiado poder. Cuanto más pudiera acumular, mejor.
El gobernador del Distrito Cien dibujó la mejor de sus sonrisas,
como si estuviera ante millones de posibles votantes y no solamente
ante una secretaria de la administración anterior.
Cobi Delà pensó que jamás había visto nada tan atractivo, tan
sensual, tan bello. Deseó correr en busca de su hermanita, para que

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viniera a contemplarlo también. Pero recordó que hacía ya casi


treinta años que había muerto.
—¿Solo durante el periodo de transición? —dijo él, sin dejar de
brillar.
—Estoy abierta a otras posibilidades, señor gobernador… por
supuesto —respondió ella, intentando mantener la compostura.
—Bien… —aprobó él—. Pero, si no te importa… llámame Lucas.
Y por una vez Cobi Delà, retrotraída al tiempo en el que aún
era Escobita de la Bruja, sintió que lo injusto había sido que su
hermanita no viviera, y no que ella no muriera.

A
Hache nada le gustaba más que “machacarse” en el
gimnasio.
Su cuerpo de guerrero intentaba librarse por todos los
medios de la infinidad de toxinas que se administraba en forma de
drogas, alcohol y tabaco, incluso café, aunque, en este último caso,
soliera consumirlo sazonado con lo segundo y acompañado de lo
tercero, que, bien pensado, lo acompañaba a casi todo.
(Se abre un paréntesis cervantino —por el estilo, no por el
tropezón—, que quizás no sea tan arbitrario como pudiera parecer.
Séale, por favor, a este que escribe, aceptada tanta redundancia
como la desplegada en el segundo párrafo, tengan piedad, y sálvense
las notables diferencias de grado de los estragos corporales que
causa cada sustancia: el café es malo, fumar es muchísimo peor, y la
cocaína, una plaga bíblica.
El alcohol, por su parte, es como la violencia. En grandes
cantidades nadie duda de que sea el lugarteniente en la Tierra de
Belcebú. Sin embargo, en forma de copichuela de vino junto a ágape
tan copioso como uno se pueda permitir —según sea el tamaño de su
bolsa, o a razón del aguante de sus tragaderas— hay quien dice que
es bueno para el corazón, que templa los ánimos y hasta espesa la

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sangre… o todo lo contrario, que no soy galeno; y dícese lo mismo,


casi con toda exactitud, del bofetón propinado a tiempo.
Otros, más defensores de la no transmutabilidad del mal en
bien, lo cual parece razonable, al no conocerse caminante que
afrontara trayecto más largo, no lo tienen tan claro. Que hay quien
cuando comienza ya no sabe parar es de tanta evidencia que sin
duda generaría un nuevo consenso. La pregunta es: ¿acaso haya
quien sí, infaliblemente? ¿Acaso exista aquel que siempre sepa
detenerse a tiempo, cuando, de hecho, la línea que marca el límite
máximo sobre el que frenar nunca ha sido trazada?
Tal vez lo malo lo sea incluso con moderación.
Quizás, meramente, el alcohol y la violencia lleven tanto tiempo
entre nosotros —muchísimo más que el resto de venenos de efecto
atenuado, prácticamente desde siempre— que ya nos han derrotado,
y, sin haberlos podido vencer, a ellos nos hemos unido.
Retomemos ahora el camino, querido Sancho, que me parece
que oigo dedos que repiquetean de impaciencia).
Hache no necesitaba aquellas sustancias nocivas, pero él no lo
sabía. Pese a la incontestada supremacía que ostentaba en su
pequeño reino, en el maremoto de la presión social era una hojita de
pinocha como otra cualquiera, arrastrada por el furibundo vendaval
de lo comúnmente aceptado y sacudida salvajemente por las
encrespadas olas del mimetismo tribal. El rey de las hormigas es una
hormiga: Hache y cualquier otro. Hache imponía su voluntad sobre
la de muchos, pero dicha voluntad, en realidad, no le pertenecía a él,
sino a la masa, como la de la mayoría. Reyes y vasallos: piezas de un
mismo juego cuyas reglas desconocen.
Pero en el gimnasio, Hache era más él. Aun continuamente
rodeado de parte de su corte, era más él.
Si en su vida solo hubieran existido las horas en las que
levantaba pesas, quizás hubiera sido alguien mejor; quizás se habría
convertido en un héroe y no en un matón, como posiblemente

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hubiera sido el caso de algún antepasado suyo, por parte de madre,


que habría puesto su brutal primitivismo al servicio de algún señor
realmente poderoso, por lo que a sus actos de pillaje se los habría
pasado a llamar hazañas; y a las cabezas literalmente reventadas con
su mazo, que acabaría siempre rebozado en sangre y sesos, con
algún nervio óptico que otro pegado a alguna de las púas, tal vez con
el ojo aún colgando, y más de un molar, y trozos de labio… se las
llamaría enemigos valerosamente abatidos; y sus masacres
impiedosas, sanguinarias… serían alabadas como grandiosas
conquistas; y las mujeres violadas constituirían el merecido descanso
del guerrero. ¡¡Ultraje!! Pero la vida es así.
Su gimnasio, de barrio pobre, atufaba al hedor medio del pie
humano sudado. Tantos habían contribuido a fraguarlo, a fermentarlo
en una bruma invisible, pero siempre presente, que hubiera sido
imposible lograr un tufo más demoscópicamente equilibrado. Quizás
si alguien hubiera abierto una ventana de vez en cuando… para airear
un poco el asunto. Pero aquel era un gimnasio de hombres, sin
bicicletas de spinning, sin pelotas rosas gigantes con dos cuernecillos
sobre las que brincar entre grititos de excitación, con solo un par de
cintas de carrera estática, estoicas, resumidas, con más metal que
plástico; un gimnasio en el que lo más cercano al pilates que se podía
encontrar era un descendiente lejanísimo del tal Poncio (sí, ya, que
se apellidaba Pilato… el que escribe está chistoso). Prácticamente la
única hembra que se adentraba en aquel templo de la masculinidad
silvestre, de vez en cuando, era la reina madre, rasgando la hedionda
perfección pedestre con su halo de perfume barato lujosamente
despilfarrado.
Pesas de hierro las había de todos los tamaños; máquinas para
levantarlas, hasta de formas terroríficas, que hubieran hecho creer a
un neófito —mareadísimo por la pestilencia— que eran de tortura.
Algunos de aquellos engendros, cinceles mecánicos con los que
esculpir la virilidad más cerril, hubieran amedrentado al mismísimo

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Atlas, pero no a Hache, que podía con todo. Sus músculos


necesitaban ejercitarse, crecer, reproducirse, plagarle el cuerpo;
como poseídos por la arrogancia de Apolo y el ímpetu de Ares.
Hache era un titán de carne magra, de cuerpo marmóreo, ideal
para anuncios de perfume y clases de anatomía, cuyo cabello no
hubiera podido ser graso ni con toda la obstinación de mil burros. Era
impensable que aquella máquina biológica sin gorduras hubiera
generado nunca una pequeña espinilla, ni la más leve escamita de
caspa.
Curiosamente, o quizás no tanto, cuando más disfrutaba de su
cuerpo musculoso como el de la liebre que ganó a la tortuga porque
solo sabía correr, ni siquiera detenerse, ni siquiera pensar, no era
cuando lo estampaba contra el de otro machito, fuera en su conjunto
o solo una parte, especialmente su puño derecho, en el que, aunque
él no lo sabía, era capaz de concentrar todas sus fuerzas, al estilo del
más avezado maestro de la más ancestral arte marcial, como aquel
día en el que de un solo golpe terminó con las expectativas de
venganza del gilipollas que luego se clavó una navaja él solito; sino
cuando lo dedicaba al mucho más cortés arte del bombeo amatorio.
¡Y cómo bombeaba!
En el cerebro en blanco y negro de Hache, el sexo y la
violencia estaban superpuestos, o entrelazados, o eran lo mismo, ¡él
que iba a saber! Para él la cama era otro campo de batalla en el que
el objetivo era el sometimiento del contrario, siempre mujer, hasta
poseerla completamente, hasta quebrar su voluntad y manejarla a su
antojo, como si fuera una muñequita vencida, una doncella,
palidísima, desmayada, absolutamente abandonada en sus brazos,
cuya existencia ya solo tenía sentido como instrumento de su placer,
indefensa ante su virilidad incansable, ante sus embestidas de
bravura escandalosa, merecedora de las dos orejas y el rabo… y el
rabo. Todo ello, habitualmente, dentro ciertos límites: en sus
combates sexuales, Hache no solía agredir a su compañera, solo la

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sometía. Quizás le sujetaba brevemente la cabeza para impedir que


la apartara aún, o, mientras la hacía suya con el ritmo acelerado,
intenso, prolongado, de un mediofondista, le estiraba de la melena, o
la agarraba de una muñeca y le retorcía ligeramente el brazo, por
detrás de la espalda… pero aquello era normal en la doma.
Las habilidades sexuales de Hache, a algunas mujeres, aún
chicas —cuyo porcentaje exacto no desvelaré para no escandalizar a
los lectores que crean en el sexo amable, educado, dulzón, de
palabras de amor, caricias y besitos más o menos íntimos—, las
volvía absolutamente locas, las derretía literalmente, las ponía a
punto de caramelo, o de nieve, o al baño de María… Incluso las cocía
y las recocía.
“Dios, es increíble, cuando follo con él parezco de goma”, había
declarado alguna que otra entrevistada por una rana dicharachera
disfrazada de “plumilla”, que luego devolvía la conexión a los estudios
centrales. “Efectivamente, Gustavo, algunas cuando follan con él
parecen de goma… Esperemos que también se la pongan”, podía ser
el chascarrillo tontorrón con el que respondía el presentador del
informativo, en el estudio. Pero no, no se la solían poner.
En cierta manera, Hache se entrenaba para follar, aunque
suene muy burdo. O quizás, al entrenarse, anticipaba el placer extra
que obtendría gracias a su atlético cuerpo. En cualquier caso, sus
buenas tres horas en el gimnasio se las solía pasar a diario… Y para él
un lunes no se diferenciaba tanto de un sábado como para los
habitantes de otras capas más externas de la cebolla, así que extraña
era la jornada en la que faltara a su cita con las pesas.
La cuota que pagaba para poder hacer uso ilimitado de aquellas
perfumadas instalaciones coincidía exactamente con el precio que
cobraba por no causarle problemas al dueño, así que sin intercambiar
dinero se consideraban en paz. Sus súbditos sí que tenían que
apoquinar las rupias de rigor, dado que de otra forma el rey no

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hubiera disfrutado, comparativamente, de ninguna prebenda, lo cual


hubiera sido inconcebible.
En aquel lugar, además de pesas de hierro y máquinas de
tortura, además de un olor a pies tan intenso que en invierno
calentaba, había cuerdas de saltar, sacos que golpear, un ring, y
luchadores que las saltaban, los golpeaban, y lo poblaban para hacer
lo propio encima de un rival o a él.
Hache los despreciaba profundamente, a todos aquellos
peleones por nada, que se zurraban por deporte. A él, íntimo
conocedor de la guerra, nada podía parecerle más absurdo que
practicarla por afición. No obstante, siguiendo su habitual política de
no desafiar a quien no le desafiara, los dejaba en paz.
Pero, de tanto en cuanto, alguno le tocaba los cojones.
En aquel sitio, ya se ha dicho, Hache era más él. Y su yo
profundo, si pudiera haberse librado de la influencia de su entorno
social, jamás hubiera deslustrado su biología perfecta ingiriendo
sustancias de toxicidad más o menos atenuada. Ergo: en su gimnasio
estaba prohibido fumar. No porque lo dictara ninguna estúpida orden
ministerial que jamás hubiera regido en aquel barrio rara vez visitado
por nada que comenzara por “poli”, sino porque a Hache —también
conocido como el Máquina cuando se narraban sus gestas, como
está a punto de suceder—, cuando se entrenaba para follar, o para lo
que le deparara el destino, el humo le molestaba muchísimo.
Cierto entrenador delgaducho y arrugado, que no era de ahí,
aquello no lo sabía. Debía de estar de gira de tres al cuarto con su
púgil enorme, de nariz aplastada y músculos abdominales bastante
descuidados, y no habría encontrado ningún lugar mejor para ponerlo
un rato a sudar.
Después de una media hora berreándole a su pupilo órdenes
reiteradas hasta la extenuación, quizás aburrido, o sediento, pues
hay fumadores que a la que sienten lo que sea, incluso frío,

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inmediatamente le echan mano al tabaco, se encendió un puro, que


más bien era una colilla que se habría reservado.
Cuando el tufo a hoja seca quemada se introdujo por las fosas
nasales del Máquina, dejó ipso facto lo que estaba haciendo y buscó
con la mirada su procedencia.
—¡Oye tú…! —chilló, dirigiéndose al enjuto entrenador—. Aquí
no se puede fumar.
El otro, que bien que lo oyó, miró hacia él, y luego hacia todos
lados, buscando una señal que así lo indicara. La encontró, tan
cubierta de suciedad que no se sabía si prohibía u obligaba.
—Porque lo diga un puto cartel… —respondió, dando a entender
que no tenía ninguna intención de apagar el cigarro.
El Máquina, que no era de mucho hablar, hacia él se fue,
acompañado por un séquito de cuatro de sus vasallos.
Con la mano izquierda le arreó al viejo instructor un buen un
empujón, a la vez que con la derecha le arrancaba el medio puro de
la boca. Luego lo lanzó contra el suelo y lo piso, extinguiéndolo.
—¡Tú estás loco o qué te pasa! —se quejó el agredido.
Su boxeador, que más que ser de pocas palabras, le costaba
unirlas en frases, al ver todo aquello se bajó del ring, aunque sin
demasiada premura, quizás porque su forma física no daba para más.
Antes de que pudiera encararse con el Máquina, apareció el
dueño del gimnasio, un gordinflón monacalmente calvo que había
salido, a todo correr, de un despacho que estaba perfectamente
camuflado tras varias capas de pósters, cola y porquería.
Se interpuso entre los dos.
—Vamos a dejarlo estar… Vamos a dejarlo estar… —dijo,
nervioso, cubierto de sudor frío, hablándole al luchador fondón—. No
queremos que le hagan daño a nadie, ¿verdad?
Pero el boxeador sí que quería.

