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Un pequeño Dios.: Hacia una filosofía primera de la historia desde una perspectiva zubiriana
Un pequeño Dios.: Hacia una filosofía primera de la historia desde una perspectiva zubiriana
Un pequeño Dios.: Hacia una filosofía primera de la historia desde una perspectiva zubiriana
Ebook766 pages10 hours

Un pequeño Dios.: Hacia una filosofía primera de la historia desde una perspectiva zubiriana

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About this ebook

En estas páginas Héctor Garza Saldívar, SJ, despliega la propuesta de que el pensamiento del filósofo Xavier Zubiri reconceptualiza la historia y el papel del conjunto de las acciones personales en ella. Esta perspectiva contribuye a la recuperación de la aptitud de cada persona para constriuir una historia de liberación. La obra de Zubiri, nos dice el autor jesuita, permite reelaborar el análisis de la actividad humana y de su intrínseca dimensión social, de modo que lleva a comprender de una manera novedosa el proceso histórico y la importancia en éste de la responsabilidad y la creatividad. (ITESO), (ITESO Universidad).
LanguageEspañol
PublisherITESO
Release dateMar 20, 2023
ISBN9786078910175
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    Un pequeño Dios. - Héctor Garza Saldívar

    Imagen de portada

    Un pequeño Dios

    Hacia una filosofía primera de la historia desde una perspectiva zubiriana

    Un pequeño Dios

    Hacia una filosofía primera de la historia desde una perspectiva zubiriana

    Héctor Garza Saldívar, S.J.

    Logos

    Índice de contenido

    Portadilla

    Legales

    Introducción

    Capítulo I Los meandros de la Historia

    PARTE I EL AMANECER DE LA HISTORIA

    §1. Preámbulo

    §2. Despuntar de la Filosofía de la Historia

    PARTE II EL MEDIODÍA DE LA HISTORIA

    §1. Consideraciones iniciales

    §2. La Historia como auto–constitución reflexiva y práctica del ser humano

    §3. La Historia como proceso evolutivo

    §4. A manera de síntesis

    Capítulo II La agonía de la Historia: Jürgen Habermas

    §1. Crítica a la teoría histórica de Marx

    §2. El Mundo–de–la–Vida

    §3. Teoría evolutiva de la Historia

    3.1 Integración social e integración sistémica

    3.2 Racionalización del Mundo–de–la–Vida

    3.3 Colonización del Mundo–de–la–Vida por el Sistema

    3.4 Proceso histórico

    §4. Síntesis evaluativa

    Capítulo III El ocaso de la Historia

    §1. Contexto histórico del surgimiento de la problemática hermenéutica

    §2. El descubrimiento de la historicidad: Wilhelm Dilthey

    2.1 Consideraciones iniciales sobre la hermenéutica diltheyana

    2.2 Las vivencias

    2.3 Temporalidad e historicidad de las vivencias

    2.4 Expresión y con–vivencia

    2.5 Expresión e Historia

    2.6 Teleología intrínseca de la vida

    §3. Evaluación crítica

    Capítulo IV La Historicidad del Ser: Martin Heidegger

    §1. Consideraciones iniciales

    §2. Existencia humana y Mundo

    §3. Existencia, Yo y los otros

    §4. Existencia, temporalidad e historicidad

    §5. Síntesis evaluativa

    Capítulo V La Hermenéutica como filosofía primera: Hans–Georg Gadamer

    §1. Consideraciones preliminares sobre la hermenéutica

    §2. La Tradición

    §3. La historicidad de la comprensión

    §4. Conciencia histórico–efectual

    §5. A manera de síntesis

    §6. Consideraciones finales sobre la hermenéutica

    Interludio

    Capítulo VI Ruptura de la Hermenéutica

    §1. Preámbulo

    §2. Historia y Naturaleza

    2.1 Potencias y posibilidades

    2.2 Recuperación del sentir

    2.3 Más allá del Ser

    2.4 La existencia humana

    2.5 La convivencia

    Capítulo VII La historicidad humana

    §1. Realización de proyectos

    §2. Posibilidades sociales

    §3. Posibilidades y libertad

    §4. Posibilidades y tiempo histórico

    §5. Las posibilidades como acondicionamiento de la realidad

    §6. A manera de síntesis

    Capítulo VIII Metafísica de la Historia

    §1. Preámbulo

    §2. La historia como proceso de capacitación

    §3. Hacia una prima philosophia de la Historia

    Capítulo IX La Acción humana

    §1. Problemática

    §2. El sentir

    §3. La realidad sentida

    §4. La realidad como actualidad

    §5. La actualidad de la persona

    §6. La trascendentalidad de la realidad y el Mundo

    §7. El campo de realidad

    §8. El Ser y el Yo

    §9. La humanidad de las acciones

    §10. Las cosas reales

    §11. La espaciosidad de las acciones

    §12. La temporalidad de las acciones

    §13. Resumen conclusivo

    Capítulo X La socialidad de las acciones humanas

    I LA ACCIÓN SOCIAL

    §1. La actualidad de los demás en las acciones

    §2. La socialidad de la acción

    §3. La socialidad de la persona

    II LAS HABITUDES SOCIALES

    §1. El vínculo social

    §2. El sentido en las habitudes sociales

    §3. Mentalidad y tradición social

    III EPÍLOGO

    §1. Clarificación de supuestos

    §2. El ser humano como actor

    Capítulo XI La dimensión histórica de la actuación humana

    PARTE I APERTURA DE LAS HABITUDES SOCIALES

    §1. Las posibilidades

    §2. La apropiación

    II PARTE CARÁCTER HISTÓRICO DE LA ACTUACIÓN

    §1. Los otros como conformantes de la realidad humana

    §2. La conformación social como capacitación social

    §3. Creación histórica

    §4. Temporalidad del acontecer: el tiempo histórico

    §5. El espacio histórico

    Capítulo XII Intelección de la actividad histórica

    §1. Los sucesos como actividad

    §2. La razón como modo de intelección

    §3. La razón de las cosas

    §4. Las posibilidades como objeto propio de la razón

    §5. Conclusión

    Capítulo XIII La Historia

    §1. La tradición histórica

    §2. Carácter sistemático de la Historia

    §3. El cuerpo social

    §4. La realidad de la Historia

    §5. Excurso sobre el mal histórico

    §6. Conclusión: el ser humano como autor de sus acciones

    Epílogo

    Colofón: Un pequeño dios

    Bibliografía

    OBRAS DE XAVIER ZUBIRI

    OTRAS OBRAS CONSULTADAS Y CITADAS

    INSTITUTO TECNOLÓGICO Y DE ESTUDIOS SUPERIORES DE OCCIDENTE

    Biblioteca Dr. Jorge Villalobos Padilla, S.J.

    Diseño original: Danilo Design

    Diseño de portada: Ricardo Romo

    Diagramación: Beatriz Díaz Corona J.

    Agradecemos a la Fundación Xavier Zubiri por el apoyo para la promoción de esta obra.

