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Heinrich Zimmer

El Rey y su Cadáver

Cuentos psicológicos sobre la conquista del mal.

Compilación de Joseph Campbell

Ediciones Miramar

PREFACIO DEL COMPILADOR DE ESTE LIBRO

En el momento de su súbito deceso, en la primavera de 1943, Heinrich Zimmer estaba


todavía trabajando sobre el material para el presente volumen. Todos los cuentos estaban
representados en más de una versión, algunos en inglés, otros en alemán. Los márgenes del
manuscrito presentaban muchas anotaciones; tres capítulos habían sido publicados, en
redacciones anteriores, en Europa y la India. Había, además, notas para ampliaciones que
Zimmer planeaba. Ninguno se hallaba en un estado definitivo. A pesar de eso, en el
momento en que el encargado de preparar la edición puso su mano en ellos - para coordinar
las anotaciones dispersas, ampliar las narraciones a partir de las fuentes originales y para
revisarlos de acuerdo con las numerosas conversaciones con el propio doctor Zimmer
durante los meses inmediatamente precedentes a su muerte - el libro cobró vida, se ordenó
por sí mismo y se desarrolló en lo que ahora parece la única manera inevitable.
Por su asesoramiento y ayuda en esta tarea, doy gracias a la señora de Peter Geiger y a la
señora Margaret Wing. El ahora difunto Ananda K. Coomaraswamy leyó generosamente
las galeras, ofreció valiosas sugerencias y aportó algunas notas suplementarias para
completar las referencias. Aquéllas aparecen al pie de página, como notas entre corchetes y
con sus iniciales.
El lector que desee conocer las versiones anteriores debe consultar las siguientes
publicaciones: Die kulturelle Bedeutung der komplexen Psychologie, compilado por el Club
Psicológico de Zurich, Berlín, Julius Springer, 1935, "Die Geschichte vom indischen König
mit dem Leichnam"; Heinrich Zimmer, Weisheit Indiens, Darmstadt, L. C. Wittich Verlarg,
1938; "Abu Kasems Pantoffeln", "Die Geschichte vom indischen König mit dem
Leichnam"; Prabuddha Bharata, Mayavati, Almora, Himalayas, sept.-dic., 1938, "The
Story of the Indian King and the Corpse"; Corona, Zweimonatsschrift, compilada por
Martin H..Bodmer, Zurich, Verlag der Corona, 1936, "Abu Kasems Pantoffeln", 1939,
"Merlin".
JOSEPH CAMPBELL

EL DILETANTE ENTRE LOS SÍMBOLOS

Contar cuentos ha sido, a través de las edades, un asunto serio y, a la vez, una amena
diversión. Año tras año, se conciben, se ponen por escrito y se devoran cuentos. ¿Qué
suerte corren luego? Unos pocos perviven, y éstos, como una dispersión de semillas, son
impulsados por el viento a través de las generaciones, propagando nuevos cuentos y
brindando nutrimento a muchos pueblos. La mayor parte de nuestra propia herencia
literaria nos ha llegado de esta manera, desde épocas remotas, desde distantes, extraños
rincones del mundo. Cada poeta añade algo de la sustancia de su propia imaginación, y las
semillas se nutren y retornan nuevamente a la vida. Su poder germinativo es perenne; sólo
espera que se lo toque. Y así, aun cuando de tiempo en tiempo algunas variedades parecen
haber muerto por entero, un día reaparecen, emiten otra vez sus brotes característicos, tan
vivas y verdes como antes.
El cuento tradicional y los temas emparentados con él han sido estudiados
exhaustivamente desde los puntos de vista del antropólogo, el historiador, el especialista en
literatura y del poeta, pero el psicólogo ha tenido sorprendentemente poco que decir, por
más que tenga su propia y válida reivindicación de voz en este simposio. La psicología
proyecta un haz de rayos X sobre las imágenes de la tradición folklórica, sacando así a la
luz vitales elementos estructurales que antes habían estado en las tinieblas. La única
dificultad es que la interpretación de las formas puestas de manifiesto no puede reducirse a
un sistema confiable. Porque los auténticos símbolos están envueltos en algo imposible de
delimitar. Son inagotables en su poder de sugestión y de enseñanza. A ello se debe que el
científico, el psicólogo científico, se sienta en un terreno muy peligroso, muy inseguro y
ambiguo cuando se aventura en el campo de la interpretación del folklore. Los contenidos
explicitables de las imágenes muy difundidas cambian incesantemente ante sus ojos en
permutaciones inacabables, a medida que los contextos culturales cambian de un extremo al
otro del mundo y en el curso de la historia. Los significados tienen que ser constantemente
leídos de nuevo, comprendidos desde el principio. Y es cualquier cosa menos un trabajo
ordenado, este asunto de interpretar las siempre imprevisibles y pasmosas metamorfosis.
Ningún sistematizador que valúe mucho su reputación se arrojará voluntariamente a correr
el riesgo de la aventura. Esta, pues, tiene que quedar para el temerario diletante.
El "diletante", en italiano dilettante (participio presente del verbo dilettare, "tener deleite
en" *, es alguien que tiene deleite (diletto) en algo. Los ensayos que siguen a continuación
son para quienes se deleitan en los símbolos, les agrada conversar con ellos y gozan1 de
vivir teniéndolos de manera continua ante la mente.
El momento en que abandonamos esta actitud diletante para con las imágenes del folklore
y del mito y comenzamos a sentirnos seguros de su exacta interpretación (como sujetos de
una comprensión profesional, que manejamos los instrumentos de un método infalible), nos
privamos del contacto vivificante, de la acometida demoníaca e inspiradora que es el efecto
de su virtud intrínseca. Perdemos el derecho a nuestra propia humildad y receptividad
frente a lo desconocido y nos negamos a que nos enseñen, nos rehusamos a que se nos
muestre lo que nunca se dijo, sea a nosotros o a cualquier otra persona. E intentamos, en
cambio, clasificar los contenidos del oscuro mensaje en rubros y categorías ya conocidos.
Esto impide que emerja todo significado nuevo o comprensión originaria. El cuento de
hadas, la leyenda pueril (por ejemplo, el portador del mensaje) son metódicamente
considerados como demasiado humildes para merecer nuestra sumisión, porque el cuento
mismo y aquellas zonas de nuestra naturaleza que reaccionan ante él son comparativamente
no adultas. Y sin embargo, por medio de la interacción de esta inocencia interior y exterior
habría sido como se hubiera activado el poder fertilizante del símbolo y se hubiera revelado
el contenido oculto.
El método - o, mejor dicho, el hábito - de reducir lo que no es familiar a lo que es bien
conocido, es un antiguo, muy antiguo modo de frustración intelectual. El resultado es el
dogmatismo esterilizante, prietamente envuelto en una autocomplacencia mental, una
segura convicción de superioridad. Cada vez que nos negamos a que nos haga perder pie
(sea con violencia o suavemente) alguna expresiva concepción proyectada desde las
profundidades de nuestra imaginación por el impacto de algún símbolo atemporal, nos
estamos defraudando a nosotros mismos del fruto de un encuentro con la sabiduría de
milenios. Al no asumir la actitud de aceptación, no recibimos nada; la dádiva del trato
familiar con los dioses se nos niega. Ya no podremos ser inundados, como la gleba de
Egipto, por las aguas divinas y fructificantes del Nilo.

• Más exactamente, de dilettarsi, reflexivo. [T.]

Porque son vivientes, potentes para revitalizarse a sí mismas y capaces de una eficacia
siempre renovada, impredecible pero autocoherente, sobre el alcance del destino humano,
las imágenes del folklore y del mito desafían cualquier intento que hagamos por
sistematizarlas. No son como los cadáveres, sino como los trasgos. Con una súbita risotada
y un ágil cambio de lugar, burlan al especialista, que creía haberlos clavado con un alfiler
en su mapa. Lo que nos piden no es el monólogo del médico forense sino el diálogo de una
conversación viviente. Y de la misma manera como el héroe del relato clave de esta serie
(un noble y bravo rey que se descubre conversando con un ser con características de trasgo
que moraba en lo que él había tomado por un simple cadáver colgado de un árbol) es
llevado a una conciencia más intensa de sí mismo por este humillante intercambio de
palabras y rescatado de una muerte deshonrosa, absolutamente abominable, así también
nosotros podemos ser aleccionados, rescatados quizás, y hasta espiritualmente
transformados, con sólo que seamos lo suficientemente humildes como para conversar en
términos de igualdad con las aparentemente moribundas divinidades y figuras folklóricas
que cuelgan, multitudinariamente, del prodigioso árbol del pasado.
El enfoque psicológico del enigma del símbolo, el designio de extraer de él los secretos de
su hondura, no puede sino fracasar si la inteligencia escrutadora se niega a consentir en la
posibilidad de que le enseñe algo la apariencia viviente del objeto que se encuentra
sometido a su atención. La disección, sistematización y clasificación no están mal, pero no
suscitan una conversación por parte del espécimen al que se aplican. El investigador
psicológico tiene que estar pronto para dejar de lado su método y sentarse para una charla
prolongada. Luego, tal vez, encontrará que no le agrada o no le encuentra empleo a su
método. Este es el modo del diletante, en cuanto se distingue de la técnica de ese más
augusto caballero que es el decoro científico.
Lo que caracteriza al diletante es su deleite en el carácter siempre preliminar de su
comprensión que jamás culmina. Pero ésta, en último término, es la única actitud adecuada
ante las figuras que nos han llegado desde el pasado remoto, sea en las épicas
monumentales de Homero y Viasa o en los encantadores cuentecillos fantásticos de la
tradición folklórica. Son los oráculos perennes de la vida. Hay que volver a interrogarlos y
consultarlos de nuevo, en cada edad, pues cada edad se acerca a ellos con su propia
variedad de ignorancia y comprensión, su propio conjunto de problemas y sus propias
preguntas inevitables. Porque los patrones de vida que hoy tenemos que tejer no son los
mismos que los de cualquier otro día; las hebras que hay que manejar y los nudos que hay
que desenredar difieren en gran manera de los del pasado. Las respuestas que ya se dieron,
por consiguiente, es imposible hacerlas servir para nosotros. Los poderes tienen que ser
consultados otra vez directamente, otra vez, otra vez y otra vez. Nuestra tarea primaria es
aprender, no tanto lo que se dice que ellos dijeron, sino cómo abordarlos, cómo suscitar en
ellos un lenguaje nuevo y cómo comprender ese lenguaje.
Frente a tal misión, todos tenemos que seguir siendo diletantes, querámoslo o no.
Algunos de nosotros - especialistas con formación erudita - tendemos a favorecer ciertos
métodos de interpretación, muy precisos y por consiguiente limitados, admitiendo sólo los
que están dentro del cercado de nuestra influencia autorizada. Otros intérpretes se erigen en
campeones celosos de esta o aquella línea esotérica de tradición, considerándola como la
única clave verdadera y su constelación particular de símbolos como el oráculo único,
omnímodo y autosuficiente del ser. Pero esas rigideces sólo pueden atarnos a lo que ya
conocemos y somos, fijarnos con remaches en un único aspecto de la simbolización.
Mediante esas fes estrictas y constantes nos auto excluimos de las infinitudes de inspiración
que viven dentro de las formas simbólicas. Y de tal manera, aun los intérpretes metódicos
no son, al final, otra cosa que amateurs. Tanto si, en carácter de científicos, se confían en
estrictos métodos filológicos, históricos y comparativos, o si siguen piadosamente, como
iniciados, las enseñanzas secretas, oraculares de alguna tradición auto titulada de esotérica,
tienen que seguir siendo, en última instancia, meros principiantes, que apenas han pasado
del punto de partida en cuanto a la tarea sin fin de sondear el oscuro lago del significado.
El deleite, en cambio, libera en nosotros la intuición creadora, permite que sea suscitada a
la vida por el contacto con el texto fascinante de los viejos relatos y figuras simbólicas. Sin
arredrarnos, entonces, por la crítica de los metodólogos (cuya censura está en gran medida
inspirada por lo que equivale a una agorafobia crónica: el temor mórbido ante la infinitud
virtual que se abre continuamente a partir de los trazos crípticos de la escritura pictórica
expresiva, que por su profesión ellos deben mirar) podemos permitirnos a nosotros mismos
dejar libre rienda a cualquier serie de reacciones creativas que resulten ofrecerse a nuestra
comprensión imaginativa. Nunca podemos apurar las profundidades; de eso podemos estar
ciertos, pero tampoco puede hacerlo ninguna otra persona. Y un sorbo, tomado con el
cuenco de la mano, de las frescas aguas de la vida es más dulce que todo un reservorio de
dogma, entubado y garantido.
"La abundancia se saca a cucharones de la abundancia, pero la abundancia subsiste". Así
reza un hermoso y antiguo proverbio de las Upanisad de la India. La referencia originaria
era a la idea de que la plenitud de nuestro universo - vasto en espacio, con su miríada de
esferas rotantes y lucientes, rebosando de muchedumbres de seres vivientes - procede de
una fuente superabundante de sustancia trascendente y de energía potencial: la abundancia
de este mundo fue extraída de esa abundancia de ser eterno, y, sin embargo, como esa
potencialidad sobrenatural no puede disminuir, por grande que sea la donación que vierte,
la abundancia subsiste. Pero todos los auténticos símbolos, todas las imágenes míticas, se
refieren a esta idea, de una manera u otra, y están ellos mismos dotados de la milagrosa
propiedad de ser inagotables. Con cada trago que saca de ellos nuestra comprensión
imaginativa, un universo de comprensión se revela a la mente; y es, ciertamente, una
plenitud, pero subsiste otra plenitud. Cualquiera sea la lectura accesible a nuestra visión
actual, no puede ser final. Tan sólo puede ser una vislumbre preliminar. Y debemos
considerarla como una inspiración y un estímulo, no como una definición terminal que
cierra nuevas intuiciones y modos diferentes de abordarla.
Los ensayos que siguen, por consiguiente, no pretenden ser sino ejemplos de cómo
conversar con las fascinantes figuras del folklore y del mito. Este libro es una cartilla
elemental de conversación, un libro de lectura para principiantes, una introducción a la
gramática de un texto pictórico críptico, pero en el cual es fácil encontrar placer. Y, como
en esta ciencia de interpretar los símbolos, aun el lector avezado debe descubrir
inevitablemente, una y otra vez, que todavía no es más que un principiante, los ensayos que
siguen también están dirigidos a él. El diletto, el deleite que puede experimentar releyendo
los bien conocidos símbolos de la vida (la proporción de su deleite con su probidad pugnaz)
representará el grado en que su contacto de toda la vida con aquéllos lo ha imbuido de las
abundancias de la naturaleza y el espíritu. El verdadero dilettante siempre estará dispuesto a
comenzar de nuevo. Y estará en él que las semillas que vienen del pasado, echen raíces y
crezcan de manera maravillosa.

PARTE I

LAS BABUCHAS DE ABU KASEM

¿Quién conoce la historia de Abú Kasem y de sus babuchas? Las babuchas eran tan
famosas - en realidad, proverbiales - en el Bagdad de su época como el gran avaro y
codicioso mismo. Todo el mundo las miraba como el signo visible de su insoportable
avidez. Porque Abú Kasem era rico y trataba de ocultarlo. Y aun el más desharrapado
mendigo de la ciudad se habría avergonzado de que lo encontraran muerto con unas
babuchas como las que aquél usaba: hasta tal punto estaban recubiertas como un techo por
tejas superpuestas de remiendos y añadidos. Espina encarnada y vieja historia para los
remendones de Bagdad, se convirtieron finalmente en un refrán en boca del populacho.
Cualquiera que quisiera emplear un término para designar algo ridículo, recurría a ellas.
Ataviado con esos miserables objetos - que eran inseparables de su personalidad pública -
el celebrado mercader iba chancleteando por el bazar. Un día cerró un negocio
singularmente afortunado: una gruesa partida de frasquitos de cristal que se ingenió para
comprar por una bagatela. Luego, unos días después, remató el negocio, comprando una
gran provisión de óleo de pétalos de rosas a un mercader de perfumes que había quebrado.
La combinación constituyó un golpe comercial realmente bueno, y fue muy discutida en el
bazar. Cualquier otro hubiera celebrado la ocasión de la manera usual, con un banquetito
para algunas pocas relaciones comerciales. Pero Abú Kasem se sintió movido a hacer algo
por sí mismo. Decidió hacer una visita a los baños públicos, donde no se lo veía hacía
bastante tiempo.
En la antecámara, donde se dejan los vestidos y los calzados, se encontró con un conocido,
que lo llevó aparte y le dio un sermón sobre el estado de sus babuchas. Se las acababa de
sacar y todos podían ver lo imposibles que estaban. Su amigo le habló con gran
preocupación de que se estaba haciendo el hazmerreír de la ciudad; un mercader tan
avisado debería poder permitirse un par de babuchas decentes. Abú Kasem estudió las
monstruosidades a las que había tomado tanto cariño. Luego dijo: "Hace años que vengo
estudiando el asunto, pero en realidad no están tan gastadas como para que no las pueda
usar". Dicho lo cual, ambos, desnudos como estaban, entraron a bañarse.
Mientras el avaro disfrutaba su poco frecuente satisfacción, el cadí de Bagdad llegó
también para tomar un baño. Abú Kasem terminó antes que el excelso personaje, y volvió
al vestuario por su ropa. ¿Pero dónde estaban sus babuchas? Habían desaparecido y en su
lugar, o casi en su lugar, había un par diferente, hermosas, lucientes, aparentemente recién
estrenadas. ¿Sería una sorpresa del amigo, que no había podido soportar más el ver a su
conocido, más rico que él, andando por ahí en guiñapos acabados y que quiso congraciarse
con un hombre próspero mediante una atención delicada? Cualquiera fuese la explicación,
Abú Kasem se las calzó. Le evitarían la molestia de ir de compras y regatear un nuevo par.
Con estas reflexiones, y la conciencia limpia, se marchó de la casa de baños.
Cuando regresó el juez, hubo una escena. Sus esclavos otearon de arriba abajo, pero no
pudieron encontrar sus babuchas. En su lugar había un par de repugnantes objetos hechos
trizas, que todos reconocieron en seguida como el famoso calzado de Abú Kasem. El juez
resoplaba fuego y azufre, mandó a buscar al culpable y lo puso entre rejas; el alguacil
encontró la propiedad perdida en los pies del avaro. Y le costó mucho al viejo zorro
arrancarse de las garras de la ley, porque el tribunal sabía tanto como cualquiera lo rico que
era. Pero finalmente tuvo otra vez consigo sus viejas y queridas babuchas.
Triste y dolido, Abú Kasem volvió a su casa, y en un arrebato de ira tiró sus tesoros por la
ventana. Cayeron con un chapoteo en el Tigris, que se arrastraba cenagoso junto a su casa.
Pocos días después, un grupo de pescadores del río creyó haber atrapado un pez
particularmente pesado, pero cuando recogieron la red, ¿qué podían encontrar adentro sino
las celebradas babuchas del avaro? Las tachuelas (una de las ideas de Abú Kasem para
economizar) habían hecho varios desgarrones, y los hombres estaban, por supuesto,
furibundos. Arrojaron aquellos objetos empapados y cenagosos por una ventana abierta. La
ventana resultó ser la de Abú Kasem. Surcando el aire, sus restituidas posesiones
aterrizaron con estruendo sobre la mesa donde había dispuesto en fila aquellas preciosas
redomas, compradas tan baratas, aun más valiosas ahora porque las había llenado con el
costoso óleo de rosas, listas para la venta. La relumbrante, perfumada magnificencia se
desparramó sobre el piso, y allí quedó, convertida en una masa de trizas de cristal
mezcladas con barro.
El narrador de quien recibimos el cuento no pudo decidirse a describir la magnitud de la
desesperación del avaro. "¡Malditas babuchas!", vociferó Abú Kasem (y eso es todo lo que
nos cuentan), "¡Ya no me causarán más daños!" Y diciendo y haciendo, tomó una pala y
entró veloz y calladamente en su jardín, y cavó allí un hoyo para enterrar los trastos. Pero
ocurrió que el vecino de Abú Kasem estaba atisbando, profundamente interesado, como es
natural, en todo lo que sucedía en la casa del rico de al lado; y, como sucede tantas veces
con los vecinos, no tenía especiales razones para quererlo bien. "El viejo roñoso tiene
suficientes criados", dijo para sí, "y sin embargo sale al jardín y cava un hoyo en persona.
Debe de tener un tesoro enterrado. ¡No puede ser otra cosa! ¡Es evidente!" Y corrió
desalado al palacio del gobernador y denunció a Abú Kasem, porque todo lo que un
buscador de tesoros encuentre pertenece por ley al califa, ya que la tierra y todo lo que está
oculto en ella es propiedad del soberano de los creyentes. Abú Kasem, en consecuencia, fue
citado ante el gobernador, y su deposición de que había excavado la tierra con el único
propósito de enterrar un viejo par de babuchas, hizo reír a todos a carcajadas. ¿Hubo jamás
un culpable que se delatara a sí mismo con más claridad? Cuanto más insistía el avaro, más
increíble resultaba su historia y tanto más culpable parecía él. Al dictar la sentencia, el
gobernador tomó en cuenta el tesoro enterrado, y, atónito, Abú Kasem escuchó el monto de
la multa.
Estaba desesperado. Maldijo de arriba abajo las abomínales babuchas. ¿Pero cómo
liberarse de ellas? La única manera era llevarlas a algún lugar fuera de la ciudad. Hizo,
pues, un peregrinaje al campo y las arrojó en un lago, muy distante. Cuando las vio
hundirse en sus profundidades espejadas, respiró hondo. ¡Por fin se habían ido! Pero, sin
duda, el diablo metió la cola, porque la laguna resultó ser un depósito que almacenaba el
agua para el consumo de la ciudad, y las babuchas fueron arrastradas por el remolino que se
formaba en la boca del arcaduz y lo taponaron. Los guardas vinieron a reparar el
desperfecto, encontraron las babuchas y, habiéndolas reconocido - ¿quién podía dejar de
reconocerlas? -, denunciaron a Abú Kasem ante el gobernador por ensuciar el depósito de
agua de la ciudad, y otra vez lo mandó a la cárcel. La multa impuesta fue mucho mayor que
la última. ¿Qué le quedaba por hacer? La pagó. Y recuperó otra vez sus queridas viejas
babuchas; porque el recaudador de impuestos no quiere tener nada que no le pertenezca.
Ya habían hecho bastante daño. Había llegado la hora de pagarles con la misma moneda,
para que no le jugaran otra mala pasada. Decidió quemarlas. Pero todavía estaban húmedas,
y así las puso a secar en el balcón. Un perro que estaba en el balcón de al lado vio aquellos
objetos de aspecto extraño, sintió curiosidad, cruzó de un salto y arrebató una babucha.
Pero mientras jugaba con ella, la dejó caer a la calle. La cuitada giró por el aire y aterrizó
sobre la cabeza de una mujer que a la sazón pasaba. La brusca conmoción y la fuerza del
golpe le provocaron un malparto. El marido voló al juez y reclamó al viejo avaro daños y
perjuicios. Abú Kasem casi perdió la cabeza, pero se vio forzado a pagar.
Antes de regresar tambaleándose a su casa, arruinado, alzó solemnemente las
desventuradas babuchas y protestó con una seriedad que casi hizo desternillarse de risa al
juez: "¡Usía, estas babuchas son la causa fatal de todas mis desventuras! Estos execrables
objetos me han reducido a la mendicidad. Dignaos ordenar que nunca más se me tenga por
responsable de los males que con toda seguridad seguirán acumulando sobre mi cabeza". Y
el narrador oriental termina con la siguiente moraleja: El cadí no pudo rechazar el alegato, y
Abú Kasem aprendió, con un costo enorme, el perjuicio que puede redundar de no cambiar
las babuchas con la debida frecuencia. 1
Ahora bien, ¿es éste el pensamiento único que puede espigarse en este celebrado cuento?
Es, por cierto, un consejo trivial: no convertirse en esclavo de la avaricia. ¿No había algo
que decir sobre los misteriosos caprichos del hado, que siempre devolvieron las sandalias a
su legítimo dueño? Parecería haber alguna intención en la repetición maliciosa del mismo
suceso y en el crescendo con que los diabólicos artículos afectan toda la existencia del
embrujado poseedor. ¿Y no hay algo también en el notable entrelazamiento de todas las
cosas y personas que en este asunto juegan en manos del azar - vecinos, perro, funcionarios
y leyes de toda especie, baños públicos y sistemas de agua corriente -, que permiten a aquél
llevar a cabo su obra y apretar con más fuerza el dogal del destino? El moralista tomó en
cuenta exclusivamente al avaro que recibió su justo merecido y al vicio, que se transformó
en el destino de quien lo practicaba. Trató el relato como un ejemplo de la manera como
alguien puede castigarse a sí mismo mediante su propensión favorita. Mas, para llegar a
esta conclusión, el cuento no necesitaba de ningún modo emplear tanto ingenio, tanta
profundidad; la moralidad no tiene nada de misterioso. La relación de Abú Kasem con sus
babuchas y sus experiencias con ellas son de hecho demasiado misteriosas; tan oscuras,
ominosas y grávidas de sentido como el anillo de Polícrates. 2
Una cadena de accidentes malévolos, pero que tomados conjuntamente se combinan para
formar una extraña configuración; exactamente lo que conviene para armar el argumento de
un relato, y el resultado es un cuento no fácil de olvidar. Este engorro de las babuchas
indestructibles, que cuestan a su propietario muchas veces su valor, que en sí mismas no
valen nada, pero que lo desangran de su fortuna, este tema, con sus variaciones, cobra la
dimensión de un gran jeroglífico, o símbolo, del que son posibles muchas y diversas
interpretaciones.

1 Tomado del Thamarat ul-Awrak (Frutos de las hojas) de Ibn Hijjat al-Hamawi. Otra versión inglesa puede
encontrarse en H. I. Katibah, Other Arabian Nights, Nueva York, Charles Scribner's Sons, 1928, "The Shoes
of Abú Kasem", Richard F. Burton presenta una variante muy compendiada y muy diferente de este relato en
sus Supplemental Nights to the Book of the Thousand Nights and a Night, vol. iv, Benarés [Vanarasi], 1887,
págs. 209-217. "How Drummer Abú Kasem became a Kazi", y "The Story of the Kazi and his Slipper". En
ella se dice que, tras liberarse de sus babuchas, Abú Kasem viajó a tierras lejanas y llegó a ser también él un
cadí.
2 Polícrates, "tirano" de Samos, alojaba como huésped al rey de Egipto. Uno tras otro se sucedían hechos que
demostraban su extraordinaria buena fortuna. El rey de Egipto se alarmó, y rogó a Polícrates que sacrificara
voluntariamente algo valioso, para alejar la envidia de los dioses. Polícrates arrojó su anillo al mar. Al día
siguiente, el cocinero lo encontró en el vientre de un pez que preparaba para el banquete real. El rey de
Egipto, aterrado, zarpó para su patria.

A partir de una serie de casualidades, se teje un destino. Cada esfuerzo que la víctima hace
para poner fin a su dificultad sólo sirve para agrandar la bola de nieve, hasta que se hincha
en una avalancha que sepulta todo bajo su peso. Un burlón perverso embarulla las
babuchas, probablemente sin ninguna mejor razón que la de deleitarse con los aprietos del
avaro. El azar las vuelve a traer otra vez al pie de la casa desde la cual se las había arrojado
al río. El azar las lanza en el medio de las preciosas redomas. El azar llama la atención de
un vecino sobre la actividad del avaro en el jardín. El azar hace que el remolino las
introduzca en el arcaduz. El azar hace subir al perro al balcón de la casa colindante, y arroja
una de las babuchas sobre la cabeza de la mujer embarazada que en ese preciso momento
pasaba. ¿Pero qué es lo que hace que estos accidentes sean tan fatales? Mujeres
embarazadas deambulan siempre por la calle, los perros ajenos siempre gustan de arrebatar
cosas de otras personas, el agua corre continuamente por los arcaduces, y una que otra vez
los arcaduces se taponan. Los chanclos de goma se calzan equivocadamente y los paraguas
se intercambian; cosas como éstas se producen todos los días sin que resulte ninguna
historia significativa de semejantes inofensivos sucesos. El aire está repleto de esas
minúsculas partículas del polvillo del hado; forman la atmósfera de la vida y de todos sus
sucesos. Los que se combinaron para la calamidad de Abú Kasem eran sólo un puñado
entre millares.
Con las babuchas de Abú Kasem nos adentramos en una de las cuestiones de mayor
trascendencia relacionadas con la vida y el destino humano, que la India miró, enfrentó
directamente cuando formuló concepciones tales como la de Karma y Maya. Todo aquello
que un ser humano pone en contacto directo consigo, tomándolo de la masa de átomos
remolineantes de las posibilidades, se funde en un mismo patrón con su propio ser. En la
medida en que alguien admite que una cosa le concierne, le concierne efectivamente, y si
esta relacionada con sus finalidades y deseos más profundos, sus temores y la nebulosa
urdimbre de sus sueños, puede convertirse en una parte importante de su destino. Y,
finalmente, si alguien siente que lo hiere en las raíces de su vida, eso mismo constituye su
punto de vulnerabilidad. Pero, por otra parte y en el mismo acto, en la medida en que
alguien puede cortar las ataduras de las propias pasiones e ideas y de ese modo liberarse de
sí mismo, esa persona queda libre de todas las cosas que parecen ser accidentales. Algunas
veces son demasiado significativas y otras veces tienen un tinte demasiado intenso de
designio pertinente como para merecer el socorrido nombre de "accidente". Son la trama
del destino. Y sería una encumbrada, serena, libertad verse dispensados de la compulsión
natural a elegir entre ellos: elegir, entre los remolinantes átomos de la mera posibilidad,
algo que pueda vincularse con uno como un posible destino, y hasta golpear acaso en la raíz
del propio ser. Hay dos mundos especulares, y el ser humano se encuentra entre ellos: el
mundo externo y el mundo interno. Son como dos hemisferios de Magdeburgo, de entre
los cuales se ha sacado el aire con una bomba neumática y cuyos bordes se adhieren
mediante la succión, de manera que "ni todos las caballos del Rey" los pueden separar. * Lo
que los une externamente - inclinación, repulsión, interés intelectual - es el reflejo de una
tensión interna, de la que no nos percatamos fácilmente porque nosotros estamos dentro de
nosotros mismos, querámoslo o no.
Abú Kasem actuó con sus babuchas con la misma inflexibilidad y obstinación que en sus
negocios y fortuna. Está tan aferrado a su pobreza como a sus riquezas. Aquéllas son la
máscara que encubre por entero su prosperidad, su otra cara. Lo más significativo es que
tiene que dar en persona todos los pasos necesarios para librarse de ellas; no puede dejar
nada a cargo de sus sirvientes. Es decir, no puede separarse de ellas; son un fetiche,
empapado de su posesión demoníaca. Han absorbido toda la pasión de su vida, y esa pasión
es el objeto secreto del que no se puede liberar. Aun cuando se empeña en destruirlas, está
apasionadamente ligado a ellas. Hay algo de crime passionnel en el gozo feroz que le causa
estar a solas con ellas cuando perpetra su ejecución.
Y la pasión es mutua: ése es el punto importante del cuento. Esas babuchas traviesas son
como dos perros a los que el amo suelta para que se marchen, pero, tras toda una vida de
compañerismo con él, vuelven una y otra vez. Los expulsa para que se alejen de él, pero
ellos se independizan sólo para encontrar nuevamente el camino que los lleva de regreso al
amo. Y su misma fidelidad se transforma en una especie de malicia inocente. Su desdeñada
devoción se venga de la pérfida tentativa de Abú Kasem por divorciarse de ellas,
guardianes fieles de su pasión dominante. Desde cualquier parte que se los mire, esos
objetos inanimados tienen un papel viviente que desempeñar. Gradualmente, y sin que nos
percatemos, se cargan con nuestras tensiones, hasta que finalmente se vuelven magnéticos y
configuran campos de influencia que os atraen y retienen allí.
La realización vital de un hombre, su personalidad social, la máscara "bien ceñida" a sus
rasgos que protege su carácter interno: eso es el calzado de Abú Kasem. Son la urdimbre de
la personalidad consciente de su poseedor. Más, son los impulsos tangibles de su
inconsciente, la suma total de aquellos deseos y logros con los cuales se ostenta ante sí
mismo y ante el mundo, y mediante los cuales se ha convertido en un personaje social. Son
la suma vital por la que ha luchado. Si no tuvieran un significado secreto de esta índole,
¿por qué son tan abigarradas, tan peculiarmente identificables? ; ¿por qué se hicieron
proverbiales y se convirtieron en dos amigos tan antiguos y confiables? De la misma
manera como representan para el mundo la personalidad íntegra de Abú Kasem
y su tacañería, también representan inconscientemente para él mismo su máxima y más
conscientemente cultivada virtud, su avaricia de mercader. Y todo ello le hizo avanzar
mucho en su camino, pero retiene sobre él más poder del que supone. No se trata tanto de
que Abú Kasem posea la virtud (o el vicio) como de que el vicio (o la virtud) lo posea a él.
Se ha convertido" en una motivación soberana de su ser, que lo mantiene bajo su hechizo.
Súbitamente, su calzado comienza a jugarle malas pasadas, malignamente, según cree.
¿Pero no es más bien él quien se las juega a sí mismo?

* Alusión a la cancioncilla infantil Humpty-Dumpty. [T.]

La mortificación de Abú Kasem es la consecuencia natural de estar obligado a arrastrar


consigo algo que se negó a abandonar en el momento oportuno, una máscara, una idea
respecto de sí mismo de la que hubiera debido desprenderse. Es uno de aquellos que no
quieren dejarse junto con el flujo del tiempo, sino que se aferran a su propio interior y
atesoran el yo que ellos mismos construyeron. Tiemblan ante el pensamiento de las muertes
consecutivas, periódicas, que se abren, umbral tras umbral, a medida que uno atraviesa los
aposentos de la vida y que constituyen el secreto de la vida. Se agarran con avidez a lo que
son, a lo que fueron. Y, por último, la personalidad desgastada, que hubieran debido mudar
como el plumaje anual de un pájaro, se les adhiere de tal manera que no pueden
desprenderse de ella, aunque se les haya convertido en algo exasperante. Sus oídos
estuvieron sordos cuando sonó la hora, y eso fue hace mucho tiempo.
En algunas culturas existen fórmulas sacramentales para desnudarse del viejo Adán,
iniciaciones que exigen y causan una desintegración completa del molde existente que ha
hechizado y oprimido a quien lo lleva. Se le impone una vestimenta enteramente nueva, que
lo somete al conjuro de una nueva magia y le abre sendas nuevas. La India, por ejemplo,
tiene, al menos como fórmula ideal, las cuatro edades sagradas o etapas de la vida: la del
estudiante o neófito, la del padre de familia, la del ermitaño y la del peregrino; cada una de
ellas con su vestimenta característica, medios de vida y sistemas de derechos y deberes. El
neófito, de muchacho o de joven, vive en castidad, sigue sumisamente las enseñanzas de su
maestro y mendiga su pan. Luego, promovido sacramentalmente a su propio hogar, el
hombre toma mujer y se consagra al deber de traer hijos al mundo; trabaja, gana dinero,
gobierna su casa y suministra a los que de él dependen alimento y techo. Luego, se retira al
bosque, vive de alimentos silvestres, deja de trabajar, no tiene lazos ni deberes domésticos
y dirige toda su atención al propio interior, mientras que anteriormente su deber había sido
dar de sí para bien de la familia, la aldea y el gremio. Por último, como peregrino,
abandona-la ermita del bosque, mendiga su pan como en los días de su juventud, pero ahora
impartiendo la sabiduría, en tanto que otrora la recibía. Nada que haya tenido, sea compañía
humana o posesiones mundanales, permanece con él. Todo se ha ido de sus manos, como si
tan sólo le hubiera sido prestado por un tiempo.
Las civilizaciones como la de la India, fundadas sobre una piedra angular de magia,
ayudan a sus hijos a pasar por estas transformaciones necesarias, que los hombres
encuentran tan difíciles de cumplir desde adentro. Lo hacen mediante sacramentos fuera de
toda disputa. El otorgamiento de vestimentas especiales, utensilios, sortijas de sello y
coronas recrea efectivamente al individuo. Los cambios de alimentación y la reorganización
del ceremonial externo de la vida hacen posibles algunas cosas nuevas, ciertas acciones y
sentimientos, y vedan otros. Son muy semejantes a las órdenes impartidas a un sujeto en
trance hipnótico. El inconsciente no encuentra ya en el mundo externo el objeto ante el cual
reaccionó durante tanto tiempo, sino algo distinto; y eso suscita en él nuevas respuestas,
con lo cual se libera de los esquemas endurecidos del pasado.
En esto reside el gran valor de las zonas mágicas de la vida para la guía del alma. Como
los poderes espirituales están simbolizados como dioses o demonios, o como imágenes y
sitios sagrados, el individuo es puesto en relación con ellos mediante los procedimientos de
la investidura, y luego mantenido en contacto con ellos mediante nuevas prácticas
habituales del rito. Un sistema sacramental perfecto, exento de toda tacha como éste,
constituye un mundo especular, que capta todos los rayos emitidos hacia arriba desde las
profundidades del inconsciente y que los presenta como una realidad externa susceptible de
manipulación. Los dos hemisferios, el interno y el externo, encajan entonces perfectamente
entre sí. Y cualquier cambio de escenografía que se considere en la esfera especular
tangible y sacramental ocasiona, casi automáticamente, un desplazamiento correspondiente
en el campo y punto de vista interior.
La ganancia que el rechazo de este condicionamiento mágico ha traído al hombre moderno
- nuestra exorcización de todos los demonios y dioses para expulsarlos del mundo y el
incremento consiguiente en nuestro poder, racionalmente dirigido, sobre las fuerzas
materiales de la tierra - se pagó con la pérdida de este control especular sobre las fuerzas
del alma. El hombre de hoy está impotente ante la magia de su propia psique invisible. Lo
arrastra hacia donde ella quiere. Y, de las muchas posibilidades de acontecimientos, conjura
perversamente para él el espejismo de una realidad externa diabólica, sin dotarlo de
ninguna contra-magia ni real comprensión del hechizo que lo ha embaucado. Estamos
estorbados desde ambos lados por soluciones insuficientes a las grandes cuestiones de la
vida. El resultado es una tierra de nadie de sufrimiento físico y espiritual, provocado por lo
insoluble en muchas formas. Esto, para los ojos de quien no se identifica afectivamente,
puede parecer hasta divertido y, en la esfera del arte, es lo que genera la comedia, obras de
la especie de nuestra presente comedia de Abú Kasem.
Los cuentos de hadas y los mitos por lo general tienen un final feliz: el héroe da muerte al
dragón, libera a la doncella, doma el caballo alado y gana el arma mágica. Pero en la vida
esos héroes son raros. Las conversaciones diarias en el bazar; los chismes de la plaza del
marcado y los tribunales nos relatan una historia diferente: en lugar del raro milagro del
éxito se da la comedia común del fracaso; en lugar de Perseo que conquista la Medusa y
salva a Andrómeda del monstruo marítimo, tenemos a Abú Kasem que viene caminando
con sus miserables babuchas. Abú Kasem es, ciertamente, el tipo más frecuente en el
mundo cotidiano. En él hay mucho más de tragicomedia que de ópera mitológica. Y las
habladurías que rodearon a Abú Kasem durante toda su vida y lo hicieron inmortal como
figura cómica constituyen la mitología de lo cotidiano. La anécdota, como producto
terminado del chisme, se corresponde con el mito, aunque nunca llegue a excelsas alturas.
Muestra la Comedia del nudo gordiano, que sólo la espada del héroe mítico puede tajar.
Por consiguiente ¡cambiemos nuestro calzado! ¡Ojalá fuera tan sencillo! Por desgracia, el
viejo calzado, mimado y remendado amorosamente durante toda una vida, retorna siempre
– eso es lo que el cuento nos enseña – con obstinación y persistencia, aun que nos hemos
resuelto a deshacernos de él. Y aun cuando tomemos las alas de la mañana y volemos hasta
las partes más recónditas del mar, allí estará con nosotros. Los elementos no lo reciben, el
mar lo expulsa escupiéndolo, la tierra rehúsa recibirlos, y antes que el fuego pueda
destruirlos, vienen por el aire para completar nuestra ruina. ¿Qué razón puede tener
cualquiera de los elementos del mundo para agobiarse con los demonios consumados de
nuestro yo, tan sólo porque nosotros nos hemos tornado inseguros en su presencia?
¿Quién liberará a Abú Kasem de sí mismo? El camino por el cual buscó la liberación era
obviamente inadecuado: uno no se libera de su amado yo arrojándolo sencillamente por la
ventana cuando comienza a hacerle jugarretas. Finalmente, Abú Kasem conjuro al juez para
que por lo menos no lo responsabilizase de cualquier diablura próxima que pudieran hacer
sus babuchas. Pero el juez se limitó a reírse de él. ¿Y no se reirá también de nosotros
nuestro juez? Sólo nosotros somos responsables de este inocente proceso, que dura toda la
vida, de construir nuestro propio yo. Involuntaria y amorosamente, hemos armado con
parches los zapatos que nos llevan a lo largo de la vida; y estaremos sometidos, al final, a
su compulsión incontrolable.
Algo de esto lo conocemos por haber observado cómo actúa en otros la compulsión
incontrolable, por ejemplo, cuando leemos sus gestos intencionales. Es una fuerza que se
manifiesta alrededor de nosotros: los grafismos de cada cual, las equivocaciones, los sueños
y las imágenes inconscientes. Y tiene más control sobre una persona del que ésta se percata
o desearía que alguien crea, infinitamente más que su voluntad consciente. Sus instintos
ingobernables son los caballos demoníacos enjaezados a la carreta de nuestra vida, de la
cual el yo consciente es sólo el auriga. Por eso, no le queda, como al Egmont de Goethe,
sino "sostener firmemente las riendas y dirigir las ruedas con justeza ora a la izquierda, ora
a la derecha, evitando aquí una piedra y allí un precipicio.”
Nuestro destino se decanta en nuestras vidas a través de nuestros innumerables pequeños
movimientos, las acciones y omisiones escasamente conscientes de nuestra vida cotidiana;
luego, por medio de nuestras elecciones y rechazos, se condensa gradualmente, hasta que la
solución está pronta para cristalizar. Una pequeña redoma, finalmente, es suficiente, y lo
que se estuvo largamente formando como un líquido nebuloso, algo indefinido, que no
hacía sino permanecer disponible, se precipita bajo la forma de un destino, transparente y
rígido como un cristal. En el caso de Abú Kasem, la jovialidad que le sobrevino tras su
afortunada transacción comercial, un vértigo por el maravilloso doble golpe mediante el
cual había adquirido las redomas de cristal y el óleo de rosas, fue lo que elevó la opinión
que tenía de sí mismo y puso en movimiento el volante de su hado. Sintió que las cosas
debían seguir aconteciendo de la misma manera, con pequeños presentes de la fortuna,
pequeñas ganancias placenteras, cuales su vida parsimoniosa e industriosa le habían
merecido. "¡Mira, otra más! ¡Caramba, Abú Kasem, perro afortunado, esas babuchas
lujosas, recién estrenadas, en lugar de las viejas! Quizá provienen de las manos de ese
amigo criticón, que ya no soportaba verte andar por ahí con esos pingajos."
La avaricia de Abú Kasem, engreída por obra de su buena suerte momentánea, recalcitró
un poco. Habría sido un insulto para su sentimiento de triunfo, y habría disipado su altivez
resignarse a la idea de meter realmente la mano en el bolsillo para comprarse un nuevo par
de babuchas. Hubiera podido encontrar sus viejas babuchas en el vestuario, de la misma
manera como los esclavos del juez las hallaron, con sólo que se hubiera molestado en
huronear un poco, guiándose por la suposición de que alguien había tratado de tomarle el
pelo. En vez de ello, se halagó a sí mismo tomando las babuchas nuevas, un poco aturdido
y cegado por los hermosos objetos; porque satisfacían realmente sus impulsos inconscientes
insospechados. Fue un acto infantil de dulce olvido de sí mismo, una falta momentánea de
autocontrol; pero mediante ese acto se dio expresión a algo que durante largo tiempo había
sido descuidado. Algo que, en silencio, se había ido convirtiendo en abrumadoramente
poderoso, tuvo por fin ocasión para hacer su juego, y la partícula que desencadena la
avalancha se puso en movimiento.
Esa misma red con la cual Abú Kasem había pescado sus sospechosas ganancias en el
bazar la enredó ahora en torno de sí, un tejido neto formado con las hebras de su propia
avaricia. Y de esa manera se encontró en una situación embarazosa, atrapado en la trampa
de sí mismo. Lo que durante un tiempo venía armándose en su interior, una tensión en lento
crecimiento, amenazadora, se había descargado impredeciblemente en el mundo exterior y
lo había puesto entre las garras de la ley, donde ahora quedaba abandonado para debatirse
impotente en una maraña de humillación pública, chantaje de los vecinos y problemas con
las autoridades. La propia conducta de Abú Kasem, su codiciosa prosperidad y su ávido
atesoramiento de sí mismo hacía mucho tiempo que venían aguzando los dientes de esta
maquinaria y montándolos en su lugar debido.
Según la fórmula india, el hombre siembra su semilla y no se preocupa de su crecimiento.
Ella germina y madura, y luego cada cual tiene que comer del fruto de su propio campo. No
sólo nuestras acciones, sino también nuestras omisiones, se transforman en nuestro destino.
Aun las cosas que hemos omitido querer se computan entre nuestras intenciones y logros, y
pueden convertirse en acontecimientos de gran
importancia. Tal es la ley del Karma. Cada persona se convierte en su
propio verdugo, cada una su propia víctima, y, precisamente en el caso de Abú Kasem, en
su propio bufón. La risa del juez es la risa de los demonios en el infierno ante los
condenados, que han pronunciado su propia sentencia y se queman en sus propias llamas.
El cuento de Abú Kasem nos muestra lo finamente que está tejida la red del Karma y lo
recias que son sus delicadas hebras. ¿Puede liberarlo su yo, cuyos demonios lo tienen
aferrado en sus garras?; ¿puede éste condenarse a muerte a sí mismo? En su desesperación,
¿no se encuentra ya a punto de reconocer que nadie puede librarlo de sus babuchas, ningún
poder terrenal puede destruirlas, pero que de alguna manera tiene que seguir bregando para
librarse de ellas, pese a todo? ¡Si sólo pudieran dejar de ser esenciales para él, trozo a trozo,
de la misma manera como se le hicieron más valiosas a cada remiendo! ¡Si sólo pudiera
librarse de su botarga abigarrada, pieza por pieza, hasta que no fuera nada más que un par
de indiferentes andrajos! 3
En el cuento se relata cómo el juez no pudo negar a Abú Kasem la merced que pedía, lo
que significa que no seguiría siendo obsedido por sus terribles babuchas. La luz de su
nuevo día, dicho con otras palabras, había comenzado a rayar. Pero esa luz no podía surgir,
en última instancia, de ninguna otra parte que no fuera el profundo cráter de su propio
interior, que hasta entonces había estado empañando su visión con sus turbias destilaciones.
Nemo contra diabolum nisi deus ipse [nadie contra el diablo sino el mismo dios]. El
misterioso yo, entretejido desde tanto tiempo antes, que había tramado tan penosamente en
torno suyo hasta formar su mundo: el juez, los vecinos, los pescadores, los elementos
(porque éstos tomaban parte en el juego de su yo secretamente amado), las inmundas
babuchas y su riqueza, venían emitiéndole señal tras señal. ¿Qué más podía pedir a su
esfera especular externa? Le había hablado a su manera, golpe tras golpe. Pero la
emancipación final, ahora, tenía que venir de él mismo, desde adentro. ¿Pero cómo?

3 Strindberg concibió este camino de retorno, en su período de inferno. Descubrió en Swedenborg el


concepto del castigo que la persona se cuelga del cuello, tras haberlo hecho surgir de su propio inconsciente, y
sabía por experiencia cuan siniestramente pueden los objetos inanimados jugar sus malas pasadas: artículos
extraños, casas y calles indiferentes, instituciones y todos los desechos de la vida cotidiana.
Anciano, muy cansado, Strindberg escribió un cuento de hadas basado en la vieja leyenda de las babuchas de
Abú Kasem ("Abú Kasems Toffler", Samlade Skrifter, Estocolmo, Del. 51, 1919). Pero su versión no cumple
lo que el título promete. Se han cambiado muchos puntos esenciales, y se han colado de contrabando muchas
cosas no esenciales. Las andrajosas babuchas de Abú Kasem no son la obra de su vida de él, sino que tan sólo
se las da el califa para poner a prueba su avaricia. En alguno de sus escritos anteriores, en cambio, había
tratado más exitosamente la cuestión del destino autogenerado, el teatro de la vida, construido por ella misma,
que luego cobra vida y comienza a jugar con nosotros, porque sus bambalinas y su utilería son expresiones de
nuestro ser interior. Lo había presentado como una fase de su propio viaje al infierno en A Damasco (1898),
donde mostró cómo nuestro mundo material es producido a partir de la materia de nuestras compulsiones
involuntarias, tanto las compulsiones demoníacas como las silenciosamente favorables.

En tales momentos es cuando la sugerencia que nos hace un sueño puede ser útil, o si no
una vislumbre de conciencia como respuesta a un oráculo de algún cuento de vigencia
atemporal. Porque el mago escondido que proyecta tanto el yo como su mundo especular
puede hacer más que ninguna fuerza exterior para destejer de noche la trama hilada durante
el día. Puede susurrar: "Cambia tu calzado". Y entonces lo único que tenemos que hacer es
mirar y ver con qué han sido hechas nuestras babuchas.
UN HÉROE PAGANO Y UN SANTO CRISTIANO
1

En otro tiempo vivieron un rey mítico y su reina, el rey Conn de Irlanda y la reina Eda de
Britania; y su matrimonio era una unión tan perfecta, que igualaba a la del Cielo y la Tierra,
que es el arquetipo macroscópico de todos los connubios. Los historiadores declaran que la
perfección del carácter y conducta de los soberanos se reflejaba en las gracias que recibía
su reino: "La tierra producía cosechas exuberantes y los árboles daban fruto nueve veces;
ríos, lagos y el mar abundaban en peces elegidos; las vacadas y los rebaños eran
desusadamente prolíficos".
Tales descripciones de la abundancia natural no son inusuales en las leyendas de los reinos
benéficos; porque cuando dos gobernantes impecables se adecuan a la ley divina del
universo y guían a su pueblo mediante la propia conducta, ponen en funcionamiento el
poder vivificante de la perfección. El rey y la reina consumados hacen manifiesto juntos lo
que los chinos llaman Tao: la virtud del orden universal. Hacen que el Tao se manifieste
como Teh: la virtud de la propia naturaleza. Y esta virtud refulge por sí misma. Su
influencia penetra como magia hasta los centros vitales de todo lo que hay a su alrededor,
de manera que hasta los espíritus de la tierra parecen afectados. La armonía y la beatitud
emanan de ella. Los campos producen, las vacadas se multiplican y las ciudades florecen,
como en la Edad de Oro.
Y el rey Conn y la reina Eda tuvieron un hijo, y como los druidas pronosticaron en su
nacimiento que habría de heredar las buenas cualidades de ambos progenitores, le dieron
ambos nombres y se lo llamó Conn-eda. Y, en verdad, era un niño extraordinario. Cuando
creció, se convirtió en el ídolo del rey y de la reina y el orgullo de su pueblo. Lo honraron y
amaron en gran manera.
Pero hubo un hecho triste de contar: durante los años de su juventud, las grandes
esperanzas que ofrecía la carrera de Conn-eda quedaron oscurecidas; porque su madre
murió, y su padre, nuevamente por consejo de los druidas, tomó otra mujer. Era la hija del
archidruida real., tenía hijos propios, previo que Conn-eda sería el sucesor en el trono, y
movida por los celos y el odio, comenzó a tramar su ruina. Deseó su muerte, o por lo menos
su exilio del país, y para conseguir que su mal propósito tuviera efecto, comenzó a circular
informes calumniosos. Pero el joven estaba por encima de cualquier sospecha. Y por ello,
pronto apeló a recursos sobrenaturales y acudió a una bruja celebrada.
La perversa reina se vio obligada a satisfacer una cantidad de requisitos extraños y muy
costosos, pero al término de ellos recibió un tablero de ajedrez milagroso, cuyo
encantamiento consistía en que su poseedor ganaba siempre la primera partida. Debía
desafiar al desprevenido príncipe, proponiéndole que el ganador de cada juego tuviera
derecho a imponer el geis * o condición que desease; y cuando ella hubiera ganado, tenía
que obligarlo, bajo pena de exilio, a que le trajera en el término de un año ciertos trofeos
míticos: tres manzanas de oro del reino de las hadas y el corcel negro y el sabueso con
poderes sobrenaturales que eran propiedad del rey de las hadas. Tan preciosos eran y tan
bien custodiados estaban estos animales, que si el príncipe intentaba adueñarse de ellos, sin
lugar a dudas encontraría la muerte.
La partida quedó concertada. El príncipe no tenía sospecha ninguna del mal que se le
preparaba, y la reina ganó. Pero se entusiasmó tanto de tenerlo completamente en su poder,
que lo desafió a hacer un segundo intento, y esta vez, para su sorpresa y mortificación,
perdió. No quiso jugar más. Anunció su geis, y cuando Conn-eda lo escuchó, comprendió
que había sido traicionado. Pero a él le correspondía poner el segundo geis. Decidió
mantener inmóvil a la reina mientras él estuviera ausente. Y exigió que se sentara en el
pináculo de la torre del castillo y se quedara allí, expuesta al sol y las tormentas y
nutriéndose con los alimentos más magros, hasta que él regresase, o hasta la expiración del
año más un día estipulado.
Conn-eda tenía ahora una desesperada necesidad de consejo. Recurrió a un poderoso
druida, pero cuando el sabio consultó a la divinidad que veneraba de manera especial,
resultó que ni el druida ni su dios tenían poder alguno para ayudarlo. Existía, empero - así
lo manifestó el gruida -, cierto Pájaro con Cabeza Humana, un animal especialísimo. que
tenía renombre de conocer el pasado, el presente y el futuro, que vivía oculto en un
peligroso yermo y que, supuesto que se le encontrara, era difícil de seducir. La opinión del
druida era que, si se lo inducía a hablar, este pájaro podía ser de valiosa ayuda. "Toma ese
caballito hirsuto que ves allí", dijo, "y móntalo inmediatamente, porque en tres días el
pájaro se mostrará y el caballito hirsuto te llevará a su morada. Pero, por si acaso el pájaro
se niega a contestar tus preguntas, toma esta piedra preciosa y ofrécesela, y no temas ni
dudes que deje de responderte prestamente".

* Vocablo celta, que significa algo que no debe hacerse por miedo a consecuencias desastrosas, o una
obligación que un individuo le impone a otro. En ocasiones su sentido es equivalente al del término tabú. [E.]

Conn-eda montó el poco llamativo corcel y le dejó sueltas las riendas sobre el cuello, para
que el animal tomara el camino que le pareciese. Era un caballo mágico, dotado del don de
la palabra, y llevó a su jinete sin riesgo alguno a través de una serie de aventuras. A su
debido tiempo, el príncipe llegó al escondrijo del extraño pájaro, le ofreció la piedra y le
hizo su pregunta sobre la búsqueda. Entonces, el animal, como respuesta, voló a una roca
inaccesible situada a cierta distancia, y desde esa alcándara ordenó con voz potente,
graznante, humana: "Conn-eda, hijo del rey de Cruachan, levanta la piedra que tienes
debajo de tu pie derecho y toma la bola de hierro y la copa que encontrarás debajo de ella;
monta luego tu caballo, arroja la bola delante de ti, y una vez que lo hayas hecho, tu caballo
te dirá las otras cosas que necesitarás saber".
Conn-eda levantó la piedra, tomó la bola de hierro y la copa, montó en el caballo y arrojó
la bola hacia adelante. Esta rodó con regular velocidad, y la hirsuta jaca comenzó a
seguirla.
De esta manera, llegaron a la orilla del Loch Erne. Pero la bola no se detuvo: rodó dentro
del agua y desapareció.
En esa coyuntura, el caballo dio su primer consejo: "Desmóntate ahora", dijo, "y mete tu
mano en mi oreja; saca el frasquito de 'curalotodo' y la canastilla que encontrarás allí, y
monta otra vez rápidamente; porque es ahora que comienzan tus grandes peligros y
dificultades".
Penetraron en el agua, siguiendo el camino que había tomado la bola de hierro, y el lago
fue tan sólo como su atmósfera sobre sus cabezas. Descubrieron otra vez la bola, que
rodaba tranquilamente. Llegó a un ancho río, cruzado por un vado, pero defendido por tres
terribles serpientes, las cuales tenían bocas desmesuradamente abiertas que emitían silbos
aterradores y mostraban colmillos formidables.
"Abre ahora la canastilla", dijo el caballo hirsuto, "saca de allí tres trozos de carne y
arrójalos uno en la boca de cada serpiente; cuando lo hayas hecho, aferrate bien en la silla,
para que podamos hacer todo lo necesario para abridnos paso entre ellas. Si arrojas los
trozos de carne en la boca de cada serpiente sin marrar ninguno, pasaremos entre ellas sin
peligro; de lo contrario, estamos perdidos".
Conn-eda lanzó los trozos sin errar. "Recibe una bendición y un presagio de victoria", dijo
la jaca, "porque eres un mancebo que triunfará y medrará". Y luego dio un brinco y de un
solo y poderoso salto atravesó el río y el vado. "¿Sigues en tu silla, príncipe Conn-eda?"
"Necesité emplear sólo la mitad de mi fuerza", replicó Conn-eda.
Siguieron adelante tras la bola, hasta que llegaron a la vista de una gran montaña que
arrojaba llamaradas de fuego. "Apréstate", advirtió el caballo, "para otro salto peligroso". Y
se elevó de un salto sobre la tierra y voló como un saeta por encima de la ardiente montaña.
"¿Estás aún vivo, Conn-eda, hijo del rey?"
"Sí, estoy vivo, pero nada más, porque estoy muy chamuscado", replicó el príncipe.
"Puesto que vives", dijo el caballito, "tengo la seguridad de que eres un mancebo destinado
a tener un éxito y bendiciones sobrenaturales. Nuestros peligros más grandes han
terminado, y hay esperanzas de que podamos superar el próximo, que es el último".
Conn-eda, por consejo del druídico corcel, aplicó el elixir "curalotodo" a sus heridas y
quedó íntegro y sano como nunca. Luego emprendieron nuevamente el camino señalado
por la bola de hierro, y finalmente llegaron a la fortaleza de las hadas: una vasta ciudad,
rodeada de altas murallas, y defendida no por mesnadas sino por dos torres de llamas.
"Desmonta en este llano", dijo el caballo, "y saca un cuchillito de mi otra oreja, y con ese
cuchillito me matarás y desollarás. Cuando lo hayas hecho, envuélvete en mi pellejo y
podrás pasar la puerta sin daño ni molestia. Cuando estés adentro, lograrás dejar la piel
cuando lo desees, porque una vez que hayas entrado, no habrá peligro, y puedes pasar y
repasar la puerta siempre que quieras; y permíteme decir que todo lo que tengo que pedirte
como recompensa es que, una vez que hayas franqueado la puerta, vuelvas inmediatamente
y espantes las aves de rapiña que puedan estar revoloteando alrededor para alimentarse con
mi cadáver; y algo más, que vuelques sobre mi carne las gotas de 'curalotodo' que queden
en el frasquito, para preservarla de la corrupción".
El príncipe se sintió profundamente horrorizado. "¿Cómo dices eso, corcel mío, noble cual
ninguno?", dijo, "pues has sido hasta aquí fidelísimo conmigo y aún quisieras prestarme
más servicio; considero tu propuesta insultante para mis sentimientos como hombre y
totalmente en desacuerdo con el espíritu capaz de sentir el valor de la gratitud, por no
hablar de mis sentimientos como príncipe. Pero como príncipe puedo decir: venga lo que
viniere - aunque venga la misma muerte bajo su forma y terrores más horrendos - nunca
sacrificaré la amistad al interés personal. Desde ahora estoy, lo juro por mis armas de valor,
preparado para afrontar lo peor - hasta la misma muerte - antes que violar los principios de
la humanidad, el honor y la amistad!"
El animal insistió en su pedido: "¡Jamás, jamás!", repitió el gentil príncipe.
"Pues bien, entonces, ¡oh hijo del gran monarca de Occidente!", dijo el caballo con tono de
tristeza, "si te niegas a seguir mi consejo en esta ocasión, te hago saber que ambos, tú y yo,
pereceremos y nunca volveremos a encontrarnos; pero si actúas de acuerdo con las
instrucciones que te di, las cosas tomarán un aspecto más feliz y más placentero de lo que
puedes imaginar. Hasta aquí no te he descarriado, y si no lo hice, ¿por qué has de dudar
sobre la parte más importante de mi consejo? Haz exactamente lo que te digo, pues de lo
contrario serás la causa de que me sobrevenga un destino peor que la muerte. Y además te
digo que, si persistes en tu resolución, he terminado contigo para siempre".
El príncipe, finalmente, sacó con renuencia el cuchillo de la oreja del caballo y, con mano
temblorosa, dirigió, para probar, la punta del arma hacia la garganta de aquél. Tras lo cual,
la lámina, como impulsada por un poder mágico, se hundió por sí misma en el cuello, y la
obra letal quedó cumplida. El joven, fuera de sí, se arrojó al suelo junto al cadáver y lloró a
gritos hasta que perdió la conciencia.
Cuando se recuperó, se aseguró de que el caballo estaba efectivamente muerto, y luego,
aunque con recelos y abundantes lágrimas, comenzó la tarea de desollarlo. Hecho eso, se
envolvió en la piel, y en un estado semidemencial atravesó la puerta de la fortaleza. Ni lo
molestaron ni le opusieron resistencia. Pero el esplendor de la ciudad de las hadas no tuvo
encanto alguno para él; se movía en una bruma, absorbido enteramente en su pesar.
Cuando el último pedido del caballo se abrió paso en su mente, volvió junto al cadáver,
puso en fuga a las aves de rapiña, y con el precioso ungüento embalsamó los ahora
lacerados restos. Para su sorpresa, la carne inanimada comenzó a experimentar un cambio
extraño, y en pocos minutos, para inexpresable alegría suya, asumió la forma del joven más
hermoso y noble que imaginarse pueda, y cobró vida.
"Nobilísimo y poderoso príncipe", declaró el joven recién formado, "eres el espectáculo
mejor que he visto con mis ojos, y yo soy el ser más afortunado que existe por haberte
encontrado. Contempla en mi persona, devuelto a su forma natural, tu caballito hirsuto. Soy
el hermano del rey de la ciudad de las hadas, y fue el perverso druida quien me tuvo tanto
tiempo en servidumbre; pero tuvo que renunciar a mí cuando fuiste a consultarlo, porque la
condición, el geis de mi servidumbre, quedó entonces quebrada. Pese a ello, no podía
recuperar mi forma y apariencia prístinas hasta que tú actuaras con la bondad con que lo
hiciste. Fue mi propia hermana la que urgió a la reina, tu madrastra, para que te enviara a
buscar las manzanas, el corcel y el poderoso cachorro de sabueso, que mi hermano tiene
ahora en su poder. Mi hermana, puedes estar seguro, jamás pensó en acarrearte el menor
daño, sino un gran bien, como comprobarás luego, porque, si tuviera alguna inclinación
maliciosa contra ti, podría lograr su objetivo sin ningún inconveniente. En una palabra, sólo
quería liberarte de todo peligro y desastre futuro y rescatarme de mis implacables enemigos
mediante tu ayuda. Ven conmigo, amigo y liberador mío, y el corcel y el cachorro de
sabueso de extraordinarios poderes y las manzanas de oro serán tuyos, y encontrarás una
cordial bienvenida en la mansión de mi hermano.
El final feliz es fácil de narrar. Conn-eda logró los tres trofeos y tuvo que acceder a pasar
el resto de este período de prueba en el reino de las hadas como huésped del rey. Cuando
llegó el tiempo de su partida, le rogaron que volviera por lo menos una vez cada año. En su
jornada de regreso no se presentaron dificultades, y a su debido tiempo divisó a la perversa
reina. Seguía aún posada en su incómodo pináculo, pero llena de esperanzas, porque el
último día de la prueba había amanecido. El príncipe, seguramente, no lograría llegar, y con
ello perdería todos sus derechos al reino.
¡Pero, ah! ¡Catad que viene allí! Regresaba, en efecto, montado en un corcel negro y
llevando un sabueso entraillado con una cadena de plata. La reina se lanzó desde lo alto de
la torre en un arrebato desesperación, y se hizo pedazos contra el suelo. Y cuando el rey se
enteró de su mezquina conducta, ordenó que se quemaran sus restos.
El príncipe plantó sus tres manzanas de oro en el jardín. Instantáneamente brotó un
magnífico árbol, que daba frutos de oro, y que hizo que todo el reino produjera cosechas
exuberantes. Si los años del padre de Conn-eda habían sido grandes, los de él fueron aún
mayores, y su largo reinado es famoso hasta la fecha por su abundancia. El reino que Conn-
eda gobernó lleva todavía su nombre: es la provincia irlandesa occidental de Connacht. 1
Esto es lo que refiere el viejo mito pagano, tal como ha llegado hasta nosotros en el
lenguaje sencillo de las cabañas campesinas del siglo xix; y aunque ha sobrevivido a
muchas centurias de cambio, sus imágenes todavía contienen en sí la fuerza de su saber
primitivo, precristiano, tradicional, sobre el alma. Estas imágenes se ajustan a esquemas
que nos son bien conocidos por muchos otros mitos y cuentos fantásticos, esquemas
adaptados del rico tesoro mundial de formas simbólicas, y, al igual que el caballito hirsuto,
cuando se los disecciona y se los examina con simpatía, sufren una notable transfiguración.
El joven príncipe Conn-eda es el retoño sin tacha del varón y la hembra míticos ideales,
que encarna las virtudes de ambos progenitores; este hecho está representado en su nombre
doble. Se lo saluda como el sucesor perfecto de su padre, porque es virtualmente la
encarnación humana del Tao. Las energías de la vida, tanto en el hombre como en la
naturaleza, tienen que funcionar con armonía y producir abundantemente bajo su
influencia; la conjunción ideal de procesos cósmicos y humanos tiene que hacerse
manifiesta en las condiciones de su reino. Ha de ser el gobernante perfecto, a la vez
benéfico y enérgico, que contrarresta, equilibra y coordina todos los elementos antagónicos
que constituyen la vida, tanto los creativos como los destructivos, los malos como los
buenos.
Sin embargo, aunque nadie tiene conciencia del hecho (y Conn-eda menos que nadie), aún
no está realmente capacitado; porque, si bien es irreprochable en lo que respecta a las
virtudes de los jóvenes, ignora aún las posibilidades de mal que están presentes por doquier
en su reino y en el mundo: tanto en la naturaleza como en las fuerzas subhumanas,
elementales, del cosmos. La pureza y esplendor de la naturaleza del mancebo han
preservado su corazón de todos los motivos más lóbregos de la existencia.

1 "The Story of Conn-eda; or the Golden Apples of Lough Erne", traducida al inglés por Nicholas
O'Kearney, del relato irlandés original del narrador de cuentos Abraham McCoy, y publicado por W. B.
Yeats, Irish Fairy and Folk Tales, Nueva York, Modern Library, sin fecha. El cuento se publicó por primera
vez en el Cambrian Journal, de 1855.
Un romance paralelo, que versa sobre un príncipe de Irlanda y un caballo hirsuto, se encontrará en Jeremiah
Curtin, Myths and Folk-lore o} Ireland, Boston, Little Brown and Co., 1890: "The King of Ireland and the
Queen of the Lonesome Island".

No sabe nada de la otra siniestra mitad, nada de las fuerzas crueles, destructivas, que
contrapesan la virtud, las violencias egoístas, disolventes, demoníacas de la ambición y la
agresión. Estas, bajo su gobierno benévolo, hubieran aflorado para desarticular la armonía
del reino. Hasta tal punto es inocente, que ni siquiera percibe la malicia de la madrastra que
vive bajo su mismo techo.
Conn-eda, en una palabra, tiene que aprenderlo todo. Antes de poder manejar la
multiplicidad de las fuerzas de la vida, tiene que ser instruido en la ley universal de los
opuestos coexistentes. Tiene que aprender que la integridad consiste en que los opuestos
cooperen mediante el conflicto, y que la armonía es esencialmente una resolución de
tensiones irreductibles. Porque todavía no comprende que el patrón de la existencia está
tejido con la cooperación antagónica, con la alternación de ascenso y declinación; que está
construido con lo claro y lo oscuro, con el día y la noche, el Yang y el Yin, según la fórmula
china. Para llegar a ser el rey perfecto, pues, necesita completarse, y, para hacerlo, tiene que
enfrentar e integrar la realidad más contraria y antagónica a su carácter. Tiene que trabarse
en combate con las fuerzas del mal; de ahí la necesidad de seguir el camino oculto de la
dolorosa búsqueda. Su mito, su cuento fantástico, es una alegoría de la agonía que supone
el autocompletamiento por medio del dominio y asimilación de los opuestos en conflicto.
El proceso se describe mediante los términos típicamente simbólicos de los encuentros, los
peligros, las ordalías y las hazañas.
Conn-eda enfrenta en primer término el principio contradictorio bajo la forma de la
obstinación y ansia de poder de la cruel madrastra, que lo saca de su reino, es decir, del
reino de los vivientes. Su anterior intriga y sus calumnias deberían haberle servido de
advertencia, pero con juvenil buena fe cae en la trampa de la partida amistosa. 2
Demostrada así su incapacidad de reconocer y afrontar el mal en el plano de la vida
humana, se ve obligado a enfrentarlo bajo la forma mucho más cruda, sin disfraz,
subhumana, de los elementos destructivos de la naturaleza. Tal es el sentido de su descenso
al lago milagroso. Allí soporta la ciega furia de las fuerzas de la vida bajo su forma no
pacificada, puramente destructiva, el aspecto exactamente opuesto al de su armoniosa
colaboración en el reino terrestre de su padre, donde estaban temperadas por la influencia
mágica de la virtud humana. La interacción de los opuestos conflictivos sometidos al
control soberano del rey perfecto no era de ninguna manera desastrosa, sino enteramente
creativa, manifestación de las contrariedades del Yang y del Yin, tal como se integran en la
plenitud del orden del Tao.

2 Respecto del ajedrez en su aspecto original de un conflicto en el cual los jugadores se


juegan a sí mismos, véase Otto Rank, Art and Artist, Nueva York, 1932, capítulo X, "Game
and Destiny".

Las fuerzas en el nivel infrahumano están representadas por los elementos del agua y del
fuego. Son indispensables y útiles cuando se las enjaeza al servicio de la necesidad humana
y se las sujeta a un control inteligente, pero ciegas y coléricamente indiferentes en sí
mismas y por sí mismas. El agua y el fuego, energías mutuamente antagónicas de la
naturaleza, son ambos conspicuos por sus efectos ambivalentes. A la vez sostenedores de la
vida y destructivos de ella (en forma más obvia que los otros dos elementos, la tierra y el
aire), representan la totalidad del reino y de la fuerza del mundo extrahumano y de su
carácter creador y disolvente, a la vez propicio y desastroso. Representan la totalidad de la
energía vital y la integridad del proceso vital, la acción e interacción constantes de los
opuestos en conflicto.
Conn-eda, pues, tiene que cumplir su viaje a través de la cólera y del miedo propios del
agua y del fuego, como iniciación en el aspecto caótico, inhumano de la vida. De manera
similar, en los antiguos misterios de Isis y Osiris se exigía al iniciado que pasara por el
agua; es decir, tenía que atravesar el peligro y la experiencia de la muerte, de donde
emergía renacido como "Conocedor", "Comprendedor", más allá del miedo y liberado de
toda atadura a la perecedera personalidad de su yo. Esta es la vía tradicional de la
iniciación, vía atestiguada abundantemente en las mitologías y las literaturas folklóricas del
mundo.3
Conn-eda escapa de la destrucción tanto mediante su propio valor y virtud como mediante
el apoyo y consejo de auxiliadores milagrosos. Los poderes letales del agua están muy
adecuadamente representados en este relato (como es muy común en la mitología) por las
serpientes gigantescas. Las propicia ejecutando - sin temor, con destreza, cuidadosamente -
un ritual de ofrendas; como sustitutos sacrificiales de su propia carne y vida arroja en sus
fauces trozos de carne. Esto equivale a un reconocimiento de la realidad de las fuerzas
caóticas, una aceptación de su carácter divino en cuanto presencias demoníacas con derecho
a ser reverenciadas. En vez de resistir, luchar o escaparse, el héroe afirma. Enfrenta su
tremenda realidad y trata con ella, con lo cual se convierte en un Conocedor, que no elude
su carácter demoníaco sino que le presta la debida atención en lo que respecta a su
naturaleza ambivalente; porque son implacables, y sin embargo susceptibles de ser
propiciadas – diabólicas- aunque necesitadas de que se las comprenda y se las trate como
divinas.
Al crecer interiormente, pues, Conn-eda deja atrás su inocencia. Este estado infantil de
gracia tiene que ser sobrepasado mediante la experiencia, la experiencia, precisamente, del
carácter intrínsecamente doble, ambivalente, de todo lo que constituye la trama y la
urdimbre de la vida. Este despertar entraña el peligro de la pérdida de toda fe en la virtud y
en los valores del bien - el peligro de la indiferencia o encallecimiento respecto de la
distinción entre el bien y el mal y respecto de su lucha interminable -; o puede entrañar el
desastre espiritual opuesto: la desesperación impotente, la desilusión absoluta de la
capacidad del hombre para realizar los ideales perennes, grandiosos. Conn-eda, sin
embargo, es superior a esos dos peligros; porque es, por nacimiento, por naturaleza, el
héroe elegido, preordinado para esa búsqueda que es revivificante de la vida. Es "un
mancebo destinado a tener éxito y bendiciones sobrenaturales".

3 Mozart presenta una alegoría de esta misma vía de iniciación en La flauta mágica, obra
inspirada por la descripción de los misterios de Isis y Osiris en la novela latina de Apuleyo,
El asno de oro.

Con todo, "apenas vivo" y "muy chamuscado" es como logra escapar de las llamas de la
ígnea montaña, que constituye su segunda prueba. Esta vez, es él mismo quien, en forma
simbólica, es librado a las fuerzas caóticas; pero atraviesa las llamas y emerge para ser
ungido con el bálsamo mágico. El "curalotodo" es el mismo elixir que la "ambrosía" griega,
la "amrita" védica. Es el licor de la vida, la poción y el alimento de la eternidad, del que los
dioses disfrutan en sus moradas: se sustentan de él en su inmortalidad y lo conceden a dos
héroes elegidos por ellos, a los que conforta y restaura. La fuerza milagrosa que guía y
sustenta a Conn-eda ha mantenido este elixir en reserva para él, y cuando se lo unge con él,
renace simbólicamente "en el agua y en el espíritu". La muerte del viejo Adán y la
resurrección del nuevo tienen lugar, y el elegido se convierte en el "nacido dos veces".
Como sus ojos han sido lavados por la muerte, se vuelve apto para ver la ciudad de las
hadas, es decir, el reino de Dios, que está dentro de todos los hombres y todas las cosas.
Durante sus probaciones, Conn-eda es asistido por seres milagrosos que vienen a rescatarlo
y lo guían, bajo la máscara de animales. Tenemos aquí un ejemplo del tema, siempre
recurrente en los cuentos folklóricos y en el mito, de los “animales auxiliadotes”. Estas
figuras simbólicas encarnan y representan las fuerzas instintivas de nuestra naturaleza, en la
medida en que son distintas de las cualidades humanas superiores del intelecto, la razón, la
fuerza de voluntad y la buena voluntad. Y constituye ya un signo de que el héroe está
maduro para la conquista el hecho de que estos extraños e inverosímiles colaboradores
aparezcan y que él se someta a su consejo.
Las facultades humanas superiores habrían sido inadecuadas para guiar y apoyar a Conn-
eda en sus pruebas, que son de carácter esencialmente incompatible con la credulidad o las
facultades de discernimiento del intelecto humano consciente. Empero tiene humildad y fe;
y precisamente debido a esta disposición de su corazón es que las "otras fuerzas",
encarnadas en los "animales auxiliadores", están a su disposición. El joven príncipe coloca
una confianza intrínseca en las sugerencias crípticas, no demasiado alentadoras, del viejo
druida, y tiene una humilde fe en el poco atractivo caballito hirsuto. Con esos talismanes
extravagantes, y montado en su peludo caballejo, triunfa donde un héroe más llamativa y
racionalmente equipado hubiera fracasado. No era aquél el corcel de reyes, no era el
semental luciente que hubiera correspondido al valor principesco de Conn-eda; sin
embargo, confía implícitamente en su sagacidad y su vigor.
En el lenguaje icónico del folklore y el mito, la figura simbólica de la caballería y el jinete
representa el carácter centáurico del hombre, fatalmente compuesto de instinto animal y
virtud humana. El caballo es el aspecto "inferior", puramente instintivo e intuitivo del ser
humano; el caballero que lo monta, la parte "superior": el valor consciente, el sentimiento
moral, el poder de la voluntad y la razón. Normalmente, el jinete es considerado como el
miembro guiador, fijador de las metas, discriminador, de la pareja de asociados, y el corcel
sólo como el vehículo servil, aunque no exento de dignidad. En cambio, aquí, en este mito
irlandés pagano, es el caballero el que se somete, con humildad, con confianza, dejando las
riendas sueltas sobre el cuello del animal.4 Conn-eda, este héroe de héroes, en su pasaje
erizado de pruebas a través del reino impredecible de las fuerzas caóticas de la naturaleza
(el pasaje de su iniciación en los oscuros secretos del fundamento de los mundos, cósmico y
humano-social, de las formas), sigue sin vacilación la guía de su sabiduría "inferior", el
aspecto subalterno y menospreciado de su naturaleza centáurica, los impulsos no
razonables, instintivos, de su ser híbrido. Y este consejo le llega no sólo por intermedio de
su caballería sino por intermedio, asimismo, del Pájaro de Cabeza Humana y de la bola de
hierro rodante.
El druida al cual se remitió Conn-eda en primer lugar, era sabio más allá de la sabiduría de
sus conocimientos, porque sabía con precisión qué era lo que no sabía. Y es, por cierto,
muy sabio tener claros los límites de la propia información; es sabio conocer dónde, y de
quién, obtener el conocimiento faltante; y es sabio conocer qué rituales, qué requisitos de
acercamiento hay que satisfacer para adueñarse de la inteligencia deseada. Esa sabiduría era
la sabiduría del druida, el Viejo Sabio, el maestro arquetípico, el gurú amigo de Conn-eda.
El Pájaro de Cabeza Humana debe interpretarse como el aspecto animal del conocimiento
del druida enteramente humano, del mismo y exacto modo como, en el símbolo del caballo
y el jinete, el animal es el aspecto "inferior" del caballero. Esta "ave rara" sabe más que el
Viejo Sabio, porque es directamente una parte de la naturaleza, la voz del yermo no tocado
por la cultura humana, el señor del secreto de la selva donde habita.5 Cabeza humana
colocada sobre un cuerpo destinado al aire; muy difícil de tratar; elusiva; propiciable
mediante dones, pero veloz para retirarse, esta voz subhumana encarnada en un ser extraño,
que grazna consejos mesurados, perentorios, exige sumisión - sumisión ciega y absoluta - a
las fuerzas más mudas: ella instituye a Conn-eda guardián de la bola de hierro que rueda.6

4 ["Ahora los Dioses, en su ascensión, no conocían el camino hacia el mundo celestial, pero el caballo sí lo
sabía" (Satapatha Brahmana 13.2.8.1). Véase René Guénon, A percus sur l'initiation, París, 1946. - AKC.]
NOTA DEL COMPILADOR: El doctor Ananda K. Coomaraswany tuvo la amabilidad de brindar algunas
notas al pie para completar el material dejado por el doctor Zimmer. Se las incluye entre corchetes, con las
iniciales AKC.
5 [Hay que recordar que "el lenguaje de los pájaros" es el lenguaje de la comunicación angélica. - AKC.]
6 Esta bola rodante recuerda la rueda y la manzana rodadoras que el héroe épico irlandés Cuchullin sigue en
su jornada hacia el reino de Scathach, el de más allá del "puente".
La bola sigue a la gravedad y por ello rueda hacia el centro de todas las cosas, al reino
feérico de las fuerzas universales, al seno de Dios. Sigue, y al seguirla la hace visible, la
más general de todas las leyes, la ley que controla los movimientos de los cuerpos celestes,
la ley que dirige la órbita de cada esfera en exacta concordancia con el peso de su masa, y
de manera tal, que la tierra infaliblemente gira en torno del sol, y la luna alrededor de la
tierra. La bola abre el camino directo hacia el Motor Inmóvil - ese Primer Principio del que
trata Giordano Bruno en su Della Causa, Principio e Uno -, ese centro del que todo
procede, alrededor del cual todo gira y al que todo debe, finalmente, regresar.
Poder, como el héroe Conn-eda, abandonarse, cediendo confiadamente a la ley
fundamental que es el sentido secreto de la propia pesantez, y que, sin embargo, canta por
todas partes - en la armonía de las esferas, la melodía primigenia del Todo, "el concertado
canto de los planetas-hermanos", el "trueno-pasaje" del sol; en el himno perenne del pulso
del corazón y la circulación más íntimos del organismo mundanal -, significa resolverlo
absolutamente todo de un solo golpe. Porque eso es entrar en consonancia con el vasto
ritmo del universo y moverse junto con él. Es seguir el impulso más ciego, más obtuso, más
mudo - la pura gravedad - y sin embargo calar hasta el centro de las cosas: hasta ese centro
donde mora la mayor quietud; ese punto en torno del cual todo tiene que circular,
simplemente porque se mantiene en silencio.7
Conn-eda consiente en cada etapa los dictados de la sabiduría de la naturaleza. Reconoce y
acepta la guía de los instintos, cualesquiera sean la máscara o el indumento con que se
presenten ante él: jaca parlante, pájaro hablante o bola de hierro que rueda. Y esta apertura
hacia lo no racional es la causa de que sea apto para seguir la difícil senda. Por ser irlandés
- y además de un período arcaico - se ha visto exento de la falta característica del hombre
moderno, apoyarse de manera demasiado exclusiva en el intelecto, razonamiento y poder de
voluntad conscientemente dirigido. Por lo que hace a Conn-eda, la base para el problema
moderno no existe; no ofrece ninguna clase de resistencia a la guía del inconsciente. Con
espontaneidad y de todo corazón, se somete a todos los mandamientos inescrutables y a los
agentes forasteros que lo guían en su avance.