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—¿A quién le van a hacer daño? —replicó, en el mayor alarde


de oratoria que se podía permitir. Y apartó al dueño de un empujón,
abalanzándose a continuación sobre el Máquina.
Este, en un instante, armó su puño de maestro de las artes
marciales innato, y con la velocidad del rayo, le propinó un tremendo
derechazo justo en la nariz. El otro, demasiado lento, no pudo más
que girar un poco la cara antes de que, literalmente, se la partiera. El
cerebro le rebotó un par de veces dentro del cráneo, como el badajo
de una campana de iglesia. Perdió la consciencia y se desplomó.
Alarmado, su entrenador intentó acudir en su auxilio, pero uno
de los del séquito del Máquina, que hasta este instante se habían
limitado a ejercer de espectadores, le arreó una patada giratoria en la
sien, la cual había aprendido a ejecutar jugando con sus hermanos, y
lo mandó también a soñar con pajaritos grotescos y estrellitas de
sangre coagulada.
Liderados por el Máquina, que no soportaba a los intrusos que
iban de chulos, estando ya los dos invasores inconscientes sobre el
entarimado, se cebaron con ellos. Él y dos más se dejaron las
punteras de los zapatos en la cabeza, el tórax y el vientre del púgil;
los otros dos, en las piernas y los brazos del entrenador. Cuando les
pareció que comenzaba a brotar demasiada sangre, pararon.
—La gente es gilipollas —sentenció el Máquina.
Y se fue, seguido de los suyos, muy cabreado, pensando
únicamente en que le habían jodido sus horas de gimnasio.
Detrás dejaron a un viejo entrenador con los dos brazos rotos,
a un viejo púgil con una grave conmoción cerebral y la mandíbula
partida en dos, así como a un viejo dueño de gimnasio intentando
inventar algún cuento que contarle a los de la ambulancia, a la vez
que maldecía su suerte. Se suponía que no cobrarle a Puño le
debería haber librado de aquellos problemas.
Y todo por el humo de un cigarro.

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A
Futuro nada le gustaba más que su trabajo.
Como todo funcionario al servicio de Utopía, su
principal función —al menos según lo veía él— era preservar
los principios recogidos en los Cánones Utópicos, lo cual significaba
hacer lo que fuera necesario… TODO lo que fuera necesario… para
garantizar que los ciudadanos y las ciudadanas cumplieran la ley…
TODA la ley… en TODO momento. O eso le gustaba pensar. Sí que
era innegable que, como adjunto de la vicesecretaria del Distrito
Cien, le correspondía un gran poder de decisión en todo lo
concerniente a la supervisión, diseño e implementación tanto de los
sistemas de control como de las medidas correctoras que se
estimaran oportunos. Era una gran responsabilidad para alguien tan
joven, de solo veinticuatro años, pero él la asumía con honor, y no
sin cierta sensación de placer.
¿Acaso podía haber una ocupación más noble? Su elevada
posición en el escalafón del aparato administrativo del estado lo hacía
sentir más cercano a los ideales utópicos, que él tanto respetaba, en
los que creía firmemente, con total convicción, casi ciegamente…
¿Casi?
Los mismos ideales por los que su amado padre había muerto…
Injustamente… Tan injustamente.
En la mente de Futuro, sin que él se hubiera dado cuenta —
porque quizás no podía, porque quizás no quería, porque quizás su
delirio era lo que dotaba de sentido a su vida— la doctrina utópica
había dejado de ser una teoría política y se había convertido en un
ser antropomórfico al que adoraba con absoluta devoción, con una
pasión casi sexual, que le nacía en el diafragma y se le extendía
radialmente por todo el cuerpo, hasta las yemas de los dedos, hasta
la punta de la nariz, hasta los lóbulos de las orejas, hasta las
pestañas, hasta el ombligo, hasta las nalgas, hasta los pezones,
hasta el glande; un ser infalible, perfecto, omnisciente, omnipotente,
amoroso, que devolvía más de lo que recibía, mucho más, y que para

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darlo absolutamente todo, para cubrir de amor, felicidad y dones a


todos los que creyeran en él, solo demandaba un poco sensatez, la
mínima humildad esperable en cualquier persona decente, y
obediencia… total, pues la obediencia no podía ser de otra forma.
En un mundo sin dios, Futuro había creado el suyo propio. Y
aun sin saber nada de dioses, pues nadie le había hablado de ellos
más que para explicarle que fueron una de las causas de los horríficos
males que azotaron a la humanidad en el pasado, lo había dotado de
la atávica cólera divina que exigía a los buenos fieles ser temerosos
de su señor.
Su dios de corte y confección era un dios vengador porque su
corazón era un corazón vengador. Aunque él no lo sabía.
Pese a haber conseguido ocupar un cargo de tanta relevancia a
una edad tan temprana, pese a su dedicación en exclusiva a su
trabajo, pese a su demostrada eficiencia, tantísimas veces alabada
por sus superiores, pese a todo ello, en muchas ocasiones, Futuro,
en la soledad de su apartamento unipersonal, un muy buen
apartamento de un muy buen edificio, situado en una de las mejores
zonas del Distrito Cien; bien entrada la madrugada, cuando incluso su
jovencísimo cuerpo, casi incansable, y su mente alimentada por la
obsesión, casi irreprimible, le exigían una pequeña tregua;
desparramado sobre el sofá y con la mirada perdida mucho más allá
del horizonte virtual de su televisor con profundidad; mientras
masticaba con poco interés alguna porción de comida recalentada,
Futuro, el determinado Futuro, el brillante Futuro, el impetuoso
Futuro, tras sus grandes ojos azules en su rostro sin vello en su
cabeza sin vello, deseaba poder hacer más… se exigía poder hacer
más… se reprochaba no ser capaz de hacer más.
Entonces, arropado por los trabalenguas hipnóticos de un
vendedor rechoncho que ofrecía un vulgar pedazo de plástico
inyectado a precio de oro puro, haciendo que pareciera una oferta
irresistible porque afirmaba que aquello que llevaba de aquí para allá,

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de una demostración increíble o otra insólita, tenía capacidades poco


menos que mágicas; antes de caer dormido, exhausto, rendido, con
un bocado de comida a medio masticar colgándole de la comisura de
los labios; su imaginación despegaba, impulsada por las hadas que
viven en la frontera del sueño y la vigilia, hadas sexys y juguetonas,
quizás demasiado jóvenes para ser tan descocadas, para enseñar
tanta carne y tantas alas; y volvía a repasar mentalmente el acertijo
cuya solución parecía tan evidente, pero que, vistos los resultados,
aún no había conseguido desentrañar.
Según había sido científicamente probado, el utopitarismo
garantizaba un altísimo grado de felicidad para la especie humana,
mayor que ninguna otra teoría. Para ello, para esparcir entre los
ciudadanos y las ciudadanas aquel inigualable obsequio, aquella
dádiva de valor incuantificable, solo requería que los principios
utópicos fueran respetados al menos por el noventa coma
ochocientos cincuenta y seis por ciento de la población, durante al
menos el noventa coma ochocientos cincuenta y seis por ciento del
tiempo, y en al menos el noventa coma ochocientos cincuenta y seis
por ciento de ámbitos de la vida. Estos últimos incluían todos los
posibles, tanto públicos como privados: académico, laboral, social,
familiar, educativo, sanitario, higiénico, alimenticio, recreativo,
reproductivo, afectivo, sexual…
Esa condición sine qua non era conocida como la Regla del
Triple Nueve, y, desde el punto de vista de Futuro, no podría haber
sido más benevolente, más laxa, menos exigente: para ser felices,
los ciudadanos y las ciudadanas solamente tenían que vivir conforme
a los Cánones Utópicos durante —ni siquiera— el setenta y cinco por
ciento del tiempo: 90,856% x 90,856% x 90,856% = 74,999%.
¿Cabía más magnanimidad? Los humanos tenían margen para
errar su conducta, para extraviarse, para tropezar con su ego, con
sus pamplinas, con sus excusas, hasta una cuarta parte de las veces

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y aun así la doctrina más perfecta que había sido nunca enunciada les
premiaría con la anhelada felicidad.
Futuro no habría sido tan generoso. Él, como profeta del dios
que había creado en su cabeza, que se confundía con la doctrina real,
en una mezcolanza que lo tenía atrapado, formando unas arenas
movedizas que lo estaban engullendo irremisiblemente, les hubiera
exigido un cumplimiento ininterrumpido, forzoso… Al fin y al cabo, era
por su propio interés: era… por el bien de todos. ¡Él lo hacía! ¡Él vivía
cada segundo de su existencia en concordancia con lo que disponían
los principios utópicos! Y si él podía hacerlo, cualquiera podía hacerlo,
pues todos los seres humanos eran iguales.
¡Tampoco era tan difícil! Más bien al contrario: era satisfactorio,
enriquecedor, ennoblecedor, sano, mejoraba la vida sexual e incluso
tenía un excelente efecto rejuvenecedor en el cutis.
Indiscutiblemente: había sido científicamente contrastado; los
resultados estadísticos eran irrefutables, todos los modelos
matemáticos, mínimamente serios y rigurosos, estaban de acuerdo.
Y, aunque no hubiera sido así, ¿qué mal podía haber en vivir en
equilibrio, con dignidad y de forma solidaria? Esa era, en resumen, la
forma de vida utópica, tal y como recogía el lema: “Por una
humanidad sin conflictos: equilibrio, dignidad y colectividad”. ¿Quién
podía negarse a ello? Lo único que se le exigía a cualquier persona
para ser feliz era… ¡ser feliz! ¿Qué podía haber más simple, más
razonable, más evidente, más deseable?
Sin embargo, el ser humano, aun habiendo abrazado por
unanimidad los Cánones Utópicos hacía ya más de dos años, parecía
obcecado en caminar en contra de su interés, fiel a su enervante
tendencia a la autodestrucción, incapaz de liberarse de sus
intolerables obsesiones individuales —siempre erráticas, siempre
enfermizas— que ponían en peligro el interés colectivo, eternamente
adicto a su propia arrogancia, que tantos, en el pasado, habían

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blandido como si fuera el más preciado bien a conservar, y que ni


siquiera la llegada de Utopía parecía haber conseguido erradicar.
Algo no iba bien: el cuerpo de psicólogos seguía desbordado. El
número de afectados por enfermedades mentales continuaba
incrementándose cada mes.
Algo no iba bien: el progresivo aumento de aplicaciones de la
muerte dulce no se había frenado desde la aprobación de los Cánones
Utópicos.
Algo no iba bien: el cuerpo de negociadores se mostraba
incapaz de hacer cumplir suficientemente la ley. La ciencia no podía
determinarlo con precisión, pero Futuro lo tenía claro: el mínimo
exigido por la Regla del Triple Nueve no se estaba respetando. Su
dios, como todos los dioses, era infalible, así que si la humanidad no
se encontraba sumida en un placentero estado de dicha
inconmensurable, poseída por la más pura felicidad, solo podía ser
porque los estúpidos humanos se negaban a hacer lo debido.
Quizás algunos nacían irremediablemente incompatibles con los
principios utópicos, aquejados de una terrible dolencia que los llevaba
a rechazar a Utopía como si fuera un cuerpo extraño, igual que
sucedía a veces en casos de trasplantes fallidos. ¿Por qué la genética
no podía filtrar aquella terrible característica, depurarla como se
había hecho con tantos otros defectos? ¡¿!¿Por qué no se había
descubierto aún la combinación de genes que determinaba la
desobediencia?!?!
Visto que el pecado original no podía prevenirse, concluía
muchas veces Futuro, tal vez la muerte dulce no fuera sino una
purga totalmente necesaria. Quizás, de hecho, lo que se requería era
aumentar los supuestos en los que dispensarla. Quizás era tan
sencillo como eso.
Llegado a ese punto, el dios vengador de su corazón vengador
frenaba de una patada el tiovivo de sus obsesiones, descabalgando a

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todos los niñitos, desnucándolos, rompiéndoles la crisma, al grito de


“¡Eureka!”.
Estas elucubraciones, estas divagaciones circulares que no
conseguían más que incrementar su grado de perplejidad respecto a
la especie humana, y que terminaban siempre en una implosión de
ira falsamente resolutoria, le asaltaban junto con el sueño, pero
también en los momentos de tedio. Como durante el trayecto hacia la
junta extraordinaria de delegados locales de la Representatividad que
el presidente había convocado en Ciudad Progreso, la que ocupaba
casi por completo el sur del continente europeo.
Después de que el dios vengador ajusticiara a todos los niñitos
vocingleros, que bien merecido que lo tenían, Futuro despertó a la
realidad, siendo su atención atraída por la secretaria del Distrito Cien,
la jefa de su jefa, que viajaba junto a ellos.
Era una mujer ya muy mayor, de voz suave y maneras siempre
comedidas. Gustaba de vestir largas faldas formadas por varias capas
de tejidos de apariencia suave, en las que el aire formaba apacibles
olas cuando se desplazaba sobre su PATINETE, dando la impresión de
que fuera su movimiento el que la impulsara y no el poderoso motor
del aparato flotante. Aquella peculiaridad en su vestimenta le confería
el aspecto de una sabia hechicera que se hubiera caído de un cuento
de niños perdidos en un bosque, o de bellas doncellas amenazadas
por el fanatismo de unos hoscos aldeanos.
Futuro no aprobaba aquella forma de vestir. Aunque los
Cánones Utópicos solo sugerían que se evitara la diferenciación física
entre sexos, particularmente en lo referido al atavío, hubiera sido lo
mínimo a esperar de una secretaria de distrito que cumpliera a
rajatabla incluso las más nimias recomendaciones. Lo más adecuado
habría sido que vistiera siempre con uno de sus trajes solemnes,
como hacía él.