    1a. edición, Guadalajara, 2023.

    DR © Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO)

    Periférico Sur Manuel Gómez Morín 8585, Col. ITESO

    Tlaquepaque, Jalisco, México, CP 45604 publicaciones.iteso.mx

    DR © Universidad Iberoamericana, A.C.

    Prol. Paseo de la Reforma 880, Col. Lomas de Santa Fe

    Ciudad de México, CP 01219

    publica@ibero.mx

    DR © Universidad Iberoamericana Puebla

    Blvr. Niño Poblano 2901, Reserva Territorial Atlixcáyotl

    San Andrés Cholula, Puebla, México, CP 72820

    libros@iberopuebla.mx

    Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización expresa y por escrito de los editores, en términos de la Ley Federal del Derecho de Autor y, en su caso, de los tratados internacionales aplicables.

    ISBN 978-607-8910-17-5 ITESO

    ISBN 978-607-417-985-9 Universidad Iberoamericana

    Digitalización: Proyecto451

    Introducción

    La Historia ha dado y da mucho qué pensar. Y conviene prevenir al lector desde un inicio que no nos referiremos en este escrito a la historia como conocimiento y comprensión de los acontecimientos pasados, a lo que se llama la ciencia histórica o historiografía, la actividad de los historiadores, sino que nos referimos a la historia como topos, como el ámbito en el que vivimos, estamos y somos. La historia como realidad presente que hunde sus raíces en el pasado y que se proyecta hacia el futuro. Dicho explícitamente, no es un libro de historia, sino de filosofía de la historia. Se trata de una reflexión filosófica sobre una realidad: la realidad histórica.

    De esta Historia es de la que decimos que ha dado y da mucho qué pensar. En primer lugar, porque el cristianismo, una de las raíces de nuestra cultura, es una religión histórica y esto ha estado gravitando en la inteligencia occidental desde su inicio. En segundo lugar, porque desde el nacimiento de la Modernidad y especialmente con el advenimiento del idealismo se hizo de la Historia la expresión misma del desarrollo de la humanidad y de su razón y, por ende, el vasto territorio virginal que invitaba, como ya lo estaba haciendo la Naturaleza, a su exploración, a su pleno descubrimiento y, como todo, a su sujeción racional.

    Desde entonces la Historia corrió como un concepto que hacía la contrapartida de la Naturaleza; una idea en la que se centraban los deseos, las ambiciones y las pugnas políticas, pero también las esperanzas y los ideales humanos. La historia se convirtió en el icono que representaba lo más auténticamente humano, lo menos animal. La historia era el as en la manga que teníamos para hacernos valer frente a la mirada fría e indiferente de un Universo en el que figurábamos como una mera casualidad. La historia era el nuevo territorio por conquistar y colonizar bajo el estandarte de la razón humana. La historia era lo que debería hacer desaparecer el espejismo de la Naturaleza como algo autónomo e independiente de la razón humana, y era la que debería someterla a sus exigencias. La historia era el signo del triunfo definitivo de la humanidad racional sobre un Universo que se doblegaba entregando sus tesoros, impotente, ante la lúcida e imperativa mirada de Napoleón.

    Pero la nueva realidad resultó más complicada y exigente. A medida que se iba penetrando en la oscuridad enmarañada de sus rincones, el territorio por conquistar se convirtió en conquistador y se fue introduciendo, poco a poco, en la entraña misma de la razón y, por tanto, en la sustancia misma de nuestro ser. Y como un nuevo Cronos goyesco fue devorando a sus hijos, los antaño dominadores, entre claroscuros de significados sin peso, y de una existencia humana sin sentido resaltada sobre un fondo oscuro, abandonada a la tierna indiferencia del mundo(1) en un lugar en donde todos somos, al final de cuentas, extranjeros.

    Quizá por todo eso la historia ha ido trasminándose al horizonte de nuestra vida cotidiana. En la vida ordinaria la historia no es aparentemente ningún enigma y todos nos entendemos cuando nos referimos a ella. Podemos hablar de la historia de nuestros pueblos, de la historia de la civilización occidental, y siempre sabemos que nos referimos a los acontecimientos pasados que son parte de nuestra herencia porque al fin y al cabo nosotros somos, de alguna manera, el resultado de aquellos sucesos, y nuestro presente es deudor de lo que antes pasó. Hablamos también de nuestra historia personal, y cuando aludimos a ella sabemos que esta historia es lo que cada uno de nosotros ha ido haciendo de sí mismo a través de una larga serie de decisiones bien o mal tomadas, con más o con menos condicionamientos de tipo social, familiar y psicológico que han acotado el ámbito de nuestra libertad. De la misma manera, quizá de modo más acusado a partir de la década de los años sesenta del pasado siglo, es un lugar común hablar de que vivimos en la historia, de que la historia no es sólo lo que podemos saber de los acontecimientos pasados sino que la historia es el presente y lo que proyectemos para el futuro ya no sólo individual sino socialmente. De que el futuro de nuestras naciones, de nuestros pueblos y de toda la humanidad es algo que pende de lo que podamos hacer ahora.

    En estas últimas décadas, a raíz de la globalización económica, de la universalización de la información y la comunicación, del surgimiento de la conciencia de los problemas ecológicos como consecuencia del inusitado desarrollo científico–tecnológico, y de los graves problemas mundiales de inequidad e injusticia en el reparto de los bienes materiales, educativos y sanitarios, se ha agudizado la conciencia de que somos solidarios ya no sólo de nuestra nación, sino del mundo todo; de que vivimos en la tierra y de que el futuro de ella depende de todos; de que somos responsables de lo que podamos hacer y de que si somos responsables, es que, de alguna manera, no sólo vivimos en la historia, sino que somos hacedores de ella.

    Junto con todos estos tópicos comunes de nuestro tiempo, habría que añadir, dentro de la esfera de influencia del cristianismo, la gran dosis de teología en nuestra manera común de entendernos en la historia y de entender la misma historia. Es precisamente el cristianismo el que nos ha llevado a ver en la historia algo más que una serie de acontecimientos casuales y accidentales que nada tienen, en definitiva, que ver con nosotros. Nos ha conducido a entender la historia como un proceso unitario que tiene un sentido: realización de un designio de salvación para toda la humanidad; proceso que es conducido ultimadamente por Dios mismo, que por esto es providente.

    Esta visión nos ha permitido hablar de la historia como un proceso que es único, progresivo, finito y lineal en el que intervienen tanto la acción divina como las acciones humanas por medio de las cuales Dios va realizando su designio. Claro que la manera de interpretar este concurso de acciones es diferente según se insista más en la acción de Dios como Providencia que, en extremos, llega a identificarse con una especie de fatalidad o destino que conduce las riendas de la historia personal y social, o según se insista en las acciones humanas por medio de las cuales Dios actúa en el mundo, en la medida en que vayan intentando la realización explícita del ofrecimiento de salvación y liberación radical de la humanidad, afanándose por descubrir su Voluntad en los acontecimientos personales y sociales que vamos viviendo.