7 Este es el secreto de la fórmula china del Wu Wei: la evitación de la resistencia y de la autoafirmación.


Todas las estrellas tienen que girar en torno de la Estrella Polar, porque ella permanece quieta. Todos los
vasallos y las criaturas, en sus respectivos círculos, se mueven espontáneamente sometidos al emperador,
porque él sabe cómo vaciar e inmovilizar su corazón mientras está sentado en perfecto recogimiento sobre su
trono. No comete acto alguno de interferencia. No sabe nada de manejo ni de plan. Su semblante sereno está
dirigido hacia el sur, e irradia hacia la humanidad y todo el mundo natural la virtud de su armonización con la
ley del juego circular del cielo y de la tierra.

Pero retrocede ante una acción de ingratitud y crueldad. Entre sus virtudes figura un rasgo
de gentileza humana, que tiene que ser contrarrestada para que no se destruya a sí misma y
destruya a su reino; porque todo impulso a la violencia es tan ajeno a su naturaleza, todo
motivo de injusticia tan alejado de su comprensión, que está inerme ante ellos. Ya lo
tomaron enteramente desprevenido. Su última prueba, por consiguiente - la prueba
suprema, la más necesaria - le exigirá dar muerte, con fría, inhumana ingratitud, a su amigo
más íntimo, ese caballito hirsuto y guía fiel, mediante el cual obtuvo lo que sus poderes
humanos de acción y comprensión nunca le hubieran conquistado.
Las pruebas fueron creciendo en dificultad hasta llegar a este clima. En la primera, las
serpientes fueron aplacadas mediante un ofrecimiento sustitutivo; en la segunda, el héroe
mismo se convierte en la víctima simbólica y es peligrosamente chamuscado. Pero en esta
última prueba es imposible burlarse de la muerte, y, además, el propio Conn-eda tiene que
convertirse en su agente. Se le exige que sea ingrato, despiadado e inhumano; se le exige
que viole su virtud caballeresca, esa virtud caballeresca, humana, por la cual, durante su
niñez y mocedad ejemplares, se lo alababa tanto. Se le exige, en efecto, ser no sólo el
sacrificador sino la víctima; porque lo que tiene que aniquilar es un propio y muy apreciado
carácter, y no existe conquista más ardua para quien es verdaderamente virtuoso que ésta de
recrearse para alcanzar una naturaleza superior, el sacrificio del ideal, la negación del papel
de modelo que uno se ha esforzado siempre por representar.
Conn-eda tiene que transar con la necesidad de ser cruel. Porque ¿de qué otra manera
podría el príncipe llegar a ser alguna vez el rey perfecto sin comprender, desde adentro, el
crimen y la calidad de lo inhumano? ¿De qué manera podría el rey presidir como juez
supremo a menos que fuera capaz de superar sus sentimientos personales más caros, su
propensión a la clemencia y compasión indiscriminadas? El mancebo inocente tiene que
consumar su iniciación en la sabiduría del mal llevando a cabo un crimen; y este acto
simbólico, sacramental, lo capacitará para dispensar no sólo la clemencia sino la justicia, lo
convertirá en un verdadero Conocedor, capaz de dominar las fuerzas de las tinieblas.
Careciendo de ello, nunca habría sido competente para instaurar, preservar o representar él
mismo la armonía del Tao. Ignorante de lo oscuro, el joven rey nunca hubiera comprendido
la interacción de la oscuridad con la luz, el mutuo antagonismo cooperativo de las dos, que
es universal tanto en el cosmos como en la sociedad: el juego recíproco del día y la noche,
del crecimiento y de la decadencia. Y como signo de su transformación, de que ha
alcanzado mediante el crimen una nueva y sobrehumana naturaleza y poder, el inocente
mancebo es finalmente obligado aún a cubrirse con la piel imbuida en sangre de su
inmaculada víctima. Luego, con aquélla como vestimenta protectora, puede pasar
desarmado entre las torres llameantes, las torres de la cólera de la furia de la naturaleza, las
torres que custodian la entrada al reino de las hadas, donde tienen su fuente las energías
eternas de la naturaleza, que lo sostienen todo, lo disuelven todo.8

8 Sobre el tema de la desolladura, véase Ananda K. Coomaraswamy, "Sir Gawayne and the Creen Knight",
Speculum XIX, enero 1944, pág. 108, nota 3; también Paul Radin, The Road of Life and Death, Nueva York,
Pantheon Books, The Bollingen Series V, 1945, pág. 112.

Pero el significado del sacrificio no se reduce a esto. Al deshacerse del caballo druídico,
Conn-eda aniquila no sólo su virtud humana, sino también aquel poder instintivo, intuitivo,
que hasta ese momento ha sido su guía indispensable: la naturaleza animal sabia y
bondadosa representada por la caballería del jinete. La valerosa bestia, con su omnisapiente
ingeniosidad y fuerza sobrenatural, le hizo superar dos pruebas terribles. Saltó por encima
del abismo de las aguas, pasó sin arredrarse entre las serpientes y cruzó como un cohete
entre las llamas del cráter flamígero, todo ello con la felicidad maravillosa de un sueño. Sin
embargo, ahora, tras el salto final, el animal reclama su propia inmolación.
Conn-eda nunca alcanzará la perfección (eso es lo que se dice) a menos que cambie
radicalmente la porción instintiva de su carácter centáurico. Tiene que efectuarse una
separación crítica del yo responsable, racional, y de la parte instintiva, inconsciente. Hasta
el presente, la guía del inconsciente profundo no ha tenido un contrapeso moral: la
personalidad consciente, moral, no ha desempeñado ningún papel ni en la formulación ni en
el enjuiciamiento de los actos del héroe. Tiene que darse ahora, por tanto, una
desintegración momentánea del compañerismo unitivo de los amigos ideales, una
separación decisiva de los aspectos racional e instintivo de esta única naturaleza humana.
Por eso es que el gentil guía reclama su propia y fría inmolación. Esta es la razón de que
Conn-eda tenga que convertirse en la mano sacrificial, caldeada por la sangre del ser que
amó y de quien es deudor de su vida. Al apuñalar el velludo garguero, aniquila no sólo su
virtud humana sino también su sabiduría y apoyo animales. Por más criminal, despiadado,
irrevocable e irrazonable que sea el sacrificio, efectúa una transformación y renacimiento
milagrosos.
Nada muere, nada perece, nada sufre el aniquilamiento total. Ni la virtud ni la energía se
pierden. La destrucción —la muerte— es tan sólo una máscara externa de la transformación
en algo mejor o peor, superior o inferior.
El sacrificio milagroso se consuma en una víctima voluntaria, que lo pidió y que se somete
a él como servicio supremo. Y la obra se ejecuta con profundo pesar y temor reverencial:
éste es el detalle importante. Aunque aparentemente despiadado, egoísta e ingrato, el acto
está contrapesado por acciones y disposiciones diametralmente opuestas, compensadoras: la
contricción y la misericordia y la aspersión con el precioso elixir "curalotodo". El príncipe
logra efectuar un integración de antítesis. Aunque conquistó su propia bondad, no la perdió,
sin embargo. Al contrarrestarla, no permitió que muriera. Y precisamente esto - esta
ambilateralidad - es lo que permitió que se produjera el milagro.
Una vez resucitado, el guía asume la apariencia de un príncipe de las hadas muy semejante
al propio Conn-eda heredero aparente del trono del reino feérico de la vida. Y en la medida
en que tiene figura humana, el príncipe es el igual de Conn-eda, pero en la medida en que
posee un carácter sobrenatural, es su superior. Por otra parte, el caballejo era inferior en
cuanto figura, aun cuando superior en su sabiduría instintiva, vigor incansable y alegría en
las pruebas, como también en la posesión de los implementos de la curación y la salvación,
que lleva dentro de sus orejas. Lo que la auspiciosa transformación significa es la
integración de esta superioridad en un plano superior.
Mientras se encontraba aún bajo su forma animal, el principio guiador estaba obligado a
operar en el nivel inconsciente, lúcido, pero mudo e instintivo, como el ingenio de un
sonámbulo que hace equilibrios por el borde de un tejado. Oscuro, posiblemente
demoníaco, irresponsable, indiferente (aunque no se mostró así al servir al jinete elegido);
estaba disminuido en su esplendor potencial. Merced a la muerte y a la rotura del
encantamiento, la "sub" se convierte inmediatamente en "super" conciencia. Habiendo
dejado de ser animal y convirtiéndose en humano por su carácter y expresión, el poder
feérico es restaurado en la plenitud de su gloria. La naturaleza pone de manifiesto la
presencia que está embozada en su raíz. Y Conn-eda es saludado por un hermano cortés,
tan consciente como él mismo, pero superior aún en poder y sabiduría.
La moraleja de la historia, a esta altura, es la misma que generalmente formulan los mitos
y cuentos de hadas irlandeses: sigue ciegamente y con fe confiada tus fuerzas intuitivas
inconscientes; ellas te harán atravesar las pruebas peligrosas. Cultívalas; cree en ellas; no
las frustres con la desconfianza y la crítica intelectuales, sino permíteles que te impulsen y
te sostengan. Te llevarán a través de las barreras, a través de umbrales y más allá de
peligros que no podrían afrontarse con ningún otro guía ni superarse sobre ninguna otra
caballería. Y hasta que ellas mismas no te pidan que consumes lo que sentirás como una
penosa separación, no las mates. Cuando llegue el tiempo, te señalarán el momento y te
indicarán la manera; porque, mejor que el jinete, esas fuerzas mudas comprenden que esa
muerte, el doloroso apartarse, es un preludio para el renacimiento, la transmutación y la
reunión, y saben cuándo se halla presente la posibilidad del milagro. Saben lo que nuestro
yo consciente y racional nunca comprenderá, y que ni siquiera debe intentar comprender
antes del instante en que se produce el suceso mismo: saben, en una palabra, que la muerte
no existe.
Muerte, aniquilación: ésta es una de esas concepciones básicas, limitadas y delimitadoras
que circunscriben nuestra conciencia, constituyen el fundamento de nuestro mundo del yo,
y proporcionan la motivación para organizar nuestra personalidad. La personalidad, la
conciencia y el mundo del yo surgen y crecen en el tiempo y en el espacio; están expuestas
a la destrucción, y por consiguiente tienen razón en temer a la muerte. Pero si suponemos
que eso que son constituye la totalidad de nuestra existencia, nos equivocamos. Su auto
percepción y el ámbito de su acción son sólo una fase, una expresión, reflejo o
manifestación de la energía del yo dentro del ser compuesto que es el individuo.
Hay dentro de nosotros otro ser, que está por debajo del yo nacido y perecedero, y que, por
desconocer la aniquilación, se siente perfectamente seguro en el valle de las serpientes y al
dar el salto por encima del torrente peligroso. Es su presencia la que, de una manera
amable, ocasional, pregunta al jinete que se aferra a la montura, aun en el momento de
pasar volando por encima de los obstáculos aterrorizantes: "¿Estás aún en la silla?... ¿Estás
todavía vivo?" Sin arredrarse por los peligros de los elementos, sin chamuscarse en las
llamas de la montaña, sacrificado, renacido, virtualmente imperecedero, ese ser
inapreciable participa de la virtud de lo inmortal. Ostenta las más excelsas expectativas para
su jinete: "Eres un mancebo que vencerá y prosperará. . . un joven destinado a tener éxitos
y bendiciones sobrenaturales". Pero la realización del jinete dependerá del acto sacrificial.
Nuestra energía vital inconsciente, que subsiste aparte de la conciencia del yo,
infaliblemente instintiva, refleja la porción divina de nuestra naturaleza humana; pero sólo
transmutándola mediante nuestro trabajo consciente en la forma superior de la
superconciencia intuitiva alcanzaremos los dones mágicos que son las recompensas de la
búsqueda.
Las manzanas de oro, el cachorro de sabueso con poderes extraordinarios y el corcel negro
son los dones y signos de las virtudes del reino feérico de la vida inmortal. Las manzanas
son las mismas que las manzanas nórdicas del jardín de Freya, las manzanas clásicas de las
Hespérides y el fruto bíblico del árbol de la vida perdurable, que nuestros progenitores
descuidaron recoger. 9 Afrodita, la Diosa del Amor, la del Trono de Oro, dio tres de estos
talismanes, procedentes de su jardín en la isla sagrada de Chipre, al joven Hipómenes,
luego que éste hubo arriesgado la vida en su carrera con la doncella Atalanta. Cada vez que
la milagrosamente alípede doncella, desdeñosa y casta como la diosa virgen Artemisa, se
adelantaba algo en su carrera, el joven arrojaba esos talismanes áureos, irresistibles, uno a
uno, delante de ella, y ella se detenía para recogerlos. De esa manera fue cómo él ganó y la
joven perdió su cerril doncellez. Porque las manzanas de oro rompan el hechizo del miedo a
la muerte - el miedo a pasar uno mismo junto con el paso del tiempo - y unen a la voluntad
con su objetivo adecuado. Son el alimento que hace mudar y desprenderse de la piel de la
mortalidad. Son el sustento de los inmortales. Quienes las prueban, se identifican con la
parte imperecedera de su naturaleza y son como dioses.

9 Génesis 3:22.

El cachorro de sabueso con poderes extraordinarios, que ventea, persigue, nunca pierde el
rastro y que infaliblemente logra su fin, es el perro de caza ideal, encarnación de la
sabiduría y la percatación instintiva, y su presa es cualquier clase de venado que habite en
la selva virgen de la vida y del inconsciente. Es otra encarnación del instinto y la intuición
del caballejo hirsuto. Y el corcel negro, también, magnífico caballo de batalla, es una
encarnación más: una transformación elevada, caballeresca, de la muy modesta bestia de
silla anterior. Tal es la forma adecuada para el corcel y compañero del héroe-rey. 10
Por consiguiente, Conn-eda no pierde ningún derecho por separarse del lago de las hadas y
de su príncipe; porque no existe una separación, ni una muerte, ni una pérdida en el plano
superior de la existencia superpersonal. Bajo la forma de las manzanas, el perro y el corcel
negro, conserva consigo los poderes que anteriormente, por intermedio del humilde servicio
del caballito hirsuto, lo habían apoyado y guiado. Representan ese otro aspecto "inferior"
de su naturaleza centáurica, que ahora se ha revelado en su forma preeminente. Hacen
entender el excelso significado del guía anterior, el caballito hirsuto, que no había sido ni
negro, ni blanco, ni alazán, sino la perfecta unión de todas las cualidades y contrariedades,
el vehículo más modesto de la misma fuerza vital que ahora ha revelado su poder.
En su jornada hacia el reino superior, el héroe emplea el período ritual de un año, que es el
símbolo de una vida o una encarnación, un ciclo completo de existencia: de la primavera al
invierno, del nacimiento a la muerte. Durante éste comparte la vida de los inmortales. Es
aceptado por ellos como alguien de la misma progenie, [kin] mediante el sagrado rito de la
hospitalidad, y ello lo convierte, finalmente, en uno de su misma especie [kind]. Se instala
en las cualidades del modo superior de ser de los inmortales y queda imbuido de ellas. Al
ser activada así la otrora durmiente, divina esencia, que está en su interior, él adquiere un
carácter dual y es convertido en un habitante de las dos esferas, la mortal y la divina.11 Tal
es el carácter doble y la ciudadanía binaria que confiere al perfecto iniciado el sacramento
último de la Asunción, o la Transfiguración, que simbolizan, ambas, y producen la
Apoteosis del Hombre.
Cuando el hombre-dios regresa finalmente, renacido y portando los signos de su sabiduría
y poder, las fuerzas del mal se desmoronan automáticamente y por sí mismas. La reina
madrastra se lanza al vacío y se estrella contra el suelo. Un final como éste es la única
verdadera derrota que pueden sufrir las fuerzas del mal: la autodisolución, la auto
aniquilación ante una superioridad cualitativa (no cuantitativa): superioridad que se ha
logrado mediante el auto sacrificio, la auto conquista y una integración efectiva, en una
forma reconciliada y reconciliable, de la esencia del poder mismo del mal. Porque cada
falta de integración en la esfera humana simplemente provoca la aparición, en algún punto
del espacio y del tiempo, del opuesto faltante. Y la personificación, la corporificación, de
este antagonista predestinado mostrará inevitablemente su rostro.

10 "No hay caballo tan recio como el caballo negro", dice la abuela del héroe Finn McCool, cuando huye
junto con él de una carga que le llevan unos caballeros. "Un caballo blanco no tiene resistencia; .. .no hay
caballo alazán que no sea de cascos inseguros". Jeremiah Curtin, op. cit., págs. 208-209.
11 ["Esta persona se entrega a aquella persona, aquella persona se entrega a esta persona. De tal manera cada
una gana la otra. En esta forma él gana aquel mundo; en esta forma él experimenta este mundo" (Altareya
Arayanka II. 3.7). -AKC.]

Esta es la manera como el dragón presta servicio a la vida. Hace que el poder del factor
faltante, aún no integrado, se convierta en un enunciado innegable y obliga a los custodios
de la sociedad a tomar en cuenta ese factor. Esta es la manera de la "cooperación
antagónica" del dragón. Para que pueda ser anulada, el héroe mismo, el héroe-sociedad,
tiene que sufrir una transformación, una crisis de desintegración y luego la reintegración
sobre una base más amplia, en la que habrá sido superada la raison d'étre del dragón, y,
desesperado de su propia inanidad, ahora vana, puramente destructiva, se desvanecerá,
estallará y desaparecerá. Pero, en cambio, si se lo conquista solamente por el peso de las
armas, la necesidad de su reaparición no se habrá eliminado, y después de un tiempo de
recuperación se soltará de los grilletes del calabozo, cualquiera éste sea, en que pueda haber
sido confinado, se abrirá paso por la grieta de la pared del sistema en vigor y precipitará
"otra guerra".
Los inocentes siempre se esfuerzan por excluir de sí mismos, y por negar en el mundo, las
posibilidades del mal. Esa es la razón de la persistencia del mal, y éste es el secreto del mal.
La función del mal es mantener en actividad la dinámica del cambio. Cooperando" con las
fuerzas benéficas, aunque antagónicamente, las del mal colaboran de esta manera en el
tejido del tapiz de la vida; de aquí que la experiencia del mal - y, en cierto sentido, sólo esta
experiencia - produzca la madurez, un vivir real, el verdadero dominio de las fuerzas y
tareas de la vida. El fruto prohibido - el fruto de la culpa a través de la experiencia - tuvo
que ser ingerido en el Jardín de la Inocencia para que la historia humana pudiera comenzar.
El mal tuvo que ser aceptado y asimilado, no evitado. Y ésta es la segunda gran lección de
este cuento pagano.
Hay un muy profundo sentido en el hecho de que el reino de las hadas necesite la gesta de
un héroe humano perfecto para recuperar su príncipe perdido y ser rescatado del infortunio;
es decir, para recuperar la plenitud de su esplendor. En virtud de un desastre mitológico
anterior, que no se relata plenamente en nuestro cuento, el hermano del rey de la región de
los poderes feéricos, en cierto modo el rey mismo en duplicado, se vio alejado de su hogar
trascendental y condenado a la existencia inferior del caballejo hirsuto. De esa manera, su
dominio quedó en cierta forma privado de rey (aunque gobernado, de todos modos, por su
rey), impotente, invalidado y huérfano.
El príncipe de las hadas desea ser liberado de su exilio, y su reino aguarda su regreso; no
obstante, se le permite realizar la jornada necesaria para ello sólo cuando lleva al jinete
humano sobre su espalda. Sólo ayudando al héroe mortal para que alcance la vida inmortal
puede el príncipe superhumano efectuar su propia salvación. El ser humano alcanza
también con ello la salvación, su completamiento y el poder de superar el infortunio, a la
vez que el reino de las hadas, al recuperar su príncipe, reintegrando a su sistema a aquel que
se había perdido, es curado de su aflicción, restaurado a la perfección e inundado de gozo.
El significado es, como hemos visto, que es necesaria una cooperación entre las fuerzas
conscientes e inconscientes para llegar a conocer el estado de perfección superconsciente.
En la peligrosa búsqueda de los símbolos divinos de la vida, las facultades mudas,
instintivas, de la psiquis cooperan con la personalidad consciente. Libradas a sí mismas,
tratan inmediatamente de retornar a la esfera superior, superhumana, de donde proceden;
ansían, esperan y se esfuerzan por lograr su propia y durante mucho tiempo pospuesta
restauración. No obstante ello, necesitan la acción del ser humano. Como amonesta el
animal: "Si tú no sigues mi consejo, tanto yo como tú pereceremos". La opción queda en
manos del héroe. Como protagonista del principio consciente, es él quien tiene que ejecutar
los actos decisivos. Conn-eda tiene que encontrar y conciliar al pájaro que habla,
desenterrar los talismanes, utilizar los implementos mágicos que hay en las orejas del
caballo. Pero no es él el principio directivo. Su papel consiste en ser sólo un instrumento.
Su destino es salvar y redimir aquellos mismos poderes del reino divino que lo guían y lo
salvan a él.
Este motivo paradójico abre una perspectiva tremenda, que revela uno de los mayores
problemas de la mitología y la teología. De hecho, es idéntico al tema fundamental de
nuestra creencia judeo-cristiana: la redención del dios por el salvador humano. Jesucristo, el
Mesías, la segunda y humana persona de la Trinidad, traen la redención apaciguando al dios
vengador, Jehová, que está absorbido por una actitud estrictamente negativa para con la
humanidad, su pueblo elegido. El héroe universal se somete a la propia inmolación, muere,
pero surge transfigurado de la tumba. Y, por virtud de la sangre, que todo lo lava, de ese
Cordero, el Padre mismo se transforma. El Jehová tribal de Israel, liberado del hechizo de
su ira, se convierte en el Espíritu Santo universal, y la bendición cristiana se extiende a todo
el mundo, activando la vida humana para la nueva dispensación.
Richard Wagner presenta y desarrolla este mismo tema como el problema cardinal de sus
últimas obras. Y lo que encontramos allí es que el salvador, el Jesucristo del Nuevo
Testamento, tiene ahora que ser salvado él mismo: Parsifal restaura el poder del principio
divino de la sangre de Cristo en el cáliz del Grial. Lo que se había vuelto letárgico e
ineficaz, lo lleva a la efusión, y el coro de los ángeles se regocija. Erlösung dem Erlöser,
"¡Redención para el Redentor!" Tales son las últimas palabras de la obra mística. El héroe
en forma humana ha activado la esencia activante del Espíritu Santo. Lo humano ha
restaurado una vez más el poder de lo divino.
La Brunilda de Wagner - que simboliza la humanidad encarnada, la "diosa caída", sufriente
y compasiva - redime de manera análoga al Padre de Todo, Wotan u Odín, del ensalmo de
su impotencia espiritual. Renunciando a sí misma, autoinmolándose, se lanza a la llama
purificadera, y, antes de su acto de autoextinción, canta su última canción: Ruhe, ruhe, du
Gott!, "¡Descansa, descansa, oh Dios!", palabras que son a la vez un réquiem y un conjuro
liberador.
La cruel divinidad tribal, Jehová, era la proyección arquetípica del impulso paternal a la
descendencia del propio Abraham, padre de patriarcas, que ansiaba una multitud de
descendientes, numerosos como las arenas del mar. Fue tal vez un deseo compensatorio que
se apoderó de él cuando Sara, su mujer, permaneció estéril tantas décadas. El Jehová de
Abraham, muy personal y particular de él, hasta exclusivamente familiar -celoso,
susceptible, irascible, puntilloso y vengativo - tenía que transfigurarse en el Espíritu Santo
universal, superpersonal, más allá de todos los límites de raza y de lenguaje, para que el
dulce rocío del cielo pudiera ser dispensado a todos. La progresión fue desde una religión
tribal, nacional, chauvinista, llena de autocomplacencia (¡como si alguna nación fuera el
pueblo elegido; como si todas no hubieran sido elegidas por la Providencia para cumplir sus
tareas singulares de acuerdo con sus particulares virtudes!), hasta una religión que tenía que
ser universal: transformación comparable al desarrollo del hinduismo en budismo
mahayana. El maravilloso milagro de la metamorfosis se ha consumado para nosotros en el
plano espiritual por mediación de Jesucristo. En el plano mítico de las naciones de nuestra
civilización cristiana, sin embargo, los efectos todavía son apenas perceptibles, a pesar de la
Pascua de Resurrección, la comunión semanal, el "¡Adelante, soldados de Cristo!" y la
redención del Redentor cantada por Wagner.

El problema de nuestra redención por medio de la integración del mal se ilumina desde
otro ángulo sorprendente por una leyenda germánica medieval del siglo xv, una versión
oscura e inquietante de la vida de san Juan Crisóstomo, "Juan Boca de Oro", que nació en
Antioquía alrededor del 345 d. C. Conquistó el amor de su pueblo con el don de su
elocuencia y el odio de muchos de la corte y el claustro por su celo en la reforma ascética.
Tras haber disciplinado sínodos, emperadores y papas, murió en el exilio a la edad de
sesenta y dos años.
El extraño relato cuenta que hubo una vez en Roma un papa que solía viajar a caballo con
sus caballeros. Y era su costumbre, durante esas excursiones, apartarse de su cortejo y, sin
bajarse de la silla, recitar sus oraciones a solas. En una de esas piadosas ocasiones, oyó una
voz que se quejaba, y pensó: "¡Qué voz patética!" Cabalgó en esa dirección. Pero cuando la
escuchó otra vez y miró a su alrededor, no había nadie a la vista.
El papa comprendió que debía haber escuchado los lamentos de un alma en pena. Entonces
ordenó al espíritu, en nombre de Dios, que dijese quién era. "Soy un alma desdichada",
respondió la voz lastimeramente, "que arde en las llamas del infierno".
Movido por la piedad, el papa inquirió cómo podía el desventurado recibir alivio de su
pena. "No puedes ayudarme", fue la respuesta. "Pero hay en Roma un hombre piadoso,
casado con una esposa llena de virtud, y yo sé que ésta ha concebido un hijo, llamado Juan,
y que será sacerdote. Si el sacerdote dice dieciséis misas en mi favor, seré liberado de los
fuegos del infierno". El alma le dijo luego en qué calle podía encontrar a los padres y cuáles
eran sus nombres, y con un último alarido, como para coagular la sangre, se marchó.
El papa retornó a la ciudad y averiguó por el piadoso matrimonio. Cuando los hubieron
encontrado, les rogó que le dijeran cuándo había de nacer el hijo. Hizo llevar al infante a su
corte, donde lo bautizó con el nombre de Juan y lo tomó bajo su protección, ocupándose de
él como si fuera su propio hijo.
A los siete años, Juan fue enviado a la escuela, pero era notoriamente deficiente en sus
estudios. Los otros niños comenzaron a burlarse de él, y se sentía avergonzado. Por ello,
cuando iba a la iglesia todas las mañanas, oraba delante de la imagen de Nuestra Señora
para que lo ayudara en su trabajo. Un día, los labios de la imagen se movieron y la Virgen
habló: "Juan, bésame en la boca", dijo, "y serás henchido de conocimiento y te convertirás
en maestro de todas las artes. Serás más erudito que ningún hombre de la tierra". El
muchacho tuvo miedo, pero la imagen le infundió valor: "Bésame, Juan, ven, no tengas
miedo". El apretó su boca temblorosa contra los labios de la Virgen Bendita, la besó, y
mediante ese beso absorbió en sí la sabiduría y un milagroso conocimiento de las artes.
Juan regresó a la escuela y se dedicó a escuchar y aprender. Pero se advirtió que sabía más
que todos los otros juntos y que no necesitaba ya que le enseñaran. Alrededor de su boca
había un anillo, y. brillaba como una estrella. Sus compañeros estaban atónitos: "¿Cómo
puede ser que lo sepas todo?", preguntaban. "¡Ayer mismo, ni una zurra podía hacerte
entender!" El les relató el milagro mediante el cual había adquirido su signo áureo, y ellos
lo llamaron "Boca de Oro". "Mereces ese título", decían, "porque las palabras que salen de
tu boca son como el oro". Y desde entonces fue Juan Crisóstomo el que se encargó de la
enseñanza en la escuela.
El buen papa quería mucho a Juan Boca de Oro, y como estaba impaciente por liberar del
infierno al alma en pena, hizo que se ordenase al joven lo antes posible. Juan celebró su
primera misa a los dieciséis años. Pero al encontrarse en el altar lo acometió un
pensamiento inquietante: "¡Oh, señor, soy todavía demasiado joven! Ser sacerdote y
comulgar con Dios antes de estar realmente preparado, tiene que ser contrario a la voluntad
divina. Voy a lamentar este día para siempre". Continuó rezando la misa, pero una
resolución se iba formando en su mente: "Las posesiones temporales son nocivas para el
alma; por consiguiente, me comprometo a ser pobre, por amor de Dios. Cuando termine el
banquete en honor de mi primera misa, me retiraré al yermo y allí me quedaré de ermitaño
mientras viva. ¡Ojalá esta misa hubiera ya terminado!", pensó, "¡Ah, pero es larga!"
El papa, lleno de gozo, dio un banquete en honor de Juan Boca de Oro, y todos se
alegraron de que hubiera sido ordenado siendo de tan poca edad, pero el joven sacerdote se
mantuvo firme en su resolución. Cuando los asistentes se dispersaron, se escabulló vestido
con ropas pobres y llevando escasamente una rebanada de pan.
Cuando el papa se enteró de esto, se perturbó mucho, y junto con su séquito buscó por
todas partes al desaparecido prodigio. Pero Juan se había construido una choza de corteza y
hojas en una oculta fragosidad del yermo, junto a una fuente y al borde de una peña. La
ermita no fue descubierta. Alimentándose de hierbas y raíces, permaneció allí y servía a
Dios día y noche. Oraba, ayunaba, se mantenía constantemente despierto, asiduo en sus
devociones.
Ahora bien; cerca del bosque en que Juan había construido su cabaña vivía un emperador
en su castillo, y un día la hija de este emperador salió con las doncellas de su cortejo a
juntar flores. Una súbita tormenta se levantó, barrió la región, y era tan terriblemente fuerte,
que arrebató por el aire a todas las atemorizadas doncellas. Cuando las posó otra vez en el
suelo, descubrieron que la princesa ya no estaba entre ellas, ni podían imaginar hacia qué
dirección la había llevado. El emperador, por supuesto, quedó muy apenado cuando se lo
dijeron, y buscó con diligencia y por muchas partes. Pero la hermosa doncella real no pudo
ser encontrada.
Lo que realmente había sucedido fue que la tormenta la había dejado en la puerta misma de
la ermita de Juan, pero con pocas lesiones. Estaba perdida y desorientada, pero al ver la
chozuela - y dentro de ella a Juan, que estaba rezando de rodillas - se tranquilizó. Llamó. Al
oír su límpida voz, el santo joven volvió su cabeza, y cuando la vio, se alarmó. La aparición
le rogó que no la dejara afuera, porque moriría de hambre o sería presa de los animales del
bosque, y finalmente él se dejó persuadir a admitirla en su celda; porque consideró que se
haría culpable ante Dios si la dejaba morir.
Pero Juan tomó su cayado y, trazando una línea sobre el suelo de la celda, la dividió en
dos. Uno de los lados lo asignó a la muchacha. Y le ordenó que no cruzara la línea, sino que
llevara, en su parte de la celda, la vida que cuadraba a una buena reclusa. Siguieron así por
un tiempo, el uno al lado del otro, orando, ayunando y sirviendo a Dios, pero el Tentador
les envidió su vida y santimonia. Una noche logró impulsar a Juan para que cruzara la línea
y tomara a la joven en sus brazos, con lo cual cayeron en el pecado. Y después de ello
fueron corroídos por el remordimiento.
Juan temió que si la joven se quedaba, él volvería a caer en el Pecado, y entonces la llevó
al borde de la peña y la empujó al vacío. Pero al instante de hacerlo, comprendió que había
pecado aún más gravemente que antes. “! Ay de mí, desdichado, execrable!”, exclamó:
“Ahora he dado muerte a esta joven inocente. Ella nunca hubiera pensado en pecar si yo no
la hubiera seducido. Y ahora la he privado de su vida. Dios vengará en mí este terrible
pecado por toda la eternidad”.
Juan abandonó la ermita presa de desesperación y huyó del yermo. “Señor y Dios mío”, se
lamentaba, “Tú me has abandonado”. Después de un tiempo sintió algo de esperanza. “Me
confesaré”, decidió; y se dirigió al palacio del papa, manifestó su pecado y profesó su
arrepentimiento, pero su padrino, que no lo había reconocido, lo despidió con un terrible
estallido de indignación. “!Fuera de mi vista, pues trataste de una manera bestial a esa
inocente niña!” dijo el papa, “y el pecado se cierne sobre tu cabeza”.
“No dudaré de Dios”, pensó Juan; y regresó profundamente afligido a su choza, donde se
hincó de hinojos e hizo su plegaria y voto solemnes: “!Sírvase Dios, cuya misericordia es
mayor que mi pecado, aceptar graciosamente la pena que voy a imponerme a mi mismo.
Hago voto de caminar en cuatro patas, como un bruto, hasta que haya logrado la gracia de
Dios. Dios, en su misericordia, me hará saber cuándo he expiado mi culpa”.
Y se puso de rodillas y apoyó sus manos sobre el suelo, caminando así de un lado a otro;
cuando se cansaba, se arrastraba hasta la choza y yacía en ella como una bestia. De esa
manera pasó muchos años, sin jamás erguir su cuerpo. Sus vestidos se pudrieron y se
desprendieron; su piel se hizo áspera y velluda, y se tornó irreconocible como ser humano.
Entre tanto sucedió que la esposa del emperador dio a luz a otro hijo y se le pidió al papa
que lo bautizara. Vino éste y tomó al niño en sus brazos , pero el pequeño gritó: “No eres tú
quien debe bautizarme”. El papa quedó atónico y amedrentado, y trató de tranquilizar al
infante, pero éste persistió en su resistencia, y cuando se le preguntó qué era lo que quería,
replicó: “San Juan, el santo varón, es el que me bautizará. Dios lo enviará desde el yermo”.
El papa devolvió la criatura a la nodriza y, dirigiéndose a la emperatriz, inquirió: “¿Quién
es ese San Juan que ha de bautizar al niño?” Pero nadie lo sabía.
Poco después, los cazadores del emperador tropezaron con una bestia muy curiosa. Los
hombres no pudieron imaginar qué era. Pero no ofreció ninguna resistencia, la capturaron
con facilidad, y, cubriéndola con una capa, le ataron las piernas. Luego la llevaron al
castillo del emperador. Corrió la voz, y vino mucha gente para mirarlo, pero el animal se
arrastró debajo de un banco y trataba de ocultarse.
La niñera con el niño se encontraba entre los visitantes, y asimismo estaban presentes
muchos caballeros y damas. El niño ordenó: “Mostradme la bestia”. Un servidor la
aguijoneó para que saliera de su escondrijo, y dos veces volvió a ocultarse, pero la tercera
quedó ante la vista.
Entonces el infante de pocos días la interpeló: “Juan, reverendo padre”, dijo con voz clara
y firme, “tengo que recibir el bautismo de tu mano”.
La tosca alimaña, cuadrúpeda, hirsuta, inquietante, alzó su voz, que resonó firme y clara:
"Si tus palabras son veraces, y ésa es la voluntad de Dios, habla otra vez".
El infante recién nacido replicó: "Amado padre, ¿por qué demoras? Tengo que ser
bautizado por tu mano".
Entonces Juan clamó a Dios en alta voz: "¡Oh Señor, hazme, saber por la voz de este niño
si mis pecados han sido purgados!"
Y el niño prosiguió: "Querido Juan, alégrate, porque Dios te ha perdonado todos tus
pecados. Álzate, pues, y en el nombre de Dios, bautízame".
Juan levantó su cuerpo del suelo y se irguió como un ser humano. El cieno y la inmundicia
pegados a su piel se desprendieron inmediatamente, como una corteza ajada, y su cuerpo se
tornó limpio otra vez, luciente y suave. Le trajeron vestidos. El papa y los nobles le dieron
la bienvenida. Cuando Juan hubo bautizado a la criatura, el papa lo invitó a sentarse.
"Padre amado", preguntó Juan, "¿no me conoces?"
"No", replicó el papa, "no te conozco".
Juan dijo: "Yo soy tu ahijado. Tú me bautizaste con tus propias manos, me enviaste a la
escuela, y cuando yo era un mozo muy joven aún, me ordenaste. Pero mientras celebraba
mi primera misa me pareció inconveniente tomar la hostia en mis manos, que aún no
estaban preparadas, y por ello, después de la misa y del banquete posterior, me escurrí del
palacio y me fui al yermo, donde oré, sufrí, pequé y me arrepentí durante todos estos años".
Juan describió con toda candidez cómo había seducido a la doncella y la había asesinado, y
confesó sus pecados al propio papa.
El emperador fue informado de lo sucedido y su corazón se llenó de pesadumbre: "Esa
joven era mi hija amada", pensó; y rogó a Juan que lo llevara a la peña desde donde había
dado muerte a la joven. Tal vez pudiera recuperar sus huesos y darles una sepultura
honesta, cristiana. Entonces Juan guió a los cazadores a la choza donde lo habían
capturado, y luego cruzó a caballo con ellos el bosque, hasta llegar a la peña. Cuando
miraron hacia el abismo, vieron a una muchacha que estaba sentada tranquilamente en el
fondo.
Juan interpeló a la solitaria figura: "¿Por qué estás sentada así, sola en la base de la peña?"
Ella respondió: "¿No ves quién soy?"
"No", dijo Juan, "no lo sé".
"Soy la que vino a tu celda", dijo, "y tú me arrojaste al precipicio".
Juan quedó atónito.
"El Señor me sostuvo", dijo ella, "de manera que no sufrí daño alguno". Y, por un gran
milagro, era tan hermosa allí abajo como lo había sido siempre, y estaba vestida con un
atuendo real.
El emperador y la emperatriz la estrecharon contra su corazón, agradeciendo a Dios
haberla recobrado, y el papa luego partió para Roma, pidiéndole a Juan que lo acompañase.
"¿Cuántas misas has dicho, hijo mío querido;", preguntó el papa.
"Ninguna, fuera de aquélla", replicó Juan.
"¡Ay de mí!", dijo el papa.
"¿Qué te aflige, padre mío bienamado?"
"Estoy lleno de dolor ante el pensamiento de aquella alma desdichada, que sufre en las
llamas del infierno".
Juan dijo: "Santo padre mío, ¿qué quieres decir?"
Entonces el padrino de Juan le refirió el encuentro con la voz sufriente, y Juan se enteró de
que podía redimir el alma diciendo dieciséis misas. "Por eso", dijo el papa, "es que te crié
para que fueras sacerdote".
Juan ofreció una misa diaria durante dieciséis días, y el alma doliente fue rescatada de su
tormento. El papa, en su debido momento, designó a Juan obispo, y él ejerció el cargo con
humildad, sirviendo a Dios con la más profunda devoción. Sus sermones eran como
rosarios de oro que se desgranaran, y volvieron a llamarlo "Boca de Oro". Y escribió
muchos libros sobre Dios. Cuando la tinta se le acababa, mojaba la pluma en sus labios, y
las letras que entonces fluían de ella eran del oro más puro.12

12 Richard Benz (compilador), Alte deutsche Legenden, Jena, 1922. Esta colección se basa sobre una fuente
medieval, una colección popular de leyendas, que aparece en muchos manuscritos, con ediciones numerosas a
partir de 1471, aumentada por extractos de las Vitae Patrum [Vidas de los padres] y las Heiligeleben [Vidas
de santos], compiladas por Hermann de Fritzlar.
Una versión diferente de la biografía y leyenda de san Juan Crisóstomo aparece en la Leyenda áurea de
Jacobo de Vorágine (Iacobus a Vorágine), cap. cxxxviii, "De Sánelo Johanne Chrysostomo", Legenda Áurea,
vulgo Histórica Lombardica dicta ["De san Juan Crisóstomo", Leyenda áurea, vulgarmente llamada historias
lombardas], Th. Graesse, compilador, Breslau, 1890, págs. 611-620. Véase también: The Golden Legend of
Jacobus de Vorágine, traducida y adaptada del latín por Granger Ryan y Helmut Ripperberger, Nueva York,
Longmans, Green and Co., 1914, vol. I, págs. 137-145. Al santo, tal como se lo describe aquí, le falta una sola
cosa para que resulte fascinador, a saber, una biografía interior, una evolución del carácter a través de pruebas
y triunfos, la tentación, la caída y la redención final por la gracia divina. Es tan sólo un soldado ideal de la
iglesia militante, cuando la Cristiandad ha ganado ya la batalla por conquistar un imperio terrenal y su "vida"
es tan sólo la historia de un funcionario clerical que se encuentra en medio del estrépito y el clamor de
rencillas partidistas ya olvidadas, que no revelan ningún secreto del alma humana. El momento de los
primeros mártires ya había pasado. Como el nuevo orden cristiano había prevalecido, el idealismo agresivo y
la furia sacrosanta se canalizaron ahora hacia adentro, y los celosos eclesiásticos se denunciaban y se hacían
objeto de "purgas" recíprocas acusándose de herejías. En medio de esos altercadores, san Juan Crisóstomo
pugnó valerosamente, sin rehuir ningún desafío de los adversarios de fuera de su grey, o de sus propios
rivales, intrigantes, celosos, de adentro de aquélla. En suma, fue tan sólo un dignatario altamente exitoso,
rígido e incapaz de concesiones, entremetido, contencioso, cortado con la misma tijera que sus intrigantes
rivales. Para el amante de relatos extraños que cuenten las experiencias del alma en su búsqueda sempiterna y
hablen de vidas ejemplares llenas de significado, la figura de este altivo eclesiástico, represor y militante,
carece totalmente de interés. La biografía de Juan que aparece en La leyenda áurea, no sugiere nada del
versículo presagioso del Gradual: "Bendito sea el hombre que sufre tentaciones, porque cuando haya sido
probado, recibirá la corona de la vida que el Señor ha prometido a quienes lo aman".

Es éste un cuento muy germánico (como .muchos de los cuentos fantásticos de la colección
de Grimm), siniestro, pero lleno de una significación profundamente confortante. La
primera vez que apareció impreso fue en 1471,1 dieciocho años antes del nacimiento de
Martín Lutero, pero formula ya ciertos motivos luteranos. Estos estaban ya en el aire para
esa época, difundidos por el espíritu de la época. Y Martín Lulero fue la mente magistral, el
corazón ardiente, el gran individuo, que sintonizó, amplificó y proyectó esas ideas hacia el
futuro. Su doctrina es una de las expresiones históricas más tempranas, significativas y
explosivas mediante las cuales el hombre occidental moderno se ha afirmado y descubierto
a sí mismo: un cuestionamiento radical del charisma de la religión tradicional, heredada, tal
como la representaba el sistema sacerdotal católico romano: esa transferencia automática,
mágica del poder sacerdotal para absolver los pecados, comunicar la gracia y liberar las
almas del purgatorio.
El papa, en el presente relato, es incapaz de rescatar el alma en pena o de bautizar al niño;
la magia institucionalizada, canalizada, de los sacramentos, aun cuando la administre el
representante supremo de la rutina eclesiástica —el benévolo, bienintencionado sumo
sacerdote de Roma—, no produce su efecto en las grandes emergencias de la vida. San
Juan, el héroe, prefigura la osada y paradójica máxima de Martín Lutero: Fortiter pecca!,
"Peca con denuedo". Nadie sino el pecador puede convertirse en santo; porque sólo
mediante la experiencia individual, un proceso de pecado personal, sufrimiento y
arrepentimiento, se puede adquirir el poder para dispensar la gracia de Dios, conjurar
mediante el agua bendita del Espíritu Santo y la sangre del Cordero. La gracia tiene que
ganarse. Y las potencialidades mismas de nuestra naturaleza humana que denominamos
"diabólicas" son las alas batientes del águila que nos elevan hacia el reino supernatural de
la gracia.
Al Juan de la leyenda se lo había hecho avanzar con demasiada rapidez por la senda de la
perfección de los santos; los poderes del cielo y del infierno habían colaborado con las
autoridades de la tierra para trabajar milagrosamente en su favor, pero de una manera que
no implicaba ni tentación ni experiencia. El camino le fue abierto a Juan mediante el grito
urgente de la desventurada ánima del infierno; la erudición y la sabiduría religiosas le
fueron otorgados por gracia de María; el papa lo adoptó como hijo espiritual, con el presto
consentimiento de sus padres, supervisó su carrera y lo ordenó sacerdote no bien le fue
lícito. No obstante, estas autoridades no estuvieron acertadas, y el propio Juan no pudo
menos que sentirlo. Comprendió que el supremo oficio humano - el de comulgar a Dios y
dispensar la gracia de Dios bajo la forma de la eucaristía - estaba destinado a ser ejecutado
no por un "inocente" sino por alguien que tuviera "experiencia". "¡Todavía soy demasiado
joven! Esto no puede menos que ser muy contrario a la voluntad celestial". Es decir, esto
tiene que ser contrario a las leyes de la vida, las reglas de ese juego al que hemos sido
desafiados por poderes inescrutables. Y la experiencia requerida, como aprendió
posteriormente Juan, era una experiencia de las oscuras y perversas fuerzas que es virtud
del Santísimo Sacramento superar. El sentimiento de indignidad del joven sacerdote lo
envió al yermo, pero este yermo era el de la vida.
Juan Boca de Oro, el santo cristiano, es superior a Conn-eda, porque, en tanto que el héroe
pagano fue puesto accidentalmente en el camino de la aventura, cuando se hallaba en la
ignorancia, y por inadvertencia, Juan fue impulsado por su propio sentimiento de
insuficiencia personal. Oficialmente, el sacramento es válido cuando lo dispensa un
sacerdote debidamente ordenado dentro de la línea ortodoxa de la sucesión apostólica,
independientemente de cuál sea su carácter personal, digno o indigno, conocedor o
ignorante. Pero Juan siente qué el sacerdote de Dios tiene que ser un Conocedor, y que él
mismo, a pesar de la unción de sus manos, es inadecuado. Se supone que debe absolver del
pecado; pero no sabe qué es el pecado: nunca pecó. A pesar de la aprobación del mundo, es
realmente inelegible. Eso es lo que él siente. Y este sentir lo salva del destino común del
titular del oficio clerical, mero dignatario de la iglesia; su sentimiento lo rescata y abre para
él la senda que lleva a la santidad.
Si bien el favor del papa y la admiración popular que su erudición y capacidad de lenguaje
han suscitado podía muy bien fomentar en él ilusiones halagüeñas, la comprensión intuitiva
que Juan tiene de su estado espiritual presente y la sincera humildad de su carácter impiden
que sea seducido. Su genio comprende lo importante que es integrar la sabiduría de los
poderes oscuros de los que estuvo defendido tanto por su crianza clerical como por la
inocencia de su naturaleza modesta. Mas no puede prever las humillaciones, sufrimientos e
iniquidades que el áspero camino de la integración mediante la experiencia ha de entrañar.
Nadie puede ni siquiera imaginar tales cosas. Y en este aspecto es tan ignorante como el
príncipe pagano, Conn-eda, quien simplemente puso su suerte en manos de la bola de hierro
y confió sin preguntar nada en el consejo del caballito hirsuto. Tal ignorancia es básica;
más que básica, de hecho es salutífera; porque sin ella la experiencia no puede ejercer
ningún efecto fructificante, no puede existir ninguna "cosa nueva" que eche raíces, crezca y
madure a lo largo de la vida hasta convertirse en sapiencia. Sólo aquel que es honradamente
ignorante puede crecer hasta hacerse realmente sabio.
Juan está más avanzado que Conn-eda, sin embargo, en la medida en que él mismo es
quien prescribe el tratamiento del que tiene necesidad. Mientras trastabilla a lo largo de su
camino de peligros, está protegido por las cualidades morales, irracionales, de la humildad,
sinceridad, honestidad y desprendimiento de sí mismo. Gracias a ellas, las instrucciones de
su intuición pueden ser escuchadas, y el instinto de su corazón puede avanzar a tientas,
imaginando el castigo auto infligido y la reparación conveniente para su propia curación.
Juan se comisiona a sí mismo para la indispensablemente necesaria búsqueda de
experiencia, y se encamina al yermo de la vida. Luego, tras haber seguido el impulso de la
bestia que estaba agazapada debajo de su vestimenta de inocencia, inventa su propia cura
reparadora. Actúa literalmente el papel de la apariencia misma de esa bestia, hasta que la
palabra de Dios le ordena detenerse. Entonces, las fuerzas guiadoras, que en el mito pagano
estaban plenamente externalizadas bajo diversas máscaras, se funden en esta leyenda
cristiana con el actor en el cual operan. Su instinto, intuición, reacciones morales y las
fuerzas de su sentimiento proceden todas de una raíz, única, profunda e interior.
Conn-eda aceptó y asumió su aspecto humano al revestirse de la piel imbuida en sangre del
inocente y amable caballejo, y mediante este significativo gesto simbólico de asentimiento
y de identificación, las virtudes divinas de su naturaleza humana animal quedaron libres de
los vínculos de -la oscuridad. La sabiduría de la doctrina pagana representada en esta
imagen estaba fundada en una intimidad con las virtudes instintivas, subhumanas, del
hombre, y de esta intimidad habían aflorado la simpatía y la fe. Pero para el santo cristiano
no podía darse la posibilidad de tal aceptación directa. Las fuerzas elementales de la
naturaleza habían estado mucho tiempo, y deliberadamente, excluidas de su sistema de
integración; nunca se las había invitado a participar como guías respetadas. Juan inició su
marcha desde el último peldaño de la escala de la evolución espiritual, donde permaneció
(gracias a la cooperación en su beneficio del favor humano y sobrehumano) en el papel que
configura la dignidad humana más elevada, el de sacerdote. Se encontró dispensando la
gracia del Todopoderoso, renovando el sacrificio del Redentor, por medio del poder mágico
que se le confirió en el acto de su ordenación. Y este poder estaba fuera de proporción con
su merecimiento individual. Derivado del tesoro del mérito superabundante del propio
Salvador, Jesucristo, y canalizado a lo largo de los siglos por medio de la sucesión
apostólica de los obispos de la Iglesia Católica Romana, ese poder le había sido
sencillamente brindado y echado sobre él. Pero, intrínsecamente, ¿quién era él para
contener y dispensar el tremendo misterio de la gracia que subyuga el pecado? ¿Quién,
exactamente, era él para operar mediante su palabra la transmutación alquímica de la vil
materia en lo Más Exaltado, sacando mediante ello al hombre del abismo del exilio para
llevarlo ante la presencia inmediata del Señor su Dios? A pesar de estar dotado con el don
del lenguaje melifluo y de haber recibido la bendición de toda la ciencia clerical, Juan
sabía, en lo íntimo de su alma cándida, que, sin embargo, no sabía nada. Y tenía perfecta
razón; porque la sabiduría realmente conmensurable con la eficacia del sacramento no se
obtiene, mediante una evitación monástica - en el celibato -, del impacto de los poderes de
la vida, sino mediante un valeroso compromiso con el mundo creado, una aventura en el
yermo de la vida, un descenso a los abismos infernales del alma.
Juan desciende, pues, del peldaño de oro, se hunde en las subregiones, depone su máscara
insustancial de santidad, y se convierte en una bestia. Y entonces, las fuerzas primarias de
su existencia, desconocidas para su anterior actitud de inocencia, se desencadenan sobre él
con furia irresistible. Sabiendo que pecará, y volverá a pecar, si no se separa de la doncella,
resuelve su problema de la forma más tosca posible: la expulsa físicamente de su esfera
vital, en un gesto brutal de desesperación impotente, con lo cual se limita a sacar del medio
el objeto de atracción, la ocasión inmediata de la tentación, y lleva a cabo una especie de
auto castración. Después de ello, le va aún peor, experimenta el pleno impacto de lo
elemental, descubre las profundidades últimas de lo diabólico que hay dentro de él, y. se
coloca la máscara de la bestia repugnante que descubrió ser. El hábito sacerdotal se pudre,
la santa ermita se convierte en el cubil de un monstruo siniestro. Juan se atiene a la
existencia inmunda, brutal, hasta que las fuerzas más elevadas le hablan un vez más con
una persuasión igual a la de la revelación que tuvo en el momento de su primera misa.
En el momento de su concepción, Juan había sido saludado como un redentor aún por
nacer, pero tenía que convertirse en algo para poder satisfacer su misión. Tenía que pasar
por una irracional, demencial, vil y subhumana iniciación en la derrota. Las fuerzas
superiores no lo abandonaron. Se anunciaron la segunda vez por medio de la voz de un
infante todavía no bautizado, que, hasta entonces, por decirlo así, no estaba plenamente
humanizado aún, y el sacerdote se vio liberado de la penitencia purificadora, que se había
impuesto a sí mismo, de su torpe encarnación animal, para renacer como un santo.13

13 Juan Crisóstomo provocó conscientemente la crisis de transformación que acometió al rey Nabucodonosor
en el Libro de Daniel: "Habló el rey y dijo: ¿No es ésta la gran Babilonia que yo edifiqué para casa real con la
fuerza de mi poder, y para gloria de mi majestad? Aún estaba la palabra en la boca del rey, cuando vino una
voz del cielo: A ti se te dice, rey Nabucodonosor; El reino ha sido quitado de ti; y de entre los hombres te
arrojarán y con las bestias del campo será tu habitación, y como a los bueyes te apacentarán; y siete tiempos
pasarán sobre ti, hasta que reconozcas que el Altísimo tiene el dominio en el reino de los hombres, y lo da a
quien él quiere. En la misma hora se cumplió la palabra sobre Nabucodonosor, y fue echado de entre los
hombres; y comía hierba como los bueyes, y su cuerpo se mojaba con el rocío del cielo, hasta que su pelo
creció como plumas de águila y sus uñas como las de las aves. Mas al fin del tiempo yo Nabucodonosor alce
mis ojos al cielo, y mi razón fue devuelta; y bendije al Altísimo y alabé y glorifiqué al que vive para siempre,
cuyo dominio es sempiterno, y su reino por todas las edades. Todos los habitantes de la tierra son
considerados como nada; y él hace según su voluntad en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, y
no hay quien detenga su mano y le diga: ¿Qué haces? En el mismo tiempo mi razón me fue devuelta, y la
majestad de mi reino, mi dignidad y mi grandeza volvieron a mí, y mis gobernadores y mis consejeros me
buscaron; y fui restablecido en mi reino, y mayor grandeza me fue añadida". (Daniel 4, 30-36). [Traducción
de Casiodoro de Reina, revisada por Cipriano de Valera, nueva revisión de 1960]: Tales metamorfosis y
eclipses temporarios siempre amenazan a los grandes en el momento de su exceso de confianza. Compárese
también, Apuleyo, El asno de oro.

CUATRO ROMANCES DEL CICLO DEL REY ARTURO

I. SIR GAWAIN Y EL CABALLERO VERDE

La Nochevieja, cuando el año se retira a su lecho de muerte, y la vida, después de haber


pasado por sus noches más largas, comienza a soltarse de las garras de la muerte invernal;
durante ese lapso entre las fiestas de Navidad y de Epifanía en el que se supone que los
duendes y los espectros se han marchado, el Caballero Verde hizo su aparición no
anunciada en la corte del rey Arturo. Entró a caballo directamente en el salón principal, y
era un hombre de estatura gigantesca; su armadura y su caballo, su rostro y sus armas eran
verdes, y lo que empuñaba no era una espada sino una arcaica hacha de combate. Lanzó un
desafío a los Caballeros de la Tabla Redonda, que estaban reunidos allí, intimándolos a
trabarse en combate con él o quedar deshonrados ante los ojos del mundo.
Pero los términos del desafío eran muy extraños. El caballero que se atreviese a presentarse
y convertirse en el paladín de la honra de la corte del rey Arturo debía tomar el hacha de la
fantasma y tratar de decapitarla de un solo golpe. A trueque de ello, el mismo paladín
debería presentarse en la "Capilla Verde" y enfrentar nuevamente al retador, pero esta vez
sería él, y no el Caballero Verde, quien presentara el cuello al golpe del hacha.
El vestiglo formuló sus condiciones, y todo el círculo de la Tabla Redonda permaneció
sentado, transido de asombro. A este asombro sucedió una desazón general, porque
ninguno de los caballeros se había levantado para aceptarlo. Entonces, el propio rey Arturo
se levantó para salvar el honor de la corte, pero su sobrino, sir Gawain, se interpuso
rápidamente. El joven se adelantó hasta quedar enfrente del preternatural visitante y se
comprometió a cumplir las estipulaciones. El Caballero Verde desmontó, entregó a sir
Gawain su hacha, inclinó y desnudó el cuello, y esperó. Gawain empuñó y sopesó la
poderosa arma, y entonces, finalmente, de un solo poderoso tajo, cercenó la cabeza, que
cayó al suelo, rodó un poco y se detuvo. Pero el Caballero Verde procedió como si nada
hubiera acontecido. Deteniéndose calmosamente, tomó otra vez la cabeza, aferrándola por
sus cabellos sueltos y, recuperando otra vez el hacha de las dóciles manos de su rival,
montó con agilidad su gran caballo verde. La cabeza, que chorreaba sangre, movió
lentamente los labios, y se escuchó otra vez la voz, que conminaba a Gawain a no dejar de
presentarse el próximo año en la capilla. Luego el decapitado vestiglo se puso la cabeza
bajo un brazo y se marchó.
Cuando el año se acercaba otra vez a su término, poco después de la víspera de Todos los
Santos, sir Gawain estaba pronto para encaminarse a la desconocida Capilla Verde. Montó
su corcel en medio de las lamentaciones de la corte, porque nadie esperaba que regresase.
No obstante ello, el joven caballero estaba, por su parte, bastante alegre: "¿Qué he de
temer?", preguntaba. "¿Qué otra cosa puede acontecerle al hombre fuera de afrontar su
destino?" Y así diciendo, picó su caballo y se marchó.
Gawain cabalgó solo. Se encaminó hacia el norte, a través del yermo y del invierno.
Ninguna de las personas que encontró en la desolada campiña le pudo mostrar el camino ni
decirle nada sobre la capilla. Nunca la habían visto ni sentido hablar de ella. Se vio
obligado a seguir su propia voz interior. La aventura fue larga y el frío cada vez más
severo, de suerte que Gawain pronto se encontró en un gran aprieto y cabalgando
irremediablemente descarriado.
La Nochebuena, cuando estaba perdido en un bosque sombrío, rogó a Cristo y a la Virgen
que le mostraran algún cobijo donde pudiera celebrar el nacimiento de su Salvador.
Entonces llegó inesperadamente a un poderoso castillo, en lo profundo del yermo, donde le
dieron la bienvenida con muy hospitalaria recepción. El castellano, hombre de descomunal
estatura y semblante siniestro, se mostró muy solícito por hacer que se sintiera cómodo; y
su esposa, mujer de deslumbrador encanto, como también una imponente dueña que residía
con ellos en el castillo, parecían deleitarse por igual en tratar como huésped a un tan
nombrado caballero. Su acuciante afán por conocer el camino a la Capilla Verde quedó
resuelto, porque le dijeron que el lugar se encontraba muy cerca, en un valle angosto y
perdido, al que se podía llegar con facilidad. Si se ponía en marcha la mañana de Año
Nuevo, podría llegar a tiempo para la cita; entretanto, le instaron, debía permanecer en el
castillo, Y así pues se quedó, y lo hicieron objeto de grandes honores y lo agasajaron
gratamente.
Tres días antes de la mañana en la que debía partir Gawain, su huésped salió de mañana
para una partida de caza. Ambos habían acordado amigablemente la noche anterior,
mientras bebían juntos frente al hogar, en que cualquier pieza que cobrara el cazador
durante su jornada correspondería al visitante, y, a cambio de ello, el castellano recibiría el
botín que Gawain obtuviera quedándose tranquilamente en casa. El pacto había sido
bastante divertido, y ambos se rieron mucho.
La salida del cazador a la mañana siguiente fue bulliciosa: aullaban los perros, piafaban los
caballos; resonaban las trompas de caza y gritaban los numerosos acompañantes. Luego,
cuando el castillo, despoblado de sus moradores, quedó tranquilo, Gawain volvió a
dormirse. Pero pronto lo despertó suavemente el advertir que alguien estaba sentado en el
borde de su cama. Era la esposa de su alojador. Cuando el castillo quedó vacío, la hermosa
mujer había entrado a hurtadillas en la cámara y se había instalado en la cama de Gawain,
dentro de las cortinas.
Le hablaba con voz baja, amable, rica y hermosa, y Gawain se sintió irresistiblemente
atraído. Pero al ser, como era, un cumplido caballero, se sentía también inamoviblemente
ligado por el deber para con su huésped. Con un dominio casi sobrehumano de sus
impulsos, resistió lo irresistible, y la magnífica mujer tuvo que contentarse con el
otorgamiento de un beso desvaído.
El señor del castillo retornó al atardecer, y sus hombres venían abrumados bajo el peso de
las piezas que había cobrado. Las colocaron en filas en el piso del gran salón, y el huésped
las presentó a Gawain, el cual en cumplimiento del pacto devolvió al descomunal cazador
el beso que había recibido. Y entonces ambos, nuevamente, rieron de todo corazón. ¡Qué
mezquino botín, si se lo comparaba con las presas capturadas en ese día!
A la mañana siguiente, el señor del castillo volvió a salir, y otra vez la castellana pasó
detrás de las cortinas. Estuvo más apremiante que el día anterior, y el autodominio de
Gawain se hizo más precario. Pero el caballero era hábil; no sólo resistió los apremios de su
insistente huésped, sino que también la confortó y la apaciguó, de manera que ella, aunque
rechazada, no se sintió humillada; y esta vez dio dos besos a Gawain antes de despedirse.
El castellano regresó un poco tarde ese día. Había matado un robusto oso, que presentó al
caballero. Y cuando, a cambio, recibió los dos rápidos besitos en la mejilla, los hombres se
rieron otra vez de todo corazón.
La tercera y última mañana antes de la partida de Gawain, las cosas transcurrieron con un
poco menos de cortesanía detrás de las cortinas del lecho. La mujer insistió con una
desesperación que hizo parecer absurdamente arbitraria la sostenida caballerosidad del
convidado. La situación se tornó más aguda por el hecho de que el joven y gallardo Gawain
tenía considerable reputación como amante. "Dime por lo menos", imploró la mujer, "que
estás enamorado de otra dama y que le has jurado serle fiel". Pero el joven respondió que
no existía en su vida ninguna tal señora de sus pensamientos.
Entonces la mujer pareció buscar alguna prenda, algo que, de alguna manera, aunque fuera
intangible, lo hiciera suyo; y se quitó del dedo una pesada sortija, que le instó a aceptar.
Pero él se resistió nuevamente, porque un anillo es un símbolo de la personalidad, y ofrecer
un anillo significa la entrega del propio ser. Dar el anillo que se lleva es conferir un poder,
la autoridad para hablar o actuar en nombre del que lo entrega. Así, un rey entrega su anillo
al funcionario autorizado para dar órdenes y sellar las leyes en lugar de él, y una dama
entregará su anillo al caballero que es su caballero. Aceptar un presente tal implica
fidelidad, alguna clase de vínculo; y sir Gawain, de acuerdo con su carácter de caballero de
la Tabla Redonda del rey Arturo, era muy estricto consigo mismo en lo referente a
cualquier relación que lo comprometiera.
Como se ve, el joven venía siendo sometido durante esas últimas horas de su vida a una
prueba muy delicada y significativa. Al alba del día siguiente tenía que enfrentarse con el
Caballero Verde y resignarse a la pérdida de su cabeza. Entretanto, disponía de un día, un
día en el momento del prematuro y radiante ocaso de su juventud. Y si su juvenil cuerpo
hubiera podido crear una respuesta viviente a su propio y ahora furiosamente exacerbado
deseo de vivir, no hubiera suscitado nada más deseable que esa hermosa y apremiante
mujer que se había presentado ante él. Por última vez, el hechizo del mundo estaba delante
de él, brindando a sus labios un gusto final, comparativamente breve pero suntuoso, de la
vida que demasiado pronto habría de perder. A pesar de ello, el caballero - ese experto
amador de nobles y hermosas damiselas, de ninguna manera insensible a sus encantos y
demandas - estaba rechazando la dádiva, esa copa de placer llena hasta el borde.
Las razones aducidas y reales de sir Gawain para su acto antinatural eran su obligación
caballeresca para con su huésped ausente, y si queremos apreciar el simbolismo de este
predicamento, tenemos que tratar de comprenderlas de la misma manera que él. Se lo
tentaba a que renunciase, a cambio de un momento de indulgencia consigo mismo, a su
dedicación de toda la vida a la perfección de la caballería. Si cedía, su falta no sería la
licencia carnal (podemos creer que no la habría rehuido) sino la falta de sinceridad y la
infidelidad, y eso hubiera significado la desintegración de la consistencia de todo su ser.
Porque sir Gawain era un iniciado, uno de los principales iniciados, en el círculo sagrado de
la Tabla Redonda, dedicado solemne y seriamente a la vida modelo del ideal caballeresco.
El haber sucumbido a la atracción de una aventura de amor episódica a costa de la
coherencia de su carrera hubiera significado traicionar no sólo a su huésped sino a sí
mismo. Su vida estaba destinada a terminar pronto; que continuara, pues, hasta el final. Que
no se derrumbara en una hora transitoria de azar lujurioso.
Pero la frustrada mujer tenía en juego ahora un problema antagónico de honor, y no había
que negarle por completo su requerimiento de que por lo menos se hiciera alguna concesión
a su solicitación no encubierta. Gawain no quería aceptar su persona. Gawain no quería
aceptar su anillo. ¿No habría, entonces, por ventura, algo menos comprometedor que él
quisiera dignarse a recibir de ella, alguna bagatela, algo que ni llegara a ser un presente, una
nadería, pero que de todos modos fuera una partícula de su existencia, que pudiera
constituir un vínculo secreto entre ellos? Al bajar los ojos, su vista se posó sobre un angosto
ceñidor verde, un trocito de cinta, que llevaba en torno de su cintura. Las temblorosas
manos la desataron, y ofreciéndosela con instancia al renuente héroe que se encontraba en
el lecho, le susurró como si las paredes pudieran oírlos: "Por favor, tomadlo. Es una
nadería, pero posee un poder milagroso". Gawain no había permitido aún a la tentadora que
cerrase la mano. "Quienquiera llevare este trozo de cinta sobre su persona", le dijo, "no
puede recibir daño alguno".
Esta fue una estocada elocuente. La resistencia de Gawain, durante un momento, aflojó
algo, y la persistente mujer comenzó a apretar sus dedos para que los cerrase. Renunciando
a conquistarlo, había recurrido a un soborno, una apelación a cualquier partícula diminuta
de temor que pudiera subsistir aún en el corazón de este valerosísimo mancebo que había
viajado desde tan lejos para enfrentar la muerte cara a cara. Poco habría, o quizá nada, en
contra de los intereses de su alojador si aceptara tan oportuno talismán. La mujer argüía con
un aire de amorosa preocupación, ansiosa por la seguridad del joven: con provisión, exenta
de egoísmo, maternal, sin tratar ya de forzar su voluntad por medio de la seducción. Y
Gawain fue tomado desprevenido por esta estrategia. Sus dedos comenzaron a cerrarse por
sí mismos sobre el frágil cíngulo verde. Luego, de pronto, lo asió y lo recibió, y la mujer,
en el ardor de su gratitud y satisfacción, lo besó con entusiasmo tres veces. El joven
caballero cabalgaría con mayor confianza la mañana siguiente para llevar a cabo su
empresa, un poco menos franco y esplendoroso, menos consciente de su valor, menos recto
de lo que hubiera sido de no haber sustraído al huésped una cosilla en la ceremonia de su
diario trueque, pero de todos modos sería un jinete extraordinariamente heroico.
El cazador regresó aún más tarde que el día anterior, y sólo pudo exhibir como botín un
zorro, flaco y maloliente. Su morral se había ido vaciando día a día, en tanto que el del
invitado, dentro de las murallas del castillo, se había ido ensanchando cada vez más. En el
momento del intercambio, el huésped, encogiéndose de hombros como para excusarse,
presentó su mezquina ofrenda, y el invitado, con apenas una huella de incomodidad, sus
tres besos. El trozo de cinta verde no apareció, y la mujer, que había permanecido de pie,
vigilando con ansiedad, se esponjó con una mirada de agradecida alegría.
La mañana siguiente, un escudero guió a sir Gawain hasta el valle descarriado, y cuando le
señaló el camino hacia la Capilla Verde, le instó con ahínco a que se volviera. Jamás nadie,
dijo, había regresado después de entrar en esa capilla. "Por eso, noble señor Gawain, dejad
en paz a ese hombre. Idos en otra dirección, y os prometo guardaros el secreto". Pero el
joven caballero no tenía miedo, y con la cinta verde ceñida, confiaba en sobrevivir donde
los otros habían perecido.
Siguió solo adelante, y a su debido momento llegó a una bóveda sombría, hundida en el
suelo, estropeada por el tiempo y recubierta de musgo, un lugar ominoso para una cita,
desolado y silente. Tiró de las riendas de su caballo y se puso a escuchar; y no llevaba
mucho tiempo haciéndolo, cuando un ruido que parecía el de una piedra de amolar, como si
alguien estuviera afilando un hacha, llegó a través del aire invernal desde la ladera boscosa,
del otro lado del torrente. Gawain pronunció en alta voz su nombre y anunció su llegada.
Una voz le respondió que aguardara, y volvió a escucharse el horripilante ruido del hacha
afilándose. El ruido cesó abruptamente, y en un instante el corpulento Caballero Verde
salió de una cueva y se lo vio descender por la ladera.
El saludo fue breve, y como en un encuentro de negocios. Gawain fue conducido al lugar
de la ejecución. Imitando a su modelo del año anterior, se mantuvo inmóvil con el cuello
inclinado y dispuesto, pero en el momento en que el otro blandió el hacha, instintivamente
"encogió un poco los hombros". Podría decirse que éste fue un segundo síntoma del rasgo
que lo había impulsado a aceptar el trozo de cinta, y es interesante notar que, aunque ahora
estaba protegido por el talismán, no pudo aceptar plenamente el mandoble inminente.
El Caballero Verde, al verlo titubear, detuvo el golpe y echó en cara a Gawain su cobardía.
El joven protestó. El no tenía la suerte, expresó, de poder recoger su cabeza una vez que
cayera cercenada. Pese a ello, se puso otra vez en posición, con la promesa de que ahora no
temblaría.
El Caballera Verde levantó otra vez el hacha. El imponente verdugo ya había comenzado a
descargar el golpe, cuando al advertir que esta vez el caballero no flaqueaba, se interrumpió
otra vez deteniendo el impulso de sus dos brazos y comentó con aprobación: "Así me gusta
que seáis. Esta vez sí daré el tajo. Pero primero quitaos esa capucha que el Rey Arturo os
dio, para que yo pueda dar en vuestro cuello de la manera exactamente debida".
Gawain se exasperó: "Golpead fuerte de una vez, o de lo contrario pensaré que no os
atrevéis a dar el golpe".
Tomó el hacha por tercera vez, lo alzó todo lo que le permitían los brazos y lo dejó caer;
pero fue de tal manera que casi erró, pues sólo arañó la piel con el filo, haciendo en el
cuello una delgada raspadura que sangraba ligeramente.
Gawain, cuando sintió eso, saltó a un lado, asió las armas y se preparó para el combate.
"¡Os reto!", exclamó, "¡lo convenido fue un golpe, y nada más!"
El Caballero Verde sonreía, apoyado tranquilamente en su hacha. "No os exaltéis", dijo,
"habéis recibido el golpe que merecíais. No haré nada más para dañaros. Por dos veces me
contuve. Estos golpes fueron inocuos porque por dos veces guardasteis la fe que me habíais
prometido y me devolvisteis los besos que habíais recibido de mi esposa. Pero la tercera
vez faltasteis, y por eso os marqué con mi hacha. El ceñidor verde que lleváis me pertenece;
mi mujer lo hizo para mí. Fui yo quien la envié a vos con sus caricias, sus besos y la verde
tentación. Yo sabía todo lo que habría de pasar. Y entre todos los caballeros del mundo sir
Gawain es como una perla entre guisantes. Fallasteis un poco cuando fuisteis sometido a
prueba por tercera vez, pero no por concupiscencia o autocondescendencia, sino porque
amabais vuestra vida y os sentíais desdichado de abandonarla".
Sir Gawain enrojeció de vergüenza: "¡Malditos seáis ambos, el Temor y el Deseo! Sois los
destructores del valor viril y del heroísmo." Se sacó el cíngulo y lo alargó para devolverlo,
pero el Caballero Verde se negó a recibirlo. Confortó al joven héroe, encareciéndole que
conservara la cinta verde como un presente, y luego lo invitó a compartir otra vez la
hospitalidad de su castillo.
Gawain rehusó acompañarlo, pero consintió en guardar el ceñidor, que ató con un nudo
oculto debajo de su brazo. Debería servirle siempre de recordatorio de cómo había fallado.
Y así volvió indemne a la Tabla Redonda de la corte del rey Arturo, donde contó su
aventura.
Los caballeros hicieron poca cuenta de su falla, pero mucha del heroísmo de su victoria. Y
en memoria del extraordinario suceso, decidieron unánimemente llevar siempre, a partir de
entonces, un trozo de cinta verde. 1

Así termina la conseja; pero nos deja con una pregunta. Y es ésta: ¿quién es ese ser
trasmundano, prepotente, con derecho a desafiar, poner a prueba, desenmascarar y emitir
sentencia? El Caballero Verde, que podía recoger su cabeza cercenada y ponérsela bajo el
brazo y reaparecer con ella otra vez en su lugar, cuya esposa era la más hermosa tentadora
del mundo y cuya Capilla Verde era una suerte de cripta feérica, "la iglesia más
malhadada", según la juzgó Gawain, "en la que jamás entré": ¿quién es, pues, ese personaje
y cuál es su nombre?

1 Gawain y el Caballero Verde nos ha llegado en un único manuscrito, de fines del siglo xiv (MS Cotton.
Nero A. x fols. 91-124 v?, en el British Museum). que contiene otros celebrados poemas medievales: La
perla, Limpieza y Paciendo. Gawain fue editado por primera vez por sir Frederic Madden, Londres, The
Bannantyne Club, 1839, y luego por Richard Morris, para la Early English Text Society, en 1864. Lo tradujo
al inglés moderno la señora Jessie L. Weston, Londres, 1898 (Nueva York, 1905); las compilaciones
estuvieron a cargo de: el reverendo E. J. B. Kirtlan, Londres, 1912; y K. G. T. Webster (W. A. Neilson y K.
G. T. Webster, The Chief British Poets of the Fourteenth and Fifteenth Century), Boston, 1916. Un
importante estudio de las fuentes y variantes aparece en el trabajo de George Lyman Kittredge, A Study of
Gawain and the Oreen Knight, Cambridge, Harvard University Press, Mass., 1916. Véase también Ananda K.
Coomaranswamy, "Sir Gawain and the Creen Knight" en Speculum XXI, págs. 104-125", quien hace un
estudio de la decapitación con paralelos orientales.

En los cuentos folklóricos y fantásticos no es infrecuente que los muertos aparezcan


portando su cabeza bajo el brazo para aterrorizar a las personas con las cuales se
encuentran. También arrojan al aire sus cabezas y juegan a los bolos con sus calaveras. Por
otra parte, el verde pálido es el color de los cadáveres lívidos: las pinturas tibetanas, que en
su simbolismo cromático se ajustan a una tradición minuciosamente prescripta, emplean ese
mismo tono para denotar todo lo que pertenece al reino del Rey Muerte. 2 Podemos suponer
sin riesgo que la aparición gigantea de color verde de muerto que sale del descarriado valle
y de la "más malhadada iglesia", portando un hacha arcaica sobre su hombro, en lugar de
una espada cristiana, contemporánea y caballeresca, y montado en un corcel tan señalado
por su color y tamaño como el mismo jinete era el gran segador, la Muerte. Y la mujer,
deslumbrantemente bella que encarna y representa el esplendor y encanto del mundo, que
ofrece el cáliz del deseo, tentando a disfrutarlo, es la Vida, novia de la Muerte. 3
La leyenda del Buda contiene un celebrado ejemplo de este antiguo y aparentemente
universal tema mitológico de la prueba a que someten al héroe las personificaciones de la
muerte y de la vida. Durante la noche-época en la que el Salvador estuvo en meditación
bajo el árbol Bo, en el Punto Inamovible y al filo de la autorrealización, se le acercó el
supremo tentador, Mará, "el matador", "el que da la muerte". Mará compareció bajo la
guisa de un atractivo joven, que llevaba un laúd; el otro nombre de Mará es Kama, el
"deseo", el "placer". E hizo desfilar tres voluptuosas damiselas delante de los ojos del Buda
(se las llama ''hijas de Mará" en la leyenda), que intentaron exhibirse; pero el héroe se
mantuvo inconmovible. Entonces, el tentador, asumiendo su aspecto furioso, convocó a su
ejército de demonios - como en la tentación de San Antonio -, para que la seducción de la
vida y el terror de la aniquilación asaltaran simultáneamente al héroe. Los demonios, con su
atuendo de batalla, rodearon la figura solitaria y silente y se abalanzaron sobre ella. Y de la
misma manera como Gawain fue tentado tres veces por la mujer, también lo fue el Buda
por las tres hijas; de la misma manera como Gawain afrontó la amenaza del hacha, también
el Buda afrontó los proyectiles arrojados por la horda. Los demonios amenazaron su
meditación ya con el solo terror de sus rostros: muchos tenían rostros de animales y aves de
presa. Arrojaron contra él árboles ardiendo, rocas, montañas flameantes, pero el Salvador
permaneció inconmovible; porque, sabía que el tumulto levantado alrededor de él, la furia
del ejército y la seducción de las hijas de Mará sólo representaban una reflexión especular
de las fuerzas internas, elementales, de su propia naturaleza interior, que se aferraban aún a
la existencia fenoménica, clamoreando en demanda de satisfacción carnal y amenazando
con la destrucción de su forma física. Mediante el acto de comprender el terror y la
seducción como las dos maneras de comportamiento de un único maestro de tentación, el
Salvador del Mundo se liberó del sojuzgamiento de su yo concupiscente y medroso. Al
reconocer que los opuestos, aunque contrarios en su forma aparente, eran las
manifestaciones apareadas de una realidad única, se mantuvo firme entre ambas. La última
llama espasmódica de sentimiento personal quedó extinguida en él. (En cuanto "el Buda",
es decir, "el Iluminado", era al mismo tiempo "el Extinguido", el que ha entrado en el
Nirvana.) Y por eso, las damiselas hicieron desfilar sus encantos delante de ojos vacíos, y
los proyectiles arrojados se transformaron en flores de adoración. El antagonista, con todos
sus demonios y sus hijas, tuvo finalmente que retirarse.

2 En la épica irlandesa arcaica, que aparentemente es la fuente del romance medieval


inglés de Gawain y el Caballero Verde, el gigante no es verde sino negro, o, mejor dicho,
está vestido de negro (Fled Brierend 16: 91-102. C/r. G. L. Kittredge, op. cit., págs. 10-15).
Se ha sostenido la hipótesis de que el color verde haya entrado en la leyenda por una falla
de traducción de la palabra irlandesa ¿las, que puede significar tanto "gris" como "verde"
(cfr. Roger S. Loomis, Celtic Myth and Arthurian Romance, Nueva York, Columbia
University Press, 1927, pág. 59). De todas maneras, aun cuando sea un elemento tardío del
relato, el color era apropiado para el carácter original del Retador, y así lo deben de haber
sentido tanto el narrador como sus oyentes. El original irlandés de la figura del siniestro
Retador era el dios y portero del Otro Mundo, Curoi Mac Daire (Roger S. Loomis, op. cit.,
capítulo XI: véase también A. C. L. Brown, Origin of the Grail Legend, Cambridge, Mass.
Harvard University Press, 1943, págs. 71, 357, 378). En una de sus manifestaciones, Curoi
se conoce bajo la advocación de "Terror, hijo del Gran Miedo" (Fled Brierend 14: 75-78;
G. L. Kittredge, op. cit., págs. 17-18).
3 ["Vida" y "Muerte" son ambos nomina Dei - nombres de Dios -. "Verde" representa
cualquiera de los dos. - AKC.]

La correspondencia entre las tentaciones de Gotama, las cuales, de acuerdo con la tradición
budista, representaron las etapas finales de su iniciación en el "Real Trono de León del
Maestro de Dioses", y la tentación de sir Gawain son manifiestas. En ambos casos, la
Muerte encarna la función de maestro iniciático. 4 El campeón de la Mesa Redonda se
comporta menos gloriosamente que Gotama, porque, después de todo, no es un salvador del
mundo, sino tan sólo "el mejor de los caballeros": a pesar de ello, su romance es una
versión del mismo misterio universal. A través del valle de la muerte es conducido al
solitario y apartado santuario de la vida renovada, y allí, tras superar la prueba, renace. Es
ésta una versión caballeresca medieval del misterio del morir a la individualidad transitoria
- que está compuesta de deseo y de temor -, y de ganar la resurrección a la vida superior,
inmortal.
El presente otorgado al iniciado, el cíngulo verde, color de la muerte. . . ¿pero quien sino la
Muerte misma podría haber otorgado tal dádiva? Confiere la inmortalidad, libera al
portador del poder de la muerte, y es el talismán del renacimiento. 5 La manera que tuvo
Gawain de recibirlo fue indudablemente cuestionable. Lo aceptó con un estremecimiento de
vergüenza, como un botín arrebatado en secreto y ocultado.

4 ["¿Qué es descabezar'? Dar muerte al alma carnal (nafs=hebreo nejesh) en la Guerra Santa" (Rumi,
Mathnawi 2.2525). - AKC.]
5 Del héroe supremo del ciclo épico irlandés, del que proceden en gran medida los romances de la Mesa
Redonda, Cuchullin, el prototipo de sir Gawain, se refiere también que fue portador de un cinturón mágico
que lo hacía invulnerable.