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Quizás animado por la subida de adrenalina que le había


procurado la masacre de niñitos, decidió darle a conocer su punto de
vista, de sopetón. Ya iba siendo hora.
—Señora secretaria, considero que no debería vestir de una
forma tan heterodoxa.
La viejecita se lo miró, algo sorprendida, aunque conocedora de
que los principios utópicos permitían, de hecho alentaban, aquellos
arrebatos de sinceridad, que en otros tiempos se hubieran
considerado una falta de educación.
—¿No te gustan mis faldas? —preguntó, dejando sobre sus
rodillas el libro que estaba leyendo.
—Si me gustan o no es irrelevante —replicó Futuro, con su
oratoria tan precisa como arrogante—. Los Cánones Utópicos
aconsejan evitar las vestimentas que subrayen la diferenciación entre
géneros.
—Tú lo has dicho: es solo una recomendación —adujo la
secretaria. Y añadió—: Además, ¿qué culpa tengo yo de que las
faldas nunca se hayan puesto de moda entre los hombres? —Y
sonrió, con una amabilidad que hubiera apaciguado a cualquier otro,
pero no al vehemente Futuro.
—¡Una recomendación! —exclamó, sin darse cuenta de que
prácticamente chillaba—. Demasiadas recomendaciones plagan los
Cánones Utópicos… No debería haber ninguna… Son la obra de los
intimistas, su legado venenoso. Se cree que fueron derrotados, pero
no es así. Debilitaron la redacción definitiva de los Cánones.
Consiguieron difuminar lo que deberían haber sido mandatos
indiscutibles, convirtiéndolos en insustanciales sugerencias. Lo que
es… no debería ser opcional. Lo que es… ¡es! No me extraña que la
ciencia no consiga calcular si se cumple o no la Regla del Triple
Nueve… ¿Deben tenerse en cuenta las recomendaciones o no, a la
hora de determinar el grado de cumplimiento de los Cánones? ¿O
solamente algunas? La ambigüedad nunca formó parte de los

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principios utópicos tradicionales. Solo ahora comienzo a darme


cuenta de… de… —Tomado por la indignación, que había ido
aumentando de intensidad a medida que desgranaba su encendido
discurso, no supo cómo terminar la frase.
—Bueno, bueno, jovencito, tampoco es para tanto… —dijo la
secretaria, intentando calmarle—. Siempre has sido un muchacho
muy apasionado —continuó—. Eso está bien. Utopía necesita
voluntades jóvenes y llenas de energía como la tuya.
Un tenso silencio se adueñó de la situación. La vieja mujer
observó con cierta tristeza a Futuro. Sospechó que acumulaba
demasiado rencor en su corazón.
—¿Te gusta la poesía? —le preguntó al cabo de unos segundos,
quizás porque pensó que los versos podrían sosegar su corazón.
—No lo sé… —respondió Futuro, encabritado, frustrado,
refunfuñando como un niño, inconscientemente retrotraído al día en
el que murió su padre.
—Mira…
Le acercó el libro que estaba leyendo, abierto por una página en
concreto. El de los grandes ojos azules lo tomó, desconfiado.
Dejando el dedo gordo de su mano derecha a modo de marca,
lo cerró para contemplar la portada. No encontró ningún sello oficial:
ni el que, en forma de estrella, garantizaba que contenía información
segura, ni el que, en unas horrendas letras negras, advertía de que
podía no hacerlo. Debía de tratarse de un libro antiguo. Aquello no le
gustó. Ese tipo de libros no deberían haber existido. Eran otra de las
terribles consecuencias de las artimañas de los malditos intimistas. La
selección a posteriori no era censura, era… selección a posteriori.
De todos modos volvió a abrirlo por la página que le había
indicada la secretara. Leyó.
Mírame
con tus ojos de flores
Tócame

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con tus dedos de colores


Escóndeme
en tus caricias de brisa
Enciérrame
en la prisión de tu sonrisa
Condéname
a la horca de tus besos
Atrápame
en la red de tus deseos
Quiero vivir
en tus suspiros
Quiero dormir
en tus latidos
Quiero morar
en las esquinas
de tu corazón
Quiero copar
las mil vidas
de tu pasión
Quiero olvidar
por siempre toda prisa
y que nos volvamos a amar
en este día de mil dichas
aún por comenzar.
Aquel texto apresurado, por el que la vista se veía obligada a
deslizarse con premura, como si todo fuera a acabar en cualquier
instante, como si el sendero de la vida solo pudiera recorrerse a
tropezones, en un continuo caerse y levantarse, le volvió los sesos
del revés, le subió el corazón a la garganta y le hizo pensar en el
tacto de una mujer. Hasta su pene pareció darse por aludido.
Futuro rechazó aquellos sentimientos como si fueran la
antítesis de su dios. Acababa de conocer a su satanás.

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No quiso leer más. Cerró el libro y se lo devolvió a la vieja


mujer, con el semblante muy serio, más pálido aún que de
costumbre, como si se hubiera mareado.
—¿No te encuentras bien? —le preguntó la secretaria.
—Preferiría no seguir hablando con usted.
—Como desees.
Y el silencio volvió a adueñarse de la situación, esta vez durante
el resto del trayecto hacia Ciudad Progreso, a donde se dirigían para
asistir a la junta extraordinaria de delegados locales de la
Representatividad que el presidente había convocado.

A
Virtud nada le gustaba más que escribir.
Le era indiferente si se trataba de relatos, poemas de
diez versos decasílabos, manuales de usuario, normativas
para el trabajo en equipo o código fuente que implementara
complejísimos algoritmos; la cuestión era juntar letras, hacerlas
bailar al son de su cerebro, ordenarlas en combinaciones únicas que
hicieran estremecer… daba igual si corazones humanos, equipos de
personas o cerebros robóticos.
Con la misma facilidad que rimaba, Virtud era también capaz
de resolver series de ecuaciones que le habían vuelto el pelo blanco a
más de un matemático del pasado (sí, este era un arcano secreto de
algunos científicos de siglos anteriores: su alba tintura capilar se la
debían al susto tremendo que habían sufrido al tenerse que enfrentar
a ciertos “bocadillos” de números, que resultaban terroríficamente
intimidatorios hasta escritos en letra muy pequeña). Incluso, cuando
su mente divagaba, quizás antes de que la venciera el sueño, o
mientras hacía pipí, sus pensamientos flotaban, felices, como en un
cuento de castillos en el cielo, entre nubes de números que formaban
aproximaciones a ciertas figuras (n-1)-dimensionales trazadas sobre
espacios n-dimensionales, las cuales se utilizaban para resolver

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determinados problemas de la que era su especialidad: la


contextualización artificial.
En definitiva: a Virtud los números se le daban tan bien como
las letras, pero para ella no había nada como escribir… No había nada
como escribir.
Según opinaba, la función de las matemáticas, la física y otras
ciencias con un importante componente numérico, así como la de
todas las experimentales, era resolver preguntas, las cuales
previamente tenían que ser imaginadas, formuladas, descritas, con la
mayor precisión posible, algo que la mente humana solo sabía hacer
por medio del lenguaje, el cual alcanzaba su mayor exactitud en su
representación escrita. Más aún, un buen enunciado facilitaba la
resolución del enigma que planteara: cuanto mayor fuera la
concreción con la que se hubiera definido el problema a resolver, más
sencillo resultaría encontrar la solución.
Los seres humanos, solía pensar Virtud, razonaban usando
palabras porque su principal función era hacerse preguntas, mientras
que las máquinas lo hacían mediante números porque su principal
función era responderlas. O quizás la implicación fuera en el sentido
inverso, quizás los seres humanos se hacían preguntas porque
pensaban con palabras, y las IAs nunca se las podrían hacer porque
pensaban con cifras.
A ella, muchas veces, le hubiera gustado ser un robot
incansable, preciso, absolutamente dedicado a sus funciones, incapaz
de divagar, de soñar, de sentir, de enfadarse, de despistarse, de
perder el tiempo, pero en realidad, inevitablemente, era una preciosa
humana de grandes ojos verdes en un rostro sin vello en una cabeza
sin vello. Quizás por ello, cuando le daba por poner en una balanza
de las de botica antigua —metálica, con su barrita horizontal en
perfecto equilibrio sobre el soporte vertical, y sus dos bandejillas
colgando una de cada extremo, sujeta cada cual por un trío de finas
cadenas que tintineaban levemente cuando se ponían a deliberar—,

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cuando su cerebro, humano, zangoloteaba como un vago con escozor


en los pies, y en un lado de la balanza situaba a un “1” de un brillante
rosa fucsia, y en el otro, a una “A” mayúscula de un bonito verde
pálido, siempre pesaba más la segunda.
O quizás no fuera por saberse inevitablemente humana, sino
porque la que escribía bonitos relatos y poemas era su madre diosa,
la que murió en el parto, mientras que la que tenía facilidad para los
números era la otra, la tristona, la que se tuvo que alistar en el
cuerpo de negociadores para procurarles el sustento: Loreto.
En cualquier caso, Virtud vivía entremedias de ambas cosas:
las letras y los números, hija como era de dos partes y no solo de
una. En ese limbo conoció la programación de ordenadores —
interfaces, IAs— y la poesía de métrica regular, y por ellas se
decantó.
—No lo entiendo —le dijo la madre superviviente a su hija de
verdes ojos, un día en que estaban hablando sobre qué carrera
universitaria estudiaría—. Si lo que más te gusta es escribir, ¿por qué
quieres estudiar ingeniería computacional?
—Bueno, lo que realmente me interesa es la programación —
precisó Virtud.
—Ya… Pero ¿no sería mejor que estudiaras algo relacionado con
lo que te hace más feliz?… Y siempre dices que nada te hace tan feliz
como escribir. Podrías estudiar periodismo… —dijo la madre con
énfasis— aunque no estoy muy segura de que a los periodistas les
enseñen mucho a escribir… —añadió a la vez que lo iba perdiendo
progresivamente (el énfasis)… para luego recuperarlo—: o, mejor,
filología, o psicología del lenguaje… incluso guionización televisiva o
narrativa de ficción… Algo que tenga que ver con escribir. Lo más
importante es ser feliz, disfrutar en el trabajo… aunque no lo paguen
mucho. Lo peor es lo mío, claro, que ni me gusta ni me lo pagan,
pero…

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—Programar es escribir —la interrumpió la hija, temiendo que


fuera a enfrascarse en una de sus letanías al respecto de su
insatisfactoria vida laboral.
—Eso tampoco lo entiendo… ¿No te parece que se asemeja más
a resolver ecuaciones? —preguntó Loreto.
—No —respondió Virtud. A continuación caviló con toda la
intensidad que le fue posible, intentando encontrar las palabras
adecuadas—. Es escribir, pero usando un lenguaje que tiene una
sintaxis muy estricta, muy restrictiva, y unas palabras de significado
totalmente preciso, sin ambigüedades.
—Tal y como lo explicas no suena nada divertido. —Fue lo único
que se le ocurrió decir a la madre.
—Es escribir —reiteró la hija. Acto seguido meditó un poco más,
intentando encontrar algo que añadir, algo que consiguiera convencer
a Loreto de que su decisión no estaba únicamente motivada por el
pragmatismo de poder acceder a un buen trabajo y desarrollar una
función útil para la sociedad. Continuó—: Es escribir y, además, lo
que se escribe se convierte en el comportamiento de una IA, o de un
interfaz, o de un ordenador… En cierta medida, un programa
informático está más vivo que un texto de cualquier otro tipo. Escribir
programas es más… emocionante… porque, una vez escritos… hacen
cosas. —No quedó muy satisfecha con esa última parte, pero era todo
lo que se le había ocurrido.
A la madre, aquello no le sonó demasiado verosímil. Tuvo la
sensación de que Virtud le estaba contando un cuento para que se
callara, pero luego recordó que su niña no se comportaba de aquella
manera, que antes se hubiera muerto que le hubiera mentido.
—Vale, es escribir —aseveró Loreto, denotando que se daba
por convencida—. Y a ti nada te gusta más que escribir… Y encima lo
pagan bien. Realmente suena mucho mejor que estudiar ciencias
exactas. —Que era lo que había estudiado ella, y donde había
adquirido su restringida visión sobre la programación.

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Loreto parecía tener que finalizarlo todo con alguna reflexión


negativa, habitualmente protagonizada por ella misma, pero Virtud
ya estaba tan acostumbrada que no le prestaba más atención que a
la expresión melancólica en la que su rostro vivía congelado.
Efectivamente, la hija no le mintió a la madre. Realmente creía
que la programación era la forma más emocionante de escritura.
Adicionalmente, era la única que aunaba literatura y matemáticas,
junto con la poesía de métrica regular, pero, a diferencia de esta, que
básicamente le servía para desahogarse y suspirar, sus aplicaciones
eran infinitas.
A Virtud nada le gustaba más que escribir, pero siempre con el
mayor orden que fuera posible, cuanto más matemático mejor.
Quizás por ello los relatos no se le dieran tan bien, porque requerían
de lo inesperado, de lo caótico, de encontrar un tanga con encajes en
el cajón de las corbatas. No obstante, nunca dejó de escribir alguno
de vez en cuando, desplegando su prosa precisa y certera, bellísima
por más que previsible. Posiblemente lo hiciera para sentirse cerca de
su madre diosa, quien sí que había sido una maestra inventando
historias.
Con la novela, por el contrario, nunca se atrevió: siempre le
pareció un género ingobernable, nunca encontró una en la que al
menos la mitad de las páginas no fueran sino elucubraciones del
autor que no venían a cuento, circunloquios enervantemente
extensos, de los que se habría podido prescindir por completo sin que
la historia se viera en nada afectada; y todas, sin excepción, dejaban
tantísimos cabos por atar que no cabía más que deducir que el autor
se había enredado irremisiblemente en la propia madeja que había
creado, y había decidido escribir “Fin” por temor a morir ahogado
entre tanto hilo argumental, que no porque aquello fuera el final de
nada.
Orden y sentido: todo debía tener un orden y un sentido. Era lo
cabal. Era lo sensato.

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Orden y sentido: eso esperaba encontrar en el código fuente


que componía la ESENCIA de la NIEBLA. Nada más lejos de la
realidad.
Tras su primer día de trabajo como parte del equipo de
programadores de los procesos fundamentales que gobernaban todas
las IAs que componían la red estatal, Virtud llegó a su apartamento
frustrada, histérica. Apresuradamente, dejó su PATINETE en la
entrada, en modo de autolimpieza, se descalzó, depositó los botines
sin cordones en el lugar del ropero reservado para ellos, la parte más
baja, que los desodorizaba automáticamente, se sacó su IVAN del
bolsillo (también lo usaba para trabajar, pues no había ningún otro
que estuviera configurado de la forma que a ella le gustaba), se
tumbó en la cama, presa de la desesperación y la perplejidad, y, con
la respiración acelerada, le dictó uno de sus poemas catárticos:
Un hombre de sudores de frío,
con aspecto de sapo de río,
sus entrañas me ha enseñado.
Sin pudor me las ha restregado:
le colgaban de frente y de lado.
No sé cómo no he vomitado.
Han inundado todo lo mío,
aquello es un inmenso lío.
¿Para qué tanto he estudiado?
Mejor habérmelo ahorrado.
Y lloró, abrumada por el conocimiento súbito de que lo
sorprendente no era que las IAs que formaban la NIEBLA a veces no
funcionaran como se esperara, sino que alguna vez lo hicieran
adecuadamente.
Aunque quizás tampoco fuera para tanto, quizás aquella había
sido solamente la impresión que se había llevado su cerebro de
muchacha perfeccionista hasta la obsesión, que aspiraba a estar, en
todo momento, a la altura de una diosa que nunca lo fue en realidad.