    Evidentemente que no es sólo el cristianismo el que influye en nuestra manera ordinaria de entender la historia, sino también las distintas teorías filosóficas que, sobre todo, a partir de la Ilustración han hecho de la historia materia explícita de su reflexión y que se han filtrado a ese bagaje común de conocimientos y creencias a los que recurrimos para orientarnos en la vida inaugurando esa nueva cualificación de la conciencia como conciencia histórica. Es claro, por ejemplo, que muchos de los conceptos de la visión histórica del marxismo están más o menos diluidos en nuestra manera de ubicarnos y de mirar nuestro presente y nuestro pasado, y en esa borrosa responsabilidad que sentimos para la construcción del futuro.

    Parte también de esta conciencia histórica en la que nos movemos cotidianamente es aquella percepción, quizá más agudizada a partir de las dos últimas décadas del siglo pasado, de que no hay una sola historia sino varias; que cada época, cada pueblo, tiene la suya propia, que muchas de las cosas que consideramos importantes (valores, tradiciones, costumbres, instituciones) son relativas y de que, por tanto, están llamadas a desaparecer, como tantas han desaparecido, en el curso del tiempo.

    Pero, al mismo tiempo, junto con esta relatividad ha ido surgiendo en nosotros la conciencia de que cada cultura es valiosa, de que cada pueblo tiene algo que aportar a los demás. Convivimos con una universalidad, sobre todo económica y comunicativa que, por supuesto, afecta la cultura y las instituciones políticas particulares pero que, al mismo tiempo, nos hace descubrir más hondamente nuestras diferencias y particularismos que, a pesar de su relatividad, nos parece importante conservar porque están presentes en nuestra forma de ser.

    Por ello, no podemos dejar de ver que, junto a la globalización económica que vivimos, surgen, a la vez, fuertes nacionalismos y fundamentalismos religiosos. Y ahora que los Estados nacionales están debilitándose por la interrelación mundial surgen también otras nuevas naciones.

    ¿Será que todavía podemos pensar en una historia común, universal, de toda la humanidad, pero que no suprima las diferencias sino que las respete? ¿Será que pensamos que aún podemos caminar juntos, pero no en una uniformidad sino en un pluralismo cultural, y que aunque nos podamos organizar globalmente en algunos aspectos no renunciemos, sin embargo, a organizaciones particulares y diversas?

    También habría que destacar el impacto creciente de la actividad científica y tecnológica en nuestra manera de ubicarnos en la vida. El avance científico–técnico es la manera en la que se concretó aquella idea tan cara del pensamiento histórico de los siglos pasados del progreso como sentido unitario de la historia. Es indudable que esta idea ha permeado nuestra visión de la historia humana y del futuro de la humanidad. Aunque también participamos de los cuestionamientos, sobre todo en el ámbito ético, que se han hecho del tal progreso científico que no ha ido acompañado de un desarrollo de la humanidad de los seres humanos, del acceso desigual de los pueblos a ese avance, y de sus consecuencias, no suficientemente evaluadas, ecológicas, sociales y morales. No obstante esto, hay una tendencia a creer que el sentido de nuestra historia está en que vayamos progresando. Pero quisiéramos un progreso integral; quisiéramos un desarrollo de nuestra humanidad integralmente considerada, en el que ciertamente desempeñan un papel importante la ciencia y la técnica, ya que son las que nos permiten vivir mejor, pero no son el único factor. Y en esto también sentimos que somos responsables puesto que creemos que podemos hacer las cosas de diferente manera.

    Todo esto quiere decir que vivimos una época en la que no sólo el cristianismo, sino aquel descubrimiento que comenzó a gestarse en el siglo XVII de la conciencia histórica, han llegado a ser parte de nuestro bagaje cultural y de la orientación cotidiana de la praxis. Evidentemente de una manera no exenta de ambigüedades, porque no hay una teoría unitaria ni de la sociedad ni de la historia. Así, la teología y conceptos de diversas filosofías de la historia y otros más conviven más o menos mezclados sin que lleguemos a saber bien a bien cómo podrían sintetizarse tantos elementos tan dispares. Es decir, ordinariamente sabemos de qué se trata, esto es, podemos orientarnos prácticamente, aunque no podamos dar razón de eso que sabemos ni, si nos preguntan, sepamos cómo conciliar elementos teóricos de diversas procedencias que no son tan fácilmente conciliables.

    Tenemos así la creencia en que, de alguna manera, hablar de la historia es referirnos a algo que vamos haciendo los seres humanos en nuestras acciones; pero nos cuesta trabajo conjugar esta creencia con aspectos de nuestra vida, tanto social como personal, que también sabemos que se escapan de nuestras manos. Nos enfrentamos constantemente con regularidades en nuestra conducta y en la conducta de los demás que no reflejan precisamente lo que queremos, sino lo que de alguna manera hemos recibido. Nos enfrentamos con instituciones desde el Estado nacional hasta las maneras de conducirse socialmente, incluso en asuntos triviales, sobre las que no hemos decidido. Y no sólo esto, sino que, como un nuevo Moisés miquelangelino, al golpe del cincel parecen tener vida propia y desarrollarse según sus dinamismos internos sin que en esto tengan nada que ver nuestras acciones ni nuestras humanas intenciones; o, más bien, en donde las acciones humanas, individuales o grupales, serían consecuencia de estructuras independientes.

    Aun así, es parte de nuestra conciencia histórica pensar que cuando nos referimos a la historia no nos estamos refiriendo a algo ajeno a nosotros. La historia nunca la vemos desde la lejanía de una mirada observante, desde la distancia necesitada y dominadora con que queremos atrapar los misterios de la naturaleza, sino que, en la historia, siempre, de una u otra manera, nos sentimos envueltos, porque ella nunca está simplemente ahí, ante nuestra mirada, sino que la historia somos nosotros mismos y nos afecta. Sentimos que cuando hablamos de la historia estamos hablando en el fondo de una creación humana. Pero este en el fondo nos preocupa, porque al tratar de descifrarlo, al tratar de hablarlo, no sabemos bien a bien cuál es este fondo siempre amenazado por el torbellino de la causalidad científica o por el discurso de quienes quisieran difuminar ese fondo en el anonimato y la indiferencia del movimiento estelar, o en el anonimato de la aparente estabilidad y dinamismo de aquello que, siendo creación humana, no se sostiene sino por la acción humana.

    Y es que en el fondo no nos resignamos a la impotencia de quienes han dado vida a monstruos o gigantes que terminen por devorar a sus propios creadores. Porque, aunque tenga algo de verdad aquel dicho de si crías cuervos te sacarán los ojos, también es verdad que si he criado cuervos algo podré hacer para que no me saquen los ojos.