Si hubiera sido capaz de devolverlo en el momento del intercambio vespertino, su


iniciación habría revestido acaso una forma menos aterradora; se le hubiera podido ahorrar
el encuentro en la Capilla Verde. No obstante ello, después del completamiento de la
prueba no puede caber duda de que merece el trofeo, y por ello la Muerte se lo otorga como
un presente legítimo.
En esta aventura caballeresca tardía, la Muerte desempeña el mismo papel que en los
antiguos mitos y poemas épicos de Gilgamesh, Heracles, Teseo y Orfeo. Estos héroes
arcaicos, también, descendieron al mundo infernal (o viajaron a tierras distantes, prohibidas
o desconocidas) para ganar mediante el misterio de la muerte el tesoro de la vida
perdurable. Pero en la presente versión, el propósito del desafío, tentación y prueba no se
aclara. El romance parece perder algo de la profundidad que él mismo sugiere. No insiste
sobre su significado. Ni siquiera podemos estar seguros de que los poetas franceses e
ingleses de los siglos decimotercero y decimocuarto que compusieron este romance a partir
de los materiales arcaicos se propusieron conscientemente la lectura que por fuerza emerge
cuando se interpretan en forma comparada los episodios tradicionales que sintetizaron con
éxito. 6 El Caballero Verde, por ejemplo, antes de despedir a Gawain levanta su visera y
revela su verdadero rostro, su carácter y significado ocultos, pero el nombre que anuncia no
es su verdadero nomen. Se presenta simplemente como Bernlak de Hautdesert, "Bernlak
del Desierto Elevado". Un chiste más de encubrimiento, que esta vez se hace no sólo al
héroe sino también a los lectores y a los poetas. 7
La anciana e imponente dueña que vive también en el castillo resulta ser el Hada Morgana,
que otrora había sido la amante del sabio y poderoso Merlín, cuya magia aprendió y al cual
luego encantó, convirtiéndolo en un sepulcro viviente. 8 Se declara que había sido ella la
que envió al Caballero Verde en su misión a la corte del rey Arturo y la que le dio con su
magia el poder de hacer el truco con su cabeza cercenada. Al parecer, a uno de sus hijos se
le había negado la admisión en el círculo selecto de la Tabla Redonda, y, como era una
mujer vengativa, resolvió desdorar el valor de los caballeros. También había esperado que
la reina Ginebra muriera de miedo y vergüenza. Morgana es medio hermana del propio rey
Arturo, y por consiguiente tía de sir Gawain, que es a su vez sobrino del rey Arturo,
etcétera, etcétera. Es palmario que el interés de la aventura ha degenerado en lo puramente
social y genealógico. Temas que otrora tuvieron que ser desarrollados en un escenario
mítico más elevado, aparecen ahora oscurecidos y recargados con los jaeces del orgullo
caballeresco y la intriga de familia. Y, efectivamente, eso es lo que sucede en todo el ciclo
de sir Gawain, y no sólo en el presente encuentro con el Caballero Verde. Las numerosas
leyendas de Gawain están vivificadas por maravillosas imágenes mitológicas, aventuras en
castillos solitarios y encantados y en deliciosas y remotas islas de hadas, pero toda la
mitología se ha transformado de acuerdo con las fórmulas sociales del amor medieval y los
torneos caballerescos. No obstante, el ojo vígil puede detectar y leer nuevamente el
simbolismo más antiguo con su significado atemporal.

6 El caso de estos poetas se asemeja al del soñante que no comprende los símbolos que le presenta el genio
creativo de su propio interior. Supieron cómo reunir, combinar y modificar los motivos tradicionales de
acuerdo con el espíritu tradicional y las leyes de su arte heredado de narrar cuentos, pero de ahí no se sigue en
modo alguno que comprendieran en lo más mínimo el significado de sus combinaciones.
7 Para un análisis de este nombre, véase Roger S. Loomis, Romantic Review, xv. pág. 275 sig.
8 El poeta de Gawain identifica aquí al Hada Morgana (Fata Morgana, media hermana del Rey Arturo, con
Niniana, la amante de Merlín; en otros pasajes de los romances de Arturo se las mantiene diferenciadas. La
historia de Niniana y Merlín se encontrará infra, páginas 129-143.

Oímos hablar, por ejemplo, del Castillo Maravilloso, Le Chotean Merveil: 9 un lugar
colmado de ordalías aterradoras y asombrosas, experiencias comparables al "Valle sin
Regreso" de Merlín. Tres reinas e incontables doncellas están allí prisioneras; la castellana
es una dama de sobrenatural belleza; el Cháteau es una verdadera "isla de las mujeres".
Como al Averno de la Antigüedad, se llega a él en una barquilla, bajo la custodia de un
batelero, o, según otra versión, en una pequeña isla flotante. 10 Las aguas que la rodean son
difíciles de atravesar; nadie puede llegar jamás a la otra costa; y el batelero se lo advierte al
héroe que le pide que lo cruce. "Quienquiera atraviese este brazo, tiene que quedarse para
siempre en aquel reino". Como la isla de los feacios visitada por Ulises (la cual,
fundamentalmente, era un país encantado de los difuntos bienaventurados), al castillo
femenil de Gawain sólo puede llegarse con ayuda divina o por virtud de algún
encantamiento. Quien entra y sobrevive a las ordalías demuestra ser el héroe elegido,
efectúa la liberación de todas las mujeres sacándolas del hechizo que las mantiene en la
esclavitud y se convierte en el príncipe consorte de la reina. Se convierte, de hecho, en el
señor y el esposo de todas las mujeres y doncellas del reino bienaventurado.
De acuerdo con una de las versiones de la aventura, 11 tres majestuosas reinas de distintas
edades que Gawain encuentra en la isla encantada revelan ser su abuela, madre y hermana;
es decir, el reino que ha descubierto es el de las "Madres", la misteriosa zona de sombras a
la que Fausto habría de descender posteriormente con su llave mágica para descubrir y
liberar la sombra de Elena de Troya. 12 Es ésta la esfera sempiterna de la feminidad, que
representa la morada atemporal de la vida inagotable, el pozo de la muerte del que la vida
mana en un perenne renacimiento. Es una localidad misteriosa visitada por innúmeros
héroes legendarios y románticos del mundo, que puede reconocerse bajo muchas
transformaciones históricas y que pertenece a nuestro acervo de tesoros de imágenes
simbólicas arquetípicas. Las representaciones que han llegado hasta nosotros en el cuento
fantástico celta y en el romance de Arturo ponen de manifiesto rasgos que derivan de la
civilización matriarcal primitiva que floreció en toda la Francia occidental y en las islas
británicas en la época precéltica. Entre la multitud de mujeres del linaje atemporal de la
maternidad, que descienden, edad tras edad, de la tatarabuela del clan matrilineal, el
caballero, el joven viril, el niño héroe (puer aeternus), 13 cansado de su larga aventura,
descubre al fin su lugar de descanso. Allí ha llegado —a ese santuario oculto que está en la
cabecera de la fuente— en busca de una solución para el enigma de la vida y de la muerte.
Y allí conquistará la respuesta largamente anhelada y negada. Su oráculo tiene que ser la
feminidad maternal, la sabiduría tácita e intuitiva de la fuerza vital que, mediante su
presencia viviente, ha de hacerle inteligible el misterio de su propio reiterado renacimiento
a través de las generaciones transitorias.

9 El Conté del Graal, de Chrétien de Troyes, y el Parzival, de Wolfram von Eschenbach, proporcionan las
versiones principales, pero cierta cantidad de textos menores contribuyen también a nuestro conocimiento de
la leyenda de Le Cháteau Merveil. Cfr. Jessis L. Weston, The Legend of Sir Gawain, Londres, 1897, Págs.
27-28.
10 Heinrich von dem Türlin, Diu Kröne.
11 Chrétien, Conté del Graal.
12 Goethe, Fausto, II. 1. vv. 6312 y sigs. Hay diosas en sus tronos, sublimes, en soledad / En torno a ellas no
hay lugar, y menos aún tiempo; / Hablar de ellas causa turbación. / ¡Son las Madres!

El reino, sin embargo, tal como lo describen los romances, no es precisamente un reino de
felicidad. Es una región donde existe cierta buenaventuranza, pero carente de actividad y de
aventura, un mundo de los que dejaron de vivir, una especie de exilio, más allá de la lucha
y del combate. El rey Arturo y sus paladines, según se nos relata, hicieron duelo al
desaparecer Gawain como si hubiera muerto; y poco antes de su propia muerte, el rey, en
una visión, contempló al héroe como una suerte de espectro rodeado de las mujeres de la
corte del reino encantado, que presenta los rasgos de un espejismo. 14 El país milagroso,
aunque idílico, está para usar la frase de Nietzsche, "muerto de pura inmortalidad", tot ven
Unsterblichkeit: las mujeres que están allí, al igual que su consorte masculino, están
sumidas en la melancolía que constituye el temple de ánimo de los muertos. Anhelan
retornar al mundo del hombre y a la vida común, pero no pueden dejar nunca la isla. El
batelero, como el Caronte de la antigüedad que timoneaba la barca de las almas difuntas,
transporta a los viajeros en sólo una dirección. Y en ese lugar no existe ni el día ni la noche.
Es el reino del que "ningún viajero retorna", li reaume don nus éstranges ne retorne.15

13 En sánscrito: Sanatkumara.
14 Malory, Morte d'Arthur, XXI, 3.
15 Chrétien de Troyes, Le chevalier de la charette, vv. 644-645 (Halle, edición Foerster, 1899, p. 25).
[Compárese el punto de vista del Jaiminiya Upanishad Brahmana 3.28.5: "¿Quién que se haya desprendido
de este mundo deseará volver nuevamente a él? ¡Sólo allí quiere morar!" El retorno del héroe a la caverna
(como en la República de Platón) es un descenso deliberado, un sacrificio; no significa que prefiera "morar
sólo allí". El país sin retorno = Brahmaloka (Upanishads, passim). Como dice Dante, empero, tenemos que
morir para vivir allí. - AKC.]

La fórmula pesimista del "País Sin Retorno" ("el país no descubierto, de cuyos confines
ningún viajero retorna", como lo expresa Hamlet) 16 es de vieja cepa en cuanto designación
del reino de los muertos. Deriva de la tradición mesopotámica, que aparece por primera
vez, en el estado actual de nuestros documentos, en una serie muy estropeada de tabletas
cuneiformes (circa 2000 a. C.), que relata el descenso de la diosa sumeria Inana (= la Ishtar
babilónica) al mundo infernal.17 Ese oscuro dominio ha sido durante milenios la meta
sagrada de todos los grandes héroes indagadores, desde Gilgamesh hasta Fausto, porque es
el repositorio del tesoro espiritual de la sabiduría mística del renacer. Las llaves que
franquean el tabernáculo de la vida sempiterna deben descubrirse allí, y el don de la
inmortalidad misma. Pero el héroe descubre luego que está sujeto (como toda la humanidad
está sujeta) al principio maternal de la Madre Tierra, Madre Vida, sometido a la rueda que
gira eternamente de la-vida-mediante-la-muerte; y al descubrirlo queda envuelto en la
melancolía heroica que conocieron todos los valerosos indagadores de antaño que
descendieron a los abismos del reino inferior. Gawain es uno de estos héroes. Gawain está
amortajado con la melancolía combinada de Gilgamesh y Eneas. Es el héroe peregrino
eterno que ha llegado a la fuente de la vida a través de la desilusionante iniciación del
renacimiento en la muerte.
Pero existe aún otra versión: 18 Gawain, el héroe, puede retornar; la Muerte no es quién
para detenerlo; puede reaparecer volviendo del reino encantado. Entonces trae consigo -
junto con la aurora del Nuevo Año renacido - un bálsamo mágico de vida invulnerable.
Pero, para ganarlo, ha tenido que resistir las seducciones de la señora del reino de la
muerte. De la misma manera que en el castillo del Caballero Verde, también en la isla
encantada semejante a un espejismo, sir Gawain, rehusándose a convertirse en el consorte
de la deslumbradoramente bella reina de las sombras, resiste a la tentación que lo
transformaría en un espectador incorporado al reino de las hadas, divino, sempiterno. Al no
capitular ante el principio generador de la vida que está ligado con la muerte, el héroe se
evade del ciclo que se consume a sí mismo. Y se convierte en apto y elegible para traer de
vuelta consigo el trofeo místico (un análogo del ceñidor verde del Caballero Verde) que
otorga la liberación.
Vida, muerte y renacimiento en un ciclo interminable es el carácter permanente del
proceso de la vida. Lo ilustran los ciclos del año y de la vida, como también el pasaje de las
generaciones y las metamorfosis del individuo durante el curso de su vida. Esto, el romance
más antiguo de la vida, es lo que expresa el elemento mítico conservado en los relatos
caballerescos de la corte del rey Arturo. Y es precisamente lo que infunde a las viejas
consejas (por más desleídas que estén y más condimentadas para adecuarlas al paladar de
una caballería que es relativamente moderna, por muy pasada de moda que ahora esté) el
poder de sacudir nuestra intuición con un significado maravilloso. Las búsquedas de estos
héroes son la búsqueda milenaria de respuestas sobrecogedoras para los enigmas
permanentes de su existencia en el mundo.

16 Hamlet, III, I, 97-80.


17 S. N. Kramer, Sumerian Mythology, Memoirs of the American Philosophical Society, vol. XXI, 1944,
pág. 90.
18 Diu Króne, vv. 17329 sigs.

La antigüedad del elemento mítico en estas narraciones de los siglos xii a xiv elaboradas
por los poetas de las cortes medievales la sugiere la curiosa arma que la Muerte porta en su
papel de Caballero Verde. Comparece ante los campeones de la Mesa Redonda, cuyos
cortesanos y elegantes torneos y batallas se libran con espadas y lanzas, cargando sobre su
hombro una gran y arcaica hacha de combate, un arma grosera, que recuerda la hace mucho
tiempo olvidada Edad de Piedra. La Muerte, a la que no interesa en absoluto el progreso y
los desarrollos de la invención humana, permanece inalterable, y, pese a todo cuanto el
hombre pueda hacer para cambiarla, se mantiene fiel a su tradición.
Pero también Gawain presenta inconfundibles signos de una derivación de un pasado
remoto. Su vigor, por ejemplo, crece hasta el mediodía y luego declina. Hasta el punto que,
por deferencia a sir Gawain, durante en tiempo fue costumbre de la corte del rey Arturo
fijar como horario de todos los torneos las horas matutinas de la jornada. Aparentemente, el
caballero era un dios solar, disfrazado con armamentos medievales, condenado, como en
todos las otros casos, a expirar cada día y pasar al "País sin Regreso". Como Osiris, se
convierte allí en el rey, el sol del mundo infernal, atraviesa y sale libre de "la gran región de
abajo", para reaparecer renacido por el oriente bajo la forma de orbe del nuevo día.
Gringalet, el corcel de Gawain, tiene orejas rojas y lucientes, y su espada, Excalibor, emitía
resplandores luminosos.19
En el Cháteau Merveil Gawain estuvo sometido a pruebas más extravagantes que las que
sufrió en el castillo del Caballero Verde. Su principal encuentro fue con una cama
prodigiosa, Lit de la Merveille, que de ninguna manera era un mueble placentero. Aunque a
primera vista parecía igual a cualquier otro lecho, tranquila e invitadora para el héroe tras la
larga jornada llena de aventuras, en el momento en que éste se acostó a dormir, la cama
enloqueció. Galopó de un lado a otro de la habitación, se lanzó contra las paredes como un
ariete, se encabritó y se estremeció, como si no pudiera tolerar que la poseyera el caballero
que se había tomado la libertad de confiar en su apariencia de tranquila disponibilidad. Se
comportó como una novia pudorosa que se rebela contra el abrazo que se le quiere imponer.
Coceó y botó, hasta que, al fin, conquistada por la paciente firmeza del héroe, terminó por
aquietarse. Pero tampoco esto fue su último intento. La paz de ninguna manera quedaba
consolidada. A través de las cortinas de la cama llegó como una granizada una descarga de
piedras y luego una lluvia de dardos arrojados por arcos innúmeros e invisibles. Por
fortuna, sir Gawain había acogido un consejo que le dio el batelero, y no se había quitado la
armadura cuando confió sus cansados huesos al suave colchón, porque alrededor de él se
había desencadenado el infierno. Pudo salvarse cubriéndose con su escudo.

19 Weston, op. cit., págs. 12-17. Como los animales de los dioses solares en otras mitologías (las vacas del
Sol, por ejemplo, en las mitologías griega e hindú), Gringalet era un animal cuya posesión era muy preciosa y
que estaba en constante riesgo de ser robado o de perderse. La espada Excalibor (Excalibur) fue asignada
también por los romances al rey Arturo. En el antiguo romance francés Román de Merlin, capítulo XXI,
edición Sommer, pág. 270, se declara que Arturo obsequió a Excalibor a su sobrino cuando lo armó caballero.

Tras soportar estas ordalías preliminares impuestas a su constancia y paciencia (virtudes


indispensables para alguien que quiere entenderse con el principio femenino, ganar su
estima y obligarlo a plegarse), el héroe fue sometido a una tercera ejercitación por la huraña
feminidad del castillo. La puerta de su alcoba se abrió de par en par, y un terrible león,
lanzando un rugido terrorífico, saltó sobre el ya hostigado aventurero. El regio animal,
encarnación del valor, sometió la intrepidez de Gawain a una temerosa prueba. Golpeado y
cortajeado, sangrando por distintas heridas, el valeroso caballero logró dominar a la bestia,
la mató, y luego se derrumbó sobre el cadáver, presa de un sueño letárgico. No podía saber
que, por fin, había satisfecho y sojuzgado al recalcitrante elemento femenil del castillo.
Había llevado su cortejo a un término exitoso. La presencia femenina, que antes de ceder
había puesto todo su empeño en probar por todos los medios al recién llegado, hizo ahora
su aparición. Las reinas y las damiselas entraron en la alcoba y se acercaron a la figura
inconsciente del elegido, que yacía inerte con las piernas y los brazos abiertos encima del
león que le habían enviado, lo ungieron con bálsamo, restañaron y curaron sus heridas y de
inmediato restauraron sus fuerzas. Las numerosas damas, jóvenes y viejas, anteriormente
tan altivas, le sirvieron y confortaron; porque habían sido liberadas de su hechizo de
superioridad amazónica y de enclaustramiento gracias al paciente valor del héroe. Ahora lo
reconocieron gustosamente como su amo y señor.
En esta deleitosa y divertida pictografía, la conquista de la feminidad representa, y es
representada, como el cumplimiento de la tarea de la vida. El hecho de que el héroe
masculino ponga cerco al principio femenino (altivo y contrario a la virilidad) mediante su
reconocimiento y la aquiescencia a sus caracteres intrínsecos, significa una reconciliación y
unión de los opuestos en su persona; y esto genera su liberación de toda unilateralidad,
como también de todos los miedos y deseos consiguientes. La victoria equivale a un
acceder a la plenitud de la conciencia humana, la conquista de la madurez que equilibra los
términos vida-muerte, masculino-femenino y las otras oposiciones que escinden nuestra
expresión y experiencia común de esa realidad única que es la vida. Las mismas virtudes
que capacitaron aquí a Gawain para redimir a la mujer del hechizo de su propia naturaleza -
la paciencia, intrepidez, auto abnegación - llevan también al santuario de la muerte, quitan
el cerrojo de su puerta y abren el tesoro de la iluminación. Son las llaves para la sabiduría,
que está más allá de los términos de la vida y muerte temporales, las llaves para la
comprensión de la vida eterna. Al reconocer la oculta identidad de los opuestos y dejar de
lado las apariencias conflictivas que normalmente asedian la mente y suscitan las
preocupaciones de nuestras reacciones cotidianas, no esclarecidas, el héroe sometido a
prueba se encuentra liberado del terror natural a la extinción en el cambio. Se torna íntegro.
Queda unido con la permanencia del ser. Es inundado por un conocimiento sin límites y por
una sabiduría imperturbable. De este modo, este romance pictográfico reúne e identifica, de
una manera sumamente simple y mística, las dos hazañas - por lo común separadas - de la
conquista de la mujer y de la realización de la humanidad.

Hay otro notable cuento caballeresco de sir Gawain que efectúa una fusión aun más
estrecha de las dos iniciaciones. Es una aventura bastante sorprendente y risueña en la que
una gran parte de la hazaña corresponde al rey Arturo. Pero la gesta suprema es la de sir
Gawain. Es el álter ego juvenil del rey, y, como tal, el agente activo en el acto místico de
desencantamiento. Leal y valeroso, en torno de él gira la tarea más crítica y difícil.
El rey había salido con un pequeño séquito de sus jóvenes caballeros para dedicar un día a
la caza en el bosque; sir Gawain estaba entre ellos. El terreno les era familiar, y no tenían
ninguna expectativa de acontecimientos milagrosos. Entonces el rey picó espuelas y se
adelantó un corto trecho, y de pronto levantó un corpulento ciervo. Se lanzó tras él, y
cuando había cabalgado apenas media milla lo abatió. Desmontó, ató el caballo a un árbol,
desenvainó su cuchillo de caza y comenzó a preparar la pieza. Pero cuando estaba agachado
sobre su presa en un pequeño parche de musgo, se percató de que alguien lo estaba
observando; y cuando levantó los ojos advirtió delante de él un bien armado caballero de
aspecto repulsivo, "en gran manera recio y de grande fuerza".
"Sed bien hallado, rey Arturo", dijo el hombre corpulento, "hicísteisme afrenta muchos
años ha, y cumplidamente he de vengarla; vuestros días son contados".
Amenazado así de muerte inmediata, el rey respondió prestamente con el reproche de que
el otro no ganaría mucho honor en tal hazaña. "Vos estáis armado, y yo sólo vestido de
verde". Pidió conocer el nombre del retador.
"Mi nombre", dijo el hombre, "es Gromer Somer loure". Ese nombre nada significó para el
rey.
El argumento del rey, empero, había tocado un punto delicado del honor caballeresco, y
por eso el hombrón armado se vio forzado a ceder un poco, no por completo, pero sí algo.
Y la condición que impuso para dejar marcharse al rey constituye el tema y la trama de este
grotesco romance.
Sir Gromer Somer Joure exigió que su indefensa víctima jurara regresar al mismo lugar el
mismo día del año siguiente, desarmado como ahora - vestido sólo con su jubón verde de
cazador - y trayendo como rescate por su vida la respuesta a la siguiente adivinanza: "¿Qué
es lo que una mujer más desea en el mundo?"
El rey dio su palabra, y regresó muy abatido a reunirse con sus caballeros. Sir Gawain, su
sobrino, advirtió la pena de su rostro y lo llevó aparte para preguntarle qué había sucedido.
El rey le explicó su secreto. Deliberaron juntos, mientras cabalgaban un poco alejados del
resto, y pronto Gawain hizo una propuesta excelente.
"Haced que apresten vuestro caballo para un viaje por países extraños, y a quienquiera que
encontrareis, hombre o mujer, preguntadle qué piensa del enigma. Y yo cabalgaré en otra
dirección e indagaré a todo hombre y mujer y veré qué obtengo, y anotaré todas las
respuestas en un libro".

El rey tomó un camino, y Gawain tomó otro,


Y preguntaron a hombres, mujeres y a otros,
Qué es lo que las mujeres desean con más afán.
Algunos dijeron que les gusta estar bien adornadas,
Algunos dijeron que les gusta que las alaben galantemente;
Algunos dijeron que les gusta un hombre rijoso,
Que las tome en sus brazos y que las bese luego;
Algunos dijeron una cosa; algunos dijeron otra;
Y así Gawain hubo muchas respuestas.

Sir Gawain hubo tantas respuestas,


Que escribió un libro grande, e ingenioso;
A la corte tornóse luego
Mas entonces volvía el rey con su libro,
Y cada uno miró lo compuesto por el otro.
"Esto no puede fallar", dijo Gawain.
"Por Dios", dijo el rey, "temo que no sea suficiente,
Quiero buscar un poco más".

Faltaba todavía un mes. El rey, inquieto a pesar del número de respuestas reunidas, picó
espuelas otra vez, y se aventuró en el bosque de Inglewood, y allí se encontró con la bruja
más fea que la humanidad había visto nunca: cara bermeja, nariz llena de mocos, boca
ancha, dientes amarillos y que asomaban sobre el labio, un pescuezo largo y flaco, tetas
pesadas y caídas. Llevaba sobre la espalda un laúd y montaba un palafrén ricamente
ensillado. Era un espectáculo inverosímil ver un ser tan horroroso cabalgando tan
donosamente.
Enderezó directamente su caballo hacia el rey, le dio la bienvenida y le dijo sin rodeos que
ninguna de las respuestas que él y Gawain habían encontrado le sería de ayuda. "Si no os
ayudo, teneos por muerto", dijo. "Concededme sólo una cosa, oh rey, y yo garantizaré
vuestra vida; de lo contrario, perderéis la cabeza". "¿Qué queréis decir, señora?", preguntó
el rey. "Decidme a qué os referís y por qué está mi vida en vuestras manos, y os prometo lo
que queráis". "Vive Dios que tenéis que darme uno de vuestros caballeros para que se case
conmigo; su nombre es sir Gawain. Os propongo un pacto; si mi respuesta no os salva la
vida, mi deseo será vano; pero si mi respuesta os salva, me concederéis ser la esposa de
Gawain. Elegid ya, y pronto, porque así tiene que ser, o muerto sois". "¡Santa María!", dijo
el rey, "no puedo, otorgaros el ordenar a sir Gawain que se case con vos. Eso depende sólo
de él". "Bueno", dijo ella, "volved ahora a vuestro palacio y hablad palabras persuasivas a
sir Gawain. Aunque fea, soy alegre". "¡Ay de mí!", dijo él, "la desgracia pende sobre mí".
El rey Arturo regresó a su castillo, y su sobrino Gawain respondió cortésmente. "De buena
gana elegiría estar muerto yo y no vos. Me casaré con ella, y volveré a casarme, aunque
fuera un demonio tan feo como Belcebú; de otra guisa, no sería vuestro amigo". "¡Vive
Dios, Gawain", dijo entonces el rey Arturo, "de todos los caballeros que jamás vi, vos sois
la flor!".
Doña Ragnell era el nombre de la bruja. Cuando el rey Arturo volvió y le comunicó su
promesa y la de su sobrino, replicó: "Señor, ahora sabréis lo que las mujeres más desean de
cuanto existe: respecto de los hombres deseamos, más que cualquier cosa, tener la
soberanía".
Y luego dijo al rey que el descomunal caballero se encolerizaría cuando oyera esto. "Y
maldecirá a la que te enseñó esto, porque habrá perdido su tiempo."
El rey Arturo galopó a través del cieno, el yermo y los marjales para llegar a su cita con sir
Gromer Somer Joure; y en el momento en que llegó al lugar señalado, encontró al otro ante
sí.
"Venid, oh rey", dijo el retador armado, ''veamos ahora cuál será vuestra respuesta".
El rey Arturo sacó sus dos libros y los presentó, con la esperanza de que alguna de las
primeras respuestas conseguidas fuera suficiente y él y su sobrino quedaran liberados del
desagradable compromiso.
Sir Gromer revisó las respuesta, una a una. "A fe, rey", dijo, "que sois hombre muerto".
"Aguardad, sir Gromer", dijo el rey, "tengo una respuesta más". Sir Gromer se detuvo para
escuchar. "Por sobre todas las cosas", dijo el rey, "las mujeres desean la soberanía, porque
eso es lo que les place, y eso es lo que más desean".
"Y a la que os lo contó, sir Arturo, pido a Dios que la pueda ver ardiendo en una hoguera,
porque fue mi hermana, doña Ragnell, esa vieja hechicera, Dios la confunda. pues de lo
contrario yo habría podido sojuzgaros... Tened muy buenos días". El excéntrico caballero
venía albergando desde mucho tiempo este rencor contra el rey Arturo porque éste le había
despojado otrora de sus tierras y se las había dado "con grande afrenta" a sir Gawain. Pero
ahora había perdido la oportunidad para vengarse, de modo que se retiró airado, ya que
nunca volvería a tener la suerte de encontrar desarmado a su enemigo.
El rey Arturo encaminó su caballo hacia la llanura, y pronto se encontró otra vez con doña
Ragnell. "Rey, me alegro de que os haya ido bien: yo os dije lo que sucedería. Y ahora,
puesto que os salvé la vida, Gawain tiene que casarse conmigo. Es un caballero cabal y
gentil. Tengo que quedar casada públicamente antes de dejaros que os separéis de mí.
Cabalgad delante de mí, y yo os seguiré a vuestra corte, oh rey Arturo."
Y el rey tenía gran vergüenza por ella; pero cuando llegaron a la corte y todos se
preguntaban con mucho asombro de dónde había salido un ser tan feo, el caballero sir
Gawain se adelantó sin señal ninguna de rechazo y virilmente se prestó a los esponsales.

"¡Loado sea Dios!", dijo entonces doña Ragnell,


"Por consideración a ti quisiera ser una mujer hermosa,
Porque tu voluntad es muy buena."

Todas las damas de la corte y todos los caballeros estaban muy apenados por sir Gawain; y
las damas lloraban en sus cámaras porque él tuviera que casarse con semejante esperpento:
tan fea y horrible era. Tenía dos dientes que eran como colmillos de jabalí, de ambos lados
de la boca, largos como de un palmo grande, y un colmillo apuntaba hacia arriba y el otro
hacia abajo; y tenía una boca ancha y cercada de espesas cerdas. Tampoco se conformaba
con una boda modesta y sin solemnidades (como quería la reina), sino que insistió en una
misa solemne de esponsales y un banquete en el gran salón de la corte, con todo el mundo
presente. En el banquete se despachó tres capones, otros tantos chorlitos y varios platos
distintos de carne de vaca, desgarrándolos a todos con sus largos colmillos y uñas, hasta
que sólo quedaron los huesos. Sir Kay, el compañero de sir Gawain, comentó:
"Quienquiera bese a esta dama, debe temer que se lo devuelva". Y la novia siguió
engullendo así hasta que se acabó la carne.
Esa noche, en el lecho, sir Gawain no pudo al principio decidirse a dar vuelta su rostro para
quedar frente al hocico poco apetitoso de su consorte. Pero después de un rato, ella le dijo:
"¡Ah, sir Gawain, puesto que soy casada con vos, mostradme vuestra cortesía en el lecho.
Si yo hubiera sido hermosa, no os comportaríais de esa manera; no hacéis cuenta ninguna
del lazo conyugal. Por consideración a Arturo, besadme por lo menos; os lo ruego, hacedlo
por mí. ¡Vamos, mostrad lo apasionado que podéis ser!"
El cumplido caballero y leal sobrino del rey apeló a todo su coraje y gentileza. "Haré más",
dijo con toda amabilidad, "haré más que besaros simplemente, ¡voto a Dios!" Y se dio
vuelta hacia ella. Y vio que era la mujer más sobremanera hermosa que jamás había visto
nadie.
Ella dijo: "¿Cuál es vuestro deseo?"
"¡Por Jesucristo!", dijo él, "¿Quién sois?
"Señor, soy vuestra esposa, sin lugar a duda; ¿por qué os mostráis tan poco amable?"
"¡Ah, señora mía! Soy muy digno de reproche; no caí en la cuenta. Ahora os mostráis
hermosa ante mis ojos, en tanto que hoy fuisteis la alimaña más fea que mis ojos jamás
contemplaron. Que seáis así, señora, me agrada mucho".
"Señor", dijo ella, "mi belleza no durará. Podéis tenerme así, pero tan sólo la mitad del
espacio del día. Y por eso es un engorro, y vos debéis elegir si preferís tenerme hermosa de
noche y fea de día ante los ojos de todos los hombres, o hermosa de día y fea de noche".
"¡Ay!", replicó Gawain, "la elección es difícil. Teneros hermosa de noche y sólo entonces,
apenará mi corazón; pero si decidiera teneros hermosa de día, entonces, de noche, tendré un
lecho de pedernal. Quisiera elegir lo mejor; sin embargo, no sé qué decir. Querida señora,
que sea como vos más lo deseéis; dejo la elección en vuestras manos. Mi cuerpo y mis
bienes, mi corazón y todo lo demás, son vuestros, para hacer de ellos lo que queráis,
tomarlos o dejarlos; ¡así lo juro ante Dios!"
"¡Ah, loado sea Dios, cortés caballero!", dijo la dama, "Bienhadado seáis entre todos los
caballeros del mundo, porque ahora quedo libre de mi encantamiento, y me tendréis
hermosa y atrayente de día y de noche".
Y entonces refirió a su deleitado esposo cómo su madrastra (¡Dios tenga piedad de su
alma!) la había encantado mediante sus artes nigrománticas; y cómo había sido condenada
a permanecer bajo esa figura repugnante hasta que el mejor caballero de Inglaterra se casara
con ella y le transfiriera la soberanía de todo su cuerpo y sus bienes. "Así fue cómo se me
deformó", dijo. "Y vos, señor y caballero, cortesano Gawain, me habéis dado sin
condiciones la soberanía. Besadme, caballero, ahora mismo, os lo ruego; alegraos y
holgaos". Y entonces se gozaron ambos de muy buen grado.

Así siguieron hasta el mediodía.


"Caballeros", dijo el rey, "vayamos y veamos
Si sir Gawain está con vida;
Temo por sir Gawain,
Que el endriago no le haya dado muerte,
Quisiera saberlo ahora.
Vayamos ahora", dijo Arturo el rey.
"Iremos a ver su despertar,
Cómo pasó la noche".
Llegaron a la cámara, todos de consuno.
"Levantaos", dijo el rey a sir Gawain,
"¿Por qué dormís tanto tiempo en el lecho?"
"¡Madre de Dios!, dijo Gawain, rey y señor mío, por cierto
Que más me plugiera, y vos deberíais dejarme,
Porque estoy bien satisfecho;
Aguardad, veréis que abro la puerta,
Y creo que juzgaréis que estoy en buena guisa,
Ya tengo gana de levantarme".
Sir Gawain se levantó, y de la mano trujo
A su hermosa dama, y hasta la puerta,
Ella se paró, vestida con su camisa, delante del fuego,
El cabello llegaba a sus rodillas, rojo como hilos de oro.
Catad, ésta es mi recompensa",
dijo entonces Gawain a Arturo,
"Señor, ésta es mi esposa, doña Ragnell,
Que otrora salvó vuestra vida". 20

II. EL CABALLERO CON EL LEÓN

Los romances de la Tabla Redonda tuvieron hechizada durante siglos el alma de


Europa. Tomados por los poetas de Francia, Alemania e Inglaterra durante los siglos xii y
xiii de materiales que en gran parte procedían de los antiguos tesoros de los celtas, esas
leyendas de hadas, gestas y desencantamiento se han impreso profundamente en la
conciencia y también en el inconsciente de quienes los disfrutaron en primer término. No
nos detendremos en las circunstancias que me indujeron a dirigir la vista, desde mi campo
especializado de la mitología antigua de la India, hacia esta tradición, que pertenece al
rincón más alejado de Europa, ni haremos un alto para justificar y desarrollar la técnica de
interpretación comparativa que nos está llevando a través de esta aventura diletantesca de
elucidación tentativa. El método no está concebido para lograr resultados con importancia
filológica, ni se lo espera de él; los paralelismos propuestos no se presentan como
elementos de juicio para una historia comparativa de los motivos y las versiones. El
objetivo de esta recreación es simplemente dejar que los antiguos personajes simbólicos y
sus aventuras influyan nuevamente sobre nosotros y estimulen la imaginación viviente,
revivirlos y despertar en nosotros la antigua capacidad para leer con comprensión intuitiva
el libreto icónico que en otra época fue portador del sustento espiritual de nuestros
antecesores. Las respuestas a los enigmas de la existencia que están incorporadas a los
cuentos - sea que lo advirtamos o no - siguen conformando nuestras vidas.

20 Tomado de The Weddynge of Sir Gawen and Dame Ragnell, poema del siglo
decimoquinto preservado en un manuscrito de comienzos del decimosexto (Rawlinson C
86). La misma historia se narra, con variaciones, en la balada The Marriage of Sir Gawaine
(conservada en el manuscrito in folio del obispo Percy, mediados del siglo decimoséptimo,
donde se describe al caballero retador como un "osado barón. . . con una gran estaca sobre
su espalda, que estaba parado tieso y vigoroso", y el primer encuentro tiene lugar en la
Pascua de Natividad, en tanto que el segundo se fija para el día de Año Nuevo. Cfr. el Tale
of Florent, de Gower (Confessio amantis, I, 1396-1861), y el Tale of the Wyf of Bathe, de
Chaucer.
Una recopilación útil de este material se encontrará en el ensayo de Bartlett J. Whiting,
"The Wife of Bath's Tale", incluido en la obra de W. F. Bryan y Germaine Dempster,
Sources and Analogues of Chaucer's Canterbury Tales, The University of Chicago Press,
Chicago, 1941, págs. 223-264. Los versos que figuran en el parágrafo precedente están
tomados de esta edición del texto. Para un estudio de las fuentes irlandesas y los
antecedentes del ciclo de Gawain, véase G. H. Maynadier, The Wife of Bath's Tale,
Londres, 1901, Jessie L. Weston, op. cit., y Roger S. Loomis, Celtio Myth and Arthurian
Romance, Nueva York, 1927. Véase también Ananda K. Coomaraswamy, "On the Loathly
Bride". Speculum XX, octubre de 1945, páginas 391-404.

Pero han pasado muchos siglos; y, aunque en el sentido más profundo, es


incuestionablemente cierto que los mensajes de estos antiguos romances están muy cerca de
nosotros, en otro sentido están muy alejados. La mayoría de nosotros disfrutó de ellos en
una u otra de esas bellas ediciones ilustradas en colores que se publican para los pequeños,
y algunos de nosotros han profundizado en obras que pertenecen a la auténtica tradición: la
Morte d'Arthur, de Malory, por ejemplo. Pero, en conjunto encontramos poco o nada de
importancia contemporánea en esos documentos, con frecuencia interminables, de una edad
finiquitada. Los poetas medievales trabajaron con tanta persistencia en los problemas
sociales y psicológicos específicos de su época, que parecen ahora seductoramente arcaicos
y pesados, algo muy ligado al pretérito. Por ello, aunque durante un momento deleitaron
nuestra niñez y los siglos formativos de nuestra civilización, los dejamos sin pena (en
cuanto pábulo de lectura para adultos) en manos de los filólogos y de aquellos
desventurados estudiantes que tienen que adiestrar sus mentes en las lenguas muertas y sus
oídos en los recovecos de metros poéticos que han perdido su resonancia. Chrétien de
Troyes, Wolfram von Eschenbach y el poeta de Gawain han hallado su lugar de reposo en
un rincón polvoriento del desván moderno, junto con el resto de los cachivaches que
nosotros, occidentales modernos, piadosamente almacenamos y sacamos del medio cuando
sobrepasamos en nuestro crecimiento las convenciones caballerescas del mundo medieval.
Empero, las generaciones que configuraron esos romances no son meramente nuestros
antecesores espirituales, sino también, en alguna medida, nuestros antecesores físicos.
Están dentro de nuestros huesos, desconocidos para nosotros; y cuando nosotros
escuchamos, también ellos escuchan. Cuando nosotros leemos, algún brumoso yo de
nuestros antepasados, del que no tenemos conciencia, tal vez está asintiendo con
aprobación al escuchar su propio y antiguo relato, gozándose de reconocer lo que otrora fue
parte de su propia sabiduría antigua. Y si prestamos atención, esta presencia interior puede
enseñarnos, también, cómo escuchar, cómo reaccionar frente a estos romances, cómo
comprenderlos y emplearlos en el mundo de todos los días.
Uno de los más populares de estos relatos fue el de Owain o Yvain, "El Caballero con el
León y la Dama de la Fuente", 21 una historia realmente maravillosa de cómo un joven y
heroico aventurero se encaminó a la fuente de la vida y la conquistó, ganó á la Dama de la
Fuente y la perdió otra vez, pero luego, tras mucha locura y desdicha, pruebas y triunfos, la
descubrió otra vez y se convirtió, ahora para siempre, en el señor de la fuente y de su reina.
Las aventuras aparentemente representan una suerte de iniciación en la madurez, el camino
de un héroe tenaz dotado de poderes intuitivos, pero ciego por la inconsciencia.
"El rey Arturo se encontraba en Caerleon, sobre el Usk, y un día se sentó en su cámara, y
con él estaba Owain, hijo de Urien, y Kynon, el hijo de Clydno, y Kai, el hijo de Kyner, y
Ginebra y sus doncellas bordaban junto a la ventana. Y si hubiera que decir si en el palacio
de Arturo había portero, en rigor habría que decir que no. Glewlwyd Gavaelvawr estaba
allí, actuando como portero, para dar la bienvenida a los huéspedes y a los forasteros, y
para informarlos de las maneras y usanzas de la corte; y para guiar a los que llegaban a la
sala o al salón de la corte, y a quienes venían a alojarse.
"En el centro de la cámara el rey Arturo estaba sentado sobre un asiento de juncos verdes,
sobre el que se hallaba tendido un cobertor de satín color fuego, y debajo de su codo había
un cojín de satín rojo.
"Luego habló Arturo. 'Si estuviera seguro de que no me criticaríais', dijo, 'dormiría
mientras espero el almuerzo; y vosotros podéis entreteneros unos a otros narrando cuentos
y conseguir de Kai un frasco de hidromiel y un poco de carne'. Y el rey se puso a dormir".
Kai se dirigió a la cocina y al cillero de la carne, y regresó con un frasco de hidromiel y un
puñado de espolones en los que estaban clavados trozos de carne hervida. Luego comieron
los trozos y comenzaron a beber el hidromiel. Y pronto persuadieron al joven caballero
Kynon de que relatara un cuento. Y consistió en la narración de cómo había intentado cierta
hazaña y fracasó.

21 Chrétien de Troyes, trouvére en la elegante corte de la condesa María de Champagne (hija de Eleonora de
Aquitania y de Luis VII de Francia), elaboró su versión del romance alrededor de 1173 (la fecha no se conoce
con exactitud). Chrétien parece haber sido el primero que contó en francés la mayor parte de las aventuras de
la Tabla Redonda. Alrededor de 1300, su Yvain, ou Le Chevalier au Lion fue traducido al alemán por
Hartmann von Aue, el más prominente de los poetas-novelistas alemanes de la época, un poco después al
inglés (bajo el título Yvain and Gawain) por un anónimo poeta del país del norte, de talento sobresaliente, y
en el siglo xv volvió a ser traducido al alemán por el bávaro Ulrich Fuerterer. Se conocen también versiones
suecas, danesas e islandesas.
Pero la versión que se da a continuación no estará basada en Chrétien ni en ninguno de sus traductores, sino
en la versión gaélica, tal como se preservó en el Red Book of Hergest. Aunque la tradición europea
continental de los caballeros de la Tabla Redonda reactuó sobre el pequeño país montañoso de donde es
originario el rey Arturo y modificó allí las leyendas nativas, con todo la cualidad y el espíritu celta original se
mantienen en el cuento, y las aventuras se relatan con vigorosa voluntad y comprensión. Los romances del
Red Book of Hergest fueron traducidos a comienzos del pasado siglo por1 lady Charlotte Guest, y publicados
bajo el título The Mabinogion (1838-49); ahora son accesibles en la edición de la Everyman's Library, n° 97.
La historia de Owain aparece allí con el título de "The Lady of the Fountain".

Kynon se había provisto de todo lo necesario y se había puesto en camino para viajar por
desiertos y regiones distantes; finalmente llegó a la cima de un barranco, donde encontró un
espacio abierto, y en medio de él un árbol elevado, bajo el árbol una fuente y junto a la
fuente una lápida de mármol con un tazón de plata atado con una cadena de plata. Kynon
tomó el tazón, lo llenó de agua y vertió su contenido sobre la lápida; tras lo cual,
inmediatamente, un fuerte trueno sacudió el aire, se desató una terrible tormenta, y una
pedrea de granizo puso en riesgo la vida del héroe. Defendió la cabeza de su caballo y la
propia con el escudo. Y cuando la granizada hubo cesado, advirtió que había arrastrado
hasta la última hoja del árbol. Pero luego el cielo se aclaró, y la terrible devastación fue
seguida por una especie de nueva primavera, que compensó con creces el miedo
experimentado. Grandes bandadas de pájaros multicolores se posaron sobre el árbol,
cubriendo sus ramas desnudas, convertidos en una fronda canora. "Y en verdad te digo,
Kai, que nunca escuché una melodía comparable a aquélla, ni antes ni después."
Pero cuando Kynon estaba más deleitado escuchando a los pájaros, ¡ay!, se escuchó por el
valle una voz murmurante, que se aproximaba, y decía: "Oh caballero, ¿qué te ha traído
aquí? ¿Qué mal te hice para que actuaras conmigo y con mis posesiones como lo hiciste
hoy? ¿Ignoras que la lluvia de hoy no ha dejado en mis dominios ni hombre ni animal vivo
de cuantos estuvieron expuestos a ella?" Y he aquí que en ese momento apareció un
caballero montado en un caballo negro, vestido de velludo azabache y envuelto en un
tabardo de lino negro. Y cargaron el uno contra el otro. La embestida fue furibunda, y
Kynon resultó desarzonado. Entonces el caballero pasó el cuento de su lanza por la brida
del caballo de su rival y cabalgó llevándose los dos caballos y dejando a Kynon donde se
encontraba. Y fue así como el joven y temerario campeón de la corte del rey Arturo se
volvió por el camino por el que había llegado.
El joven Owain, mientras escuchaba el relato de su amigo, determinó en su corazón
intentar la señera aventura. A la mañana siguiente, al romper el día, se vistió la armadura y
montó en su corcel, y viajó por países distantes y salvando montañas desiertas. Y por fin se
topó con la primera aventura de su jornada, que fue precisamente como la había descrito
Kynon: el valle más risueño del mundo, donde los árboles crecían todos a la misma altura,
con un río que lo atravesaba flanqueado por un sendero y un gran castillo, a cuyo pie había
un torrente. Y el castellano concedió al joven caballero errante una generosa acogida. Había
allí doncellas que trabajaban en bordados de satín, sentadas sobre sillas de oro; y se
levantaron para agasajar a Owain; le quitaron sus vestidos manchados y le pusieron otros; y
las viandas que colocaron ante él estaban formadas por todas las clases de carne y de vinos
que él había conocido hasta entonces. Cuando el castellano se enteró del lugar de destino
del invitado, sonrió gentilmente y dijo: "Si no temiera apesadumbraros mucho, os mostraría
lo que buscáis. Pero si preferís que os muestre vuestra ventaja en vez de vuestra desventaja,
así lo haré". Y describió a Owain la manera de la aventura. Después de una noche de sueño,
Owain encontró su corcel enjaezado por las damiselas, y partió.
La tentación de quedarse y pasar ociosamente su vida en la suntuosa mesa entre las
atractivas hijas del señor del Castillo de la Abundancia ("la menos hermosa de ellas era más
hermosa que la más hermosa doncella que jamás visteis en la Isla de Bretaña") quedó detrás
de él, pero pronto tuvo ante sí una segunda tentación, la del miedo. Siguiendo el camino
que describieran tanto Kynon como el castellano, entró en el yermo y llegó a un gran claro,
donde sobre un montículo estaba sentado un hombre negro de gran estatura. Su tamaño no
era menor que el de dos hombres de este mundo. Y era excepcionalmente deforme, pues
tenía sólo un pie, y un ojo en el medio de la frente. Llevaba una clava de hierro de tamaño
prodigioso. Y era el Custodio del Bosque, dueño y señor del yermo. Owain vio un millar de
animales salvajes que pacían alrededor de él. Y cuando dio a un ciervo un golpe tan fuerte
con su maza, que el animal bramó con vehemencia, todos los animales se congregaron, en
tan gran número como las estrellas del cielo, de modo que era difícil encontrar en el claro
un lugar donde estar parado en medio de ellos. Y había serpientes y dragones y diversas
suertes de animales. Sin embargo, Owain no se amedrentó por esta aterrorizadora
circunstancia, sino que se dirigió al gigante y le preguntó por su camino. Al advertir que el
joven era intrépido, el amo del yermo le señaló el camino. Y entonces el caballero siguió
adelante, dejando también atrás esta tentación: la tentación del miedo al desierto y a las
fuerzas implacables del reino animal.
Owain llegó a la fuente maravillosa, y, siguiendo todas las instrucciones, levantó el tazón
de plata y vertió el agua sobre la lápida. Y cata que de inmediato se escuchó el trueno, y
luego rompió el granizo, con más violencia de lo que había dicho Kynon. Cuando el cielo
se despejó y lució nuevamente, el árbol junto al manantial estaba desnudo de follaje, pero
los pájaros llegaron y se posaron sobre el árbol y entonaron su canto celestial.
Al extraer y verter las aguas de la vida, el héroe había operado, sí, un incremento de la
vida, pero también de la muerte; porque ambas se compensan en una proporción misteriosa.
La furia de la tempestad había transformado el árbol de la vida dejándolo en su condición
invernal, pero eso había ido seguido de una primavera milagrosa, con capullos plumíferos
capaces de cantar y volar. Pero ahora debía aparecer el Caballero Negro, el señor de la
Dama de la Fuente. Vestido del color negro de la muerte, embestiría con el poder de la
tormenta de la muerte; y al que había osado acercarse, lo desarzonaría.
Owain escuchó y contempló al Caballero Negro que venía hacia él atravesando el valle, se
preparó para recibirlo y chocó con él violentamente. Ambas lanzas se quebraron;
desenvainaron las espadas y lucharon hoja contra hoja. Entonces Owain dio un mandoble
que zanjó el yelmo, la celada y la visera del caballero, atravesó la piel, la carne y los huesos
hasta llegar al cerebro. El Caballero Negro sintió que había recibido una herida mortal, y
volvió riendas y huyó. Y Owain salió al alcance. Siguiéndolo de cerca, avistó un castillo,
resplandeciente y vasto, a través de cuya poterna dejaron entrar al Caballero Negro, pero
cuyo rastrillo dejaron caer sobre Owain. Cayó sobre su caballo, detrás de la montura, y lo
cortó en dos, y arrancó las rodajas de las espuelas que Owain llevaba en sus talones. El
rastrillo bajó hasta el suelo. 22 Y las rodajas de las espuelas y parte del caballo quedaron
fuera, en tanto que Owain con la otra parte del caballo quedaba entre las dos puertas, y la
puerta interior fue cerrada para que Owain no pudiera penetrar, y quedó en una embarazosa
situación.
Pudo ver, a través de una abertura de la puerta, una calle que se extendía delante de él, con
una fila de casas de cada lado. Y divisó a una doncella con rubios cabellos rizados, y una
diadema de oro en su frente; y llevaba un vestido de satín amarillo y en los pies zapatos de
cuero multicolor. Y se acercó a la puerta y quiso que la abriese. "El cielo sabe, señora", dijo
Owain, "que tan imposible es para mí abrirla desde aquí como os es a vos liberarme". Ella
le habló dulcemente y lo halagó diciéndole que era un caballero señaladamente fiel en el
servicio de las damas; y luego le alargó un anillo que lo haría invisible, y le aconsejó cómo
actuar y le describió el lugar donde lo aguardaría.
La gente del castillo acudió para darle muerte, y cuando no encontraron más que la mitad
de su caballo, se molestaron mucho. El se desvaneció de entre medio de ellos, se dirigió
invisible al encuentro con la doncella, le colocó la mano sobre la espalda, como le había
ordenado, y ella lo condujo a una grande y hermosa habitación. La doncella encendió
fuego, dio a Owain agua con que lavarse y le trajo alimento en vajilla de oro y plata. Y
Owain comió y bebió hasta muy entrada la tarde, cuando he aquí que oyeron un gran
clamor en el castillo, y Owain preguntó a la doncella qué era esa gritería. "Están
administrando la extremaunción", dijo ella, "al hidalgo que es dueño del castillo". Y Owain
se fue a dormir.
En el medio de la noche escucharon gritos de dolor. "El noble señor que era dueño del
castillo ha muerto", dijo la doncella.
Y por la mañana Owain observó desde su ventana un gran número de mujeres, a pie y a
caballo, y a todos los clérigos de la ciudad que cantaban y a una multitud inmensa que
llenaba las calles, de suerte que el cielo resonaba con la vehemencia de sus gritos. Llevaban
el cuerpo del Caballero Negro a la iglesia. Y, observando la procesión, vio a una dama
manchada de sangre y con el vestido desgarrado. Y era un milagro que sus dedos no
estuvieran magullados; tal era la fuerza con que batía una mano contra la otra. Y sus gritos
eran más fuertes que los alaridos de los hombres o el clamoreo de las trompetas.

22 Cfr. Ananda K. Coomaraswamy, "Symplegades", en Studies and Essays in the History of Science and
Learning offered in Homage to George Sarton on the occasion of his Sixtieth Birthday, compilados por M. F.
Ashley Montague, Nueva York, 1947, págs. 463-488.

Entonces Owain preguntó a la doncella quién era la dama, porque al punto que la vio
quedó inflamado de amor por ella. "La llaman la Condesa de la Fuente", dijo la doncella,
"esposa del hombre que vos matasteis". "En verdad", dijo Gawain, "ésa es la mujer que más
quiero". "Pues, a fe", dijo la doncella, "que también ella os ama, y no poco". Y la doncella
se levantó, encendió un fuego, llenó de agua una vasija y la puso a calentar, trajo una toalla
de lino blanco y lavó la cabeza de Owain, lo afeitó, secó su cabeza y su cuello con la toalla,
le trajo alimento para que comiera y le arregló la cama. "Venid aquí", dijo, "y dormid, y yo
iré y haré el duelo en lugar vuestro". Owain se tendió, y la doncella salió y cerró la puerta.
Porque aparentemente tal era la ley que regía en el Castillo de la Fuente: quienquiera
matase al guardián, se convertía él mismo en guardián, el Caballero Negro, el amo y
consorte de la Dama de la Fuente. Esta es la misma vieja ley que sir James G. Frazer
descubrió cuando dedicó su atención a la costumbre del bosquecillo y santuario que estaban
situados junto al lago Nemi, en las afueras de Roma, y que describe en su estudio
monumental La rama dorada [The Golden Bough]. 23 "En este sagrado bosquecillo
mitológico crecía cierto árbol, alrededor del cual, a cualquier hora del día, y probablemente
hasta muy entrada la noche, se podía ver rondar una torva figura. En su mano llevaba una
espada desenvainada, y vigilaba alrededor de él atentamente y sin cesar, como si esperase
que en cualquier instante lo acometiera un enemigo. Era sacerdote y homicida; y el hombre
que acechaba habría tarde o temprano de darle muerte a él y detentar en su lugar el
sacerdocio. Tal era la ley del santuario. El candidato al sacerdocio sólo podía acceder a la
función si daba muerte al sacerdote que la desempeñaba y, después de haberlo matado,
conservaba el cargo hasta que alguien más fuerte o astuto lo matara a él". Según lo
demuestra Frazer, el sacerdote, llamado "el Rey del Bosque", era considerado una
encarnación del dios consorte de Diana, diosa del lago y del soto, y su matrimonio-unión
era la fuente de la fertilidad de la tierra, de todos los animales y de la humanidad. 24
El caso del Caballero Negro y de la Dama de la Fuente es comparable. Esta no puede ser
empujada permanentemente al duelo por la muerte del caballero consorte, porque simboliza
el poder perenne de la vida, continuo e ilimitado. Las circunstancias no pueden despojarla
de su carácter propio, que consiste, precisamente, en la persistencia a través de todas las
vicisitudes de la aflicción y el desastre. Por consiguiente, el superviviente, el más fuerte, el
caballero que triunfa en la lid, pasa a ser su amo y perpetúa las costumbres del castillo.

23 Sir James Frazer, The Golden Bough, 1890, reimpreso en doce volúmenes, 1907-1915:
edición abreviada en un volumen, 1922. El pasaje citado, que está tomado de la edición en
un volumen, página 1, se reproduce aquí con autorización de The Macmillan Company,
Publishers.
24 Ibídem, págs. 139-142.

La doncella que había ayudado a Owain a penetrar en el recinto del castillo, actuando al
servicio de los poderes atemporales del santuario maravilloso, cerró con cuidado la puerta,
dejándolo descansar y se dirigió aprisa a las habitaciones de su recién enviudada señora. Al
llegar allí, sólo encontró luto y lamentos; y la condesa en su cámara no podía tolerar la vista
de ninguna otra persona. La doncella entró y la saludó, pero la condesa no le respondió. Y
la doncella se inclinó hacia ella y le dijo: "¿Qué os aflige, que no contestáis hoy a nadie?"
"Luned", dijo la condesa, con una mirada de enojo, "¿qué mudanza hubo en vos, que no
acudisteis a visitarme en mi dolor? No estuvo bien de vuestra parte no venir a verme en mi
aflicción. No estuvo bien". "En verdad", dijo Luned, la doncella, "que yo creía que vuestra
cordura era mayor. ¿Os cuadra acaso afligiros por ese buen hombre o por cualquier otro que
no podéis tener?"
"Declaro ante el cielo", dijo la condesa, "que en todo el mundo no hay un hombre como
él".
"No es así", dijo Luned, "porque un hombre feo cualquiera sería igual o mejor que él".
"Declaro ante el cielo", dijo la condesa, "que si no fuera para mí un desdoro hacer que
dieran muerte a alguien que yo he criado, os haría ejecutar por hacer semejante
comparación. Puesto que es así, os destierro".
"Estoy satisfecha", dijo Luned, "de que no tengáis otra causa para hacerlo salvo el que
haya querido seros útil cuando no entendisteis qué era lo ventajoso para vos. Y a partir de
ahora, que el mal caiga sobre aquella de nosotras dos que dé el primer paso para
reconciliarse con la otra, tanto si yo procuro una invitación vuestra como si vos, por propia
voluntad, enviáis a alguien para invitarme".
Dicho esto, la doncella se marchó y la condesa se levantó y la siguió hasta la puerta de la
cámara y comenzó a toser con fuerza. Y cuando Luned se volvió para mirar, la condena le
hizo señas y ella regresó a su lado.
"En verdad", dijo la condesa, "vuestro talante es malo, pero si sabéis qué es lo ventajoso
para mí, declarádmelo". "Así lo haré", dijo ella.
Y entonces la joven expuso el problema de defender adecuadamente la fuente. "A menos
que podáis defender la fuente, no podréis mantener vuestros dominios; y nadie puede
defender la fuente, salvo que sea un caballero de la casa de Arturo; y yo iré a la corte de
Arturo, y que Dios me castigue si vuelvo sin un paladín que pueda defender la fuente con
tanto acierto, o más, que el que la defendió anteriormente". "Eso será difícil de lograr", dijo
la condesa. "Id, de todos modos y haced la prueba de cumplir lo que prometisteis".
Cuando Owain fue, en su debido momento, presentado a la condesa, ésta dijo: "Luned, este
caballero no tiene aspecto de viajero".
"¿Qué mal hay en ello, señora?", dijo Luned.
"Estoy cierta", dijo la condesa, "que ningún hombre sino éste expulsó el alma del cuerpo
de mi señor".
"Tanto mejor para vos, señora", dijo Luned, "porque si no hubiera sido más fuerte que
vuestro señor, no lo hubiera privado de la vida. Para lo pasado no existe remedio, sea lo que
fuere".
"Volved a vuestro aposento", dijo la condesa, "y yo tomaré consejo".
Al día siguiente la condesa mandó reunirse a todos sus vasallos, y les mostró que el
condado había quedado indefenso y que no se lo podía proteger sino con caballos y armas y
destreza militar.
"Por tanto", dijo, "esto es lo que os ofrezco para que elijáis: o que uno de vosotros me tome
por esposa o que me deis vuestro consentimiento para que acepte un esposo de afuera, que
defienda mis dominios".
Entonces acordaron que era mejor darle licencia para casarse con alguien de fuera, y
entonces hizo llamar a los obispos y arzobispos para que celebraran sus nupcias con Owain.
Y los hombres del condado prestaron vasallaje a Owain. Y Owain defendió la fuente con
lanza y espada.
Si la condesa, la Dama de la Fuente, hubiera sido un ser humano, un yo, una personalidad
que respondiera a las situaciones en cuanto individuo, le hubiera cuadrado ceder al pesar de
la pérdida personal que le ocasionó la pérdida de su consorte. Podía haber renunciado a la
vida y a los goces de la feminidad y del amor. Pero, como señora feérica de la Fuente de la
Vida, ella es nada menos que la fuerza ciega de la vida encarnada; no puede renunciar. Y,
conforme con la costumbre del Castillo de la Vida, ella y el hacedor de hazañas que dio
muerte a su anterior esposo, su predecesor, se pertenecen uno al otro. El Caballero Negro
muerto es el vínculo entre ellos. Ella había sido conquistada por el Caballero Negro, y el
Caballero Negro por Owain. Debió de ser con una mirada muy semejante a aquella con que
la ninfa del lago Nemi recibía al nuevo sacerdote, que la Dama de la Fuente dio la
bienvenida a su nuevo consorte. La sangre del viejo sacerdote muerto, que gotea de las
manos del sacro homicida, era el ungüento de la iniciación, que lo instauraba
sacramentalmente como sucesor en el oficio sacrosanto del servidor ritual-mente inmolado.
De tal modo, Owain ingresa en el reino de lo feérico, la esfera trascendental de los poderes
cósmicos superiores. Como consorte de la Dama de la Fuente y custodio de las Aguas
Sempiternas, el caballero perfecto sobrepasa los límites de su humanidad y es iniciado en
los misterios fontanales de la fuerza de la vida, sometido al conjuro de la tarea que le ha
impuesto su sobrehumana conquista. Como señor de la Fuente, Owain es ahora un ser
aparte, liberado y separado del torrente omnicomprensivo de la vida que lleva toda la
existencia humana ordinaria en su fluir. Es sacado del mundo que otrora conoció, del
conocimiento normal de los seres humanos, representado en el lenguaje cónico de los
romances de la Tabla Redonda como la camaradería de los caballeros y sus aventuras
comunes, torneos y festivales galantes. El valiente aventurero está perdido, perdido para el
mundo en general. Ha sido embrujado por la magia de la esfera de las fuerzas invisibles a
las que puede acercarse y en las que puede entrar sólo el elegido.
Y sin embargo, él es un ser que pertenece a la esfera del hombre. Owain es humano. Y el
mundo no renunciará al hijo que ha criado, no renunciará a su pretensión sobre él. Insistirá
en reclamar la porción que le corresponde, aun en desafío a la esfera trascendental que lo ha
asumido y que ahora lo retiene cautivo con el carácter de su sacerdote sometido a un
sortilegio; porque las dos esferas - la de nuestro conocimiento humano común, y la más
elevada de las fuerzas primigenias y de sus iniciaciones - reivindican sus derechos, en
recíproca oposición, sobre el alma humana. Y la tarea central del desarrollo del alma
consiste en actualizar el equilibrio entre los dos, en otorgar a cada una lo que le
corresponde. Por consiguiente, si el alma, arrebatada hasta el encantamiento por una
iniciación en los misterios de la esfera divina y superior, renuncia hasta tal punto al mundo
cotidiano, que ninguna nostalgia la acicatea a retornar, entonces la esfera mundanal misma
enviará su emisario para que golpee en la puerta, sacuda el hechizo sobrehumano y
despierte al ser encantado de su mágico sueño.
Así sucedió en el caso de Owain. Porque el rey Arturo y sus caballeros se sintieron
preocupados por la prolongada ausencia de su camarada, y después de tres años de
creciente angustia decidieron enviar una expedición que lo buscase. Kynon, que había
contado a Owain la historia del Caballero Negro de la Fuente, sospechó que aquél pudiera
haber intentado la aventura, y por ello, cuando la hueste de grandes paladines salió del gran
salón y de los patios del castillo real de Caerleon - con el rey Arturo en persona montado en
un poderoso corcel y cabalgando en medio de ellos - fue él, Kynon, quien asumió el papel
de guía.
Se detuvieron en el Castillo de la Abundancia, y aunque el número de los integrantes del
séquito del rey Arturo era grande, su presencia apenas fue observada en el castillo, tan
enorme era su extensión. Llegaron al claro en el yermo donde el aterrador gigante de un
solo ojo estaba sentado en su túmulo en medio de los animales, y la estatura de ese hombre
fue aún más sorprendente para Arturo que lo que le habían relatado. Finalmente llegaron a
la fuente, y Kai, con autorización del rey, arrojó una taza de agua sobre la lápida.
Inmediatamente sobrevino el trueno, y tras el trueno, la lluvia. Muchos de los
acompañantes de Arturo fueron muertos por la lluvia. Una vez que el diluvio cesó, se
despejó el cielo, y al mirar el árbol lo vieron totalmente desprovisto de hojas. Luego los
pájaros descendieron sobre el árbol, y sus cantos eran mucho más dulces que cualquier
melodía que hubieran escuchado jamás. Entonces divisaron un caballero sentado en un
corcel negro como el carbón, vestido de satín negro, que venía velozmente hacia ellos. Y
Kai salió a su encuentro y se trabó con él en combate, y no pasó mucho antes que Kai fuera
derribado. Y el caballero se retiró, y Arturo y su mesnada acamparon para pasar la noche.
Y cuando despertaron a la mañana siguiente, vieron la señal de combate en la lanza del
caballero. Y Kai cargó nuevamente contra el caballero. E inmediatamente desarzonó a Kai
y le golpeó con la punta de su lanza en la frente, le rompió el yelmo y la celada y le
atravesó la piel y la carne todo lo ancho de la punta de la lanza, hasta llegar al hueso. Y Kai
volvió junto a sus compañeros.
Después de esto, todos los vasallos de Arturo fueron, uno tras otro, a combatir con el
caballero, hasta que no quedó uno solo que no fuera derribado por él, excepto Arturo y
Gawain. Y Arturo se armó para retar al caballero. "Señor mío", dijo Gawain, "permitidme
que luche yo primero con él". Y Arturo se lo concedió. Y fue a su encuentro, llevando
sobre sí y sobre su caballo un manto de honor de satín. Y cargaron uno contra el otro, y
combatieron todo el día hasta el anochecer, y ninguno de los dos pudo descabalgar al otro.
Al día siguiente combatieron con lanzas pesadas y ninguno de ellos pudo lograr el triunfo.
Y el tercer día lucharon con lanzas sobremanera pesadas. Y ambos estaban encendidos de
rabia, y lucharon furiosamente, siempre hasta el atardecer. Y se dieron uno al otro tales
golpes, que las cinchas de los caballos se cortaron y cayeron al suelo por sobre la grupa. Y
se levantaron prestamente, y tiraron de las espadas y reasumieron el combate; y la
muchedumbre que presenciaba el encuentro quedó convencida de que nunca había visto
antes dos hombres tan valientes y fuertes. Y si hubiera sido la media noche, se habría
iluminado con el fuego que despedían sus armas.
Y el caballero dio a Gawain un mandoble que rompió la celada, y entonces conoció que era
Gawain.
Entonces Owain dijo: "Don Gawain, no os reconocí como primo, debido al manto de honor
que os envolvía: tomad mi espada y mis armas".
Dijo Gawain: "Vos, Owain, sois el vencedor; tomad vos mi espada".
Y mientras hacían esto, Arturo vio que conversaban y se adelantó hacia ellos.
"Mi señor Arturo", dijo Gawain, "he aquí a Owain, que me ha vencido y no quiere recibir
mis armas".
"Ha sido él, señor", dijo Owain, "quien me venció, y no quiere recibir mi espada".
"Dadme vuestras espadas", dijo Arturo, "y entonces ninguno de vosotros quedará como
vencedor del otro".
Entonces Owain puso sus brazos en torno del cuello de Arturo y ambos se abrazaron. Y
toda la mesnada se adelantó con prisa para ver a Owain y abrazarlo; y éste estuvo a punto
de perder su vida, tan grande era el agolpamiento.
Owain invitó al rey Arturo y sus caballeros y a todo su numeroso séquito a quedarse con él
y su esposa en el Castillo de la Fuente hasta que todos se rehicieran de las fatigas de la
prolongada jornada. "Porque estuve ausente de vos estos tres años", dijo Owain, "y durante
todo ese tiempo, hasta este mismo día, estuve preparando un banquete para vos, sabiendo
que vendríais a buscarme". Y todos se encaminaron hacia el castillo de la Condesa de la
Fuente, y el banquete que había estado en preparación durante tres años se consumió en tres
meses.
Cuando el rey Arturo estuvo pronto para partir, envió una embajada a la condesa para
rogarle que permitiera a Owain acompañarlo durante tres meses. Y la condesa dio su
consentimiento, por más que le fuera muy penoso. Y entonces Owain se despidió de la
esfera mágica de la Fuente de la Vida y retornó a su antigua vida caballeresca entre los
nobles y las hermosas damas de la Isla de Bretaña, en la corte del rey Arturo. Y así fue
como la fuente quedó sin su custodio y la reina sin su consorte.
Este segundo caso de olvido es simétrico del primero. Después de haber sido absorbido
enteramente por la esfera superior, sirviendo como custodio iniciado de la Fuente de la
Vida y como compañero encantado de la Dama de la Fuente en sus dominios de la
atemporalidad, el caballero había descuidado indebidamente los requisitos del mundo de la
conducta humana ordinaria, representado por la vida social de los caballeros de la Mesa
Redonda. Absorbido internamente - después de penetrar hasta lo íntimo de la fuente y de la
vertiente - Owain había olvidado la anchura y la longitud del torrente de la existencia,
volviendo la espalda por completo a la esfera de sus relaciones personales y a las
ocupaciones de la caballería contemporánea. Ahora, esa esfera, en venganza, lo despoja de
él mismo, toma completa posesión de su ser y lo complica hasta tal punto en los
acontecimientos vividos de la esfera normal de la externalización, que pierde todo recuerdo
de los misterios del camino más profundo hacia su interior. Y de esa manera el iniciado se
desposee del recuerdo de su unción; la personalidad mística y el papel superiores para los
cuales se había desarrollado, en su calidad de Caballero Negro, se desprenden de él; y el
elegido deja de ser el elegido.
Podemos prever que Owain tiene otra crisis por delante - y una ordalía dolorosa - antes de
descubrir el secreto de la unión equilibrada de las dos esferas de la humanidad de su alma.
Porque la esfera superior, tanto como la inferior, cuando ha esperado mucho tiempo en
vano, sabe cómo hacer comparecer nuevamente al delincuente. Pero su método, sin
embargo, es menos directo y varonil.
He aquí que un día se presentó una damisela en la corte del rey Arturo, montada en un
caballo bayo de ensortijadas crines y cubierto de espuma, y el freno y lo que podía verse de
la silla eran de oro. Y la damisela estaba adornada con un vestido de satín amarillo. Y se
acercó a Owain y le arrancó de la mano el anillo que la Condesa de la Fuente le había
otorgado como signo de su alianza. "Así", dijo, "será tratado el engañoso, el traidor, el
pérfido y el deshonrado; ¡vergüenza para vuestra barba!" Y dio vuelta la cabeza del caballo
y partió.
Entonces Owain recordó su aventura y se sintió apesadumbrado. El vínculo inconsciente
que lo había unido secretamente con la esfera mágica había sido bruscamente cortado; la
diosa le había quitado aun el último signo de su presencia y existencia junto a él. Las aguas
de la manera de ser que él había descubierto, que lo habían absorbido, que lo habían
devuelto renacido y que luego lo habían apoyado oscuramente aun en los años de su olvido,
se habían retirado ahora por completo, y había quedado sin amparo y solo. Owain salió de
la corte y se encaminó a sus aposentos e hizo los preparativos para esa misma noche, y al
día siguiente se levantó, pero no regresó a la corte. Anduvo errante sin rumbo, alejándose
de Caerleon hacia las partes distantes de la tierra y las montañas incultas.
Sigfrido, en El ocaso de los dioses, pasa por una prueba idéntica. Como Owain, el joven
Sigfrido es símbolo del alma heroica no contaminada, digna por naturaleza de comulgar
con las fuerzas cósmicas, y eminentemente elegible para la realización suprema. Como
muchas figuras de las tradiciones mitológicas del globo, no era el vástago de un matrimonio
humano, sino de nacimiento algo cuestionable y misterioso; como Zeus, como Krisna, fue
criado en secreto, y como Perseo, dio muerte al dragón, porque - como Owain, como
Gawain, como el Buda - no conocía el temor. Sigfrido poseía el anillo de oro que le
otorgaría, si su mente juvenil lo pidiera, el poder cósmico ilimitado. Su espada era la espada
de Odín, padre de los dioses; al forjarla de nuevo, el héroe demostró que tenía derecho a
ella. Como Aquiles, hijo de una diosa, era invulnerable. Y como los héroes de las sagas de
Oriente, entendía el lenguaje de las aves.
La gran victoria y pecado de Sigfrido fueron esencialmente los mismos que los de Owain.
Después de conquistar al dragón, se abrió camino a través de un círculo de fuego que
rodeaba la cumbre de la montaña mágica y liberó a Brunilda de su sueño encantado. Era la
hija favorita de Odín y se convirtió en la novia del héroe que la liberó. Así él fue adscrito a
las fuerzas trascendentales, exactamente de la misma manera que Owain, convirtiéndose en
príncipe consorte de una reina feérica sobrenatural. Y, como Owain, cuando descendió de
la montaña para buscar aventuras en el mundo inferior de los asuntos humanos, Sigfrido
olvidó completamente a la dama, superior por naturaleza, de su alma. Algo peor aún:
después de beber una pócima del olvido, cambió a Brunilda por una hija de hombre como
todas las demás. La venganza cobrada fue sin merced y sin límites.
En el caso de Sigfrido, como en el de Owain, hubo culpa sin intención: inocencia, pero al
mismo tiempo culpa. 25 Porque en la esfera de lo sobrehumano, el elegido no es excusable
por ignorancia o buena voluntad. Se lo juzga de acuerdo con su eficacia y con sus actos. Y
como los poderes de esta esfera invaden imperceptiblemente todo lo que existe en el mundo
visible, todo aquello que el elegido encuentra termina siendo una prueba. Una y otra vez,
sus decisiones son su prueba, y cuando fracasa muere, o sufre lo que en términos humanos
es equivalente a una muerte. La fuerza sobrehumana de la vida es tan vengativa como ciega
en su terrible acometida, apenas se siente frustrada y traicionada.

25 En el caso de Parsifal, el héroe clásico de la gesta del Santo Grial, encontramos nuevamente el oscuro
tema de la culpa inconsciente. Criado en el yermo por una madre viuda, lejos de la corte del rey Arturo e
ignorante del mundo caballeresco, un día contempló una tropa de paladines que pasaba y se fue tras ellos,
dejando a su madre morir con el corazón destrozado. Este fue el primer gran crimen de su inocencia. En el
segundo incurrió cuando, en el pináculo de su carrera, llegó al Castillo del Grial y tuvo el privilegio de asistir
al sagrado misterio. No preguntó el significado secreto de lo que se estaba exhibiendo, y de esa manera atrajo
sobre sí la maldición de la esfera mística.

De conformidad con esta terrible ley, la hermosa doncella Luned, que había conducido a
Owain a la presencia de la Dama de la Fuente, fue arrojada también, al mismo tiempo que
Owain, a las tinieblas exteriores; porque había colaborado en promover al rango de señor y
custodio de la fuente a un hombre que no era adecuado para ello. Dos vasallos de la
condesa llegaron un día y la arrastraron a un alejado calabozo, en el yermo, dentro del cual
la lanzaron rudamente, amenazándola con la muerte, a menos que el propio Owain llegara
para liberarla antes de cierta fecha. Pero ¡ay! ella no tenía a nadie con quien enviarlo a
llamar. Y el caballero al que se hallaba condenada a esperar estaba enloqueciendo.
Owain, después de la pérdida de su anillo y el recuerdo de su estado anterior, había sido
incapaz de reintegrarse a la sociedad de los Caballeros de la Tabla Redonda: porque se
había disipado el hechizo que la superficial conciencia de su existencia meramente social
en la caballería había echado temporariamente sobre él después de su regreso a la corte en
compañía del rey Arturo. Como custodio e íntimo de los poderes cósmicos, había superado
realmente ese modo de vida, la breve visita había sido tan sólo temporaria, un balanceo
violento hacia el aspecto olvidado. Pero tampoco ahora debía bandearse hacia el otro
aspecto de la existencia, porque la diosa lo había rechazado: le había reclamado su anillo.
La anterior lucidez de la intuición de Owain había desaparecido, lucidez que otrora lo guió
inconscientemente y con inconmovible impulso a la comunión con las fuerzas
sobrenaturales. Aunque el mundo de la caballería había quedado atrás, ya no podía
encontrar, ni siquiera buscar, el condado de la fuente. Owain quedó excluido de lo humano
y de lo sobrehumano. El romance describe de qué manera se degradó hasta el único
extremo restante.
Se escribe de él en el romance que el héroe, en su desdicha, permaneció y erró por el
yermo "hasta que todo su atuendo estuvo gastado y su cuerpo consumido y sus cabellos
crecidos. Y anduvo de una parte a otra con las bestias feroces y se alimentó junto con ellas,
hasta que se les tornó familiar".
Los poderes se habían vengado con terrible crueldad. Porque se apartó de su guía, dejaron
que Owain se hundiera hasta el nivel más bajo de la existencia, el de la inconsciencia
oscura e instintiva y el pacer intuivamente propio del mundo animal. Esto nos recuerda la
ordalía y la metamorfosis de Juan Boca de Oro y aquella extraña mención en el Libro de
Daniel sobre el rey Nabucodonosor, que descendió de su trono y, en cuatro patas, fue a
unirse con los animales. 26 Tanto el santo como el rey retornaron pronto a la plena posesión
de su razón. Podemos esperar un curso análogo en el caso del caballero Owain.
Anduvo errante con las bestias salvajes y se alimentó con ellas, hasta hacérseles familiar
pero, a la larga, se debilitó tanto que no pudo soportar su compañía. Entonces descendió de
las montañas al valle, y llegó a un parque, que era parte del feudo de una condesa viuda. Y
esta condesa, un día, con sus doncellas, salió a pasear por la orilla de un lago que estaba en
el medio del parque. Vieron la figura de un hombre y se aterrorizaron. A pesar de ello, se
acercaron y lo tocaron y lo examinaron; y vieron que todavía tenía vida, aunque estaba
agotado por el calor del sol. La condesa regresó al castillo y tomó una redoma llena de
ungüento precioso y se lo dio a una de las doncellas. "Llevad esta redoma", dijo, "y tomad
con vos ese corcel y esos vestidos y colocadlos cerca del hombre que acabamos de ver. Y
ungidlo con este bálsamo cerca de su corazón, y si hay vida en él se recobrará por la
eficacia de este bálsamo. Mirad entonces qué es lo que hace".
Y la doncella se marchó y volcó todo el bálsamo sobre Owain, y dejó cerca de él el caballo
y las vestiduras, se alejó un poco y se escondió para observarlo. Al poco tiempo vio que
comenzaba a mover los brazos, y él se levantó y se miró y quedó avergonzado de lo
inconveniente de su apariencia. Luego advirtió el caballo y las vestiduras que estaban cerca
de él. Y se arrastró hasta que pudo tomar los vestidos colocados sobre la montura. Y se
vistió y montó con dificultad en el caballo. Entonces la doncella se mostró y lo saludó. Y él
se alegró al verla, y le preguntó en qué país y comarca estaba.
"Sabed", dijo la doncella, "que una condesa viuda es la dueña de ese castillo. Al morir su
esposo, recibió dos condados, pero en estos momentos posee sólo esa morada, pues todo lo
demás se lo arrebató un joven conde, que es su vecino, porque ella se negó a ser su esposa".
"Es lástima", dijo Owain.
Y él y la doncella se dirigieron al castillo, y el desmontó allí, y la doncella lo llevó a una
agradable habitación y encendió un fuego y lo dejó allí. Y la doncella fue hacia la condesa
y le puso la redoma en las manos.
"Decid, doncella", dijo la condesa, "¿dónde está el bálsamo?"
"¿Acaso no debí usarlo?", replicó ella.
"¡Ah, señora doncella!", dijo la condesa. "No puedo perdonaros fácilmente esto; me pesa
haber gastado siete veintenas de libras de ungüento precioso en un forastero que no
conozco. Pero, sea: atendedlo hasta que esté repuesto del todo".