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En parte conocedora de sus propias tendencias, Virtud trató de


tranquilizarse. Buscó argumentos racionales que desmintieran su
percepción, que demostraran que no estaba en lo cierto…
¡El tráfico! Hacía decenios que no había habido ni un solo
accidente de tráfico en las Diez Ciudades, y todos los vehículos eran
automáticamente conducidos por la NIEBLA, que los entrecruzaba a
toda velocidad, consiguiendo que fluyera como agua por acequias
romanas lo que en manos de humanos se habría convertido en una
cuchara de madera tratando de remover una olla de puré de lentejas
recién sacada de la nevera. Si la NIEBLA hubiera funcionado tan mal
como parecía indicar la primera impresión que se había llevado del
código fuente de la ESENCIA, aquella perfecta danza de vehículos a
velocidades vertiginosas hubiera sido imposible.
Aquel pensamiento la calmó. Era evidente que algo tan
fundamental no podía estar tan mal programado. Claro que no. Su
desbocado perfeccionismo le habría jugado una mala pasada.
Sí, debía de ser eso.

A
l reverendo Mh-Pá nada le gustaba más que explicar cómo
Dios le había apartado del mal camino.
Tentado estuvo de compartir aquella experiencia vital
con la NIEBLA, pero, por una vez, consiguió contener su locuacidad,
que lindaba con la verborragia, aunque no por ello resultara menos
efectiva que la de un gran orador como Lucas Torrejón, por más
que la de este segundo encandilara mientras que la del reverendo,
más bien, atrapara al oyente en una telaraña pegajosa, pero
chocantemente confortable. Dar testimonio a cualquier extraño, cauto
o, con mayor frecuencia, todo lo contrario, sobre cómo su encuentro
con Dios había salvado su alma era predicar; hablar directamente con
Nuestro Señor, aunque nunca le contestara de forma tan tangible
como lo hacía la NIEBLA, era razonable, lo mínimo a esperar de un
reverendo que enseñaba La Palabra de Dios vivo; discutir consigo

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mismo, por cualquier estupidez, y aunque fuera en voz alta, era algo
que hacía todo el mundo (¿no?); pero explicarle su vida al aire, un
aire, para más inri, tontorrón, y que siempre parecía sentirse
obligado a responder, rozaba lo ridículo. Incluso para el reverendo
Mh-Pá.
Sí que decidió preguntarle a aquella “niebla” dónde podía
adquirir un local.
—Oye, ¿dónde venden locales comerciales en este barrio? —dijo
a la vez que escudriñaba los alrededores de su cabeza, moviéndola
de un lado a otro, arriba y abajo, como intentando localizar al
minúsculo insecto que transmitía la voz de aquel invento que en
épocas anteriores hubiera sido considerado no menos que satánico
(aunque ya sabemos que no era una mosca lo que transmitía las
palabras de la NIEBLA directamente al oído del interlocutor de turno,
sino un sofisticado sistema de emisión direccional de sonidos).
No recibió respuesta alguna.
—Oye, tú, la que me hablaba antes a propósito de mi UVA,
¿puedes oírme?
Nada. El reverendo decidió entonces que sería mejor
preguntarle a un humano. Al menos a ellos los veía. De hecho, le
rodeaban. Tan pulcros, tan calvitos, tan perfumados… Se desplazaban
de aquí para allá por la acera, en tumultuosas oleadas. La gran
mayoría de ellos flotaban sobre sus PATINETEs, unos pocos iban a
pie; casi todos parecían muy concentrados y permanecían en silencio,
como preocupados únicamente por llegar a su destino.
Pasaban por su lado sin prestarle la menor atención, como si
fuera tan invisible como aquella condenada (“Perdona, Señor, en tu
infinita piedad, mi blasfemo vocabulario”, pensó el reverendo
inmediatamente después de que la anterior palabra se generara en
su cerebro) “niebla” que ahora no le quería contestar. ¿Se habría
enfadado con él? ¿Le habría molestado que la hubiera cortado de
forma tan tajante, hacía pocos minutos? ¿Estaría ya maquinando el

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asesinato cibernético de su “uvita”? ¿O el suyo propio? Tras la


inevitable dosis de paranoia instantánea, volvió a la realidad.
Ahora que se fijaba en ellos, decidió que eran unos seres
ciertamente curiosos, los “pelones” —así se conocía coloquialmente a
los humanos entre los alienígenas, en las reservas—. Además de su
aspecto resplandeciente por la carencia de vello, se los veía a todos
muy tersos, casi sin arrugas. Aunque la vejez se reflejaba en las
caras de algunos, lo hacía de forma muy benévola, más esbozada que
no pintada. Nada que ver con las arrugas de cartón que componían el
rostro del reverendo Mh-Pá.
Quizás fuera por la capita de grasa que parecía cubrirlos a
todos, bajo sus trajes cromáticamente aburridos, de dos colores, a lo
sumo, y sus botines sin cordones. No estaban gordos, más bien daba
la sensación de que su perfil hubiera sido redondeado mediante la
aplicación de un baño de un material gomoso. Se notaba
especialmente en sus rostros: circulares pero no hinchados, y en las
piernas de las mujeres que vestían faldas: generosamente torneadas
y sin rastro de erosiones, dos columnas fuertotas pero no
musculadas.
“¿Cómo debe de ser hacer el amor con una humana?”, pensó el
reverendo Mh-Pá. “¿Rebotará uno en ellas? Realmente son como
muñecas hinchables vivientes. Aunque se las ve firmes. Sí, mejor
pensado parecen tetas gigantes… Tetas JÓVENES gigantes. Tiene que
ser una sensación agradable, estar abrazado a una teta joven
gigante”. Seguidamente, le pidió disculpas a Dios, muchísimas,
incluso en forma de un par de oraciones, muy arrepentido por sus
lujuriosos impulsos, para, a continuación, preguntarse si habría casas
de lenocinio, en aquel barrio tan inmaculado y lujoso, por lo cual no
pidió perdón, sino que lo justificó ante a Dios diciéndole que le
motivaba un interés estrictamente religioso, pues pocos sitios había
mejores que los prostíbulos a la hora de predicar y salvar almas
desnortadas, habiéndolas en ellos a granel, tanto por la parte

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contratante como por la contratada, aunque la primera requiriera de


una penitencia mucho mayor.
En descargo del reverendo, es justo explicar que su religión no
le exigía que mantuviera la castidad, meramente que rehuyera la
lujuria, siendo ya un sacrificio más que suficiente, en su caso. No
recordaba haber despertado nunca en soledad tras una borrachera…
Lo cual significaba que siempre había amanecido en buena compañía
FEMENINA, seguramente se hubiera encargado él de añadir, no fuera
nadie a tomarlo por un amante indiscriminado. Pero aquello había
sido antes de abrazar su fe, por supuesto, cuando a lo único que se
abrazaba era a botellas de licores de alta graduación y a jovencitas
dispersas, profesionales o amateurs, de pago, de consenso o de
desesperación. A una teta joven gigante, no obstante, nunca había
tenido el placer, que lo perdonara nuevamente el Señor.
Volviendo a su repentino estudio del aspecto humano, el
reverendo Mh-Pá pensó que no era de extrañar que los pelones
tuvieran la piel tan blanca. Las altísimas edificaciones y las dos
densas capas superiores de tráfico —la que transcurría entre los
edificios, y la que parecía coronarlos— bloqueaban la mayoría de
intentonas del sol por acariciar la tierra. Tanto era así que el potente
sistema de iluminación artificial permanecía encendido también de día
en la mayoría de las calles, para compensar la falta de claridad
natural.
Sin apenas posibilidad de que el astro rey, que no dios, que
Dios solo había uno, les pudiera tostar la piel, a más de un pelón se
le transparentaban las venas, lo cual les confería, en su conjunto, un
tono azulado, tirando a malva, que hubiera parecido enfermizo de no
haber sido porque sus mofletes estaban espolvoreados de un sano
color rosado, y por latir en sus labios un encarnado de lo más
llamativo. Ahora, al reverendo, los humanos siguieron pareciéndole
muñecas, pero ya no hinchables, sino más bien de yeso, con la boca
y los carrillos exageradamente pintados. Sus grandes ojos, alrededor

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de los cuales brotaban juncos, más que pestañas, por el puro


contraste con un rostro y una cabeza por lo demás absolutamente sin
vello, contribuían a dotarlos de aquella apariencia de marionetas.
“¡Qué difícil es saber si un pelón con pantalones es hombre o
mujer!”, pensó el reverendo Mh-Pá. “Como no tienen pelo… Claro,
por eso los llamamos pelones… Si al menos tuvieran cejas… pero
tampoco. Bueno, si uno se fija bien en los pechos y en las caderas,
acaba adivinando qué es cada cual, pero más de un buen susto se
habrá llevado alguno con la percepción nublada por el alcohol…
Perdóname, Señor, que ya sabes que yo ya no bebo”.
El reverendo, que era más bien cejijunto, de barba tan cerrada
que vencía cada mañana la batalla del afeitado, y media melena que
le crecía hasta los hombros, más gris que negra, comparó a aquellos
seres humanos, tan lisos, tan puros, tan iguales, tan blancos, con los
alienígenas de su reserva, cada cual de su padre y de su madre,
algunos tan delgados como un perchero y otros tan gordos como la
luna, de pieles de todos los colores, predominando los más impuros:
el marrón y el grisáceo, pero también negras, rojizas, anaranjadas,
amarillentas y, alguna que otra, pocas, muy blancas, con pelo que les
crecía hasta en los lugares más íntimos, a quienes la vejez se les
ensañaba con la cara sin piedad… y pensó, presa del nuevo arrebato
de paranoia, que llegaba puntual a su cita, que quizás eran criaturas
divinas.
“Señor, ¿serán ángeles estos a los que he venido a predicar tu
palabra? ¿Tan arrogante soy que he querido traer tu buena nueva a
tu mismísimo reino, donde todos ya te conocen mejor de lo que yo lo
haré jamás?”. Haber ido a caer, por decisión premeditada, que no por
error ni casualidad, en el mismísimo centro del Distrito Cien, el de
Ciudad Amor, aquel sobre el que gobernaba Lucas Torrejón asistido
por la voluptuosa Cobi Delà, acrecentaba la sensación del reverendo
de estar en los mismísimos cielos: en las Diez Ciudades no había
lugar más reluciente, ni humanos más limpios y perfumados.

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Unas risillas jóvenes devolvieron al alto y delgado reverendo a


la realidad, sin solución de continuidad, como le sucedía siempre,
saltimbanqui contumaz entre ensoñaciones y vuelta como era.
Delante de él vio a tres niños humanos, sobre sus PATINETEs, que lo
escrutaban con curiosidad con sus grandes ojos en sus rostros sin
vello en sus cabezas sin vello.
—¡Lentejas, chispas, un eté! —dijo uno de ellos. Lo cual, en
lenguaje del siglo XXI pudiera haberse traducido como: “¡Ostras, tíos,
un alienígena!”.
—Ya ves, chispa, yo nunca había visto a uno —dijo otro.
—¿Qué es eso que le sale por debajo de la boina?… Es
asqueroso —aportó el tercero.
El reverendo Mh-Pá se quitó su sombrero de ala ancha con la
mano derecha. Luego impulsó su cabeza hacia atrás, lanzando su
corta cabellera hacia su espalda.
—Es pelo, jovencito —afirmó—. Me lo trato con una solución de
leche de almendra y aloe vera. Por eso lo tengo tan fuerte y espeso
—añadió, con cierto orgullo, quizás intentando demostrar que él
también era un tipo limpio y que cuidaba su aspecto, por mucho que
no pareciera un ángel.
—¿Has visto, chispa? ¡Lleva faldas! Pero es macho, ¿no? —se
extrañó uno de los niños, hablando solo para sus amigos.
—Jovencito —le increpó el reverendo—, es de muy mala
educación hablar sobre una persona como si no estuviera presente.
Además… esto no son faldas, es una gabardina… muy cara. Y sí… soy
macho, al menos eso lo has acertado.
—Pero tú no eres una persona… tú eres un eté —le contestó el
niño.
—Para tu información —dijo el reverendo Mh-Pá—, personas
somos todos los seres pensantes, tanto humanos como alienígenas…
Y, jovencito, o te diriges a mí con el respeto debido a alguien de mi

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edad y condición, o te voy a dar la galleta que está claro que


deberían haberte dado tus padres hace mucho tiempo.
—¿Para qué iba a querer yo que me des una galleta? Aún no es
la hora de comer —contestó el mocoso, sin burlarse, meramente
desconocedor de aquella metáfora.
El reverendo comenzaba a sulfurarse. Clarificó su advertencia:
—Un tortazo, te voy a arrear, que te va a dar la cabeza dos
vueltas y se te va a quedar mirando al sur, como sigas tuteándome.
—¡Lentejas, chispas, este eté es violento!… Vámonos de aquí…
Ya se encargarán de él los negociadores… o las URSULAs —exclamó
otro de los niños.
—Chispa, si vienen las URSULAs yo lo quiero ver… —se quejó el
que había mantenido el intercambio dialéctico con el reverendo.
—Que no, humeémonos ya, ahuecando problemas —concluyó el
anterior, que parecía ser el cabecilla. Lo cual, en el siglo XXI podría
haber significado: “Que no, vámonos ya, pasando de problemas”.
Y se fueron, raudos sobre sus PATINETEs, zigzagueando entre
los adultos, con mucha mayor destreza que ellos.
Dejaron al reverendo Mh-Pá bastante molesto y
preguntándose qué rayos debía de ser una “úrsula".
—Perdóname Señor de antemano por lo que ahora voy a decir
—murmuró—. ¡Endemoniados niños! Y yo que he llegado a creer que
eran ángeles… Entre esto y la condenada “niebla” ya me tienen…
—¿Desea algo, señor Mh-Pá? —dijo una voz asexuada, aunque
un tanto meliflua, justo al oído del reverendo. Era la NIEBLA, que
respondía a su nombre.
—Alabado sea el Señor —exclamó el reverendo. Y como tonto
no lo era, dedujo que para hablar con aquella presencia extraña,
bastaba con invocarla explícitamente en voz alta.
—No sé a qué señor se refiere —contestó la NIEBLA.
El reverendo ignoró aquella intervención.