    Es entonces cuando empiezan a surgir los problemas. Porque ¿será que en verdad podemos hacer algo ante realidades que hemos creado pero de las que ya no podemos prescindir, y que parece siguen una lógica propia de desarrollo? Tenemos, por ejemplo, todo el vasto campo de la ciencia y la tecnología. Es el terreno en donde más se manifiestan las ambigüedades de nuestra manera ordinaria de entender la historia. En él se conjuga el sentimiento de que, por una parte, se trata de algo que nosotros mismos hemos hecho y, al mismo tiempo, por otra parte, parece ser el parámetro con el que juzgamos el desarrollo histórico de tal forma que sería este desarrollo autonomizado el que ahora nos conduce, el que ahora nos va haciendo y el que va, en definitiva, determinando los procesos históricos. Se trataría de algo así como el verdadero sujeto de la historia.

    A pesar de las críticas conocidas de la escuela de Frankfurt a la racionalidad instrumental moderna, a pesar de los cada vez más intensos problemas ecológicos, a pesar del desarrollo armamentista, el hecho es que seguimos subidos en el tren de los avances científicos y técnicos. Las sociedades se dividen en función de su acceso a ellos y de su dominio científico y técnico: sociedades avanzadas y atrasadas, países industrializados y productores de materias primas, sociedades desarrolladas, en vías de desarrollo y subdesarrolladas. El conocimiento científico es sinónimo de verdadero conocimiento; la verdadera realidad es la realidad a la que se accede desde la ciencia. Todos los ámbitos de la vida humana tienden a cientifizarse, garantizando así su racionalidad y su progresismo. Es conocida la tesis de Habermas de cómo en las sociedades superindustrializadas, aunque no sólo, la misma estructura política se va tecnificando para regular y corregir los efectos negativos de la economía capitalista, logrando así una legitimación a través de la elevación del crecimiento económico y del incremento de los niveles de consumo.(2) Y así el desarrollo científico–técnico aparece como la variable independiente fundamental, de la cual depende todo lo demás.(3)

    En la medida en que aquel proceso se instalara en todos los ámbitos de la vida humana y de la vida social se garantizaría el acceso a su realidad y, lo que es aún más importante, siguiendo el espíritu del positivismo iniciado por Comte, se podría ir previendo y, en este sentido, controlando un mundo de legalidad en el que nos sumergiríamos. Así, poco a poco, nos encontramos con que no sólo la física o la biología, sino también la política, la economía, la sociedad y la historia misma tienen sus leyes naturales frente a las cuales no podemos hacer otra cosa que adaptarnos para sobrevivir.

    Una manera de hacerlo es el recurso actual a la organización de la sociedad civil. Ante la tecnificación de la política y la consecuente despolitización de las masas, ante una participación democrática que se limita a la elección de las personas que se encargarán de la administración del Estado, surge la actividad de la sociedad civil que se organiza de diversas maneras para suplir los vacíos políticos y servir de instancia crítica ante las opresiones económico–políticas y la ausencia de valores orientadores de la vida social. Lo que no está claro es si esta actividad social va creando nuevas perspectivas y nuevas orientaciones, o se trata nada más de correctivos humanizantes de dinamismos, como es el incontenible avance científico y técnico, que de suyo son independientes.

    Desde otra perspectiva, estas ambigüedades de nuestra manera ordinaria de irnos entendiendo y de ir entendiendo la historia misma se manifiestan en la división de mundos en los que a veces parecemos vivir. Por un lado, la esfera de la vida privada en la que nos sentimos responsables y creadores de nuestra propia historia, si bien no totalmente. Ahí está Freud y su análisis del mundo interior con sus espectros inconscientes, con sus neurosis, represiones y compulsiones. Sin embargo, es un mundo mío; un mundo del cual puedo irme apropiando. Y, por otro lado, la esfera de la vida pública, el mundo exterior, con sus estructuras y sus leyes, con sus conflictos y negatividades que no controlo, en el que tengo que cumplir un determinado papel. Un mundo extraño y desencantado que no es un mundo mío, pero lleno también de recursos y oportunidades para mi propia realización personal. Es un mundo del que me apropio en la medida en que lo reduzco a ser un momento de mi vida interior y un momento de mi historia personal que, en definitiva, es la única historia importante porque es la única de la que realmente soy sujeto. Es la reducción de toda historia a ser biografía personal. ¿No es éste uno de los síntomas de la tan traída y llevada mentalidad postmoderna?

    De alguna manera los conceptos de la filosofía y de las ciencias sociales van pasando a ser parte de un saber de trasfondo de la vida cotidiana. En algunos aspectos este saber es parte esencial no sólo de la orientación práctica de la vida, sino también de la misma convivencia social. Es conocida la importancia que han dado las sociologías comprensivas, por ejemplo, a la acción humana como fundamento de la sociedad que no se comprende sino en el marco de ese saber, incluso por los mismos especialistas o teóricos sociales. Son las comprensiones de sentido común que poseen grupos humanos en medios culturales compartidos, o lo que otros llaman saber mutuo o acervo de saber recibido por tradición. Se trata de un cuerpo de saber teórico que se utiliza para explicar por qué las cosas son como son, por qué ocurre lo que ocurre tanto en la vida social como en el mundo natural; se trata de un saber que constituye un marco de seguridad ontológica básico para sostener encuentros humanos o para orientarse en la vida. Estas comprensiones de sentido común incluyen tanto el saber acumulado por las experiencias de la gente ordinaria como también, como hemos dicho, las teorías elaboradas por especialistas teóricos, científicos y filósofos, o por personas que tienen acceso especial a algún tipo de conocimiento especializado, como los sacerdotes o los magos.(4)

    Aunque este saber común es un ámbito fundamental para la vida humana, no se trata de un coto cerrado. Está abierto a enriquecimientos y transformaciones sobre la base de nuevas experiencias, y está abierto a nuevas teorías que van constituyendo marcos de sentido que proveen esquemas comprensivos que, a su vez, repercutirán en la manera en la que el hombre se comprende a sí mismo y la manera como puede ir orientando su praxis.(5) No es lo mismo entendernos como agentes de nuestro propio destino que como objetos constituidos por fuerzas que nos van moldeando y de las que dependen incluso los proyectos que podamos elaborar y los fines que nos podamos proponer. No es lo mismo, tampoco, entendernos como puro proyecto en un mundo en el que todo es posible que comprender que nuestra historia se halla entreverada de actos libres y comportamientos inexorables.

    En ese contexto surge la pregunta por el papel de los seres humanos en la creación de la historia en la que ya estamos. En estos marcos de sentido común, aparte de la perspectiva religiosa y teológica, simplificando un poco y sin hacer muchos matices, se han incorporado básicamente elementos de dos teorías. Aquella que resalta la importancia de la acción humana como hacedora de historia, la libertad, la creatividad y la responsabilidad. Es la perspectiva en la cual se mueven las teorías hermenéuticas o comprensivas. Las acciones humanas no se pueden analizar como cosas naturales porque en ellas hay ingredientes que sobrepasan el ámbito puramente natural. Las acciones tienen un momento de significado, tienen un sentido, persiguen ciertos fines, buscan realizar intenciones que se proponen. Y el entramado de estas acciones se va objetivando constituyendo un mundo humano significativo que hay que interpretar. Sin embargo, lo que no queda claro en estas teorías es la relación de estas acciones libres, sus intenciones y fines, con las propiedades de estructuras constituidas, la naturaleza o la sociedad; ni con una orientación y finalidad universal de la historia humana considerada un proceso unitario con un determinado sentido.