26 Cfr. págs. 41-50, supra.

Y la doncella lo hizo así, y le proporcionó carne y bebida y fuego, y habitación, y


medicamentos, hasta que él estuvo otra vez bien. Y en tres meses había recobrado su figura
anterior, y se tornó más gentil aún de lo que era antes.
Owain rescató a la condesa de su indeseado pretendiente. Cabalgó contra el felón cuando
llegaba con una gran mesnada, lo hirió y lo derribó de la silla, y luego retornó con él como
cautivo a la puerta del castillo, donde lo ofreció a la condesa como presente. "Esto os doy
como resarcimiento por vuestro precioso bálsamo".
La condesa quedó exultante. Y el conde le devolvió, como rescate por su vida, los dos
condados que le había arrebatado, y, a cambio de su libertad, le dio la mitad de los propios
dominios, todo su oro, y su plata, y sus joyas, además de rehenes.
Y Owain se preparó para partir. La condesa y todos sus súbditos le suplicaron que se
quedara, pero Owain prefirió ir errante por países remotos y desiertos. Después de haber
sido el custodio de la Fuente de la Vida y el consorte durante tres años de su feérica señora,
no podía ahora ceder a la tentación de vivir como un hidalgo campesino acomodado con un
magnífico feudo y una mujer encantadora. En un hermoso bridón negro que la condesa le
obsequió, Owain emprendió su camino, vagabundo sin hogar, indagando sin objetivo
preciso entre las dos esferas conocidas pero intangibles. Tal es la senda atemporal de la
búsqueda del yo.
Entonces, un día, mientras erraba, escuchó por casualidad un fuerte y terrible aullido, que
venía de un bosque cercano. Y se repitió una segunda y tercera vez. Picó prontamente su
caballo y se dirigió hacia allí. Divisó un grande y escabroso montículo en medio del
bosque, a cuyo lado había una roca. En la roca había una grieta, y en la grieta, una
serpiente. Y cerca de la roca, un león negro, y cada vez que el león trataba de acercarse, la
serpiente se lanzaba sobre él para atacarlo.
Owain desenvainó la espada y se acercó a la roca, y cuando la serpiente saltó, la hirió con
la espada y la cortó en dos. Y enjugó su espada y siguió su camino como antes. Pero he
aquí que el león lo siguió y se puso a retozar alrededor de él, como si hubiera sido un galgo
que él hubiera criado.
Esa tarde, Owain desmontó y dejó libre su caballo en un prado llano y arbolado. Y se puso
a hacer fuego, y cuando el fuego estuvo encendido, el león le trajo pábulo suficiente como
para tres noches. Y luego el león desapareció. Y poco después el león volvió, trayendo un
hermoso y corpulento corzo. Y lo dejó caer delante de Owain.
Así fue como el caballero se hizo de un compañero, un auxiliar, un segundo yo, por decirlo
así. Este león habría, en el futuro, de rescatarlo de distintos encuentros desiguales, en los
que Owain hubiera sucumbido de combatir solo. Los enemigos eran más fuertes que él y
carentes de honor, y el caballero siempre intentó enfrentarlos abiertamente, hombre a
hombre, de acuerdo con el código de la caballería. Pero el león, sin que Owain se lo pidiera,
y aun prohibiéndoselo, terminaba siempre, y en el preciso momento favorable, por aparecer
en el campo de la lid, desconcertando a los rivales. Fue necesario una cantidad de tales
rescates para convencer al caballero de que en sus intrépidas decisiones debía prestar oídos
a la intuición superior del regio animal que tenía a su lado. En las etapas finales de su gesta
terminó aceptando la guía muda de su otro yo animal como una especie de consejo
superior.
La muerte de la serpiente corresponde, simbólicamente, a la muerte del dragón por
Sigfrido, Tristán, Perseo, Indra y los otros grandes matadores de dragones de las leyendas
universales. Owain, con su hazaña, dio expresión a una decisión en favor del león. La
recompensa fue la amistad del león, que constituye una variante especial de la eclosión de
poderes sobrehumanos que siempre sigue y siempre resulta de la hazaña de la dracoctonía.
Porque, inconsciente, Owain escogió, como compañero y complemento inseparable entre
todos los brutos, al que entre ellos es el rey. Instintivamente reconoció su propio parentesco
biológico y espiritual con el noble mamífero de sangre caliente que lo eligió para que lo
rescatase de la amenaza de la serpiente, animal de sangre fría, venenoso y astuto. El acto lo
invistió del poder animal bajo su forma más elevada, combinando el orgullo y la fuerza con
la generosidad y la tolerancia. De tal manera descubrió, por así decir, su animal tótem, e
integró el poder del instinto de ese animal en su personalidad humana, con el rango de
función saludable y obediente, sumando al poder de su renacida caballerosidad algo de la
fuerza que lo había dominado cuando se hizo bestial y vivió entre los brutos del bosque. La
fuerza y sabiduría del regio león se convirtieron en su guía. Obediente, pero actuando a la
vez como una especie de intuición superior, esta externalización del aspecto físico de su ser
debía devolverlo a la dama a la que desdeñó cuando se dejó enredar y absorber por la rutina
meramente mundana de la vida social, representada por la sociedad y los vanos
formalismos de la Tabla Redonda.
La primera aventura que se le presentó a sir Owain después de su descubrimiento y rescate
del león fue un buen presagio para el futuro. La agradecida bestia lo siguió como un perro
durante el resto del día, y esa noche le trajo el corzo para su cena. Owain tomó el corzo y lo
mató y desolló, y puso trozos de su carne en espetones alrededor del fuego. El resto del
corzo se lo dio al león para que lo devorase. Y mientras estaba sentado, viendo cómo se
asaba la carne, escuchó un profundo suspiro que venía de algún lugar no distante, luego un
segundo y un tercero. Interpeló, para ver si el sonido provenía de un mortal, y recibió
respuesta de que sí.
"¿Quién sois?", dijo Owain.
"Sabed que soy", dijo la voz, "Luned, la doncella de la Condesa de la Fuente".
"¿Y que hacéis vos aquí?" dijo Owain.
"Estoy prisionera", dijo ella, "por causa del caballero que vino de la corte del rey Arturo y
se casó con la condesa. Y se quedó un tiempo con ella, pero después se marchó a la corte de
Arturo, y desde entonces no ha regresado. Y era el amigo que yo más quería en el mundo.
Y dos de los pajes de la cámara de la condesa lo calumniaron y lo llamaron impostor. Y yo
les dije que los dos juntos no valían lo que él. Por eso me encerraron en la cripta de piedra y
dijeron que yo debía morir, a menos que él viniera en persona para liberarme antes de cierto
día, y éste es ya el que sigue a mañana. Y no tengo a nadie a quien enviar a buscarlo. Y su
nombre es Owain, hijo de Urien".
"¿Y estáis cierta de que si ese caballero se enterase de todo esto vendría en vuestra ayuda?
"Tengo plena seguridad", dijo ella.
Cuando los trozos de carne estuvieron asados, Owain los dividió en dos partes entre él y la
doncella. Y jamás un centinela vigiló con tanta prolijidad sobre su señor como lo hizo el
león esa, noche sobre Luned y Owain.
Luego, ya en camino, con Luned sobre la grupa de su caballo y el león trotando junto a él
como un perro, Owain se detuvo en un castillo, muy semejante al Castillo de la
Abundancia, sólo que esta nueva idílica morada estaba bajo un dosel de pesares; porque dos
hijos del dueño del castillo habían sido capturados por un terrible gigante - muy semejante
al gigante negro y de un solo ojo, Woodward of the Wood * - y corrían peligro de ser
devorados. Owain se encaminó contra el gigante, y el león lo siguió. Y cuando el gigante
vio que Owain estaba armado, se lanzó contra él y lo embistió. Y el león luchó con el
gigante más fieramente que Owain.
"A fe", dijo el gigante, "que no tendría dificultad en luchar contigo, si no fuera por el
animal que te acompaña".
Después de esto, Owain llevó el león al castillo y cerró la puerta tras él, y volvió para
luchar con el gigante como antes. Y el león rugía muy fuerte, porque oyó que Owain estaba
apremiado. Y trepó hasta alcanzar el techo del salón de la corte del conde, y saltó por
encima de las paredes y fue a unirse con Owain. Y el león dio al gigante un zarpazo que lo
desgarró desde el hombro hasta la cadera, y su corazón quedó a la vista, y el gigante cayó
muerto al suelo. Entonces Owain devolvió a su padre a los dos jóvenes rescatados.
Por ser un caballero del círculo selecto de la Tabla Redonda, Owain, como Gawain y
Lancelote, es el hombre perfecto, según la concepción cortesana del Medievo; es decir, en
cuanto personalidad social y caballero mundano, es la caballería encarnada. Del otro lado,
el león, privado del lenguaje, la fuerza brutal de la vida bajo su aspecto más mayestático y
generoso, representa al caballo maravilloso de la historia de Conn-eda, el principio guiador
intuitivo que conduce al héroe a la esfera del poder sobrenatural, que está, a la vez, por
encima y por debajo del plano social. La conciencia humana perfeccionada del caballero,
unida al instinto infra y supranatural del rey de las bestias, demuestra ser más poderosa que
cualquier titán del yermo y se impone allí donde la caballerosidad humana hubiera carecido
de sagacidad y de fuerza.

* Literalmente, "Guardabosque del Bosque". [T.].

Cuando el caballero con el león hubo vencido al cerril gigante, le rogaron que se quedara,
pero se negó, y despidiéndose de la agradecida familia se dirigió al prado donde Luned
aguardaba. Pero cuando llegó allí, vio un gran fuego encendido y dos jóvenes de hermoso
color castaño rojizo que se habían apoderado de la doncella e iban a arrojarla en las llamas.
Eran los dos brutales pajes del castillo de la Condesa de la Fuente que, el año anterior
habían arrastrado a Luned al yermo y que ahora habían venido para ejecutar su amenaza.
Owain desafió a los dos, ellos cargaron contra él, el león rugió y el combate fue violento.
Owain estaba fatigado de su lucha con el gigante. A pesar de ello, con ayuda del león, salvó
a la doncella de ser quemada. Concluido esto, Owain regresó con Luned a los dominios de
la Condesa de la Fuente.
Los detalles de la reunión y reconciliación del caballero con su sobrenatural señora no se
describen en el texto gaélico que estamos siguiendo, es decir, el del Libro Rojo de Hergest,
pero aparecen con una formalidad muy francesa en cuanto a las buenas maneras en la
versión del romance compuesta por Chrétien de Troyes. De acuerdo con esta cortesana
relación, la dama misma había estado presente cuando los dos pajes vinieron a quemar a
Luned (cuyo nombre se ha afrancesado en Lunete), y había presenciado la victoria del
caballero secundado por el león, pero no lo había reconocido; en efecto, la armadura que
llevaba le era extraña y ella no conocía su nombre. Inmediatamente después de ser
derrotados, ambos pajes fueron quemados en la pira que habían encendido para la damisela,
"porque es recto y justo que quien juzgó mal a otro sufra la misma pena de muerte a que
condenó a aquél". Y Lunete estaba alegre de reconciliarse con su ama. Sin reconocer al
caballero, todos los presentes le ofrecieron sus servicios de por vida, y aun la dama, que sin
saberlo poseía su corazón, le suplicó que se quedara hasta que él y su león recuperasen las
fuerzas.
El caballero respondió: "Señora, no puedo fincar en ninguna parte hasta que mi señora
quite de mí su descontento y enojo. Entonces habrá llegado el fin de todos mis trabajos".
"A fe mía", dijo ella, "que lo que decís me apena. Creo que no será cortés la dama que
conserva encono contra vos. No debería cerrar su puerta a un caballero tan valeroso como
vos, a menos que le hayáis hecho gran afrenta".
"Señora", replicó, "por grande que sea su rigor, yo estoy satisfecho con su voluntad,
cualquiera sea ella. Pero no me habléis más de esto, porque no diré nada de la causa de la
ofensa, excepto a quienes son sabedores de ella".
"¿Queréis decir que hay alguien que la conoce, aparte de vosotros dos?"
"Sí, por mi vida, señora".
"Pues bien, decidlo, por lo menos, noble señor, y quedaréis libre para marcharos".
"¿Libre del todo, señora mía? No. No quedaré libre. Mi deuda es mayor de lo que puedo
pagar. Por vida mía, no debo ocultaros mi nombre. Nunca oiréis hablar de 'El Caballero del
León' sin oír hablar de mí, porque quiero ser conocido por ese nombre."
"¡Por amor de Dios, caballero! ¿Qué significa ese nombre? Porque jamás os vimos antes,
ni oímos nunca mencionar el nombre que decís".
"Señora, podéis sacar de ahí que mi nombre no está divulgado".
Entonces la dama dijo: "Una vez más, si no fuera contra vuestra voluntad, os pediría que os
quedaseis".
"Creed, señora, que no debo osarlo, hasta saber de cierto que he ganado otra vez el favor
de mi dama".
"Id entonces a la mano de Dios, noble señor, si ésa es Su voluntad, y que El convierta en
gozo vuestro pesar y aflicción".
"Señora", dijo él, "que Dios escuche vuestra plegaria". Y luego añadió para sí: "Señora,
vos sois quien tiene la llave, y aunque no lo sabéis, vos tenéis la arquilla donde está cerrada
bajo llave mi felicidad". Entonces él se alejó con gran pesadumbre, y nadie lo había
reconocido, salvo Lunete, y ahora cabalgó a su lado y lo acompañó cierto trecho.
Lunete fue la única que lo acompañó, y él le suplicó con instancia que nunca revelara el
nombre de su campeón. "Nunca haré tal, señor", respondió ella. Entonces él le pidió
también que nunca lo olvidara, y que ella tratara de conservarle un lugar en el corazón de su
ama, cuando la ocasión se presentara. Ella le dijo que estuviera tranquilo a este respecto,
porque nunca lo olvidaría, ni sería infiel, ni despreocupada. Entonces él se lo agradeció un
centenar de veces, y partió pensativo y oprimido por causa del león, el que necesariamente
tenía que llevar cargado, porque estaba herido y no podía seguir andando. Le hizo un lecho
de musgo y helecho sobre su escudo. Y luego lo acostó en él con la mayor suavidad que
pudo, y lo llevó sobre su silla, tendido todo a lo largo en la cavidad del escudo. 27
El romance de Chrétien de Troyes describe otras distintas aventuras, que ilustran la
recíproca lealtad del león y de su amo, y luego lleva al caballero errante al momento de su
tarea final, la difícil reunión con la Diosa de la Vida. Acompañado siempre por su
camarada animal, llegó un día a la fuente milagrosa debajo del árbol maravilloso, y,
repitiendo el misterioso y bien conocido ritual, extrajo el agua y la volcó sobra la lápida. El
restallar del trueno sacudió la campiña, derribando muros dentro del feudo del castillo. El
gran árbol fue despojado de su follaje, y después de la tormenta llegaron los pájaros y
cantaron con voces hermosas. Owain se sentó y esperó. Pero no había ningún Caballero
Negro para defender la fuente. Los habitantes del castillo y de su burgo estaban tan
abrumados por el terror, que no sabían qué hacer. "Confundido sea el hombre que por
primera vez construyó una casa en este vecindario. En todo el ancho mundo no podía
encontrar un paraje tan detestable, porque un solo hombre se basta para invadirnos y
afligirnos y hostigarnos". Y la misma castellana estaba llena de temor.

27 Chrétien de Troyes, Le Chevalier au Lion (Yvain), w. 4533 sigs., comp. por Foerster, Halle, Max
Niemeyer Verlag, 1887; traducido por W. Wistar Comfort, Arthurian Romances by Chrétien de Troyes,
Everyman's Library, N? 698, págs. 239-241.

La doncella Lunete, que por semanas había estado preparando a su ama para el regreso del
caballero, aprovechó rápida y brillantemente la oportunidad. "No cabe duda", insistió, "de
que estáis en una situación difícil, señora, si no inventáis algún plan".
La condesa replicó: "Vos, que sois avisada, decidme qué plan puedo imaginar, y yo seguiré
vuestro consejo".
"En verdad, señora", dijo Lunete, "si yo tuviera un plan, con gusto os lo propondría, pero
vos estáis muy necesitada de un consejero prudente. Por eso, no osaré inmiscuirme, y de
mancomún con los otros soportaré la lluvia y el viento hasta que, si Dios es servido, viere
aparecer en vuestra corte algún varón cumplido, que asuma la responsabilidad y la carga de
la batalla".
Pero la condesa insistió en escuchar alguna sugerencia, y Lunete manifestó luego que a su
juicio el Caballero del León sería un defensor idóneo. La condesa estuvo de acuerdo; aún
no sospechaba que se trataba de su esposo. Lunete cabalgó y se encontró con el caballero,
que aún estaba esperando junto a la fuente. Y aunque la condesa se indignó cuando el
caballero levantó la celada y ella descubrió que el paladín con quien se había comprometido
era su inconstante y rechazado esposo, sin embargo abandonó su actitud de altivez y
consintió, cuando él, por su parte, se humilló. 28 La pareja quedó reconciliada, y después de
una temporada de gran felicidad, Owain comprobó que la Dama de la Fuente estaba
dispuesta a regresar con él al galante mundo de la Tabla Redonda. "Cuando llegó allí",
leemos, "llevó consigo a la condesa a la corte de Arturo". 29 Y de esa manera, alcanzó su
objetivo e integró las dos esferas contrarias, cosa que, durante todo el tiempo transcurrido,
había sido el objetivo oscuro de su búsqueda.
Porque las dos esferas son una sola, a pesar de la dualidad aparente de sus manifestaciones
fenoménicas. Y, de manera preliminar, Owain ya las había unido cuando estableció su
silenciosa y misteriosa sociedad con el león. Ese había sido el secreto de su capacidad para
retornar. El nuevo nombre que se impuso a sí mismo, Le Chevalier au Lion, que era la
máscara, la nueva personalidad, mediante la cual aplacó a la condesa, era el símbolo de un
renacimiento espiritual. La diosa nunca hubiera aceptado al caballero con su carácter
anterior. Pero ahora se había acrecentado en su ser por medio de una relación muda, pro
funda, con el principio instintivo dentro de sí mismo y en la esfera de la naturaleza. Se
había convertido en el León-Hombre, el amo, el paladín consumado de los dos mundos.

28 Chrétien de Troyes, op. cit., w. 6527-6813.


29 Red Book of Hergest, op. cit., págs. 174-175.

La mitología universal conoce varios casos de León-Hombre, por no hablar de la multitud


de otras impresionantes figuras que combinan rasgos animales con humanos. En la India,
por ejemplo, Visnú asumió la figura teratológica conocida por "Mitad-Hombre, Mitad-
León" (Narasimha, cuerpo humano, pero con cabeza de león y garras de león) con el fin de
aniquilar un demonio descomunal, que tenía por nombre "Vestido de Oro", que había
trastornado el orden del mundo. Y en los mitos de Grecia se nos habla de otro gran
Hombre-León - que está más cerca de nuestra propia imaginación, y que por consiguiente
es más fácil de descifrar -; nos referimos a Heracles el cual, gracias a sus heroicas hazañas,
se transformó en el modelo para la Antigüedad, de la misma manera como Owain lo fue
para los pueblos del mundo básicamente celta del Norte medieval. Pero Heracles se vinculó
con el principio "leonino" a la manera griega, manera que es precisamente el reverso de la
manera celta. No era seguido por su bestia como por un perro fiel, sino que lo conquistó, lo
degolló y lo desolló, bajo la forma del invencible león monstruoso de Nemea; luego se
revistió de su piel, que a partir de entonces usó como su indumento característico, tanto
para jactarse de su victoria como para aterrar a amigos y enemigos. Con las terribles garras
cruzadas delante de su pecho, la boca feroz con las mandíbulas abiertas cubriéndole la
cabeza y la cola colgando y balanceándose detrás de él, recorrió con paso majestuoso todo
el país, convertido en un superleón de dos piernas, el hombre que había conquistado la
leoninidad, es decir, el hombre que al conquistar a su rey había conquistado todo el reino
animal.
Pero Heracles dio muerte también a la Hidra, la serpiente titánica. En el lenguaje icónico
de las mitologías arcaicas, esto es tanto como decir que el elegido entre los hombres, en su
ascenso a la perfección, se impuso a ambas esferas mutuamente antagónicas del reino
animal. El héroe ideal de la civilización griega - que prepara el camino para la cristiandad y
la era del hombre moderno - liberó a la mente de su reverencia arcaica por aquellos rasgos
y formas animales que habían sido tan conspicuas en las primeras mitologías y religiones
de la Mesopotamia y Egipto. Moisés y los Profetas, al establecer la fe judía contenida en el
Antiguo Testamento, efectuaron una transformación comparable cuando batallaron
resueltamente, una y otra vez, contra las reincidencias de su pueblo en el culto de las
divinidades locales de forma taurina: el "becerro de oro" de la Biblia y los otros dioses
bestiales del mundo pagano circundante. Griegos y hebreos lograron imponer una
humanización de la esfera de lo divino hecho que representó la aurora de una nueva era y
que llevaría al hombre moderno: una ruptura decisiva con la a partir de entonces arcaica
tradición que el mundo antiguo había heredado del hombre primitivo, el cual sentía y
reverenciaba dentro de sí una parentesco intrínseco con el reino animal.
El hombre arcaico se consideraba parte del mundo zoológico de la naturaleza y se
identificaba con los rasgos y poderes de los más impresionantes de sus prójimos animales
que veía en torno de sí. La tradición celta (en la medida en que podemos juzgarla por la
historia de Conn-eda y la de Owain) era, en este sentido, arcaica. Y a todo lo largo de la
Edad Media, este muy anciano mentor de la sensibilidad y de la creencia, hablando por
medio de innumerables cuentos maravillosos, lais románticos y poemas épicos cortesanos
de aventuras, repitió su inmemorial lección al hombre del Medievo, que estaba
experimentando entonces un proceso de humanización bajo la influencia dual de la fe
cristiana y del ideal caballeresco, señalando hacia la "otra" senda, - opuesta - de perfección;
la senda, es decir, consistente en no matar el alma animal que tenemos dentro de nosotros y
en no apartarnos de ella, sino en ganar al bruto para la causa humana; conquistándolo, para
que sirva de colaborador en la grande y difícil tarea de forjar una unión entre los poderes
humanos y extrahumanos que habitan no sólo en el cosmos, sino también en nuestro
interior. El romance del ciclo de Arturo sobre el Caballero del León representa un acuerdo
entre la humanidad caballeresca cristiana, simbolizada por la caballerosidad de la Tabla
Redonda, y los poderes primigenios de la vida, representados por la fuente sagrada, secreta
(la fuente de la cual manan perennemente todos los poderes de la vida), la Dama de la
Fuente y el león de regia condición y con funciones de guía, que ayudó al héroe a alcanzar
su meta.
Si el animal interior es muerto por una moralidad demasiado invasora, o tan sólo sometido
a la hibernación por el enfriamiento de una rutina social perfecta, la personalidad
consciente nunca será vivificada por las fuerzas ocultas que subyacen a ella y oscuramente
la sostienen. El animal interior pide ser aceptado, vivir junto con nosotros, como nuestro
camarada, a veces extraño, a veces desconcertante. Aun siendo mudo y obstinado sabe, no
obstante ello, más que nuestras personalidades conscientes, y sabríamos que sabe más, con
sólo que pudiéramos aprender por fin a escuchar su voz apenas perceptible. La voz es la
voz y el apremio del instinto, y esa voz es la única que puede rescatarnos de los
atascamientos a los que nos llevarán continuamente nuestras personalidades conscientes
mientras permanezcamos envueltos en la autosatisfacción de ser sólo humanos, desdeñosos
y destituidos de todo contacto intuitivo con la fuente oculta de la vida del mundo.
Owain, por consiguiente, es un Hombre-León diametralmente opuesto a los ideales de la
tradición helénica y moderna. Como símbolo de la perfección humana, fue configurado por
la mente y espíritu de los celtas, en consonancia con una actitud respecto de lo demoníaco-
super-humano que remite claramente más al Oriente arcaico que al Occidente tardío. El
motivo del león negro, juntamente con la serpiente gigantesca, remite también al Este,
específicamente a Siria y la Mesopotamia. Y el símbolo del pozo que brinda el agua
preciosa de la vida es familiar desde hace mucho tiempo para los pueblos agobiados por el
sol del Cercano Oriente, permanentemente obsesionados por el miedo a las inundaciones y
por el peligro de morir de sed; no es ésta una imagen inspirada, en primera instancia, por el
lluvioso clima de las Islas Británicas.
Mucho antes de la conquista romana, la Madre Asia brindó una parte de su opima herencia
mitológica a los remotos pueblos de las islas occidentales. Los fenicios, zarpando de las
costas de Palestina, navegaron a través de las Columnas de Hércules y llegaron al puerto de
Cornwall para explotar las minas de estaño que allí había, tan valiosas para las grandes
civilizaciones del bronce entonces existentes. Los símbolos y leyendas de las civilizaciones
egipcio-babilónicas preclásicas fueron así directamente transportados a las poblaciones
precélticas y celtas de Bretaña, Gales e Irlanda. Y aun cuando esas regiones remotas fueron,
posteriormente, subyugadas por las invasiones cristianas, primero, anglogermana y
caballeresco-normanda luego, oleada tras oleada, la sabiduría primitiva, sin embargo,
sobrevivió. Hasta la fecha, el genio de la raza celta sigue siendo sin par en cuanto a su
capacidad para tejer los mágicos tapices del romance mítico sempiterno del corazón
humano. La Europa continental fue presa de su hechizo durante siglos, hasta los albores
mismos del Renacimiento. Y hoy día nos toca de manera renovada, embelesando el alma
del hombre moderno (alma muy antigua, dicho sea de paso) mediante la poesía de un
William Butler Yeats, Piona Macleod (William Sharp), John Synge y los otros poetas del
renacimiento celta, como también por el Tristán y el Parsifal, también de la progenie de
Arturo, de Richard Wagner.
Es difícil justipreciar el grado de comprensión con que fueron compuestas y recibidas las
redacciones medievales de los relatos simbólicos arcaicos, pero hay en ellos una fuerza
persuasiva que sugeriría la persistencia de una tradición consciente efectiva. De ninguna
manera se sigue que todos los poetas supieran lo que estaban haciendo, pero no cabe duda
de que, al mismo tiempo, había un número de ellos que sí lo supieron. Los romances
definidamente cortesanos ponen de manifiesto muchos signos de una derivación de ninguna
manera remota del pasado precristiano y, podría decirse, preeuropeo.
El caballero, sir Owain, en el curso de su aventura supera, con el carácter de prueba
meramente preliminar, las dos ordalías que constituyeron la totalidad de la aventura de sir
Gawain. En el Castillo de la Abundancia -sobrevive a la tentación de la sensual, pues tal es
el sentido de las tratativas de Gawain dentro de las cortinas del lecho; y ante el Guardián
del Bosque, negro y con un solo ojo, afronta el terror de la muerte, que Gawain conoció
cuando tuvo que ofrecer su cuello al hacha. La larga aventura de Owain, después de estos
episodios, tiene que ver con un significado nuevo y superior. Mediante un proceso de
reintegración laboriosa, reconquista lo que antes había poseído cuando, moviéndose como
en un sueño, llegó por primera vez a la Fuente de la Vida. Logra la fusión armoniosa de las
personalidades consciente e inconsciente, la primera de las cuales percibe los problemas y
controles del mundo fenoménico visible; la segunda que es capaz de intuir aquellas
vertientes más profundas del ser, de las que manan perennemente tanto el mundo
fenoménico como su testigo consciente. Tal estilo de vida armoniosamente integrado es el
don que la naturaleza otorga a todo recién nacido, de manera preliminar, no imperiosa, y
que el niño, al crecer, pierde luego cuando se desarrolla su personalidad autoconsciente. El
romance de Owain enseña, mediante su libreto de imágenes, cómo recuperar ese don en el
nivel de la madurez, la bienaventuranza del reino celestial: la inocencia renacida y el vigor
restaurado de acuerdo con el modelo de ese estado primitivo de la niñez iluminada que
Cristo señala como modelo de perfección.

III. LANCELOTE

Cuando uno compra un mazo de naipes franceses comunes, en París o en cualquier otro
lugar de Francia, descubre, quizá con asombro, que las figuras que no son números llevan
todas nombres. Los reyes tienen los de cuatro celebrados monarcas del pasado: David,
Alejandro, César y Carlomagno. Las reinas son la Raquel y la Judit del Antiguo Testamento
(la heroína maternal y la femenil, respectivamente), y dos diosas griegas. Los caballeros o
pajes (las sotas) están encabezados por Lancelote, la sota de tréboles. Lo sigue uno de los
paladines de Carlomagno, Roger el Danés, la sota de piques; luego Héctor de Troya, sota de
diamantes, 30 y La Hire, la sota o caballero de corazones. 31 En varios juegos de los siglos
decimosexto al decimoctavo (la bezique, por ejemplo) esos cuatro galantes caballeros-
solteros sirven para perturbar la armonía de la vida conyugal de los reyes y reinas. A ellos
se debe que Lancelote conserve hasta hoy su celebrado papel de adúltero en la imaginación
popular francesa.
Lancelote del Lago es, sin lugar a duda, el más atractivo y esplendoroso de los Caballeros
de la Tabla Redonda en el ciclo de Arturo, aunque traiciona la lealtad debida al rey, desdora
el ideal de la caballería inmaculada y se hace, indigno, debido a su vida, llena toda del
pecado de adulterio, de participar en la gesta culminante del Santo Grial.

30 Se cree que el hijo de Héctor, Astianacte o Francillon, escapó de las ruinas de Troya para convertirse en el
antecesor mítico de los reyes de Francia. Del mismo modo, se cree que Eneas huyó a Italia para fundar a
Roma.
31 La Hire, o Etienne de Vignolles (ca. 1390-1443) era uno de los principales dignatarios de la corte del rey
Carlos VII de Francia. El rey Carlos, ayudado por Juana de Arco, puso fin a la Guerra de Cien Años; y fue el
rey Carlos el que asignó esos nombres a las figuras humanas de los naipes franceses.

Una misteriosa voz le gritó como advertencia cuando intentaba acercarse al santuario:
"Don Lancelote, sois más duro que la piedra, más amargo que el leño y más desnudo y
huero que la hoja de la higuera; salios, pues, de aquí y apartaos de este santo lugar". Y
cuando escuchó esto, no supo qué hacer, y se retiró llorando y maldijo la hora en que nació:
"Mi pecado y mi iniquidad me han llevado a gran deshonra; porque cuando busqué
aventuras mundanas siguiendo deseos mundanos, siempre las llevé a buen término y
siempre salí vencedor en cualquier lugar, y nunca fui derrotado en combate alguno, justo o
injusto. Y ahora que emprendo aventuras que tienen que ver con las cosas santas, veo y
entiendo que mi inveterado pecado me lo impide y me avergüenza". 32 Lancelote se
reforma transitoriamente bajo la inspiración de la gesta, y debido a ello se acerca al éxito
todo lo que un pecador puede acercarse; pero una vez logrado el Grial por su hijo bastardo,
sir Galahad, y cuando él mismo ha regresado a la corte de Arturo, recae sin poder evitarlo
en su viejo amor lo que, prontamente acarrea el desastre a la hermandad de la Tabla
Redonda. Él es culpable de la deshonra de la reina y de la muerte de muchos caballeros; sir
Gawain es muerto por Lancelote, y Lancelote mismo es desterrado. Se desencadena una
secuela de catástrofes, que culmina con la muerte del rey y con la extinción del ciclo.
La leyenda de este brillante caballero y amante, hechizado durante toda su vida por su
secreta pero demasiado bien conocida pasión por la reina Ginebra, conservó para las
generaciones ulteriores un interés mayor que las gestas y sufrimientos de los otros
caballeros del séquito de Arturo. Esta figura, sumamente popular y esplendorosa, estuvo
cargada de una magia especial. Representó algo muy diferente de los ideales heroicos
medievales de sus compañeros, algo menos circunscripto temporariamente, más
profundamente humano y duradero. 33 Sir Lancelote es una encarnación del ideal varonil,
que existe, no en el mundo de la acción social masculina, sino en las esperanzas y fantasías
de la imaginación femenina. Es un ejemplo, vale decir, de lo que el psicólogo analítico
moderno denomina el "arquetipo del animus", la imagen onírica de la virilidad que habita
en la psiquis de la mujer. Gawain y Owain, por otra parte, como la mayoría de los
caballeros de la Tabla Redonda, representan la psiquis masculina medieval en sí misma, en
las angustias de sus característicamente masculinas aventuras y decisiones.” 34

32 Malory, Marte d'Arthur XIII, 19.


33 Sir Gawain es el héroe real de la caballería inglesa arcaica (como reiteradamente señala J. L. Weston).
34 Contrastando con las pocas figuras del animus en los romances del ciclo de Arturo, las representaciones
de lo opuesto, los arquetipos del anima abundan. Las apariciones de la "mujer soñada" del varón, esa amante
ambigua, elusiva, atractiva y peligrosa, maligna y benévola, se encuentran por doquier en las hadas del lago
que actúan como auxiliares del héroe, las reinas malévolas que lo embrujan y lo hostigan, damas seductoras y
hermosas damiselas que continua y ubicuamente imploran su ayuda: Nimue, la Dama del Lago, que
proporciona a Arturo la espada que nunca falla; Excalibur, y su vaina, que torna invulnerable al poseedor; el
hada Morgana, que hechiza al rey y a muchos de sus caballeros; Niniana, que con su conjuro convierte al
mago Merlín, la figura más inspirada e inspiradora de todo el ciclo, en una tumba viviente.
Merlín es un ejemplo perfecto, dicho sea de pasada, del arquetipo del Anciano Sabio, personificación de la
sabiduría intuitiva del inconsciente. La figura de Merlín desciende, a través de los druidas celtas, del antiguo
sacerdote y brujo tribal, sobrenaturalmente dotado de la visión cósmica y el poder de brujería, el poeta y
adivino que puede conjurar presencias invisibles con la magia de sus cantos. Al igual que Orfeo, el cantor y
maestro de los misterios e iniciaciones de la antigua Grecia, cuyas armonías domaban a los animales feroces y
hacían que las piedras mudas se pusieran en movimiento y se colocaran por sí mismas para formar paredes y
edificios, Merlín puede mandar a las piedras. Mediante la magia, trasladó el gran círculo de piedras de
Stonehenge, '"la danza de los gigantes", desde Irlanda a la llanura de Salisbury. Merlín es el amo del Bosque
Encantado, es decir, del reino del inconsciente, con todos sus poderes y enigmas; su castillo de innumerables
ventanas se abre hacia un panorama que los incluye a todos. Omnisciente, conoce el pasado y el futuro. Su
vista penetra hasta las profundidades ocultas de la tierra, y puede descubrir en ella los dragones ocultos que
hacen tambalear los cimientos de una torre. Una y otra vez, bajo la figura de un anciano de "cuatro veintenas
de años", aborda inesperadamente a los caballeros y al rey Arturo, su pupilo especial, prediciendo
acontecimientos futuros e impartiendo consejos y advertencias. Puede aparecer también en la figura de un
niño de catorce años, manando una sabiduría que está más allá de la edad y del tiempo. En esto se asemeja al
Anciano chino, Lao-tsé, "el Viejo", cuyo nombre significa a la vez "el Niño Anciano". En su papel de
supervisor y guía de la carrera y la corte del rey Arturo, Merlín se asemeja mucho al tipo indio del gurú o
sacerdote doméstico, el mago y maestro espiritual de los padres de familia y reyes indios. Al crear la Tabla
Redonda y guiar a Arturo desde su infancia hasta que alcanzó su inigualable condición caballeresca, era el
principio motor de toda la leyenda.

El nombre de Lancelote se ha convertido en proverbial para designar al amante gallardo e


insaciable, aspecto bajo el cual ocupa un mismo rango con el de Tristán, el amante de la
princesa irlandesa Isolda. Los dos fueron héroes del mismo temple, maldecidos y
bendecidos por el destino de la misma prohibida pasión, hechizados ambos por la esposa de
su señor feudal. Se encontraron una vez en un gran torneo con mesnadas opuestas, y
aunque Tristán fue momentáneamente derribado de su caballo por Lancelote, reanudó el
combate con tal vigor y persistencia, que finalmente ambos se entregaron mutuamente las
espadas y se abrazaron. 35 Así trabaron una eterna amistad, porque ambos estaban atraídos
por la identidad de sus naturalezas; ambos estaban regidos por un mismo hechizo
demoníaco. Dante celebra a ambos en el canto quinto del "Infierno", en el segundo ciclo (el
de los pecadores carnales), donde Tristán, al lado de Paris de Troya, aparece por un instante
en medio del humo, arrastrado por el terrible torbellino del deseo insaciable. Pocos versos
después, Francesca da Rimini, aherrojada con el hermano de su esposo en la condenación
de un abrazo insaciable, confiesa plañideramente cómo había sido llevada al pecado y al
desastre al leer junto con su amante el primer beso de Ginebra y Lancelote: "Estábamos
solos y sin sospecha. Muchas veces esa lectura llevó nuestros ojos a encontrarse y cambió
el color de nuestros rostros, pero sólo en un punto fuimos vencidos. Cuando leímos cómo la
sonrisa deseada fue besada por tal amante, el que nunca podrá separarse de mí besó mi
boca, todo tembloroso. Y en el libro no leímos más aquel día". 36

35 Morte d'Arthur, X, 67-86.


36 Infierno, v. 129-238.

La iniciación de sir Lancelote no es la senda de la excelsa búsqueda de la santidad. Su halo


es el de la culpa inextinguible, el signo de la iniciación descarriada, ambigua, de las fuerzas
sin sosiego de la pasión insaciable. Hay algo inhumano, demoníaco, propio de un elfo, en
su adicción al alimento prohibido de su alma, en su descaro y su habilidad milagrosa para
eludir la opinión pública y la pérdida del honor. Y ésta es la verdadera razón de su fama, el
secreto mismo de la atracción que ejerce sobre nosotros. Porque no es un mero galán
humano, sino algo sobrenatural, una especie de desafío, una especie de retador, que tiene de
su parte las potencias secretas del mundo feérico y ha sido bendecido por los poderes
prohibidos del alma.
Sir Lancelote era de linaje humano, pues era hijo del rey Ban de Benwick, y había sido
bautizado con el nombre no de Lancelote sino de Galahad, que luego fue transmitido,
finalmente, a su hijo. Pero Lancelote, el primer Galahad, había sido raptado, cuando aún era
un niño, por la Dama del Lago, la misma que ofrendó al rey Arturo la Excalibur, la espada
mágica. Y fue criado en un país milagroso, inhumano, debajo de las ondas, el reino mítico
de las fuerzas desnudas y elementales de la vida; allí lo cuidaron las hadas y los elfos, no
seres humanos; y permaneció allí hasta que tuvo dieciocho años. La Dama del Lago, su
patraña, le dio un anillo mágico, que tenía el poder de disipar los hechizos y que lo hacía
capaz de enfrentarse con los dragones y todos los otros seres sobrenaturales. Y fue ella
quien lo llamó Lancelot du Lac, Lancelote del Lago. Este nombre expresa su segundo
carácter, la humanidad incrementada por los poderes elementales que saturaron su
personalidad durante la niñez pasada en el País Bajo las Ondas.

La leyenda de la espada de sir Lancelote es otro signo de su carácter doble. De acuerdo con
las convenciones del lenguaje icónico universal del mito y la leyenda, el arma mediante la
cual el héroe lleva a cabo sus hazañas es una réplica complementaria de él mismo, que
simboliza la fuerza que posee. La espada de sir Lancelote - esa arma invencible con la que
dio el mandoble mortal a su ex camarada de armas sir Gawain -, proviene, como era de
esperar, del misterioso mundo de lo feérico. Su primer poseedor humano fue el trágico,
extraño y fatal héroe de Nortumbria, sir Balin, noble en sus propósitos, pero que siempre
erraba en sus acciones, quien no sólo descargó el Mandoble Doloroso, "del que se seguirá
grande venganza", sino que combatió y dio muerte a su querido hermano, sir Balan, "en la
más asombrosa batalla de la que jamás se supo, y ambos fueron enterrados en una tumba".
Sir Balín fue llamado "El Caballero de las Dos Espadas", título que sugiere su personalidad
escindida; y su hermano, con quien se bate, que lleva casi el mismo nombre que él y es "su
mejor amigo", "el hombre que más ama en el mundo", es prácticamente también él mismo,
bajo otra forma. Ambos anhelan continuamente verse y estar unidos, mas, por obra de un
artificio feérico inherente al carácter y destino fatal de la espada, que luego habría de pasar
a manos de Lancelote (junto con su perverso y peligroso poder), se encontraron siempre no
en el amor sino en el ruedo de combate, para descubrir demasiado tarde el yerro cometido.
Vale la pena pasar revista con detalle a la historia de sir Balín, no sólo por su propia
belleza grávida de infortunios, sino porque pone de manifiesto algo de la fatalidad que
impregna todo el ciclo. Malory lo sitúa bastante al comienzo de su gran compilación, donde
se yergue como prefiguración y anticipo de la melancólica catástrofe que el pecado del
heredero de la espada de Balin habrá de perpetrar. Digno de notarse es también el papel que
Merlín desempeña en el relato. Comenzamos a conocer y sentir la fuerza de su presencia
permanente y sustentante. Las ocasionales y oportunas apariciones de Merlín son como
condensaciones de una atmósfera envolvente en una figura humana; es el hechizo, la
Providencia, que mora, se mueve, sabe por anticipado y designa; es el Hado [Weird] de
todas esas iniciaciones, pruebas, catástrofes e ilusiones de alegría.
Una damisela había llegado a la corte del rey Arturo, y llevaba ceñida aquella misma
espada; ésta fue la primera vez que el mundo tuvo noticia de ella. Había sido "enviada con
un mensaje por la gran dama Lila de Avelion". Y el rey se había maravillado mucho, y dijo:
"Doncella, ¿cómo es que estáis ceñida con esa espada? No os cuadra".
"Os lo diré", dijo la damisela. "Esta espada con que estoy ceñida me ocasiona mucho pesar
y estorbo; porque no puedo ser liberada de ella salvo por un caballero. Pero éste debe ser un
hombre sobresalientemente bueno en sus manos y en sus obras, y sin villanía o doblez, y
sin traición. Y si encontrare un caballero tal, que tenga todas estas virtudes, él podrá sacar
esta espada de su vaina".
"Lo que decís es gran maravilla", dijo Arturo, "si fuera cierto. Yo mismo intentaré sacar la
espada; sin presumir de mí que sea el mejor caballero, pero comenzaré a tirar de vuestra
espada para dar ejemplo a todos los barones y para que lo prueben todos, uno tras otro,
luego que lo haya probado yo".
Entonces Arturo tomó la espada por la vaina y por el cinturón, y tiró de ella con esfuerzo.
Pero la espada no quiso salir.
"Señor", dijo la damisela, "no necesitáis tirar con tanta fuerza, porque quien ha de sacarla
lo hará con corto esfuerzo".
"Bien decís", dijo Arturo; "poned ahora a prueba a todos mis barones; pero cuidaos dé
que no estén mancillados por la deshonra, traición o dolo".
La mayoría de los barones de la Tabla Redonda que estaban allí en ese momento hicieron
el intento; pero sin éxito.
"¡Ah!", dijo la damisela; "yo imaginaba que en esta corte estaban los mejores caballeros,
sin doblez o traición".
"A fe mía", dijo Arturo, "que hay aquí buenos caballeros, a mi juicio tan buenos como el
mejor del mundo, pero su gracia no os es de ayuda, lo que me disgusta".
Aconteció entonces que estaba con el rey Arturo un caballero pobre, que había sido
prisionero de él durante un año y medio por dar muerte a un caballero, y era primo del rey
Arturo. El nombre de este caballero era Balin, y por buenos oficios de los barones fue
liberado de la prisión; y así fue en secreto a la corte y presenció esta aventura. Y cuando la
damisela se despedía del rey Arturo y de todos los barones antes de partir, este caballero
Balin la llamó y le dijo: "Damisela, pido a vuestra cortesía que me permitáis hacer una
prueba, como esos señores".
La damisela miró al pobre caballero, y vio que era un hombre prometedor; pero por sus
mezquinas vestiduras pensó que no sería de una calidad sin villanía o doblez. Y dijo luego
al caballero: "Señor, no es menester sujetarme a más pena o trabajo, porque no me parece
que vos salgáis con bien donde otros han fracasado".
"¡Ah, hermosa damisela!", dijo Balin, "la valía, los buenos recursos y las buenas hazañas
no están sólo en el atuendo, sino que la hombría y la devoción están escondidas en la
persona de un hombre, y muchos caballeros de prez no son conocidos por cualquier
persona, y por ello la devoción y la constancia no consisten en el atuendo".
"Vive Dios, dijo la damisela, que decís verdad. Haced, pues el intento que quisiereis".
Balin tomó la espada por el cinturón y la vaina, y la extrajo con facilidad; y cuando miró a
la espada le agradó mucho. Entonces el rey y todos los barones experimentaron una gran
admiración.
"Cierto", dijo la damisela, "éste es un caballero de sobresaliente calidad, y el mejor que
jamás encontré, y de gran devoción, sin traición, doblez o villanía; y hará muchas cosas
asombrosas. Ahora, gentil y cortés caballero, devolvedme la espada".
"No tal", dijo Balin, "que esta espada la guardaré, a menos que me la quiten por la fuerza".
"Pues bien,", dijo la damisela, "no obráis sensatamente no devolviéndome la espada;
porque con ella mataréis al mejor amigo que tenéis y al hombre que más amáis en el
mundo, y la espada será vuestra destrucción".
"Aceptaré la ventura", dijo Balin, "que Dios disponga para mí".
La damisela se marchó, con gran pena; y Balin pidió su caballo y su espada y se aprestó
para partir de la corte del rey Arturo. En el ínterin vino a la corte una dama de tan alta
alcurnia como la Dama del Lago; y vino en un caballo, ricamente enjaezado, y saludó al rey
Arturo. Le reclamó un presente que, según declaró, él le había prometido cuando ella le dio
la espada Excalibur.
"Es cierto", dijo Arturo, "un presente os prometí. Pedid lo que queráis, y lo tendréis, si está
en mi mano dároslo".
"Bueno", dijo la dama, "pido la cabeza del caballero que ganó la espada, o de lo contrario,
la cabeza de la damisela que la trajo; porque él mató a mi hermano, y esa mujer de noble
linaje fue la causante de la muerte de mi padre".
"A fe", dijo el rey Arturo, "que no puedo conceder ninguna de sus cabezas sin mengua de
mi honor. Por tanto, pedid cualquier otra cosa que queráis, y yo satisfaré vuestro deseo".
"No pediré ninguna otra cosa", dijo la dama.
Cuando Balin estaba listo para partir, vio a la Dama del Lago. Por medio de sus artes, ella
había dado muerte a la madre de Balin, y éste la había buscado durante tres años. Y cuando
se le dijo que había pedido su cabeza al rey Arturo, se dirigió directamente a ella y le dijo:
"¡Malhaya la dama! Quisisteis tener mi cabeza, y por ello perderéis la vuestra". Y con su
espada, sin esfuerzo alguno le rebanó su cabeza de un solo tajo, ante la vista del rey Arturo.
"¡Qué vergüenza, caballero!", dijo Arturo, "¿por qué hicisteis así? Me habéis deshonrado a
mí y a toda mi corte, porque ésta era una dama a la que yo estaba obligado, y vino aquí con
mi salvoconducto. ¡Nunca os perdonaré esta afrenta!"
"Señor", dijo Balin, "me pesa vuestro desagrado; porque esta misma dama fue la más
pérfida dama viviente, y con encantamientos y brujerías fue la perdición de muchos buenos
caballeros, y la causante de que mi madre fuera quemada, valiéndose de sus falsedades y
traiciones."
"Cualquiera fuese la razón que tuvierais", dijo Arturo, "debisteis soportarla mientras estaba
en mi presencia. Por ello, no creáis otra cosa, habréis de arrepentiros; porque jamás hube
otro desmedro tal en mi corte. Quitaos, pues, de mi corte no bien podáis".
Entonces Balin tomó la cabeza de la dama y cabalgó saliéndose de la ciudad.
Sir Balin, desterrado tan ignominiosamente pero poseedor de la espada maravillosa,
cabalgó a la ventura. Y a cualquier enemigo que encontraba, lo derribaba de un mandoble
fatal, pero al mismo tiempo, sin percatarse de ello, y con ese mismo golpe, causaba algún
desastre. Abatió al hijo del rey de Irlanda, que vino contra él para vengar la muerte de la
Dama del Lago; y una doncella que había amado al príncipe, cuando lo vio muerto, se dio
muerte con la espada. Merlín apareció entonces y profetizó que en el lugar donde los dos
amantes fueron sepultados, Tristán y Lancelote del Lago habrían de librar "la mayor batalla
entre dos caballeros que jamás hubo o jamás ha de haber". Y Merlín se volvió a Balín. "Te
has causado un gran daño a ti mismo", dijo, "Por causa de la muerte de esta dama, tú darás
el golpe más doloroso que dio hombre alguno, salvo el golpe que recibió nuestro Señor;
porque herirás al más cumplido caballero y al hombre más de pro de cuantos ahora viven y
por obra de ese golpe, tres reinos estarán en gran pobreza, miseria y aflicción durante doce
años, y el caballero no sanará de esa herida durante largos años".
Y Balin dijo: "Si yo conociera que es cierto lo que decís, que yo he de hacer tan peligrosa
obra, me mataría para dejaros mentiroso". Y entonces Merlín se esfumó súbitamente.
El terrible Mandoble Doloroso que el Anciano Sabio había pronosticado con esas palabras
fue ocasionado por una singular aventura.
Cierto día, Balin escoltaba a un joven amante, cuando pasaron junto a alguien que
cabalgaba, invisible y que atravesó con una pica el cuerpo del joven caballero que iba con
Balin. "¡Ah!", dijo el joven caballero, "me han matado mientras estaba bajo vuestra
protección y ha sido un caballero llamado Garlón. Tomad, pues, mi caballo, que es mejor
que el vuestro, e id junto a la doncella; y seguid mi gesta a donde ella quiera llevaros, y
vengad mi muerte cuando pudiereis".
"Así haré", dijo Balin, "y de ello hago voto de caballero". Y con esto se separó de aquel
caballero con gran pesar.
Balin encontró a la damisela, y cabalgó con ella hasta un bosque. Y allí hallaron a un
caballero que había estado cazando; y cuando aquel caballero se les sumó y llegaron a una
ermita situada al lado del cementerio de una iglesia, pasaron junto al caballero Gralon, otra
vez invisible, y éste hirió a aquel segundo caballero, Perin de Mountbeliard, atravesándole
el cuerpo con una pica.
"¡Triste de mí!", dijo Balin, "no es la primera afrenta que me hace".
Y luego el ermitaño y Balin sepultaron al caballero. Y Balin y la damisela siguieron
adelante. Y llegaron, después de muchos días, a un castillo, donde el rey Pellam, "el
hombre de más prez que vive en este siglo", celebraba un festejo. Estaba allí Garlón, entre
muchos caballeros de prez, y era el hermano del buen rey Pellam, y su rostro era negro. Se
lo señalaron a Balin, y cuando Garlón advirtió que ese Balín lo estaba observando, se
acercó y le dio un bofetón en el rostro con el revés de la mano, y dijo: "Caballero, ¿por qué
me miráis así? ¿No os da vergüenza? Comed vuestro yantar, y haced aquello para lo que
vinisteis".
"Decís verdad", dijo Balin. "Esta no es la primera afrenta que me hacéis; haré, pues,
aquello para lo que vine". Y se levantó y le partió la cabeza hasta los hombros.
Todos los caballeros se levantaron de la mesa para atacar a Balin, y el propio rey Pellam se
irguió enardecido, y dijo: "Caballero, ¿habéis muerto a mi hermano? Pues habéis de morir
por ello o marcharos".
"Bueno", dijo Balin, "encargaos vos mismo de ello".
"Sí", dijo el rey Pellam, "ningún otro hombre fuera de mí debe tener trastornos con vos,
por amor a mi hermano".
Entonces el rey Pellam tomó en su mano un arma aterradora y golpeó con fuerza a Balin,
pero Balin interpuso su propia espada entre la cabeza y el golpe, y la espada se partió en
dos. Y cuando Balin se vio desarmado, corrió a otra habitación para buscar una nueva arma,
y así pasó de habitación en habitación, y no pudo encontrar arma alguna, y el rey Pellam
iba siempre tras él.
Hasta que por fin entró en una cámara que estaba maravillosamente adornada, y había en
ella una, cama tendida con el más rico brocado de oro que pueda imaginarse; alguien estaba
acostado en ella, y junto al lecho había una mesa de oro puro con cuatro pies de plata que la
sostenían, y sobre la mesa había una pica maravillosa, peregrinamente forjada. Y cuando
Balin vio esa pica, la tomó en su mano, y la dirigió contra el rey Pellam y lo hirió
haciéndole una herida muy grave con esa pica, y el rey Pellam cayó desvanecido, y
entonces el techo del castillo y las murallas se desplomaron, y Balin quedó debajo, de
manera que no podía mover pies ni manos. Y así, la mayor parte del castillo, que se había
derrumbado de resultas de aquel golpe doloroso, estuvo sobre Pellam y Balin durante tres
días.
Entonces llegó Merlín, y sacó a Balin de abajo de las ruinas, y le consiguió un buen
caballo, porque el suyo había muerto, y le ordenó que saliera de ese territorio.
"Quisiera llevar a mi damisela", dijo Balin.
"¡Ay!", dijo Merlín, "aquí yace muerta".
Y también yacía el rey Pellam, que durante muchos años estuvo gravemente herido, y
nunca se repuso del todo hasta que Galahad, el altivo príncipe, lo curó en la gesta del Santo
Grial.
Entonces Balin se despidió de Merlín, y dijo: "No volveremos a encontrarnos en este
mundo". Y viajó por hermosos países y ciudades, y encontró allí a la gente muerta, tendida
por todas partes. Y cuantos habían quedado vivos la gritaban: "¡Ah, Balin, has causado un
gran daño en estos países!; por el golpe doloroso que diste al rey Pellam, tres países han
sido destruidos, y no dudes que la venganza caerá finalmente sobre tu cabeza".
¡Aventura notabilísima! Es el oscuro preludio a la leyenda de la conquista del Santo Grial.
Sir Galahad, dijo de sir Lancelote, habría de ser quien remediara este estrago causado al rey
Pellam, el castillo y su territorio por el poseedor originario del poder mágico de sir
Lancelote, encarnado en la espada mágica y simbolizado por ella. Porque los poderes
feéricos que se suman a los humanos son equívocos en sus modos de manifestación. En
tanto que en el caso de sir Galahad pondrán de manifiesto su poder curativo y sanarán al
rey Pellam, en el caso de Balin son destructivos. Sir Balin es a sir Galahad como la muerte
al renacimiento, la aurora al ocaso, noviembre a mayo; y entre estas dos aventuras se
extiende la larga noche, el largo sueño invernal del alma, que es nuestra vida de pecado.
Este ínterin es el período de sir Lancelote y de la misión de la cofradía de la Tabla Redonda
para la salvación del mundo.
Merced al poder demoníaco que Balin adquirió con la espada, tuvo éxito donde otros
hubieran fracasado; liberó al mundo del maligno, invisible jinete, Garlón. Pero al
conquistarlo, generó el desastre; porque el poder sobrehumano que se había apropiado sólo
para sí al rehusarse a devolver la espada, estaba más allá de su control personal. Lo elevó
por encima del nivel del heroísmo humano común, pero sembró de desastres la senda de sus
hazañas, y proseguiría haciéndolo mientras se mantuviera en su ahora aterrador sendero. La
tajante despedida del Anciano Sabio, Merlín, el mago profetizador que le había hecho la
advertencia, equivalió a un corte final de la sumisión al consejo del inconsciente. Era una
reiteración de la misma obstinación que lo había separado de la feérica doncella cuando
ésta apareció en la corte con la espada que ahora había resultado diabólica. Tal humorada
confianza en sí mismo era algo muy distinto de la cortés aquiescencia de sir Gawain a las
demandas de las presencias misteriosas que provenían del mundo trascendental, algo que
jamás podía llevar a la bienaventuranza y gloria del héroe-elegido, sino sólo a la
destrucción del mundo, la autodestrucción y la destrucción del hombre más amado del
mundo.
Sir Balín se alejó en su caballo de los tres países que había destruido, y una vez que los
hubo pasado cabalgó ocho días antes de tropezar con la aventura. Entonces se encontró con
un gentil caballero que estaba sentado en el suelo y profería grandes lamentos. Y este
caballero se quejó de su dama, que le había prometido encontrarse allí con él y que no lo
había cumplido. Estaba a punto de darse muerte con la espada que ella le había ofrendado,
pero Balín detuvo su mano, prometiéndole que lo ayudaría a buscarla. Y cabalgaron hasta
llegar delante de su castillo. "Iré al castillo y miraré si por ventura está dentro". Y así lo
hizo. La buscó habitación por habitación. Luego revisó un hermoso jardincillo, y bajo un
laurel la vio yaciendo con un caballero en sus brazos, que era el caballero más feo que él
había visto nunca. Y ambos estaban profundamente dormidos.
Balín regresó junto al amante traicionado, le dijo cómo la había encontrado, y lo condujo al
jardín. Y cuando el caballero la contempló acostada así, de puro pesar su boca y su nariz
comenzaron a echar sangre, y con su espada les cercenó a ambos la cabeza, y luego se dolió
sobremanera. "¡Oh Balin!", dijo, "gran calamidad me has traído, porque si no me hubieras
mostrado este espectáculo, me hubiera ahorrado esta pena". Dicho esto, «e ensartó en la
espada hasta la empuñadura.
Una vez más, pues, e inocentemente, Balin había provocado el desastre. Dondequiera
aparece e interviene con sus buenas intenciones, dondequiera que gana un amigo o presta
ayuda en los asuntos humanos, no hace, inadvertidamente, sino provocar un desastre en el
mundo. Hace añicos la nueva amistad y se segrega nuevamente de la humanidad en el
aislamiento del caballero errante solitario. Y por eso, doquiera va, se lo conoce ahora con el
mote de Balin el Salvaje, porque el presente recibido del reino de las hadas y que retuvo en
su poder lo ha segregado. Es un poseído. Hace mucho tiempo que se separó de su hermano
Balan, su reverso, que usa una sola espada y el cual ha desaparecido de su vista; le es tan
imposible ahora desprenderse de su arma fatal como a Abú Kasem de sus babuchas
embrujadas y embrujadoras.
Cuando sir Balin vio muertos a la dama y a los dos caballeros, se apresuró a picar espuelas,
no fuera que la gente dijese que los había matado él. Y así cabalgó tres días, y entonces
llegó a una cruz, sobre la que había letras de oro que decían: "No es para ningún caballero
solo cabalgar hacia este castillo". Pero ésa era, precisamente, la maldición de Balin, ser un
caballero solitario, por lo que fue un momento de terrible presagio cuando se detuvo
delante de la cruz que marcaba el linde. Entonces vio a un anciano de cabellos blancos que
venía hacia él, un doble o contraparte, por así decirlo, del mago Merlín. "Balin el Salvaje",
le amonestó este personaje, "has rebasado tus límites para venir aquí. Vuelve rienda, que te
será provechoso". Y se esfumó.
E inmediatamente Balin escuchó el sonido de una trompa de caza, como si anunciara la
muerte de un animal silvestre. "Ese toque lo dan por mí", dijo Balin; "porque yo soy la
presa, y sin embargo no estoy muerto".
Balin era muy valiente. El mismo valor que le había posibilitado desenvainar la espada de
extraordinario poder, lo impulsaría ahora por el camino de la autodestrucción que sabía
estaba ante sí. No quiso volver rienda. Y por ende siguió adelante, sobrepasando la cruz
prohibida, y muy pronto llegó a un hermoso castillo que estaba sobre una isla y guardado
por un caballero. Y las torres del palacio estaban llenas de damas, como el Cháteau
Merveil de sir Gawain. Había llegado al Reino de las Madres, el País sin Regreso.
"Señor", dijo un caballero que estaba delante del vado, "se me hace que vuestro escudo no
sirve; os prestaré otro mayor".
Durante la Edad Media, el escudo y las armas servían para identificar a cada caballero, que
viajaba y entraba en batalla con la celada baja. Las figuras eran signos y símbolos de su
personalidad, procedentes de alguna grande y celebrada hazaña suya, o preconizaban su
linaje y con ello anunciaban los ideales por los cuáles luchaba. Representaban el principio
racional de su acción consciente, la manera de su yo consciente, el aspecto visible y
tangible de su ser, con el que se toparían amigos y enemigos. Balin, de entregar su escudo,
se hubiera convertido en un ser anónimo, en el preciso momento en que accedía a la esfera
de los poderes maravillosos. Habría abandonado allí su carácter personal y su ser
consciente.
Y, en efecto, Balin tomó el escudo que no conocía y dejó el propio; y subió con su caballo
en un gran bote, y llevado por él arribó a la isla. Y cuando llegó a la otra orilla, se encontró
con una damisela, y ella le dijo: "Caballero Balin, ¿por qué habéis dejado vuestro escudo?
¡Ay!, a fe que os habéis puesto en gran peligro; porque por vuestro escudo os hubieran
conocido".
"Me arrepiento", dijo Balin, "de haber llegado a este país, pero ahora, por vergüenza, no
puedo volver atrás; y cualquier aventura que me sobrevenga, de vida o de muerte, la
emprenderé". Y luego consideró sus arreos, y vio que estaba bien armado, e hizo la señal de
la cruz y montó en su caballo.
Entonces vio a un caballero que salía del castillo y venía hacia él, con su caballo enjaezado
todo rojo y vestido él del mismo color. Era Balan, el hermano de Balín, pero éste no
reconoció "al hombre que más amas en el mundo", cuya destrucción le había profetizado la
feérica doncella cuando Balin se negó a devolver la espada. Como Owan en el castillo de la
Dama de la Fuente, Balan estaba sirviendo allí en el papel sacerdotal de señor y cautivo del
Santuario de la vida. Y, como la armadura negra del Caballero Negro, ese color rojo era el
ornamento de su oficio.
Balan, sacerdote y guardián de la Isla de las Mujeres, no reconoció a su hermano, a pesar
de que Balin traía sus dos espadas, "porque no vio su escudo". "Y así enristraron sus lanzas
y fueron uno contra otro con maravillosa fuerza y se golpearon uno al otro en los
escudos..." Y eran exactamente de la misma fuerza, dos aspectos de un solo y mismo ser:
Balan era el yo que Balin había sido, antes de tomar y retener la espada maravillosa. Y así
lucharon uno contra el otro hasta que les faltó el aliento. Y todo el lugar donde lucharon
quedó rojo de sangre.
Balan, el hermano menor, lo descolocó un poco y lo derribó. Entonces dijo Balin el
Salvaje: "¿Qué clase de caballero sois? Ni antes ni ahora encontré un caballero que me
igualara".
"Mi nombre", dijo él, "es Balan, y soy hermano del buen caballero Balin."
"¡Ay de mí!", dijo Balin, "¡Y que yo haya vivido para ver este día!" Y cayó desvanecido.
Entonces Balan, arrastrándose sobre las manos y los pies, se acercó a él y le quitó el
yelmo, pero no lo reconoció: hasta tal punto estaba machucado y lleno de sangre.
Cuando Balin volvió en sí, dijo: "¡Ay, Balan, hermano mío, tú me has matado y yo a ti!"
"¡Ay de mí!", dijo Balan, "¡Y que yo haya vivido para ver este día!"
"¡Ambos salimos de una misma tumba, el vientre de nuestra madre, y por eso tenemos que
yacer en la misma fosa!"
Y la dama de la torre los sepultó a ambos en el mismo sitio donde se había producido el
combate. Y todas las damas y caballeros lloraron de piedad. Y la dama hizo una mención
de Balan, de cómo había muerto a manos de su hermano; pero no sabía el nombre de Balin.
Los dos aspectos de la personalidad escindida, el demoníaco y el inocentemente humano,
que habían seguido durante toda la vida caminos diferentes, anhelando el uno por el otro,
pero sin poderse reconocer, se habían abrazado sólo al cesar de existir, reconciliados
mediante la destrucción mutua y unidos en una fosa común.
Balin, debido a su intrepidez infantil, su valor sin tacha, estaba dotado de poderes
sobrehumanos y privilegiado como para desenvainar la espada maravillosa. Pero fue
apresado y dominado por las fuerzas que podían haber estado a su servicio, después de su
obstinado rechazo de la súplica de la mensajera feérica. El elemento extrapersonal,
infrahumano, que cada hombre lleva dentro de sí, se alzó luego contra su personalidad
humana consciente y la sojuzgó, llevándolo, como sobre la cresta de una ola, hacia la
destrucción. Cuando se despojó del escudo de su personalidad caballeresca, perdió su rostro
humano, y luego, arrastrado anónimamente por la marea de los poderes, se estrelló contra la
igualmente anónima, complementariamente encantada de su hermano, y en el acto de
matarse uno al otro, cada uno se dio muerte a sí mismo: Balin-Balan, los dos aspectos de un
mismo ser, el demoníaco y el humano, se anularon uno al otro y sucumbieron a su recíproca
condena.
Merlín llegó a la mañana siguiente e hizo escribir sobre la tumba el nombre de Balín con
letras de oro: que aquí yace Balín le Savage, que era el caballero con dos espadas, y que fue
quien dio el golpe doloroso. Y Merlín tomó la espada de Balín, y le sacó el pomo y le
colocó otro. Entonces Merlín pidió a otro caballero que estaba allí que empuñara esa espada
y que tratara de manejarla, y él lo intentó y no pudo. Entonces Merlín se rió.
"¿Por qué reís?", dijo el caballero.
"La razón es ésta", dijo Merlín; "no habrá nunca hombre que pueda manejar esta espada,
salvo el mejor caballero del mundo, y tal será sir Lancelote o de lo contrario su hijo
Galahad. Y Lancelote matará con su espada al hombre que más quiera en el mundo; y ése
será sir Gawain". Y Merlín hizo escribir todo esto en el pomo de la espada. 37

37 Malory. Marte d'Arthur, II.

3
Cada golpe que Balin dio con la espada resultó ser, inadvertidamente, un Golpe Doloroso;
porque, cuando la personalidad es invadida por fuerzas extrapersonales, la libertad de
discernimiento y la capacidad para juzgar las acciones, que distinguen la conciencia
racional, resultan anuladas. El individuo queda esclavizado a una irresistible fatalidad,
víctima y agente a la vez de las presiones que se han adueñado de él. Por eso, Balin le
Savage, aunque sabía de antemano cuál sería el final, se vio obligado a seguir hasta
sucumbir a su destino.
Algo semejante vivió Lancelote. Como el Caballero de las Dos Espadas, cuya arma
prodigiosa heredó, Lancelote tenía una naturaleza escindida; por una parte, era humano,
pero, por la otra, era un prodigio de la magia del "Lago". Todo su ser estaba impregnado de
la brujería de su feérica patrona y, embrujado él, embrujaba a cuantos lo miraban: la reina
Ginebra, el rey Arturo, y hasta el Paolo y la Francesca de Dante. Pero este poder es también
un factor aislante. Como Balin, Lancelote fue excluido de la vida humana normal y de las
realizaciones de la existencia humana real. Nunca podría llegar a ser un esposo o el padre
de una familia, sino que estaba condenado a ser siempre el soltero galante. En este papel
inamovible del galán perfecto pero incapaz de virtud, era a la vez algo más y algo menos
que humano. Dominó la sociedad de la Tabla Redonda, y hasta el día de hoy puede cautivar
la imaginación. Aun en su gran derrota, sir Lancelote fue más interesante, más humano, que
los caballeros cuyos corazones eran puros.
En una sola ocasión, y por obra de brujería, Lancelote fue seducido y apartado de su
fidelidad a la dama de su vida. Y fue un episodio mortificante, aunque de él redundó gran
gloria para los conmilitones de la Tabla Redonda del rey. Lancelote había estado ausente,
en busca de aventuras, poco después de su torneo con el gran amante de la reina Isolda, sir
Tristán, y, después de rescatar a una agradecida dama que había estado cinco años
calcinándose en una habitación que "era tan caliente como un caldo", marchó contra un
dragón, que habitaba una tumba cercana. Sobre la tumba estaba escrita con letras de oro
una profecía: "Vendrá aquí un leopardo de sangre real, y él matará a esta serpiente; y este
leopardo engendrará un león en este país, el cual león, sobrepasará a todos los otros
caballeros". Sin detenerse a considerar las consecuencias, el paladín de la reina Ginebra
levantó la lápida, y salió un dragón que escupía fuego. «Lancelote tiró de la espada y luchó
largo tiempo con el dragón. Cuando le hubo dado muerte, llegó el rey de aquel país, bueno
y noble caballero, y deseó conocer su nombre.
"Señor", dijo Lancelote, "habréis de saber que mi nombre es sir Lancelote".
"Y mi nombre es", dijo el rey, "Pelles, rey del país extranjero y descendiente directo de
José de Arimatea". 38
Luego ambos cobraron recíproco aprecio, y así entraron en el castillo para tomar su
refrigerio. Y gustosamente hubiera encontrado el rey Pelles los medios para que sir
Lancelote durmiera con su propia hija, la hermosa Elaine, porque el rey sabía bien que sir
Lancelote tendría un hijo de ella, mediante el cual todo ese país extranjero sería liberado de
peligro, y mediante el cual se conquistaría el Santo Grial.

38 La fuente de Malory para esta aventura es el Prose Lancelot francés, en tanto que su fuente para la historia
de Balín fue Prose Merlín. Estas dos grandes producciones del siglo decimotercero extraen
independientemente sus leyendas del vasto y de ninguna manera coherente fondo de la tradición medieval
sobre Arturo. En la historia de Balin vimos que el castillo del Rey del Grial es destruido: aquí lo
encontraremos todavía intacto, pero bajo una maldición; se halla expuesto a alguna clase de "peligro". El
nombre del rey en la historia era Pellam ("Pellean" en la fuente francesa de Malory); aquí es Pelles. Ambos
textos, empero, presentan la figura del rey como pariente cercano de José de Arimatea, quien, de acuerdo con
la leyenda del siglo decimotercero, llevó el cáliz de la Ultima Cena (el cáliz que recibió la sangre de Cristo en
la Crucifixión) y la lanza que atravesó el costado de Cristo, a esta capilla-relicario de Grial. Los sagrados
tesoros fueron preservados y custodiados por el rey del Grial, Pellam-Pelles, para bien de la Cristiandad.
El castillo del Grial es una cristianización del motivo pagano-celta del castillo de la Fuente de la Vida, fuente
del bienestar y la magnificencia del mundo creado. Para un análisis de los antecedentes celtas de la leyenda
del Grial, cfr. Roger S. Loomis, op. cit., págs. 139-170.

Entonces se presentó al rey un dama nombrada doña * Brisen, y le dijo: "Señor, habréis de
saber que sir Lancelote no ama a ninguna dama del mundo sino a la reina Ginebra: haced,
pues, según mi consejo, y yo haré que yazga con vuestra hija, y él no pensará sino que yace
con la reina Ginebra".
"¡Oh donosa dama, doña Brisen!", dijo el rey, "¿confiáis en lograr esto?"
"Señor", dijo ella, "con prenda de mi vida, dejadme hacer"; porque esta doña Brisen era
una de las más grandes hechiceras que en ese momento existían en el mundo de los
vivientes.
Entonces, de inmediato, por indicación de doña Brisen, se le dijo a sir Lancelote que la
reina Ginebra estaba de visita en cierto castillo, a sólo cinco millas de allí. Y cuando sir
Lancelote escuchó eso, sabed que nunca sintió tanto gozo; y pensó en estar allí esa misma
noche. Y entonces aquella doña Brisen hizo enviar a Elaine al castillo de Case, y sir
Lancelote al hacerse noche cabalgó hacia aquel castillo, y allí fue recibido respetuosamente.
Cuando sir Lancelote hubo desmontado, preguntó dónde se hallaba la reina. Entonces doña
Brisen le dijo que estaba en su lecho; y luego eludieron a la gente que allí había, y sir
Lancelote fue conducido al aposento de la reina. Y entonces doña Brisen trajo a sir
Lancelote una copa de vino; y no bien hubo bebido ese vino, se embriagó hasta tal punto, y
se enloqueció tanto, que no admitió demora alguna, sino que sin más trámite fue a
acostarse. Y creyó que la doncella Elaine era la reina Ginebra. Habéis de saber que sir
Lancelote era gustoso, y lo mismo era la señora Elaine de tener a sir Lancelote en sus
brazos, porque bien sabía que esa misma noche había de concebir a sir Galahad, que
mostraría ser el mejor caballero del mundo. Y así yacieron juntos hasta muy entrada la
mañana; y todas las ventanas y aberturas de la alcoba fueran cerradas, para que no pudiera
verse ninguna luz. Y luego sir Lancelote recordó, y se levantó y fue a la ventana; más tan
pronto la hubo abierto el encantamiento se desvaneció; y entonces advirtió que se había
equivocado.
"¡Triste de mí!", dijo, "¡Y que yo esté con vida! Ahora estoy deshonrado".
Y cuando hubo dicho esto, tomó su espada en la mano y dijo: "¡Fementida! ¿Quién sois
vos, cabe la cual yací toda la noche? A fe que moriréis aquí mismo y a mis manos".
Entonces aquella hermosa dama Elaine saltó de su cama enteramente desnuda, y se
arrodilló delante de sir Lancelote, y dijo: "Gentil y cortés caballero, vástago de sangre real,
os pido que tengáis misericordia de mí; y así como sois renombrado como el más noble
caballero del mundo, no me matéis. Porque llevo en mi vientre, procreado por vos, a quien
ha de ser el más noble caballero del mundo".

* En inglés: dame. [T.]

"¡Ah, pérfida y traidora!", dijo sir Lancelote, "¿por qué me habéis engañado? Decidme
presto quién sois".
"Señor", dijo ella, "soy Elaine, la hija del rey Pelles".
"Bueno", dijo sir Lancelote, "Os perdonaré esta obra". Y entonces la tomó en sus brazos, y
la besó; porque era una dama muy hermosa; y además lozana y joven, y tan prudente como
ninguna otra que en ese momento viviera.
Y sir Lancelote se atavió y se armó. Entonces ella dijo: "Don Lancelote, señor mío. Os
pido que me dejéis tan pronto pudiereis; porque yo obedecí a la profecía que mi padre me
relató. Y por su mandato de obedecer la profecía, he abandonado las mayores riquezas y la
flor más preciada que tuve, y ésta es mi virginidad, que nunca más volveré a tener. Por
consiguiente, gentil caballero, acordarme vuestra buena voluntad".
Y entonces sir Lancelote se atavió y fue armado, y se despidió tiernamente de aquella
joven Elaine. Y luego partió. 39
Cuando Galahad nació y las nuevas de ello se divulgaron, Lancelote tuvo que calmar los
celos y sospechas de su dama. La gran crisis llegó cuando Elaine, con veinte caballeros y
diez damas y nobles señoras, cuyo número era de cien caballos, hizo su aparición en
Camelot, la corte del rey Arturo. Cuando sir Lancelote la vio, sintió tanta vergüenza, que no
quiso saludarla ni hablar con ella, y sin embargo pensó que era la más bella mujer que
jamás había visto.
Elaine vio que sir Lancelote no quería hablar con ella, y estaba tan apesadumbrada que
creyó que su corazón iba a estallar; porque habéis de saber que lo amaba sobremanera. Y
entonces Elaine dijo a su dueña, doña Brisen: "El desamor de sir Lancelote me tiene a par
de muerte".
"Sosegaos, señora", dijo doña Brisen. "Yo os prometo que esta noche yacerá con vos, y
vos quedaréis satisfecha".
"Eso sería para mí más gustoso", dijo doña Elaine, "que todo el oro que está sobre la
tierra."
"Dejadme, pues, hacer", dijo doña Brisen.
Y cuando Elaine fue presentada a la reina Ginebra, cada una hizo a la otra gran festejo, por
cumplir, pero no de corazón. Pero todos los hombres y mujeres hablaron de la belleza de
doña Elaine, y de sus grandes riquezas.
Luego, cuando llegó la noche, la reina ordenó que doña Elaine durmiera en un gabinete
cerca de su propia cámara, ya ambas bajo el mismo techo. Y se hizo así como la reina había
dispuesto. Luego la reina mandó a buscar a sir Lancelote y le ordenó que fuera a su cámara
aquella noche. "Pues de lo contrario", dijo la reina, "estoy segura de que iréis al lecho de
vuestra dama, doña Elaine, de quien tuvisteis a Galahad".

39 Malory, Morte d'Arthur, XI, 1-3.

"¡Ah, señora y dama mía!", dijo Lancelote, "no volváis a decir eso; porque lo que hice fue
contra mi voluntad".
"Pues entonces", dijo la reina, "cuidad de venir a mí cuando yo mande por vos".
"Señora", dijo Lancelote, "no os faltaré, sino que estaré presto a vuestras órdenes".
Este trato se hizo y se consumó muy pronto entre ellos, pero doña Brisen se enteró por sus
artes. Así, cuando llegó el momento en que todos estaban acostados, doña Brisen vino a la
vera del lecho de sir Lancelote y dijo: "Sir Lancelote del Lago, ¿dormís? Mi señora, la reina
Ginebra, está en su lecho y os espera".
"¡Oh gentil señora!", dijo sir Lancelote, "estoy presto para ir con vos donde queráis".
Y así sir Lancelote se puso una larga túnica y tomó su espada en la mano; y luego doña
Brisen lo tomó de un dedo y lo guió hasta el lecho de su ama, doña Elaine; y luego se
marchó y los dejó juntos en el lecho. Y notad bien que la dama se holgó mucho de ello, y
también sir Lancelote; porque imaginaba que tenía a otra en sus brazos.
Dejémoslos ahora besándose y abrazándose, que fue cosa muy tierna, y hablemos de la
reina Ginebra, que envió a una de sus dueñas al lecho de sir Lancelote. Y cuando ésta llegó
allí, encontró la cama fría, y él se había marchado. Entonces fue para la reina y le contó
todo.
"¡Ay de mí!", dijo la reina, "¿dónde ha ido ese fementido caballero?" Y luego la reina se
puso casi fuera de sí, y tembló y se retorció como una mujer demente, y no pudo conciliar
el sueño durante cuatro o cinco horas.
Pero he aquí que sir Lancelote padecía de una condición que se daba en él de ordinario:
charlaba durante su sueño y hablaba con frecuencia de su dama. Y así, cuando sir Lancelote
hubo velado cuanto le plugo, luego, según el orden de la naturaleza, se durmió, y doña
Elaine también, ambos a una. Y en su sueño habló y charló como un grajo del amor que
había habido entre la reina Ginebra y él. Y como él hablaba tan alto, la reina lo oyó
mientras yacía ella en su cámara. Y cuando lo oyó charlar así, perdió casi la razón y se puso
fuera de sí, y de ira, y de pesar no sabía qué hacerse.
Y entonces tosió tan fuerte, que sir Lancelote se despertó, y reconoció el carraspeo. Y de
inmediato saltó de su lecho, como si fuera un loco, en camisa, y la reina lo encontró en el
piso, y le habló así: "¡Pérfido y traidor caballero que sois, mirad que no volváis nunca a mi
corte y alejaos de mi cámara; y nunca seáis tan osado, pérfido y traidor caballero que sois,
de presentaros ante mi vista".
"¡Ay de mí!", dijo sir Lancelote, y hubo tan gran pesar al oír esas palabras, que cayó al
suelo desvanecido. Y entonces la reina Ginebra se marchó. Y cuando sir Lancelote despertó
de su desvanecimiento, saltó por una ventana al jardín, y allí lo arañaron las espinas en el
rostro y en el cuerpo. Y entonces corrió sin saber a dónde, y estaba loco
rabioso como nunca lo estuvo hombre alguno. Y así anduvo dos años, y nunca hubo quién
tuviera la gracia de conocerlo.
Cuando doña Elaine escuchó a la reina reprender de esa manera a sir Lancelote, y cuando
vio además cómo éste se desvanecía y cómo saltaba por la ventana, dijo a la reina Ginebra:
"Señora mía, os habéis hecho merecedora de gran reproche en lo que atañe a sir Lancelote,
porque ahora lo habéis perdido; porque he visto y oído por su comportamiento que está
loco sin remedio. ¡Ay, señora, que cometéis un gran pecado y os hacéis gran deshonor;
porque tenéis un señor, como esposo, y por ende os incumbe amarlo a vuestra vez; que no
hay reina en este mundo que tenga un rey como el que tenéis vos. Y si no fuera por vos, yo
podría tener el amor de mi señor Lancelote. Y razón tengo para amarlo, porque él hubo mi
doncellez, y de él alumbré un hermoso hijo, y su nombre es Galahad, y a su sazón será el
mejor caballero del mundo".
"Doña Elaine", dijo la reina, "cuando fuere el día os encomiendo y ordeno que abandonéis
mi corte. Y por el amor que tenéis a sir Lancelote, que no descubráis su situación, porque si
lo hiciereis, será su muerte".
"En cuanto a eso que decís", dijo doña Elaine, "presumo que está perdido para siempre. Y
eso es obra vuestra; porque ni vos ni yo podemos consolarlo; porque al saltar por la ventana
lanzó los más lastimeros gemidos que jamás escuché a hombre alguno". "¡Ay de mí", dijo
la hermosa Elaine, y "¡Ay de mí", dijo la reina Ginebra, "porque ahora siento que lo hemos
perdido para siempre". Y así, con el primer albor, doña Elaine pidió licencia para partirse, y
no quiso quedarse más. 40
Sir Lancelote vivió dos años demente, sufrió y soportó muchos aguaceros, y vivió de los
frutos que encontraba. Y luego llegó por ventura un día al burgo y al jardín del castillo del
rey Pelles, y allí, mientras dormía junto a un pozo, las doncellas de doña Elaine lo atisbaron
y se lo mostraron a doña Elaine. Y cuando ella lo vio, lo reconoció y supo que era sir
Lancelote; e inmediatamente rompió a llorar tan de corazón, que cayó por tierra. Y cuando
hubo llorado así un largo rato, se levantó y llamó a sus doncellas y dijo que estaba enferma.
Salió entonces del jardín y acudió directamente a su padre.
"Señor", dijo doña Brisen, "tenemos que ser prudentes en cómo lo tratamos; porque este
caballero está fuera de sí, y si lo despertamos rudamente, lo que hará, no lo sabemos. Pero
vos estaréis en guardia, y yo le echaré un encantamiento, que no recordará en el plazo de
una hora"; y así lo hizo.
Luego, un poco después, el rey mandó que todos evitasen andar por ese camino, ya que el
rey habría de pasar. Y cuando lo hicieron, cuatro hombres, en los que el rey más confiaba, y
doña Elaine y doña Brisen, echaron mano a sir Lancelote y lo llevaron en vilo a una torre, y
en ella a una cámara donde estaba el cáliz sagrado del Santo Grial.

40 Ibíd. XI, 7-9.

Y tendieron por la fuerza a sir Lancelote junto a ese santo cáliz. Y vino entonces un varón
de Dios y descubrió el cáliz. Y así, por milagro y por virtud de aquel vaso sagrado, sir
Lancelote fue curado y se recuperó. Y cuando estuvo despierto, gimió y suspiró, y se
lamentó sobremanera de estar muy dolorido.
Sir Lancelote estuvo postrado más de dos semanas sin poderse mover de dolor. Y luego,
cierto día dijo a doña Elaine estas palabras: "Doña Elaine, por vuestra culpa yo hube
muchos trabajos, cuidados y angustias. No necesito repetirlos, porque vos los conocéis.
Pese a ello, sé que obré mal con vos cuando tiré de la espada contra vos para daros muerte,
la mañana después que yací con vos. Y de todo ello fue la causa que vos y doña Brisen me
hicisteis yacer a vuestro lado, contra mi intención; y, según vos decís, esa noche fue
engendrado vuestro hijo Galahad".
"Verdad es", dijo doña Elaine.
"¿Iréis ahora por mi amor a vuestro padre y obtendréis para mí un lugar donde yo pueda
morar? Porque a la corte del rey Arturo no puedo tornar más".
"Señor", dijo doña Elaine, "viviré y moriré con vos, y sólo por vos. E iré a mi padre, y
estoy cierta de que no hay nada que yo pueda desear de él y que no lo obtenga. Y donde
estuviereis, señor mío sir Lancelote, no dudéis que yo haya de estar junto a vos con todos
los servicios que os pueda prestar".
"Bien, hija mía" dijo, el rey, "puesto que es su deseo morar en estos confines, estará en el
castillo de Bliant, y allí estaréis vos con él, y veinte de las más gentiles damas que haya en
el país, y serán todas de la más alta alcurnia, y tendréis diez caballeros con vos. Porque
quiero que hagáis que todos seamos honrados por la sangre de sir Lancelote".
Y fue así como sir Lancelote del Lago, ese célibe modelo, el caballero de los poderes
prodigiosos, maldecido y bendecido por la necesidad de amar pecaminosamente y por
siempre a la misma mujer vedada, entró por un tiempo en lo que para un hombre normal
podía haber sido el momento y la oportunidad de alivio. Con Elaine, que, según ella
""misma había declarado, era la esposa adecuada para él y la madre de su hijo, vivió quince
años en el castillo de su pundonoroso suegro, el rey Pelles; en el castillo de Bliant, que se
alzaba en una isla, rodeada de las más puras aguas. Y cuando estuvieron allí, sir Lancelote
la bautizó "Isla Gozosa". Pero sus pensamientos nunca se separaron de la reina que lo había
desterrado. Una vez cada día, a pesar de todo lo que las damas y su esposa pudieran hacer
para alegrarlo, dirigía la vista hacia la región de Logres, donde el rey Arturo estaba con la
reina Ginebra, y lloraba como si se le quebrara el corazón. Y cambió de nombre,
designándose con otro que secretamente atestiguara su culpa por haber traicionado
involuntariamente el amor que era dominante en su existencia. Le Chevalier Mal Fet, tal
fue el modo como decidió llamarse, es decir, "el caballero que ha obrado mal". Y mediante
esta designación, a la que se atuvo con estrictez, anuló, tácitamente, el vínculo conyugal
que lo unía con Elaine. El idilio de la Isla Gozosa, pues, con toda su grandeza, carecía de
validez. No bien llegaron dos de sus camaradas de la Tabla Redonda, enviados por la reina
Ginebra, que ya no podía soportar la nostalgia, montó en su caballo y se despidió sin
muchos trámites. 41
"Una cosa os falta", le dijo una vez cierta damisela. "Vos sois un caballero sin esposa, y no
amaréis a alguna doncella o señora de pro, y eso es una gran lástima. Pero se ha sabido que
vos amáis a la reina Ginebra, y que ella ha dispuesto mediante un encantamiento que no
améis a ninguna que no sea ella". Y así fue, y así siguió siendo, aun cuando eran los dos ya
de edad avanzada, cuando las disputas entre ellos se hicieron mezquinas y la magia de la
juventud hacía mucho que se había retirado de sus miembros.
La desdichada aventura que se relata en la bien conocida historia de la doncellita de
Astolat, inocente, madura para el amor pero desesperadamente púdica - la segunda Elaine
en la vida del ya para entonces desgastado guerrero de innumerables torneos - atestigua la
persistencia, hasta mucho tiempo después del plazo fijado por la naturaleza, de su
milagroso resplandor como animus y de su atractivo. Porque Astolat estuvo siempre cerca
de sir Lancelote todo el tiempo que él se lo consentía; y siempre lo miró con admiración.
"Yo os tomaría por esposo", le explicó finalmente; "pero si vos me desposáis o por ¡lo
menos si sois mi amigo, mis días de felicidad habrán terminado". Y puso tanto amor en sir
Lancelote, que nunca pudo retirarlo; y por ello murió. 42
Su dedicación a Ginebra, la larga vida con ella y sin ella, había llenado su ser con el
magnetismo del amor, que era como una presencia demoníaca que descarriaba las mentes.
Pero también él desvariaba, bajo el hechizo de la singular pasión que lo poseía. Se podría
decir que las personalidades de Lancelote y Ginebra habían quedado, ambas, enteramente
invadidas y encantadas por los poderes del "lago" del inconsciente, poseídas y obsesionadas
por una interconexión animus-anima transpersonal, compulsiva, irracionalizada y
racionalmente ingobernable. Sus individualidades conscientes habían sido abrumadas,
desde el instante mismo en que se vieron, por una experiencia arquetípica, más que
personal. Cada uno había descubierto en el otro no a un compañero humano adicto, sino al
antagonista perfecto de una etapa ideal, sobrehumana, de pasión abstracta pero fatal. Cada
uno de ellos estaba referido al otro no como a un ser humano sino como a un
descubrimiento de una porción perdida, necesitada, separada, de su alma. No eran dos, sino
uno: cada uno de ellos era una proyección del inconsciente del otro. Y si sus biografías
humanas normales resultaron aniquiladas bajo este hechizo demoníaco, ello fue porque la
atemporalidad de su relación redujo a muy poco el tiempo dentro de ellos. Su encanto
mantuvo hechizado al mundo que los circundaba. Y aunque sembró el escenario de
desastres e infortunios, no obstante, ni siquiera sus más íntimos allegados pudieron
atreverse a reprochárselo. En presencia de su representación de la atemporalidad de los dos
sexos en su identidad vivida en la experiencia, todas las propiedades, convenciones, ideales
y virtudes de la corte cayeron en la insignificancia. El símbolo de la Tabla Redonda perdió
poder. La corte del rey cristiano se convirtió en el templo de un connubio divino que nada
sabía de la misión histórica de la cristiandad: la santa unión de un dios no cristiano y una
diosa en su misterio de unión eterna, algo similar a la unión del Siva y la Sati indios, que
consideraremos en nuestros posteriores capítulos sobre "El romance de la Diosa".43

41 Ibíd., XII, 1-9.


42 Ibíd., XIII, 9-20. La historia de la segunda Elaine se relata nuevamente en Lancelot and Elaine, de
Tennyson.
43 Véase infra, páginas 171 y siguientes.