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—Oye, niebla, ¿dónde narices… perdóname Señor, es que ya


me tienen loco… se puede comprar un local comercial en este barrio?
—En el distrito cien de Ciudad Amor —respondió la NIEBLA—,
los locales comerciales no se venden en las narices de nadie, pero
pueden adquirirse en cualquier Lugar Oficial de Ciudadana Atención.
—¿Y dónde puedo encontrar uno de esos lugares? —inquirió el
reverendo.
—A su izquierda.
El alienígena giró noventa grados. Una enorme puerta dorada
se erguía ahora ante él, señorial, en la fachada del edificio más
cercano. Sobre ella había unas enormes letras del mismo color, en
relieve: “LOCA”. Un poco más abajo, una inscripción más pequeña:
“Lugar Oficial de Ciudadana Atención nº221736-J”.
—¡La leche! —exclamó el reverendo Mh-Pá.
—La leche y otros alimentos de origen lácteo pueden adquirirse
en cualquier supermercado. ¿Desea que le indique la situación del
más próximo? —propuso la NIEBLA.
—No, gracias, ahora no —respondió el reverendo, que
comenzaba a acostumbrarse a aquellos diálogos de besugos.
—De acuerdo, señor Mh-Pá —se despidió la red de IAs del
estado, no sin antes haber tenido que ejecutar algunas líneas del
código de la ESENCIA por las que no solía pasar, pues nadie le daba
nunca las gracias.
“De verdad que tengo la extraña sensación de que me ha
costado muchísimo más tiempo llegar desde el aparcamiento hasta
aquí que de la reserva a la ciudad”, pensó el reverendo Mh-Pá.
Y, embebido en el desvarío de turno, atravesó el portón dorado.

A
Luz nada le gustaba más que Marilyn Manson.
Se enamoró de él a los doce años y, como las buenas
estrellas, las del cielo y las de la tierra, las que perduran
porque saben que estallar en una supernova es muy bonito pero

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duele una barbaridad, la acompañaría durante el resto de su vida,


primero como un descubrimiento, luego como una reivindicación, más
tarde como una autoafirmación y al final como un pensamiento
cotidiano, recurrente, que siempre había estado ahí: como las nubes,
que van y vienen sin que nadie las cuestione; como el cielo, que no
tiene más remedio que estar; como el aire, nunca añorado porque
siempre ha habido el suficiente.
Que lo descubriera gracias a una canción que resultó no ser
suya, Tainted Love, no le importó. Que lo descubriera cuando la
mayoría apostaba por que ya estaba de vuelta, o en plena caída libre,
pues, tras haber visitado más sitios de los que ellos verían jamás, les
parecía que ya solo podía retornar, o desplomarse, le trajo sin
cuidado. Que lo descubriera cuando él ya contaba más ex esposas,
oficializadas o no, que años tenía ella, le pareció irrelevante.
Que resultara que era abiertamente repudiado por los
recalcitrantes puristas de lo impuro, bien fueran goths o metalheads,
o ambas cosas, o críticos listillos atrapados en un País de Nunca
Jamás alcoholizado, pero no por ello menos infantiloide, siendo todos
los anteriores defensores a ultranza de lo underground porque habían
entendido al revés lo de más vale ser cola de león que cabeza de
ratón, aborrecedores viscerales de cualquier otra cosa bajo la
acusación de que los oprimía y los discriminaba, cuando en realidad
ellos eran tan o más intransigentes que los sujetos a sus escarnios,
casi le resultó un alivio.
Al fin y al cabo, Luz se vestía como se vestía porque se vestía
como se vestía, y escuchaba la música que escuchaba porque
escuchaba la música que escuchaba. Es decir: por decisión propia. A
las chicas guapas y listas que saben que son ambas cosas nunca les
ha hecho falta hacerle la pelota a nadie, ni humillarse para pertenecer
a ningún club. Los clubes, de hecho, siempre se han constituido
alrededor de chicas guapas y listas que saben que lo son… incluso si
son chicos. Dicho en japonés:

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En virtud Por Oderfla

Una semilla
se tornará un árbol
aun sin permiso.
(Lector: lo anterior es un haiku, género poético que agrada
especialmente al que escribe).
Que ella no era un caso único, Luz lo sabía bien, y, como
carecía de todo interés por sentirse hipertrofiadamente especial, tal
conocimiento la reconfortaba. Quizás nadie más lo llamara “Lacasito”,
pero los seguidores de Marilyn Manson eran legión, especialmente
entre los moradores de lo impuro, fueran góticos, metaleros, ambas
cosas o miembros de “confesiones” limítrofes, ya que la gran mayoría
de ellos vivían, al igual que ella, alejados de la ortodoxia estúpida de
los que intentaban erigirse en sus portavoces.
El éxito del consignatario de tanta admiración solía atribuirse a
su música, a su estética, a su pose de rebelde, a su teatralidad
transgresora, pero si no hubiera sido, como era, una persona
extraordinariamente inteligente, jamás hubiera llegado a ser una
estrella lo suficientemente masiva para atraer incluso a la luz…
incluso a Luz. Claro que aquello era algo ignoto para todo aquel que
fuera incapaz de superar la barrera de las apariencias y los
pensamientos preconcebidos, ergo prejuicios. Intolerantes los hay
bajo cualquier bandera: basta con que la agiten incluso por encima
del valor de la vida de los demás… cualquier “demás”, por idiota o
malvado que parezca.
Durante la suya, Luz a nada le fue tan fiel como a él. Por ello
nunca quiso verlo en directo, o quizás la implicación correcta fuera la
refleja.
—Tía, ¿vas a ir a ver a Marilyn Manson, no? —le preguntó una
vez una compañera de clase, cuando el cantante iba a actuar en
directo en su ciudad.
—No —respondió Luz, lacónica.

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En virtud Por Oderfla

—Pero ¿qué dices, tía? Si te encanta, ¿no? Llevas toda la


carpeta forrada con sus fotos… Tienes todos sus CDs… Y hasta lo
llamas Lacasito… —La muchacha, que también era de las guapas que
saben que lo son, pero que de haber creído que era lista hubiera
andado muy errada, aunque tampoco la acusaremos de ello, de
pronto sintió su mente embargada por la duda—: Oye, ¿y por qué lo
llamas Lacasito?
Luz, que la conocía desde los seis años, resopló levemente…
Estaba segura de habérselo explicado al menos cuatro veces, pero la
otra era de atención huidiza y motivaciones umbilicales, así que
tampoco le resultó tan extraño que lo hubiera olvidado. Así que le
respondió:
—Porque sus iniciales son eme y eme, en inglés em and em,
como los M&Ms, que son iguales que los Lacasitos… Además, sus ojos
son uno de cada color, como los Lacasitos… Y me lo comería, como a
los Lacasitos.
—Ah… —dijo la otra a la vez que comenzaba a volver a olvidar
todo aquello—. ¿Y, entonces, por qué no vas a ir al concierto?
—Porque se podría romper la magia de nuestra relación —
contestó Luz.
—¿Qué relación? —preguntó la preguntona, poseída por el
espíritu de algún antepasado periodista, aunque evidentemente sin
cederle del todo los mandos de su consciencia, pues cualquiera
menos banal hubiera visto su atención sin duda atraída por el aspecto
mágico, y no por el relacional.
—Mi relación con Marilyn Manson es perfecta: me lo miro y me
lo escucho, hasta lo leo, en alguna entrevista, y la sensación que me
deja siempre es satisfactoria… Siempre me deja satisfecha. —Hizo
una pausa y sonrió disimuladamente, traviesa, encantada con su
juego de palabras, que retumbó en la cabeza hueca de la otra,
pasándole totalmente inadvertido, para desesperación de Luz, que de
todos modos añadió—: ¿Qué más se le puede pedir a un hombre? No

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obstante, verlo entre una marea humana, pequeñísimo, a lo lejos, y


escucharlo de forma deficiente, a todo volumen pero con una acústica
que seguro que da pena, cantando entre jadeos de cansancio… no me
parece que vaya a ser una experiencia muy agradable. Si me dijeras
que iba a poderlo conocer en persona, tomando un café o algo, me lo
pensaba, pero así… Me gusta demasiado para arriesgarme a romper
nuestra magia solo por poder decir que lo he visto en directo.
Todo lo anterior, Luz lo declaró abrazada a su carpeta decorada
con una enorme foto del que era el centro de su disertación, en la
que aparecía con la cara totalmente maquillada, vistiendo pantalones
de cuero negro y unas botas altas del mismo color, con puntera de
hierro, plagadas de correas con hebillas metálicas, descamisado, con
su delgado y lampiño torso cubierto de sudor, y berreándole sin
piedad a un micrófono de época (vintage).
La otra se la miró como si, mientras cambiaba secuencialmente
de canal de televisión usando el mando a distancia (hacía “zapping”),
hubiera ido a topar con un reportaje sobre las aplicaciones prácticas
de la teoría de la relatividad de Einstein en la programación de
dispositivos GPS.
—Tía, tú piensas mucho, ¿no? —dijo—. ¿Tú crees que es
bueno?
—Pues no sé —respondió Luz, algo ofendida—. ¿Qué tal te va a
ti?
—¿Eh? —masculló la otra, incapaz de sentir una puñalada tan
sutil, aun estándolo dejando todo perdidito de sangre, en el mundo
metafórico que vive solapado con el real.
—Bueno, me piro que tengo clase… Hasta luego —se despidió la
grácil acuchilladora en sentido figurado, cansada de aquella ramplona
entrevista que hubiera hecho ruborizar hasta a una rana de peluche
disfrazada de reportero.
En parte —todo suele ser cierto “en parte”, y si no, al menos,
acostumbra a parecer razonable: nada más verosímil que lo que, de

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hecho, por estar incompleto no explica nada—, la amiga que no lo era


tanto tenía razón: Luz pensaba mucho.
Pensaba tanto que a veces no podía más y dejaba de pensar y
solo se dedicaba a sufrir.
Quien no la conocía demasiado, que eran casi todos, creía que
era debido a lo segundo que vestía de negro, cuando, en realidad, era
por lo primero. El negro atrae la luz y el calor, el blanco los repele. El
negro acoge y protege, el blanco expone. El negro aglutina, el blanco
aliena. El negro es la búsqueda; el blanco, la resignación. El negro, la
reivindicación; el blanco, la sumisión. El negro, la guerra; el blanco,
la derrota.
Y en una vida destrozada por la guerra, mejor serlo que agitar
la bandera de la rendición.
Cuando soy oscuridad
pienso en blanco
que es no pensar
Cuando puedo pensar
de negro me visto
que es caminar
Cuando sufro
lo hago entre sábanas
Cuando respiro
el negro me guarda
Si el dolor resplandece
y me ciega
el negro lo compensa
y lo frena
Rodeada de blanco
dejo de vivir
Cuando vuelvo al negro
vuelvo a mí
Mi piel de sábana

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En virtud Por Oderfla

quiere que muera


de un atracón de cama
La cubro de negro
y con ello espero
no verla hasta mañana.
Así explicó Luz en sus libretas de poemas por qué el negro
representaba la luz, y el blanco, la oscuridad.
Para ella Marilyn Manson no era un ángel negro, era,
solamente, un ángel, al no poderlos haber de otro color. Si también
hubiera sido ese el de su piel, quizás se habría atrevido a verlo en
concierto sin temor a que se pudiera romper su magia.
Pero, en la vida de Luz, todo era impuro. Todo era solamente
“en parte”. Incluso Marilyn Manson.
Mejor no correr riesgos.

A
la doctora Cifuentes nada le gustaba más que ayudar a
sus pacientes.
O al menos así fue durante mucho tiempo. Pero ya no.
Tras la defunción de su hija todo dejó de interesarle. Ahora nada le
gustaba… ni más… ni menos.
Solo el pensamiento de la inevitable llegada de su propia
muerte, más tarde o más temprano, en el futuro, la reconfortaba.
Únicamente la idea de que un día la luz se apagaría y no habría nada,
ni siquiera vacío, ni siquiera oscuridad, únicamente la no existencia,
la dimisión irrevocable de la esperanza, el cese de todo, incluso de los
recuerdos, incluso del dolor, incluso del ser, le proporcionaba un
cierto alivio.
Sin embargo, no era capaz de forzarse a abandonar la vida
precipitadamente: su cobardía era mucho más testaruda que ella
misma. Cada pulso que le planteaba, lo perdía. Así que bebía. Y
bebía. Y bebía.

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Y moría en vida, pero era mentira. Y olvidaba, pero era


mentira. Y su corazón se aletargaba hasta que dejaba de latir, pero
era mentir. Y su dolor se adormecía hasta que dejaba de sentir, pero
era mentira. Y su desazón se batía en retirada hasta que dejaba de
sufrir, pero era mentira. Era mentira. Era mentira. Ni siquiera sus
borracheras eran como deberían haber sido.
Mientras permanecía serena, cada pocos minutos, a veces
segundos, la imagen de una botella de vodka se le aparecía —
sensual—, un palmo por encima de su sien derecha—incitante–, un
poco al frente —embriagadora—, de tal modo que si miraba de reojo
y hacia arriba —expectante—, la podía observar perfectamente —
provocativa—, esperándola —atractiva— con su etiqueta roja —
flamante— como la sangre que no se atrevía a derramar —
palpitante—, la suya propia. Sus pacientes creían que cazaba moscas
con la vista, o que le aburría lo que le contaban, pero no era sí.
Mientras intentaba ayudarles, por inercia o por cobardía, porque era
lo debido o porque si dejaba de hacerlo se buscaría problemas,
pensaba en no pensar, en una vida sin muerte, en la que su hija
nunca hubiera nacido, porque para qué nacer para acabar así; en una
vida sin amor, sin prórroga indebida, sin ensañamiento inhumano…
en la no vida: en el alcohol.
Durante la sobriedad, la borrachera era una expectativa de
olvido acogedor, pero era mentira.
Por la tardes, la embriaguez se fue presentando cada vez más
temprano, hasta que llegó un momento en el que hacerlo antes le
hubiera sido imposible, cuando entre el último paciente y un índice de
alcoholemia insolente ya solo mediaban un viaje precipitado al cajón
maldito —el que antes albergaba lo inclasificable, y ahora, ya solo
botellas de vodka y algunos papeles olvidados pegados a las vacías—,
un tirón atolondrado del tirador —la IA de su despacho le parecía que
respondía con demasiada lentitud a su orden de apertura— y varios
tragos rápidos, sin ni siquiera tomar asiento, ahí mismo, con el cajón