    Por otro lado, nos encontramos con aquellas teorías que, sin negar la realidad de las acciones humanas individualmente consideradas, sin embargo, conciben la historia como un proceso fundamentalmente desvinculado de los individuos y sus acciones para hacer de ella el desarrollo, dialéctico o evolutivo, de entidades supraindividuales, llámense la especie, el género humano, la humanidad, el espíritu, la naturaleza, la razón o las fuerzas productivas... que asumen el papel de verdaderos y reales sujetos o macrosujetos de la Historia. Ésta se concibe como un proceso de autoconstitución de la Humanidad en el cual ésta va desplegando su verdadero ser. Debido a ello se puede comprender la totalidad histórica como un proceso universal, continuo y progresivo. Lo importante, en este caso, sería encontrar las leyes o regularidades que rigen su desenvolvimiento y a las que, obviamente, están y deben estar sometidas las acciones humanas individuales a pesar de la apariencia de libre movilidad y de persecución de fines autónomos que pueda haber en ellas. En realidad estas acciones no son sino la expresión en términos de futuro de una férrea necesidad, de tal forma que los hombres no hacen sino lo que están condenados a hacer.(6)

    Es claro que elementos de ambas teorías, que hunden sus raíces en la filosofía ilustrada de la historia y en la tradición romántica que continúa Wilhelm Dilthey, tienen que ver con las ambigüedades de nuestra manera no unitaria y fragmentada de entender la historia y de entendernos a nosotros mismos y nuestras acciones.

    En el fondo de estas divergencias late el problema de la conceptuación de la acción humana, del sujeto real de esta acción y de su relación con ámbitos de la realidad que rebasan el plano de las acciones y que más bien se presentan como presupuesto de ellas, por ejemplo, las estructuras sociales, el lenguaje, el mundo simbólico, los valores o las normas. Puesto de otra manera, se trata en el fondo del problema de las relaciones entre el ámbito de la subjetividad y el de la objetividad que ha estado presente desde el principio en la constitución de las ciencias sociales, tanto en los debates sobre su estatuto epistemológico y las discusiones en torno a la comprensión y la explicación, como en los debates en torno a la realidad de la sociedad y de la historia.

    Este dualismo originario se concreta en la oposición entre individualismo o colectivismo sociales; en la disyuntiva entre una filosofía de la acción o teorías de corte estructuralista y funcionalista; entre la elaboración de metarrelatos especulativos sobre la historia o historicismo radical; entre la posibilidad de una historia universal o historias parciales y cerradas sobre sí mismas; entre sentido o sinsentido de la historia. Y, a la postre, en la cuestión de si los seres humanos concretos son víctimas de la historia o, aunque en un momento dado haya seres humanos que son víctimas de la historia, en definitiva, pueden dejar de serlo porque, si no total y absolutamente, parafraseando la discutida tesis marxiana, son los seres humanos los que hacen la historia.

    Son las experiencias que vivimos y los esfuerzos teóricos que vamos haciendo para entender estas experiencias los que nos van situando y orientando de determinada manera en la vida. Estos esfuerzos teóricos se nutren, en parte, como hemos dicho, de lo que los intelectuales nos dicen. Y el punto es que ahora nos vemos inundados por lo que éstos nos dicen de tan diversa manera y desde tan diversos puntos de vista, que al fin nos encontramos desorientados por su misma desorientación.

    Todo esto se inserta en una situación en la cual parece que lo único sólido es precisamente la verdad científica y sus traducciones técnicas que nos hacen la vida más fácil y llevadera; en la que el derrumbe del llamado mundo socialista ha puesto en claro la verdad de la economía de mercado y, contra todo colectivismo totalitario, la realización del sentido de la historia en la democracia liberal(7) y el neoliberalismo económico. De tal manera que ya nada cabe esperar, o más bien, quizá lo único que cabe esperar es que las víctimas hasta ahora de la historia sean por esa misma historia reivindicadas, y se integren plenamente en los beneficios de la ciencia, la economía y la democracia. Una situación en la que, fuera de aquella realidad científica toda otra realidad se ha convertido en sentido,(8) y un sentido que cada vez depende más de cada uno y sus propias interpretaciones, las cuales, a la postre, hacen vivir a cada uno en su propio mundo, construyendo su propia historia (que es la única que queda). Una situación, en fin, en la que las utopías sociales parecen quedar reducidas al derecho de cada pueblo a vivir su propia historia privada, con su cultura, sus valores, sus tradiciones y costumbres, pero insertado en el marco global de la ciencia, la tecnología, la economía y la democracia liberales, so pena de su propia extinción.

    Y son aquella desorientación y esta situación las que plantean la necesidad de volver a intentar responder a los retos intelectuales que nos instan. No porque esto sea suficiente, sino porque es necesario para reorientarnos y ubicarnos en lo que somos y en lo que queremos.

    Ya desde 1942 el filósofo español Xavier Zubiri constataba la confusión y la desorientación que reinan en el saber de las cosas y, por tanto, en el mundo debido en gran parte a que, por la influencia del enorme desarrollo tecnológico, el saber se mide en función de su utilidad práctica. El conocimiento se ha ido convirtiendo en técnica. Por esto, se ha ido perdiendo, poco a poco, la conciencia de qué es lo que se quiere, "y entonces, afirma, sobreviene todo ese ensordecedor clamoreo en torno, en pro y en contra del ‘intelectual’, porque, en realidad, este mundo no sabe adónde va. En lugar de mundo, tenemos un caos, y en él, la función intelectual vaga también caóticamente".(9)

    Este vagar caótico se manifiesta en los riesgos de desviación a los que se ha visto sometido el saber y con esto la verdad y, por tanto, la misma orientación y rumbo de la vida y de la praxis humana:

    la verdad es expresión de lo que hay en las cosas; y entendidas éstas como meros datos empíricos, se desliza suavemente hacia el positivismo. La verdad no se conquista sino en un modo de interrogar a la realidad; y entendido este interrogatorio como una necesidad humana de manejar con éxito el curso de los hechos, se deriva hacia el pragmatismo. La verdad no existe sino desde una situación determinada; entendida ésta como un estado objetivo del espíritu, se sumerge en el historicismo.(10)

    Por ello se hace necesario aquello que estaba ya en los orígenes de la fenomenología de un retorno a las cosas, porque quizá en esta desorientación nos hemos ido quedando sin ellas, no porque en realidad estemos sin ellas, sino porque se nos han oscurecido, empantanados en la disyuntiva entre el sujeto y el objeto. Entonces se requiere volver a ellas desde otra perspectiva que se haga cargo de nueva cuenta de los problemas que se nos abren.