Los poetas y cronistas de la Edad Media parecen haber tenido alguna oscura vislumbre de
la santidad precristiana, no-cristiana, del gran pecado de Lancelote y la reina. Tal vez no
hubieran admitido o dado crédito a la interpretación psicológica que hemos propuesto en lo
referente al encantamiento que echó sobre el mundo su culpable amor, pero la explicación
sobrenatural la conocían. La expresaron en términos de seres feéricos y de encantamientos.
Con este recurso redimieron la culpa de los temerarios amantes sometidos a un hechizo,
reteniendo sus halos de divinidad y permitiendo que subsistieran los rasgos de su divina
irradiación de otrora, aun en el contexto de los dilemas y ordalías del amor caballeresco,
cristiano, medieval. No en cuanto animus y anima, sino como un dios y una diosa que se
prestan mutua reverencia, ambos quedaron justificados en su culpa de divinidades
olímpicas.
Podemos discernir algunos de los perfiles míticos antiguos en la más célebre e importante
de las aventuras de Lancelote y la reina, ese notable cuento relatado en el texto más arcaico
escrito acerca del caballero: el romance épico en verso de Chrétien sobre "El caballero de la
carreta".
Si bien Chrétien de Troyes era un poeta cortesano, un hombre de su época y muy sutil, de
ninguna manera interesado en los antecedentes míticos de sus narraciones, sabía cómo
utilizar los materiales de los mitos para entretenimiento y edificación de su auditorio
cortesano contemporáneo. Había iniciado su carrera traduciendo al poeta latino Ovidio al
francés del siglo xii; y estaba inspirado por la psicología mundana del amor y la pasión,
representada en las versiones ovidianas de héroes y heroínas tradicionales, tales como
Píramo y Tisbe. El éxito de Chrétien de Troyes en la corte de María de Champaña y en el
campo general de las letras medievales parece haber estado fundado principalmente en su
capacidad para transmitir a un público caballeresco algo de la complejidad y el
sentimentalismo de la manera helenística de interpretar la pasión y las galanterías del amor.
Pero el retener y utilizar los elementos sobrenaturales arcaicos era una de las delicadezas de
este arte refinado. A ello se debe que en los romances de Chrétien, exactamente como en
los cuentos de Ovidio (aunque por cierto más oscuramente), por debajo de la superficie de
la indumentaria de la época, el psicologismo contemporáneo y la problematización ética,
siga fluyendo el viejo torrente de la tradición mítica, silencioso, clandestino, trasladando a
la nueva época los símbolos intemporales de las pruebas y victorias del alma. 44
El romance de Chrétien sobre "El caballero de la carreta", Le chevalier de la charrette
(Lancelote), se inicia con una aparición y desafío tan siniestros como los que tienen lugar al
comienzo de la aventura de Gawain y el Caballero Verde. Un hombre desconocido, armado
de punta en blanco, bien equipado, llegó a la corte de Camelot en momentos en que el rey
Arturo y la reina Ginebra estaban sentados a la mesa, celebrando un festín, cierto día de la
Ascención del Señor. Y el caballero no hizo ceremonia alguna, sino que interpeló
directamente al rey.
"Rey Arturo, tengo en cautiverio caballeros, damas y damiselas que pertenecen a vuestro
dominio y casa; más no es porque tenga intención de devolvéroslos que los menciono
ahora; por el contrario, proclamo y os hago saber que no tenéis la fuerza ni los medios para
rescatarlos. Y sed cierto que moriréis antes que podáis socorrerlos".
El rey respondió que no le tenía otro remedio que tolerar con paciencia lo que no pudiera
cambiar; no obstante ello, quedó lleno de pesar.
Entonces el caballero hizo como si fuera a marcharse, pero, llegado a la puerta de la sala,
se detuvo, volvióse y habló nuevamente: "Rey, si en vuestra corte hay un solo caballero en
quien tengáis tal confianza, que os atreveríais a confiarle a la reina para que la escolte tras
de mí a los bosques a los que me dirijo, prometo que lo aguardaré allí, y os entregaré todos
los cautivos que retengo exiliados en mi país, siempre que él sea capaz de defender a la
reina y de traerla de vuelta aquí".
Mas la reina era la vida y el alma de la corte del rey. El rey la había conquistado, junto con
la Tabla Redonda, a costa de grandes esfuerzos, al comienzo de su carrera caballeresca,
después de haber demostrado su derecho al trono de la caballerosidad sin parangón.
Perderla sería sufrir una gran calamidad, simbólica y personal a la vez. Pero rehuir el
desafío sería también una calamidad; porque defender la feminidad y la inocencia contra la
agresión despiadada era el supremo sentido y misión de la noble cofradía de la Tabla
Redonda. Por consiguiente, la excelsa camaradería estaba en ese entonces en grave riesgo.
Muchos de los que en ese momento se encontraban en el palacio habían escuchado el reto,
y toda la corte estaba alborotada.

44 Cuatro de los poemas épicos de Chrétien de Troyes son fácilmente accesibles en la


edición de la Everyman's Library, n° 698: Arthurian Romances by Chrétien de Troyes,
traducidos por W. Wistar Comfort. Las citas que haremos en los próximos párrafos están
tomadas de este volumen, págs. 270-359. El viejo texto francés de los romances puede
leerse en la edición Foerster, 1899.

Por desgracia, el caballero que primero se ofreció para la empresa fue el senescal, sir Kai.
Era el de más edad entre los caballeros, y compensaba un muy justificado sentimiento de
inferioridad por las hazañas más esplendorosas de los caballeros más jóvenes, albergando
en sí y demostrando en cualquier ocasión, una presunción ridícula. Sir Kai, mediante una
astuta treta, forzó al rey a consentir en que fuera él quien recogiera el desafío. Comenzó por
fingir que quería renunciar a la hermandad, puesto que ésta había quedado deshonrada.
Tanto el rey como la reina le pidieron que se quedase. Entonces él estipuló que sólo se
quedaría si el rey le acordaba una gracia, y cuando Arturo juró hacerlo, planteó su
pretensión de que se le concediera la venia para actuar como campeón de la corte. Y así,
confiada la reina a su protección, aunque con gran resistencia por parte de ella, partió,
mientras todos plañían como si la reina ya estuviera muerta y en el féretro.
Por consejo de sir Gawain, el rey Arturo y todos los caballeros, tras un breve intervalo, lo
siguieron de lejos, para rescatar a la reina Ginebra en caso de que sir Kai fuera vencido.
Pero cuando ya se encontraban cerca del bosque, vieron que el caballo de Kai salía a todo
escape, y cuando llegaron corriendo a rienda suelta al lugar del combate. habían
desaparecido no sólo la reina y el extraño retador, sino también, el temerario campeón. Sir
Gawain se adelantó al resto de la compañía, llevando de tiro dos caballos que había traído,
para la reina y para Kai, y al adentrarse en el bosque vio venir a un caballero al que no
reconoció, montado en un caballo descalabrado, muy cansado y bañado en sudor. El
desconocido caballero saludó, y luego solicitó cortésmente que le prestara uno de los dos
caballos de tiro. No bien se le otorgó lo que pedía, saltó sobre el caballo que estaba más
cerca y se alejó. Entonces, la bestia que había dejado se desplomó de puro agotamiento.
Gawain picó tras él, y cuando hubo recorrido cierta distancia, encontró muerto al caballo
que acababa de dar al caballero, y observó que el terreno estaba hollado, y que había
esparcidos por todas partes escudos y lanzas quebrados, como si hubiera tenido lugar una
gran batalla. Sir Gawain siguió rápidamente adelante, hasta que vio otra vez al caballero
desconocido, solo y a pie, completamente armado, con la celada baja, la espada ceñida y el
escudo colgando de su cuello. Acababa de subirse a una carreta.
"Pero en aquellos días", explica el poeta Chrétien, "esas carretas cumplían el mismo oficio
que ahora cumple la picota; y en cualquier ciudad importante, donde ahora hay más de tres
mil de esas carretas, en ese tiempo había una sola, y ésa, como nuestras picotas, se
empleaba forzosamente para todos los que cometían homicidio o traición, y para los que
son culpables de cualquier delito, y para los ladrones que han robado los bienes de otro o se
han apoderado de ellos por la fuerza en los caminos. Quienquiera fuera convicto de algún
delito, se lo colocaba sobre la carreta y se lo paseaba por las calles, y desde entonces perdía
todos sus derechos legales, y jamás se lo volvía a escuchar, honrar o recibir con agrado en
ninguna corte. Las carretas eran tan horrendas en aquella época, que entonces fue cuando se
usó por primera vez el dicho: 'Cuando veas y te topes con una carreta, persígnate e invoca a
Dios, para que no te acontezca ningún mal'.''
El caballero, a pie, y sin lanza, caminaba detrás de la carreta. El carretero, un enano, iba
sentado en las varas, con un largo aguijón en la mano.
"Enano", gritó el caballero que iba a pie, "por amor de Dios, dime si has visto pasar a mi
dama, la reina".
El enano, hombre mísero y de baja ralea, se negó a dar nuevas de ella, pero repuso: "Si
quisiereis subir a la carreta que conduzco, mañana oiréis lo que le ha sucedido a la reina". Y
siguió su camino, sin prestar más oído a las palabras del caballero.
El caballero vaciló, aunque sólo el tiempo que le tomó dar un par de pasos, y luego subió.
"Mas no fue de buena ventura para él", comenta Chrétien, "que se amilanara ante el
deshonor y no trepara de un salto inmediatamente; porque más adelante se lamentaría de su
demora". Al parecer, el caballero acababa de encontrarse con la primera de una serie de
pruebas destinadas a evaluar su idoneidad para rescatar a la reina y sacarla de aquel país
que retenía cautivos a tantos de los que otrora fueron súbditos de la potestad de Arturo. De
ese país se nos dice que es "el reino del que ningún forastero retorna":

Et si l'a el reaume mise


Don nus éstranges ne retorne,
Mes par forcé el pais sejorne
An servitude et an essil: 45

"sino que obligado el viajero debe fincar en ese país, en servitud y en exilio", lo que es
tanto como decir que la reina Ginebra, vida y alma del reino de Arturo, había sido raptada
al reino de la muerte. Como la diosa Perséfone en el bien conocido mito clásico, esta Reina
de la Vida, musa e inspiración de todo romance y vida caballeresca, había sido arrastrada al
reino infernal del que no hay retorno.
En la jornada que hicieron para rescatarla, sir Gawain y el anónimo caballero (que en un
ulterior y dramático encuentro con la reina resultará ser ningún otro sino sir Lancelote)
tropezarán con una sucesión de aventuras de la especie que cuadra - y en todas las
mitologías caracteriza - al tránsito al mundo inferior. "Hay muchos obstáculos y difíciles
pasajes", dijo una damisela a la que luego encontraron en su camino." "De cualquier
manera, es posible entrar por dos sendas muy peligrosas y por dos pasajes muy difíciles. A
uno se lo llama 'el puente de agua', porque ese puente está debajo del agua, y hay la misma
y exacta cantidad de agua por encima y por abajo de él, de suerte que el puente se halla
justamente en el medio, y sólo tiene un pie y medio de ancho y de espesor. Esta alternativa
es, ciertamente, la que hay que evitar, pero sin embargo es la menos peligrosa de las dos. El
otro puente es aún más impracticable y mucho más peligroso, y jamás lo cruzó hombre
alguno. Es tan delgado como el filo de una espada, y por eso todos lo llaman''el puente
espada'. Y he aquí que ya os he dicho todo lo que por verdadero conozco".

45 Chrétien de Troyes, Le chevalier de la charrette, edición Foerster, pág. 25, vv. 644-647

La prueba de la carreta, pues, era sólo la primera de una serie cada vez más ardua.
Lancelote vaciló, sólo durante un par de pasos y subió de un salto a ella, sin cuidarse del
deshonor; "porque el amor estaba encerrado en su corazón". En cambio, sir Gawain, cuando
se acercó a la carreta y el enano le dijo secamente que subiera si quería saber algo de la
reina, consideró que la orden era una gran necedad, y respondió que no lo haría; porque
sería deshonroso trocar un caballo por una carreta. 46 Y así fue como siguió a pie la carreta
en la que iban Lancelote y el enano, preservando para sí la dignidad del oficio caballeresco,
en tanto que los habitantes de la villa siguiente no se tomaron el trabajo de ocultar sus
sentimientos, sino que, grandes y pequeños, viejos y jóvenes, corearon sus mofas a lo largo
de las calles.
El enano condujo al caballero a un lugar donde alojarse, una torre que se encontraba en el
mismo nivel frente a la ciudad, y Gawain, siguiendo al caballo y la carreta, desmontó y
entró en la torre también él. Allí Lancelote y Gawain pasaron la segunda noche y fueron
sometidos a una segunda prueba. Para cada uno se tendió una cama, y además de estas dos
camas había una tercera, particularmente suntuosa, que "poseía todas las excelencias que
alguien podría imaginar en un lecho"; y se advirtió a los caballeros que no debían intentar
acostarse en aquella cama de gala. "En ella", les dijo la damisela de la torre que les dio las
instrucciones, "no durmió jamás nadie que no lo mereciera". Pero Lancelote no se amilanó
por ello. Se desnudó inmediatamente y se acostó en la cama para dormir. Pero, llegada la
medianoche, fue casi víctima de un infortunio. Porque a esa hora una pica descendió
súbitamente de las vigas del texto, como si tuviera intención de clavarlo por el flanco contra
las sábanas. El pendón que llevaba unido estaba en llamas, y la cama entera
inmediatamente se prendió fuego. Pero Lancelote escapó de la lanza con sólo un rasguño:
"le cortó un poco la piel, sin herirlo seriamente". Sin levantarse de la cama, sofocó el fuego,
y, tomando la pica, la lanzó a la mitad de la cámara; luego se acostó otra vez y retomó el
sueño.

46 [El trueque constituye una gran degradación, que representa, metafísica-mente, el cambio del vehículo
solar por el cuerpo humano, que es una carreta", en el sentido del simbolismo platónico e indio del "carro". Es
éste el punto en que Gawain, como cualquier otro héroe solar, "hesita" un sola vez ("Que este cáliz sea
apartado de mí"; la vacilación del Buda antes de comenzar a predicar, etcétera.) De ahí la importancia de lo
que para un lector desprevenido parece un punto secundario. - AKC.]

Esta cama, evidentemente, es otra del conjunto de "camas maravillosas", lits merveils,
como aquella que sir Galahad cortejó y dominó durante su aventura en la "Isla de las
Mujeres" - el Reino de las Madres -, esa otra manifestación del mundo de los difuntos. La
aventura de Lancelote, pues, había sido la prueba de su coraje. La otra prueba necesaria - la
prueba en el castillo de la concupiscencia - sería la que vendría de inmediato.
Pero, entre tanto, sir Galahad no hizo sino dormir en paz.
Por la mañana, los dos caballeros fueron informados de los dos puentes por la damisela
que los guiaba, y Lancelote dejó que su compañero eligiera el primero. Sir Gawain eligió el
que había sido presentado como menos difícil, y así se puso en marcha por el camino que
habría de llevarlo al puente-agua; en tanto que sir Lancelote, ya a caballo, tomó el otro
camino que les habían señalado, y pronto llegó a un vado, donde derribó al caballero que lo
custodiaba y siguió adelante. Pero el camino era largo. Y al caer la tarde, una damisela,
bien adornada y ricamente vestida, muy hermosa y atractiva, lo saludó con prudencia y
cortesía. "Señor, mi casa está preparada para recibiros", dijo, "si queréis aceptad mi
hospitalidad; pero recibiréis albergue sólo con la condición de que yazgáis conmigo. En
esos términos os propongo y hago mi ofrecimiento."
"No pocos le hubieran dado las gracias quinientas veces por semejante don", comenta el
poeta; pero a Lancelote le desagradó mucho y le dio una respuesta muy diferente:
"Damisela, os agradezco la oferta de vuestra casa, y la estimo sobremanera, pero, con
vuestro perdón, lamentaría mucho tener que yacer con vos".
''Por mi vida", dijo la doncella, "entonces retracto mi ofrecimiento".
Entonces, pues era inevitable, él consintió en hacer como ella quisiera, aunque su corazón
estaba pesaroso de consentir; y la damisela lo condujo a su morada.
Era un castillo bien fortificado y majestuoso, con gran cantidad de hermosas cámaras y una
grande y espaciosa sala. Había una mesa tendida; se lavaron las manos y se sentaron a
comer. Inmediatamente antes de la hora de acostarse, sir Lancelote descubrió que tenía que
rescatar a su alojadora del ataque de un enamorado violento e indeseado; y cuando pasó
esta prueba, ella lo condujo al lecho donde habrían de dormir juntos, y que había sido
preparado para ellos en medio de la sala principal. La damisela se acostó primero, y sir
Lancelote, de acuerdo con el contrato, la siguió. Pero tuvo mucho cuidado de no tocarla, y
cuando estuvo en la cama, se alejó de ella cuanto era posible, y no le habló palabra, "como
un monje que tiene voto de silencio."
Entonces ella le dijo, cuando había transcurrido un corto lapso de esta quietud: "Señor, si
no lo tomáis a mal, os dejaré y volveré a mi cama, en mi propia alcoba, y así vos estaréis
más cómodo. No creo que estéis complacido con mi compañía y trato. No me estiméis
menos porque os digo lo que pienso. Descansad ahora la noche entera; porque habéis
cumplido tan perfectamente vuestra promesa, que no tengo ya derecho para solicitaros otra
cosa. Por tanto, os encomiendo a Dios, y me iré". Porque, tal como ella veía las cosas, él
tenía en manos un asunto mas peligroso y grave que cualquier otro emprendido por
caballero alguno. "Y quiera Dios", rogó, cuando ya estaba en su propio lecho, " que salga
con bien".
Pero lo sucedido hasta aquí habían sido sólo inconvenientes menores, iniciaciones
preliminares, la primera de las pruebas por las que tiene que pasar el elegido para llegar a la
realización, manifestación y actuación de su perfección innata. Él día siguiente, después de
dos o tres encuentros relativamente ligeros, el héroe llegó a una iglesia muy curiosa, con
muchas tumbas, y un monje muy anciano se la hizo recorrer. Leyó las inscripciones: "Aquí
pacerá Gawain, aquí Luis, y aquí Yvain.'' Inadvertidamente, Lancelote se había internado
en el País de la Muerte, donde hay un lugar reservado para cada uno de los vivientes.
Tornándose hacia el monje, el caballero inquirió: "¿Para qué sirven aquí estas tumbas?" Y
el monje repuso: "Ya habéis leído las inscripciones; si las comprendisteis, tenéis que saber
qué es lo que dicen y cuál es el significado de las tumbas". Lancelote siguió caminando,
como en sueños, y llegó a "un inmenso sarcófago, más grande que cuantos se hicieron
jamás; otro tan rico y bien tallado jamás se vio". Preguntó: "Decidme ahora, ¿para qué es el
más grande?" Y el ermitaño respondió: "No vale la pena que os preocupéis, porque para
nada bueno os servirá; nunca veréis su parte interior. Hay allí una inscripción que dice que
quienquiera pueda levantar la lápida con sus solas fuerzas y sin ayuda, libertará a todos los
hombres y mujeres que están cautivos en el país de donde nadie, esclavo o noble, puede
salir, a menos que sea oriundo de este país. Nadie volvió nunca de allí, sino que están
detenidos en prisiones extranjeras". De inmediato, Lancelote se acercó a la lápida y la
levantó sin la menor dificultad, con mayor facilidad que si diez hombres hubieran empleado
toda su fuerza. Y el monje quedó pasmado, y casi se desvaneció ante el espectáculo.
Aparentemente, esta tumba estaba destinada para el propio Lancelote. Lancelote preguntó
al anciano guardián: "Decidme ahora, ¿quién ha de yacer en esta tumba?" "Señor", repuso
el monje, "el que liberte a todos los que están cautivos en el reino del que nadie escapa".
Poco después de esta hazaña, présaga de su triunfo final, Lancelote encontró, en el linde
del reino del Rey Muerte, al primero de los moradores cautivos. Estos lo acogieron como su
salvador y le aconsejaron cómo actuar. Lo guiaron hasta el terrible puente-espada que
defendía el alcázar central del rey, que habría de ser su prueba suprema. Y en el ínterin lo
alabaron con muchas gozosas voces:
"Este es el que nos ha de libertar", clamaban, "del cautiverio sempiterno y de la aflicción y
miseria en la que tan largo tiempo estuvimos confinados. Le debemos gran honor, ya que,
para libertarnos, ha pasado tantos peligros y está dispuesto a afrontar muchos más". Sus
loas tenían una resonancia muy semejante a las del salmo con el cual Adán y Eva y los
otros antecesores de la humanidad recibieron a Cristo en la boca del mundo infernal, entre
la hora de su Crucifixión y el día de la Resurrección, cuando descendió a los infiernos. 47
Porque, fundamentalmente, a despecho de su indumento caballeresco, sir Lancelote, ese
saqueador del reino de la muerte, es un salvador mítico. En vez de los "Dos Mundos" de la
Vida y la Muerte, tenemos, en este romance, reinos feudales y sus querellas; en lugar de la
muerte, tenemos rehenes llevados en cautiverio, y, como supremo representante del alma,
tenemos a la reina. Y así, al libertar a Ginebra, el principio femenino dador de la vida, el
símbolo más elevado del amor caballeresco y de la vida de la Tabla Redonda, la fuerza de
la vida en su encarnación humana visible, el caballero, sir Lancelote, rompe el dominio de
la muerte sobre el alma, es decir, se convierte en el restaurador de nuestra inmortalidad. Tal
fue el significado oculto del compromiso asumido por el siniestro caballero cuando desafió
al rey y arrebató a la reina: si él era vencido y la reina Ginebra restituida, entregaría todos
los prisioneros provenientes del reino de Arturo que él tuviera cautivos. Y así es cómo,
ahora, en la persona de sir Lancelote, el héroe triunfador estaba llevando a cabo su
expedición triunfal a través de todas las barreras.
"Hades dijo: ¿Quién es este Rey de la Gloria? Y los ángeles del señor dijeron: El Señor
Fuerte y Poderoso, el Señor fuerte en la batalla. E inmediatamente, a esta palabra, las
puertas de bronce se quebraron y las barras de hierro quedaron destrozadas, y todos los
muertos que estaban aherrojados fueron libres de sus cadenas. Y el Rey de la Gloria entró
en figura de hombre, y todos los lugares oscuros del Hades se iluminaron". 48
Este puente sugiere que el origen de la leyenda se encuentra en las tradiciones míticas del
Oriente. 49 Exactamente de la manera como una larga hoja de cuchillo, que cruza por
encima del abismo de la condenación, constituye uno de los principales artificios de prueba
que aparecen en la antigua mitología persa del Juicio Final. Las almas son obligadas a
cruzar por ella, y los pecadores caerán al abismo, pero para los piadosos, el filo se ensancha
hasta convertirse en un suave y placentero camino que lleva al Paraíso. Los "leones o dos
leopardos" también hacen pensar en Oriente.
Sir Lancelote, delante de la barrera, se preparó como mejor pudo, y de una manera que
puede resultar sorprendente. "Se quitó las piezas de la armadura de las manos y de los pies.
Se encontrará en un doloroso estado al llegar al otro lado. Tendrá que sostenerse con sus
manos y pies desnudos sobre la espada, que era más aguda que una guadaña. Pero prefirió
mutilarse antes que caerse del puente y hundirse en el agua de la que nunca podría escapar.
Atraviesa el puente con gran sufrimiento y agonía. 50 Arrastrándose sobre las manos,
rodillas y pies, avanza hasta atravesarlo. Entonces recuerda a los dos leones que le pareció
ver desde el otro lado; pero al mirar en torno no ve ni siquiera un lagarto o cualquier otra
alimaña que pueda hacerle daño... no hay allí ninguna criatura viviente". Pero la sangre de
sus heridas goteaba sobre su camisa y por todas partes.

47 The Gospel of Nicodemus U. "The Harrowing of Hell", xxi.


48 The Gospel of Nicodemus II: "The Harrowing of Hell", xxi.
49 Cfr. D. L. Coomaraswamy, "The Perilous Bridge of Welfare", Harvard Journal of Asiatic Studies 8,
agosto de 1944, págs. 196-213.
50 "El aguzado filo de una navaja, difícil de atravesar, camino difícil es éste" (Kata Upanishad 3: 14).

Vio ante sí un castillo tan fuerte, que nunca había visto antes uno semejante. Era el Castillo
de la Muerte. El rey y su hijo estaban mirando por la ventana y habían presenciado su
hazaña. Exactamente como en la historia de Gawain y el Caballero Verde, la muerte nunca
aparece despojada de velos y mentada por su nombre. Allí la muerte, tras alzar la celada, se
había nombrado a sí misma simplemente "Bernlack de Hautdesert", es decir, un hidalgo, un
ser humano. También aquí la esfera mítica está recubierta de una reinterpretación
caballeresca. El Rey Muerte se presenta como el rey Bademagu, "muy puntilloso y exacto
en asuntos de honor y de justicia, y cuidadoso de observar y practicar la lealtad sobre todas
las cosas". Esta expresión designa la soberana imparcialidad y ecuanimidad de la muerte,
ante la cual todos son iguales, la radical justicia y democracia de la muerte. Pero, por otra
parte, del hijo de la Muerte, su álter ego, el príncipe Meleagant, se dice que es exactamente
el reverso: "porque encontraba placer en la deslealtad, y nunca se cansaba de villanías,
traiciones y felonías". Tal es, también, la muerte, cuando asesta su súbito golpe, segando al
inocente, tronchando la flor de la juventud, a la vez que perdona al malvado y lo deja llegar
a una ruin vejez. 51 Este Meleagant es el que raptó a la reina Ginebra y con el que
Lancelote tendrá que trabarse en la batalla final de redención. Meleagant será superado en
un grande y solemne torneo, la reina será redimida en consecuencia, y todos los otros
cautivos moradores del reino quedarán en libertad.
No quiero detenerme en los detalles de la caballeresca batalla, en los numerosos
encuentros menores que la siguieron o en los ruines artificios de Meleagant para impedir la
partida final de Lancelote, la reina y los otros súbditos hacia el reino de los vivientes. Baste
decir que, mediante un ardid, sir Lancelote estuvo prisionero por un tiempo en un calabozo,
por lo cual la reina tuvo querer conducida de regreso a la corte de Arturo por el compañero
inicial de esta aventura, sir Gawain. Este, a pesar de haber elegido el menos peligroso de
los puentes, había sufrido una seria desgracia. El torrente lo derribó mientras cruzaba, y lo
arrastró. "Ora sale a flote, ora se hunde; ora lo ven y ora lo pierden de vista". Pero sus
auxiliadores hicieron tales esfuerzos, que lograron sacarlo del agua mediante ramas,
pértigas y garfios. No tenía sobre sí ninguna pieza de su armadura, salvo la cota en la
espalda y el yelmo bien hundido en la cabeza, y llevaba también sus grebas de hierro, que
estaban totalmente herrumbradas por el sudor, porque había soportado grandes pruebas y
había pasado victoriosamente por muchos peligros y ataques. Su cuerpo estaba henchido de
agua, y hasta que pudo echarla no se le escuchó hablar una palabra. Pero cuando su habla y
su voz y el conducto a su corazón estuvieron francos, y tan pronto como pudo ser oído y
entendido, inquirió por la reina.

51 Compárense los reyes y hermanos Pellan y Garlon en la gesta de Batín. Compárese, también, en la historia
de Gawain, los dos aspectos del Caballero Verde y, en el cuento de Owain, el benévolo alojador del Castillo
de la Abundancia y el monstruoso Guardián del Bosque.

El prisionero sir Lancelote fue pronto liberado de su torre solitaria por una joven
agradecida, a la que otrora había prestado un servicio, y regresó a Camelot, donde volvió a
encontrarse con el Príncipe de la Muerte. Esta vez, en un combate definitivo que libraron en
presencia de toda la magnífica corte de Camelot, Meleagant fue muerto. Y de esa manera
se completó la restitución epocal de la reina al mundo de la vida.
Hay un detalle del romance que quisiera recordar, es decir, el curioso detalle de la carreta,
que dio su nombre a toda la aventura y al propio Lancelote, "El Caballero de la Carreta".
Los oyentes de Chrétien tienen que haberse estremecido entre el horror y la admiración
cuando leyeron que el fiel caballero "que no se preocupó por la vergüenza" y subió de un
salto a un vehículo que habría de deshonrarlo para siempre a ojos del mundo. De acuerdo
con el punto de vista de los señores y las damas de la época de la caballería, ésta era una
hazaña sin parangón. Y su secuela era aún más deleitosa de leer. El poeta reservó su
exposición para el momento culminante en el Castillo de la Muerte, cuando sir Lancelote,
tras haber obtenido la liberación de la reina, estaba a punto de recibir su saludo y aguardaba
expectante su sonrisa.
El rey Bademagu, el benévolo padre del príncipe Meleagant, condujo de la mano a sir
Lancelote al castillo. Pero cuando la reina los vio entrar, se levantó ante el rey y pareció
disgustada, no hablando ni una palabra.
"Señora, he aquí a Lancelote que viene a veros", dijo el rey: "tendríais que estar
complacida y satisfecha".
"¿Yo, señor? En nada puede complacerme. No me interesa verlo".
"¡Vamos, señora!", dijo el rey, que era muy franco y cortés, "¿Qué os induce a hablar así?
Sois por demás desdeñosa con un hombre que os ha servido tan fielmente".
"Señor, la verdad sea dicha que él no ha empleado bien su tiempo. Jamás negaré que no
siento gratitud hacia él". Y no pronunció otra palabra, sino que se retiró a su habitación.
Lancelote quedó atónito. Intentó, luego, suicidarse, y la reina, al creer que estaba muerto,
casi murió a su vez de pesar. Siguiéronse muchas complicaciones, pero, finalmente, los dos
amantes de toda la vida estuvieron otra vez juntos, y la reina explicó.
"¿Por ventura no vacilasteis por vergüenza en subir a la carreta? Mostrasteis que estabais
poco dispuesto á subir cuando vacilasteis durante dos pasos. Tal es la razón de que yo no
quisiera ni hablaros ni veros".
"Quiera Dios salvarme de incurrir otra vez en semejante culpa", replicó Lancelote, "y que
Dios no se apiade de mí, si no tenéis gran razón".
Chrétien y su público tienen que haberse deleitado mucho con este episodio. Era una
magnífica ilustración de la puntillosidad extrema que gobernaba el juego cortesano del
amor. ¿Pero de qué manera, podemos preguntar nosotros, pudo saber la reina en su
cautiverio que su caballero le había faltado en esta minúscula circunstancia, de la que nadie,
excepto el propio Lancelote, pudo percatarse, y que nadie sino sir Gawain y el enano
podían haber presenciado?
Evidentemente la reina es omnisciente, de manera que algo que tuvo lugar muy lejos está
presente ante su mente. Tiene la omnisciencia de una diosa, y efectivamente es una diosa.
Y, como verdadera diosa, se resiente por la menor falta de la reverencia y sumisión debidas.
Se inflama ante la afrenta más baladí. En el instante mismo en que se percata de que su
devoto se ha apartado algo de la devoción absoluta y perfecta, se encoleriza y resiente. Tal
es la modalidad de las divinidades arcaicas y primitivas de todo el mundo, y también la de
ese ser aún más primitivo que todos llevamos dentro. La diosa de la vida es - por supuesto -
celosa y exigente, y del piadoso servidor al que ha otorgado sus favores supremos no tolera
otra cosa que la entrega profunda y total. Por ella, él debe sacrificar, sin sentir siquiera que
está haciendo un sacrificio, bagatelas tales como sus valores y reputación social. ¿Por
ventura no debe consagrarle su misma vida? Chrétien y el público cortesano insistían en
este mismo punto en su exquisito código y culto de la divinidad del amor. No importa si la
realización del amor perfecto acarrea todo tipo de deshonras sociales; era el fin que
ennoblecía todos los medios.
Pero el detalle de la carreta contiene aún otra y más significativa carga de significado.
Según dijimos, al aceptar la carreta, los dos caballeros afrontan la primera de las pruebas
que han de soportar en su búsqueda de la reina. Lancelote ha demostrado ya su mayor
disposición y devoción: cabalgó hasta matar el caballo y libró una primera batalla, pero
Gawain marchó a un paso rápido pero no desmedido. Gawain le da alcance tan sólo cuando
se ha visto reducido a avanzar penosamente a pie. Ambos caballeros inquieren sobre la
reina al burlón enano de la carreta, y reciben idéntica respuesta: si quieren saber algo de
ella, están obligados a despojarse de su condición caballeresca, a sacrificar la para ellos tan
preciada pauta de su personalidad consciente. Tal es el ideal social por el que libraron
innumerables batallas y torneos y que constituye la medida de su vida, de su honor entre los
hombres y su fama perdurable. Se les reclama que truequen este supremo valor de sus vidas
conscientes por la vaga esperanza de encontrar de alguna manera a la reina y al enemigo
desconocido que la hizo desaparecer. Gawain declina dar este paso insensato; a ello se debe
que fracase en la ulterior, suprema, aventura. Sigue siendo el caballero perfecto en todos los
aspectos, un galán mundano, que no está llamado a la tarea más elevada de enfrentar y
superar los poderes demoníacos sobrehumanos de la región de la muerte que han tomado en
sus garras a la diosa de la vida. Gawain, en esta aventura, no es el superhéroe con la
estatura necesaria para descender al Infierno. 52
Sir Lancelote es un ejemplo de la figura arquetípica del "Salvador", que aparece no sólo en
la tradición religiosa cristiana sino también en numerosas tradiciones precristianas. Jesús
fue infamado y befado como un criminal antes de ser entregado al cadalso y la picota de la.
Cruz; se lo consideró peor que Barrabás, el homicida, que fue liberado de la ejecución en
vez de él. Y Jesús fue crucificado entre dos ladrones. De manera comparable, Lancelote,
este "Salvador" disfrazado, tiene que renunciar a su carácter social de caballerosidad sin
tacha e incurrir en la ignominia de la picota antes de poder proseguir su jornada hacia el
reino de la muerte y rescatar de allí al alma de la vida. Sir Lancelote tiene que someterse,
simbólicamente, a la muerte civil; luego, también simbólicamente, a la muerte física,
cuando pasa por la capilla del cementerio en el que encuentra las tumbas vacías que esperan
a sus amigos y se ve enfrentado con su propio sarcófago. Estos dos pasos, la muerte social
y el mundo físico, parecerían representar dos etapas en algún ritual esotérico de iniciación,
que requieren del candidato una renuncia gradual de toda su personalidad terrestre a cambio
del don de una naturaleza espiritual superior y el summum bonum de la experiencia de la
inmortalidad.
El mismo simbolismo, cosa bastante curiosa, parece subyacer a, y haber inspirado, las
figuras hasta cierto punto desconcertantes de los naipes medievales franceses, el llamado
Tarot. (El Tarot de Marseilles se remonta por lo menos al siglo decimocuarto.) Además de
los cuatro palos, "diamantes", "tréboles", "piques" y "corazones", este mazo contenía una
serie superior de veintidós cartas con figuras. Una de ellas, "El loco", no tenía número; era,
al parecer, el antecesor del actual comodín. Las otras veintiuna estaban numeradas para
denotar una serie creciente. Ahora bien; estoy persuadido de que el texto icónico de estos
naipes con figuras representaba los grados de un orden esotérico de iniciación, utilizando
principalmente signos cristianos, pero para enmascarar las fórmulas de la herética doctrina
de los gnósticos, que estuvo tan difundida en la Francia meridional hasta el siglo xv. 53 El
iniciado, después de pasar por veinte grados de iluminación que se amplían paulatinamente,
y asediado por otras tantas tentaciones características, llegaba por fin a la etapa de la unión
mística con la Santísima Trinidad, y eso era lo que se simbolizaba en la imagen culminante
de la serie, "el Hermafrodita Danzante". El Alma era la novia del Señor; en la figura del
Hermafrodita, los dos eran un solo ser. La figura remite en forma directa al Siva Danzante;
Siva une en sí la hembra y el macho. 54 Este símbolo bisexual representa la encarnación en
una forma única de todos los pares de opuestos, una trascendencia de los contrarios tal
como se dan en lo fenoménico; y esta Forma de las formas encarnada se concibe luego
como el Uno cuya danza es el mundo creado. El candidato tiene que comprender y asumir
esta actitud como símbolo efectivo de su realización metafísica suprema.
Algo semejante parecería indicar el lecho divino de sir Lancelote y la reina; los dos
amantes son uno solo, y cada uno de ellos es los dos. En su realización de esta identidad
encarnan y manifiestan la Forma de las formas singular que está más allá de todo espacio y
tiempo; su juego erótico es la danza de ese Hermafrodita Cósmico; 55 y su reunión en el
Castillo de la Muerte simboliza el momento renovador que restaura la vida del mundo.
A mitad de camino en la peligrosa senda que lleva a esta realización, tal como está
representada en la serie de cartas "de honor" del mazo de Tarot, es decir, en la siniestra
figura del naipe XIII, se nos muestra el símbolo inconfundible de la muerte: el esqueleto
con la guadaña que se mueve entre las flores del prado de la vida. Y éste va precedido por
la figura da "el Colgado", le Pendu (naipe XII), donde el iniciado cuelga del tobillo
izquierdo, cabeza abajo, condenado a la otra muerte de la deshonra social y al cadalso
social. El naipe XII es el correlato de la iniciación de sir Lancelote en la carreta; el naipe
XIII corresponde a su pasaje a la tumba.

52 Esta aventura cósmica y suprema es precisamente la típica de los Amantes Divinos de la Antigüedad. La
diosa Ishtar de la mitología babilónica descendió al mundo inferior, atravesando siete puertas sucesivas, para
rescatar a Tammuz (Adonis), su amante muerto, de la esclavitud de la reina" infernal Ereshkigal. Y ahora es
Lancelote el que viaja deshonrado en la carreta, y no Gawain, el jinete impoluto, el que tiene que cumplir una
vez más la terrible jornada. Como Cristo, el aventurero divino que desciende al Infierno y rescata de la muerte
cierna a Adán y Eva y a todos los patriarcas y profetas, sir Lancelote tiene por misión saquear y redimir el
abismo.
53 Se han propuesto varias interpretaciones del simbolismo del Tarot. La expuesta en el texto no parece
haberse presentado anteriormente.
54 Una elucidación del simbolismo de la danza de Siva se encontrará en Zimmer, Myths and Symbols in
Indian Art and Civilization, Nueva York, Pantheon Books, Bollingen Series, N? 6, 1946, págs. 151-175.
55 Compárense las imágenes orientales del dios y la diosa, Zimmer, op. cit., figs. 34 y 35.
5

Al terminar este retrato demasiado esquemático de la más interesante e inspiradora figura-


animus de la tradición occidental, quisiera dejar formulada la hipótesis de que la actitud de
Lancelote, hechizada y hechicera, de temeridad impuesta por un encantamiento, proviene
de sus orígenes paganos. Está ligado indisolublemente, ciegamente y para siempre, a la
diosa de la pura fuerza vital, en el papel de su devoto y encargado de su rescate. Y de
aquellos orígenes debieron proceder también los rasgos que lo hicieron inepto para llevar a
término la aventura cristiana del Grial. "Sir Lancelote", ordenó la voz amonestadora, "sois
más duro que el pedernal, más agrio que el leño y más desnudo y huero que la hoja de la
higuera; por eso debéis marcharos de aquí y apartaros de éste lugar santo". No era el
indicado para desempeñar el papel protagónico en una gesta puramente espiritual como
ésta. Podía presenciar desde lejos el misterio, pero no había de acercarse nunca. Y cuando
así lo hizo, comprendió, por fin, los límites de alguien consagrado no a la Reina del Espíritu
sino a la Reina de la Vida en el Mundo. Y ya hemos escuchado su lamento: "Cuando
busqué aventuras mundanales movido por deseos mundanales, siempre las llevé a buen
término, y jamás fui derrotado en un combate, justo o injusto. Y ahora que asumo la
aventura de las cosas sagradas, veo y comprendo que mis viejos pecados me traban hasta tal
punto, que no tuve fuerza para moverme ni para hablar cuando la sagrada sangre apareció
ante mí".
Sin embargo, no estuvo mucho tiempo sin consuelo. Porque la voz de la fuerza de la vida,
el dinamismo del Cosmos, que había saturado su personalidad cuando vivió, en su
juventud, con la diosa feérica en las aguas del "Lago", muy pronto lo consoló. "Y así se
lamentó hasta que llegó el día", leemos, "y escuchó cantar a las aves, y se sintió algo
confortado".
El álter ego de Lancelote, el hijo que lleva el nombre que Lancelote mismo recibió de su
padre humano en el bautismo (antes que la Dama del Lago lo raptara, iniciara y le cambiara
el nombre por el de "Lancelote del Lago"), llevará a cabo la aventura santa del Grial;
porque, como en el simbolismo de los sueños, el niño, el hijo, connota aquí una
transformación superior de la personalidad. El hijo es el sí-mismo * renacido con
perfección prístina, el ser perfecto que tendríamos que ser, que nos esforzamos por llegar a
ser, y que hemos esperado ser, por decirlo así, cuando entramos en nuestro cuerpo actual.
Es el símbolo de la entelequia, o modelo secreto de nuestra destinación.
Por consiguiente, sir Galahad, el inmaculado, es la redención del padre ambiguo, brillante,
cuyo nombre "cristiano" reafirma y lleva. Es la redención, porque es la reencarnación del
padre. Las virtudes de este hijo santamente triunfante son las de la esencia del mismo
padre. Y así, ese padre - el sir Lancelote del Lago, pero el sir Galahad de la Fuente
Bautismal - se revela como alguien que combinó las energías de las dos esferas, la esfera
mundana de los deseos y la esfera más excelsa de la aventura puramente espiritual. Tal es el
secreto final de su encanto.

* Sí-mismo (self en inglés; Selbst en alemán) en el sentido que le da C. G. Jung: "Discrimino entre el yo y el
sí-mismo, puesto que el yo es solamente el sujeto de mi conciencia mientras que el sí-mismo es el sujeto de
mi totalidad; de ahí que también incluya la psiquis inconsciente. En este sentido el sí-mismo sería un factor
(ideal) que abarca e incluye al yo" (Tipos psicológicos). [E.]

IV. MERL1N

El crecimiento de las religiones paganas de Europa fue segado en flor cuando los pueblos
que las practicaban entraron en la esfera de influencia del cristianismo. La iglesia hizo más
que la cultura romana para privar a la mitología de los celtas, los teutones y las poblaciones
primitivas anteriores a los celtas que habitaban en las Islas Británicas, del antiguo credo en
el que vivían, se movían y desarrollaban su existencia. A pesar de ello, la mitología
sobrevivió, aunque no ya bajo la forma de culto y despojada de su antiguo ritual. Al igual
que en todos los otros lugares donde se dieron circunstancias similares, la mitología se
transformó en poesía y saga, se secularizó y perdió su fuerza de atracción, y como bajo esta
forma no había nada en ella que la Iglesia pudiera atacar, continuó desarrollándose durante
toda la Edad Media y proporcionando un rico nutrimento para el alma, en momentos en que
la Iglesia, con su teología de la salvación, no tenía nada comparable que ofrecer. El hombre
medieval terminó de vivir en sueños su juventud interrumpida, mediante las imágenes y las
figuras de los mitos y sagas celtas y preceltas; y fueron esas sagas las que en la leyenda del
Grial y otros romances del ciclo de Arturo, se convirtieron en las novelas que alcanzaron
popularidad de los círculos caballerescos y cortesanos de toda Europa.
Como núcleo de este ciclo de sagas está la figura de Merlín. Representa para Occidente
algo que en otras culturas es un personaje frecuente y de gran atractivo: el mago en cuanto
maestro y guía de almas. Es comparable, por ejemplo, con el gurú, sacerdote doméstico y
maestro de las ceremonias de iniciación en la India, o con el brujo que actúa como oráculo
y dirigente espiritual de las tribus primitivas. Merlín mora en "el bosque encantado", "el
País sin Retorno", que es el país de la Muerte, el aspecto sombrío del mundo. El bosque
mágico está siempre lleno de aventuras. Nadie puede entrar en él sin descarriarse. Pero el
escogido, el elegido, que sobrevive a sus mortales peligros, renace y sale de él
transformado. El bosque ha sido siempre un lugar de iniciación; porque allí las presencias
demónicas, los espíritus de los antepasados y las fuerzas de la naturaleza se revelan a sí
mismas. Allí el hombre se encuentra con su sí-mismo más elevado, su animal-tótem. Y allí
el brujo de la tribu conduce a los jóvenes para que renazcan, mediante horripilantes ritos de
iniciación, convertidos en guerreros y en hombres. El bosque es la antítesis de la casa y del
fuego del hogar, de la aldea y del campo amojonado, donde imperan los dioses domésticos
y donde prevalecen las leyes y las costumbres. El bosque alberga las cosas oscuras y
prohibidas: secretos, terrores que amenazan la vida resguardada que se hace en el ordenado
mundo de la vida cotidiana. En su aterrador abismo, lleno de formas extrañas y voces
susurrantes, contiene el secreto de la aventura del alma, En algún lugar de esta monstruosa
región, de esta
sede de las tinieblas, se yergue el castillo de Merlín. Sus innumerables ventanas se abren
sobre los secretos que acechan en derredor, las puertas están abiertas para los viajeros que
acuden desde todas las regiones del globo, y hay sendas que conducen desde el castillo
hasta los extremos confines del mundo. El castillo es el corazón de las tinieblas; sus
incontables ojos ven y conocen todo, y ofrece a cada uno de los elegidos una manera
diferente de acceder al misterio. 56
Pero Merlín no es sólo el soberano del bosque, que atrae con seducciones a los elegidos al
campo de las pruebas peligrosas, también es el fundador y guía de la caballeresca Tabla
Redonda y el maestro del rey Arturo, que es el señor de ella: Dicho de otra manera; en el
mundo normal y diurno, convoca a los elegidos, los reúne y luego los envía uno por uno a
las tinieblas, para que afronten las pruebas mediante las cuales han de transformarse.
Merlín es el amo de todo el ciclo: el proteico, el misterioso, el benévolo, pero, no obstante
ello, atemorizador pedagogo, el convocador, el que somete a prueba y el otorgador de la
recompensa final; es Meleagant y el rey Bademagu, Bernlack de Hautdesert, el alojador del
Castillo de la Abundancia y el Guardián del Bosque. 57

56 Distintas descripciones del bosque de Merlín pueden encontrarse en Geoffrey of Monmouth, Vita Merlini,
compilada por John Jay Parry, University of Illinois Studies in Language and Literature, vol. x, n9 3, agosto
de 1925, especialmente las líneas 74 y sigs., 347 y sigs., 533 y sigs. La casa con setenta puertas y ventanas se
describe en las líneas 555 y siguientes.
57 Un relato de la transformación de Merlín en el Guardián del Bosque aparece en el Livre D'Artus,
compuesto en francés antiguo, donde el joven héroe Calogrenant desempeña el papel que estuvo asignado a
Kynon y Owain en la versión que hemos citado (supra, página 74 y siguientes) tomándola del Red Book of
Hergest. en gaélico:
"Le vino en mientes ir y divertirse en el bosque de Broceliande, y hacer allí algo por lo cual se hablara de él
eternamente. Y así, el día que los tres mensajeros partieron de Calogrenant, se transformó en una figura que
no había sido ni vista ni oída jamás por hombre alguno. Se transfiguró en un pastor, con un gran cayado en la
mano, cubierto de una gran zamarra, cuyos pelos eran más largos que el palmo más grande que se haya
conocido, y que no era ni negro ni blanco, sino ahumado y tostado, y semejaba ser una piel de lobo. Se situó
en un gran calvero al lado de una fosa, sobre el mismo borde, recostándose contra una vieja y musgosa
encina, y caló su cayado hasta el fondo de la fosa y se inclinó sobre ella. Su figura era la de un ser alto,
encorvado, negro, delgado, hirsuto, viejo de muchos años, calzado con unas sobrecalzas prodigiosas que le
llegaban hasta la cintura. Tan desfigurado estaba, que las orejas le colgaban hasta el pecho y eran tan anchas
como un bieldo para aventar el grano. Tenía en la cabeza ojos grandes y negros, y la cabeza era grande como
la de un búfalo, y el pelo era tan largo que rozaba con su ceñidor, erizado, tieso y negro como la tinta. Su boca
era grande y ancha como la de un dragón y se abría hasta las orejas; sus dientes eran blancos; y sus gruesos
labios estaban siempre abiertos, por lo cual los dientes se veían por completo. En el espinazo tenía una
corcova, grande como un mortero. Sus dos pies ocupaban el lugar que deberían ocupar los calcañares en un
hombre terrenal, y las palmas de las manos estaban donde debería estar el dorso. Era tan deforme y
desagradable de ver, que ningún hombre viviente dejaría de ser presa de gran temor, a menos que fuera bravo
y valeroso. Era tan alto, que al ponerse de pie una pértiga de dieciocho pies no lo igualaba y, en proporción
con su talla, tenía la anchura de un hombre delgado. Su voz resonaba tan fuerte al hablar, que parecía como
una trompeta si la elevaba un poco. Cuando Merlín se hubo mudado en esta figura y colocado en el camino
por el cual viajaba Calogrenant, hizo, mediante sus artes, que los ciervos, ciervas, gamos y toda suerte de
bestias salvajes vinieran a comer la hierba alrededor de él; y eran una multitud tal, que nadie podía decir su
número. Los dominaba hasta tal punto, que, cuando reprendía a uno rudamente, el animal no se atrevía a
comer o beber hasta que él se lo permitiera.
"Cuando Calogrenant vio al 'hom sauvage', asumió una posición de defensa, pero se volvió hacia él y le
preguntó el camino. A su pregunta de qué hombre era, el pastor respondió: 'Vasallo, ¿qué pretendes? Soy cual
me ves, porque nunca soy otro distinto, y velo sobre los animales de estos bosques, de los que soy señor
cabal. Porque no hay bestia tan atrevida, que, cuando la reprendo o la regaño, se atreva a beber hasta que yo
se lo permita. Van a beber a una fuente de mi propiedad, que está cerca de aquí y que custodia un amigo'.
Sigue luego una descripción de la fuente que genera tormentas y de su defensor, Brun sans Pitié. 'Dime ahora'
dijo Calogrenant, 'de qué vives. ¿Tienes cerca una mansión donde duermas o a la cual te retires cuando comes
tu carne o cualquier otra cosa que necesites para vivir?' El respondió que no comía sino hierbas y raíces del
bosque, al igual que los otros animales silvestres, 'porque no me interesa otro alimento, y éstas son todas mis
artes, y no tengo deseo de poseer otra vivienda que no sea una robusta encina donde pueda descansar de
noche y, cuando el tiempo está frío y tormentoso, estar vestido como ves. Si hace frío y necesito calentarme,
hago un fuego y lo mantengo todo el tiempo que quiero; y si quiero comer carne, siempre tengo toda la que
deseo.' 'A fe mía', dijo Calogrenant, 'eres un señor, ya que así satisfaces tus deseos'. El 'hom sauvage' indica
entonces a Calogrenant el camino a una ermita, donde lo atienden bien antes de seguir hacia la fuente". (Livre
d'Artus, compilación de H. O. Sommer, Vulgate Versión of the Arthurian Romances vii, citado y traducido
por Roger S. Loomis, op. cit., págs. 131-132. Pasaje reproducido con autorización de la Columbia University
Press.)
Otra versión sobre Merlín en su papel de aterrador guardián de los animales silvestres se encontrará en el
Roman de Merlín, edición de Sommer, págs. Hay numerosos ejemplos de las metamorfosis de Merlín en la
Vita Merlini.

En la tradición de la saga de Arturo del siglo xii, Merlín era representado como hijo de un
íncubo y una virgen. Esta, por supuesto, era la versión y racionalización cristianas. A los
antiguos dioses de los britanos, degradados en demonios, se les atribuía haber engendrado
un Anticristo, desesperados como estaban por reforzar»su poder agonizante contra el
creciente poder del Salvador, con lo que se imprimió un giro propagandístico al motivo
mitológico universal del Nacimiento Virgíneo. Porque el héroe destinado a efectuar
milagros, matar el dragón y crear un nuevo orden del mundo, no puede tener un padre
terrenal. Es imposible que surja de un connubio común y corriente dentro del círculo donde
los seres humanos ordinarios llevan una vida cómoda; su simiente tiene que ser implantada
por poderes celestiales. Pero su madre es terrena, y por eso nace dios y hombre a la vez. En
todos los casos, el elegido unifica dentro de sí, en virtud de ello, las dos esferas. Perseo, por
ejemplo, fue el fruto de la semilla de oro que Zeus hizo llover en el útero de la princesa
Dánae. Al subyugar a la Medusa y rescatar a Andrómeda del dragón marítimo, liberó al
mundo del poderío de los monstruos. E Indra, otro dracóctono e hijo de una virgen, en
virtud de sus hazañas cósmicas se elevó al rango de dios. Merlín, empero, aunque
emparentado por su origen divino con estas figuras, no es, como ellas, un héroe guerrero
sino un mago; sus armas son la magia y el conocimiento, y no las hazañas. No crea un
nuevo orden del mundo, como lo hizo Indra, pero trae a la vida a Arturo, destinado a ser su
rey, y luego preside la fundación de la cofradía de la Tabla Redonda. Esta fórmula es una
expresión de la cultura precristiana de las Islas Británicas, cultura en la cual los druidas,
sacerdotes y videntes, por obra de sus poderes mágicos y conocimientos, protegían,
instruían y gobernaban a los reyes, como hacen actualmente los sacerdotes budistas en el
Tibet de los lamas.
La madre de Merlín era una princesa. Sucumbió con la más pura inocencia al demonio, y
tras haber concebido a su hermoso hijo, lo alumbró en una oscura mazmorra, descastada y
solitaria. Pero el infante confortó a su pobre madre en sus pesadumbres: sabía de dónde
provenía y por qué. Y no temía el camino que habría de recorrer. Demostró su ascendencia
sobrenatural de muchas maneras. Este "evangelio de la niñez", con sus milagros y dichos
proféticos que dejan traslucir el elevado destino del niño, pertenece a la tradicional carrera
mítica del elegido. En el caso de Merlín se narra la historia del rey Vortigern, quien,
después de una cruenta conquista del trono, se construyó una torre como refugio y
escondrijo. Pero esa torre comenzó a tambalearse, y los dos magos del la corte real no
pudieron salvarla. Entonces, el rey, enterado de la existencia del niño versado en la magia,
lo mandó buscar. Merlín reveló el secreto de la torre: dos dragones luchaban entre sí en las
entrañas de la tierra, directamente bajo la torre, y sus meneos sacudían los cimientos. Esto
hizo que los dos magos oficiales de la corte quedaran deshonrados. Y luego el niño
prodigioso pasó a profetizar que cuando el dragón blanco venciera al rojo, terminaría el
reinado de Vortigern. Esto era una presciencia del orden venidero, que presidiría el rey
Arturo; este mismo niño había nacido para instaurar ese orden. Y así triunfó no sólo sobre
los magos sino también sobre el rey. Esas arrogantes potencias, que habían engallado sus
cabezas en jactanciosa autoafirmación, estaban condenadas a extinguirse y morir. Merlín en
persona habría de inaugurar el orden nuevo. La Tabla Redonda, en todo su esplendor, sería
la obra de sus manos. 58
El primer problema de Merlín consistió en reunir la pareja real que habrían de ser los
padres de Arturo, el rey Uther Pendragon e Igerne, o Igraine, que en esa época era esposa
del duque de Cornwall. Lo consiguió mediante sus artes mágicas. 59 Y luego supervisó en
persona la juventud de Arturo, preparándolo en secreto para la hora de su destino. Merlín
creó la Tabla (o Mesa) Redonda (una copia de la cual puede verse en Winchester) y se
convirtió en guía e inspiración de la caballeresca cofradía, en un vidente, en el sentido
predruídico de la palabra, el consejero del rey y el mago, como el gurú brahmánico en la
corte de un príncipe de la India.

58 Geoffrey of Monmouth, Historia Britonum vi-vii, Nueva York, Everyman's Library, vol. 577; también,
Román de Merlín, 1-23, en la edición de Sommer, páginas 1-34.
59 Historia Britonum viii, 19-20, Román de Merlín, 50-72, edición de Sommer, págs. 57-71; también
Malory, Marte d' Arthur, I, 1-2.

La Edad Media terminó. Pero el gran mago Merlín, desde su retiro de Gales, siguió siendo
la figura profética del mundo celta. Era una costumbre generalizada de los pueblos del
Medievo formular sus pensamientos acerca de la propia época y sus sueños sobre el futuro
en un estilo que sugería profecías prehistóricas misteriosas, tipo de revelación influido por
los vaticinios de la Sibila, los profetas hebreos del Antiguo Testamento y el Apocalipsis. En
Gales, los cantos de Merlín y sus conversaciones con sus hermana formaron una cadena de
adagios folklóricos que se prolongaron durante centenares de años, y que aún en el siglo xvi
ejercían tanta influencia, que fueron incluidos en el Index por el Concilio de Trento. 60 De
esa manera, bajo la máscara del mago sin edad, el genio del pueblo celta elevó su voz
contra las fuerzas y condiciones políticas de la época. Merlín era una representación del
espíritu profetice de la raza, como aquellos videntes y magos, druidas y expertos en la
magia meteorológica que sueñan los sueños de sus tribus y los interpretan, y sigue siendo
para su pueblo una figura significativa, cuyos poderes confortadores y curadores sobreviven
largamente los años míticos de su vida sobre la tierra.
Merlín y Arturo, Vortigern y los padres de Arturo, fueron todos figuras reales de la historia
británica en los tiempos sanguinarios en que los romanos abandonaron la isla, cuando los
escotos desde el norte y los islandeses desde el oeste irrumpieron en Britania y los anglos y
los sajones la invadieron desde el Continente. Vortigern fue el rey británico que llamó a los
sajones para que entraran en su país y lo ayudaran a defenderlo de sus vecinos, y luego se
encontró burlado y a su pueblo permanentemente sometido por los aliados que había
convocado. Una antigua crónica gaélica, Brut Tysilio, una de las fuentes de Geoffrey de
Monmouth para su Historia Britonum, relata de qué manera Vortigern intentó
infructuosamente erigir un castillo contra sus enemigos y su encuentro con el niño sabio
Merlín. 61 Arturo, hijo de Uther, prosigue diciendo la crónica, fue uno de los grandes
adalides de los britanos contra sus enemigos extranjeros. En una exitosa campaña marítima,
rechazó una invasión vikinga, llegó a la Galia y penetró en ella, puso allí en peligro la
dominación decadente de los romanos, y hasta planeó una expedición contra Roma,
poniéndose como meta, al igual que Carlomagno tres siglos después, la corona imperial.
Pero Arturo tuvo que detenerse al recibir noticias de que se le preparaban traiciones en su
reino.

60 Rabelais parodia y ridiculiza las profecías de Merlín en Gargantúa, y en la Pantagruéline prognostication


certaine, véritable et infaillible, compuesta circa 1533.
61 O. Jones y otros, compiladores, The Myvyrian Archaiology of Wales, Denbigh, 1870, páginas 476-554.

En Britania, prosigue la historia, Modred, sobrino del rey Arturo, se había sublevado
contra él y se había apoderado de la reina. Arturo regresó, dio muerte a Modred y deshizo
su ejército, pero él mismo fue fatalmente herido en la batalla. Deseando ser curado
milagrosamente, visitó la famosa isla-santuario de Avalon; pero, como en la visita de sir
Gawain al Cháteu Merveil, éste fue su viaje al País sin Retorno. Esta última jornada a la
isla mágica fue el regreso al hogar del héroe mítico, no el viaje de un rey histórico. Arturo
fue transportado a las Islas Bienaventuradas. El "tránsito de Arturo" fue la vuelta al hogar
de un antiguo dios que, al término de su misión, se retira del mundo y se desvanece en el
más allá de donde vino. 62
Al igual que las figuras de los cuentos de E. T. A. Hoffmann, Merlín y Arturo se mueven
en dos planos, el de la historia, tal como está registrado en las crónicas, y el del mundo
mitológico atemporal. A los rasgos históricos se le sobreañaden acciones sobrehumanas y
características que proceden de la gran arca mundial de los tesoros folklóricos y míticos,
con lo cual el héroe se convierte, aun en este mundo, en un ser inmortal, como cuerpo
transfigurado de una idea. Los rasgos de los antiguos dioses desvanecidos recubren con su
follaje lujuriante su memoria histórica, y las figuras que en lo escueto de la historia
aparecen como poco más que nombres mudos, comienzan a hablar con el lenguaje
atemporal de los sueños.
Uno de los más vividos episodios míticos sobrepuestos a la historia del adalid celta,
Arturo, es el de la hazaña mediante la cual se reveló que era el rey predestinado. Su padre,
Uther Pendragon, había muerto, y los poderosos señores feudales del reino se disputaban la
corona. Delante de la más grande de las iglesias de Londres había aparecido una piedra en
la que estaba hundida una espada; en la piedra, alrededor de la espada, se veían letras de
oro, las cuales rezaban que quien pudiera sacarla de allí sería rey. Muchos lo intentaron en
vano. Entonces, por fin, aquel joven desconocido, Arturo, que había sido criado y educado
secretamente bajo la tutela de Merlín, se dirigió a la iglesia, y, sin tener conciencia de la
magia implícita en su acción, arrancó la espada. 63
Este símbolo impresionante de la elección y poder sagrado del héroe deriva del período
prehistórico correspondiente a la Edad de Piedra. En aquella época no se fabricaban aún
espadas, que sólo se hicieron después de descubiertos el bronce y el hierro; antes de esa
fecha, sólo existían picas y flechas y hachas. ¿Quién es, pues, el que libera el metal de su
cárcel de piedra? El héroe cultural, el herrero mágico, que liberó al mundo de la Edad de
Piedra y enseñó a la humanidad el arte de fundir y extraer el bronce y el hierro de la mena.
El héroe capaz de arrancar la espada de hierro de la piedra no es necesariamente un gran
guerrero, pero sí es siempre un mago poderoso, con señorío sobre los objetos espirituales y
materiales; un vidente, comparable, en términos de la Edad de Hierro, al inventor moderno,
al químico o al ingeniero, que crea nuevas armas para su pueblo. Y así como en la
actualidad vivimos en la reverencia - y en parte en el temor - al hombre de ciencia, también
es natural que la gente de aquellos remotos días vieran al que era capaz de liberar al metal
de la piedra como el maestro elegido de los secretos de la existencia.

64 Morte d'Arthur, xxi.


65 Roman de Merlín, 88-89, edición Sommer, páginas 84-92; Morte d'Arthur, I, 5-7.

En aquellos días, el héroe era el fabricante de sus propias armas, literalmente, "el forjador
de su propio destino", y por ello su poder y prestigio estaban en cierta medida ligados con
su capacidad para forjar un arma que no se le quebrara en la mano. Para obtener la victoria,
el héroe dependía tanto de la magia de su espada como de su coraje y fuerza; la magia y la
capacidad eran, por tanto, equivalentes míticos, y esencialmente idénticos, al secreto del
equipo técnico superior que la humanidad acababa de descubrir. El milagro supremo sería
la espada imperecedera, el arma maravillosa dotada de poderes absolutos. Y el gran sueño
de la incipiente edad de los metales era poseer esa lámina imperecedera, de la misma
manera como había sido el sueño de la Edad de Piedra poseer un proyectil mágico que
regresara a la mano que lo hubiera arrojado, como los rayos de Zeus y de Indra.
La virtud del arma forjada por el héroe u otorgada a él por los dioses es una parte de él
mismo y un signo de su mágico vigor. Él arma lo acompaña a la tumba, o sólo la puede
recibir de él alguien apto para blandirla, porque en cierta manera es el reverso del héroe
mismo. Así sucedió con el arco de Ulises, que ninguno de los pretendientes pudo tender. Lo
mismo sucede con la espada de Arturo, hundida en la piedra. El arma se ha autopreservado
para el heredero elegido; y éste surge, joven y desconocido, de entre medio de otros
nombres más antiguos y celebrados; y luego, tras la ejecución de la hazaña que demuestra
su elección, resulta ser el hijo del viejo rey fallecido.
Otra espada ganó Arturo en un combate con un jayán, él rey Rion. 64 El arma que se
arrebata a un enemigo vencido es el poder del derrotado, bajo una forma tangible, que
luego se transfiere al vencedor; el ser humano que sojuzga a uno de tales gigantes y se
apodera de su espada es, por consiguiente, un "hombre-gigante", un super gigante, y,
cuando emplea su arma en un combate, está dotado de la fuerza del gigante. Una tercera
espada se la entregó a Arturo un hada sobrenatural, quien se la presentó desde abajo de las
ondas del "Lago" cuando su primera espada flaqueó en un combate. Era la famosa
Excalibur. Pero como la primera le había fallado, no le había sido posible conquistar al rey
Pellinor, y como consecuencia de ello, su dominio estuvo condenado a seguir siendo,
durante un tiempo, incompleto. 65
La Mesa Redonda la había confiado originariamente Merlín al padre de Arturo, y a su
muerte pasó a manos de un tal rey Leodogran de Camelot, que era el padre de la hermosa
princesa Ginebra. Arturo rescató a Leodogran de una hueste de enemigos, fue
recompensado con la mano de su hija, y el día de la boda entró en posesión de la Mesa
Redonda.

64 Román de Merlín, 308-314, edición Sommer, págs. 245-251.


65 Morte d'Arthur, i, 23-25.

Los miembros originales de la cofradía eran caballeros que habían estado al servicio del
rey Leodogran. Otros fueron elegidos por Arturo a instancia de Merlín. Luego, el último
sitial vacío (exceptuado el "sitial peligroso", que debía permanecer desocupado a la espera
de acontecimientos secretos y futuros), fue otorgado al invicto rey Pellinor, quien se
sometió ahora voluntariamente a la majestad de Arturo. Y con ello el dominio del rey
supremo de la cristiandad celta llegó a ser perfecto. 66
Había alboreado un nuevo día. Arturo se había casado con Ginebra, la cofradía de la Tabla
Redonda quedó completa, y todos los miembros quedaron prontos para emprender acciones
prodigiosas. La vida parecía llena de promesas y significado. Los caballeros reunidos
levantaron sus espadas y juraron por turno, a medida que la copa circulaba de uno a otro,
enderezar los entuertos, alimentar a los hambrientos y ayudar a los débiles, ajustarse a las
leyes y nunca negarse a ayudar a una mujer en desgracia. Pero no bien el juramento hubo
salido de sus labios, comenzaron a producirse los más extraños sucesos.
Con grandes ladridos de perros y el sonido misterioso de los cuernos, entró bruscamente en
el gran salón toda una desenfrenada jauría. Delante de los perros iba un venado blanco, y
mordiéndole los calcañares un pequeño y ágil sabueso, seguido por el tropel de los otros
perros. La pieza y sus perseguidores dieron a toda carrera la vuelta a la Mesa, y de pronto,
el venado, desesperado, saltó sobre Gawain, empujándolo hacia atrás. El pequeño sabueso
lo siguió, pero Gawain lo tomó, y, entonces, como si lo hubieran súbitamente hechizado, se
vio arrastrado a la batahola de la jauría, que salió a toda prisa del salón tras las huellas del
venado.
Los caballeros de la Tabla Redonda quedaron sentados como en medio de un sueño.
Entonces apareció en la puerta de entrada una doncella montada en un palafrén blanco,
lamentándose por su gozquejo. "No es justo que me lo quiten", se lamentó. "Pensad en
vuestro juramento, rey Arturo. Estoy en un apremio, y vos habéis jurado no negar ayuda a
una mujer en desgracia".
El rey permaneció en silencio, con la mano en el pomo de la espada. Al tomar el
juramento, había pensado en hazañas muy distintas de devolver un gozque a una doncella
quejumbrosa. Antes que pudiera volver sobre sí, entró en su corcel un sombrío caballero
negro, tomó la brida del palafrén blanco y, antes también que los caballeros pudieran hacer
cualquier movimiento, se llevó a la llorosa doncella. Los misteriosos cuernos de caza
podían escucharse aún por las colinas distantes. Todos quedaron atónitos, y Arturo, en su
desconcierto, se dirigió a Merlín: "¿Qué significa todo esto, gran mago? ¿Proceden por
ventura de tu bosque encantado? ¿Son espíritus?"

66 Román de Merlín, 48-54, 177-206, 289, 410-414, edición de Sommer, 54-60, 150-169, 232-233, 320-324;
Morte d'Arthur, iii, 1-4.

Merlín echó sobre su espalda la capucha que ocultaba su cara llena de surcos, y no bien se
hicieron visibles sus rasgos, éstos se transformaron. El rostro familiar para todos, con su
larga barba blanca y coronado del muérdago druídico, se había convertido en el semblante
radiante de un niño sin edad, con hojas de laurel en sus cabellos de oro. Cuando habló,
sonreía, y su voz tenía la resonancia de los lejanos cuernos de caza. "¿No era ésta acaso una
caza mágica, y aquélla una joven hada?", dijo. "¿No sois lo bastante hombres como para
buscar aventuras con los espíritus y para cabalgar tras seres feéricos? ¿Para qué estáis
reunidos aquí, sino para seguir el ejemplo de Gawain?" Tras lo cual se cubrió otra vez el
rostro y desapareció. 67
No les estaba concedido a Arturo y a sus caballeros festejar largamente el completamiento
de la Tabla Redonda o el matrimonio místico del rey y la reina, lo que era también un
símbolo de haber alcanzado cierto grado de perfección. Un viento convocado por Merlín
sopló a través del castillo y todo se transformó; los caballeros se desalentaron; y sin
embargo se trataba sólo del paso de un venado blanco perseguido por la jauría y de una
doncella inerme que lloraba. Esta respuesta irónica a su altivo juramento atormentaba sus
mentes y oprimía sus corazones, porque para ellos era un signo de la vaciedad de su
esplendor.
Cada momento de realización en la vida del elegido es un paso que lleva dentro de sí el
germen de la muerte; por el momento cree haber alcanzado el término final, y el resultado
es un marchitarse y caer en el estancamiento, la monotonía y la repetición. El mundo
tangible, en la medida en que se lo conquista, queda devastado; en la medida en que es
seguro y bien ordenado sin peligros y aventuras reales, es inerte. Y luego surgen peligros
que emanan de lo desconocido, del bosque mágico, del Castillo Peligroso, del Valle sin
Regreso. Esto fue lo que los caballeros entendieron en ese momento. El mantenimiento de
la perfección caballeresca puede convertirse en un juego, en una rutina complaciente, como
puede suceder también en cada fase del progreso espiritual del elegido, si se detiene a lo
largo del camino, aun cuando, para el nivel de los mortales comunes, ese modo de actividad
pueda constituir el hálito mismo de la vida, ordenado por la naturaleza. Cuando no hay más
aventuras en cierne, el mundo civil no tiene otra cosa que ofrecer al elegido sino la posición
de dignatario. El verdadero campo de actividades tiene que ser entonces la aventura del
alma. El cofrade de la Tabla Redonda tiene que prepararse para la búsqueda solitaria de lo
sobrenatural.
El bosque riela bajo una doble y encantadora luminosidad; hay nuevos peligros, nuevas
iniciaciones. El bosque celta no es un mundo contrapuesto, como el infierno de la teología
cristiana, sino un confín que pertenece también al alma misma, que el alma puede optar por
conocer o no, buscar en él su más íntima aventura. Tal fue la veloz opción de Gawain
cuando siguió al perrito y al venado blanco. Hay un vigor puro que preserva al héroe, pero
él no puede olvidar el llamado del abismo. Todo lo oscuro y tentador en el mundo se
reencuentra en la selva encantada, donde surge de nuestros más profundos deseos y de los
sueños más antiguos del alma.