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aún abierto, de pie, con la cabeza totalmente inclinada, como si fuera


un embudo, una cabeza sin vello en la que un rostro sin vello
albergaba dos grandes ojos marrones, vidriosos como la sonrisa de la
muerte, que ansiaban que un litro de aquel líquido abrasador pudiera
entrarle de una vez por el gaznate y reventarle el estómago.
¿Por qué en vez de alcohol no podía beber hojas de afeitar…
hojas de afeitar que la rasgaran desde dentro, en canal, desde la
garganta hasta los ovarios, que la evisceraran como a un animal, que
la vaciaran de una vez? Cuchillas afiladas como la ironía del destino,
metálicas como el olor de los difuntos, crueles como la vida que
sigue, pese a todo, sin perdón, sin remisión, sin compasión…, frías
como la cama vacía de una hija muerta. Frías como la cama vacía de
una hija muerta. Frías como la cama vacía de una hija muerta. Frías…
¡Qué práctico que le hubiera sido a la doctora Cifuentes haber
creído en Dios! Para odiarlo con todas sus fuerzas. Para repudiarlo.
Para castigarlo renunciando a Él, abjurando de Él mil millones de
veces. Para echarle la culpa… toda la culpa… de todo. Para acusarlo
de crueldad, de desconsideración, de falsedad, de hipocresía… O para
todo lo contrario: para rogar su consuelo, su piedad, que cuidara de
su hija allá donde estuviera… Pero ya no había un dios en el que
creer, ni del que descreer, así que solo podía responsabilizar a los
hombres por lo que había pasado. Estando formado el abanico de
sospechosos por su propia hija, los funcionarios que habían
intervenido en aquel asunto, su ex esposa, y ella misma, tamaño era
su dolor que solía elegirlos a todos.
Una vez borracha como el elefante que por error esnifó un tonel
de aguardiente, la promesa de olvido se diluía como su sangre en el
alcohol, cada vez, infaliblemente, y era sustituida por amorosos
recuerdos de su hija: viva, feliz, sonriente…
Trago… Su hija… viva. Trago… Su hija… feliz. Trago… Su hija…
sonriente. Trago… Su hija… viva. Trago… Su hija… feliz. Trago… Su

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hija… sonriente. Trago… Su hija… tan joven. Trago… Tan joven…


Trago… Tan llena de… vida. Trago…
Pero era mentira.
La desmemoria solo llegó con las primeras borracheras, luego
se convirtió en un compromiso fallido, diariamente incumplido. Con la
misma velocidad que un amorío escrotal se convierte en un trozo de
carne al que no se le sabe encontrar un sitio, el alcohol pasó de ser
un anestésico a un mero lubrificante, invirtiendo su efecto: en vez de
aplastarla bajo el olvido, facilitaba que los recuerdos se abrieran paso
entre las grietas de su dolor.
Borracha, recordaba siempre las mismas escenas, los mismos
fragmentos, las mismas caras, olores, sucesos, sonrisas, abrazos,
besos, accidentes… la misma muerte… durante años, hasta que ya no
supo si lo que recordaba era el pasado o a sí misma recordando… O a
sí misma recordando…
Finalmente, el vodka la derrotaba completamente, o Morfeo, y
se iba a dormir, o se quedaba dormida, sentada, con la cabeza
apoyada sobre la mesa, o tirada por los suelos.
Tras la muerte de su hija, dejó de tener ilusión. Y sin ilusión,
prefirió divorciarse de su mujer, pues su unión, no ya yerma, sino
homicida, debía extinguirse como todo lo malo: de cuajo. No volvió a
hablarle. Ni para culparla.
Tras la muerte de su hija, dejó de amar. Y sin amor, prefirió
refugiarse en su despacho, lejos de la fría cama vacía de su hija
muerta. En el proceso de divorcio renunció a su antiguo apartamento.
Se lo dejó a la otra… para no discutir, para que hiciera con él lo que
le diera la gana. Le daba igual. ¡Le daba igual!
Se fue a vivir a su oficina. Le ordenó a su secretario que se
deshiciera de todos sus libros, sus amados libros, que ya no le
despertaban más que asco, pues la habían recibido después de que
viera partir… morir… partir hacia la muerte a su hija, impertérritos,
impávidos, tan perfumados como siempre, con su agradable olor a

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papel satinado, ajenos a su dolor, inadecuadamente acogedores…


Nada que la hiciera sentir bien merecía permanecer cerca de ella. Ya
solo debía haber dolor. Nunca supo adónde fueron tantos y tantos
volúmenes de sueños y sabiduría. No preguntó. Si acabaron sus días
en manos ajenas, apilados en un almacén o reducidos a cenizas, le
era indiferente.
Hizo retirar las estanterías, que habían perdido todo propósito,
como su matrimonio, y ya solo quedaron paredes vacías, como le
gustaría haber estado a ella. Aprovechando el espacio ganado, o
perdido, amplió una pequeña sala anexa y la convirtió en un
dormitorio, más bien una celda: austera, ascética, triste, fría. Un
camastro, un ramplón televisor con profundidad, minúsculo,
integrado en la pared que quedaba frente a la cama, y una mesilla de
noche de metal, sobre la que solía acabar la última botella de vodka,
cuando conseguía llegar hasta ahí, tambaleándose, al borde de
perder el equilibrio y la consciencia, eran atrezo más que suficiente
para su condena por cobardía.
Ducha, siempre había habido, en su oficina, también un ropero
y una pequeña mesa donde comer, que bien poco que la usaba,
pajarillo de escaso alpiste que ahora era, así como una neverilla, todo
ello en otra sala anexa, en la que antiguamente se refrescaba y
reponía fuerzas, cuando la jornada se preveía larga.
Así que teniendo todo lo suficiente para no morir, ahí vivía, ante
la impotencia de su secretario, que nada podía hacer más que ignorar
sus trágicos devaneos con el alcohol, mantenerle la ropa limpia, la
nevera surtida, y procurarle, de vez en cuando, alguna palabra de
aliento, más por caridad que por convicción.
Cada mañana, la doctora Cifuentes se despertaba a las siete
en punto gracias al tesón cibernético de su RAUL (Robot de Asistencia
Ufano y Lisonjero), uno de los engendros mecánicos que más odiaba,
pero que le era más práctico. Sin titubear, pues no sabía hacerlo,
cuando faltaban treinta segundos para la hora prevista, el androide

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abandonaba su letargo electrónico, ponía sus ruedas en movimiento,


las cuales, a su vez, hacían rodar a la cinta en la que estaban presas,
y zumbando iba en busca de su ama. Una vez la encontraba,
estuviera sobre el camastro de su habitación, babeando encima de la
mesa del despacho o la de salita, o se hubiera desplomado a medio
camino entre cualesquiera dos puntos, le administraba una inyección
de nanoéter magnetorgánico directamente en la médula espinal, a
través de su nuca, que explotaba primero en su sistema nervioso,
luego en sus venas, después por todo su cuerpo, y la libraba de todo
atisbo de alcohol y de resaca, devolviéndola al mundo de los sobrios
y los despiertos con la misma delicadeza que una patada en la
entrepierna.
—Mierda… —solía balbucear ella, pues había leído los suficientes
libros para blasfemar con soltura.
A lo que el RAUL respondía con una parrafada tal que la que
sigue:
—Buenos días, doctora Cifuentes, son las siete, cero, cero y
doce segundos, trece, catorce… La temperatura en el exterior es de
veintitrés grados centígrados… Veinticuatro grados, en el interior… Mi
homólogo destinado en el apartamento de su secretario me comunica
a través de los RIOS que su protocolo de despabilamiento se está
desarrollando con la esperada puntualidad, por lo que
previsiblemente llegará a las ocho horas, treinta minutos,
aproximadamente. —Por supuesto, el despertar de cualquiera que no
tuviera a su RAUL programado para que erradicara los efectos del
alcohol en su cuerpo era muchísimo más plácido—. Mientras se
ducha, le prepararé el desayuno. Le recuerdo que hoy también es un
día maravilloso para realizarse, profesionalmente y en todos los
ámbitos de su vida. Permítame que para alentarla le recite el lema
utópico: Por una humanidad sin conflictos: ¡equilibrio, dignidad y
colectividad!
Y zumbando que se iba a preparar el desayuno.

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—Enano cabrón… Hijo bastardo de una lata oxidada y un cable


pelado… Así te cortocircuites y se te frían todas las conexiones… Un
día te voy a meter yo la puta inyección de nanoéter… Por el culo, a
ver si te gusta.
Sin dejar de refunfuñar, mascullando maldiciones con una
maestría propia de la más sórdida taberna del siglo XXI, la doctora
Cifuentes se incorporaba y se aprestaba a enfrentar una nueva
jornada laboral.
A veces, antes incluso de que se le apareciera la primera
alucinación flotante de una botella de vodka que la urgía a correr a
sus brazos, pero con la que no se reencontraría hasta haber finalizado
la jornada laboral, se llevaba una desagradable sorpresa en forma de
letras temblorosamente garabateadas sobre un papel, que amanecía
apresado en su mano.
Borracha, escribía prosa poética que luego no recordaba, sobre
su hija muerta.
Con un tenue aleteo de dolor, un gorrión olvidado perdió
sus plumas de oro de espantos cerca de mi sien, mas, por
evitar recordarlas, mi voluntad voló junto a él, y al verla
marchar por un orificio de mi vida pasada, tan lejos, mi vista
nublada creyó que no marchaba, sino que venía, y que a su
lomo volvías tú, mi amada, mi niña, que un día fuiste la suma
total y ahora eres la resta completa, y, embriagada por la
cercanía de nuestro reencuentro soñado, lloré un líquido rojo
que hubiérase dicho que era la sangre de mis venas, cuando
solo era jugo de etiqueta de botella sin primor. No eras tú,
quien hacia mí se dirigía… No eras tú; era un puñal de culpa
descarnada… que volvió a fallar, que se malogró, que no acertó
en la diana, inmensa, de mi corazón vacuo, fatuo, burdo,
inmundo.
¿Por qué no muero? ¿Por qué no morí… en vez de ti?
¡Háblame! Dime que no fue por mí, dime que fuiste tú la que ya

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no quería vivir. Dime… Dime… ¡Dime…! que había llegado la


hora en que el gorrión de oro, desplumado, ya no podía más
que aterrizar, en un desmayo de olvido, en un vahído de
desaprensión. Dime, por favor, mi niña muerta, mi hija, mi
amor único, que me dejaste aquí, condenada, que no me
llevaste contigo, a ninguna parte; dime que no te dolió. No
como a mí.
Sobria, releía aquellas líneas y se enfurecía, consciente por un
instante de que ni con la ayuda de todo el alcohol del mundo
conseguía olvidar, aunque aquella revelación sí que huyera de su
mente al poco tiempo, cada mañana, con papelito o sin él,
permitiéndole caer, cada atardecer, en la misma trampa, volviendo a
creer, cada vez, la misma promesa de dulce sedación.
A su enfado se unía el hecho de que hablar con los difuntos no
estaba bien visto en Utopía, menos aún por escrito, pues ya nadie
creía en la vida después de la muerte, así que, con un chillido
huracanado llamaba a su vivaracho asistente robótico.
—¡¡¡¡RAUL!!!!
El robot abandonaba la preparación del desayuno,
asegurándose de que nada quedara en un estado que pudiera causar
un accidente doméstico, y corría hacia ella, o se deslizaba sobre su
cinta rotante, o lo que fuera, pero a toda prisa, con su mecánico
chirriar a más revoluciones de lo habitual.
—¿Doctora Cifuentes? —le decía al llegar a su lado.
—Incinera esto —le ordenaba ella, y le acercaba el papel.
—Ahora mismo.
El robot lo introducía en un compartimento que se abría en su
vientre y lo reducía a cenizas.
—¿Le parece bien que retome la preparación del desayuno? —
sugería a continuación.
—Tira, tira…

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Y el otro la obedecía porque hacía ya mucho que le había


enseñado que “tira, tira” significaba “sí” o bien “apártate de ahí”,
según si respondía a una pregunta o no.
Tras el sobresalto, o habiéndoselo evitado si no había tenido la
noche literaria, la doctora Cifuentes se duchaba, se vestía,
desayunaba poco, entre insultos al robot asistente, acusándole de
cocinar peor que una cabra manca y ciega, y se concentraba en
ejercer su trabajo como psicóloga con el suficiente rigor.
Mientras lo hiciera, nadie podría considerar que su alcoholismo
estuviera afectando al correcto desarrollo de su vida, por lo que no
sería obligada a someterse a un tratamiento como el que tuvo que
afrontar con diecisiete años de edad… Un tratamiento como los que
ella misma proporcionaba a sus pacientes… Un tratamiento con fecha
de caducidad: diez meses. Tras ellos: curación o muerte dulce.
Al igual que cuando solo era una niña asustada, Valeria
Cifuentes, pese a todo, no estaba segura de quererse morir; pero, a
diferencia de entonces, no tenía ninguna intención de dejar el alcohol.
¿Para qué? Su hija había muerto. Que ya hiciera años de ello,
no le importaba.
Gracias al alcohol olvidaba… olvidaba que no olvidaba. Y a
empujones de falsar promesas seguía tira que tira.
Como su robot.
Por cobardía o por todo lo contrario. O porque no habría sabido
hacer otra cosa.
Como su RAUL.