    Se trata del problematismo de la realidad o del ser de las cosas; el problematismo del mundo; y el problema de lo que sea la inteligencia y la vida teórica. Y estos tres problemas se encuentran planteados precisamente por tres realidades que constituyen el centro de la problemática del hombre actual: la historicidad radical del ser humano, la técnica y las urgencias vitales.

    La historicidad pugna por introducirse en el propio ser del hombre. Con lo cual la idea del ser vacila y se torna en grave problema. Por otro lado, la técnica ha modificado profundamente la manera como el hombre existe en el mundo [...] mientras para la Antigüedad la técnica era un modo de saber, para el hombre moderno va cobrando progresivamente un carácter cada vez más puramente operativo[...] de ahí la grave crisis que afecta a la idea misma del mundo y de la función rectora del hombre en su vida. Finalmente las complicaciones de todo orden en la vida cotidiana privada y pública, nos convierten en problema agudo los resortes más elementales sobre los que se hallaba montada nuestra existencia. La urgencia arrastra al hombre contemporáneo, y su interés se vuelca en lo inmediato. De ahí la grave confusión entre lo urgente y lo importante, que conduce a una sobreestimación de las decisiones voluntarias respecto de la remota e inoperante especulación teorética [...] la teoría va quedando tan alejada de la vida, que, a veces, lo teórico es sinónimo de lo no verdadero, lo alejado de la realidad.(11)

    De alguna manera la problemática alrededor de la acción humana y su imbricación con la historia abarca estos tres núcleos problemáticos. No se puede responder sino desde una comprensión nueva de la historicidad del hombre y de la realidad y, por tanto, de una nueva mirada sobre la historia; desde un replanteamiento radical de lo que sea el mundo y la convivencia humana en ese mundo, y desde una reformulación de lo que sea la inteligencia humana y su relación con las cosas que nos permita des–oscurecer lo que se ha llamado sujeto y objeto y clarificar asimismo la imbricación entre teoría y praxis. No es indiferente cómo respondamos a estas cuestiones, porque no es indiferente cómo nos situemos ante nuestras propias acciones y ante lo que con esas acciones hemos ido creando y podemos crear.

    El hacernos cargo de estos problemas nos mantendrá en el filo de la navaja ante dos abismos que nos cercan: o el nihilismo radical —producto del desencantamiento actual de la racionalidad moderna y del descubrimiento de la historia que en forma de historicismo amenaza con devorar todo a su paso sin dejar más que un transcurrir sin sentido, paradójicamente, sin ninguna otra base que un sentido autorreferencial que termina siendo ininteligible—(12) o el fatalismo, o al menos la desesperanza resignada, a la que se nos condena al hacer de la historia un proceso autosuficiente que en su imparable desarrollo termina igualmente por devorarnos aunque sea en nombre de una plenitud del género humano, de un progreso ascendente que nos promete un paraíso o de la realización plena de una racionalidad que nos promete igualmente la verdadera liberación. Creer que absolutamente cualquier cosa es posible o que absolutamente todo es ineluctable son cosas que nos inutilizan por igual, nos abandonan a idéntico desánimo, en definitiva, nos paralizan.(13) O como dice Raymond Aron en su libro Dimensiones de la conciencia histórica, el hombre aliena su humanidad tanto si renuncia a buscar como si imagina haber dicho la última palabra.(14)

    Ante esto, nuestra propuesta es que la filosofía de Xavier Zubiri nos permite reconceptualizar, desde una base sólida, lo que sea la historia humana y el papel de las acciones humanas en ella, que nos hace posible superar esta desorientación. Creemos que el análisis que el filósofo ha hecho de la intelección humana nos permitirá escapar del dualismo entre sujeto y objeto, entre una historia en la que se privilegian los momentos subjetivos de intencionalidad, o de una objetividad histórica en la que desaparece prácticamente la importancia de la intervención de las acciones humanas. Al igual que hace posible la superación de la disyuntiva entre una historia que se reduce a una pura transmisión de sentidos que hay que interpretar, o una historia que sería el mero desarrollo evolutivo de un sujeto trascendente y colectivo bajo la guía del progreso científico–tecnológico. Creemos que los conceptos aportados por Zubiri nos permitirán reelaborar el tema de la historicidad humana, del análisis de las acciones humanas y de su intrínseca dimensión social e histórica, de tal forma que nos lleven a comprender de una nueva manera el proceso histórico y la importancia en él de la responsabilidad, la libertad y la creatividad humanas. En suma, creemos que la filosofía de Zubiri nos ayuda a recuperar aquella dimensión, que será tan cara a la filosofía ilustrada de la historia, de la posibilidad y la capacidad humanas para ir construyendo una historia de liberación.

    1- Albert Camus, El extranjero, Alianza, Madrid, 2012.

    2- Algo que también Gadamer hacía notar: Tal vez nuestra época esté determinada, más que por el inmenso progreso de la moderna ciencia natural, por la racionalización creciente de la sociedad y por la técnica científica de su dirección. El espíritu metodológico de la ciencia se impone en todo. H.–G. Gadamer, Verdad y método i, Sígueme, Salamanca 1996, p. 11.

    3- E. Ureña, La teoría crítica de la sociedad de Habermas, Tecnos, Madrid 1978, p. 69. Cfr. J. Habermas, Ciencia y técnica como ideología, Tecnos, Madrid, 1984, p. 102.

    4- Cfr. Anthony Giddens, Las nuevas reglas del método sociológico, Amorrortu, Buenos Aires, 1997, p. 142.

    5- Ibidem, pp. 101 y ss.

    6- Manuel Cruz, Narrativismo en M. Reyes Mate (Ed.), Filosofía de la Historia, Trotta, Madrid 1993, p. 255.

    7- Cfr. Francis Fukuyama, El fin de la Historia y el último hombre, Planeta, México 1992.

    8- A una situación similar a la planteada se refiere J. Conill en su artículo Pragmática, Hermenéutica y Noología. Pugna de analíticas más allá de la criptometafísica en Revista Endoxa, Vol. II, N° 12, Madrid, 1999, pp. 756–757.

    9- X. Zubiri, Naturaleza, Historia, Dios, Alianza–Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1987, p. 32.

    10- Ibidem, p. 44.

    11- Ibidem, pp. 53–54.

    12- Antonio Pintor–Ramos, Realidad y Sentido. Desde una inspiración zubiriana, Publicaciones Universidad Pontificia Salamanca, Salamanca 1993, p. 239.

    13- Manuel Cruz, "Narrativismo...", p. 255.

    14- Raymond Aron, Dimensiones de la conciencia histórica, FCE, México 1983, p. 54.