67 Suite du Merlín, MS. Huth, fol. 157-158, comp. de Gastón Paris y Jacob Ulrich, París, 1886, vol. u, págs.
76-79.

La verdadera tarea de los caballeros está ahora por delante. Merlín, su conductor, les ha
revelado el misterio de la cacería. Están cara a cara con la aventura, para la cual todo lo
anterior no ha sido sino un preludio, destinado a cimentar el círculo de la amistad de los
elegidos. Todos, en cuanto miembros de la Tabla Redonda, están unidos por un vínculo
común, y sus senderos, aunque predestinados para cada uno de ellos por separado, se
encontrarán, entrecruzarán y entrelazarán. A través de peligros similares, serán guiados a
fines similares. Y como las hazañas de Heracles, la expedición de los Argonautas y la vida
heroica de Teseo y los viajes de Ulises, sus romances representarán e interpretarán
diferentes caminos de iniciación, transformado y realización de la perfección.
Los romances del ciclo de Arturo son la réplica celta de los grandes mitos de la
civilización clásica. Fueron uno de los principales correctivos de la cristiandad medieval
(otro fue el encuentro con el Islam y su antigua tradición), que se alzaban señeramente
surgiendo desde la más remota antigüedad y señalaban el camino que lleva a una
humanización más elevada, a través del sufrimiento y la iniciación. Su magia, la magia del
Merlín druídico, inspiró y tuvo bajo su sortilegio al corazón de Europa hasta muy entrado el
Renacimiento, cuando el profundo simbolismo onírico de las jornadas y hazañas
caballerescas, desgastado hasta las entretelas en los romances populares, fue ridiculizado
por el ingenio de Rabelais y recibió su golpe de muerte en la figura de don Quijote. Pero el
propio Merlín hacía mucho tiempo que se había retirado del mundo donde había trabajado
con sus iniciados, reuniéndolos primero en el círculo de la Tabla Redonda y volviéndolos
luego a diseminar por los senderos de sus distintas transformaciones.
El final de Merlín es bien conocido. En el bosque, un día, se encontró con la hermosa
Niniana, de la que se decía que había sido hija de un rico hidalgo, llamado Dyonas, y de
Diana, la sirena de Sicilia. Su madre la había dotado de muchos dones maravillosos, y,
merced a ellos, estaba preordenado que embelesaría a Merlín. Este la entretuvo con un
juego mágico. Rompió una ramita y trazó un círculo; inmediatamente apareció un grupo de
damas y caballeros, tomados de las manos y cantando más hermosamente de lo que alguien
pudiera imaginar. Había ministriles que tocaban muchas clases de instrumentos, de modo
que parecía escucharse una música de ángeles. Luego, cuando el sol llegó cerca del cenit,
creció todo alrededor un seto fresco y umbrío y brotaron flores y hierbas en medio del largo
césped. Niniana no se cansaba de escuchar la música, aun cuando comprendía sólo un verso
de ella: "El amargo sufrimiento es extermino de los dulces gozos del recién nacido amor".
Niniana logró que Merlín le prometiera enseñarle su arte, y se juraron amarse el uno al otro
eternamente. Se estrecharon en un abrazo, y en el goce del amor, Merlín le enseñó muchas
cosas singulares. Casi les fue imposible separarse, y cada vez que se encontraban, el mago
quedaba unido a ella más íntimamente. Y así fue como le enseñó más y más artes. El sabía
bien que llegaría el día en que ella lo encantaría completamente con su propia magia. A
pesar de ello, prosiguió. Y se despidió de Arturo y el mundo de su fama.
Cuando Merlín regresó de su última visita a Camelot y se encontró con Niniana en el
bosque mágico, ella lo recibió más seductora y apasionadamente que nunca. "Enséñame",
le rogó, "de qué manera, sin grilletes ni muros de prisión, puedo encadenar a un hombre,
sólo mediante la magia, y de manera tal que nunca se me escape, a menos que yo decida
dejarlo en libertad".
Merlín suspiró e inclinó afirmativamente la cabeza. Luego, sin reservarse nada, le enseñó
todos los artes y elementos de un conjuro tan poderoso. Niniana estaba fuera de sí por la
alegría, y le dio su amor con tanta voluntad, que Merlín nunca habría de conocer
nuevamente la felicidad, salvo con ella.
Y así anduvieron errantes tomados de la mano por el bosque de Broceliande, y cuando
estuvieron cansados se sentaron debajo de un espino blanco, cargado de flores de suave
fragancia. Allí se deleitaron mutuamente con tiernas palabras y besos, hasta que finalmente
Merlín recostó la cabeza sobre el regazo de Niniana, y ella le acarició el rostro y le enredó
sus dedos en los cabellos, hasta que él se durmió. No bien estuvo cierta de que estaba
profundamente dormido, se levantó con mucho cuidado, se quitó su largo velo y lo ató
alrededor del espino blanco. Luego, empleando los conjuros que Merlín le había enseñado,
dio nueve vueltas caminando en torno del espino blanco dentro de un círculo que ella había
trazado, susurró nueve veces las palabras mágicas adecuadas, y supo que a partir de ello el
hechizo era imposible de cortar. Después volvió a sentarse y tomó otra vez en su regazo la
cabeza de Merlín.
El mago se despertó y miró alrededor; le pareció estar tendido en un lecho dentro de una
torre increíblemente alta. "Si no te quedas para siempre conmigo", dijo, "me habrás
traicionado, porque nadie que no seas tú puede liberarme de esta torre".
"Amor mío", respondió Niniana, "muy seguido descansaré en tus brazos".
Y cumplió su palabra. Muy pocos días o noches pasaron sin que ella estuviera a su lado. Y
él no podía salirse del lugar en que estaba, pero ella iba y venía como le parecía. Después
de un corto tiempo, sin embargo, ella hubiera querido dejarlo en libertad, pues se dolía de
verlo siempre prisionero; pero el conjuro había sido demasiado fuerte, y ya no estaba en su
mano anularlo. Entonces se quedó con él, con el corazón oprimido de perpetua pesadumbre.
68

68 Román de Merlín, 227-280, 526- 544-557, compilación Sommer, págs. 223-226, 451-452, 482-484.

Es este un romance que irradia una luz trémula, lleno de la dulce nostalgia de Tristán y
difumado por una gentil melancolía, un relato sobre el encantamiento, viejo como el
mundo, provocado por el hechizo de amor, coloreado y retocado mediante el rococó galante
de la Francia medieval. El elemento cortesano aparece sólo en la estilización; el material
mítico mismo es extremadamente antiguo.
Pero este cuento tiene un matiz especial. El mago renuncia a su sabiduría mágica. Pero no
lo entrega a sus hechuras prodigiosas, los caballeros de la Tabla Redonda, ni siquiera lo
deposita en manos del señor de éstos, que es su pupilo especial, el rey Arturo. Porque, en
última instancia, el mundo no ha de ser guiado por un círculo de hombres sabios, un grupo
de mahatmas procedentes de allende el Himalaya, por Sarastros o Cagliostros salidos de sus
templos o cualquier otro grupo de iniciados perfectos. Merlín es demasiado sabio para
compartir con personas como ésas un sueño, sea cual fuere, de desenmarañar la madeja del
mundo y de tejer con su hilo un tapiz de perfección de acuerdo con algún diseño ideal. Sus
ojos proféticos pueden ver desenrollarse las imágenes del futuro, lo mismo que las del
presente, y sabe qué es lo que efectivamente habrá de suceder. Y por eso deja el poder de su
sabiduría mágica entre los dedos hechiceros de la adorable locura, su feérica amante. Ella
es la personificación de la energía fascinadora de la vida misma, y ella recibe su don
irreflexivamente, don que tiene más poder que todo lo que puede imaginarse. Y lo único
que a ella se le ocurre hacer con él es embrujar al dueño mismo de la magia. De esa
manera, el dueño del bosque mágico queda sujeto a un hechizo, voluntaria e
involuntariamente, dentro de su propio dominio, y ello por obra de una encantadora niña
feérica, que es la encarnación de las profundidades mágicas del mismo bosque.
Dicho de otra manera, Merlín se repliega hacia el poder que es él mismo. Tan sólo
aparentemente ha sucumbido a él. Vuelve voluntariamente a su hogar, su existencia
fragante y silenciosamente floreciente, después de haber sido por tanto tiempo la fuerza que
operaba en el mundo externo. Merlín era el rostro y la voz del bosque; pero ese rostro está
ahora escondido, y la voz se ha desvanecido en el silencio que lo hizo nacer, el silencio de
donde vino el mensaje que él transmitió al mundo espacial. Es así como el inconsciente,
después de haberse revestido durante un tiempo de palabras y gestos, después de imperar
algún tiempo bajo la forma de lo consciente, retorna en silencio a su propia modorra. La
astucia de Niniana es una ilusión; el abandono de Merlín a ella es conocimiento. En los ojos
refulgentes de la muchacha puede reconocer la quinta esencia de su propio ser.
El abismo, con su sabiduría e indiferencia suprema, es lo que sedujo a Merlín para que se
sometiera al embrujo que lo sustrajo de las fatigas y los triunfos del mundo. Merlín había
salido hacia el mundo; regresa a su hogar, que es el bosque. ¿Qué es el mundo para el
bosque? ¿Qué es la conciencia para el inconsciente? Son éstas preguntas que sólo Merlín
puede plantear, que sólo él puede responder. ¿Qué es la historia, en el espacio y en el
tiempo, respecto del abismo? Pero él nos ha dado su respuesta. La respuesta es que él
consiente en que el bosque, el abismo, vuelvan a tragarlo, y él se convierte otra vez en el
bosque mágico y todos sus árboles. Porque él es el señor del bosque y su esencia, en tanto
que los caballeros de la Tabla Redonda son hijos de hombres, señores de castillos y héroes
del mundo. El inconsciente, por intermedio de Merlín, se ha manifestado al mundo en
símbolos reveladores, y luego vuelve a sumergirse en su primigenio silencio.
Al abandonarse a las artes mágicas de Niniana, que son también eminentemente suyas,
conociendo a cada paso que da en su camino qué es lo que pierde y cuál ha de ser el final,
Merlín se eleva a las serenas alturas de un dios indio, que retorna, tras un período de
manifestación, a su propio silencio, sabedor de que no tiene ya otro papel que cumplir en la
salvación o en el juzgamiento del mundo. Tal fue el gesto de Siva, cuando, en silenciosa
devoción, se abandonó a la amorosa turbulencia, la tierna insaciabilidad, de su diosa, e,
inmóvil ante ella, perpetró en las manos creadoras de ella el drama mundanal del
nacimiento, la realización y la decadencia.
Arturo y sus caballeros quedaron sobremanera apesadumbrados cuando Merlín partió. Lo
esperaron en vano, y durante muchos años anduvieron errantes buscándolo por el mundo.
Una vez, cuando Gawain cabalgaba melancólicamente por el bosque de Broceliande, creyó
oír una voz, pero fue sólo un débil susurro, y no pudo descubrir de dónde provenía. Volvió
a escucharla. "No estéis triste Gawain, todo lo que tiene que suceder, termina sucediendo."
"¿Quién eres tú que me llamas por mi nombre?" exclamó Gawain.
"¿No me conocéis, sir Gawain?" dijo la suave y seductora voz. "Otrora me conocisteis muy
bien. El viejo proverbio debe cumplirse: 'Deja la corte, y la corte te dejará a ti'. Cuando yo
servía al rey Arturo, todos me conocían y apreciaban. Ahora soy un extraño, y eso no puede
ser, si es que existe lealtad o fidelidad en la tierra".
Entonces exclamó Gawain: "¡Oh maestro Merlín, ahora conozco vuestra voz! Salid, para
que pueda ver vuestro rostro".
"Jamás veréis mi rostro", respondió Merlín, "y sois el último que escuchará mi voz;
después no volveré a hablar con hombre alguno. Nadie volverá a llegar a este lugar, y aun
vos estáis aquí por última vez. Nunca podré encontrar el camino para llegar a vosotros, por
más que me pese tener que quedarme aquí para siempre. Sólo la que me retiene cautivo
aquí tiene el poder de entrar y salir como le agrade; es la única que puede verme y hablar
conmigo".
"¿Cómo es eso, querido amigo?" exclamó Gawain, "¿estáis tan aherrojado que nunca
quedaréis libre? ¿Cómo puede haberos sucedido eso a vos, el más sabio de los hombres?"
"Porque al mismo tiempo soy el más necio de ellos", respondió Merlín. "Amo a otra
persona más de lo que me amo a mí mismo, y enseñé a mi amada la manera de sojuzgarme,
y ahora nadie me puede liberar".
Apenado, Gawain se volvió y lo dejó, para tornar a la corte y comunicar las noticias. Y
grande fue el duelo cuando se enteraron de que nadie volvería a ver a Merlín o escuchar su
voz, y cuando Gawain les dijo cuál era la fuerza que lo mantenía cautivo. Y lloraron cuando
escucharon cómo los había bendecido a todos, al rey y la reina, los nobles y el reino. 70
Lo que encontramos conservado como una reliquia y celebrado en este relato del fin de
Merlín es el poder abrumador del mundo feérico, que constituye un motivo primigenio en
los mitos y sagas de los celtas. La magia del amor y de los sentidos, el poder de la
naturaleza y del inconsciente son una fuerza más imperiosa que la voluntad y el
renunciamiento, la conciencia y la razón. Hay aquí una veneración nostálgica de la
disolución, un sentimiento amoroso del descenso enigmático al seno de los poderes
generadores: ese retorno a las "Madres", que hemos notado ya en los romances precedentes,
y que Richard Wagner celebró en el canto del Amor-Muerte, el Liebestod, en la fusión
indisoluble de Tristán e Isolda. Tema de maravillosa fascinación, pero, por otra parte, de
aterradores peligros; porque esta simpatía por la muerte puede ser promovida hasta
convertirse en un mal demoníaco, que persigue y apresa a cualquiera que trata de escapar
de sus afanes. En el romance del final de Merlín, como en el de Tristán e Isolda, lo que
celebra su triunfo es la moral de los elfos y de las hadas, de las fuerzas del agua y del
bosque, la vieja religión natural y el misticismo esencial de las tribus celtas.
El curso de la historia mundial se ha pronunciado contra la moral de los celtas, contra el
divino despilfarro de sí mismo que lleva a cabo Merlín, su abandono al ser seductor al que
confió las áureas cadenas de su propio cautiverio. Fueron los ingleses, no los irlandeses,
quienes fundaron el mayor imperio después de Roma, y el mundo está unánimemente en
favor del gobierno de la Tabla Redonda, los viajes de descubrimiento y la aventura de la
intervención bienintencionada. Pero el seto de espino blanco florece imperecedero, y en él
sigue viviendo Merlín. ¿Puede ese mago que mora en la atemporalidad como en propia casa
- ese vidente que ve el futuro como un flujo cambiante de cuadros en una bola de cristal,
mientras él flota fuera de ese fluir -, puede él luchar contra las olas del tiempo?
El final de Merlín constituye un pábulo para el pensamiento. Hay peores destinos para la
mente y para el alma. El verse arrastrado perennemente alrededor del mundo en aventuras
que nunca terminan, por diversas que ellas sean, es, en última instancia, una monotonía tan
estrecha y aprisionante como el círculo mágico trazado bajo el espino en flor. Ulises se
cansa al fin de todos los monstruos que ha conquistado, las dificultades superadas, las
Circes y Calipsos, durmiendo en cuyo lecho ha disipado su alma; se fatiga de las islas con
sus montañas y puertos que se han alzado, hostiles o amistosas, ante él para desvanecerse
en el crepúsculo que deja atrás; se fatiga del vinoso ponto y el silencio cuajado de estrellas;
y suspira por la menos excitante repetición de las cosas bien conocidas de todos los días,
suspira por su islita, su mansión y su esposa que envejece. Porque el corazón del hombre
está apegado a dos mundos. Por una parte, está la selva virgen de la experiencia, que carece
de senderos, tanto para salir como para entrar, repleta de monstruos y aventuras, hadas y
hechiceras y de adorables criaturas hechizadas que solicitan que se las rescate y luego
embrujan a sus rescatadores. Y, del otro lado, está el denso y embalsamado seto de espino
blanco; y todo anhelo de espacios retorna para descansar bajo su nube de flores, dolorosa
pero beatíficamente apaciguado. La serpiente se enrosca para su último sueño. Y ésta es la
víspera del día de la creación, la sombría noche antes que las miríadas de formas y
acontecimientos del mundo visible irrumpieran desde el santuario cuyo velo jamás nadie
descorrió.
Merlín y Niniana parecen, al final, haber intercambiado los sexos. El está satisfecho de ser
vencido y de descansar pacíficamente, en tanto que ella, con el conocimiento que Merlín le
ha dado, está libre para ir y venir. Su presencia lo domina y lo deleita. Y en el ínterin, la
Tabla Redonda, que con sus excelsas hazañas y su noble propósito ha dado origen a un
nuevo orden del mundo, se hunde en el olvido; porque Merlín, el maestro y el guía, ha
tirado su varilla de virtudes. El principio interior que concibió y sostuvo la idea de la
cofradía de la Tabla Redonda, que eligió y guió y previo el destino de sus miembros, se ha
retirado al interior de sí mismo, se ha disuelto en el crepúsculo de su propio ser atemporal.

70 Roman de Merlín, 558, 565-569, edición de Sommer, págs. 484-485, 492-496.


EL REY Y EL CADÁVER

Fue notable la manera como el rey se vio envuelto en la aventura. Durante diez años, cada
día se había estado presentando en su salón de audiencias, donde se sentaba solemnemente
para escuchar las peticiones y dispensar justicia, un santo varón vestido como un asceta
mendicante, el cual, sin decir palabra, le ofrecía cada vez una fruta. Y el personaje real
aceptaba el baladí obsequio, y lo pasaba, sin pensar un momento, a su tesoro, que estaba de
pie detrás del trono. Sin hacer ningún pedido, el mendicante se retiraba luego, y se
desvanecía entre la multitud de peticionantes, no mostrando señal alguna de decepción o de
impaciencia.
Luego aconteció, cierto día, unos diez años después de la primera aparición del varón
piadoso, que un mono domesticado, que había escapado del apartamento de las mujeres, en
la parte más recóndita del palacio, entró saltando en el salón, y de un brinco subió al brazo
del trono. El mendicante terminaba de ofrecer su presente, y el rey, por juego, se lo entregó
al mono. Cuando el animal lo hubo mordido, una valiosa joya salió del interior y rodó por
el piso.
Los ojos del rey se ensancharon de asombro. Se tornó con dignidad hacia el tesorero que
estaba a sus espaldas. "¿Qué fue de todas las anteriores?", preguntó. Pero el tesorero no
pudo contestarle. Lo que había hecho cada vez había sido arrojar los presentes, de aspecto
insignificante, por una ventana elevada, enrejada, en la estancia del tesoro, sin molestarse
siquiera en abrir la puerta. Se excusó y corrió a la bóveda. Después de abrirla, se dirigió a la
parte que quedaba debajo de la ventanilla. Allí, sobre el piso, yacía una masa de frutas en
distintas fases de corrupción, y, en medio de los desechos de tantos años, un montón de
gemas inapreciables.
El rey se sintió complacido, y otorgó todo el montón al tesorero. De espíritu generoso, no
era ávido de riquezas, pero su curiosidad se despertó. Por consiguiente, cuando el asceta se
presentó la mañana siguiente, ofreciendo en silencio su modesto presente, el rey se negó a
aceptarlo, a menos que consintiera en detenerse un momento y hablar. El santo varón
manifestó que quería un coloquio en privado. El rey le concedió su deseo, y el mendicante,
finalmente, expuso su pedido.
Lo que necesitaba, dijo al rey, era la ayuda de un héroe, un hombre verdaderamente
intrépido, que lo auxiliase en una empresa de magia.
El rey se mostró deseoso de saber más.
Las armas de los verdaderos héroes, explicó el mago, son renombradas en los anales de la
magia por sus poderes peculiares para exorcizar.
El rey permitió que su peticionante continuara.
El forastero lo invitó entonces a que fueran, la próxima noche de novilunio, al gran campo
funerario, donde se cremaba a los difuntos de la ciudad y se ahorcaba a los criminales.
El rey, sin arredrarse, consintió; y el asceta, que llevaba el nombre apropiado de "Rico en
Paciencia", se despidió.
La noche señalada llegó: la noche del próximo novilunio. El rey, sin acompañantes, con su
espada ceñida, se envolvió en un manto oscuro, y con el rostro embozado, emprendió la
cuestionable aventura. A medida que se acercaba al atemorizante campo funerario, fue
percibiendo cada vez con mayor claridad el tumulto de los espectros y demonios que se
cernían sobre el lúgubre lugar, regalándose con los cadáveres de los muertos y celebrando
sus horribles francachelas. Sin temor, el rey siguió adelante. Cuando, después de
atravesarlo, llegó al sector donde se hacían las cremaciones, a la luz de las piras funerales
aún humeantes, sus ojos alertas a medias discernieron, a medias conjeturaron, la calcinada
dispersión de los esqueletos y cráneos carbonizados. Sus oídos resonaron con el repugnante
rugido de los ghules* Siguió adelante hasta el lugar de la cita, y allí se encontró con su
hechicero, que trazaba con gran atención un círculo mágico en el suelo.
"Aquí estoy", dijo el rey. "¿Qué puedo hacer por ti?"
El otro apenas levantó los ojos. "Id al otro extremo del campo crematorio", dijo, "y
encontraréis el cuerpo de un ahorcado que se mece colgado de un árbol. Cortad la soga y
traedlo aquí".
El rey se volvió, cruzó otra vez el amplio sector y llegó a un árbol gigantesco. La noche sin
luna estaba iluminada tan sólo por la borrosa oscilación de las llamas de las piras ya
exhaustas; los duendes hacían un alboroto inhumano. A pesar de ello, el rey no sintió
temor, y al percibir al ahorcado que se mecía suspendido del árbol, trepó a éste y cortó la
cuerda con su espada. Al caer al suelo, el cadáver lanzó un quejido, como si se hubiera
lastimado. El rey, pensando que aún habría vida en él, comenzó a palpar la forma rígida.
Una carcajada estridente salió de la garganta, y el rey comprendió que el cuerpo estaba
habitado por un duende.
"¿De qué te ríes?", preguntó.

* Engendro que, en los cuentos árabes, roba las tumbas y se alimenta de la carne de los cadáveres. [T.]

Apenas hubo hablado, el cadáver volvió volando a la rama del árbol. El rey trepó y volvió
a cortar la cuerda. Levantó el cuerpo, esta vez sin decir palabra, lo cargó sobre su espalda y
comenzó a caminar. Pero no había dado muchos pasos cuando la voz encerrada en el
cadáver comenzó a hablar. "¡Oh rey, permitidme que acorte vuestro camino con un
cuento!", dijo. El rey no contestó, y el espíritu narró su historia.
Había una vez un príncipe que salió de caza con un joven amigo; este amigo era hijo del
canciller del padre del príncipe. Al perder contacto con sus compañeros, anduvieron
errantes sin rumbo por el bosque, hasta que llegaron a un lago placentero, donde se
detuvieron para descansar. En la ribera opuesta, el príncipe vio a una hermosa doncella que
se estaba bañando. Ella, sin ser vista por sus compañeras, le hacía señales a través del río.
El no pudo comprender los signos, pero el hijo del canciller captó con claridad su
significado. Les había comunicado su nombre, el de su familia y el del reino donde vivía, y
estaba anunciando su amor. Cuando ella se dio vuelta y se desvaneció en el follaje, los dos
jóvenes se levantaron por fin y se pusieron en marcha hacia el castillo donde vivían, a paso
lento.
Otro día, con pretexto de otra partida de caza, los amigos se encaminaron hacia la selva, se
apartaron del resto y fueron a la ciudad donde la joven vivía. La encontraron alojada en la
casa de una vieja, a la que sobornaron para que hiciera de mensajera. La muchacha era tan
astuta, que fue capaz de formular una respuesta mediante la cual les daba una cita sin que la
vieja lo advirtiera. Las señales fueron descifradas por el sagaz hijo del canciller. Luego, por
razones lunares, la cita tuvo que posponerse, y la muchacha les explicó, también mediante
señales, cómo podía hacer el príncipe para entrar en el jardín de su padre trepando las
tapias, y para subir hasta su habitación, que estaba en un piso alto. El entró, como habían
combinado, por la ventana, y los dos amantes encontraron el placer, cada uno en brazos del
otro.
La joven era apasionada, además de astuta. Cuando se enteró de que sus señales habían
sido descifradas no por el príncipe sino por su amigo, inmediatamente temió que su
aventura amorosa fuera descubierta, y por consiguiente decidió envenenar al intérprete.
Pero éste no era menos precavido que ella, y había previsto lo que podía suceder. Había
imaginado un plan que enseñaría a la joven, de una vez para siempre, que él sabía cuidarse
y cuidar al príncipe.
El joven se disfrazó de asceta mendicante, persuadió al príncipe que desempeñara el papel
de discípulo del asceta, y luego, por medio de una astuta estratagema, hizo que la joven
incurriera en sospechas de brujería. Convenció al rey del país de que ella había sido la
causa de la reciente muerte súbita de su pequeño hijo, y acumuló tantas pruebas, que fue
condenada a una muerte afrentosa.
La expusieron desnuda fuera de la ciudad y la abandonaron como presa a las aves y las
fieras de la selva vecina. Pero en el momento mismo en que la dejaron abandonada, los dos
jóvenes, que se habían procurado veloces corceles, se apoderaron de ella y huyeron hacia
los dominios del príncipe, donde pasó a ser su novia y futura reina. Los ancianos padres de
la joven quedaron abrumados de dolor por la deshonra y pérdida de la doncella; la
pesadumbre les destrozó el corazón y murieron.
"¿Qué os parece? ¿Quién fue culpable de la1 muerte de estos dos?", preguntó súbitamente
el espectro que estaba en el cadáver. "Si conocéis la respuesta y no la decís, vuestra cabeza
estallará en cien fragmentos."
El rey creía tener la respuesta, pero sospechó que si pronunciaba una sola palabra, el
cadáver volvería volando al árbol. A pesar de ello, no quería que su cabeza estallara.
"Ni la doncella ni el príncipe fueron culpables", dijo, "porque estaban inflamados por los
dardos del amor. Tampoco fue culpable el hijo del canciller, porque no actuaba bajo su
propia responsabilidad sino al servicio de su amo. El único culpable fue el rey del país, que
permitió que tales cosas sucedieran dentro de sus confines. No entendió el ardid sutil que le
jugaron valiéndose del natural dolor que sentía por su hijo pequeño. No advirtió que el
semblante del asceta mendicante era tan sólo un disfraz. Nunca indagó las actividades que
desempeñaban los dos forasteros en su capital; ni siquiera se enteró de que estuvieran allí.
Por consiguiente, hay que juzgarlo culpable de incumplimiento de sus deberes reales, que
consistían en ser el ojo omnividente de su reino, el omnisapiente protector y regente de su
pueblo".
Cuando la última palabra de esta sentencia hubo salido de la boca del hablante, el fardo,
lanzando gemidos de fingida agonía, se desvaneció de sus espaldas, y el rey supo que
estaría suspendido otra vez de la rama del árbol. Regresó, cortó la cuerda, el cadáver se
desplomó, él volvió a colocar la carga sobre sus espaldas e hizo un nuevo intento.
"Respetado señor", dijo la voz, interpelándolo nuevamente, "os habéis gravado con una
carga curiosa y difícil. Permitidme que os entretenga con un cuento placentero.
"Había una vez tres jóvenes bramanes que habían vivido varios años en el hogar de su
maestro espiritual. Los tres se habían enamorado de la hija de su maestro, y éste no se
atrevió a darla en matrimonio a ninguno de los tres, por miedo de destrozar el corazón de
los restantes. Pero luego la doncella fue sobrecogida por una súbita enfermedad y murió, y
los tres jóvenes, aunados en el dolor, entregaron su cadáver a la pira funeraria. Una vez
cremado éste, el primero de los tres decidió dar salida a su dolor errando por el mundo
como asceta mendicante, el segundo recogió los huesos amados de entre las cenizas y se
encaminó con ellos hacia un célebre santuario, situado junto a las aguas vivificantes del
sagrado Ganges, en tanto que el tercero, quedándose en ese mismo lugar, construyó una
choza de ermitaño sobre el lugar donde había estado el fuego de la pira y durmió sobre las
cenizas del cuerpo de su amada.
"Entretanto, el que había decidido errar por el mundo fue testigo cierto día de un
acontecimiento extraordinario. Vio que un hombre leía en un libro un conjuro mágico que
devolvía a la vida a un niño cuyo cuerpo ya estaba reducido a cenizas. El joven robó el
libro y volvió a toda prisa al escenario de la cremación. Llegó en el preciso momento en
que el otro que había ido al Ganges regresaba también, tras haber sumergido los huesos en
la corriente vivificante. Juntaron los huesos dispersos entre las cenizas de la pira, leyeron el
conjuro escrito en el libro, y el milagro se produjo. La triplemente amada se puso
nuevamente en pie, más hermosa que nunca. Entonces la rivalidad renació, pero con más
ardor que antes; porque cada uno pretendía haber ganado el derecho a hacerla suya; uno
había custodiado sus cenizas; otro había sumergido sus huesos en el Ganges, y el tercero
había pronunciado el conjuro."
"¿Y a quién pertenece entonces?" dijo la voz encerrada en el cadáver. "Si conocéis la
respuesta, pero no la decís, vuestra cabeza estallará."
El rey creía saberla, y por ello se vio obligado a contestar. "El que la volvió a la vida con el
conjuro mágico y no tuvo que afanarse para ello es su padre", dijo, "y el que prestó un
piadoso servicio a sus huesos cumplió con un deber filial. Pero el que durmió sobre las
cenizas, no se separó de ella y le consagró la vida, es el que merece el nombre de esposo".
La sentencia fue como de un sabio, pero no bien hubo sido pronunciada, el cadáver
desapareció. Empecinadamente, el rey regresó, cortó la cuerda y reanudó el poco
gratificante paseo. La voz se hizo escuchar nuevamente. Propuso otro acertijo al rey, y
nuevamente lo obligó a volver sobre sus pasos. Y así siguieron: una vez tras otra, el
inexorable espectro que moraba en el cadáver entretejía un cuento con otro, siempre sobre
destinos imbricados y vidas enmarañadas, en tanto que el rey era llevado y traído de un
lugar a otro. Los cuentos describían la totalidad de la vida con sus gozos y sus horrores.
Todas las hebras de la fantasía terminaban siempre enlazándose en nudos de justicia e
injusticia, marañas de pretensiones en conflicto.
Hubo una historia, por ejemplo, sobre el hijo póstumo de un ladrón, que se vio enfrentado
con un problema delicado cuando acudió a un pozo sagrado para hacer una ofrenda a su
padre fallecido. Su abuela había quedado viuda cuando él era muy joven, y como los
parientes lo habían defraudado en la herencia, se había visto obligada a echarse al mundo
acompañada únicamente de su hijita. La noche que salió de la aldea, se topó con un ladrón
que había sido empalado y estaba a punto de morir. En medio de las ansias de una terrible
agonía, capaz apenas de respirar, expresó su deseo de casarse con la pequeña, allí mismo y
en ese mismo instante, guiado por el pensamiento de que el matrimonio le daría derechos
espirituales sobre el futuro hijo, aunque éste fuera engendrado por otro hombre, y de que
ese hijo sería elegible para hacer las ofrendas debidas al alma de un padre difunto. En
compensación, él le revelaría dónde había escondido cierto tesoro robado.
El matrimonio se efectuó de una manera no formal, pero válida; el ladrón murió, y la
madre y la hija se hicieron poseedoras de una considerable fortuna. A su debido momento,
la joven se enamoró de un joven braman, y éste consintió en ser su amante, pero insistió en
recibir un pago, porque había cierta cortesana cuyos gajes quería pagar. La jovencita
concibió un hijo y, siguiendo las instrucciones de un sueño, depositó al infante, junto con
mil monedas de oro, en el umbral del palacio de cierto rey. Ahora bien, aconteció que ese
rey, que no tenía descendencia y deseaba tener un heredero de su trono, había soñado esa
misma noche que un niño estaba a punto de ser depositado a su puerta. Aceptó el augurio, y
crió al expósito como hijo y heredero.
Muchos años después, cuando el benévolo rey había muerto, el joven príncipe, beneficiario
ya del trono, se propuso hacer una ofrenda a su difunto padre. Se encaminó a un pozo
sagrado, desde cuyo interior los muertos solían extender las manos para recibir los
presentes que les ofrecían. Pero en vez de una sola mano, aparecieron tres para recibir la
oblación: la del ladrón empalado, la del braman y la del rey. El príncipe no supo qué
partido tomar. Hasta los mismos sacerdotes presentes en la ceremonia de la ofrenda estaban
desconcertados. "Bueno", desafió el espectro que estaba en el cadáver, "¿a qué mano debía
el príncipe consignar la oferta?"
Amenazado nuevamente con el estallido de su cráneo, el rey pronunció sentencia: "La
oblación debía ser colocada en la mano del ladrón, pues ni el braman que lo engendró ni el
rey que lo crió tienen ningún derecho válido sobre él. El braman se vendió. El rey recibió
compensación con las monedas de oro. El hombre que posibilitó que el niño naciera fue el
ladrón; su tesoro pagó la concepción y la crianza". Instantáneamente el cadáver
desapareció, y un nuevo paseo llevó otra vez al rey junto al árbol.
Luego vino el curioso cuento de las cabezas transpuestas, el cuento de los dos amigos de
por vida y la muchacha. 1 Esta se casó con uno de los dos, pero el matrimonio no resultó
particularmente feliz. Poco tiempo después de la boda, la pareja, en compañía del amigo
soltero, partió para visitar a los padres de la novia. En el camino, cuando llegaron ante un
santuario de la sanguinaria diosa Kali, el esposo se excusó, por un momento, para entrar a
solas en el templo. Allí, bajo un súbito acceso de emoción, decidió ofrecerse como hostia a
la imagen, y con una afilada espada sacrificial se cercenó la cabeza de los hombros,
desplomándose en un charco de sangre. El amigo, después de aguardarlo en compañía de la
esposa, entró en el templo para ver qué había ocurrido, y cuando contempló el espectáculo,
se sintió inspirado a imitarlo. Por último entró la novia, pero sólo para salir otra vez a toda
prisa, decidida a ahorcarse en la rama de un árbol. La voz de la diosa le ordenó detenerse y
la hizo volver para restaurar la vida de los dos jóvenes, colocándoles otra vez la cabeza en
su lugar. Pero, debido a su estado de distracción, la joven cometió la interesante
equivocación de colocar la cabeza del amigo sobre el cuerpo de su esposo y la de éste en el
cuerpo de aquél. "¿A cuál de los dos pertenece ahora la esposa?" preguntó el espectro que
estaba en el cadáver, "¿al que tiene el cuerpo del esposo o al que tiene la cabeza del
esposo?"

1 Cfr. Thomas Mann, The Transposed Heads, 1940 [Versión española: Las cabezas trocadas, Bs. Aires,
Sudamericana, 1948.] La inspiración para esta novela breve fue una versión anterior del presente ensayo, "Die
Geschichte vom indischen König mit dem Leichnam" ["La historia del rey indio con el cadáver"], que
apareció en el volumen conmemorativo del sexagésimo aniversario del doctor C. G. Jung, Die kulturelle
Bedeutung der komplexen Psychologie, Berlín, Julius Springer. 1935.

El rey cree saberlo, y para evitar que su propia cabeza estalle, contesta así: "El que tiene la
cabeza del esposo, porque la cabeza tiene el rango supremo entre los miembros, así como la
mujer lo tiene entre los placeres de la vida."
Otra vez desapareció el cuerpo, y otra vez el rey camina trabajosamente hacia el árbol
fatal.

2
¿Cuándo terminará la ordalía? ¿Es una prueba seria o un chiste? En total, se proponen
veinticuatro acertijos, y el rey da solución a todos menos al último.
Versa éste sobre un padre y un hijo. Eran miembros de una tribu montañesa, dedicada a la
caza, de la cual el padre era uno de los jefes. Y ambos, padre e hijo, habían salido a cazar.
De pronto tropezaron con las huellas de dos mujeres. Y acontecía que el padre era viudo y
el hijo no se había casado aún, pero el padre, en su pesar por la esposa fallecida, había
rechazado todos los consejos de que volviera a casarse. No obstante, las huellas eran
particularmente atractivas: los ojos expertos de los montañeses juzgaron que habían sido
dejadas por una madre y su hija, ambas nobles, fugitivas de alguna casa aristocrática;
quizás hasta podían ser de una reina y una princesa. Las huellas de mayor tamaño sugerían
la belleza de la reina, y las menores la fascinación de la princesa. El hijo estaba muy
excitado. Pero había que persuadir al padre. Lo que propuso el hijo fue que el padre se
casase con la mujer de las huellas más grandes, y él lo haría con la de huellas más
pequeñas, como les correspondía por rango y edad. Tuvo que insistir un tiempo, pero
finalmente el jefe se manifestó de acuerdo y ambos hicieron un solemne juramento de
cumplir lo que habían acordado.
Luego se apresuraron a seguir el rastro. Y finalmente dieron con las dos desventuradas
mujeres, que efectivamente eran una reina y una princesa - tal como los tribeños habían
sospechado - que huían angustiadamente de una situación que se les había presentado en su
hogar cuando el rey murió inesperadamente. Pero surgió una desalentadora complicación:
la hija era la que1 tenía los pies más grandes. Según los términos del juramento, pues, el
hijo tendría que casarse con la reina.
Padre e hijo condujeron sus presas a la aldea de la montaña, y allí tomaron a las mujeres,
por esposas; la hija se convirtió en la esposa del jefe, y la madre en la del hijo. Ambas
mujeres concibieron.
"¿Qué parentesco tenían entre sí los dos niños varones que nacieron?", preguntó la voz del
espectro que estaba en el cadáver. "¿Qué eran exactamente cada uno respecto del otro, y
qué no eran?"
El rey, que acarreaba su carga, no supo encontrar ningún término inequívoco para esta
relación complicada. Por fin, su interrogador había encontrado un enigma que pudo dejarlo
mudo. Por eso siguió caminando con un paso notablemente vivaz, rumiando el problema en
silencio. Los niños eran dos paradojas vivientes de parentesco, varias cosas a la vez: tío y
sobrino, sobrino y tío, tanto por parte de madre como por parte de padre.
¿Pero acaso no sucede siempre lo mismo - con todas las cosas - desde algún punto de vista
secreto? ¿No son todas las cosas, de alguna manera profunda, sus propios contrarios? Aun
cuando el intelecto discriminante, la lógica categorizadora del lenguaje y pensamiento
humanos, se rehúse a aceptar el hecho paradójico, sin embargo, cada rasgo, cada momento
de la vida, incluye de alguna manera cualidades diametralmente opuestas a las que
aparentemente implica. En la persona de un rey puede estar oculta una secreta falta de
realeza, una vena de inadvertencia, que puede llevar, en alguna ocasión, a un descuido en la
vigilancia de los forasteros potencialmente peligrosos, o tal vez a subestimar regalos que
llegan en humildes envoltorios. De la misma manera, la impiedad puede estar oculta bajo el
manto de un mendicante religioso. Aunque haya aparentemente renunciado al mundo del
poder y de la ambición, el monje mendicante puede ser un adicto de la magia negra y
emplear sus noches en la siniestra práctica de la nigromancia.
¿Hemos dado aquí con la lección oculta en esta caótica miscelánea de los veinticuatro
cuentos del espectro morador del cadáver? ¿Es éste el sentido de la extravagante iniciación?
¿Fue más sabio el rey con su silencio que con la perspicacia de sus respuestas?
Llevado a reflexionar sobre el problema de su propio carácter y su situación actual,
caminaba en silencio, pero con admirable suavidad de andar, que parecía no hacer cuenta
ninguna de la larga ordalía de la noche. Y, aparentemente, el espectro quedó impresionado,
porque, cuando la voz habló nuevamente, había cobrado un tono de respeto.
"Señor", le dijo, "parecéis alegre a pesar de todo este desagradable ir y venir hacia el
campo funerario; sois imperturbable. Me agrada el espectáculo de vuestra determinación.
Podéis quedaros con este cadáver. Llevadlo con vos. Yo voy a dejarlo".
Pero el final no había llegado aún; de lo contrario, la aventura hubiera tenido escaso
mérito; una prueba del valor, quizás, pero más semejante a un chiste dramatizado. O toda la
máquina del campo funerario y el espectro encerrado en el cadáver no hubiera tenido más
sentido que el de un artificio literario macabro para enmarcar un conjunto de cuentos sin
relación entre sí. La colección es ingeniosa y entretenida, pero al mismo tiempo portentosa
y profunda; este rey y este espectro están vinculados entre sí por un profundo enigma del
alma.
Antes de marcharse, la voz advirtió al rey que los proyectos del asceta mago entrañaban un
terrible peligro para ambos; debajo de las sagradas vestituras de la renuncia al mundo latía
una ilimitada ambición de poder y de sangre. El nigromante estaba a punto de utilizar al rey
en una gran empresa de magia negra, primero como cómplice, y luego como víctima, de un
sacrificio humano.
"Escuchad, oh rey", advirtió el espectro, "escuchad lo que tengo que deciros, y si estimáis
vuestro propio bien, haced exactamente lo que os digo. El monje mendicante es un
impostor muy peligroso. Con sus poderosos conjuros, me obligará a entrar otra vez en este
cadáver, que luego utilizará como ídolo. Lo que se propone hacer es colocarlo en el centro
de su círculo mágico, venerarme allí como divinidad, y, en el curso de la ceremonia,
ofreceros a vos como víctima. Os ordenará humillaros y reverenciarme, primero de rodillas,
luego prosternado, en la más servil actitud de devoción, con vuestra cabeza, manos y
hombros pegados contra el suelo. Entonces intentará decapitaros de un solo golpe de
vuestra propia espada.
"Hay una sola manera de escapar. Cuando os ordene humillaros, debéis decir: 'Por favor,
mostradme en qué consiste esta forma servil de prosternación, para que yo, que soy un rey
no acostumbrado a tales actitudes, pueda ver a alguien asumir esa postura de reverencia'. Y
cuando él esté supino en el suelo, cercenadle la cabeza con un rápido tajo de la espada. En
ese instante, todo el poder sobrenatural que este hechicero trata de conjurar en la esfera de
los seres celestiales recaerá sobre vos. ¡Y entonces seréis un rey muy poderoso!"
Dicho esto, el espectro se marchó, y el rey siguió, libremente ya, su camino. El mago no
mostró ninguna impaciencia por haber tenido que esperar, sino que, al contrario, pareció
muy admirado de que el rey hubiera podido, como fuese, cumplir la tarea. Había empleado
su tiempo en completar la organización ritual de su círculo mágico. Lo marcó con un
repugnante material recogido en los aledaños: una especie de pasta, compuesta del polvo
blancuzco de huesos molidos, mezclados con la sangre de cuerpos muertos, y todo el lugar
donde trabajó estaba desagradablemente iluminado por la luz trémula de mechas
impregnadas en grasa de cadáveres.
El hechicero retiró la carga de las espaldas del rey, la lavó y la decoró con guirnaldas,
como si fuera una imagen sacra, y luego la colocó en el centro del círculo mágico. Convocó
al espectro mediante una serie de poderosos conjuros, y lo obligó a entrar en el cuerpo ya
aderezado. Entonces comenzó a reverenciarlo, a la manera de un sacerdote que rinde culto a
una divinidad invitada a alojarse en una imagen sagrada, en carácter de huésped augusto.
Llegó, pronto, el momento de hacer que el rey se humillase, primero de rodillas, luego
prosternado sobre su rostro; pero cuando le dio esta última orden, su noble acólito le pidió
que le mostrara cómo adoptar la postura. Entonces, el terrible monje se hincó de rodillas. El
rey observaba y esperaba. El monje se postró, adhiriendo sus manos, hombros y rostro
contra el suelo, y el rey, con un veloz mandoble, le rebanó la cabeza. La sangre manó a
borbotones. El rey puso el cuerpo boca arriba y con otro experto golpe le abrió el pecho.
Arrancó el corazón, y lo ofreció en oblación al espectro que estaba en el cadáver.
Entonces un fuerte sonido de júbilo surgió de la noche por todas partes. Provenía de la
hueste de espíritus circundantes, almas y ghules, que elevaban tumultuosas aclamaciones al
vencedor. Mediante esa acción insigne, había redimido a los poderes sobrenaturales del
peligro que les representaba el nigromante, el cual había estado a punto de reducirlos a
todos a la esclavitud y el encantamiento.
El espectro que estaba en el cadáver elevó su lúgubre voz, pero esta vez para expresar
alegría y alabanza. "Lo que el nigromante pretendía era el poder absoluto sobre almas y
ghules", dijo, "y sobre todas las presencias espirituales del dominio sobrenatural. Este
poder será vuestro ahora, oh rey, cuando vuestra vida sobre la tierra llegue a término.
Entretanto, os ha sido concedido el dominio sobre toda la tierra. Os he atormentado; ahora
lo compensaré. ¿Qué deseáis? Anunciadme vuestro deseo y os será otorgado".
El rey solicitó, en compensación por sus trabajos durante la más peregrina de las noches
que había conocido, que los veinticuatro acertijos que le había contado el espectro, junto
con la historia de la noche misma, se divulgaran por toda la tierra y perpetuaran su fama
entre los hombres.
El espectro lo prometió. "Y además", afirmó la voz, "no sólo serán celebrados
universalmente los veinticuatro cuentos, sino que hasta Siva, el Gran Dios, Señor de
Señores de los Espectros y Demonios, el Asceta Principal de los Dioses, les rendirá honor.
Ni duendes ni dioses tendrán poder alguno cuando y donde se relaten estos cuentos. Y
quien recite aunque sea uno solo de ellos con devoción sincera, quedará libre de pecado".
Hecha que hubo esta gran promesa, el espectro se alejó abruptamente; y en el mismo
instante, Siva, el Señor del Universo, apareció lleno de gloria, acompañado de una multitud
de dioses. Saludó al rey y le agradeció serenamente, con grandes loas, por haber liberado de
las manos impuras del codicioso asceta a los poderes del mundo de los espíritus. La
divinidad declaró que los poderes cósmicos quedaban ahora al servicio del rey, en pago por
haber evitado su abuso por parte del mago que había estado tramando hacerse del dominio
universal; que el rey entraría en plena posesión de esos poderes al término de su carrera
terrenal, y que durante su vida gobernaría la tierra. Siva le entregó, con sus propias manos,
la espada divina "Invencible", que le aseguraría la soberanía del mundo; y luego levantó el
velo de ignorancia que había ocultado a su conciencia la esencia inmortal de su vida
humana.
Bendecido por esta iluminación, el rey quedó libre para despedirse del siniestro campo de
probaciones. El alba rompía cuando regresó a los espaciosos salones de su señorial palacio,
como alguien que despierta luego de una noche de sueño intranquilo. Los cuentos del
espectro del cadáver habían sido como una sucesión de sueños torturados, aparentemente
interminables, pero condensados en un período comparativamente breve. Y la víctima,
apresada en la secuencia interminable, caminando de aquí para allá por el campo funerario,
por el escenario de su vida pretérita, había sido como un durmiente que se revuelve
desasosegado en su lecho. Y así como alguien puede descubrir, al despertarse, que lo que el
día anterior le había resultado oscuro se entiende sin dificultad, y que en su oscuridad era
mucho más intrincado y profundo de lo que había supuesto - oscuro como el enigma de la
misma vida - también este rey surgió de esta noche de experiencia henchido de
conocimiento y transformado. Durante los años siguientes, el milagroso cumplimiento del
esplendor prometido tuvo lugar, y su vida terrenal se prolongó en virtud y gloria. 2

Los sueños con significado se recuerdan al despertar; de igual manera, estos cuentos,
lúgubres pero encantadores, han permanecido en la memoria de los pueblos. ¿Qué tiene
este rey que lo hace tan atractivo? ¿Cuál es el significado de esta historia fantástica del
alma humana?
Un hombre se comprometió a pagar una deuda en la que incurrió aceptando regalos,
aunque en ese momento desconocía su valor. Está dispuesto a hacer cuanto se le exija. Y
por ser a la vez generoso y valiente - un hombre apto para la realeza - lleva a término su
horrible tarea. De todas maneras, al aventurarse a una empresa tan oscura con un extraño,
¿no fue algo atrevido? Parece estar muy seguro de que no le sucederá ninguna calamidad
inesperada. Estaba poseído de una autoconfianza inmensa. Pero su penetración no era
demasiado aguda; tampoco era todo lo prudente que un hombre en su rango tenía
obligación de ser. Esta falla en su circunspección fue el agujero en la cota de mallas de su
personalidad, a través del cual el dardo del hado podía llegar hasta su existencia interior. A
través de esta hendidura en su perfección aparente fue por donde quedó expuesto a la
influencia de la vida: expuesto, sometido a la acción ajena y, mediante el contacto con un
elemento ajeno, transformado.

2 Existen cinco versiones sánscritas de los Veinticinco cuentos del espectro en el cadáver
(Vetalapañcavinsati): Kathasaritsagara de Somadeva, 75-79; Brikatkathamañjari, de Kshemendra, 9, 2, 19-
1221; la versión de Jambhaladatta, comp. de M. B. Emeneau, American Oriental Series, vol. 4; la versión de
Sivadasa, comp. de H. Uhle, Sachsische Akademie der Wissenschaften, Berichte, Philologisch-historische
Klasse, Bd. 66, Heft 1, Leipzig 1914, y una versión anónima anterior, compilada por Uhle. Existen versiones
a casi todos los idiomas vernáculos de la India, como también al tamil y al telugu. Abundan también las
traducciones a otras lenguas. El rey de la historia es el héroe-rey hindú Vikramaditya ("El Sol del Valor"), que
puede haber florecido ca. 50 a. C., y del que se cuentan innumerables leyendas.

¡Qué extraño el comportamiento de ese pertinaz mendigo, día tras día, durante un período
de diez años! ¡Y qué irreflexiva la respuesta del rey, que aceptó sus regalos ofrecidos
modestamente, y le permitió entrar y salir, año tras otro, sin dispensarle siquiera una
palabra de atención! ¿Pero acaso nosotros - todos nosotros - no recibimos cada día del
mendigo desconocido un fruto aparentemente sin importancia, y sólo para menospreciarlo y
echarlo a un lado? ¿No se nos presenta acaso la vida todas las mañanas, con su ropa de
trabajo, como un mendigo, sin anunciarse ni explicarse, sin exigir nada y sin hacer
ostentación de cosa alguna, haciéndonos la corte con el regalo cotidiano, un día tras otro?
¿Y no dejamos nosotros, por lo general, de abrir sus regalos comunes, los frutos comunes
de su árbol común? Ciertamente, tendríamos que preguntar: "¿Qué encierra esto?"
Tendríamos que sospechar que adentro está encerrada alguna semilla, preciosa y esencial; y
tendríamos que romper la fruta para descubrirla. Deberíamos aprender a separar el hueso,
radiante, imperecedero, de aquella otra parte que madura sólo para deshacerse, la parte que
se pudre y se encuentra pronto en poder de la muerte. No obstante, permitimos que el fruto,
con la joya que contiene, sea arrojado a cualquier parte. Y esa fruta valiosa no sólo nos es
presentada continuamente por la paciente mano de la vida exterior, en cada día sucesivo, en
cada instante que pasa; también nos la ofrecen desde adentro. Cada uno de nosotros es un
fruto tan precioso como el de la parábola: ¿pero logramos – intentamos - liberar del
pericarpio de nuestra personalidad cotidiana la joya brillante de nuestra simiente esencial?
Todo lo que el cuento narra acerca del rey sentado distraídamente sobre su trono y del
mendigo silencioso que viene diariamente al salón de la corte para ofrecer el mismo fruto,
año tras año, sin quejarse jamás, sin jamás revelar su propósito, limitándose a esfumarse
entre los personajes exigentes y ceremoniosos, desapareciendo de en medio de ellos y
marchándose; todo esto somos sencillamente nosotros y nuestra vida inescrutable.
Aceptamos con indiferencia el fruto de nuestra existencia, sin descubrir, en él nada
particularmente notable. Lo damos por supuesto, mansa y ciegamente, y lo pasamos al que
está detrás de nuestro trono.
Es que, en efecto, tenemos en nosotros varios yoes, que administran los distintos
departamentos de nuestra vida. No somos perpetuamente o plenamente el personaje real
que presentamos a la contemplación de los círculos oficiales, sino una cantidad de
personalidades, a veces extraordinariamente diversas, de acuerdo con el aspecto de nuestra
naturaleza que momentáneamente hacemos entrar en juego. Uno de esos yoes es el
"tesorero real", el administrador de las riquezas de las que extraemos lo que necesitamos.
Está de pie detrás de nuestro trono, y nos presenta, cuando se lo pedimos, la riqueza que
distribuimos con un aire tan de reyes, la munificencia con que vivimos, el tesoro que nos
convierte en los reyes, grandes o pequeños, que somos. Pero, de acuerdo con la parábola, el
tesorero no se preocupa en mayor grado que el propio rey en investigar los frutos simples
que cada día le aporta de manera tan misteriosa. Ni siquiera abre el cerrojo de la cámara del
tesoro para dar entrada a cosas tan ordinarias, sino que se limita a arrojarlas a la oscuridad,
a través de una ventana abierta. Y allí se quedan, menospreciadas, pudriéndose, esparciendo
su preciosa belleza sobre el piso solitario.
Pero entre nuestros numerosos yoes tenemos todavía uno más - quizás nuestro quinto o
noveno yo - al que permitimos actuar cuando queremos descansar de nuestros aires de
importancia, nuestros deberes y privilegios, nuestra pomposidad anexa al rango. Tenemos
nuestro monito. Y éste no es un personaje de la corte real; se halla fuera de lugar en la
cámara de nuestra realeza. Sus amables guardianes están acantonados en los apartamientos
interiores de nuestro ser, aquellos placenteros serrallos donde nos divertimos en regia
ociosidad con nuestras mujeres y nuestros juegos. Empero, la rueda de la vida gira y gira, y
en su permanente girar mezcla cada cosa con todas y todas con cada una. A su debido
momento, hasta el monito se escapa y entra brincando nada ceremoniosamente en el
solemne salón, trepa de un salto al trono y mete su hocico grotesco en los asuntos del rey.
El mono recibe el regalo nada apartado del mendigo. El rey lo desdeña, pero el mono está
ávido de degustarlo. Con desenfrenado ímpetu y golosa curiosidad, este mono, que es todo
él disposición para apoderarse de las cosas y jugar con ellas hasta que se rompen, abre
finalmente de un golpe el fruto y descubre su secreto a los ojos de los que lo contemplan.
La curiosidad, el deseo ordinario de travesear con las cosas, de consumirlas y destruirlas,
libera la joya que se encuentra en su interior. Pero el juguetón animal no puede entender lo
que ha hecho. Su acto ha sido tan sólo un acto de divertida inocencia. Una vez descubierta
la gema, se limita a abandonarla, pasa de un salto a la próxima cabriola simiesca... y sale
también del cuento.
Nuestro destino estalla y se abre de esta misma manera, con un simple toque juguetón, por
cualquier pequeño truco del azar, y revela a nuestros ojos atónitos su acervo interior.
Entonces percibimos que mediante una larga y hasta ese momento no advertida historia de
nuestra autoconfiguración, nos hemos subordinado involuntariamente a una crisis de
consecuencias. Las simientes de todas nuestras acciones llevadas a cabo sin reflexionar en
ellas se han acumulado silenciosamente en la bóveda del tesoro, oscura y escondida, el
subsuelo, por así decir, de nuestra vida de la conciencia. Y es como si una hebra del destino
que estuvimos hilando durante mucho tiempo nos hubiera estado envolviendo lentamente
sin que nos diéramos cuenta y ahora, por algún accidente, se atiesara de repente. Nos
descubrimos atrapados en una red de la que es imposible escapar, a la que nos hemos
entregado irreflexivamente. Estamos implicados en una aventura de proporciones
desconocidas. Y aun cuando la enfrentáramos con gran confianza en nosotros mismos y con
la más acendrada fe, inevitablemente demostrará ser algo muy diferente, mucho más
complicado, peligroso y difícil de lo que esperamos. Puesto que habíamos permitido que se
nos escapara en su integridad, es imposible que sus detalles no nos dejen estupefactos.
El santurrón monje mendicante, guiado por su certidumbre bien disimulada de que cada
vez serán mayores sus derechos sobre los servicios de su víctima inofensiva e imprudente,
permitió que las cosas madurasen, que se diera la coyuntura precisa para poner por obra su
siniestro propósito. Y helo ahí, finalmente, en el lugar de la cita, cuando la hora del
sacrificio ha llegado. ¿Quién es ese "rico en paciencia", capaz de aguardar tres años, diez,
cultivando su secreto designio con una infranqueable capacidad de aguante? El guardarropa
del destino está repleto de toda suerte de disfraces adecuados para presentarse frente a
nosotros, y aquél era exactamente el adecuado para el encuentro con el rey. El rey fue quien
lo sacó; más aún, él mismo era quien lo había tejido y cortado a su medida. Lo había tejido
usando como hebras la sustancia invisible de su propia interioridad, como la araña teje su
tela; como Abú Kasem sus pantuflas. Con la seda negativa de su falta de conducta regia - el
descuido de su ojo juicioso, la satisfacción que sintió en el aspecto pomposo de su
personalidad pública - se configuró la vestidura de este impostor. El monje no monacal
comparece ante el rey como una analogía encarnada de la contrahechura de una sabiduría
omnisciente fabricada por aquél; se hace presente día tras día; y al hacerlo así da pruebas de
su propio y universal engaño. El desafío reviste dimensiones amenazadoras, que guardan
proporción con el número de años que dura el fracaso de la función regia. Este hechicero
siniestramente engañoso era el exactamente adecuado para enfrentar a este rey
excesivamente inocente: los dos eran una sola persona. Era el propio rey quien había traído
esta figura a la vida. Era él quien lo había hecho salir a la luz, quien lo había creado como
el reverso de su propia ceguera espiritual.
Como lo formuló William Blake: "Mi espectro me ronda de día y de noche". Doquiera
miremos, descubrimos siempre nuestra propia e inescapable persona. Doquiera andemos,
una parte de nuestra persona desconocida marcha delante de nosotros, configurada y
proyectada de una manera significativa y misteriosa. Nuestro destino, nuestro ambiente,
nuestros enemigos y compañeros, son algo que nosotros mismos hemos construido. Se
desprenden de nuestro ser profundo, esencial y autónomamente producidos. Esta es la razón
de que para toda persona esclarecida cuanto encuentra sea una manifestación del sacerdote
iniciante, un guía espiritual que detenta el poder para entregar la llave. Las figuras del
poder iniciante cambian, pero siempre de acuerdo con nuestra propia necesidad y culpa;
reflejan el grado de nuestra nesciencia o madurez. Y ellas prefiguran las transformaciones
que se nos reclaman, las tareas que aún nos quedan por resolver”.
Aunque aparentemente se pone al servicio de otro, el rey descubre que está obligado a ir a
buscar un cadáver: también nosotros. El alma viviente se ve obligada a ambular por un
reino de muerte en busca de algo muerto. En esta noche de humo doblemente negra no
existe una luna que derrame su luz suave y reconfortante; todos los demonios y ghules del
infierno andan sueltos, horribles, amenazadores y burlones; y sólo los resplandores
borrosos de los cuerpos reducidos ya a tizones humeantes están ahí para iluminar nuestro
cansado deambular, con su humareda de carne caliente y en disolución. De manera análoga,
Dante anduvo errante entre las fosas infernales de los muertos, "después de extraviar su
camino". Pero él, sin embargo, fue confortado. Dante, aunque despavorido y
profundamente perturbado, se sabía seguro en manos de su guía, el santo Virgilio, el
piadoso maestro de los poetas magistrales, que había sido despachado hacia él por un acto
de divina misericordia. En cambio, el rey con el cadáver estaba solo. Y también lo estamos
nosotros. ¿Porque quién de nosotros puede pretender semejante guía celestial a través del
laberinto del pasado de nuestra vida y nuestra alma?
Traer un cuerpo muerto: ¡qué tarea curiosa! ¡Cortar la cuerda de la que pende el cadáver de
un ahorcado desconocido, y llevar a cuestas el cuerpo del criminal! El trabajo del rey fue
llevado a cabo, aparentemente, al servicio de otro; pero en verdad su carga, su tarea, era
propia de él. Porque estaba obligado para con esa persona por un endeudamiento
involuntario, pero por el cual no dejaba de merecer cierto reproche; de la misma manera
como todos somos personalmente responsables del prodigioso peso de los años muertos que
se han ido amontonando sobre la vida de nuestras vidas. ¿Y quién de nosotros no se
felicitaría, aunque fuera una vez, de contar con la oportunidad de recuperar algún momento
perdido, de exhumar secretamente y de noche - aun con las flameantes orgías de lo ghules
infernales vociferando alrededor de nosotros - algo enterrado, algo que ya se está
pudriendo?
Dentro del cadáver recuperado hay una vida de duendes. Una vitalidad sobrenatural, una
insolencia demoníaca habla desde su interior, burlándose, amenazando. El hechicero no es
la única figura que imparte órdenes tiránicas en el mundo nocturnal del rey inadvertido;
entre el momento en que se somete a la convocatoria y la consumación del sacrificio, esta
otra también inescapable presencia se le torna conocida. Y lo aferra, con su mano de
duende, de la garganta.
¿Hubiéramos pensado que un cuerpo muerto, extraño fruto del árbol de un cementerio,
albergaría una simiente tan locuaz? Y sin embargo, cada uno de nosotros lleva a cuestas
una carga semejante, un semejante peso muerto producto del pasado. Este cadáver, ese
objeto decadente, es uno más de nuestros yoes. (¿Cuál es la plenitud de su número? ¿Quién
lo sabe?), y por consiguiente una porción - una porción olvidada, moribunda, desgajada - de
nuestro propio ser. Y el duende que está adentro es otro más aún, el más extraño de todos
los yoes. Ronda detrás, más allá, dentro del "Yo" regio que conscientemente consideramos
ser, y haciendo resonar su voz desde adentro de las formas muertas que lo rodean, nos
amenaza con una muerte súbita en caso de desobedecer a sus caprichos. Nos señala tareas y
nos aguijonea de un lado para otro, envolviéndonos en un repugnante juego de vida y de
muerte.
El duende, para pasar el tiempo, para engañarnos y tal vez para ponernos a prueba,
comienza a narrar cuentos enigmáticos. Y nos vemos obligados a proponer respuestas. Pero
si sabemos la respuesta, el cuerpo que hemos recuperado se nos escapa; nos vemos
obligados a desandar nuestros pasos. Si sabemos, pero nos callamos, nos hacen estallar. El
yo regio de nuestra vida diurna, ese noble, poderoso personaje cuya palabra, cuyo deseo es
ley (puede ordenar que todo se detenga o que todo se marche o que permanezca), está
sometido ahora a un escurridizo poder superior y obligado a deambular cada vez que este
extraño espíritu dominador se lo ordena, de aquí para allá, una y otra vez, a la picota del
hombre ahorcado. Tiene que descubrir cada vez, traer otra vez y acarrear el peso de esa
cosa muerta, el íncubo de la vida no vivida.
La noche parece inacabable, como si el tiempo se hubiera detenido para dar lugar al ritmo
atemporal de esta extraña condenación de un nuevo Sísifo. ¿Cuándo estaremos libres otra
vez? ¿Cuándo terminará esta noche de purgatorio de nuestra purificación? ¿Cuántos
cuentos nos reserva esa terrible noche, cuentos fascinantes y atractivos, fatídicos y
lamentables, coronados por un final que nos deja estupefactos? Estos cuentos se desarrollan
mientras el espectro que está en el cadáver que llevamos sobre nuestras espaldas habla y
habla. Y después de cada uno de ellos viene el desafío: "Tienes que responder al acertijo
que la vida te propone aquí. ¡Corta el pericarpio que oculta la refulgente semilla!"
La culpa y la inocencia rara vez son obvias. No saltan a los ojos, íntimamente imbricadas
como están en un diseño lleno de maravillosas volutas. Por ejemplo, ¿a quién inculpar
cuando los padres murieron con el corazón destrozado por el destino trágico de su hija
calumniada y secuestrada? ¡No por cierto a los amantes, ni a su astuto consejero, sino al
rey, que fue engañado por la hipocresía de un falso asceta! Aquél había sido un rey muy
semejante al rey que ahora cavilaba sobre su problema con el cadáver, muy semejante a
aquel gobernante del pueblo que había aceptado un fruto tras otro, sin examinarlos, de
manos de un impostor recubierto de una vestimenta de virtud. Lo obvio es sólo la
semejanza; detrás de ella hay algo escondido, la realidad. Y quien se atiene sólo a la
semejanza se encontrará embrollado en ella antes de darse cuenta. Se hallará sumergido en
un infierno de demonios inexplicables, acuciado de aquí y de allí sin resultado alguno. Y,
como un cadáver, el peso de su omisión se trepará sobre su espalda, aullará en su oído, se
burlará de él con una risa espectral, atormentándolo con el reproche de que no supo
discernir lo real cuando lo tenía delante de él, a plena luz del día.
El hombre que, satisfecho con su propia apariencia, se jacta de considerarse justo e íntegro,
un héroe, un rey sentado en la sede de la justicia, está en falta. Está en falta, y su propio
fracaso camina precediéndolo, ahora, bajo un disfraz de conducta irreprochable, pero con
una exigencia preternatural y aterradora. La figura aparentemente inocua (que corresponde
a la buena opinión que él tiene de sí mismo) lo conduce a una noche que es lo contrario
exactamente de su día, y allí le impone la tarea - siniestra e impura - de acarrear cadáveres
como si el soberano fuera un hombre de casta inferior. El hombre refinado y de condición
regia recibe la orden de hacer un trabajo de paría, no sólo una vez, y para un objetivo
valioso y rápido, para que pueda olvidar pronto la humillación, sino una y otra vez - con la
misma frecuencia, por cierto, con que había pecado, y con la misma frecuencia con que
había omitido examinar el fruto ofrecido y había dejado de lado el núcleo. El fruto debía
parecerle, finalmente, muy horrible y amargo, tan amargo como una noche de infierno, por
contraste con la suavidad y gracia de un día vivido por un rey.
La ordalía no puede ser evadida. El tiempo de los semblantes externos ha pasado. El
problema del rey consiste en transformarse auténtica y plenamente en él mismo. No le
favorecería protestar que toda la horripilante confusión que mana de la boca del cadáver
nada tiene que ver con él; porque ya muchas veces se había plantado ante él y aguardado,
bajo la grata luz del salón de su trono, donde, en su calidad de administrador omnisciente
de su reino, se sentaba para impartir justicia. Todo ese infierno y confusión es la confusión
que impera en su reino, el reino de su propia vida... y también la nuestra.
Nada de ello está lejos de nosotros. Nada podemos mirar como si nos fuera ajeno. Cuando
ponemos distancia entre nosotros y otra persona, estamos en falta, y tendremos que cargar
con las consecuencias. Tienes que volver, y volver; descuelga el cadáver del pasado de ese
árbol de la horca al que tú mismo lo condenaste. Y escucha la voz del duendecillo
perseguidor: no habrá otra voz que hable a tu noche, no habrá otra voz que te enseñe o
salve. Porque, de alguna manera, todos los héroes, villanos y heroínas que aparecen en las
historias llenas de volutas que nos narra nuestro infierno onírico somos nosotros mismos; y,
de alguna manera también, somos la única solución de los enigmas que nos plantearán. El
cadáver es una concreción de nuestro propio pasado, el pasado que hemos descuidado, el
olvidado. No realizado, insatisfecho, tiene necesariamente que asediarnos, hasta que en la
noche de aparente interminabilidad hayamos aceptado, reconocido y satisfecho el aspecto
hasta ahora no admitido de nuestra propia existencia.
La cualidad que finalmente salva al regio personaje - el hilo de Ariadna que lo guía a
través del laberinto de la noche interior - es la sinceridad de su disposición a soportar la
empresa, su coraje en medio de las faenas impuestas por los poderes demoníacos que se han
desencadenado sobre él. Ese coraje es el que lo sostiene frente a las preguntas enigmáticas.
Y en la medida en que es puro y auténtico y capaz de trascender las limitaciones de su yo
regio, aun sometiéndolo al servicio de los poderes de la oscuridad, ¡qué exaltación, qué
consuelo magnífico le aguarda! La senda de nuestra iniciación nos lleva a través del
infierno de la probación no deseada pero autoinfligida, por el terreno crematorio de nuestras
omisiones moribundas, a una transfiguración en esa realidad más elevada que durante todo
ese tiempo estuvo inmanente en nosotros y con la potencia para ser actualizada. Nuestros
errores, nuestras mismas culpabilidades, son las alas que nos llevan en vuelo hasta la sede
de los poderes cenitales; y éstos nos invisten luego de nuestra visión. Pero entre esos
poderes y nuestras personalidades actuales, entre nuestra victoria y la trivialidad de nuestra
complacencia, se interponen el falso asceta y el espectro en el cadáver, a los que hay que
encarar y dejar absolutamente satisfechos.
Este último es el defensor, el guía, aunque se trate tan sólo de un duende que está dentro de
un cuerpo muerto, no de un magistral poeta como el que guió los pasos del poeta Dante, o
un ángel protector como el que hubiera guardado los pasos de un niño. Porque este rey no
es ni un poeta ni un inocente. De todas maneras, la voz inesperada es suficiente: en el
momento en que habla, el hombre que había sido irreflexivo obtiene súbitamente aquello
que le faltaba. Se lo despierta a la reflexión. Y a medida que se despliegan sus cuentos,
viejos y sin embargo nuevos, el rey es iniciado en una lucidez amplia y penetrante. El
otrora imprevisor e ingenuo, se convierte ahora en un digno rival del enemigo astuto,
retorcido, perfectamente oculto. Se le ha enseñado a comprender la realidad en la plenitud
de sus aspectos, la embrollada telaraña hecha de luz y oscuridad, se lo ha capacitado para
distinguir la personalidad oculta detrás de la máscara, se encuentra por fin en posición de
superar al archisimulador en su propio juego de cínicas desemejanzas, porque jamás el
solapado supuso que el ingenuo se haría más solapado que él. El héroe ha sido convertido
efectivamente en lo que antes sólo imaginaba ser: un rey. El verdadero rey puede aniquilar
su propia sombra cada vez que se le aparezca para intimidarlo y herir. Pero una
personalidad no es absolutamente íntegra y real, el rey no es un rey válido, mientras no ha
reconocido al antagonista, descubierto el cadáver, ese fruto de la horca que pende del árbol
de su propia vida, y hasta no haber aprendido la lección que le imparte la voz infernal
interior.
El espectro que está dentro del cadáver representa el juez supremo que está dentro de
nosotros y que lleva un protocolo de todo lo que sucede y, con profunda sabiduría, todo lo
prevé. Mediante una insinuación, este poder puede retenernos cuando estamos ya sobre el
borde de la calamidad hacia la cual, con toda la energía y unilateralidad de nuestra
naturaleza consciente, nos dirigimos a ciegas. Es un yo más sabio que el que nosotros
conocemos. Es una fuerza más poderosa que el rey que nosotros deseamos ser. En el
momento de nuestra necesidad, aparece, viene hacia nosotros, nos amonesta con una
carcajada de desprecio, y luego desaparece. Y a renglón seguido, una vez más, estamos
solos en la noche de ghules y de cadáveres, en la noche que produjo esa voz enigmática. No
podemos hacer nada para lograr que retorne a nosotros. No tuvimos defensa contra ella
cuando decidió vejarnos; tampoco poseemos ahora el conocimiento necesario para obligarla
a regresar.
De todas maneras, se estableció entre el rey y el espectro una cierta relación durante esa
noche con su serie inacabable de enigmas y su deambular aquí y allá en el campo de la
muerte. Fue aquello una comunión de sólo unas horas fugaces pero, sin embargo, también
un encuentro fuera del tiempo. Ambos estuvieron más cerca uno de otro durante ese
espantoso período que lo que estuvieron o podían haberlo estado en el territorio de la vida,
templados por la calidez de la sangre. Aun cuando eran un "Yo" y un "Tú" vivientes,
estaban entrelazados el uno con el otro por un peligro común, soldados por una misma
condenación. Cada uno de ellos salvó al otro, y en virtud de ese mutuo rescate, el universo
en su totalidad recibió la redención, que incluyó el mundo espiritual superior.
El rey corporal y el espectro incorpóreo, las esferas tangible e invisible, el "Yo" regio de la
luz diurna y la voz espectral de la oscura profundidad de nuestra noche (llena de sagacidad
y sabiduría intuitiva) son partes de un mismo todo. Ninguno de los dos puede existir sin el
otro; separados, ambos serían totalmente impotentes; juntos, forman una sola unidad
viviente. Y, además, si sus actividades no hubieran estado sincronizadas, ambos hubieran
igualmente perecido. Al rey le incumbía llevar a cabo las difíciles acciones, pero la
inspiración provenía del duende que estaba en la profundidad oculta. Y de esta suerte cada
uno de ellos redimió al otro. El espectro rescató al rey de la condenación a la que era
arrastrado por la ceguera de la sola conciencia, y el rey liberó al duende de su pasado
decadente. La relación fue la misma que la del Príncipe Conn-eda con la voz de su yo
encantado que estaba dentro del caballejo hirsuto.
Cuando, por fin y de repente, la voz quedó satisfecha de que el rey hubiera alcanzado el
punto del conocimiento, entonces se volvió benévola, le indicó el peligro mortal hacia el
que se estaba encaminando y le enseñó qué debía hacer, en el último momento, para
salvarse. Porque el destino averno que está preparado para nosotros es realmente más
terrible de lo que justificadamente deseamos. Pero, vistas las cosas desde otro ángulo, el
demonio oficiante no es muy difícil de engañar mediante algún ardid. La voz sugiere una
estratagema, la más sencilla posible, pero suficiente. El señor de los oprobios es aniquilado,
la ordalía se convierte en un festival de alegría, y el rey accede a la plenitud de su fuerza.
Es importante observar la manera del rescate. Siguiendo las instrucciones de su guía, el
valeroso rey cercena la cabeza y arranca el corazón del maligno adicto de la magia negra.
Entonces se los ofrenda al espectro, quien temporariamente es deificado y se convierte en
morador del cadáver, expuesto a la veneración como una divinidad en una imagen. Con
ello, el encantamiento que liga tanto al rey como al espectro se disipa. Aquél deja de verse
forzado a andar errante en la noche de su existencia y por el terreno de las ejecuciones y el
campo funerario de su pasado, y se le permite regresar a su magnífico palacio; y a éste, que
deja de estar condenado a asediar el cadáver de la vida irreversible o a burlar mediante
enigmas y caprichos la conciencia del rey, se le permite abandonar el campo de la muerte.
Y el efecto se obtiene porque, merced a esta oblación, la parte de la personalidad llena de
orgullo y hostilidad fue humillada en el sacrificio: - por medio de un acto deliberado del yo
consciente - y sometida a una autoridad interior, de rango más elevado, invisible. Esto es
tanto como decir que la cabeza era precisamente el centro de la falta real, y que con su
perversión había implicado al corazón. Ambos centros infectados son ahora objetos de
inmolación y se entregan como ofrenda a la misteriosa autoridad que por fin se había
refirmado y señalado el camino hacia el acto de liberación, violento pero requerido.
De esta manera, al final, el duende, que había parecido no menos siniestro y repugnante
que el cadáver mismo o el mago, resulta ser el salvador, el espíritu oracular deseoso de
nuestro bien. Esta quinta esencia escurridiza, invisible, de nuestra falta de realización,
espectro portavoz de nuestra culpa inconscientemente acumulada, termina siendo el único
en todo el mundo, - el único guía en la oscuridad de la noche de nuestra existencia -, que
puede salvarnos del círculo mágico del propio mal autogenerado. Y que nos pueda salvar,
es algo que se debe a que finalmente nos hayamos sometido a su capricho y voluntad.
Puede salvarnos porque hemos cumplido pacientemente las tareas que nos impuso, en la
prueba y en el menosprecio. De todos aquellos componentes nuestros que prorrumpen de
nuestro ser para cercarnos luego revestidos de muchas y variadas figuras, es el más sabio.
Parece, por cierto, saberlo todo, todo lo que alguna vez aconteció no sólo a nosotros sino a
todos los demás seres, reyes, mendigos, criminales y mujeres perennemente frescas y
adorables, en regiones muy alejadas. Con la convincente persuasión de nuestros sueños,
que son vagos pero exactos, la voz espectral arrastra hacia nosotros a esas figuras, las
extrae como al descuido del pozo del pasado - el pozo donde nada se pierde, el profundo
pozo del olvido y del recuerdo - y las arroja burlonamente sobre la vítrea superficie tabular
de nuestra conciencia. Entonces nos vemos forzados a considerarlos. Entonces nos vemos
forzados a mirar, analizar y volver a comprender.
Una modificación significativa del duende se produjo cuando el rey superó la prueba de las
preguntas enigmáticas. Cuando los dos se descubrieron recíprocamente y quedaron unidos
por el largo diálogo en el trabajo común de la autosalvación mutua, el espectro abandonó el
cadáver y permitió al rey, que había sido encabestrado a la tarea del árbol, seguir su
camino. Luego, con su personalidad cambiada, el espectro regresó una vez el cadáver
instalado ya en el centro del círculo mágico, y moró allí como una suerte de divinidad, con
títulos para recibir prosternaciones y el máximo de los sacrificios, la oblación de un ser
humano. Además, para entonces, también el cadáver se había transformado. De fruto del
árbol de la horca, se había convertido en imagen ungida y situada en el centro del lugar de
culto, rodeada de mechas temblorosas. Transformada de algo despreciable en algo con
derecho a ser adorado, la abominación era ahora una divinidad, radiante de poder, elocuente
en bendiciones.
"Es un rasgo significativo de muchos cuentos de hadas", observa el poeta- filósofo alemán
Novalis, en uno de sus inspirados e inspiradores aforismos, "que en el preciso momento en
que una cosa imposible se vuelve posible, simultáneamente otra cosa imposible se vuelve
inesperadamente posible: el héroe, venciéndose a sí mismo, a la vez vence a la naturaleza.
Se produce un milagro que le acuerda la cosa agradable opuesta en el momento en que la
cosa opuesta desagradable se le ha vuelto agradable. Por ejemplo, las condiciones de un
encantamiento echado sobre un príncipe transformado en oso cesan de existir tan pronto
como el oso es amado en sí mismo. Quizás una transformación similar se produciría si
algún hombre pudiera enamorarse del mal que hay en el mundo. En el momento en que
pudiera persuadirse de querer la enfermedad o el sufrimiento, tendría en sus brazos el más
encantador deleite, y el más voluptuoso placer positivo imbuiría todo su ser".
Esta concepción, tan atrevida y paradójica como profunda, exhibe un rasgo muy hondo de
nuestra estructura psíquica. Novalis toca aquí una verdad, una verdad oscura pero
verificable, de la vida humana. Y ésa es la verdad revelada en el cuento indio del rey y el
cadáver. Un triunfo decisivo en el campo de batalla interior del alma otorga una
metamorfosis esencial y plena. El rey carga sobre sí, a la vez, el espectro y el cadáver; se
echa sobre la espalda el doble paso. Y toma sobre sí, a la vez, la aparentemente
interminable tarea de resolver las enigmáticas preguntas que le plantea este fantasma, dual
de su noche interior. Al aceptarlas, les presta debida atención, y se transforman, para su
bien, en una imagen sagrada y en un salvador. En el momento en que se transforman en
beneficio suyo, también él es cambiado. Hasta la oscuridad que lo rodea se transforma en
un albor, que refulge con una luz que procede de la Luz del Mundo.
En este relato, el paisaje sufre tres transformaciones radicales, que reflejan los estados
espirituales del rey. Porque nosotros, cada uno de nosotros, somos nuestro propio mundo:
el mundo que conocemos fluye de nosotros, nos enfrenta desde todas partes y nos devuelve
el reflejo desde afuera. El pomposo salón de corte del rey y todo lo que allí sucedía, era un
reflejo de la conciencia del monarca, la debilidad, ceguera y apatía de su yo
autocomplaciente. El sombrío campo funerario era el núcleo podrido de esta cáscara
brillante. Así como el mago asesino era el verdadero núcleo del ascético santurrón, "Rico
en Paciencia", también esta noche era el núcleo del día engañoso. Era una noche a lo largo
de la cual el rey estaba obligado a andar a tientas y trastrabillar. Allí se le disipaba toda su
espléndida seguridad. Hechizado, con su vida en peligro, trastrabillando de aquí para allá,
se encaminaba con paso torpe y sin sospecharlo hacia una muerte alevosa. Pero todas las
mortíferas amenazas y apariciones se desvanecen cuando llega el albor del Nuevo Día: el
día del amanecer del supermundo del Dios Supremo. Cámbiate a ti mismo (esta es la
lección), y habitarás un mundo renovado. Majestuosamente sentados en el salón del
esplendor, torturados por los espectros y duendes del propio pasado o comulgando con los
poderes supremos de la existencia, nunca daremos un paso fuera de la empalizada de
nuestra circunferencia y personalidad. El mundo y todos los mundos escalonados, por
arriba, hasta el cielo o, por abajo, hasta el infierno, no son otra cosa que nosotros mismos:
esferas, externalizadas de nuestro ser; producciones, erupciones de la Maya creadora y
omnipotente que actualiza nuestra existencia-forma y nos mantiene hechizados dentro de
las barreras de nuestra vida. El camino que sigue el rey lleva desde la pompa regia terrenal,
pasando por la comarca de la muerte, hasta el pináculo de la gloria. La huera actitud del
esplendor regio - frágil y predestinada a la ruina - contenía dentro de sí la semilla de la
muerte; pero el camino de la muerte es también el camino de la iniciación. Los espíritus
malignos de la tumba alargan su garra espectral hacia la garganta del rey, y la vida
abandonada en manos de la muerte se destroza en el potro; sin embargo, el final de todo es
la vida renacida, exenta para siempre de la muerte, la integridad de la persona y la
consagración.
¿Quién de nosotros es, pues, el príncipe elegido, agraciado por el hado, de quien las
feéricas doncellas cantan:
"Si yo hubiera de rendir mi corazón al amor,
este joven es el único que movería mi corazón";

y a quién de nosotros obsequia la "Reina de la Noche", cubierta de su manto cuajado de las


estrellas del firmamento, la Flauta Mágica que domina la cólera del fuego y del agua y
destierra todo peligro? ¿Quién, como Tamino, tal como lo describe Sarastro, es "rico en
virtudes, discreto y caritativo"? ¿Quién "desea descorrer de sus ojos el velo de la noche que
se ennegrece y mirar hacia el santuario de la luz suprema"? ¿O quién, entre nosotros, es
digno de recibir la bienvenida del sumo sacerdote de Isis y Osiris en las salas del Templo,
el mistagogo que por derecho divino lleva sobre su pecho el radiante Séptuple Círculo Solar
de Aquel Que Sabe?
En este magnífico cuento de hadas que contiene las veinticinco historias del rey y del
espectro en el cadáver, el camino de transformación del rey lo sacó del mundo de la mera
apariencia y lo llevó a la realidad de su ser de monarca. Aprendió a integrar en su vida lo
que hasta entonces había ignorado. Afrontó y satisfizo la totalidad de las pretensiones de la
vida respecto de él. Y, como consecuencia, en tanto que antes sólo había llevado la diadema
cuando se sentaba en el trono de la vida para disfrutar los privilegios de la realeza, ahora se
hizo merecedor de ella. Se había convertido en el rey auténtico, el ojo de la sabiduría que
todo lo penetra, el administrador y verdadero representante del poder de la justicia. Esa es
la razón de que se le otorgara la espada "Invencible", simétrica de la "Excalibur" del Lago
recibida por Arturo.

La revelación suprema, que llevó a su punto culminante las iniciaciones de esta noche
misteriosa, ensanchadora del horizonte, fue la que el rey recibió cuando Siva, el Dios
Supremo, levantó de él el velo de la ignorancia. Se le mostró que era de una naturaleza
superior a la que suponía. Una chispa del fuego empírico había descendido a la tierra y se
había encarnado en él, con lo que se convirtió en un "avalar", una manifestación en el
espacio y en el tiempo del Ser Infinito e Inmortal. Después de disfrutar su período de vida
en la Tierra, pasaría a ser soberano en las regiones de los dioses, retornando así finalmente
a aquella ígnea fuente suprema de vida y poder de la que originariamente había emanado;
porque, si bien tenía forma humana, era, en esencia, divino, y estaba, por consiguiente,
fuera de toda sujeción humana. Siva, el Señor del Cosmos, moraba en él. En su profundidad
última, él era uno con el Supremo. Esta es la verdad de la verdad. Este es el hecho interior,
último, más íntimo, que centra y da comienzo y fin a la vez a todos los otros hechos de la
existencia del rey y de su experiencia existencial. La refulgente joya de gran precio, que
está dentro del fruto que es el cuerpo, y envuelta en los tegumentos de la carne, los
sentimientos, la facultad de razonar y el poder de comprender, que la encierran, es la
identidad de la esencia de la vida mortal con el Ser Inmortal.
Siva es el Señor de la Destrucción: el señor de la desintegración de la pulpa del fruto, y la
revelación de la simiente imperecedera. Siva es el Señor de la Creación: señor de la
manifestación, en el marco del espacio y del tiempo, del poder, majestad y serenidad de lo
Trascendental. Siva es el Maestro del Yoga: el maestro de la meditación, del recogimiento
en uno mismo y del ojo discriminador; su espada hiende los velos de la vida, a través de los
disfraces del mistagogo, las falsas apariencia de Maya, hasta lo Intimo del Ser. Siva es el
Rey de la Danza; los mundos de la acción y del acontecer son los resplandores de sus
miembros que vuelan, mientras él, como en un éxtasis de deleite consigo mismo, baila la
cruel, despiadada, delirante y sublime danza del universo.
Y el rey humano es un avatar, una encarnación, o un llegar-a-la forma visible, de la esencia
de este dios. Los dos están separados – aparentemente - en el espacio; el rey tiene una
estatura limitada; la del dios es ilimitada; el rey es mortal en su existencia-forma, el dios es
inmortal; el rey está circunscrito en su conocimiento, el dios no lo está; el dios es humano
en su carácter, el dios es divino. Independientemente de ello, el espacio que separa a uno
del otro es solamente el requisito de ilusión previo al espectáculo efímero de la creación.
Más allá de él, no hay lugar para la díada. El mortal y el dios, el conocedor y el conocido, el
devoto y la imagen sagrada, son una misma cosa.
Al igual que el rey, nosotros tenemos que enseñorearnos del terrible mundo de los
espíritus, porque están conjuntamente dentro y fuera de nosotros. Todo lo que está afuera
de nosotros, sea que lo conozcamos en su adecuada relación con nuestra persona o no,
permanezca o no carente de significación y de relación con nuestras mentes y nuestro
corazón, refleja y nos devuelve una imagen especular de nuestra personalidad íntima. Esto
es lo que se espera de nosotros. Y de nosotros se espera que por esta senda de conocimiento
nos acerquemos a la realización definitiva, la última y más excelsa posible de las
realizaciones: la realización que, finalmente, le fue concedida al rey: la de nuestra identidad
divina con la sustancia, la conciencia y la bienaventuranza que designamos con el nombre
de "Dios". Esta es la realización de la naturaleza absoluta del sí-mismo. Este es el
descubrimiento de la joya que forma el núcleo del fruto. Esta es la última experiencia en el
largo camino de iniciación-integración. Y junto con ella adviene el conocimiento inmediato
de que nosotros - y no sólo nosotros, sino también todos los "tú" de nuestra noche y día
circundantes - somos también muchos avatares, disfraces, máscaras y lúdicras
duplicaciones del sí-mismo, del mundo.
Este es el despertar al gozo. Pero el rey, al llevar a término su iluminación, no abandonó
inmediatamente la prisión de su carne. Por el contrario, retornó al trono mundanal dentro
del palacio del "Yo" regio. Del mismo modo, Conn-eda, héroe del cuento irlandés, tras
convertirse en miembro del Reino de las Hadas, retornó al papel que le había sido señalado
en la Tierra. El príncipe, por medio de su iniciación, adquirió potencia para gobernar
sabiamente entre los hombres; lo mismo le sucede a este rey indio. Cuando llega a
conocerse a sí mismo como una encarnación de lo inmortal - luz de lo supremo, chispa o
rayo del fuego solar del universo, celestial, central, vivificante - se lo transforma en el
portador, en el seno de la humanidad, de la espada "Invencible". Y los dos héroes quedaron
en paz respecto de la transitoriedad de las formas del mundo fenoménico; ya que, aunque
los cuerpos, los disfraces, las máscaras y el vestuario del espectáculo pueden ir y volver,
aparecer en escena, permanecer allí un momento solamente y desvanecerse para siempre, a
pesar de ello, el Sí-Mismo, el adamantino núcleo y simiente de su ser, es algo que nunca
nació... ni tampoco morirá.