A
Loreto nada le gustaba más que dormir.
Mientras dormía, la hueca realidad, en la que ella y
Virtud, su preciosa niñita, vivían acurrucadas en el centro
de una gran cueva —lóbrega y desabrida, pero familiar—, frente al
fuego de su amor —eterno e incondicional, pero insuficiente—,
incapaces de entrar en calor por faltarles la madre diosa tornada

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manta —cálida y protectora, pero difunta—, se convertía en un salón


de baile enorme, tanto como la caverna, luminoso, con el techo
preñado de lámparas colgantes que lloraban lágrimas de alegría
solidificadas en diamantes de cristal, y dos grandes hogares, uno en
cada extremo, que rugían fuego de felicidad casi abrasadora,
chisporroteando al son de la misma música que las hacía danzar a
ellas, en el centro, de la mano, las tres, formando un círculo de gozo
triangular que, al despertar, volvía a romperse en una soga de dos
cabos, bien avenidos y totalmente comprometidos el uno con el otro,
pero soga, incapaz de construir por sí misma un círculo de amorosa
perfección.
“Si con solo dos miembros se pudiera completar una familia, el
ser humano sería hermafrodita”, a veces pensaba Loreto. Luego se
pedía disculpas a sí misma, y añadía, en sus cavilaciones, que dos no
podían formar una unidad familiar… perfecta, que para habitar en la
gran sala de feliz sinfonía, el mínimo requerido era de tres. A
continuación, respetuosa como era, poco dada a creerse en posesión
de la verdad, más bien tendente a acusarse de torpe y descuidada,
concluía que quizás no fuera así por norma general… Al fin y al cabo,
¿qué iba a saber ella de la vida de los demás? Pero en su caso sí, de
eso no tenía la menor duda, en su caso ellas siempre serían un trío
incompleto… A no ser que se descubriera cómo restaurarles la vida a
los muertos, que no resucitarlos, que eso de “resucitar” era un
término prácticamente proscrito, en el siglo XXXI, al atribuírsele una
connotación religiosa que tal vez se había adherido a su significado
con el paso de los siglos, o que quizás siempre hubiera formado parte
de su etimología.
Si Loreto comenzaba a valorar como una posibilidad real que
un día los científicos averiguaran la forma de devolverles a su esposa
fenecida, eso significaba que se estaba quedando traspuesta, sentada
en su silla de vigilancia, delante de los MAMONES. Quizás incluso sus

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párpados comenzaban a ceder y pronto cabecearía, prácticamente


vencida por el dulce abrazo del sopor.
—Agente Mena, su súbito movimiento cefálico puede indicar
que está a punto de dormirse —le diría entonces la NIEBLA.
Sobresaltada por la inesperada irrupción en sus pabellones
auditivos de aquella voz asexuada, aunque un tanto meliflua, la
agente Loreto Mena, nuestra Loreto, seguramente con los brazos
cruzados sobre el pecho —no hay postura mejor para llamar al
calorcillo que precede a la modorra que la acaba golpeando a una con
el mazo del sueño—, erguiría la cabeza bruscamente, como quien
estuviera recuperando la respiración tras haber estado a punto de
ahogarse.
—Toypierta, toypierta… Toybien… Notuprucupes… Café… —
posiblemente balbucearía, con los ojos en blanco, al no haber sido
capaces aún sus globos oculares de seguir a sus párpados, más
medio dormida que medio despierta.
—Agente Mena, me es imposible descifrar lo que acaba de
decir. Si ha cambiado de idioma, especifique el nuevo, la detección
automática ha fallado —respondería la NIEBLA.
Que Loreto supiera, en las Diez Ciudades se hablaba un único
idioma común. En fin… aquello debía de ser algún vestigio del pasado
que había quedado incorporado en la programación de la red de IAs
del estado.
Habiendo perdurado hasta el siglo XXXI algunas leyendas, como
la que hacía creer que la cafeína tenía un efecto inmediato —esta en
concreto, posiblemente encubierta por su difusión casi universal y por
la coartada perfecta que le proporcionaba el poderoso efecto
placebo—, una vez las pupilas de Loreto volvían a su sitio, le
aclaraba a la NIEBLA que lo que quería era que le hiciera traer un
vaso de café bien cargado.
Al poco aparecía uno de los RAULes del cuerpo de negociadores,
zumbando sobre sus cintas rodantes, con el humeante y bruno

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brebaje bien asido. El apresurado traqueteo solía provocar que


algunas gotas díscolas saltaran por encima de los muros del
recipiente, precipitándose por el acantilado de la libertad —
“¡Gerónimo!”—, y yendo a morir, las pobrecillas, contra el suelo o
aplastada por el esforzado robot, siempre presto a cumplir las
órdenes de cualquiera con la premura de quien diera por seguro que
el mundo terminara mañana.
Aquellos RAULes eran tan vivarachos como cualesquiera otros,
pero sus cuerpos metálicos estaban cubiertos de los mismos
escupitajos tipográficos que poblaban los monos de los negociadores
humanos.
Al igual que la de los uniformes, la base cromática de la piel
cibernética de los robots estaba compuesta por un perfecto blanco
lejía —“¡Que no daña los tejidos, señora! ¡Ni siquiera tras doscientos
mil lavados! ¡Qué trapos más tremendos que hará con las camisas de
su marido cuando su barrigón las jubile, oiga!”—, aunque aquello se
sabía porque así constaba en alguna ordenanza, que no porque fuera
visualmente perceptible, al quedar prácticamente enterrada bajo
tanto rótulo, tanta inscripción y tanto extracto de esta o aquella
norma. En resumen, hubiérase podido conjeturar que los RAULes del
cuerpo de negociadores eran una versión cibernética y futura de una
chica gótica, quizás una encarnación de Luz en un universo paralelo,
adecuadamente pálida, pero a la que se le hubiera ido la mano,
ajena, a la hora de aplicarse la aguja procuradora de sensuales
tatuajes (dígame, lector, por veinticinco pesetas cada una, cosas que
no resulten sexys sobre la tersa y juvenil piel desnuda de una moza
casadera, por ejemplo… por ejemplo… por ejemplo… paso palabra).
Había otra teoría, leyenda urbana apócrifa —si tal combinación
es posible además de como recurso de prosista petulante— muy poco
extendida, susurrada entre críos que luego la olvidaban, que contaba
que el blanco original de la indumentaria de los miembros del cuerpo
de seguridad del estado, y de la pintura de sus adláteres robóticos,

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había terminado por ser engullido por aquel vómito policromático


porque un uniforme no podía ser blanco. ¡El blanco no es un color, es
el elemento neutro del espectro lumínico! Si los atavíos de los
negociadores hubieran sido, por ejemplo, a franjas azules y granas,
concluía la fábula, ni los legisladores utopitaristas se hubieran
atrevido a mancillar su belleza.
Sea como fuere, las gotas supervivientes del frenético viaje en
RAUL, bien calentitas, acababan llegando hasta las manos de Loreto,
desde las del robot, que le acercaba el vaso a la vez que decía:
—Su café.
Loreto lo tomaba y ya se sentía más despierta. El androide,
mientras tanto, aprovechaba para alegrarle el día:
—Permítame que la anime recitando el lema utópico: Por una
humanidad sin conflictos: ¡Equilibrio, dignidad y colectividad!
Esto último, el robot lo acompañaba con los gestos que
componían el saludo utópico: primero ponía los brazos en cruz, luego
doblaba el derecho sobre su pecho de lata, y finalmente hacía lo
mismo con el izquierdo, quedando los dos en forma de equis. Todo
ello a una velocidad de vértigo, como si llegara tarde, tarde, tarde a
su siguiente cita.
Ante aquella danza atolondrada, que parecía comprometer el
equilibrio del androide, o irlo a poner a rodar como una peonza,
Loreto siempre tenía seria dificultadas para reprimir una carcajada,
siéndole imposible contener una sonrisilla que dibujaba a la vez que
le daba el primer sorbo al café, intentando no apartar demasiado su
atención de los MAMONES.
Esta última parte, claro, comenzó a suceder únicamente a partir
del nacimiento de Utopía, cuando su Virtud de grandes ojos verdes
ya era una preciosa joven que destacaba en la universidad.
Previamente, el RAUL de turno se despedía tras recitar cualquier otra
sandez que los legisladores utopitaristas hubieran decidido que fuera
a la vez políticamente correcta y animosa, acertando siempre en lo

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primero, y siendo su puntería, cuanto menos, más discutible en


cuanto a lo segundo.
Ya más despierta por el poder de la autosugestión, que no
porque la cafeína tuviera los efectos instantáneos de las inyecciones
de nanoéter magnetorgánico, Loreto fijaba su vista en el último de
los MAMONES, o Monitores de Aparentes Menoscabos de las
Ordenanzas y Normas, de Efectos Sancionables, que recordara haber
estado escudriñando.
En cada despacho de vigilancia había cien de aquellos
monitores, sin profundidad porque se había comprobado que de esa
forma resultaba menos fatigoso para la vista humana ir saltando de
uno a otro. Eran de pequeño tamaño y estaban dispuestos en diez
filas de diez, llenando casi totalmente una de las paredes. El
negociador asignado a ese turno se sentaba a unos dos metros de
ellos, en el centro de aquel habitáculo por lo demás con poca luz, de
no más de dieciséis metros cuadrados de superficie, con la única
abertura de una puerta metálica, y que tenía por mobiliario tan solo
el asiento sobre el que se dormía Loreto cada vez que se despistaba.
En su cuartel había varios miles de aquellos despachos, los cuales
ocupaban veinte plantas del edificio, quedando distribuidos a lo largo
de multitud de pasillos de acceso, interminables, de blancas paredes
atestadas de puertas equidistantes, idénticas salvo por el número que
identificaba a cada una de ellas. Siempre había un negociador en
cada despacho de vigilancia, a cualquier hora de cualquier día, sin
pausa.
Si, en general, a Loreto no le gustaba su trabajo, aquella
función en concreto le resultaba tan odiosa como soporífera. Los
turnos eran de cuatro horas, durante las cuales tenía que observar
cada monitor durante tres segundos, para luego pasar al situado a su
derecha, o al primero de la fila inferior, o vuelta al principio. Cada
cinco minutos debía completar una rotación. En cada turno, hasta

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cuarenta y ocho rotaciones: cuatro mil ochocientos cambios de


monitor.
La NIEBLA no le marcaba el paso, solo hubiera faltado eso, pero
si se retrasaba en una rotación le informaba:
—Agente Mena, en esta rotación ha dedicado veinte segundos
más del tiempo medio recomendado.
—Pos vale —quizás respondía ella, o meramente no decía nada.
No seguir escrupulosamente el ritmo previsto no se consideraba
ni siquiera una falta, lo fundamental era no distraerse —menos aún
dormirse— e ir distribuyendo la atención entre los monitores de
manera más o menos equitativa; siempre que el tiempo por rotación
no se desviara muchísimo (más de un cincuenta por ciento) de la
media recomendada.
Una vez Loreto le comentó a un superior que hubiera sido
menos agotador vigilar una sola pantalla de imágenes cambiantes, a
lo que el oficial respondió explicándole que gracias a los cien
monitores se aprovechaba al máximo la visión periférica humana, así
como la percepción inconsciente. Y tenía razón: más de una vez
Loreto había detectado una infracción que se estaba mostrando en
un monitor que no era en el que tenía fijada la atención en ese
momento; a veces, incluso, ni siquiera uno de los limítrofes. El
cerebro humano, en el siglo XXXI, seguía funcionando de formas
misteriosas.
La respuesta de su superior, Loreto podría haberla deducida
por sí misma. Al fin y a la postre, cada una de las cien pantallas
funcionaba como la que había sugerido ella: no mostraban siempre
las mismas escenas, sino todo lo contrario, lo que se veía en cada
monitor iba cambiando continuamente.
Siempre que la NIEBLA calculaba que se podía estar
cometiendo una infracción en algún lugar de la sección del Distrito
Cien que era responsabilidad del cuartel de Loreto, retransmitía las
imágenes oportunas en alguno de los cientos de miles de monitores

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de alguno de los miles de despachos de vigilancia, hasta que, en un


máximo teórico de cinco minutos, un negociador estudiara la escena
durante al menos tres segundos y decidiera si realmente había
indicios racionales de que se estuviera quebrantando alguna ley, o
norma, o mandato, o canon… En los monitores restantes, la NIEBLA
mostraba escenas aleatorias tomadas de la vía pública, de lugares de
trabajo, de edificios oficiales, de interiores de vehículos, de tiendas…
y, una vez la testaruda resistencia de los políticos intimistas fue
quebrada por la opinión de la aplastante mayoría y se instauró
Utopía, de cualquier estancia de cualquier domicilio particular,
incluyendo alcobas y baños.
Siempre que Loreto topaba con alguien desnudo, o haciendo el
amor, o defecando, saltaba inmediatamente al monitor siguiente, sin
esperar los tres segundos de rigor: creía que era el proceder decente,
aunque nunca lo comentara con nadie, porque no estaba muy segura
de que aquella forma de pensar se hubiera considerado demasiado
utópica.
Utilizando la misma tecnología que le permitía hacerse oír, la
NIEBLA se encargaba de emitir directamente a los oídos del
negociador el sonido correspondiente al monitor que estuviera
mirando, sin censuras: jadeos amatorios y ventosidades previas a
liberaciones intestinales incluidos.
Cuando un negociador creía que uno de los monitores estaba
retransmitiendo una posible infracción, solo tenía que decir en voz
alta: “Presunta infracción”. Tras ello, la NIEBLA, que sabía a qué
monitor estaba mirando (incluso si su atención había sido atraída
fuera de secuencia, por obra y gracia de la visión periférica y la
percepción inconsciente, puesto que en tal caso era obligatorio que
interrumpiera la rotación y escrutara la pantalla sospechosa durante
al menos tres segundos antes de pronunciarse), así como a qué
localización correspondían aquellas imágenes, enviaba hacia allí a la
patrulla de negociadores más cercana. Los componentes de la misma

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eran convenientemente puestos en situación mediante la transmisión


en directo de aquella escena en el interior de las viseras de sus
cascos, exteriormente tan alfabetizados como el resto de su
indumentaria. Si les parecía que requerirían de la intervención de las
URSULAs, la solicitaban.
Cuando Loreto llegaba a casa tras un turno de vigilancia, se
sentía aún más agotada que de costumbre.
—No entiendo cómo la NIEBLA puede ser tan tonta —le decía
más de una vez a su pequeña de grandes ojos verdes en un rostro
sin vello en una cabeza sin vello, antes de esforzarse por desterrar
todo pensamiento laboral de su mente, y centrarse en lo único que la
ataba a este mundo, su hija preciosa, quizás para explicarle una
nueva historia sobre la madre diosa, o leerle un cuento, o jugar con
ella.
A medida que fue creciendo, Virtud aprendió que aquello
significaba que la NIEBLA carecía de criterio. Era capaz de detectar un
delito objetivamente fragrante, por ejemplo si alguien estaba a punto
de clavarle un cuchillo a otra persona, aunque solamente instantes
antes de que el filo comenzara a abrirse paso entre la musculatura de
la víctima, y poco más.
Aquella madre viva, agotada, harta de verse obligada a meter
sus narices en la vida de los demás, fue lo que llevó a Virtud a
doctorarse en contextualización artificial. En parte, movida por un
cierto sentimiento de culpabilidad, al haber sido por mantenerla que
Loreto se había tenido que alistar en el cuerpo de negociadores.
Quizás ella podría conseguir que la NIEBLA finalmente hiciera
honor a la “i” que formaba parte de su acrónimo. De ese modo,
muchas otras hijas de negociadoras podrían disfrutar de madres
menos agotadas y quejosas, y muchos otros hijos, de padres.
¿A qué precio? Eso, Virtud, no se lo planteaba. Así se lo había
enseñado Loreto en boca de la idealizada madre muerta: una no

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podía ser tan arrogante como para cuestionar una decisión


democrática.
Y la humildad era la principal virtud.