    Capítulo I Los meandros de la Historia

    PARTE I EL AMANECER DE LA HISTORIA

    §1. Preámbulo

    Es más o menos claro que vivimos en el momento presente una crisis a la que se puede bautizar de muchos modos: una crisis de valores, de formas de vivir, de ideales y esperanzas, de creencias, de sentido del conjunto de nuestra vida y de nuestra historia... En general, se podría llamar crisis de la cultura, al menos de la cultura occidental. Crisis que se ha ido gestando a lo largo de un centenar de años y a la que ya, de alguna manera, se referían o anunciaban pensadores del siglo XIX como Nietzsche y Freud. Una crisis de la cultura occidental, que, sin embargo, toma carices planetarios por su mismo desarrollo histórico orientado y movido por su dinámica interna de universalidad, de dominio racional y de criticidad que ha ido arrastrando al resto de la humanidad. En este sentido, podemos hablar de una crisis global.

    De una forma u otra, todas las culturas se ven en la necesidad de enfrentarse a Occidente, sea para incorporarlo o para rechazarlo, sea para asumirlo o para distanciarse de él, sea pacífica o violentamente. Confrontación que puede adquirir manifestaciones económicas, religiosas, específicamente socioculturales e incluso nacionalistas. Desde esta perspectiva, aunque evidentemente no de forma exclusiva, se podrían mirar acontecimientos actuales como el enfrentamiento del mundo islámico al Occidente cristianizado, la azarosa búsqueda de la propia identidad de China, e incluso, quizá, conflictos como el judeo–palestino. Y todavía más, se podría rastrear ya este fondo en sucesos anteriores como la lucha vigesémica entre el mundo comunista y el mundo capitalista, el movimiento independentista de la India de Gandhi, los conflictos descolonizadores del África negra, el ímpetu revolucionario latinoamericano de los años setenta y ochenta, los movimientos indigenistas, las autoafirmaciones culturalistas y nacionalistas. La tradición occidental, de una forma que habrá que clarificar, se ha convertido en un ingrediente de las diversas culturas y, sólo en este sentido, su crisis conlleva una crisis de la globalidad. Y, si esto es así, quiere decir que no sólo la sociedad humana se ha mundializado sino que también, quizá por primera vez, la historia humana es una historia universal. Cuestiones todas que esperamos que a lo largo de este escrito puedan irse iluminando.

    En el ámbito intelectual, este malestar de la cultura hunde sus raíces en el fracaso de la razón moderna de construir un mundo plenamente humano desde sus supuestos de universalidad, de conquista de la verdad eterna e inmutable, y de progreso indefinido sometiéndolo todo a sus imperativos. Estos supuestos fructificaron en uno de los mayores logros intelectuales de Occidente, que es el conocimiento científico, a donde fueron confluyendo los mayores esfuerzos de la humanidad para ir dominando y sometiendo el mundo natural a las insatisfechas necesidades humanas, y, en virtud del cual, se esperaba que la convivencia social se fuera configurando racionalmente de tal modo que el mundo humano expresara la vocación irrenunciable del hombre a la libertad. Sin embargo, las crecientes dificultades intelectuales para someter el ámbito humano a la objetividad exigida por la ciencia, la misma crisis interna de la ciencia natural, y los sucesivos descalabros que las experiencias traumáticas del siglo XX trajeron consigo, han ido cuestionando seriamente aquellos supuestos sobre los que se construyó la razón moderna.

    Filosóficamente esta crisis de la razón se expresa en el radical cuestionamiento del supuesto fundamental sobre el que se construyó la moderna racionalidad: el ego cogito cartesiano. La filosofía de la subjetividad o la filosofía de la conciencia había corrido desde entonces como el paradigma incuestionado, punto de partida y fundamento de toda construcción teórica hasta su sacudimiento con la aparición de la fenomenología de Edmund Husserl, su reelaboración con Martin Heidegger y sus desarrollos posteriores, así como con las reflexiones filosóficas sobre el lenguaje, sobre todo, a manos de Ludwig Wittgenstein. Se trata de una profunda evaluación de la razón ilustrada que ha llevado, entre otras cosas, a un intento de superación de la dualidad sujeto–objeto y, por tanto, de la dualidad subjetividad y objetividad; a un descentramiento del sujeto moderno; a un cuestionamiento crítico del papel dominador de la razón; a un descubrimiento de su radical historicidad e imbricación en el lenguaje, en formas de vida o en el mundo de la vida alumbrado por Husserl, y a una superación de la dualidad kantiana de razón teórica y razón práctica, o la nueva dualidad entre razón instrumental y razón ética o comunicativa.

    En el campo propiamente de la filosofía de la historia, todo esto ha conducido a una revisión de la concepción Ilustrada de la historia humana. Esta revisión ha ido llevando a lo largo del siglo XX a una confluencia de diversas tendencias en la Hermenéutica, ya no como metodología propia de las ciencias humanas, sino como una alternativa filosófica y metafísica de la Modernidad.

    Esto no quiere decir que haya una unanimidad respecto al abandono de la concepción Ilustrada de la historia con sus características de desarrollo lineal, universal, progresivo y emancipatorio. Por un lado, están quienes propugnan por una asunción crítica de la Ilustración en la que se incorporen los planteamientos de la filosofía hermenéutica conservando aquellos caracteres señalados antes. Y, por otro lado, estaría la corriente que se decantará más hacia un distanciamiento radical con la filosofía de la historia ilustrada para proponer una visión de la historia basada en mundos configurados lingüísticamente y, por tanto, en la dimensión de sentido que constituye culturas diversas e incomparables.

    La filosofía de la historia es una creación de la Modernidad y es evidente que justamente el diálogo crítico con ella sea la columna vertebral de los planteamientos actuales sobre la Historia. Esquematizando y, por tanto, simplificando un poco las cosas, trataremos de exponer apretadamente este diálogo en los siguientes capítulos, desde dos puntos de referencia: el desarrollo de lo que podemos llamar una filosofía progresista de la historia que se gesta en continuidad con el gran optimismo con el que nace la Modernidad, y el desarrollo de la crítica a esta visión Ilustrada de la Historia que culmina en los planteamientos de la filosofía hermenéutica. Esto nos dejará abierto un panorama rico y problemático que abordaremos e intentaremos esclarecer valiéndonos de la propuesta filosófica de Xavier Zubiri.