PARTE II

CUATRO EPISODIOS DEL ROMANCE DE LA DIOSA

I. LA CREACIÓN INVOLUNTARIA
Que los dioses queden enredados en la telaraña de su propia creación, convirtiéndose así,
como Abú Kasem, en víctimas acosadas por sus propias criaturas, imbricadas en las redes
de una automanifestación no del todo voluntaria, para ser zaheridas luego por la risa
socarrona de su propio juez interior reflejado exteriormente; tal es el milagro del universo.
Tal es el romance tragicómico del mundo. Los dioses, los poderes feéricos, están siempre
en peligro de embelesarse a sí mismos. Como el mercader de los bazares persas, que se
atesora a él mismo, como el joven Narciso, quedan fijados en sus propias imágenes
reflejadas: se resisten momentáneamente a transcurrir con el transcurso del tiempo, y tienen
aguda necesidad del golpe de la catástrofe que los perturba y los sacude. El hombre es el
pequeño creador del mundo; Dios es el gran creador. Cada uno de los dos, rodeado por las
ficciones de sus propias profundidades especularmente reflejadas, conoce y padece la
autotortura cósmica. Y el poder fatal que siempre los hechiza a ambos es la gran diosa
Maya, la autoilusión, la creadora suprema de todos los mundos.
En los mitos populares de la India, tres personificaciones masculinas preeminentes de la
Cabeza Divina imperan en el universo: Visnú, Siva y Brama. El primero, reposando en una
soledad transmundana pero que abarca el mundo, sustenta todo el curso de la historia
mundanal, asegura su continuidad y desciende periódicamente a su vórtice, en calidad del
salvador y redentor, para restablecer la justicia y el orden. El segundo, por contraste, es lo
divino en estado de inmovilidad absolutamente distanciado. Con la mirada vuelta hacia su
interior y absorbido en el vacío perfecto de su propio ser, mantiene alejada su conciencia
del espectáculo del mundo, y declina dirigir su vista hacia esta ronda de deleite y de
angustia que se autogenera y se autoimbrica, hasta que llega el momento de disolverla. Y
Brama es la faz creativa de la totalidad divina. Con exaltada labor, desarrolla el juego del
mundo desde el calor interno de su contemplación absorta en sí mismo.
Visnú puede ser considerado como el aspecto divino que abarca la totalidad, sustentando
serenamente todo dentro de sí, como un pacífico durmiente sustenta los espeluznantes
incidentes de un sueño, en tanto que las otras dos figuras divinas denotan los dramáticos
momentos opuestos de la disolución y la creación. Empero, los tres, ya que no son más que
aspectos o manifestaciones de un solo Insondable, son, en último término, un producto de
Maya, sustancialmente uno, pero en forma y funciones, trino, en virtud del ardid especular
que disuelve el Todo en lo Múltiple. Maya es la madre. Maya es el hechizo mediante el
cual la vida se seduce eternamente a sí misma. Maya es el útero, el pecho nutricio y el
sepulcro.
El Kalika Purana, un documento relativamente tardío de la tradición india, nos transmite
una biografía hindú de esta Gran Madre, Tejedora del Mundo. La palabra purana significa
"antiguas enseñanzas y relatos transmitidos desde tiempo inmemorial". Hay muchos
puranas. Son libros sagrados, compuestos de materiales que vienen flotando en la corriente
ancha y poderosa de la sabiduría india desde los primeros siglos de los cantores y videntes
vedas, mitos venerables y enseñanzas oraculares aportados al caudal del río por muchos
tributarios. Están cargados de toda suerte de sabiduría popular. Y todos comienzan tratando
el inagotable problema de la creación, aunque de distintas maneras, desde distintos puntos
de vista y con distintas manifestaciones del significado. El título de Kalika Purana deriva
de Kali, "La Oscura Señora", suprema manifestación india de la Diosa Madre. Es
claramente su divinidad dominante. La compendiosa obra revela en sus capítulos iniciales
una versión de la creación y los primeros días del universo, que para cualquiera que esté
familiarizado con la tendencia general de la tradición hindú, resultará sorprendente. 1
El Creador, Brama, el aspecto demiúrgico, productor del mundo, de la cabeza divina,
estaba sentado en serena meditación, haciendo surgir desde las profundidades vivificadas
de su propia sustancia, divina y que todo lo abarca, el universo y sus multitudes de seres.
Cierto número de apariciones habían emanado ya y habían entrado en la esfera del tiempo y
del espacio, saliendo del abismo de su estado yógnico, visiones puras como el cristal,
precipitadas repentinamente en su forma encarnada. El grupo de los diez hijos nacidos de
su mente lo rodea, esos sacerdotes y videntes sobrenaturales que habrían de convertirse,
con el correr del tiempo, en antecesores de los santos bramanes. Y además de ellos, estaban
allí "Los Señores de las Criaturas", que eran diez duplicados menores del mismo Brama y
que habrían de colaborar en las etapas posteriores de la creación y supervisar luego los
procesos naturales del cosmos. Brama, hundiéndose aún más hondamente en la límpida
oscuridad de su propio interior, llegó a una nueva profundidad: súbitamente, la más
hermosa mujer de piel oscura emanó de su visión y se irguió desnuda ante la vista de todos.

1 Es un hecho bastante curioso que el texto sánscrito del Kalika Purana, aunque accesible desde 1892 en
edición la Shrivenkateshvaram Press (Gangavishnu Khemaraja), pues se publicó en Bombay, tomándolo de
manuscritos más arcaicos, no haya logrado, hasta el momento, atraer la atención de los especialistas
occidentales. Las páginas siguientes presentan lo que, por cuanto sabemos, es la primera traducción edita de
este texto a una lengua europea. [Los manuscritos de la traducción del doctor Zimmer están en alemán. (Nota
del compilador de la edición en inglés.)]

Era Aurora, y estaba radiante de vivida juventud. Entre los dioses no había aparecido aún
nada semejante; ni tampoco volvería a verse su igual ni entre los hombres ni en lo hondo de
las aguas, en los enjoyados palacios de los reyes y reinas serpientes. Las ondas de su
cabello negro con reflejos azules resplandecían como las plumas de un pavo real, y sus
cejas oscuras de curvas bien marcadas formaban un arco digno para el Dios del Amor. Sus
ojos, como cálices de lotos oscuros, tenían la mirada inquisitiva de la gacela atemorizada; y
su rostro, redondo como la luna, era cual un capullo púrpura de loto. Sus senos turgentes,
con sus dos pezones oscuros, eran suficiente para hacer desvariar a un santo. Elegantemente
torneado, como el astil de una lanza, era su cuerpo, y sus piernas pulidas eran como
trompas tensas de elefantes. Resplandecía su piel recubierta de pequeñas y delicadas perlas
de transpiración. Y cuando se encontró en medio de su asombrado público, recorrió a todos
los presentes con una mirada circular, presa de incertidumbre, y luego prorrumpió en una
risa que escarceaba suavemente.
Brama se percató de ella, se levantó de su postura yoga y fijó en ella una sostenida e
intensa mirada. Luego, con sus ojos físicos aún clavados en ella, el Creador permitió que su
visión espiritual recayera en la profundidad de sí mismo: trató de indagar, - como hicieron
también los diez hijos nacidos de la mente y los diez guardianes de las edades, los "Señores
de las Criaturas" - cuál habría de ser el cometido de esta aparición en el ulterior despliegue
de la obra de la creación, y a quién pertenecería.
Pero, de pronto, una segunda sorpresa: de la indagación interior de Brama emanó otro ser. .
. esta vez era un joven, espléndido, de tez morena y vigoroso. Su tórax heroico, de grandes
músculos pectorales, era como un panel de caoba; sus caderas eran netas y torneadas; sus
cejas sensitivas se juntaban en el puente de la nariz. Exhalaba un aroma de capullos, y era
como un elefante acicateado por un deseo vehemente. En una mano llevaba un estandarte
blasonado con un pez. La otra mano blandía un florido arco y cinco floridas saetas. Al
verlo, un asombro caviloso llenó a los diez hijos nacidos de la mente y a los diez guardianes
del mundo. El deseo comenzó a hormiguear en todos. Cada uno de ellos sintió que
comenzaba a ser movido por un anhelo secreto y ardiente de poseer a la mujer. Fue así
como el deseo entró por primera vez en el mundo.
El recién llegado, encantador y nada amedrentado, volvió a su fino rostro hacia Brama, le
hizo una reverencia e inquirió: ''¿Qué debo hacer? Por favor, indícamelo. Un ser florece
sólo cuando realiza la obra para la que está destinado. Asígname un nombre apropiado.
Dame un lugar donde yo more y, pues eres el creador de todas las cosas, una mujer".
Brama permaneció silencioso un momento, asombrado de su propio producto. ¿Qué era
eso que se había escapado de él? Luego recogió y constriñó su conciencia, y llevó su mente
otra vez hacia el centro. La sorpresa quedó conquistada. Recuperada su soberanía, el
Creador del Mundo se dirigió a su notable hechura y le asignó su campo de acción.
"Andarás errante por la tierra", dijo, "llenando de perplejidad a hombres y mujeres con tu
arco y saetas floridos, y de esta manera harás que se cumpla la creación continua del
mundo. Ningún dios, ningún espíritu celestial, demonio o espíritu maligno, serpiente-
divinidad o trasgo de la naturaleza, ni hombre ni bestia, ni las criaturas que vuelan ni las
criaturas que nadan, será inaccesible a tus dardos. Y yo mismo, como también Visnú, que
todo lo llena, y hasta Siva, el asceta pétreo e inconmovible, sumido en su meditación.
Nosotros Tres, estaremos en tu poder, por no hablar de las otras existencias que respiran.
Penetrarás, impalpable, hasta el corazón, y allí suscitarás el deleite, y con ello provocarás
una creación renovada del mundo viviente. Porque el blanco de tu arco será el corazón; y
tus flechas tienen que llevar gozo y embriaguez a cuantos seres viven. Tal es, pues, tu tarea.
Perpetuará el momento de la creación mundanal. Recibe ahora, oh el Más Excelso de los
Seres, el nombre que te cuadra."
Brama, volviéndose hacia sus diez hijos nacidos de la mente, cesó de hablar y retomó su
postura sentada en el loto. Los diez leyeron su semblante y comprendieron. Conocieron,
estuvieron unánimes en su conocimiento, y hablaron. "Puesto que agitaste el espíritu del
Creador poniéndolo en conmoción cuando surgiste, te conocerán en el mundo como 'El
Agitador del Espíritu'; y tu nombre será 'El Deseo de Amor', ya que tu forma despierta el
deseo amoroso; te llamarán 'El Embriagador', pues infundes la embriaguez."
Entonces, los "Señores de las Criaturas" le asignaron una morada y una esposa. "Más
grandes que el poder de los dardos de Visnú, Siva y Brama", recitaron, "son las saetas de tu
arco florido. Cielo y tierra, las profundidades del abismo y el emíreo de Brama serán tu
morada: tú eres el que Todo lo Penetra. Donde existan seres que respiran, árboles o
praderas, y hasta en el trono de Brama que está en el cenit 2 allí morarás. Y el señor
Daksha, el 'Señor de las Criaturas' primigenio, te otorgará la esposa que deseas". Así fue
como emitieron su dictamen, y en silencio se volvieron, con una respetuosa reverencia,
hacia el rostro de Brama.
Brama es la conciencia original divina de todo lo contenido en el universo; por ello sólo
puede decir la verdad. Y aun cuando la verdad le exige ofrecerse a sí mismo como una de
las víctimas del Dios del Amor, lo hace sin vacilación ni coerción. Es pura luz, la luz del
espíritu, y no un ser de naturaleza semihumana, como las divinidades homéricas del
Olimpo, que temen los peligros y toman precauciones prudentes. Brama es absolutamente
divino, una personificación de la luz creadora de la conciencia, y sigue siéndolo aun
.cuando está dominado por el deseo de la divina mujer, que es la encarnación del encanto
irresistible.

2 Brhamalosca; cfr. supra, pág. 62, nota 15.


De la misma manera, el "Deseo", Kama, el Dios del Amor, es una pura fuerza, que actúa
de manera directa, sin tomar en cuenta las consecuencias futuras. Después de escuchar las
palabras de Brama, de los diez hijos nacidos de la mente y de los diez guardianes, levantó
su arco florido, torneado como las cejas de una mujer hermosa, y preparó sus cinco saetas
florales, que se llaman, respectivamente, "la Suscitadora del Paroxismo del Deseo", "la
Inflamadora", "la Embriagadora", "la Abrasadora" y "la Portadora de la Muerte". Luego se
hizo invisible. "Aquí mismo y sin demora alguna", pensó, "ensayaré sobre estos seres
sacrosantos, y sobre el Creador mismo, el supremo poder que Brama me asignó. Helos ahí,
y ahí está aquella magnífica mujer, Aurora; ellos serán - todos y cada uno - víctimas de mi
arma. ¿No acaba de decirme Brama en persona: 'Yo, y Visnú, y hasta Siva seremos
entregados al poder de tus saetas'? ¿Para qué, entonces he de esperar otros blancos? Lo que
Brama anunció, yo lo pondré por obra".
Una vez tomada esta decisión, asumió la postura de arquero, encajó la muesca de una saeta
floral en la cuerda floral y estiró la gran curva del arco. Entonces comenzaron a expandirse
brisas embriagadoras, cargadas del aroma de las flores vernales; y éstas diseminaron
arrobamientos. Desde el Creador hasta el último de sus hijos nacidos de la mente, todos los
dioses enloquecieron, y sus temperamentos sufrieron de inmediato un cambio de gran
magnitud. Siguieron contemplando a Aurora, la mujer, pero con ojos alterados, y el hechizo
del amor creció en ellos. La belleza misma de la joven sólo influyó para mantener e
intensificar la embriaguez que se había precipitado sobre ellos. Todos a la vez se
enardecieron, y sus sentidos se engrosaron de concupiscencia. En verdad, la fascinación fue
tan fuerte, que cuando la mente pura del Creador aprehendió a su hija a través de este
ambiente saturado, sus susceptibilidades y compulsiones avivadas se manifestaron
directamente, con todos los gestos y manifestaciones físicas espontáneas, ante la vista del
mundo. Y en el ínterin, la mujer exhibía, por primera vez en el largo romance del universo,
las señales de su propia agitación. Melindres de timidez alternaban provocativamente bajo
el pálido albor de esta mañana del mundo, con esfuerzos manifiestos para estimular la
admiración amorosa. Herida profundamente por la saeta del Dios del Amor, permaneció en
pie estremecida delante de todos los ojos que se clavaban en su cuerpo con creciente deseo,
ora escondiendo el rostro entre sus brazos, ora alzando nuevamente los ojos para lanzar
miradas como rayos. Y un temblor de perturbación emocional la recorrió, como los
escarceos de las ondas en el curso del Ganges, el río divino. Brama, contemplando su
actuación, comenzó a echar vapor; el deseo de ella lo conquistó por entero. Y los diez hijos
nacidos de la mente y los diez Señores de las Criaturas fueron arrebatados en su interior.
Así fue como entraron en el mundo las emociones, junto con sus gestos apropiados y sus
signos naturales.
El Dios del Amor observó todo, y quedó satisfecho de que el poder que había recibido
como don fuera adecuado para su cometido. "Puedo cumplir la misión que Brama me ha
asignado", decidió; y una maravillosa satisfacción consigo mismo llenó todo su ser.
Pero a los dioses todavía les faltaba una gran y súbita sorpresa. Mientras el hechizo de
amor mantenía al Creador, a la Diosa y a toda la Asamblea bajo su servidumbre, y el Dios
del Amor se congratulaba de la eficacia de su poder, Siva, el retirado y alejado archiasceta
de los dioses, había sido sacado, por sorpresa, de la quietud de su autoabsorción. Sentado
aún en su postura yoga, apareció surcando las regiones del aire. Y cuando se acercó al lugar
de la constelación de amor, y vio la desairada situación de Brama y su grey, estalló
sencillamente en una resonante carcajada de desprecio. Una y otra vez se rió, y como si ello
no fuera suficiente, exclamó burlón: "¡Muy bien, muy bien! ¡Muy bien, muy bien!" Y luego
avergonzó a todos con una reprimenda: "¡Brama! ¿Qué pasa aquí? ¿Qué es lo que te ha
puesto en este bonito trance? ¿La vista de tu propia hija? No le cuadra al Creador descuidar
los preceptos de los Vedas: 'La hermana será como la madre, y la hija como la hermana'.
Eso es lo que dicen los Vedas, las leyes reveladas por tu propia boca; ¿y olvidaste todo eso,
en un exceso de deseo? Brama, el universo está asentado sobre la constancia. ¿Cómo
puedes perder tu aplomo de esa manera, tan sólo por un miserable deseo? Y todos esos
consumados yoguis, los hijos nacidos de tu mente y los 'Señores de las Criaturas', los santos
capaces de contemplar hasta la Divina Cabeza sin que se trastornen sus facultades, ¿han
sido también ellos avasallados por la visión de una mujer? ¿Cómo pudo el Dios del Amor
hacer eso de todos vosotros, indolente y privado de discernimiento como es? ¡Maldito sea
aquel por cuyo poder la belleza de la mujer puede sonsacar la integridad, y el espíritu
quedar entregado a los embates del deseo!"
Al oír Brama estas palabras, su mente se escindió instantáneamente en dos: por una parte,
se refirmó, su naturaleza originaria, pero, por la otra, la persona dominada por la
concupiscencia subsistió. Oleadas de calor bajaban como torrente por sus miembros. Un
ansia de poseer la encarnación de su deseo gemía en él, pero se sobrepuso a esta
modificación apasionada de su carácter, y dejó que la imagen de la mujer se marchara. En
ese momento, un reventón de sudor se produjo en todo su cuerpo, porque el deseo no puede
destruirse, aunque se lo expulse. Y de esas gotas nacieron luego los así llamados "Espíritus
de los que se fueron de la Vida".
Los Espíritus de los que se fueron habrían de convertirse en los progenitores de la raza
humana, las presencias atávicas que devoran las ofrendas hechas a los muertos. Sus cuerpos
son negros como un cosmético para las pestañas, y sus ojos eran como lotos azul oscuro.
Son los Padres, cuyas formas carnales se destruyen en las piras del campo crematorio. Sin
embargo, perviven, anhelando ofrendas funerarias, ya que sin éstas y la veneración filial de
sus descendientes dejarían de existir del todo y sufrirían la segunda muerte, perdiendo hasta
la lamentable apariencia de sombras de una vida carnal a la que tan tenazmente se aferran.
Su anhelo es de mera perduración, pero su nacimiento, de las gotas de sudor emitidas por
Brama cuando reprimió su deseo, denota que si bien este anhelo es la más inferior y más
humilde manifestación del ansia de vivir, sin embargo es consustancial con la poderosa
fuerza que impulsa a los enamorados el uno hacia el otro, lleva el semental hacia la yegua e
inspira hasta a los dioses supramundanos.
Cuando el Creador Brama, el Tetracéfalo, exprimía su pasión por los poros, también las
otras divinidades se esforzaban por clarificar sus sentidos. La transpiración de Daksha, el
Diestro, el mayor en edad de los Señores de las Criaturas, se derramó por su cuerpo hasta
llegar al suelo, y de ella surgió una espléndida mujer, resplandeciente como el oro bruñido,
irradiando beatitud, y de miembros esbeltos. Seis de los hijos de Brama nacidos de la mente
lograron dominar el juego de sus sentidos sin que hubiera consecuencias, pero de los otros
manó también la transpiración; y ésta se transformó en nuevas variedades de presencias
atávicas, a las que se conoce como "los que murieron cuando llegó su hora", y "los que
devoran las ofrendas". Con ellos, quedó completa la gama de seres creados, salidos de
Brama, que llenaron el mundo. Hablando con propiedad, la que los había traído a la vida
fue la mujer traspasada por el amor, Aurora, y su producción no había sido premeditada.
Mediante un proceso involuntario, se había hecho dar otro paso a la creación, y la totalidad
de la gama de seres predestinados a llenar el mundo había quedado completa con la adición
de una multitud de criaturas en las cuales hasta entonces no se había pensado: la caterva de
los muertos. Su número es mayor que el de los vivientes. Forman "la gran mayoría".
Brama quedó limpio de su concupiscencia, pero el aguijón de las palabras de Siva lo había
enojado. Sus cejas se contrajeron, y su irritación se proyectó contra la divinidad portadora
del arco. De comprensión rápida, y temeroso tanto de Brama con de Siva, el travieso joven
dios hizo a un lado las saetas. Pero ya Brama lo maldecía con una voz que resonaba terrible
por la profundidad de su enojo. "Ya que el Dios del Amor, con sus saetas florales, me ha
deshonrado ante tus ojos, oh Siva", dijo Brama, "que él coseche las consecuencias de su
acto. Cuando su desmedida insolencia llegue algún día a proporciones tan monstruosas
como para lanzar contra ti un dardo que atraviese tu serenidad impenetrable, estallará en
pavesas por obra de una mirada lanzada por tu ojo de en medio".
En un momento crítico de un capítulo ulterior del romance del mundo, esta maldición
habría de cumplirse efectivamente, provocando nuevas sorpresas en el desarrollo de la
trama impredecible; pero por el momento quedó tan sólo en terrible amenaza. El Dios del
Amor no estaba con ánimos para ponerla a prueba. Execrado por el Creador mismo, y
delante de Siva, cuyo cabello en cascada es la amplia expansión del éter, estaba realmente
amedrentado; y para dominar la situación se hizo visible nuevamente. "¿Por qué me
maldices con semejante maldición? ¿Por ventura no es cierto que todo aquel que sigue tus
divinos preceptos es inocente de culpa? Todo lo que hice fue mi tarea pertinente.
Anunciasteis que tú, y Visnú, y Siva, habríais de ser víctima de mi arco; yo sólo llevé a la
obra tus palabras. No eres justo en el reproche que me haces. Por tanto, mitiga tu terrible
maldición".
El Creador fue movido a misericordia. "La doncella, Aurora, es hija mía", explicó, "te
maldije porque me tomaste como blanco cuando me hallaba en su presencia. Ahora, la
hoguera de mi cólera se ha reducido a cenizas, y te diré en qué terminará tu maldición. El
ojo de Siva te convertirá en cenizas con una mirada de rayo; pero asumirás otro cuerpo
cuando Siva, el archiasceta, tome esposa". Brama se desvaneció de la vista de todos. Al
mismo tiempo, Siva, veloz como el viento, retornó a su lugar de meditación. Daksha hizo
una señal a la espléndida mujer que había surgido del sudor de su propio exceso de
emoción, y la entregó al juvenil Dios del Amor para que fuera su consorte. Entonces le dijo
al primer esposo que hubo en el mundo cuál habría de ser el nombre de su esposa: y ese
nombre era Rati, "Deleite".
Luminosa, como un relámpago, sus ojos eran los de la tímida gacela. El Dios del Amor
contempló el arco de las cejas de su desposada y, en un momento de incertidumbre, se
preguntó: "¿Será que el Creador colocó mi arco, el 'Suscitador de Demencia' sobre sus
ojos?" Entonces advirtió que los movimientos de ella eran ágiles y sus miradas penetrantes,
y no pensó ya que las propias saetas fueran veloces o agudas. La suavidad del aliento que
ella exhalaba le hizo perder la fe en el poder de las perfumadas brisas primaverales venidas
del sur, que excitan en el corazón el ansia de amar. Y sus senos se proyectaban como un par
de doradas yemas de loto; los oscuros pezones eran como dos escarabajos negros con
reflejos azulados que se hubieran posado allí. Desde un punto intermedio, comenzando de
manera imperceptible y formando una delgada línea hasta llegar al ombligo, descendía una
iridiscencia de delicados vellos, que hicieron recordar al dios la cuerda de su arco,
compuesta de una hilera de insectos que lanzaban zumbidos agudos. Las piernas eran tan
torneadas como el asta de su lanza. "¡Cómo!", pensó. "¿Me está deslumbrando con mis
propias armas?"
Acribillado por el fuego de sus propias armas, con sus sentidos presa de la seducción,
olvidó la maldición tremenda que Brama había echado sobre él. "Con esta mujer por
consorte", dijo a Daksha, "esta mujer cuya forma es totalmente embelesadora, podré
trastornar al propio Siva, parangón de la compostura, por no hablar de los restantes seres
del mundo. Cada vez que tienda mi arco hacia un objetivo, esta Maya, esta 'Ilusión' -
llamada 'Mujer' o 'Arrebatadora' - mostrará su hermoso rostro. Y sea que yo ascienda a las
moradas de los dioses, descienda a la Tierra o penetre hasta los más profundos abismos del
mundo infernal, siempre y en todas partes esta mujer de suave sonrisa estará conmigo. Será
mi acompañante y ejercerá su imperio sobre todos los seres del mundo, de la misma manera
que Lakshmi, la Reina Loto, es inseparable de Visnú, y como la dorada serpiente del fulgor
es inseparable del ser de la nube".
El Dios del Amor tomó para sí a la Diosa, de la misma manera como Visnú atrajo hacia sí
a la hermosa Lakshmi, no bien ésta emergió de las aguas del Océano Cósmico. Unido a
ella, resplandeció como una nube vespertina que ha caído sobre el horizonte y esparce la
luz del sol. De la misma exacta manera como un yogui aspira hacia sí el poder de su
conocimiento, también el juvenil Dios del Amor, lleno de gozo exaltado, atrajo a Rati
contra su pecho; y ella se llenó también de gozo en el abrazo vigoroso de su magnífico
amor.
Tal es el ritmo con que se despliega la creación, según este notable mito; mediante
sorpresas, actos involuntarios y vuelcos abruptos. La creación del mundo no es una obra
cabal, cumplida dentro de un lapso determinado (por ejemplo, en siete días), sino un
proceso que prosigue a lo largo de la historia, remodelando el universo sin cesar,
impulsándolo hacia adelante en cada momento como si fuera el primero. Como el cuerpo
humano, el cosmos se reconstruye parcialmente cada noche, cada día; mediante un proceso
de inacabable regeneración, permanece vivo. Pero el modo de su crecimiento es por
incidentes abruptos, crisis, acontecimientos sorprendentes y hasta accidentes mortificantes.
Todo se deteriora de continuo; y sin embargo ésta es precisamente la circunstancia
mediante la cual tiene lugar el despliegue milagroso. La grande e íntegra totalidad pasa
espasmódicamente de una crisis a otra crisis; tal es la manera precaria, horripilante de
autoimpulsión con que avanza.
La interpretación del proceso mundanal como una crisis continua hubiera sido rechazada
por los hombres de la última generación como una ilegítima e infundada visión pesimista
de la vida; sin embargo, el cariz de los asuntos internacionales nos impone casi esa
concepción en la actualidad. La catástrofe es la coyuntura normal, que sustenta tanto
nuestra lucha por el orden como nuestra alentadora ilusión de una posible seguridad final.
"Esto era otrora una paradoja, pero ahora el tiempo lo comprueba." Aunque no puede
decirse que el mito hindú sea pesimista. Todo lo contrario; al presentar su serie
ininterrumpida de trances críticos y-mortificantes como cosas corrientes, el mito, a su
manera, es ampliamente optimista. Brama, con su conocimiento omnicomprensivo, no pudo
dejar de percatarse del riesgo que corría cuando notificó al Dios del Amor del poder de su
arco floral, haciéndole saber que era capaz de sojuzgar aun a Siva, Visnú y a él mismo, el
Creador del Mundo. A pesar de ello, dijo la verdad sin retaceo ninguno. No podía ser de
otra manera, porque su carácter no admitía restricciones. La verdad es de la esencia misma
del Creador, Brama (la Realidad Trascendental y la Verdad Encarnada), fue no sólo fiel a la
verdad sino también a sí mismo cuando dio a conocer el peligroso secreto del arco. El
deseo y la humillación podían revertirse sobre él como consecuencias impremeditadas de la
revelación; sin embargo, la posibilidad de tales eventualidades no fue suficiente para
contenerlo; porque, con la misma falta de premeditación, tenía que acontecer algo que
viniera en su rescate. Esto quiere decir que hay cierta seguridad secreta aun en el desorden
del acontecer natural, algún poder oculto que crea contrapesos sorprendentes, los que
impiden que el carro del destino termine volcándose o estrellándose. En medio de todos los
malos tratos que padecen mientras crean el mundo y lo conservan mediante su
autorrenovada creación, las fuerzas divinas permanecen siempre fieles a su naturaleza
esencial. Esta es la razón de que nunca se vean frustradas por la desconcertante, intrigante y
horripilante violencia de los acontecimientos.
Tal como aparecen personificadas en las divinidades de los mitos hindúes que escenifican
su manera de actuar, las fuerzas configuradoras del mundo se muestran confiadas en sus
talentos, y como jugadores que saben perder cuando les llega el momento, seguras siempre
de que le inesperado, que por el momento parece dejarlas impotentes, pronto vendrá a
rescatarlas y volcará su peso en el platillo opuesto de la balanza. Pero, aun cuando, en
última instancia, sean rescatadas, en el ínterin están sujetas a las más arduas pruebas y
cargadas de tareas torturantemente difíciles, constreñidas a soportar los más sorprendentes
descubrimientos sobre sí mismas, aun a tolerar la conmoción de sus dilectas personalidades
y los sacrificios de sus cuerpos visibles; o se ven forzadas a asumir tareas que hasta ese
momento no les eran familiares, algunas de las cuales hasta parecerían estar en total
oposición con su papel universal. A Brama se le exige, por ejemplo, que perciba y admita
que no es lo que al principio imaginaba ser, es decir, la intuición divina y universal, clara
como un cristal, la fuerza de visión puramente espiritual, la sabiduría que todo lo penetra.
De hecho, el poder con el cual configura el mundo y que él proyecta desde sí mismo, es
totalmente opuesto. De modo súbito, revela ser el encanto deslumbrador del sexo, la libido
encarnada en la forma seductora de la Mujer. Brama toma conciencia, de esta manera, de su
propia profunda y absoluta rendición a la fuerza ciega que propaga la existencia y que se
burla del puro espíritu, exaltado en serena meditación. El dios acepta esta revelación, este
hecho sorprendente relacionado con la naturaleza de su propio ser, esa parte de sí mismo,
imprevista, que surge de su propia profundidad. Se reconcilia con el Dios del Amor. Y
aunque esta divinidad también tiene que sufrir consecuencias torturantes, y aun la muerte -
siendo así que se había creído exclusivamente vida -, no obstante, él, como Brama, será
restituido al ser.
Las irónicas interdependencias de los poderes, y las sorprendentes paradojas de sus efectos
recíprocos y de cada uno sobre sí mismo alcanzan una vivida formulación en la aventura
que sigue inmediatamente en el romance. Aunque reconciliado con el Dios del Amor,
Brama sentía aún el escozor que le había provocado la rígida probidad de Siva. Brama
había desaparecido de la vista, pero aun así su llaga espiritual estaba enconada. "Delante de
los santos, mis hijos, Siva me denigró al verme henchido de deseo por la mujer", cavilaba
Brama. "¿Pero está acaso Siva mismo tan por encima de tal deseo, que sea imposible crear
una mujer que pueda conmoverlo? ¿Qué imagen femínea encierra lo profundo de su
espíritu, esa única mujer que puede enseñarle el desdén por su yoga, crear en él la
confusión y llegar a ser su esposa? ¿Cuál será ella, cuando ni siquiera el Dios del Amor
puede trastornar su equilibrio? La palabra "mujer" es incompatible con su inmensurable
yoga, y sin embargo, ¿de qué manera avanzará el mundo en su desarrollo, llegará a la
perfección y proseguirá hasta la disolución, que nadie que no sea el propio Siva puede
lograr que se cumpla, si no toma una consorte? Algunos de los grandes de la Tierra tienen
que morir por mi mano, otros por los poderes de Visnú, pero muchos por el poder de Siva.
Si se mantiene apartado y exento de cualquier pasión, no servirá para ningún trabajo, salvo
su yoga".
Cavilando de esta manera, Brama miró desde su cenit a la Tierra, donde Daksha y los otros
seguían aún de pie, y allí pudo ver al juvenil Dios del Amor, gozosamente unido con la
hermosa y dichosa Rati. Brama descendió a la esfera inferior, se hizo nuevamente visible,
se volvió hacia la apasionada pareja, y habló al dios con estas conciliadoras palabras:
"¡Cómo resplandeces, unido con tu consorte, y cómo lo hace ella, junto contigo! Como la
luna y la noche, como la noche y la luna es vuestra luminosa unión. Engrandecido por esta
unión, serás el gonfalonero de todos los mundos y de todos los seres. Por bien, pues, del
universo entero, vete ahora a buscar a Siva y hazlo presa del frenesí del deseo, para que
tome una esposa y encuentre en ella su dicha. Ve y túrbalo, haz que se apasione, en la
verdeante soledad, entre los riscos y cascadas de las montañas, donde mora solitario. Nadie
sino tú puede hacerlo. Al renunciar a las mujeres, ha logrado la soberanía sobre sí mismo.
Empero, si el afecto amoroso se despertara alguna vez dentro de él, dejará que esa
inclinación se desarrolle. Y entonces tendrá fin la maldición que llevas sobre ti."
El Dios del Amor replicó: "¡Será como ordenares! Buscaré a Siva, y se turbará con el
deseo. Pero el arma principal es la mujer; créame una mujer que interese a Siva, después
que yo lo haya excitado. Aunque yo puedo avivar en el dios un ansia enloquecedora, en
ninguna parte veo la mujer tan atractiva, que sirva para consumar el encantamiento. ¡Crea
la que necesitamos!"
Entonces, el patriarca Brama, meditando consigo mismo, dijo: "Crearé la Ella hechicera",
se deslizó otra vez en su propio interior y se sumió en otro estado de trance productivo.
Pero no fue una diosa, sino un joven lo que se condensó de la respiración que salió a
chorros de sus narices, el joven llamado "Primavera", acompañado de un viento cargado del
perfume de capullos. Iba acicalado con renuevos brotados de mango y capullos de loto. Su
aire era majestuoso. El rostro era tan radiante como la luna, su cabello negro azulado era
como la noche, su cuerpo era suntuoso y poderoso, sus manos eran implacables. Y en el
momento en que su forma surgió a la luz, como un estallido de capullos, auras fragantes
soplaron en todas direcciones, todos los árboles comenzaron a florecer, lagos y lagunas se
vistieron de lotos, y las aves comenzaron a cantar.
Brama, advirtiendo la nueva presencia, lo miró con un sentimiento de benevolencia, y
habló de manera amistosa a su hijo anterior, el Dios del Amor. "Será tu amigo y compañero
para siempre, y como tú, pondrá al mundo en estado de pasión. Con él van estos otros dos,
el Viento del Sur, saturado de perfumes, y el Afecto Amoroso. Con Rati irán todos los
Gestos de Amor, la Frialdad Provocadora, el Halago Involuntario y todo lo demás, y todos
estarán bajo tus órdenes. Con este escuadrón vencerás al Gran Dios, y mediante esta
victoria producirás la creación continua del mundo. Ve donde quiera. Y yo, entretanto, me
sumergiré de nuevo y convocaré a la vida a la mujer que ha de consumar la obra de tu
encantamiento."
El más antiguo de los dioses habló, y el Dios del Amor, junto con su pequeña mesnada de
auxiliares, hizo una respetuosa reverencia y partió para descubrir el paradero de Siva. Pero
Brama, inquieto, tomó consejo con Daksha y los otros Señores de las Criaturas, y con sus
diez hijos nacidos de la mente. "¿Quién puede ser - preguntó - la futura consorte de Siva?
¿Qué mujer podemos imaginar que lo embauque para sacarlo de las profundidades de su
absorción?" Luego se deslizó en el pensamiento, y después de un tiempo llegó a esta
conclusión: "¡Tiene que ser Aurora! ¡Aurora! ¡Maya: la Ilusión Mundanal del mismo
Visnú, que me sustenta tanto a mí como al Cosmos! Ella es el principio motor del Universo.
Ella es la que lo seducirá. Ella es la que hace desvariar hasta la visión más profunda del
yogui. Es la engendradora de todo ser. Daksha, debes ir y, con apropiadas ofrendas y
presentes, persuadir a la santísima Madre de Todo que consienta, primero, en nacer como
hija tuya y, luego, en ser la novia de Siva".
Daksha reconoció la sabiduría de esta decisión y se manifestó dispuesto a cumplir su papel.
Se trasladó a la orilla opuesta del Océano Lácteo, el mar infinito e inmortal del goce de
Visnú, esa agua inmortal sobre la cual el dios supremo, Visnú, duerme y sueña el sueño del
mundo. Y allí se preparó para llevar ofrendas a la diosa que es la suma y sustancia del
sueño de Visnú. En primer lugar, fijó la imagen de ella en su mente y corazón propios.
Luego entró en un período de ascesis prolongada y severa, para generar y concentrar el
calor espiritual que le posibilitaría animar la imagen y contemplar corporalmente a la diosa
ante sus ojos. Durante treinta y seis mil años, y luego otros tres mil, permaneció allí en
prodigiosa concentración, centrado en un solo punto, reuniendo calor en torno de su visión
de la diosa y haciéndolo entrar en ella, pero durante ese tiempo nutrió su propio cuerpo tan
sólo de agua, hojas y aire. Enteramente embebido, permaneció sentado durante los largos
eones de las primeras milagrosas eras de la aurora del mundo.
En este mito, lo inesperado constituye el principio estructurador de la trama.
El Creador, cuyo espíritu es propiamente un mar cristalino de contemplación (un espejo
divinal, perfectamente sereno, sin que el más ligero hálito de un impulso proveniente de las
criaturas agite su superficie), es presa súbita de la turbulencia del deseo. Todas las
modalidades del afecto manan abruptamente de él - junto con sus correspondientes
expresiones físicas compulsivas en la superficie del cuerpo - y ellas perfeccionan la
plenitud del mundo que está creando, pero lo hacen de una manera que él no había previsto.
Le proporcionan la coyuntura que pone en movimiento el romance desvariado de su
creación involuntaria.
No es Brama, aparentemente, sino un hermoso y sorprendente dios de impulsos
ciegamente apasionados - el Dios del Amor -, producción de Brama, pero que le provoca
una clara conmoción, quien ejerce el imperio sobre todos los seres, aun sobre el Ser
Supremo del cual emanó. ¿Será acaso la encarnación de la energía productiva de ese Ser?
¿Era la fuerza que estuvo operando secretamente en él desde siempre, mientras el Creador,
de acuerdo con el plan eterno, engendraba el mundo como una imagen refleja de los
contenidos de su propio interior? 3 ¿Por qué, entonces, el joven aparece como adversario?
¿Será sencillamente - como lo advierte de inmediato el mismo Brama - para que se cumpla,
mediante la interacción de los sexos, la continuación de la creación del mundo?
El Dios del Amor hubiera sido impotente (más aún, nunca hubiera salido a la luz) de no
haber sido por la divina mujer que lo precedió inmediatamente en la existencia, Aurora,
primera floración del día universal. Ella fue el inicio de la Creación Involuntaria. Fue la
primera sorpresa. ¿Será acaso ella, y no el joven, la forma visible de la energía productiva
del Dios, el poder al que éste sirve, el poder que lo sustenta durante su labor de creación?
Con distintas incitaciones, esta seductora centelleante, es el poder primero de la existencia,
la madre omnípara del mundo, de la que todo nació. Ante la sola vista de ella, Brama se
desanuda automáticamente de su postura yoga, se alza de su concentrada ecuanimidad,
viene estremecido a sus pies y, autointerrogándose, busca dentro de sí la explicación del
enigma. Porque, ¿en qué otro lugar podría encontrarla, de no ser en la propia cristalina,
crepuscular, insondabilidad? La respuesta que recibe es el Dios del Amor, la atracción que
acompaña a la forma femínea, el deseo ciego que entreteje todos los seres en la sutil trama
de aquélla.

A quell' amor che é palpito


Dell' universo intero
Misterioso, altero,
Croce e delizia al cor. 4

El apasionamiento ciego y sin límites, al parecer, es la manifestación elemental de la única


manera posible de relación con la forma femínea divina.

3 [Kama, el Dios del Amor, recibe el nombre de "el primer nacido" de las semillas de la mente: Rigveda
10.129.4.-A.K.C.].
4 La Traviata, 1,5.

El genio proyectivo de la Sabiduría Creadora, pues, no bien se hubo aventurado un


momento más allá de los límites de su propia imagen ordenada, se encontró cara a cara con
el reverso - el impulso inconsiderado bajo el hechizo de la hermosa imagen de la feminidad
- lo incorregiblemente inintencional; lo espontáneamente atractivo; hechizo hechizado por
la maravilla de su propia naturaleza y la inevitabilidad de la propia seducción, hechizando a
su vez a todos los que conciben y se encuentran en el acto de generar. Y este impulso cruza
transversalmente los planes del Creador respecto del mundo, como una lanzadera cruza los
hilos estirados en un telar. Pero ésa es la manera como los hilos tiesos se tejen para formar
una tela. El zigzag volador es el que aporta el material y el diseño. Entrecruzándose
continuamente con los proyectos del espíritu proyectador de planes, tejerá el mundo con
una forma sorprendente. El entrelazamiento de las dos voluntades irreconciliables
constituye la urdimbre y la trama básicas del tapiz de todos los acontecimientos. 5
El curso del mundo se descarría, pero al hacerlo se encamina directamente hacia su meta.
Lo que interrumpe el avance y progreso del mundo es la catástrofe de lo otrora imprevisto,
y una vez que la catástrofe se produce, manifiesta ser lo que desde siempre se había
pretendido. Porque es creativa en un sentido más profundo de lo que el espíritu planificador
supone. Transforma la situación, fuerza una alteración del espíritu creativo y lo empuja a un
juego que lo lleva más allá de sí mismo, es decir, lo hace entrar, real y propiamente, en
juego, en un juego que arrastra tras de sí la integridad de la creación. El planificador, el
observador, se ve obligado a convertirse en el que soporta, en el que sufre. Semejante
metamorfosis en lo opuesto, en lo absolutamente heterogéneo, es lo que ata los nudos que
reticulan la red del Todo viviente e incorpora al individuo viviente a la tela. El elemento
exógeno que se encuentra entre los poderes - encarnado previamente en Brama y
creativamente eficaz dentro de él, pero que reposa y opera hundido profundamente en la
sombra, insospechado y evitado, entra arrebatada y súbitamente, sin que se lo busque, en la
esfera de las operaciones estudiadas, para dominar allí el escenario. Con todo, la respuesta
de Brama-Sabiduría a esa fuerza embriagadora, que amenaza abrumarlo con una necia
ceguera, conserva toda su majestuosidad; la Sabiduría tiene de su parte todo el poder del
conocimiento. La sabiduría le hace saber al impulso cuál es la naturaleza de él y qué es
exactamente lo que puede hacer, porque el impulso es, a este respecto, impotente. No sabe
nada acerca de sí mismo; en realidad, ni siquiera es aún él mismo; no es otra cosa que un
impulso a la propia autorrealización. Y sería incapaz de aprehender y realizar esta
potencialidad si ésta no se le señalase y si no se le diera un nombre que circunscribiera su
poderío, un nombre que, al ser impuesto, inaugura su poderío, el nombre por el cual podrá
ser invocado y venerado, interpelado y conjurado. La sabiduría de Brama asigna su nombre
al Dios del Amor, le informa francamente qué debe hacer para volverse eficaz desde las
raíces mismas de su ser, y no busca refugio, ni mediante la más mínima prevaricación
defensiva, para escapar al poder de su sorprendente nacimiento. El miedo, tal como lo
sienten todas las criaturas, es desconocido para la sabiduría de Brama. No se alza ninguna
defensa contra la brujería y la vergonzosa caída en el debilitamiento voluptuoso que habrá
de amenazar a él y a toda su creación. Las palabras de Brama ni engañan al otro ni le
imponen límites, porque el conocimiento puro es intrínsecamente desconocedor del miedo.
Es una llama blanca de luz, una firme lengua de fuego que arde en perfecta quietud, a la
que ningún soplo de viento estremece. La sabiduría es la luz que se ilumina a sí misma y
que vierte su iluminación hacia las tinieblas que se espesan. El miedo a la verdad que él
mismo irradia y produce es incompatible con el carácter fundamental de Brama, de la
misma manera como la compasión es incompatible con la naturaleza del genio, armado con
el arco, que sólo por el miedo se contiene del deseo de asestar sus saetas contra el Ser
Supremo. Brama anuncia la verdad íntegra, y nada puede hacer para evitar que se cumpla
en él mismo y en su mundo. Es capaz de exaltar la misma fuerza que ha de poner en
cuestión su propio carácter y amenazarlo con la aniquilación. Es capaz hasta de llevar a esta
fuerza a que tome conciencia de sí misma en virtud de sus palabras exentas de
prevaricación, en vez de ponerle límites mediante un decreto. Y ésta es la marca de la
grandeza de Brama, el Creador.

5 Al parecer, el Creador Brama no conoce las profundidades de su propio ser. Tampoco tiene la ingenua
seguridad en sí mismo del Creador del Mundo, tal como lo presenta el Antiguo Testamento, que separa con el
orden más pulcro la luz de las tinieblas, la tierra árida de las aguas, y luego engendra en la debida sucesión los
vegetales y los animales: primero los peces y las aves, luego los hipopótamos, jirafas y otros cuadrúpedos, y
finalmente, como la gloria que lo corona todo, el hombre en su huerto. El séptimo día, Jehová grita: Plaudite
amici, comoedia finita [Aplaudid, amigos, la comedia ha terminado], y se sienta otra vez, pero sólo para
descubrir pronto que incipit tragoedia [comienza la tragedia], que todo anda mal. El solitario Adán se aburre
en el Paraíso, y luego Eva se aburre con Adán en el Huerto; sólo la Serpiente aporta algo de amena
sociabilidad ¿Pero cuántas de estas cosas habían sido planificadas? Hay dos árboles y, por supuesto, la pareja
recoge el fruto del árbol malo. Las cosas van de mal en peor; el propio Dios destruye su Paraíso, y su cólera
rebasa todos los límites, temperada sólo por una remota promesa escatológica, el azogado reverso argénteo de
su terrible nube. Luego se retira, en un estada de resentimiento, sólo para estallar contra su creación, con
nuevas tormentas de iracundia, cada vez que ésta revela una falla nueva de su inherente imperfección. ¡Mito
vetusto y grotesco, lleno de interés humano, pero en el cual nada concuerda con nada ni se sigue de ello! Sus
discrepancias le costaron, a la larga, el respeto de un círculo de personas, ajenas a la Iglesia, cuyo
considerable número se multiplicó rápidamente. En el mito hindú, las cosas son diferentes: la coherencia es
mucho mayor.

En esta situación mitológica, los dos grandes principios antagónicos, la Sabiduría y el


Deseo, se enfrentan en la plena simplicidad de su inhumanidad elemental, todavía no
modificada para producir personajes tales como el Zeus y la Afrodita de los griegos y el
Odín y la Freya de los sistemas germánicos. Aquí, cada una de las potencias está enraizada
en «í misma, y el edicto de su propia naturaleza establece a la vez su motivo
incondicionado y su propio conjunto de limitaciones constreñidoras. Al igual que los
elementos primitivos, están lejos de todas las medidas de sentido común, ventajas políticas
e intereses divididos que gobiernan la conducta de los entes compuestos por estos dos
principios, y en los cuales, las energías no mitigadas, sólo mediante colisiones alcanzan
expresión.
Brama, el Creador, incuba el mundo de la materia y lo extrae de sí por medios espirituales,
hundiéndose en su propio interior en un estado de meditación yoga; pero no puede controlar
o determinar las apariciones que produce luego. Lo sorprenden, lo pasman y desconciertan.
A pesar de ello, les hace frente, y mantiene su terreno contra ellas sondando sin egoísmo
alguno sus profundidades; porque esas apariciones son, en última instancia, los productos
de la propia sustancia, por más antagónicos y alógenos que puedan parecer: la mujer que se
yergue frente a él como una perenne seducción a la generación y despliegue continuo del
mundo, y el Dios del Amor, que es la encarnación de la seducción de aquélla. Ambas
figuras suscitan cada una su propia cadena de efectos, una horda salvaje de sentimientos y
agitaciones, junto con todas las formas concomitantes de expresión facial, compulsiones a
la gesticulación y formas de manifestación carnales, espontáneas. 6 Quizá Brama había
pensado que el mundo estaba completo aunque no existieran esas cosas; pero no hubiera
sido la espiritualidad pura y desinteresada de sí mismo, la claridad que todo lo baña, si no
hubiera aprehendido inmediatamente el significado que ellos tenían para la prosecución del
juego cósmico y si no les hubiera hecho tomar conocimiento de la propia naturaleza, sus
esferas de acción y las leyes de su ser. Brama es capaz de reconocer en la totalidad (por
más que esté compuesta de contrariedades, pero de la cual él es, sin proponérselo, el terreno
creativo primigenio e, involuntariamente, el productor) una plenitud de elementos
ricamente significativos en sus recíprocas contradicciones y destinados inevitablemente a
regir el curso del mundo.
Esta creación involuntaria se abre sin impedimentos en dirección al futuro. No existe como
una constelación de hechos, dispuestos para siempre de acuerdo con ciertas leyes fijas,
interiores. Vive de las sorpresas que se da a sí misma. Porque la Creación es un proceso
continuo, que enhebra la permanencia del universo, acompaña la actividad mundanal desde
el comienzo hasta el fin, la impulsa con embestidas nuevas cada vez. La Creación y la
Conservación no son, pues, dos fases distintas de la biografía mundial, escritas cada una en
su estilo peculiar. El cavilador esfuerzo del inicio, la sorpresa que abruptamente lo
interrumpe, y la comprensión asignadora de sentido que liga lo inintencional con la trama al
asignarle su lugar adecuado, son elementos que se adaptan al estilo de toda la continuidad
del curso cósmico, la "permanencia" cósmica que es la "creación continua". Cada pareja
herida por las saetas del Dios del Amor renueva la "creación continua del mundo"; ésa es la
razón de que los sentimientos de los amantes sean, en ciertos momentos, tan solemnes,
fervientes y profundamente serios. El perdurable comienzo pulsa a lo largo del curso que se
desarrolla en constante progreso.

6 El yoga de Brama es la forma espiritual clarificada de la misma forma de apetencia que, en las esferas más
densas, más obtusas, del mundo de la naturaleza encuentra expresión en los impulsos generativos dé los
animales y las plantas. El poder vital que mueve todas esas cosas es único, tanto aquí, en la bienaventuranza
de los amantes arrastrados por el deseo, como allí, en la cristalina visión del santo y del sabio.

Pero, inversamente, la totalidad del curso está presente ya desde el comienzo: la mujer
divina y el Dios del Amor están, desde el primer instante, impalpablemente vivos en la
profundidad de Brama. Son, más aún, su poder creador, y se yerguen tangiblemente delante
de él, perturbando la quietud de su autoabsorción sólo cuando se los arroja en la forma
extrayéndolos del cristalino mundo-lago de su yoga. Todo estuvo allí abajo desde siempre;
las cosas no hacen más que aparecer ante la vista, asumir sus formas y cambiarlas. Lo que
había reposado dentro del Dios, como un sueño cerrado en sí mismo y con todos sus
elementos incluidos dentro de él, entra en posesión de distintas formas y se confronta de
diversas maneras para producir efectos sobre sí mismo. Tal es la creación continua, tal es el
juego del mundo.
El hechizo del Dios del Amor es disipado por Siva, con una carcajada. Esta risa del gran no
capturado sacude el turgente silencio de los poderes generadores del mundo apresados en el
propio impulso a generar. Siva es la autoabsorción de lo trascendente soberano, más allá de
todo acontecer y posibilidad de acontecer. Apartado del mundo, medita sobre su propia
sublimidad; en su calidad de plenitud exenta de agitación de lo increado, que es el Vacío
prístino, dirige su mirada hacia la infinitud inmóvil, y, lo mismo una piedra reposa en la
contemplación del mar interior de perfecta quietud. Sólo por un momento se desliga,
cuando los poderes creativos, en su inmersión sesgada, quedan atrapados en un momento
de presiones excesivas; una vez que ha puesto las cosas en su lugar, vuelve a retirarse.
Lo realmente admirable del poder de Brama es que puede descubrir significado infinito en
cada una de las formas y acontecimientos que espuman desde su propia profundidad: el
Dios del Amor y su asalto, la horda de sentimientos que lo abruman y lo despojan de su
majestad; hasta el desdén y la reprimenda de Siva sabe cómo valuarlos. Pero comprende
que el bochorno que le cupo en suerte pasar tiene que tocar también al gran Solitario, para
que la "creación continua" no se estanque. Comprende que la tarea y función más elevadas
del Dios del Amor consisten en hacer que Siva, el sumido en su augusto aislamiento, sea
arrastrado a la ronda general, la danza enloquecida que todo lo arrasa y que teje sus figuras
con todos los dioses y todos los seres creados. Le resulta fácil ganar a la divinidad de las
saetas para su gran objetivo: el juvenil Dios del Amor hubiera ido de su propia voluntad,
hasta tal punto está embriagado por la posesión de su apasionada diosa, el Deseo. ¿Pero
dónde - y éste es ahora el principal problema de Brama -, dónde encontrar la mujer que
absorba y perpetúe el ansia de Siva, una vez suscitada ésta?

II. EL MATRIMONIO INVOLUNTARIO

El viejo cuento prosigue diciendo que, mientras Daksha estaba sentado, meditando
arduamente, en los riscos que están más allá del Océano Lácteo, resplandeciendo de calor
interior y alimentándose sólo de agua, hierbas y aire, el poderoso Brama se trasladó a la
sagrada montaña Mandara, se instaló allí para dedicarse de la misma manera a la terrible
tarea de la meditación concentrada en un punto, y durante treinta y seis mil años
permaneció en una perfectamente recogida atención, alabando con potentes sílabas a la
nutricia Madre del Mundo. La invocó como a aquella cuyo ser quintaesencial es,
simultáneamente, la iluminación que redime la vida, y trasciende al mundo y la ignorancia,
seducida por el mundo y atormentadora de la vida de todo ser creado; la Reina que no
quiere el reposo y sin embargo permanece inmoble por toda la eternidad, la Señora cuyo
cuerpo es a la vez la tangibilidad del mundo y el sutil material suprasensible de los cielos y
de los infiernos. La nombró "La Sempiterna Divina Ebriedad del Sueño", es decir, el
estupor cósmico del que deriva la materia de todo el mundo viviente, en cuanto materia
onírica de la existencia adormilada, consumada, Visnú; y la llamó "Todo Aquello que
Reposa Más Allá de la Región Configurada de la Vida". "Sois el espíritu prístino", le
imploró, "cuya naturaleza es el goce; vos sois la naturaleza última y la clara luz del cielo,
que ilumina y deshace el auto hipnotismo de la terrible rueda del renacer, y vos sois la que
arrebozáis al universo, eternamente, en vuestra propia oscuridad". Tal fue la manera como
tributó loor al encanto de Maya, la ilusión mundanal que opera en todas las criaturas,
aprisionándolas en la carne y ligándolas mediante los grilletes del nacimiento y la muerte a
la rueda de la agonía y el deleite, el encantamiento que circunvala la "creación continua"
del mundo.
El rayo de conocimiento que disipa el hechizo de Maya sólo lo conoce el ojo espiritual del
individuo iniciado, y aun éste sólo en los momentos más raros, más extraordinarios de su
vida. Sus destellos lo transportan, sublime y solitario, a las esferas cristalinas, mientras que
el mundo sigue actuando en la esclavitud general del trance que encierra dentro de sí todas
las zonas del espacio y todas las criaturas del mundo, como el mundo y población de un
sueño. Este poder onírico - este estupor cósmico, la perenne embriaguez divina del sueño
del organismo universal - que recubre todo y cada cosa, opera el despliegue del cosmos,
como también su perpetuación y, por último, su fin. Este, de hecho, es el poder que actúa en
la Trinidad - Brama, Visnú y Siva -; porque toda oposición, lo mismo que toda identidad,
procede de Maya. La Gran Maya es la sabiduría y el incremento, la estabilidad y la
disposición para ayudar, la compasión y la serenidad. Reina del Mundo, vive en cada matiz
del sentimiento y de la percepción; los sentimientos y las percepciones son sus gestos. Y su
naturaleza puede sentirla tan sólo quien haya comprendido que ella es la unidad de los
opuestos. Esta reina produce la ronda de la ilusión mortal; sin embargo, el mismo poder es
el que abre el camino para la liberación. Es la sabiduría y la ignorancia en un solo ser, la
auto iluminación en intrínseca luminosidad. Y todas las mujeres son sus auto
manifestaciones, pero especialmente las dos grandes diosas, Lakshmi, consorte de Visnú y
patrona de la fortuna, y Savitri, diosa de las resplandecientes palabras de la sabiduría de la
divina revelación y tradición; esta última es la esposa de Brama. Cuando Brama, solitario y
orándole a ella, hubo practicado sus devociones durante todo un siglo de años celestiales
(cada año celestial corresponde a trescientos sesenta y cinco años de cómputo humano), y
cuando no hubo dejado que su mente flaquease un instante en la difícil meditación acerca
de la naturaleza de la gran Maya que envuelve a Visnú en el estupor del sueño y vive en la
visión de Visnú como sueño del mundo, la diosa se le apareció finalmente, morena y
esbelta, con su cabello cayendo libremente y parada sobre la espalda de su león de color
tostado. El le dio la bienvenida. Y Kali, "La Oscura", le habló con la voz de una nube de
trueno: "¿Por qué motivo me llamaste? Haz conocer tu deseo. Aunque fuera inalcanzable,
mi aparición garantizaría su satisfacción".
Brama dijo: "El Señor del Mundo, el Señor de los Espíritus, Siva, sigue siendo un solitario.
En él no hay anhelo de esposa. ¡Sedúcelo, para que pueda moverse a poseer una mujer! No
existe mujer, excepto tú, que sea capaz de arrebatar su equilibrado intelecto. Así como, bajo
la forma de Lakshmi, constituyes la alegría de Visnú, también ahora, para salvación del
mundo, embelesa a Siva. Si él no toma esposa, ¿cómo seguirá su curso la creación del
mundo? El, el exento de pasiones, es la causa de su comienzo, su medio y su fin. El poder
de Visnú no basta para interesarlo. Tampoco podemos Lakshmi, ni el Dios del Amor y Yo,
juntos, hacerlo entrar en acción. Por consiguiente, somételo con tu hechizo. Y así como eres
la amada de Visnú, haz entrar a Siva en tu servidumbre".
La mágica-poderosa Kali le dio una respuesta: "Lo que dices es verdad. Soy la única mujer
que puede turbar a ese modelo de paz, y aun para mí no será fácil. Pero así como Visnú
hace conmigo lo que quiere y está en mi poder, lo mismo sucederá con Siva. Yo, bajo la
figura de una hermosa mujer, bajo la apariencia de la hija de Daksha, me pondré tras él y lo
haré mío. Por eso los dioses me llamarán a mí - que soy la Maya y la embriaguez onírica de
Visnú, y que a partir de ahora he de convertirme en la novia de Siva - 'La Mujer del Modelo
de Paz'. Así como yo entrampo al infante recién nacido para que entre en la vida desde su
primera inspiración, también tomaré a este Dios de dioses. Y así como todos los hijos de la
tierra son susceptibles al encanto de la femenina beldad, lo mismo le sucederá a él. Porque,
cuando en su meditación haya hendido el núcleo más íntimo de su corazón, allí me
encontrará fundido con éste, pues yo puedo unirme a todos los seres y mundos; y,
hechizado, me incorporará a sí".
Ella se desvaneció de ante los perspicaces ojos de Brama, y éste creyó haber llegado a la
meta de su pretensión. Rebosante de gozo, se dirigió a donde estaba el Dios del Amor,
quien seguía empeñado en su larga campaña para conquistar a Siva, y le informó que la
Divina Ebriedad del Sueño Yoga estaba ahora preparada para fascinar el inexpugnable
objetivo. El Dios del Amor deseó, sin embargo, saber qué clase de ser era este nuevo
aliado, y preguntó cómo haría para cumplir la imposible tarea. Al oír esto, Brama se
desalentó súbitamente. "¡Ay", exclamó con un profundo suspiro, "después de todo, Siva es
inconmovible!"
El hálito del suspiro de Brama se condensó en un tropel de figuras aterradoras, con cabezas
de elefante y cabezas de caballo, mandíbulas de león y tigre. Otros llevaban caras de perros
o gatos, cabezas de oso u hocicos de asno, rostros de rana y picos de loro. Gigantescos y
enanos, desvaídos y panzudos, con muchas piernas y sin pies, se presentaron, con caras
vacunas y formas serpentinas. Configuraban todas las modalidades de la existencia animal
y exhibían los cruzamientos más atrevidos de figuras y de miembros: con muchos ojos y sin
ninguno, de cuerpo humano y quijadas de cocodrilo, centípedos y ornitomorfos, un vómito
superabundante de ciega compulsión vital, gargolescos y presuntuosos en su impredecible
fecundidad. Batiendo parches, blandiendo toda suerte de armas, esas mesnadas, cuya fuerza
residía en la divina ebriedad del sueño, clamoreaban: "¡Matad! ¡Luchad!"
Brama deseó hablar con ellos, pero el Dios del Amor se interpuso con una serie de
preguntas: "¿Para qué sirven éstos? ¿Qué nombre se les puede dar? ¿En qué rincón de la
creación les asignarás tarea?" Brama repuso: "Pues que gritaban 'Matad' y apenas eran
nacidos, se llamarán 'Los Matadores', 'Los Portadores de la Muerte'; y darán muerte a los
seres que no tengan por ellos el respeto que merecen. Que se sumen a tu tropa.
Enloquecerán a las personas que son víctimas de tus dardos. Y, además, bloquearán a
cualquiera que busque la iluminación redentora, cerrándole el camino arduo. Tú eres su
adalid. ¿Quién medirá su fuerza? No tienen ni esposas ni progenie; carentes de amor, han
renunciado a la vida". 7

7 Este es el ejército con el cual el Dios del Amor y de la Muerte (Kama-Mara) marchó contra el Buda (cfr.
pás. 58-59 supra). Este tentador y su reina-esposa, "Deleite", corresponden al Señor y la Señora que pusieron
a prueba a sir Gawain. Según relata Brama, los Dioses Más Altos de la Creación (Brama, Visnú, Siva), por no
hablar de todos los seres creados del mundo, están indefensos frente a este dios maestro de la creación
continua. Al resistirle, Buda (el iniciado supremo) sobrepasó no sólo la creación sino también a los Dioses
más Elevados de la Creación y ganó la redención que lo sacó de la rueda sempiterna. Es posible que el
celebrado incidente de "La Tentación, de Buda" haya estado influido por el presente mito, casi olvidado. El
gran arquetipo védico es el conflicto del dios Indra con el titán Vitra.

Brama comenzó, entonces, a describir al Dios del Amor el poder maravilloso de la


Encantadora del Sueño Universal, que ejerce la soberanía sobre Visnú en calidad de su
Maya; cómo somete a su poder a cualquier criatura, no bien ésta sale del cuerpo de su
madre, la hace chillar reclamando alimento, y retorcerse de voracidad y de rabia; y que
luego la excita para que ame, de modo que día y noche está aguijoneada por el deseo y
roída por la aprensión, asolada por la angustia y el deleite. "Sus engaños, son miríadas.
Todas las formas son su producto. Mantiene seducido a Visnú, el sustentador del mundo y
lo embauca con sus tramposas figuraciones de lo femenino. Ahora está preparada para
embelesar a Siva. Vete aprisa, pues, con tu novia, Deseo, y con la maravillosa divinidad,
Primavera, y con tus mesnadas; muévelo a pedir a la diosa como consorte. Entonces
habremos triunfado, y el romance de la creación continuará ininterrumpidamente."
El Dios del Amor confesó que sus maniobras contra Siva no habían tenido, hasta el
momento, resultado. Los deleites de la Primavera, con todas las delicadas parejas de
amantes que desplegaban sus tiernos jugueteos y gozos extáticos ante los ojos del solitario
absorto, parejas celestiales transfiguradas en abrazos sempiternos, gacelas, pavos reales que
danzaban enardecidos de amor, no habían, sencillamente, logrado suscitar en él la menor
chispa. Con sus sentidos dominados, persistió en su meditación, ciego a su deleitosa locura.
"Nunca pude descubrir la menor fisura o falla en él, por donde hacer penetrar mis dardos.
Pero tu discurso, sin embargo, me da aliento. Cualquier cosa que estas huestes de demonios
mortíferos no puedan lograr, la ilusión del sueño cósmico lo conseguirá ciertamente. Haré
otro intento con Siva". Dicho esto, se despidió de Brama, que le había aconsejado y
aleccionado para que consagrara la noche y un cuarto del día a todas las criaturas del
universo, pero los restantes tres cuartos de cada día los empleara en la tarea de la gran
seducción.
Daksha, entre tanto, en la remota fragosidad, había estado empleando sus poderes, su
prodigioso esfuerzo, en la veneración de la diosa; y ésta, finalmente, se había sumado
también a él. De cuerpo muy oscuro y fuertes senos, apareció encima de su león. En una de
sus cuatro manos ostentaba el loto, en otra una espada, la tercera hacía el gesto "no temas",
la cuarta estaba abierta y extendida en la postura llamada "otorgamiento de dones". Daksha
hizo una reverencia y, lleno de beatitud, rindió alabanza a la gran Maya, la cual, beatífica
en su esencia, arroba al mundo y sostiene la Tierra. La fuerza primordial, cuya florescencia
es el universo, le ordenó anunciar su deseo, y cuando lo hubo hecho, le formuló su
promesa: "Por el bien de la creación, me convertiré en hija tuya y en amada de Siva. Pero,
si en una sola cosa, me faltas al debido respeto, abandonaré inmediatamente mi cuerpo, esté
o no contenta de él, Seduciré a Siva. Y lo haré para que pueda ser incorporado a la trama
del romance mundanal".
Desapareció de la vista de Daksha, y éste regresó feliz a su casa. Se dedicó a producir
criaturas, sin el artificio del coito con mujeres, plasmando formas en su profunda
meditación, y éstas salían luego de las profundidades de «u espíritu y entraban en el mundo:
millares de hijos, sagaces bramanes, que habrían de andar errantes, hasta el borde de la
muerte, un tiempo sin fin. Después de ello, tomó esposa, para engendrar en ella otra
progenie de criaturas. El nombre de ella era Virani, y era la hermosa hija de la fragante
hierba llamada Virana. Cuando el primer deseo-visión de Daksha recayó sobre ella,
emanando del alma del dios, ella concibió, y su hija fue la Diosa Maya. Daksha lo supo y se
alborozó. El día que nació la hija, cayó una lluvia de flores del cielo, aguas límpidas
manaron del firmamento y los dioses hicieron retumbar sus tambores de trueno. Virani no
advirtió que su esposo, con devoto fervor, saludaba en su hija a la Señora del Universo, la
"Madre" cuyo cuerpo es el mundo. Y la Gran Diosa engañó de tal manera a todos los
presentes, que su nueva madre y los amigos que la visitaban no sintieron nada cuando
levantó la voz y habló a su padre. "Daksha", le dijo, "el deseo en razón del cual te
esforzaste por conseguir mi gracia, está ahora cumplido". Tras lo cual, volvió a tomar,
mediante sus artes mágicas, la figura del infante recién nacido y permaneció llorando en
brazos de su madre. Virani se hizo cargo y le ofreció el pecho.
La niña diosa creció rápidamente en la choza de sus padres, perfeccionándose con todas las
virtudes que llovían sobre ella; y era como la hoz de la joven luna en cuarto creciente, que
de día en día se ensancha perceptiblemente para alcanzar su plenitud. Su gran deleite,
cuando jugaba con sus amiguitos, era dibujarles la figura de Siva, un día tras otro, y cuando
cantaba sus cancioncillas infantiles, la letra se refería a él, siempre, dictada por la devoción
que en su corazón albergaba por él. Daksha impuso a su hija el nombre de Sati, "La Que
Es". 8 Brama la atisbo un día mientras ella estaba al lado de su padre, y ella advirtió al dios
y le hizo la adecuada reverencia. Entonces él pronunció sobre ella sus bendiciones. "Al que
te ama y al que tú amas ya como varón, lo poseerás como esposo, a ese Señor Omnisciente
del Mundo. Quien no poseyó ni poseerá ninguna otra mujer será tu hombre, Siva el
Incomparable."
La belleza de la diosa, cuando sobrepasó los años de la niñez, era arrebatadora, y Daksha
consideró cómo haría para casarla con Siva. Ella, por su parte, no tenía otro pensamiento, y,
por sugerencia de su madre, comenzó a tributar especiales devociones a su señor. Se alejó
para meditar a solas y se dedicó a grandes austeridades. Pasaron doce meses. En
cumplimiento de su voto, ella había ayunado, velado toda la noche, presentado ofrendas y
meditado sin interrupción, consagrándose al dios con todo ardor. Brama, pues, cuando este
período de su entrega llegaba a su fin, se trasladó, junto con su divinal consorte, al lugar
donde Siva vivía en paz, en las remotas alturas del Himalaya. Visnú también, con su
consorte Lakshmi, se manifestó en aquella abrupta morada. Y, milagrosamente, cuando el
dios asceta se percató de la presencia de las dos parejas, radiantes de placer, en el espíritu
del sempiternamente solitario se hizo perceptible una mácula mínima de deseo de una
mujer y del estado de matrimonio. Dio la bienvenida a las dos díadas-poderes, y les inquirió
la razón de su visita.

8 [Compárese el "El Que Es", como el nombre más cierto de Dios; Katha Upanishad, Damasceno, etcétera.
AKC.]

Brama replicó: "Hemos venido a ti por el bien de las divinidades, por el bien de toda la
creación. Yo soy la causa creadora del mundo; Visnú es la causa de su prosecución; tú, en
cambio, eres el que llevas a cabo la aniquilación de todos los seres. Unido con vosotros dos,
soy continuamente capaz de consumar el acto de la creación, de la misma manera como
Visnú encuentra en mí el fundamento y la sustentación para su función preservadora.
Correlativamente, sin nosotros dos, jamás estarías en condiciones de provocar el final. De
ahí que, en la compensación de nuestros poderes, dependamos el uno del otro,
recíprocamente, y que debamos ejecutar nuestras distintas tareas en colaboración; de lo
contrario, no habría mundo. A muchos de los titanes y antidioses que perennemente
compiten con las divinidades para dominar el cosmos, amenazando con vetar nuestro orden
superno, he de matarlos; otros caerán víctimas de Visnú; otros, a tu mano. Hijos nuestros,
porciones y encarnaciones físicas de nuestras potencias, subyugarán a otro tercer grupo del
enjambre diabólico; y otros, aún, están señalados para ser muertos por la Diosa Maya. Pero
ahora, si te mantienes para siempre apartado del curso de la historia, uncido a tu yoga,
limpio de toda satisfacción y pesar, no te será posible desempeñar tu necesario papel en el
trazado del cuadro. ¿Cómo podrán mezclarse la creación, la conservación y la destrucción,
si no se mantienen perpetuamente a raya los poderes diabólicos absorbentes? Y si nosotros
tres, con nuestros tres gestos distintos, no trabajamos cada uno contra los restantes, ¿por
qué razón, pues, tenemos tres cuerpos separados, diferenciados de la esencia de la Diosa
Maya? Somos uno en la esencia de nuestro ser, nos separamos sólo en los contextos de
nuestro actuar. Somos una idéntica divinidad diferenciada en la triplicación; y lo mismo le
sucede a la fuerza divina que se mueve en nosotros, dividida tripartitamente en las diosas
Savitri, Lakshmi y Aurora, cada una de acuerdo con la tarea que debe cumplir en la
exfoliación del mundo.
"La mujer es la raíz de la que germina la necesidad; como yemas que florecen, de la
posesión de la mujer aparecen el deseo y la cólera. Cuando prevalece la necesidad que
provoca este deseo y esta cólera, las criaturas se agitan para liberarse de ella. El
apegamiento al mundo es el fruto del árbol de la pasión, que es el provocador del deseo y
de la cólera; la liberación respecto de ese árbol y el desprendimiento del mundo, por
consiguiente, o vienen como una reacción contra el sufrimiento o están presentes por sí
mismos; en este último caso, el ser individual está absolutamente apartado de todas las
facetas del mundo y no tiene ligazón absolutamente con nada. Entonces se llena de
misericordia y paz espiritual. No daña a ningún ser viviente. Las ascesis y el camino de la
perfecta concentración mental son su ocupación. Tu, oh Siva, tienes tu raíz en esta quietud
yoga; no estás apegado a nada, estás impregnado de misericordia. Para toda la eternidad, tu
parte será la paz del alma, que no inflige daño a ningún ente. Y no estás obligado a
preocuparte de las existencias, mientras te abstengas de desear su suerte. Pese a ello, tu
defección, si persistes en negarte a colaborar en la tarea del despliegue del mundo, será la
que acabo de describir. En aras de la salvación del universo, pues, y de los dioses, toma por
esposa alguna gloriosa mujer, alguna que sea tal como la consorte de Visnú, la Lakshmi del
trono de loto, o cual Savitri, que es la mía." 9
Una sonrisa estiró hacia atrás un ángulo de la boca de Siva, y éste concedió una respuesta.
"Todo es cual dices. Pero si yo me retirase - no en favor mío, sino para la salvación del
universo - de la serenidad de esta contemplación sin tachas de la realidad última, ¿dónde
hallaría la mujer capaz de absorber mi incandescente poder, impacto tras impacto, la yogui
femenina, ajustada a mi deseo, que pudiera ser mi esposa? Dentro de mi espíritu cristalino,
contemplaré siempre la suprema, imperecedera eternidad del Verdadero Ser, atestiguada
por los sabios; fijado para siempre en la meditación sobre él, lo mantendré actualizado en
mi conciencia; y no habrá mujer que me obstaculice en mi dedicación. Nosotros tres no
somos en esencia ninguna otra cosa que esta Única Existencia Suprema. Somos sus
miembros; por consiguiente, tenemos que atenernos a él con total atención. Muéstrame,
según esto, la mujer que está consagrada a mi trabajo y que comparte conmigo mi visión
más excelsa."
Sonriendo de la misma manera, Brama se regocijó. "La mujer que demandas", dijo,
"existe: es Sati, la hija de Daksha. Por ti arde en inmensurables austeridades". A lo que
Visnú añadió: "Haz como aconseja Brama". Y con esto, los dos, junto con sus esposas, se
marcharon; en tanto que el Dios del Amor, junto con su diosa Deseo, y lleno de renovada
confianza (porque había escuchado las palabras de Siva), se acercó. Y ordenó a la
Primavera que iniciara las operaciones preparatorias.
La Luna Otoñal del voto hecho por Sati se acercaba a su plenitud. Al llegarla octava noche
de su creciente, Sati ayunaba, y con devoción incansable rendía culto, centrada en un único
punto, al Señor de los Dioses, cuando apareció Siva. No bien Sati advirtió que él estaba
delante, el júbilo inundó su corazón; inclinó modestamente la cabeza y le tributó veneración
a sus pies. Ella había llevado a término su voto extremado, y el dios no se negaba a tomarla
por esposa. Por ello, él dijo: "Tu voto me ha agradado; te otorgaré lo que desees". Bien
sabía él lo que Sati tenía en su corazón, pero sin embargo, le dijo: "Habla, pues, ahora",
porque deseaba escuchar su voz. Pero ella estaba sojuzgada por el pudor, y no pudo
decidirse a declarar qué había movido su corazón desde los años de la infancia. La
humildad mantuvo velado su secreto.
9 En esta solemne declaración de principios que Brama el Creador hace a Siva el Destructor, se reconoce al
elemento destructivo como indispensable para las tareas de la creación y preservación; se reconoce a la
muerte perenne como condición previa del nacimiento y del ser permanentes. Reducido a una sola frase:
"Nosotros tres, Nacimiento, Vida y Muerte somos una sola cosa: miembros y gestos del Uno".