A
Raúl nada le gustaba más que contemplar a Luz.
Eso hizo el día de su funeral, a ojos llenos. No se
permitió llorar. De haber podido, se hubiera arrancado los
párpados para no pestañear. Una vez la enterraran, no la volvería a
ver.
Quizás aquel cuerpo ya no era ella, sino solamente una
muñequita sin vida, descomponiéndose sigilosamente, sin que nadie
se diera cuenta, pero era todo lo que le quedaba. Al día siguiente solo
habría recuerdos. Y lamentos.
Nadie le echó la culpa a Raúl, de nada, excepto él mismo, de
todo. Chorradas, dijeron muchas. Todos. No pararon de decirlas. No
la conocían.
“Siempre estuviste a su lado”: Falso. Aquella última vez, la
determinante, no fue así.
“No podías hacer más”: Falso. Podía haber estado, podía
haberlo previsto, imaginado… Podía haberla escuchado mejor, más
allá de las palabras. Debía… Debía… Debía.
“Quizás ya no quería vivir”: Falso. Por supuesto que quería
vivir, pero estaba enferma, y, cuando el mamut la aplastaba, no
pensaba; dejaba de ser ella y se convertía en un síntoma de un mal
traicionero, ruin, falaz, inicuo, sórdido…
“Ahora está en un lugar mejor”: Falso. Nunca sin él.
“Posiblemente, antes de morir, se arrepintiera”: Falso. ¿De qué
se tenía que arrepentir? No sabía lo que hacía. Su mente estaba
embotada. Su voluntad no le pertenecía, estaba bajo el control del
mamut.

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“La vida sigue”: Falso. La de Luz se había detenido en la última


estación: Vida Término. Su motorcillo ya nunca volvería a rugir, ni a
acatarrarse.
“Dios la acogerá en su seno”: Falso. Dios no existía. De haber
existido, no la hubiera dejado morir. A ella no.
Cada vez que alguien se le acercaba, y lo hicieron todos, Raúl
aceptaba su pésame con estoicismo, fingía escuchar con atención la
memez que tuviera a bien regalarle, siendo cada una la demostración
infalible de que nada había más gratuito que las palabras, y zanjaba
el asunto diciendo, con rostro no ya serio, sino atrapado en la
inexpresividad que precede a la locura: “Es una tragedia. Nadie
debería morir tan joven. No sé qué voy a hacer”. Oído eso, la mayoría
huían con una sonrisilla de pavor en el rostro, precavidos, no
queriendo inmiscuirse demasiado, no fuera a resultar que todo
aquello les acabara fastidiando algo más que un sábado por la tarde.
Que Luz se le había muerto, antes que a nadie, a Raúl, eso
todos lo tenían claro. No porque lo creyeran responsable, sino porque
a nadie le pertenecía más su vida.
La primera en compartir aquella certeza era la madre de la
difunta, que no paró de llorar durante horas, durante días; en mucho
momentos, abrazada a él.
—Eres tan bueno… —le decía entre sollozos. Falso: si hubiera
sido tan bueno, no hubiera deseado la muerte de Dios—. Luz tiene
tanta suerte de haber encontrado a un chico como tú. Siempre fue
más lista que yo… Mucho más… Pero no quería vivir… ¿Por qué no
quería vivir?
Sí que quería vivir, pero a él nadie le creía, bien sabido como
era que los realmente buenos son a la vez inequívocamente idiotas.
Ejemplo por antonomasia: Raúl. Bueno hasta el tuétano, gilipollas
integral.

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¿Por qué no quería vivir?… ¿Por qué no quería vivir?… ¿Por qué
no quería vivir?… ¿Por qué no quería vivir?… ¿Por qué no quería
vivir?… ¿Por qué no quería vivir?…
¡Que sí que quería vivir!… ¿Por qué no se callaban todos y se
iban a la mierda?
La vistieron de blanco… porque todos sabían que se le había
muerto, antes que nadie, a él, pero, como era el cenutrio máximo,
nadie le hacía ningún caso. A Luz no le gustaba el blanco. Ella
hubiera querido ser un elegante cadáver vestido de negro, no una
mala imitación de un ángel renacentista. Pero la vistieron de blanco,
como si estuvieran celebrando su última comunión.
Para compensar, Raúl se engalanó completamente del color
que tanto le gustaba a su novia: traje, camisa, corbata, calzado, ropa
interior… Excepto un clavel rojo que llevaba sujeto con un alfiler
plateado en la solapa derecha de su americana. Rojo de amor… y de
ira. No iba cubierto de luto, sino ataviado para gustarle a Luz en
aquella última cita. Incluso se pintó la raya de los ojos y se cepilló su
media melena bien hacia atrás, como ella solía insistirle en que
hiciera.
Estaba muy guapo: Luz se hubiera derretido si lo hubiera
podido ver, todo lo alto y delgaducho que era, tan repeinado, con su
traje negro impecable, de la talla justa, sus relucientes zapatos de
puntera afilada… y un brillante aro dorado insertado en el borde
superior de su pabellón auditivo diestro.
Como último homenaje a su amada, Raúl hizo lo impensable:
fue a que le agujerearan la oreja derecha. A él le encantaban los
piercings que llevaba Luz, pero le aterraba la idea de que alguien
taladrara su cuerpo, así que nunca se atrevió a ponerse uno. Ella le
dijo muchas veces que casi no hacía daño, que solo era un
momentito, pero él pensaba con tanta intensidad en aquel
“momentito” que se le antojaba como una eternidad de tortura en los
pozos del infierno. Y eso que la había acompañada casi siempre que

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se había puesto uno nuevo… Pero nada tenía que ver ser un
observador solidario con ser el sujeto paciente.
En cualquier caso, le pareció que, después de todo, Luz tenía
razón: casi no hacía daño. No el suficiente. Para acallar el dolor de su
corazón deberían haberle amputado la oreja con un cuchillo oxidado y
romo, muy lentamente, sin anestesia. Sí, eso hubiera estado bien.
El sacerdote batió holgadamente el récord de tonterías por
segundo, en su sermón. No la conocía, solo era una máquina
expendedora de frases hechas… Su obsesión por convertir aquella
homilía en un alegato en contra del suicidio, además, le resultó
repulsiva: Luz no se había suicidado, la habían matado entre el
sádico mamut y él mismo, cómplice imperdonable, por omisión.
Las palabras del oficiante iban y venían entre condenas a quien
con su mano destruía lo que solo le pertenecía a Dios —la vida— y
disculpas de compromiso a Luz porque, posiblemente, se hubiera
arrepentido en el último momento —como Judas, aunque esto último
no lo dijera—. Estaba claro que aquel orador religioso no aprobaba la
muerte de la joven y que la responsabilizaba de ella, aunque
intentara atemperar —poco— sus críticas.
Que un cura pudiera ser tan insensible y tan vomitivamente
oportunista era una demostración más de que Dios no existía. Eso
pensó Raúl en algún momento en el que su atención no consiguió
bloquear las palabras venenosas que insultaban la memoria de su
amada desde el púlpito. La mayor parte del tiempo, no obstante,
permaneció ajeno a aquel discurso, solo pendiente de empaparse de
la imagen de su Luz muerta.
Blanco sobre blanco, parecía de yeso. La novia de la muerte,
con sus labios carmesí y sus mil piercings; su larga melena negra,
con una mecha blanca que le caía hacia su derecha; sus grandes ojos
verdes, ya por siempre cerrados, que durante su vida habían
mantenido perennemente abierta al tránsito la ciudad de la
imaginación…

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El vestidito de ángel bueno en el que la habían atrapado le


llegaba hasta las rodillas y dejaba sus hombros al descubierto. En la
parte anterior del izquierdo destacaba su tatuaje preferido: una rosa
roja entre cuyos pétalos, si uno se fijaba bien, se podía apreciar una
calavera dibujada por pliegues y sombras; más arriba del otro, en el
lateral del cuello, una estilizada hada traviesa, que se escurría como
una figura del Greco, parecía llorar, con su vestidito rosado, su
melena rubia, su corona floral, sus alitas de libélula, aquella hada que
tantas veces había besado Raúl cuando hacían el amor…
Al menos consiguió que no le pusieran zapatos: la dejaron
descalza, como a ella le gustaba ir siempre que podía. A la vista
quedaron las uñas de sus pies, primorosamente pintadas de negro.
Negro sobre blanco, como un tablero de ajedrez en el que la
partida había finalizado para siempre. Solo veintinueve años después
de comenzar. Demasiado pronto. ¿Por qué?
Cuando el cura terminó de vomitar, Raúl se acercó hasta el
ataúd, abierto. El padre de Luz le siguió, con sus manos simiescas de
dorsos peludos colgándole aún más de lo habitual, como buscando el
suelo.
La madre había puesto su mejor empeño en adecentarlo, sin ni
siquiera chillarle, sin pelearse con él. Le hizo vestirse con un traje de
un elegante negro mate. Una vez se lo vio puesto, le pareció que
sobre él lucía sucio, como lleno de polvo. Lo cepilló con insistencia,
pero, por más que lo intentó, no consiguió mejorar su aspecto, como
si fuera debido a un aura que recubría a su marido, y no a la tela.
Tampoco fue capaz de domar su peinado, que se rebelaba siempre en
todas las direcciones; ni de centrarle el nudo de la corbata, que
abandonaba la posición de equilibrio como por arte de magia. Aquel
hombre no tenía remedio, no siendo esta una aseveración caritativa,
sino una constatación de que su alma había perdido toda posibilidad
de redención.

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Al padre lo siguieron otros varones de la familia. Atrás


quedaron las mujeres. La madre, que bien pasados los cincuenta
conservaba su delgadez nerviosa, como de cuello de pollo, no podía
dejar de llorar, abrazada a la peque, que bien alta que era ahora, con
su melena rubia recogida en un moño, sus gafas de empollona sexy y
su traje de mujer de negocios: la triunfadora de la familia, la única
cuerda y centrada, posiblemente porque creció amparada e iluminada
por la mejor de las luces, la de su hermana, que se preocupó de
recibir en su pecho los impactos de bala que estaban destinados a
cualquiera de las dos. A su lado, la mayor, a la que la vida le había
traído algunos kilos de más, un marido que podría haberse
sospechado que fuera un clon de su padre y dos churumbeles
indomables, los cuales se habían pasado toda la ceremonia
subiéndosele literalmente a la chepa.
Anclados en antiguas tradiciones, los hombres de la familia, un
buen puñado de ellos, se echaron a la espalda, tras cerrarlo, el
féretro en el que reposaba el cuerpo de yeso. El sermoneador cura,
con las manos agarradas sobre su voluminoso vientre, los observaba
con gesto disconforme, poco convencido de que aquella muchacha
suicida fuera a ir al Cielo.
Los porteadores de recuerdos, de muerte, de carne tatuada que
nunca sería vieja, enfilaron el pasillo central de la iglesia, yendo a
buscar la puerta y el coche fúnebre que esperaba fuera. En la primera
fila marchaban el irredimible padre y el novio de rostro inexpresivo, al
borde de la enajenación: aquel, a la derecha; este, a la izquierda.
Cuando estaban cerca de la entrada, Raúl se percató de que
tras los últimos bancos había dos figuras, de pie, parcialmente
escondidas en la penumbra. Miraban respetuosamente hacia el suelo:
eran Hache y su madre. La cordura le abandonó.
Su semblante se desencajó en una mueca de ira ancestral,
primitiva, salvaje… la de un depredador: los ojos tan abiertos como si
finalmente se hubiera arrancado los párpados, fijos en su objetivo;

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los dientes apretados, casi fundidos, completamente visibles entre


unos labios muy separados, en tensión; la boca lista para desgarrar
carne… De un saltó de guepardo, con las manos encogidas en dos
zarpas afiladas, se plantó delante de Hache, tras soltar a su amada.
El resto de familiares que transportaban el ataúd, sorprendidos
por aquella súbita ausencia, perdieron el equilibrio. El féretro
comenzó a caer.
Mientras, Raúl, ahora con la boca abierta, como una cobra, o
un vampiro, le asestó un fuerte golpe a Hache en la cara,
prácticamente un arañazo propinado con su puño convertido en
garra, de abajo arriba, de derecha a izquierda, entre gancho y
bofetada, arrancándole algo de piel, abriéndole tres heridas lineales
en su mejilla de mármol, que apenas retrocedió al recibir el
inesperado impacto.
Después de tantos años, finalmente Raúl había decidido pasar
a la acción. O quizás, de hecho, no había decidido nada, sino que,
meramente, había perdido el juicio.
El ataúd seguía cayendo. La tapa ya se había deslizado medio
metro sobre el cajón. El cadáver de Luz asomaba.
El Máquina —que era Hache cuando se explicaban sus gestas
que helaban la sangre, como ahora mismo— sin levantar la cara miró
a aquel personajillo patético que le acababa de acariciar el moflete. A
su lado, su madre sonrió, excitada, anticipando en su mente retorcida
lo que iba a suceder, borracha de placer por aquella profanación de
un lugar sagrado, húmeda ante la idea de que ni Dios podía toserle a
su hijo.
El de cuerpo de atleta decidió reservar de momento su puño
implacable, el derecho. Con el izquierdo, golpeó con todas sus fuerzas
el vientre de Raúl, que pareció quedar pinchado en él, como una
gamba en un mondadientes, a la vez que profería un gemido que era
todo el aire de su estómago abandonándole.

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La tapa del ataúd tocó el suelo. Los familiares, tropezando los


unos con los otros, caían también. Al fondo, cerca del altar, la madre
de Luz chillaba como si una apisonadora acabara de triturarle una
pierna. Su hija, muerta, con su vestidito de primera comunión y sus
ojos cerrados, las manos juntitas sobre el pecho, amenazaba con
ponerse de pie.
El Máquina decidió que era el momento de acabar con aquella
pantomima estúpida. De un tremendo puñetazo con su incontestable
mano diestra, en la mejilla izquierda de Raúl, hizo que abandonara
su doloroso encorvamiento de marisco, recuperando primero la
rigidez para luego salir propulsado hacia atrás, todo lo alto y
delgaducho que era, como si no pesara nada, como si fuera un
globito alargado y no un hombre.
El ataúd se desplomó completamente, ya sin tapa. Los
familiares se derrumbaron a su alrededor, desperdigados como los
naipes del proverbial castillo. La tremenda sacudida hizo que el
cadáver de Luz rebotara en el interior de su último lecho, de un lado
a otro, pero sin abandonarlo. Su cabeza quedó ladeada. Sus manos
se separaron. Mientras, Raúl, su Raúl, cayó sobre ella, inconsciente,
con el labio partido. La cara del novio quedó sobre el pecho de la
novia. Un reguerito de sangre que salía de la boca de él, como un
beso, tiñó el blanco vestido, formando una mancha escarlata sobre el
corazón. Los brazos de ella, impulsados por los múltiples impactos,
quedaron sobre su amado, abrazándolo aun después de muerta.
—Mira lo que me has hecho hacer, subnormal. Siempre has sido
un cagón —dijo el Máquina.
E, ignorando los chillidos histéricos de las mujeres y las vanas
maldiciones de los hombres, ninguno de los cuales se planteó ni por
un momento plantarle cara, se fue, seguido por la sonriente sombra
de su madre.

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Atrás quedaron dos novios vencidos.


Su último abrazo fue de muerte.
Su último beso, de sangre.

Fin del tercer capítulo.

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