    §2. Despuntar de la Filosofía de la Historia

    Asumimos sin más que el origen de la concepción moderna de la Historia encuentra su fuente remota en la experiencia religiosa veterotestamentaria, y la más próxima en la primera teología cristiana de la Historia elaborada, sobre todo, por san Agustín en su célebre obra La Ciudad de Dios, y después desarrollada a partir de esa base por diversos teólogos a lo largo de los siglos.(1)

    La teología cristiana es un esfuerzo de pensar la Revelación desde los grandes logros de pensamiento que aportaba la filosofía griega. Así abre para la mentalidad grecorromana un nuevo horizonte, posibilitado por la necesidad de pensar al hombre desde Dios y no sólo desde la Naturaleza. Con esto abre el horizonte de la Historia como un proceso unitario y con sentido, lineal, universal y ordenado por la Providencia. Se rompe con la idea griega de que la historia es el ciclo de las mismas cosas porque al fin y al cabo la naturaleza humana es la misma, no hay nada nuevo bajo el sol, y cuya importancia, muy relativa, es el recuerdo de lo que pasó ya sea como ejemplo, ya como escarmiento. Desde la perspectiva cristiana, en cambio, la historia cobra una importancia fundamental. Es el lugar de la manifestación y realización de los designios de Dios y es el ámbito temporal de nuestra propia regeneración.(2)

    Si intentamos hacer un breve esbozo de lo que sería una teología cristiana de la Historia tenemos ya delineados los elementos que seguirán presentes, de alguna manera, en el surgimiento de la llamada filosofía de la historia a partir de la Ilustración. La Historia es la historia de la humanidad y ésta es una historia de salvación. Se trata de una historia universal que tiene un principio absoluto en la creación y un solo fin absoluto. Por lo mismo es una historia lineal, irreversible y ascendente que ha ido pasando por etapas sucesivas. El sentido de la Historia hay que buscarlo en los designios salvíficos de Dios para los hombres. Y es su Providencia la que va tejiendo esta historia guiándola a través de sus intervenciones epifánicas y la que va ordenando todos los acontecimientos para encauzarla hacia su plenitud. Las acciones humanas van colaborando en este proyecto en la medida en que, conducidas por la gracia del Espíritu que capacita la voluntad, vayan realizando una comunidad que se rija por la ley del amor, por medio de la cual se irá construyendo la nueva humanidad, el hombre nuevo espiritual. Esta Historia tiene, finalmente, una meta que es trans–histórica, la Resurrección, la plena realidad del designio amoroso de Dios para el hombre y para toda la creación.

    Como sabemos, a partir del Renacimiento se va dando un desplazamiento desde la teología a la antropología. El hombre se convierte en la medida de todas las cosas. Con esto se ponen los cimientos para una nueva comprensión del proceso histórico, que va a ir sufriendo el mismo desplazamiento, primero hacia el antropocentrismo y, posterior y consecuentemente, hacia el problema del conocimiento científico de los acontecimientos históricos.

    Se puede describir este proceso como la paulatina secularización de la visión teológica de la historia.(3) La Modernidad nace de la inseguridad y de la búsqueda de una seguridad cierta para orientarse en todos los aspectos de la vida. Esta seguridad se va a ir encontrando a partir de Descartes en la razón humana, que es el clímax del giro antropocéntrico que ha comenzado en el Renacimiento, una razón encerrada en sí misma como único fundamento del cual partir a la búsqueda del mundo y de Dios. Esta razón, sostiene Zubiri,

    se pone en marcha, y en un vertiginoso despliegue de dos siglos, irá subrayando progresivamente su carácter creado sobre el racional, de suerte que, a la postre, la razón se convertirá en pura criatura de Dios, infinitamente alejada del Creador y recluida, por tanto, cada vez más en sí misma […] solo ahora, sin mundo y sin Dios, el hombre se ve forzado a rehacer el camino de la filosofía, apoyado en la única realidad substante de su propia razón: es el orto del mundo moderno.(4)

    Nace, pues, este mundo de la inseguridad y de la soledad, como un repliegue sobre sí mismo y, más tarde, como un no poder salir de sí mismo. Por esto, la razón se lanzará a la búsqueda de las cosas y a la búsqueda de la seguridad. Y ¿con qué se encontrará? No con las cosas sino con objetos; no con la realidad sino con la objetividad; no con la verdad de las cosas sino con la certeza. Desde aquí se irá delineando, poco a poco, la ciencia como el acceso privilegiado a la realidad objetiva, la realitas objectiva de Descartes.

    Este desplazamiento antropocéntrico y racional evidentemente repercutirá en un nuevo modo de enfrentarse con la historia. Si antes la historia humana era vista desde la perspectiva de la Providencia, visión que aún domina ya bien entrado el siglo XVII en el Discurso sobre la historia universal (1681) de Jacques–Bénigne Bossuet (1627–1704), se verá ahora desde la perspectiva de una razón, la humana, que se va liberando en la historia hasta llegar a su pleno reconocimiento en la Ilustración.

    Voltaire (1694–1778), quien acuña el término filosofía de la historia, es el primero en ofrecer una visión de la historia desde el espíritu humano como espíritu racional. Que la razón sea la verdad del hombre es algo que se ha puesto en claro por primera vez. La naturaleza propiamente humana es la naturaleza racional. Esto, aunque ya se había vislumbrado en otras épocas históricas, sólo en la Modernidad llega a su completa tematización. Así como los historiadores del siglo han ido descubriendo los verdaderos acontecimientos históricos despojándolos de sus vestiduras supersticiosas y fantasiosas haciendo ver de este modo su falsedad, así la verdadera filosofía de la historia será leerla desde la perspectiva racional. Es la historia el proceso en el que se ha llegado, en pugna con el fanatismo, la ignorancia y la superstición, a la liberación de la razón. Y razón significa progreso y perfeccionamiento del hombre motivado por los ideales de libertad, justicia y tolerancia, sobre todo religiosa.

    Estas líneas apenas conjeturadas por Voltaire se irán desarrollando en el futuro hasta llegar a su culminación en la filosofía de la historia de George Wilhelm Friedrich Hegel (1770–1831). En lugar de la Providencia tenemos la Razón, el triunfo del Espíritu, la Humanidad que va dialécticamente progresando y perfeccionándose. Por esto, de acuerdo también con el espíritu científico, en el que se iban concretando todas estas ideas, será importante conocer cuáles son los mecanismos y leyes del desarrollo del progreso para poder acelerarlo y dominarlo en un proceso indefinido, ya que ilimitada es la perfectibilidad y la mejoría del hombre en su mundo.

    La Historia es un proceso orientado inmanentemente hacia una finalidad que le da sentido y la universaliza totalizándola. Lo que en la historia se realiza no son los designios salvíficos de Dios, sino la completa auto–constitución progresiva del género humano para llegar a su plena emancipación tanto de sus servidumbres naturales como morales en un dominio técnico cada vez mayor y en una más plena cristalización de los ideales morales en un orden político de derecho.(5)

    Es verdad que en la concepción histórica que se ha ido fraguando en la Modernidad no hay uniformidad. Y ya en este periodo se van decantando, poco a poco, los orígenes de la corriente crítica de la Ilustración que madurará justamente en la filosofía hermenéutica del siglo XX.

    Tanto en la Nuova Scienza de Giambattista Vico (1688–1744) como en las Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit (1784) de Johann Gottfried Herder (1744–1803) nos encontramos con un esfuerzo por pensar la historia no especulativamente a la luz de la apropiación humana de la razón, motivo tan exaltado en la Ilustración, sino desde dentro de ella misma. Si hay un orden, un sentido y una dirección históricas, éstos se tienen que encontrar indagando en lo que ha sucedido sin imponerles una idea a priori.

    Tengamos por cierto y averiguado que la intención de Dios respecto del género humano en la tierra será reconocible inequívocamente hasta en las partes más embrolladas de su historia. Todas las obras de Dios tienen esta propiedad

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