Fue ése el momento en el cual el Dios del Amor entrevió una fisura en Siva. El Excelso
Dios no estaba indispuesto a tomar esposa, y había sido movido a hablar porque deseaba
escuchar su voz. El Dios del Arco soltó la flecha que suscita agitación. Siva contempló a la
doncella y se estremeció; olvidó luego la visión espiritual del Ser Supremo. El Dios del
Arco soltó la flecha que inspira el ardor.
La doncella, entretanto, se había sobrepuesto a su pudor. "Otorgadme la gracia, oh vos,
otorgador de gracias..." comenzó a decir. Pero el dios en cuyo estandarte está el emblema
del toro, no pudo aguardar ahora para ver cómo terminaba la plegaría. Súbitamente
exclamó: "¡Sé mi esposa!" Ella lo oyó, y con gran tumulto en su corazón por esta
atronadora satisfacción de su deseo, quedó otra vez enmudecida. Sólo una sonrisa de
dulzura y un gesto de devoción revelaron sus sentimientos a la divinidad que estaba en pie
delante de ella, inundada de deseo. Y ambos fueron movidos e impregnados por el amor.
Sati estaba de pie, y ante Siva era una nube, oscura en sumisa condensación, bajo la
cristalina brillantez de la Luna. "Debéis presentaros a mi padre", dijo, "y recibirme de su
mano". Hizo una reverencia: se estaba preparando para irse; pero él, herido por el fuego de
las quemantes saetas, permaneció donde estaba, repitiendo: "¡Sé mi esposa!"
Sati no dijo nada más. Con su más profunda inclinación, se marchó y regresó apresurada a
casa de sus padres, trémula de felicidad. Luego de ello, Siva retornó a su ermita, y, apenado
por separarse de Sati, dedicó su mente a contemplar la imagen de ella que tenía en su
corazón. Siva recordó la exhortación que le hizo Brama de que tomara esposa. Dirigió un
pensamiento a Brama, e inmediatamente, Brama con su esposa, Savitri, estuvieron frente a
él. Habían llegado, veloces como el pensamiento, transportados a través del espacio etéreo
tirado por los ánsares silvestres celestiales. Brama sintió que su más profundo deseo estaba
a punto de cumplirse, y quería hacer cuanto estuviera en su mano para que así fuera.
"Tu sugerencia", le confesó Siva, de que tomara una esposa me parece ahora llena de
sensatez. La piadosa hija de Daksha estuvo venerándome con una devoción ardiente y
dedicada. Y cuando aparecí ante ella para concederle un deseo, el Dios del Amor me apresó
con sus saetas. Maya, desde entonces, juega conmigo y me ha sacado por entero de mis
sentidos, y soy impotente. Estando como está dispuesto el corazón de Sati, sé que me
convertiré en su esposo. Por consiguiente, por el bien del universo, y esta vez también por
el mío, haz que su padre me invite a su casa y me dé la mano de ella en matrimonio.
Apresúrate, y haz todo lo posible por poner fin a mi separación". Miró hacia la mujer de
Brama, y el dolor de su soledad se acrecentó en él ante la vista de la bien avenida pareja.
Brama prometió cumplir el encargo, y voló en su leve carroza hacia donde se encontraba
Daksha. Este había escuchado ya todo de boca de su hija, y estaba pensando cómo tratar
con el máximo de discreción los preliminares un poco embarazosos. El Gran Solitario lo
había visitado una vez y se había marchado graciosamente; ¿volvería otra vez a buscar a la
joven? ¿O podía Daksha enviar al Dios Excelso un mensajero? Esto estaría un poco fuera
de lugar, ya que se supone que e] cortejo tiene que iniciarlo el varón. ¿Tendría entonces el
propio Daksha que comenzar a invocar a la gran divinidad por medio de arduas
meditaciones, previas a obtener de ella el don de que tomara a Sati como esposa? Parecía,
sin embargo, que el Dios ya no deseaba otra cosa que hacer suya a la muchacha.
Esta fue, pues, la perplejidad en que Brama encontró al padre de Sati. La veloz carroza lo
sorprendió. Brama le refirió complacido el cambio radical que había sufrido Siva.
"Taladrado por el fuego de los dardos, ha hecho a un lado la meditación. Y no puede pensar
más que en Sati. Y está tan desconcertado con el tumulto de los sentimientos, como
cualquier ser mortal en las ansias de la muerte. La Santa Sabiduría, que es lo más intrínseco
en él, ha huido enteramente de su conciencia, y lo único que puede decir, haga lo que
hiciere, es: '¿Dónde está Sati?', y está lleno de la agonía del deseo. Lo que yo y todos
nosotros esperamos mucho tiempo, ha llegado por fin; tu hija encontró el camino hasta el
corazón de Siva; sólo a ella desea; quiere hacerla feliz. De la misma manera como ella, fiel
al voto que había formulado, le rindió veneración, ahora Siva la venera a ella. Por tanto,
entrégasela, ya que para él estaba destinada y preparada."
Daksha consintió, tan lleno de gozo como si torrentes de néctar fluyeran al interior de su
ser. Brama se apresuró a regresar llevando las alegres nuevas a Siva, quien oteaba desde lo
alto del Himalaya, aguardando su regreso. No bien Siva lo divisó, gritó a Brama desde
lejos: "¿Qué fue lo que respondió tu hijo? ¡Habla, o este Dios del Amor destrozará mi
corazón! La congoja del deseo de todas las criaturas del universo viene manando de ellas y
entrando en mí, y yo solo, exclusivamente, me he llenado hasta estallar con el dolor de
ellas. Pienso constantemente en Sati, haga lo que yo hiciere. Así pues, ayúdame a poseerla
muy pronto".
Brama comunicó las nuevas a Siva y luego, por medio del pensamiento, convocó a
Daksha, quien llegó con la misma presteza, y estuvo de inmediato pronto para escoltar al
novio a su casa. Vestido tan sólo con el taparrabo de piel de tigre de los yoguis, y llevando
una serpiente viva, en lugar del cordón tradicional brahmánico, cruzada por sobre su
hombro izquierdo y por el pecho hasta la cadera derecha, Siva, el dios poderoso, montaba
su magnífico toro. La hoz de la luna creciente colocada sobre su cabello irradiaba un suave
resplandor sobre su persona. Y la hueste de los espíritus (duplicados menores y grotescos
de él mismo, precipitados en la atmósfera por efecto del poder prodigioso de su presencia
eléctrica), hacían sonar en jubilante tumulto trompas de caracolas y flautas de junco,
atabales y tamboriles apuñeados con fuerza, batían palmas, marcaban el compás y hacían
bambolear con agudos gritos de alegría la gran carreta mientras surcaban el aire. Todos los
dioses, en un festivo desfile, llegaron para escoltar al novio. Músicos divinos y las
celestiales doncellas danzantes hacían que la ronda aérea resonara melodiosamente. El Dios
del Amor se hizo visible con los Sentimientos de su séquito, deleitando a Siva y
enloqueciéndolo. Todo el firmamento era alegre y brillante, henchido de brisas de dulce
perfume; todos los árboles estaban florecidos, todos los seres creados respiraban el aire de
la salud, y los cojos y lisiados fueron curados cuando Siva, celebrado de esa manera por
todos los dioses con su música, se dirigió a la casa de Daksha. Cisnes, ánsares silvestres y
pavos reales, profiriendo armoniosos gritos de alegría, lo precedieron batiendo sus alas.
Daksha se afanó por llevar a cabo la recepción de sus distinguidos huéspedes, les rogó que
se sentasen, ofreciéndoles agua para lavarse los pies, y les trajo presentes para agasajarlos.
Consultó con los diez hijos, nacidos de la mente, de Brama, los Santos, y, siguiendo su
juicio respecto de las estrellas, fijó una hora auspiciosa para la boda. Solemnemente, Siva
recibió la mano de la bella hija de Daksha. Entonces, los dioses les rindieron alabanzas con
estrofas, proverbios y melodías tomados de los santos Vedas; el hospedador de Siva dejó en
libertad su tumulto y las danzarinas celestiales comenzaron a girar; acumulaciones de nubes
que se formaban entonces dejaron caer una lluvia de flores desde el cielo.
Visnú y su consorte Lakshmi llegaron ahora desde las más remotas distancias etéreas,
transportados velozmente por Garuda, el Pájaro del Sol, de plumas doradas. Y Visnú saludó
a Siva: "Unido con Sati", dijo, "que brilla con un tono negro azulado, como un ungüento
oscuro para los ojos, constituyes ahora una pareja exactamente igual - sólo que invertida - a
la que formo yo, azul oscuro, con la blonda Lakshmi. Consociado con Sati, tienes que ser
una protección para los dioses y para los hombres; tienes que ser de buen augurio para
todas las criaturas entrampadas en el torrente circular del nacimiento y la muerte. Darás
muerte a los enemigos a medida que surjan en el curso de la historia. Pero si alguien
permite alguna vez que su deseo se pose en Sati, lo herirás de muerte, oh Señor de los
Seres, sin un instante de reflexión".
"¡Amén!", dijo Siva jubiloso, "así será". Y con ojos alegres sonrió al dichoso dios.
Al ver esto, Sati rió con una risa encantadora, y ésta atrajo a sí el ojo de Brama. Pero el
Dios del Amor había entrado en las venas de Brama, y éste abandonó su mirada sobre la
belleza del rostro de Sati, demorándola allí un poco excesivamente. Y entonces una
influencia perturbadora recorrió su sistema y se encontró movido hasta la raíz. No tenía
dominio sobre lo que le había comenzado a suceder. Un fulgor incandescente de sus
poderes saltó de él como un chorro; la energía creadora manó de su cuerpo y, ardiendo en
llamaradas, fluyó sobre la tierra ante los ojos de toda la santa asamblea. Se transformó
luego en una tonante nube negra, grávida de lluvia, como las nubes del fin del mundo, que
han de reunirse para el ciclón de la destrucción final, en una masa pesada azul oscuro,
oscura como el loto, que vierte agua como por arcaduces. Lanzando truenos, ésta se levantó
y se extendió a todo lo largo de la tienda del cielo, hasta la orilla del mundo.
Siva, henchido también de emociones por el Dios del Amor, miraba a Sati y recordaba la
palabra de Visnú. Levantó de pronto su lanza; la sopesó para lanzarla contra Brama. Los
Santos gritaron de horror, y Daksha se interpuso velozmente. Siva gritó con enojo: "Yo
tomo por mía la máxima de Visnú: 'Si alguien permite que su deseo se pose sobre Sati, lo
heriré de muerte'. Este fue precisamente mi voto, y yo haré que mi voto se cumpla. ¿Por
qué se permitió Brama mirar a Sati con ojos de deseo? ¡Por ello, voy a herirlo de muerte!"
Visnú se precipitó delante de él y retuvo su brazo. "No matarás al Creador del Mundo",
dijo. "Si estás en posesión de Sati, es porque él la preparó para ti. Brama existe para que el
cosmos se despliegue; si tú lo matas, no hay nadie capaz de desarrollar el loto del universo
a partir de su semilla. Creación, Conservación, Destrucción, ¿cómo podrán perpetuarse sin
nosotros tres? Que uno de nosotros muera, ¿quién se hará cargo de la parte de éste?"
Siva, empero, insistió en su voto. "Yo también puedo crear criaturas", gritó, "o puedo
crearos otro creador a partir de mi propio calor incandescente, y él hará que eclosione el
universo: yo le enseñaré cómo. Pero nadie me impedirá cumplir mi voto. Os crearé vuestro
creador. ¡Dejadme ir! ¡Quitad de mí vuestra mano!"
"Bueno, bueno", dijo Visnú para aplacarlo, "piensa un poco". Una sonrisa astuta iluminó
su rostro benévolo. "¡No querrás cumplir tu voto sobre ti mismo!"
"¿Cómo sobre mí mismo? ¿Acaso ese Creador es yo mismo? Helo allí, ante los ojos de
todos, y yo estoy aquí, y es claramente distinto de mí."
Visnú se rió y se burló abiertamente de Siva delante de todos los Santos. "Brama no es más
distinto de ti", dijo, "de lo que yo lo soy de ti y de él. Tú y él sois ambos porciones mías,
que soy la prístina y suprema Luz del Cielo; y yo, que estoy de pie ante ti soy también una
porción de esa Sumidad. Somos tres hipóstasis de la Única Cabeza Divina, y actuamos de
distintas maneras: creamos, conservamos y destruimos. Busca esa Cabeza Divina en tu
propia divinidad, y pon en ella tu fe y tu confianza. Como la cabeza y los miembros son una
misma cosa en la vida de un cuerpo creado, también nosotros tres somos uno en mí, que
soy la Suprema Existencia, la Luz, increada e inmaculada. En este único Ser Supremo
nosotros tres no somos distintos."
Siva, por supuesto, estaba bien enterado de lo concerniente al Ser Supremo único, exento
de toda distinción; pero, engañado como estaba por las fascinaciones de Maya, había
perdido de vista lo verdaderamente Real; otra cosa distinta se había apoderado de su pensar.
Y ésa era la razón de que Visnú lo obligara a ver nuevamente tanto lo Uno como lo
Múltiple, el secreto profundo de la Realidad, en la que los Tres son idénticos, aunque
conservando a la vez sus distintas y mutuamente antagónicas funciones de Despliegue,
Sustentación y Terminación. "Húndete en tu propio interior", dijo Visnú, "y contempla allí
esa Identidad poderosa, la Existencia Suprema, Luz pura y sempiterna. Mediante ardides,
mi Maya te ha despojado de ella. Maya es el encantamiento que ensanchad mundo.
Arrebatado por la belleza de una mujer, has olvidado esa Luz superna y te has cargado de
cólera. Ya no puedes descubrir el Ser Universal dentro de tu propio ser."
El semblante de Siva se puso radiante de alegría. En presencia de los Santos, se hundió,
absorto, en la visión introvertida. Luego se dejó caer al suelo, con las piernas cruzadas,
cerró los ojos y se sumergió dentro de su ser hasta la hondura del Ser Sublime. Su cuerpo
comenzó a refulgir, hasta el punto de que los ojos de los Santos quedaron de inmediato
deslumbrados. Y en el momento en que alcanzó la quietud en el curso de esta inmersión, la
Maya de Visnú se desvaneció de alrededor de él, y todo su cuerpo estalló en tal radiación,
que aun sus propios hospedadores fueron incapaces de soportar el fulgor. Visnú entró en él,
se vertió en él en cuanto pura Luz del Cielo, y reveló ante el ojo de su contemplación
interior todo el espectáculo-loto de la creación y de la procesión del mundo Gozoso y
sereno, más allá de los sentidos y de sus universos de distinciones, solitario y puro,
contemplándolo todo, el abstraído experimentó dentro de su propio ser el Ser Supremo, ese
Sustrato de todos los Despliegues, Contempló, doblado en la contemplación, la manera
como la Sustancia Única se exfolia en todas las deleitaciones del mundo.
Lo que primero vio fue una oscuridad, y lo llenaba todo y estaba vacía de cualquier
criatura, y era impenetrable, sin rasgos, como un dormir sin ensueños, que no mostraba
diferencia alguna entre el día y la noche, ni entre el firmamento y la tierra, sin luz, sin agua,
sin elementos. Sólo una presencia se movía allí; inmaterialmente, imperceptiblemente
delicada: la pura conciencia, todavía sin inflexionar; y no había otra cosa alguna.
Precisamente, era como si las dos eternas primeras presencias, la Materia original y el
Hombre original, yacieran fundidas en un entrelazamiento indisoluble, perfectamente
aunadas. Sin embargo, el Tiempo estaba allí, causa formal de todo lo que vive, la sustancia
primordial del Ser Supremo. Y las almas brotaban incesantemente de él como las pavesas
voladoras de una hoguera tremenda. A través de la variedad de éstas, el Ser Supremo se
ofrecía El Mismo a El Mismo, con el objeto de sentir placeres y dolores. El tiempo se
desplegaba; se diferenciaba; abarcaba la Creación, Continuación, Consumación. El tiempo
revistió forma y fue la Maya de todos los dioses, y se convirtió en Savitri, la energía activa
de Brama, en Lakshmi, la compañera de Visnú y también en Sati. En la persona de
"Deleite", se unió al Dios del Amor.
El Huevo Cósmico tomó forma y se desarrolló entre las aguas del abismo, envuelto en
vientos, en llama y en espacio. Entonces Siva contempló dentro de su propio interior al
Creador, blanco como un loto blanco, irradiando luz; y el Creador estaba desplegando el
mundo. La forma del Creador era una, se volvió tres, y sin embargo siguió siendo uno: la
personalidad de la cúspide con cuatro cabezas y brazos, blanca como la corola de un loto es
Brama; la personalidad intermedia, azul oscuro, con una sola cabeza y cuatro brazos,
Visnú; pero la personalidad ínfima tenía cinco caras colocadas sobre un cuerpo cristalino y
tenía cuatro brazos, y ésta era Siva. Crecían las tres, saliendo cada una de las otras y
florecían juntas, convirtiéndose en una sola. La intermedia, Visnú
se fundía ora con Brama, que estaba arriba, o con Siva, que estaba abajo, y de pronto
Brama desapareció en Visnú, mientras Siva fluía dentro de aquél. Luego fueron Brama y
Siva los que se entremezclaron. Tal fue la manera de la actuación de las tres figuraciones
triádicas, diversas en su unidad, y siguieron siendo a la vez tres y una.
Acunado por las aguas, bamboleado a un lado y otro por las aguas, el Huevo Cósmico
reventó. La Montaña del Mundo se irguió desde adentro de él, y en torno de ella se
extendió la tierra, flotando y rodeada de siete mares; la cáscara se dispuso a sí misma en
forma de montañas que la circundaron como límites. Siva se diferenció de Brama, y además
de ellos estaba Visnú, cerniéndose encima del Pájaro dorado del Sol. Siva columbró al Dios
del Amor y vio todas las deidades y los Santos, contempló el Sol, la Luna y las nubes, las
tortugas marítimas, los peces y los monstruos del mar, vio aves e insectos, meteoros y
hombres.
Luego una hermosa mujer se hizo visible a su mirada interior, y estaba rodeada por
muchos brazos. Siva vio las criaturas que se generaban, florecían, desaparecían. Vio
algunas que reían, en el éxtasis del amor, pero vio también otras que sufrían, y otras que
huían precipitadamente. Muchos estaban magníficamente ataviados embellecidos por las
guirnaldas y pasta de sándalo, y éstos estaban deleitosamente entregados a distintos juegos.
Muchos otros elevaban plegarias a Brama y a Visnú, o se inclinaban para reverenciar a
Siva. Otros, en fin, estaban sentados, absortos en meditación ascética a lo largo de las
orillas de los ríos o en grutas consagradas. Siva vio el panorama de los siete mares, como
también los ríos, lagos y montañas. Y descubrió de qué manera Maya, bajo la figura de
Lakshmi, estaba hechizando a Visnú, aun en el momento en que éste se ilusionaba con la
deleitable forma de Sati. Siva se reconoció a sí mismo a solas con Sati en el elevado
pináculo de una montaña. Estaban enlazados en un rapto de amor. La gruta del dios
exhalaba el acre olor del deseo de ambos.
Entonces el gran Dios oteó el futuro. Vio cómo Sati se despojaba de su cuerpo y
desaparecía; pero luego renacía bajo la forma de hija del Himalaya, el Rey Montaña; y Siva
la encontraba otra vez, tras una larga separación. Dio muerte al titán llamado "El Ciego"
porque la había deseado con concupiscencia; y el hijo de ambos, el Dios de la Guerra, vino
al mundo para dar muerte al titán tirano Taraka. Todo esto presenció Siva con minucioso
detalle. Y observó cómo Visnú, bajo la forma de Hombre-León, destrozaba en pedazos al
gran titán Ropaje de Oro, presenció todas las brillantes batallas entre titanes y dioses; y vio
cómo el romance del mundo alternaba, a través del curso de estos interminables conflictos,
entre la animación de la victoria divina y las tremendas impotencias de la derrota.
Una y otra vez, y una vez más, contempló las criaturas del mundo, vio todas las formas
fenoménicas desplegándose de acuerdo con sus distintas cualidades intrínsecas, y se vio a sí
mismo, al final, llegando para barrerlas a todas, absorbiéndolas dentro de sí y
aniquilándolas poderosamente allí. Sólo subsistían Brama, Visnú y Siva, nada más; ninguna
otra existencia. El mundo quedó vacío otra vez. Brama entró en la forma de Visnú y se
fundió y Siva se vio luego fluir en Visnú y disolverse. Pero Visnú se desintegró finalmente
y fue subsumido en el Divino Supremo, que es luz perfecta, Conciencia beatífica.
Lo que Siva había visto era la simultánea unidad y pluralidad del universo en el Ser
Supremo, y la había visto dentro de su propio cuerpo. La Creación, la Preservación, la
Destrucción: las tres se habían hallado allí. Eran éstas nada menos y nada más que su
propia existencia, que estaba al unísono consigo misma y llena de quietud. ¿Quién es
Brama? ¿Quién es Visnú? ¿Quién es Siva? Siva ponderó todo esto; no había el menor
indicio de respuesta. El mismo era el Ser Supremo: y eso era Todo.
Después de haber mostrado de esta suerte la unidad y diversidad de la realidad, Visnú se
retiró del cuerpo de Siva, y el meditabundo novio emergió de su profundo trance. Maya lo
rodeó otra vez tumultuosamente; perdió su compostura interior, fue movido por las artes de
ella, y sus pensamientos volaron otra vez directamente a Sati. Luego la miró, y, como si
despertara de las profundidades de un sueño, contempló su floreciente semblante de loto.
Sus ojos, maravillados, se desplazaron hacia Daksha, pasaron revista luego al séquito de los
Santos que lo rodeaban, se posaron en Brama, se posaron en Visnú, y contemplaron con
asombro.
Visnú sonrió: "Conque ahora has visto", dijo, "la unidad en la multiplicidad sobre la cual
preguntabas, has descubierto el Tiempo y la Maya en tu cuerpo, y redescubriste qué eran.
Contemplaste al Ser único en eterna quietud y viste su manera de florecer en las multitudes
del mundo".
"Es como dices", replicó Siva. "He visto a ese Uno en su silencio y su infinitud, y más allá
de él no hay nada. El mundo que sustentas no es distinto de él. Ese Ser es el manantial de
todos los seres creados y de los dioses. Y nosotros, Personas de Dios, somos las partes
triádicas y formas de él, que nos manifestamos para efectuar la Creación, Duración y Fin.
"Esa es, efectivamente, la verdad", respondió Visnú. "Somos tres, pero en esta sustancia,
somos uno. Y por ello es que no debes dar muerte a Brama con tu lanza".
Y ésta es la historia de cómo aconteció que Siva, reconociendo la identidad-en-esencia de
lo separado-en-forma, apartó de Brama el golpe aniquilador.
La peculiar y maravillosa virtud de los dioses indios es que hacen continuamente cosas
perfectamente imposibles y son abrumados por ellas, cosas que, desde el punto de vista del
salón burgués cristiano serían (y son) extremadamente chocantes. A pesar de su
sobrenatural dignidad, siguen siendo, por entero, Naturaleza - personificaciones de los
principios elementales del juego cósmico -, no formulaciones urbanizadas, como los
Olímpicos de los helenos. La verdad profundamente esencial de la mitología india deriva
del hecho de que opera exclusivamente en términos de tales sorprendentes demasías, que
alternativamente llenan por completo y vacían por completo sus pulmones, y mediante ello
se obligan - y posibilitan a la vez - a hacer lo mismo. Extendiéndose, tendiendo siempre
(cualquiera sea la dirección) lo más lejos que le es posible, esta mitología une
continuamente los extremos remotos del símbolo, como en la pintura precedente del
festival de bodas de Siva. Un enorme movimiento de péndulo, de gran amplitud de
oscilación, que llega hasta los puntos más distantes de la realidad, oscila atravesando estas
desmedidas aventuras, precipitando las reacciones de los opuestos desde los polos del ser.
Además, en todas las intemperancias de los dioses, lo que se pinta es el poder avasallador
de Maya. Mientras el mundo sigue su marcha, las divinidades que hacen que se cumpla su
Desarrollo, Mantenimiento y Conclusión están atrapadas en la red de su propio autoengaño.
Pese a estar atrapados en ella, la tejen: tal es la sublime paradoja; sabiéndolo y
conociéndolo todo, sabiendo más que los otros seres, sufren, sin embargo, y actúan porque
están enhebrados mediante la magia. Este es el gran consuelo que presenta a la mente el
diseño mítico, el gran modelo para la comprensión y el vivir de la vida humana. Los Dioses
Excelsos, en su relación con el hechizo de Maya, son modelos ejemplares, por una parte,
para los sabios y yoguis liberados, y también, por la otra, para los hijos del Mundo, que
siguen aún cautivos en los afanes de la esperanza y el temor.

III. LA MUERTE VOLUNTARIA

En medio del estampido tonante de las nubes-tambores, Siva se despidió de Visnú. Alzó a
Sati, radiante de gozo, a la espalda de su poderoso toro, y mientras toda la concurrencia de
dioses, demonios y seres creados elevaba inmensos clamores de júbilo, la pareja se puso en
camino. Brama y sus diez hijos, nacidos de la mente, y Los Señores de las Criaturas, y los
dioses, y los músicos celestiales, junto con las jóvenes danzarinas, los acompañaron un
breve tramo del camino antes de dejarlos en libertad con una gran despedida, y se
dispersaron rumbo a sus innumerables habitáculos. La creación entera jubilaba, porque
Siva, por fin, había tomado esposa.
La pareja llegó a la morada de Siva, en medio de las inexpugnabilidades de los picos del
Himalaya, y el dios hizo bajar a su desposada de la espalda de Nandi, el toro. Luego
despidió al toro y también a la tumultuosa compañía da su hueste. "Dejadnos ahora solos.
Pero cuando piense en vosotros", dijo, "cuidad de estar inmediatamente a mi disposición".
Y así, luego, el dios y la diosa consumaron su festival en el secreto de su soledad, y se
demoraron largamente en el recíproco amor, noche y día.
Siva recogía flores silvestres para Sati y hacía con ellas guirnaldas que le colocaba en la
cabeza; y cuando ella estudiaba luego su rostro en el espejo, Siva se colocaba detrás de ella,
y en el espejo los dos rostros se fundían en uno. Le soltó el cabello, oscuro como la noche,
y lo dejó agitarse y jugar, y luego él mismo se sintió agitado e impulsado a un juego
retozón. Lo recogió en un nudo, lo soltó otra vez, y se enroscó como un espiral él mismo
interminablemente en esta ocupación. Le pintó los hermosos pies con laca escarlata, para
tenerlos, mientras lo hacía, en sus manos. Le susurró al oído cosas que igualmente hubiera
podido decir en voz alta, sólo para estar más cerca de su rostro. Y si se alejaba de ella,
aunque fuera por un momento, se apresuraba a regresar lo antes posible. Cada vez que ella
se retiraba para una tarea, la seguía sin cesar con los ojos. Por medio de sus artes mágicas,
se hacía invisible, y luego la asustaba repentinamente con un abrazo, y la mantenía aturdida
y excitada por el temor. Colocó una pincelada de almizcle, con la forma de una abeja que
está libando, sobre sus hermoso seno de loto, le levantó luego los collares de perlas y volvió
a colocarlos en una posición distinta, tan sólo para tocar la suavidad del pecho. Le retiró los
brazaletes de las muñecas y brazos y desató los nudos de su vestido, los volvió a atar y le
colocó otra vez los adornos. "Aquí hay una avispa", dijo, "tan oscura como tú; por eso te
persigue. . ." Ella se dio vuelta para mirar y él le tomó los senos, juntándolos y
levantándolos. En el frenesí del amor, apiló sobre ella manojos de capullos de loto y flores
silvestres, flores que él había arrancado para deleitarla. Y doquiera que caminase, se
detuviera o descansara, no estaba feliz ni un momento sin ella.
No bien la pareja de cónyuges hubo llegado al Himalaya, se presentó el Dios del Amor,
con talante festivo, junto con la Primavera y el Deseo. La mayestática Primavera llevó a
cabo un acto mágico: todos los árboles y viñas estallaron en brotes, las superficies del agua
se cubrieron de cálices de loto alrededor de los cuales bullían las abejas, brisas aromáticas
soplaban desde el sur y fragancias desvanecedoras se levantaron para trastornar los sentidos
de las más sensatas matronas y desconcertar la beatitud de los santos. En enramadas y cabe
los márgenes de altos, torrenciales, ríos de la montaña, Siva y Sati se probaron uno al otro;
y el deseo de Sati era tan poderoso, que Siva nunca dejó de sentir gran deleite en ella.
Cuando ella se entregó, fue como si se estuviera fundiendo en el cuerpo de él, ahogándose
en su fuego. El engalanó toda la persona de ella con cadenas de flores, y la estudió; bromeó
y rió y conversó con ella; se perdió en ella, como un yogui en recolección se sumerge en el
Sí-Mismo, delicuesciendo allí totalmente. Siva devoró el néctar de la boca de Sati, y, como
si fuera el divino licor de la inmortalidad apurado de la copa de la Luna, su cuerpo se llenó
de incansable deseo, y nada supo del agotamiento que los varones conocen. El perfume del
rostro de loto de Sati, su gracia y los matices de su porte, lo apresaron, como cuerdas
poderosas atadas a los garrones de un elefante macho, de manera que nunca podía apartarse
de ella. Entre tan variados deleites, la pareja divina, en las remotas soledades del Himalaya,
pasó diecinueve años celestiales y cinco más (nueve mil doscientos cuarenta años humanos)
entre las enramadas y en las cavernas, conociendo sólo los deliquios del amor.
En una ocasión, cuando la estación seca se acercaba, la diosa se quejó: "Hará calor", dijo,
"y no tenemos una casa que nos cobije". Siva sonrió. "Yo no tengo casa, sino que ando
errante por los yermos, sin ningún lugar especial donde asentarme". Pasaron, pues, la
estación juntos bajo los árboles umbrosos. Y entonces se acercó el tiempo pluvial. "Fíjate
allí", dijo Sati, "las nubes se acumulan; son como un ejército que se agrupa con una
multitud de colores, y cubren la redondez del cielo. Los vientos comienzan a enfurecerse,
su fuerza aterroriza el corazón. El restallante trueno de las nubes, que pronto enviará la
lluvia en cataratas, flameando el rayo como un terrible pendón, turba mi alegría. No se verá
el Dios Sol, ni el Señor de la Noche, porque están ocultos a nuestra vista por esta densa
aglomeración de cúmulos. El día y la noche son una sola cosa. Los cielos estallan por todas
partes. Azotado por la tempestad, el mundo entero parece desplomarse sobre nuestras
cabezas, y grandes árboles, desarraigados por la ráfagas, danzan por el aire. Esta es una
época muy inclemente del año. Por favor, te lo ruego, construye una choza para
albergarnos, donde podamos encontrar un poco de refugio y reposo". Siva volvió a sonreír.
"No poseo nada con qué construir una choza", dijo. "Una piel de tigre cubre mis riñones, y
en vez de adornos, serpientes vivas decoran mis brazos, mi cuello y cabeza". Entonces Sati
suspiró. Y esta vez sintió vergüenza de él. Mantuvo su vista clavada en el suelo, y
respondió con impaciencia: "¿Y tengo yo que pasar aquí toda la estación de las lluvias,
amadrigándome bajo las raíces de los árboles para repararme?" Siva rió. "La estación
pluviosa pasará, y tú habrás estado sentada muy por encima de ella, sin que te toque ni una
gota de lluvia". La levantó sobre el dorso de una nube y se subió él, y se unió con ella en
amor; y allí permanecieron hasta que llegaron los días claros y lucientes del otoño asoleado,
y entonces bajaron y vivieron nuevamente entre las montañas de la tierra.
La vez siguiente que volvió a amenazar la estación de las lluvias, Sati argumentó
nuevamente en favor de una casa. Siva respondió con alegría, y su rostro estaba luminoso,
con luz de la Luna en su cabello: "Amada mía, en el lugar donde iremos para disfrutar
nuestro amor, no habrá ninguna nube. Las nubes llegan tan sólo a las faldas de las grandes
montañas; las cumbres de las montañas son zonas de nieve perenne, no tocadas por las
lluvias estacionales. ¿Qué pináculo eliges? ¿Te parece bien el descollante Monte Himalaya,
donde te espera Menaka, la Reina Consorte del Monte Rey, la que te recibirá y te atenderá
como una madre? Los animales salvajes que allí moran están amansados por la presencia
santa de todos los meditadores, eremitas, santos y sabios. Conocerás allí doncellas
celestiales e hijas de los picos de las montañas, con las cuales pasar tu tiempo acompañada,
las santas mujeres de los bienaventurados y las serpientes princesas. Pero también, por otra
parte, tenemos que considerar si nos conviene el Eje del Mundo, el Monte Meru; sus faldas,
llenas de-piedras preciosas, resplandecen, y su cumbre sustenta los palacios del Rey de los,
Dioses y de los Guardianes del Mundo. Allí sería tu amiga la esposa de Indra. ¿O
preferirías, piénsalo, el gran Monte Kailasa? Allí el Dios de la Riqueza se sienta en un trono
entre los genios de la Tierra que custodian los tesoros de las minas".
Sati repuso: "Preferiría el Monte Himalaya", y se encaminaron directamente a su cumbre, a
donde no puede llegar ningún ave, no suben las nubes, y donde juegan las esposas de los
bienaventurados. Siva y Sati moraron allí tres mil seiscientos años. Con frecuencia iban de
visita a Kailasa; una vez fueron al Monte Meru y se holgaron entre los jardines del Rey de
los Dioses, custodio del mundo. El corazón de Siva estaba enteramente en poder de Sati, y
era infatigable en sus ofrecimientos de amor. Día y noche no conocieron otra alegría, nada
supieron de la serena Esencia del Ser, nunca concentraron su conciencia hasta el punto
ardiente de la inmersión en sí mismos. Porque la mirada de Sati estaba fijada en el rostro de
Siva, y los ojos de éste, a su vez, nunca abandonaban el encanto de los rasgos de ella. La
fuente inagotable de su pasión regaba abundantemente las raíces de su árbol de amor, y el
árbol crecía sin cesar.
Pero he ahí que entonces Daksha, el padre de Sati, comenzó los preparativos para una
prodigiosa ceremonia sacrificial, que habría de redundar en el bienestar de todos los
mundos y seres creados. Encargó a ochenta y ocho mil sacerdotes que hicieran ofrendas, a
sesenta mil sabios y santos que cantaran mágicos conjuros, y a otros sesenta mil santos y
sabios que entonaran en un murmullo bajo e ininterrumpido, proverbios y estrofas
aforísticos de gran virtud. El mismo Visnú se hizo cargo de la supervisión del
acontecimiento, y Brama asesoró en todos los detalles más sutiles de la santa Ley Védica.
Los divinos Guardianes del Mundo, que hacían guardia sobre los Cuatro Cuarteles desde
las faldas de la Montaña del Mundo, fueron los custodios de los accesos al recinto
consagrado. La Tierra se estiró para convertirse en el altar de la ofrenda. El Dios del Fuego
brindó su cuerpo para un centenar de piras sacrificiales. Y el personaje sagrado, "El
Sacrificio", estuvo personalmente presente para ser inmolado en favor de la salvación del
mundo.
Todos los seres vivientes situados en todos los confines del espacio fueron invitados a
asistir: dioses y videntes, hombres, aves, árboles y hierbas. Comenzaron a llegar: eran
animales salvajes y domésticos, todos los habitantes de las regiones superiores, santos y
sabios, y todos los habitantes de los abismos, opulentos demonios subteráneos y magníficos
reyes y reinas serpientes. Las nubes y las montañas fueron invitadas, y los ríos y océanos;
monos y todos los seres vivientes acudieron a participar en el festín. Los reyes de la Tierra
llegaron ceremonialmente con sus hijos y seguidos de sus consejeros y tropas. Todas las
existencias en todas las regiones del universo, tanto las que poseen locomoción como las
que están inmóviles en un lugar, comparecieron; habían sido invitadas tanto las criaturas
dotadas de conciencia como las desprovistas de ella. Y Daksha pagó cuanto debía como
honorarios a los sacerdotes. En todas las dimensiones del universo, vastas, amplias,
elevadas y abisales, hubo un solo ser al que Daksha no invitó, y ése era Siva, su yerno,
junto con Sati, la hija que amaba. No fueron invitados porque se juzgó que eran
ceremonialmente impuros. "El es un asceta mendicante", dijo Daksha; "medita en medio de
cadáveres y lleva un cráneo como escudilla para limosnear. Tampoco Sati está calificada;
es su esposa y está contaminada por su compañía".
Vijaya, hija de una hermana de Sati, llegó al retiro de la montaña en el preciso momento en
que los seres creados de todos los mundos habían comenzado a confluir desde sus remotos
lugares al recinto del festival del universo. Encontró a Sati sola, pues Siva había salido,
montado en su toro, Nandi, para efectuar su meditación matutina en la costa del Lago
Manasa, en la cumbre del Monte Kailasa. "¿Has venido sola?", dijo Sati.
"¿Dónde están tus hermanas?"
Vijaya le informó que todas las mujeres del universo se estaban encaminando a la gran
fiesta celebrada por su abuelo, Daksha. "Te vine a buscar", le dijo. "¿Tú y Siva no vais?"
Un asombro estupefacto cubrió con una capa de hielo los ojos de Sati.
"¿No te han invitado?" exclamó Vijaya. "¡Pero si todos los santos y videntes irán! ¡Luna y
sus esposas! Todos los seres de todos los mundos han sido invitados. ¿Tú no?"
Sati quedó como herida por un rayo. La ira comenzó a girar dentro de ella y sus ojos se
endurecieron. Había entendido inmediatamente, y el furor creció en ella más allá de todo
límite. "Porque mi esposo lleva en la mano un cráneo como escudilla de pordiosero", dijo,
"no nos han invitado". Reflexionó un momento, para decidir si haría estallar en cenizas a
Daksha con una maldición, pero luego recordó las palabras que había dicho cuando otorgó
la gran merced de encarnarse en la condición terrenal de hija de él: "Si, aunque por un solo
instante, me faltas al debido respeto, abandonaré mi cuerpo inmediatamente, esté o no
satisfecha en él". Y en ese momento su propia forma eterna se hizo visible ante su ojo
espiritual, completa e incomparablemente terrible, la forma de la que está hecho el
universo. Se sumergió en la contemplación de esa forma, su carácter primario, que es la
Maya, conocida también como "La Ebriedad-Sueño Creadora-Mundanal del Sustentador
del Cosmos", y meditó: "El período mundanal de la disolución del universo no ha llegado
aún; eso es verdad; Siva no tiene todavía un hijo. El gran deseo que agitó a todos los dioses
quedó satisfecho para ellos: Siva, apresado en mi hechizo, encontró gozo en una mujer.
¿Pero de qué les ha servido a ellos? No existe otra mujer en la totalidad de los mundos que
pueda suscitar y satisfacer la pasión de Siva; nunca se casará con otra. Pero eso no me
detendrá. Abandonaré este cuerpo, tal como lo dije. Algún otro día, más adelante, puedo
reaparecer para redimir al mundo, aquí, en el Himalaya, donde moré tanto tiempo feliz con
Siva. Vine a conocer a la querida Menaka, la pura y gentil esposa del rey Himalaya. Ha
sido conmigo tan dulce y bondadosa como podía haberlo sido mi madre. Le he tomado
mucho afecto. Ella será mi próxima madre. Y creceré jugando con las hijas de la cumbre,
convertida otra vez en niñita, y seré el deleite de Menaka. Me casaré otra vez con Siva,
viviré otra vez con él y completaré la obra que todas las divinidades tienen en la mente".
Así meditó. Entonces la cólera la venció. Cerró mediante el yoga los siete portales de sus
sentidos, detuvo la respiración y retuvo todos sus sentidos. El hálito de la vida rasgó la
sutura coronal de su cráneo, pasando por el décimo portal (la llamada fisura de Brama), y se
escapó verticalmente de su cabeza. El cuerpo se desplomó inanimado al suelo. Cuando los
dioses que estaban en lo alto observaron su aura vital, elevaron un alarido universal de
dolor. Vijaya se arrojó sobre la forma inanimada y lloró con congoja de muerte. "¡Sati,
Sati!" gritaba. "¿Qué ha sido de ti? ¿Adónde fuiste? ¡Oh adorable hermana de mi madre!
¿Abandonaste el cuerpo tan sólo porque escuchaste algo que te ofendió? ¿Cómo podré vivir
yo, si mis ojos han presenciado una cosa tan terrible?" Acariciaba las queridas mejillas,
besaba la boca y humedecía el seno y el rostro con sus lágrimas, peinaba el oscuro y
lustroso cabello con sus dedos, y miraba fijamente los rasgos que ahora habían quedado
inmóviles. Con ambas manos, comenzó a golpear su propio pecho y su cabeza, lanzando
alaridos con una voz semiahogada por el llanto, echando atrás su cabeza en un arrebato de
dolor enloquecido, y chocándola luego adelante contra el suelo. "El dolor", gritaba,
"destrozará a tu pobre madre, y morirá de aflicción. ¿Y cómo sobrevivirá tu cruel padre un
solo minuto, cuando se entere de que has muerto? ¡Ah, qué angustia, el remordimiento que
habrá de sentir cuando comprenda la dureza con que te trató! Docto en los ritos adecuados
del sacrificio, gozoso en sus rutinas, ¿cómo podrá mantener su mente en los detalles de su
inmenso sacrificio, cuando la fe en toda su sabiduría se haya derrumbado? ¡Oh madre
adorable, dime una sola palabra más! Lloro como un niño de pecho. ¿Recuerdas cómo
molesté a Siva con mis bromas, aquella vez, y tú te ofendiste conmigo? ¡Ah madre, madre!
¿Por qué no me respondes? Aquí está tu rostro, aquí están tus ojos y ésta es tu boca: ¿se ha
retirado de ellos todo el juego de la vida? ¿Cómo podrá Siva soportar el ver tus ojos
danzarines mudos y rígidos, y tu rostro sin una sonrisa? ¿Quién me dará la bienvenida con
palabras cariñosas y auxiliadoras, dulces como los rocíos de la noche, como solías hacer tú
cuando yo iba a tu ermita? ¿Dónde habrá otro tan preocupado por su esposa y dotado de
todos los favores de la alegría? ¡Sin ti, Siva, será destrozado por el dolor, devorado por sus
pesares; perderá todo poder para actuar y toda capacidad para sentir!"
Vijaya vociferó de dolor, fijó su vista en el cuerpo inerte, levantó los brazos con un clamor,
y se derrumbó.
Ilusión, encantamiento, Maya por todas partes, lo mismo entre los dioses que en el mundo
de los seres creados: de lo contrario, no habría un mundo que siguiera moviéndose, no
habría una creación continua. El mismo Daksha que se había afanado por traer a Sati al
mundo y casarla con Siva, vuelve a sacarla de ese mundo y destruye la misma unión que le
había costado tanta penosa concentración. Además, todos los otros dioses y seres creados
que habían participado con el mayor entusiasmo en la universalmente deseada, feliz pero
ardua consumación de esta unión, se suman a Daksha en su inmensa ceremonia de
sacrificio, y ni siquiera preguntan dónde puede estar el Gran Dios, sin pensar demasiado en
que su ausencia está a punto de provocar la salida de la diosa de fa escena de los fenómenos
y la disolución del matrimonio del cual depende toda la continuidad del mundo.
La secuencia Creación Involuntaria, Matrimonio Involuntario, Muerte Voluntaria parecería
sugerir que en éste, nuestro gran teatro de la Vida en el Espacio y en el Tiempo, el único
gesto de libre voluntad posible a cualquier actor - trátese de un simple mortal o del dios
más excelso - es el de abandonar el escenario. De tiempo en tiempo, algunos actores,
individualmente, pueden imaginar que están ejerciendo sus poderes voluntariamente; pero
no determinaron por sí mismos cuáles debían ser esos poderes, ni tienen indicio alguno de
qué es lo que resultará como consecuencia de sus acciones. Y, además, las situaciones que
compelen a los actores a actuar, irrumpen siempre con tanta fuerza desde ninguna parte
hacia el Aquí inmediato, que hieren la mente con el impacto categórico de un golpe. Luego
sobrevienen las respuestas, no como medidas elegidas sino como reacción espontánea. Y
aunque largos períodos de calma pueden extenderse entre las grandes crisis creadoras del
mundo provocadas por un acto irrevocable y la decisión que sacude los límites,
permitiendo, durante un tiempo, un jugueteo más inocuo de interrelaciones humanas
liberales, y fomentando así la ilusión de cierta libertad, no obstante, cuando el instante
catastrófico madura finalmente y estalla por fin, hombres, dioses y demonios son
arrebatados por un viento poderoso.
Aun ese último recurso, la Muerte Voluntaria, queda finalmente anulado. Sati, la desairada
e insultada diosa, abandona el escenario; pero su desaparición no fue de real consecuencia
cósmica. Otra mujer, Parvati, nacería para asumir el papel y sería, en esencia, lo mismo que
Sati, aunque diferente en nombre y belleza. Y la situación, junto con su tarea, se
reconstituiría gradual, lenta y tortuosamente, por progresiones irresistibles de
acontecimientos. De suerte que el acto voluntario parecería finalmente haber sido sólo una
momentánea, ciega e impetuosa explosión emocional que causaba un corto circuito en las.
corrientes de la vida y desencadenaba por doquiera la confusión, dificultad y angustia, pero
no dejaba nada ni dañado ni resuelto. ¿Quién murió? ¿Quién fue el que dejó la vida?
Suicidio y asesinato son las emociones de una Maya-desvarío, gestos de una abyecta
absorción en el yo. Destruir la valva carnal, la propia o la de otro, bajo la ilusión de que
mediante esta violencia se lleva a cabo algo decisivo, es ser efectiva y profundamente
engañado por la valva. Porque la circunstancia humana concreta, cualquiera sea la
explicación física que se piense, es primariamente la proyección de una constelación de
complicaciones interiores, psicológicas: el mundo responde en significado a la locura de
quienes habitan en él. Quien sufre desesperadamente imagina que puede eliminar los
oscuros laberintos de las murallas interiores del miedo apelando a un corte exterior,
arbitrario, de iracundia. Pero haría mejor si se desligara de su yo turbulento y, llegando así
a una perspectiva modificada, se zafara del objeto que lo estuvo reteniendo, mediante sólo
comprender que éste es irreal.
El rencor y la muerte de Sati son los signos de que estaba enredada en la red de su propia
ilusión, y, sin embargo, su red es el tejido de la paradoja. Sabe que tendrá que retornar.
Renacerá bajo la forma de Parvati, hija del Rey de la Montaña, y después de pasar por
largas y difíciles austeridades volverá a conquistar a su amado Siva. Y esta vez, cuando el
Dios del Amor envíe sus dardos al corazón de Siva, el gran dios del yoga abrirá su ojo
intermedio para mirar al arquero, esa órbita llamada "El Loto del Mundo", y la vivaz,
satisfecha de sí misma y hermosa divinidad del arco floral será consumida, como por una
centella, en cenizas. Así se cumplirá la primera profecía de Brama; o, dicho en otras
palabras, quedará de manifiesto que la catástrofe y todo lo que llevó a ella habían estado
predestinados desde el comienzo. Y entonces habrá que ponderar con la mente si la Muerte
Voluntaria fue, después de todo, efectivamente voluntaria. ¿Cuál es el comienzo o el final
del aspecto lúdico del juego de Maya?

IV. LA LOCURA DE SIVA

Sati había muerto; Vijaya se había desplomado de dolor. El viejo cuento prosigue narrando
cómo Siva, después de haber perfeccionado su meditación matutina con un baño en las
radiantes aguas del hermoso lago Manasa, montó otra vez en Nandi, su espléndido toro
blanco, y cabalgó con un ligero trote por las nubes rumbo a su casa. Y cuando todavía se
encontraba a cierta distancia, sintió un grito que heló los tuétanos de sus huesos. Vijaya
había resucitado, y sus lamentaciones venían desde la elevada cumbre del Himalaya, como
si fueran señales, a través de la serenidad del aire matutino.
Veloz como el pensamiento, Nandi aceleró el paso, y llevó a Siva a la ermita con la
velocidad del viento. Allí el dios descubrió a Sati, su bienamada, muerta. Y, debido al
poder del amor, fue al principio incapaz de creer lo que veían sus ojos. Inclinándose,
palmeó y acarició la mejilla inerte. "¿Duermes?", preguntó. "¿Qué es lo que te ha infundido
el sueño?"
Entonces Vijaya le relató lo que había sucedido, comenzando por las informaciones sobre
el sacrificio de Daksha, al que habían sido invitados todos los dioses y todos los seres
criados de todos los mundos. "No hay un solo ser viviente", repitió, "que no haya sido
invitado". Y dicho esto se derrumbó, llorando fuertemente. Entre sollozos, relató a Siva
cómo había llegado para buscar a Sati y a él, y de qué manera su esposa había recibido las
noticias del sacrificio. Explicó que Sati había comprendido inmediatamente la razón de que
su padre hubiera dejado de invitarlos. "El rostro de Sati", dijo Vijaya, "se endureció. Nunca
supe que pudiera tener un aspecto tan aterrador. Un color espantoso invadió sus rasgos, y
estaba tan airada, que no podía hablar. Con las cejas fruncidas, Su cara se atiesó y se
ennegreció como un cielo cargado de humo pesado. Luego, después de permanecer sentada
un rato, su cuerpo estalló súbitamente, y pareció como si Sati se hubiera disipado por el
extremo de su propia cabeza, dejando que el cuerpo se derrumbase."
Siva se irguió encolerizado. Mientras escuchaba la charla de la joven, dejó que su ira se
hiciera prodigiosa. Se convirtió en una conflagración interior que lo arrasaba todo:
comenzaron a salir llamaradas de su boca, orejas, narices y ojos; de él salieron meteoros,
disparados como cohetes, silbando y humeando, como los siete soles del fin del mundo. En
un instante se trasladó al recinto donde Daksha ofrecería su sacrificio. Se detuvo al borde
de él, y con terribles ojos inspeccionó la populosa congregación. Entonces lo acometió una
ira sin límites, al ver reunida allí a toda la creación -huéspedes invitados desde todos los
rincones de los mundos, de cada cuartel del cielo -, dioses, plantas, animales, santos, todas
las formas imaginables de existencia, encumbrada o humilde; peces, gusanos, las
estaciones, las edades del mundo, todos bajo su forma física; hombres y plantas, cada uno
en su posición, asignada de acuerdo con los distintos papeles que desempeñaban en la
constitución del mundo. Siva, al verlos reunidos solemnemente, siguiendo todos el
desarrollo de la ceremonia y cumpliendo reverentemente la función que le tocaba a cada
uno, dejó salir de sí súbitamente un terrible monstruo con cabeza de león, nacido del
estallido de su cólera. Virabhadra era su nombre, y era un horroroso ''Señor de las Huestes".
Virabhadra perturbaría pronto el decoroso desarrollo de los ritos.
Con un manojo de flechas en una mano, un robusto arco en la otra, su maza en la tercera y
una larga pica en la cuarta, Virabhadra hizo fácilmente a un lado a uno de los Guardianes
de la Puerta e irrumpió con un rugido y un airado flamear de su melena leonina hasta llegar
al centro del recinto sagrado. Los dioses y todos los reyes de la tierra se levantaron con gran
estrépito de armas, pero el monstruo los hizo retroceder atemorizados por la velocidad de la
densa descarga de sus flechas. Luego se abalanzó sobre el altar donde los sacerdotes y los
sabios estaban en trance de verter las ofrendas. Abandonaron precipitadamente los vasos
sacrificiales y se refugiaron en Visnú, que estaba de pie en el centro, supervisando toda la
ceremonia. Visnú se adelantó a su encuentro, y entonces comenzó entre el Dios Universal y
Virabhadra una batalla de las más asombrosas proporciones. Cada uno de ellos atacó al otro
con armas mágicas, y continuamente se superaron el un al otro en milagrosas invenciones,
fintas y golpes. Pero Visnú finalmente aferró al guerrero esclavo con sus manos desnudas,
lo volteó por el aire, lo arrojó contra el suelo y luego lo pisoteó con sus pies desnudos, hasta
que la sangre le manó de la cabeza. Chorreando sangre, Virabhadra se recompuso como
pudo y regresó afligido junto a su amo.
Siva entró en la arena en persona, iracundo y con los ojos enrojecidos, y todos los santos
quedaron yertos de terror. Visnú se desvaneció: se había hecho invisible. Y Siva, dando
rienda suelta a su furor, volcó los vasos sagrados, destrozó a puntapiés los altares y
desparramó los pedazos por todas partes. Toda la asamblea cósmica retrocedió llena de
pavor; muchos se dispersaron y huyeron, clamando por sus vidas. Un dios indignado tuvo
la osadía de enfrentar al Destructor con una mirada de irritación; Siva le reventó los dos
ojos con el revés de la mano. El Dios Sol, con sus inmensos brazos extendidos, intentó
entonces retener y hacer retroceder a la desmandada divinidad, a la vez que le sonreía con
dientes que brillaban amistosamente, pero un rápido puntazo del puño de Siva envió los
dientes resplandecientes al fondo de la garganta del Dios Sol. Siva lo agarró, lo sacudió con
la misma facilidad con que un león sacudiría a una joven gacela y lo hizo girar por encima
de su cabeza hasta que la sangre manó de la punta de sus dedos y sus músculos crujieron.
Cuando Siva dejó caer al Dios Sol, descoyuntado y empapado en sangre, los dioses y las
criaturas del universo dieron vuelta la espalda y huyeron. Huyeron tumultuosamente y
gritando, se dispersaron en todas direcciones y desaparecieron volando como dardos a
donde pudieron. Muchos fueron muertos por el fulgor de sus ojos. "La Ofrenda",
amedrentado casi hasta la muerte, se transformó en una gacela y se escurrió
desesperadamente, perdiéndose en el cielo. Siva la persiguió con arco y saetas. La gacela
saltó para refugiarse en el territorio de Brama, pero hasta allí la siguió Siva. El aterrorizado
animal giró para retroceder, se dirigió hacia la tierra y allí se lanzó a esconderse, con Siva
persiguiéndolo implacablemente. El escondrijo que el animal descubrió finalmente fue el
cadáver de Sati, dentro del cual desapareció: lo único que vio Siva es que había
desaparecido de repente, y que él mismo estaba ante el cadáver de la difunta Sati, su amada.
Cuando la vio, se olvidó de la gacela. Permaneció en absoluto silencio. De su garganta
surgió luego un gran grito de pesar. La belleza de Sati, su bondad, rugieron en su mente
mientras contemplaba el loto milagroso de su rostro, la línea de sus cejas perfectas, los
labios. Y fue abrumado por el dolor del despojo; y estalló, como cualquier común mortal,
en una convulsión de dolor.
El Dios del Amor oyó el desesperado y sobrecogedor gemido y se aproximó, en compañía
del Deseo y del Dios de la Primavera. Cuando llegó junto a Siva, abatido por la emoción,
que lloraba como si sus sentidos se hubieran desintegrado, sonrió, ajustó una saeta en la
cuerda de su arco, la tensó y disparó todos sus cinco perturbadores dardos al corazón de
Siva. El Dios fue corroído por una ardiente infusión. Aunque sacudido por el pesar, se
descubrió insidiosamente excitado, y la locura creció en él hasta que su juicio se trastornó y
él se desborda en un terrible desvarío de pérdida y nostalgia. Se arrojó al suelo. Se levantó
otra vez y corrió. Volvió y se agazapó, con la mirada fija, al lado del cadáver. Sonrió
dulcemente y tendió sus brazos hacia el cuerpo y lo abrazó, profiriendo hacia dentro de él
invocaciones para despertar el vacío. "¡Sati, Sati, Sati, Sati! ¡Sal del rincón donde escondes
tu malhumor, Sati, Sati!" El cuerpo estaba rígido y duro. Y él acarició la frente y las
mejillas. Se puso a acomodar torpemente los abundante ornamentos, jugueteando,
sacándolos uno por uno y colocándolos otra vez, pero en un orden diferente. La alzó y la
estrechó contra sí, dejó caer el cadáver de sus brazos, Cayó él de espaldas y sollozó.
Brama y los mundos de las deidades estaban muy ansiosos y temerosos cuando vieron el
torrente que salía de los ojos de Siva. "Si esas lágrimas caen sobre la Tierra", dijeron, "la
quemarán. ¿Qué podemos hacer?" Luego convocaron apresuradamente al Lento
Vagabundo de los Cielos, el planeta Saturno, el hijo del Dios Sol, cuya bandera tiene como
blasón el Buitre. Este Poder había rescatado una vez a la Tierra de un diluvio sorbiendo la
lluvia y tragándola no bien caía, y esto durante un período de cien años celestiales. "Nadie
sino tú puedes detener estas lágrimas antes que lleguen al suelo", le dijeron los dioses. "Si
la Tierra se prende fuego, los cielos la seguirán, y luego todos los dioses." Pero el Lento
Vagabundo se resistía. "Si Siva se percata de lo que yo hago", protestó, "secará mi cuerpo
hasta dejarlo convertido en una costra". Los dioses deliberaron. Prometieron prestamente
entretener mediante sus artes a Siva, enloquecido de dolor, para que no advirtiera al Lento
Vagabundo cuando éste se le acercara y comenzara a recoger las lágrimas ardientes en el
cuenco de sus manos.
Siva estaba todavía tendido de espaldas. Al Lento Vagabundo las lágrimas le resultaron tan
calientes, que fue incapaz de contenerlas. Habían comenzado a chorrear en abundancia. Lo
que él hizo fue, recibir en el cuenco de sus manos el chorro a medida que caía, pero para
arrojar luego rápidamente el líquido hacia la más alejada montaña del universo, muy, muy
lejos, en el borde más alejado del mundo, donde bosteza el Vacío, y donde lo-que-es se
enfrenta con lo-que-no es. La montaña no era menos poderosa que la montaña de los
dioses, el Monte Meru. que está en el centro del mundo, pero a pesar de ello no pudo
soportar el calor de las lágrimas de Siva. Crujió y se quebró por el medio, de suerte que el
aluvión ardiente se filtró hasta el Océano Cósmico que sustenta y rodea el mundo. Al
mezclarse con las aguas del océano, las lágrimas candentes de Siva perdieron algo de su
fuego, y por ello el universo no se inflamó; pero no se mezclaron por completo con las
aguas. Giraron hacia el poniente formando una corriente humeante que sigue fluyendo
hasta hoy: es el río llamado Vaitarani, "El Que No Debe Franquearse", y bordes el reino del
Señor de los Muertos. 10 Cuando atraviesa los altos portones del castillo del Rey de la
Muerte, tiene dos millas de ancho, muy profundo y encrespado por fuertes olas. No hay
bote ni balsa que pueda cruzar su corriente llameante. Y los dioses no se atreven a pasar por
encima de él en sus carrozas, ni siquiera muy alto en el aire; porque, por la terrible
turbulencia, las lágrimas son lanzadas como pavesas hasta los más altos confines del cielo.
Siva se levantó del suelo; estaba ciego de desesperación. Se inclinó, cargó el cadáver sobre
su espalda y, vagando enloquecido, al azar, sin rumbo, se encaminó hacia el poniente,
farfullando consigo mismo insensateces. Los dioses lo observaron, y se turbaron
nuevamente. Se invocaron uno al otro, alternativamente. "El cuerpo de Sati nunca se
descompondrá", clamaban, "mientras esté en contacto con el cuerpo de Siva." Y entonces
se pusieron a seguirlo. Brama, Visnú y el Lento Vagabundo, tras haberse hecho invisibles
merced a su arte de la Maya, entraron en el cadáver. Y luego, mientras Siva caminaba a los
tropezones en su ciega confusión, desmembraron el cuerpo y fueron arrojando los pedazos,
uno tras otro, al suelo. Los dos pies cayeron en la “Montaña de la Diosa"; los dos tobillos
un poco más adelante, siempre en dirección al poniente, en el país llamado Kamarupa, la
"Forma del Amor", su útero cayó sobre la "Montaña del Dios del Amor", y muy cerca de él
la delicada copa del ombligo. Siguieron los dos senos, junto con un collar de oro, y luego
los hombros, luego el cuello. Todo el camino seguido por Siva quedó sembrado de los
despojos del cuerpo sagrado; y a este camino de sus pesares, los pueblos de esas tierras
occidentales lo miran como tierra sagrada. En todos aquellos lugares donde cayó un
pedazo, se alza un santuario, y allí se la reverencia a Sati bajo una u otra de sus muchas
advocaciones. Se la invoca para que ejercite, para bien de la humanidad, uno u otro de sus
milagrosos poderes. Y es así como su terrible desmembramiento ha redundado en beneficio
de los hijos del mundo. 11 Brama, Visnú y el Lento Vagabundo cortaron algunas parte del
cadáver en pequeños fragmentos, que los vientos arrastraron a través del espacio y
transportaron hacia lo alto hasta las campiñas donde el Celestial Ganges fluye entre las
estrellas. Allí cayeron en la corriente sagrada. Pero cuando la cabeza de Sati cayó a la
Tierra, Siva cesó en su desatinado recorrido, se detuvo y miró fijamente, se arrodilló y
rompió en quejidos de dolor.

10 Compárese con el río cruzado por Lancelote sobre "la espada-puente".


11 Esta leyenda, bien conocida por la sabiduría tradicional y popular de la India, explica la amplia dispersión
de los así llamados "Cincuenta y Dos Lugares Sagrados", que son santuarios de peregrinaje erigidos en honor
de Sati, supremo de la feminidad india tradicional.
Los dioses se agruparon alrededor de él. Querían llevarle consuelo, pero seguían
temerosos. Permanecieron a cierta distancia, pero él pronto los divisó. Cuando sucedió esto,
tuvo tanta vergüenza, que se transformó, ante los ojos de ellos, en un lingam * de piedra,
solidificado, tieso y prodigioso, hundido en la tortura de su amor. Los dioses se inclinaron
ante él reverentemente. Rindieron loores al unísono al Perdurable. Con esta letanía
intentaban lograr que Siva recuperara su juicio. Deseaban renovar en él la conciencia de la
naturaleza de su Verdadero Ser, para que volviera a conocer otra vez la luz de su conciencia
eterna. "Tú abundas en el néctar de la Iluminación", oraban, "Tú eres el Ser Supremo en
esta, tu forma, del lingam. ¡Oh Sabiduría! Tú comprendes la incapacidad de permanencia
de las cosas del tiempo. ¡Oh tú, punto central del mar de la aniquilación, causa primera, a la
vez, de la continuación y declinación, eres el Ser Supremo en esta tu forma de lingam!
Todos los dioses se amilanan cuando, en la furia de tu aflicción, te manifiestas delante de
ellos. Por consiguiente, sé más misericordioso con ellos y deja pasar este momento de tu
angustia."

* Símbolo fálico que representa a Siva. [T.]

El dios, durante el curso de esta plegaria de sus iguales, asumió otra vez ante ellos su
forma familiar, pero vacilando aún de dolor. Brama habló gentilmente, para ayudarlo a
recuperar su ser.
"Oh Dios, quienes desean ser liberados de los pesares del mundo, todos se vuelven a ti y
son liberados. También aquellos que son sumamente sabios - limpios de concupiscencia, de
maldad y de toda pasión, que han apartado sus rostros del campo de los pesares, y reposan
beatíficamente en la quietud - meditan sobre ti. Continuamente contemplan, mediante su
visión interior, el tercer ojo que tienes en medio de tu frente, porque está exaltado por
encima de los cinco elementos, es de la misma estirpe que el sol y la luna, y alumbra el
pasaje que lleva a la iluminación. Ese ojo es la realidad suprema e inmaculada, el capullo
impecable que corona el enorme árbol, variadamente ramificado, de tu existencia; y su
nutrimento es el licor de la contemplación no perturbada, sellada con el fulgir del fervor
ascético. El te confiere tu poder, para siempre.
"Oh Dios, contempla en el loto de tu corazón, inamovible, la llama de la luz inmaculada;
es serena, mucho más lejos de la confusión de esas pasiones que ahora, como una nube de
polvo ante el sol, la envuelven y oscurecen. Invisiblemente visible para el yogui capaz de
captación, ese supremo, indestructible, único Eterno, es, fue y será tu Identidad. Es
impalpablemente delicado; no obstante ello, impregna el cosmos. Está grávido de poder, y
los sabios van en su busca. Es a la vez el camino y el término del camino. Nadie lo
custodia, nadie lo roba. Es tu tesoro; carece de forma tangible.
"Oh Dios, aturdido por las plausibilidades de la Maya, no ves lo que habita en la cámara de
tu corazón. Basta con que comprendas el carácter especioso de la seducción ubicua;
sacúdela, disuélvela. Recógete en ti mismo; únete con tu propio ser quintaesencial; y
júntate así con el Supremo y quédate firme allí, tu identidad convertida en Identidad. Todo
ese dolor, déjalo de lado. No toca el núcleo de tu ser."
Siva escuchó en silencio. Recordaba la Identidad Suprema que había sido siempre el tema
y objeto de su meditación; pero ahora le era imposible recogerse en sí mismo y concentrar
sus poderes: hasta tal punto era perturbante su pesar por la pérdida de Sati. Con la cabeza
inclinada, permaneció un tiempo sin decir una palabra. Entonces volvió sus ojos a Brama.
"¿Qué debo hacer?"
Brama replicó: "Todopoderoso Dios, separa tu mente de las oleadas de tu dolor y vuelve
todo tu pensamiento al Ser Supremo. El centro de tu existencia está más allá de este mar de
tormento. Como la agonía del tiempo llena ahora tu conciencia, los dioses están perplejos y
sin saber qué hacer. Tu pasión pulveriza, el universo; el ardor de tu ira agosta toda vida; tus
lágrimas hubieran hendido la Tierra, pero el Lento Vagabundo las sorbió y lo tiñeron de
negro. La magnífica montaña donde moran los dioses y los santos y las nubes del aire se
sumergen para beber fue hendida por ellas; los peces del mar universal fueron muertos por
ellas, y su corriente ardiendo hace violencia al cuerpo del mundo. Los tórridos soplos de tus
sollozos han desarraigado ya montañas, marchitado bosques, con lo cual, los tigres
desalojados y los elefantes privados de su hogar y alborotados, baten la tierra, no sabiendo
dónde afincarse. Todas las criaturas vivientes se han vuelto nómades por tu
descentramiento. Y allí por donde pasaste con el cadáver de Sati sobre tus hombros, allí la
tierra se quebró debajo de tus pies, y sigue estremecida. En todos los cielos y los infiernos
no existe criatura que no haya sido atormentada por los dientes de tu desesperación.
¡Termina, pues, este tu momento de desesperación y dolor; permite a tu ira seguir su
camino, otórganos tu paz! Porque tú conoces - en verdad, en tu propio ser lo eres - al Ser
Supremo y Conciencia de la Bienaventuranza; retén ese Ser y Conciencia, esa
Bienaventuranza, en la profunda serenidad. Pasarán tres mil seiscientos años (cien años
celestiales) y en la rueda de largo giro del tiempo la diosa será otra vez tu esposa;
entretanto..."
Siva, con la cabeza gacha, permanecía en silencio, sumergiéndose en su interior,
totalmente abstraído. Pronto se escuchó el sonido de su voz. "Hasta que el dolor salga de mí
- hasta que yo salga de esto, el océano de mi amor por Sati - oh Brama", dijo el dios, "tienes
que permanecer a mi lado y conforme. Dondequiera que vaya, tienes que quedarte junto a
mí y darme aliento."
"Así será", replicó Brama.
Y cuando ellos, entonces, se prepararon para partir, las huestes de Siva se congregaron
alrededor de ellos, y su magnífico toro blanco, Nandi, llegó; Nandi aguardó que el dios
subiera. Los reyes serpientes llegaron y se enroscaron sobre el cuerpo de Siva,
disponiéndose, a manera de ornamento, alrededor de su cuello y de sus miembros.
Atendido, escoltado por todas las divinas figuras del universo, regresó al Himalaya, su
hogar de otrora. Y allí el Rey de la Montaña salió da los portones de su palacio de la
montaña, dando la bienvenida a Siva.
La doncella, Vijaya, estaba allí. Se inclinó ante el rey que retornaba, y rompió, al verlo, en
una desesperación de llanto. "¡Oh! ¿dónde. Gran Dios, dónde", gritaba, "está tu amada Sati?
Sin ella, careces de radiación. Gran Dios, si por ventura no vuelves nunca a pensar en ella,
en mi mente habitará para siempre; de mi corazón nunca se alejará. Desde el momento en
que abandonó su cuerpo delante de mis ojos, ninguna otra imagen
ha existido en mi espíritu; el dardo del dolor me atraviesa de parte a parte, y nunca volveré
a conocer los goces del gozo."
Cubrió su rostro con. una punta de su velo y, estallando en sollozos, se derrumbó sin
sentido en el suelo. Cuando Siva la vio caer, sus propios recuerdos lo asaltaron, y se quedó
inmóvil, enraizado por la angustia. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Los dioses
volvieron a preocuparse. Brama se inclinó para confortar a Vijaya, estremecida de dolor, y
luego interpeló benévolamente al dios.
"Oh tu, Yogui desde antes del comienzo, el dolor no te cuadra. El objeto adecuado de tu
visión interior es la Luz Suprema, Majestad Inmitigada. ¿Por qué esa mirada reposa ahora
en una mujer? Tu Ser es la quietud suprema, el vigor indefectible no viciado por el cambio,
más allá de la percepción de los sentidos. ¿Cómo, pues, le afecta el dolor? Tu realidad es la
paz suprema que impregna el mundo; abárcala con la sabiduría de tu alma. Bajo la forma de
Visnú, los yoguis te conocen como el Preservador del Mundo. La misma Sati que te sedujo
es Maya, la hechizadora del mundo. Ella quita al infante aún no nacido, mientras todavía
vive en el vientre de su madre, todo recuerdo de su existencia anterior; y ella te ha
engañado de manera semejante, y por eso estás atormentado por el dolor. Ya otras mil
veces anteriores Sati te hizo perder el juicio, y en cada eón la perdiste de la misma precisa
manera que ahora. Pero del mismo modo como Sati retornó siempre a ti, también volverás a
conocerla como la conociste, y volverás a aferrarte a ella. Recoge tus recuerdos y
contempla los millares de Satis, cómo la muerte te las arrebató y tú te viste privado de ellas
mil veces; y luego mira cómo renacieron otra vez y lograron conmoverte, a ti que eres
difícilmente accesible aun para las meditaciones de los dioses. Contempla en tu visión
interior cómo Sati ha de ser nuevamente tu esposa."
Enceguecido por su sufrimiento, Siva aceptó la mano que Brama le ofrecía, y los dos
salieron de aquella ciudad del Rey de las Montañas. Se encaminaron hacia el poniente, y
desaparecieron en la soledad de las colinas. 12

12 "La Creación Involuntaria", Kalika Purana 1:1-5:10; "El Matrimonio Involuntario", ibíd., 5:11-13:53;
'"La Muerte Involuntaria", ibíd., 14:1-16:70; "La Locura de Siva", ibíd., 17:1-19:13. La descripción que se da
en el capítulo siguiente, "En la Costa de Sipra", es un extracto del Kalika Purana 19:13-33.
La narración del Purana, tras situar a Siva en el lago Sipra, pasa a otros temas, principalmente la encarnación
de Visnú como oso, pero resume conjuntamente la historia de Siva y Parvati al comienzo de Adhyaya 42. La
cremación del Dios del Amor y su reducción a cenizas se describe en 44:125.

EN LA COSTA DE SIPRA

La vida es demasiado horrible en sus inescapables, inmerecidas e injustificadas


posibilidades de infortunio, para que se la pueda calificar de "trágica". La visión "trágica"
es, por así decir, sólo una vista de primer plano, propia de personas que aún se asombran,
incapaces de concebir que la vida sea lo que es. La Tragedia Griega misma, que ha dado
nombre a esta visión, está, paradójicamente, fuera de reproche, porque se deleita en lo
monstruoso. Empero, el deleite de la Tragedia Ática consiste en volver la punta de la
espada contra el pecho del que la esgrime, en medio de un tumulto de piedad y de terror, y
en permanecer exultantemente desafiante de la monstruosidad, aun en el momento en que la
incandescente lengüeta del dardo penetra silbando hasta el corazón, para quemarlo y
reducirlo a cenizas, lo que sigue siendo todavía una actitud demasiado sensacionalista. La
única actitud apropiada es la danza solemne, ceremonial, de Siva, sumido en su demencia,
con el equilibrado batir de alas de sus brazos y manos que se balancean, y el inexorable
golpeteo de las plantas desnudas de los pies, al ritmo de las ajorcas tintineantes de sus
tobillos, mientras mantiene su sonrisa de máscara.
La palabra müthos es esencialmente griega; y a pesar de todos los vestigios de mitología
celta y germana que conservamos, cada vez que se menciona aquella palabra, pensamos
primariamente en los mitos de Grecia, tal como nos fueron transmitidos por Hornero,
Hesíodo y los poetas trágicos. Pero estas supremas producciones de la imaginación
creadora habían sido espumadas del torrente comunitario de la sabiduría tradicional del
pueblo y de los sacerdotes y transformadas en expresiones de los peculiares problemas
personales y contemporáneo-históricos de los mundos jónico, beocio y ático. No transmiten
la cualidad de sus fuentes arcaicas situadas en las épocas más viejas e irremisiblemente
perdidas del orfismo, cuando los materiales, todavía oscuramente amalgamados,
entrelazados y grandiosamente embozados en cuanto a su significado, eran arrastrados por
la gran corriente general de la tradición folklórica.
Esta forma arcaica, más primitiva, del mito es la que sobrevive hasta nuestros días en las
grandes tradiciones míticas populares de la India. Esta es la razón de que, para el lector
occidental moderno, mimado y halagado, con su buena formación clásica, y que desea,
como observaba el platonizante Schiller, "llegar al país del conocimiento sólo por la puerta
auroral de la belleza", el nutrimento hindú es a veces un poco difícil de degustar. Porque, si
bien es cierto que la tradición sacerdotal bramanica no menospreció jamás, en ningún
período de su desarrollo, las técnicas del arte secular coetáneo y altamente refinado de la
poesía, sin embargo, los estilistas sacerdotales estaban muy lejos de ser poetas. En términos
generales, sus mitos se quedan en el nivel popular, relativamente no elaborado, y no están
transmutados en imágenes poéticas mediante el poder vivificante de una nueva economía,
estructura y consistencia, al servicio de una reconcepción nueva y original, como sucede
con los mitos de la Ilíada o las tragedias de Sófocles. Lo "poético" se emplea, ciertamente,
como ornato y en los pasajes retóricos de mucho vuelo, pero en general con poco éxito y
atractivo, sin gusto ni medida, como necesariamente acontece cuando las personas que no
son poetas despliegan sus alas. El resultado es que el contenido mítico aparece muchas
veces como una bella ya marchita, recargada de cosméticos y muy engalanada. Detrás de
todo el artificio, no hay nada de esa belleza propia de una figura juvenil de rostro radiante,
sino sólo un vejestorio ajado, sumido, lleno de arrugas, con un rostro refaccionado. Con
todo, estas viejas beldades, que hace mucho se pasaron de maduras, son con frecuencia las
mismas, precisamente, que mejor narran las viejas consejas de la vida; para eso, son
mejores, de lejos, que las jóvenes y atractivas fascinadoras. El único problema es no
retroceder estremecido ante la apariencia de la narradora, cuando la estamos escuchando.
De todas maneras, la forma tradicional en que nos han sido transmitidos los mitos de la
India presenta la gran ventaja del anonimato. En ellos no habla ningún individuo en
particular, sino un pueblo entero - quizás, eso sí, en la lengua peculiar de una secta, que
tiene prejuicios particulares en favor de esta o aquella divinidad, y con el matiz propio de
determinado siglo y un paisaje local, pero que siempre es todo un pueblo -, generalidad
ampliamente válida y reconocida, y libre de toda pretensión de genio o sensibilidad
especiales. Lo que oímos cuando escuchamos el relato de estas historias no es la voz de una
personalidad, sino el consenso de los bramanes que enseñan en innumerables templos y
santuarios de peregrinaje, santos y sabios que habitan en los sotos de las ermitas e
instructores espirituales de las aldeas o domicilios particulares. Un numeroso grupo, que
desempeña el papel de un estamento de maestros, habla mediante estas leyendas a otro
numeroso grupo, los piadosos, que continuamente controla aquél y cuenta con él. Lo que el
oyente nativo es y siente, se le narra. Accede a una posesión más abundante de las honduras
y las alturas comunitarias de la vida y cultura espirituales y religiosas universales, gracias a
las imágenes, los personajes celebrados y las peripecias del müthos.
No hay otro lugar donde uno pueda llegar más cerca de beber en la fuente misma de la
cultura, a apurar la esencia original de su savia vital. Es como si hubiéramos perforado la
corteza del abedul por donde sube la savia que hace crecer sus ramas y su copa; o, mejor,
como si hubiéramos perforado la palma, cuya savia brinda una bebida embriagadora;
porque la embriaguez es uno de los principales efectos del müthos. Las culturas que ya no
la conocen son prosaicas y están consumidas. Y el hambre del mito es un aperitivo de la
bebida embriagadora que estimula y vivifica, como la fuerza embriagadora del soma, la
bebida sacramental, estimula al dios hindú del trueno y de la guerra, que se llena de ella tres
veces por día en los ofertorios de los bramanes y queda con ella fortificado para sus
acciones en favor del gobierno del cosmos, como también para el trabajo de despejar el
camino mediante sus rayos celestiales, para las marchas victoriosas de su pueblo elegido,
los arios de los Vedas.
El mito es, entre los alimentos espirituales, lo que la poción de los dioses (soma, ambrosia)
es dentro de los mitos mismos; por medio de él uno se comunica con los seres y potencias
sobrenaturales. El mito se desentiende - aún más, ni siquiera lo conoce - del individuo.
Cuando todos los miembros de la comunidad participan de él en igual manera, dando y
recibiendo y sustentándose de él, conecta al hombre con el ser del superhombre. 1 A esto se
debe que los viejos mitos de pueblos remotos y desconocidos se hayan vuelto tan
fascinantes para nosotros en tiempos recientes. Al alborear el pensamiento crítico
occidental, el nexo con los poderes divinos, que anteriormente trenzaban para nosotros
nuestros propios sacramentos y dogmas, perdió su fuerza, y sin embargo, hoy, un nivel más
primitivo del mito, abundante en verdad atemporal, que durante casi dos milenios estuvo
recubierto y desfigurado por los dogmas y sacramentos de la religión de la revelación
posterior, parece súbitamente tener algo muy profundo que decirnos. Este retorno de lo
durante mucho tiempo perdido para nuestra compresión e interés constituye una
compensación necesaria, en escala mundial, de su simultánea declinación en la India y en
otros países de antigua cultura, bajo el impacto de la moderna era tecnológica. Para estar a
la altura de esta nueva tendencia, aun dentro de nuestra esfera limitada, debemos tratar de
sumergirnos en los contenidos míticos de todas las posibles tradiciones antiguas; porque el
cambio es tan vasto, que ningún elemento más limitado de los que han visto la luz en
edades más recientes puede bastar para proporcionarnos la fortaleza necesaria para soportar
la presión de nuestro siglo aterrador y para tolerar sus fuegos de transmutación.

1 "No es cierto", dice Nietzsche, "que en el fondo del mito exista algún pensamiento o idea
ocultos, como han sostenido algunos en un período en que la cultura se ha vuelto artificial,
sino que el mito mismo es una especie de estilo de pensamiento. Imparte una idea del
universo, pero lo hace en la secuencia de los acontecimientos, acciones y sufrimientos".
Esta es la razón de que podamos mirar en él como en un espejo o fuente llenos de
sugerencias y profecías, que nos dice qué somos ahora y cómo debemos comportarnos en
medio de las desosientadoras secuencias de acontecimientos y sucesos sorprendentes que
constituyen nuestra suerte común. Por lo menos, tal es la manera como el pueblo hindú
consideró siempre las hazañas y sufrimientos de los dioses y héroes de sus mitos y
leyendas.
El mito es la única y espontánea imagen de la vida misma, en su fluyente armonía y sus
contrariedades recíprocamente hostiles, en toda la polifonía y armonía de sus
contradicciones. Allí reside su fuerza inagotable.
2 Edades y actitudes humanas que se esfumaron hace mucho tiempo sobreviven todavía en
los estratos inconscientes más profundos del alma. La herencia espiritual del hombre
arcaico (el ritual y la mitología que otrora guiaron visiblemente su vida consciente) se ha
desvanecido en gran medida de la superficie del campo tangible y consciente, pero
sobrevive y permanece siempre presente en los estratos subterráneos de lo inconsciente. Es
la parte de nuestro ser que nos conecta con antecesores remotos y constituye nuestro
involuntario parentesco con el hombre arcaico y con las antiguas civilizaciones y
tradiciones.
Al tratar con símbolos y mitos muy lejanos, en realidad estamos tratando de alguna manera
con nosotros mismos, pero con una parte de nosotros mismos que es tan escasamente
familiar para nuestro ser consciente como el interior de la Tierra para los estudiosos de la
geología. De ahí que la tradición mítica nos proporcione una especie de mapa para explorar
y verificar contenidos de nuestro propio ser interior con los que conscientemente nos
sentimos sólo en escasa medida relacionados.
La Diosa Universal, la Gran Madre, se cuenta entre las más antiguas, "de mayor aliento",
divinidades sustentadoras conocidas por los mitos del mundo. Está representada por
doquiera en santuarios dedicados a madres-diosas locales; se han encontrado incontables
imágenes procedentes del período neolítico, y hasta del paleolítico; la conocían las culturas
del Mediterráneo bajo distintos nombres: Cibeles, Isis, Ishtar, Astarté, Diana; era la Magna
Mater. Y, si intentamos conocer su origen, las reliquias textuales e imágenes más antiguas
nos remontan tan sólo lo suficientemente atrás como para poder decir: "Así era como se
presentaba en aquellos tiempos arcaicos; debió de llamarse as tal manera; y parece haber
sido reverenciada así y así". Pero con esto llegamos al extremo de lo que podemos afirmar;
con esto hemos llegado al problema primitivo de su comprensión y de su ser. Porque,
precisamente por ser la Gran Madre, estaba allí antes que cualquier otra cosa. Era el
primum mobile, el primer comienzo, la matriz material de la que todo provino. Preguntar,
más allá de ella, por sus antecedentes y orígenes, es, no cabe duda, interpretarla mal y
subestimarla; en la práctica, es insultarla. Y quienquiera intentase algo así, podría quizá
sufrir la calamidad que le sobrevino a aquel engreído joven adepto que intentó quitar el
velo a la imagen velada de la Diosa en el antiguo templo egipcio de Saís, cuya lengua
quedó paralizada para siempre por la conmoción de lo que vio. De acuerdo con la tradición
griega, la Diosa había dicho de sí misma: "nadie ha levantado mi velo". No se trata
exactamente del velo, sino de la vestimenta que recubre la desnudez femenina; lo del velo
es una tergiversación posterior en aras de la decencia. El significado es el siguiente: Yo soy
la Madre sin Esposo, la Madre Original; todos son mis hijos, y por eso nadie se atrevió
nunca a acercarse a mí; el impúdico que lo intentara afrentaría a la Madre: ésa es la razón
de la maldición.
Esta es, pues, la Diosa que surgió de la autocontemplación, creadora del mundo, del
Creador Brama. Pero ella no fue propiamente creación de él; ésa es simplemente la historia
de cómo ella pasó a manifestarse.
No puede haber descripción o discusión de su creación; porque es de su seno de donde
todo ha llegado a la luz, y bajo su hechizo todo permanece cautivo, y a ella todo debe
regresar.
El punto esencial del Romance de la, Diosa parece ser que a nadie le está ya permitido
permanecer siendo lo que es. Esta es la circunstancia mediante la cual el mundo progresa en
cuanto creación continua. Ninguno de los Seres Celestiales puede seguir siendo lo que
comenzó a ser, lo que él mismo creía ser, y lo que le habría gustado ser sin cambiar. 3
Brama se pone en ridículo. Brama y Visnú se convierten en suplicantes. El Dios del Amor
mismo se descubre acaudillando un ejército de Odio. Y Siva, el asceta no apegado a nada,
no bien termina de declarar que jamás podría renunciar a la contemplación del Ser
Supremo, es arrebatado por el hechizo de Sati, y todos sus poderes supremamente
concentrados son arrastrados a la concupiscencia y el furor, furor en el momento de la
indiscreción de Brama; desesperación sin límites luego de la muerte de Sati. ¡El más libre e
independiente de los dioses convertido en un yerno desdeñado e insultado, que se siente
afectado emocionalmente hasta tal punto, que su mente se trastorna! Esta es una
condescendencia del principio divino más elevado, que puede compararse con la que San
Pablo, en su carta pastoral a los Filipenses, admitió en Jesucristo, "el cual, siendo en forma
de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a la que aferrarse, sino que se despojó a sí
mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la
condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y
muerte de cruz". (Filipenses).
La omnicomprehensiva Madre del Mundo, en un gesto similar de suprema humillación, no
considera un rebajamiento que se la traiga a la esfera fenoménica bajo la forma de hija de
un poder demiúrgico de segundo orden, ni tampoco el ejercitarse luego en prolongadas
observancias para ganar la mano de Siva, que le había pertenecido realmente a ella, en
calidad de su consorte inmortal, desde toda la eternidad, y que además representa sólo un
poder básico, un aspecto principal, del propio ser de ella.
La simultaneidad de la mascarada terrenal, de tono épico, con la distante interfusión de
todos los personajes, que toman forma en la escena uno al lado del otro y en oposición
mutua, es el contenido más importante del mito, cuya fuerza y figura central es la gran
Maya, la autoilusión que enmascara todo y se despliega en todo. Que todo lo que acontece
no era necesario realmente que hubiera acontecido, o en efecto no acontece, pero sin
embargo acontece con tremenda seriedad dentro del marco de Maya, y precisamente para
crear continuamente esta Maya y empujarla hacia adelante: éste es el significado, el punto
central.

3 Este significado, que casi nunca se explícita, pero se despliega y se reitera en la secuencia de los
acontecimientos, guarda cierta semejanza con el objetivo principal de la psicología analítica: a costa de
experiencias dolorosas, sorprendentes y a veces humillantes, poner en contacto fuerzas y esferas de nuestro
ser íntimo que han tendido a quedar aisladas una de otra, consiguientemente mutiladas y frustradas, y
mediante esas crisis, mantener las energías de la piquis en un flujo creador.

El chiste del mito es la manera como los personajes son atrapados todos en igual medida
por los trucos del juego mundanal; apenas acaba de empezar la historia cuando cada uno de
ellos queda atrapado, cada uno a su manera, pero todas igualmente paradójicas.
El himno de Brama a la diosa (la sakti o "poder" de él mismo y de todo el panteón) acepta
la vida como un todo, tal cual es, con rendición incondicional de todos los opuestos
perturbadores de la paz. "Tú eres uno y otro". Siempre dice "y", lo que significa: "Tú eres
todo en su integridad; realmente no hay nada que hacer". Esto equivale a una colosal
aceptación, un casi increíble laissez-faire, de la vida. Brama era igualmente maravilloso
cuando Kama apareció por primera vez ante él. A cada uno de ellos, el principio creador le
permite sus derechos y pretensiones, reconociendo a la totalidad de la creación como la
suma incalculable de la diversidad de los innumerables poderes que allí, necesariamente,
operan unos contra otros. La sorpresa, la perplejidad, la catástrofe, son las categorías de
todo acontecer importante. La Creación Involuntaria, el proceso y generación de la vida, es
en sí misma involuntaria, accidental. Y triunfa una y otra vez sobre lo planificado. El hacer
planes, en verdad, sirve sólo para intensificar sus efectos abrumadores.
El Mito de la Diosa muestra con gestos magníficos cómo ajustar la propia identidad a esta
circunstancia universal, con compostura, sin miedo, porque se la acepta y se está
esencialmente de acuerdo con ella. De ahí que esta historia de la creación no sepa nada del
motivo de la Caída del Hombre que se opone a la voluntad de Dios, y no sepa nada, por
cierto, de la ira de Dios. El individuo - el propio Dios - tiene que cooperar en
improvisaciones siempre nuevas, y así es como progresa la precaria evolución del universo.
La creación se hace posible por la autorresignación de los actores divinos y humanos a
papeles que no les son familiares, pero que les imponen las situaciones siempre nuevas y
sorprendentes. Cada cual, en este o aquel momento, se ve obligado a comprender que el
"otro tipo", que a primera vista parece siempre perturbar el curso normal de los
acontecimientos, es realmente un instrumento indispensable para la evolución del mundo.
Lo que a primera vista parece perturbador y terrible, demuestra, con el tiempo, haber sido el
factor benéfico y necesario. Lo principal es que el proceso continuo de la creación no se
inflexibilice en ninguna postura momentánea. Siempre está a punto de inmovilizarse; y el
acontecimiento siguiente esperado es siempre el siniestro, el sorprendente, el difícil de
soportar, como los cambios y percepciones que se producen a medida que uno crece. En el
transcurso de la procesión, sin embargo, se revela la totalidad de la forma sublime del
estado de lo Imperecedero, que trasciende, sobrevive y sin embargo se manifiesta
perennemente en las ganancias y pérdidas de nuestra existencia fenoménica. En el
reconocimiento de esta única y únicamente viviente conciencia reside la bienaventuranza y
la sabiduría de la interminable crucifixión.
Siva, desolado, fuera de sí, fue guiado gentilmente por su gurú, Brama, hasta sacarlo de las
puertas de la ciudad donde había perdido su vida y de allí a los picos nevados del Himalaya.
Allí caminando juntos, ambos llegaron a un pequeño lago de soledad, claro y deleitoso para
la mente. Brama fue el primero en divisarlo.
Sentados acá y acullá junto a las serenas orillas había santos y sabios sumidos en
meditación absoluta; dos o tres estaban de pie bañándose en las frías aguas cristalinas,
levantando ondas que surcaban la reflexión del azul e inmóvil, alto cielo de montaña.
Muchas aves migratorias, con chillidos agudos, venían desde todas direcciones para posarse
alborotadas en sus aguas circundadas de lotos: parejas de espléndidos gansos rojizos que
desplegaban bellamente sus grandes alas con exultación, cormoranes con sus picos
ganchudos, gansos de alas grisáceas y grullas de Siberia, que se paseaban majestuosas por
las costas, flotaban en la superficie del lago, escudriñaban sus aguas a la par que se
reflejaban ellas mismas hermosamente, y, de vez en cuando, se levantaban todas a una con
un repentino y atronador batir de cientos de alas, abandonando el lago para dirigirse hacia
el cielo, para volar circular-mente en grandes escuadrones y volverse a posar
inmediatamente, alborotando y sacudiendo las alas. Y por debajo de ellas, en las cristalinas
profundidades, nadaban peces de innumerables matices fulgentes, que se hacían visibles al
entrar como dardos entre los tallos de loto y nadar entre ellos. Retoños de loto, cálices de
loto, lotos azules y blancos abundaban allí; y la vegetación que rodeaba las orillas era
lujuriosa y de sombra fría.
Cuando los ojos de Siva contemplaron este lago, se conmovió; y contempló el río Sipra
que fluía de él, como el Ganges del disco de la luna. Este lago nunca se seca en la canícula
del verano. Quienes se han bañado en él y bebido de sus aguas adquieren, de acuerdo con
los estatutos de los dioses, el don de la inmortalidad, y, permaneciendo jóvenes para
siempre, atraviesan los años sin que sus facultades disminuyan. Cuantos se bañan en él
durante la noche de luna llena de octubre-noviembre son llevados en una carreta que emite
brillantes fulgores a la morada celestial de Visnú. Y quienes se bañan en él durante todo ese
mes, van a la morada de Brama y luego son liberados enteramente de todos los mundos de
la forma.
Junto a las aguas de este lago de paz fue donde Siva encontró nuevamente su reposo y
majestad, en la contemplación de la suprema, inmutable, que todo lo llena, fuente y término
de todo ser, que es el sustrato, vida y conciencia de todas las formas de la existencia. Allí se
liberó de su demencial fijación, que había amenazado desequilibrar el proceso del mundo.
Se centró en la meditación adamantina. Y así permaneció hasta que la Diosa, después de
haber tomado forma otra vez en la figura "de la doncella Parvati, hija de Himalaya, el Rey
de la Montaña y su esposa Menaka, lo sacó otra vez de su excelsa soledad, por la fuerza de
sus prolongadas austeridades físicas y espirituales, y retomaron la vida en común.

FIN.

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