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El crimen no paga (pero quiere cobrar)

En nuestro país se ha discutido mucho el tema del llamado “arrepentido” legislado en

materia de delitos vinculados a estupefacientes. Por un lado, se preguntan si es ético que el

Estado recompense a quien da información acerca de delitos o delincuentes y si puede,

válidamente, recurrir a los delincuentes para cumplir su función de seguridad. Mientras

que, por el otro, se argumenta, a favor, con base en la eficacia de esta clase de política para

la prevención de delitos.

En realidad, la ley premia al que brinda cierta información y no requiere de

arrepentimiento alguno. La reducción de la escala penal, o la exclusión de pena, es un

puro intercambio de mercancías que ambas partes desean.

Se trata de la creación de incentivos para conducir ciertos comportamientos de las

personas. En el libro Freakonomics se cuenta que en una guardería muchos padres

retiraban tarde a sus hijos; para evitarlo se introdujo una multa de tres dólares por retraso,

el porcentaje de retrasos aumento a más del doble. Ello debido a que se impuso un

incentivo muy bajo, resultaba menos caro que contratar una niñera por ese tiempo y muy

poco relevante con relación a la cuota de la guardería. Pero había otro factor, se reemplazó

un incentivo moral por uno económico, los padres podían comprar la culpa que

originalmente sentían por retirar fuera de hora a sus hijos.

El arrepentido representa un incentivo que se es un descuento sobre el incentivo negativo

de la pena de prisión. Igualmente, este incentivo es económico y no moral, economía de

tiempo. El problema ético o moral con esta clase de incentivos, en derecho penal, es que se

encuentran con el fundamento del castigo relativo a la culpabilidad por el hecho. El

delator no reduce su culpabilidad por el hecho ya cometido y por el cual se lo está

juzgando, se le entrega un tiempo de libertad en desmedro de su culpabilidad.

La perspectiva utilitarista, prima facie, no encuentra objeción a los incentivos de cualquier

clase (económicos, morales o sociales); si se previene otro delito o se quita al delincuente


sus herramientas para cometerlo, se logra un objetivo relevante, se reduce la criminalidad.

En definitiva se privilegia un fin preventivo o de defensa social.

El Estado negocia la solución del problema con lo cual los límites morales de su poder de

castigar se vuelven menos estrictos.

Estas disquisiciones acerca de incentivos nunca llegaron a proponer un caso hipotético en

que el incentivo penal por antonomasia la pena de prisión chocara tan radicalmente con

un incentivo económico monetario como el caso real que enfrentan las autoridades

colombianas por estos días.

Un guerrillero de las FARC, asesina a su líder, conocido como Iván Ríos, y se presenta, con

una mano del occiso, reclamando el pago de la recompensa, que el gobierno colombiano

ofrecía, de dos millones seiscientos mil dólares.

La recompensa en cuestión era ofrecida por el aporte de información que permitiera llevar

a la captura o muerte de ciertos líderes rebeldes o narcotraficantes.

Estas recompensas integran un programa de lucha contra la criminalidad organizada. En

la página de Internet de la armada nacional de Colombia, se indica que durante el año

2005 la Fuerza Pública colombiana pagó un total 7.716 millones de pesos, de su moneda,

en recompensas por información con la que se logró “neutralizar” diferentes actores

delincuenciales en el país. De este monto, 7.090 millones, es decir el 89.18 por ciento,

correspondieron a pago por información contra los grupos subversivos y terroristas, y 563

millones contra el narcotráfico.

El procedimiento para hacer efectiva esta “política” consistió en el reparto, entre la

población de ese país, de una, dicho textualmente en la página citada, “baraja de poker”,

en la que cada “carta” tiene la fotografía del delincuente buscado y los montos que el

gobierno ofrece por su captura.


Retomando el caso, el gobierno halla el cuerpo, corrobora la identidad y se encuentra en la

disyuntiva de pagar a quien mató con el fin de cobrar la recompensa o juzgarlo por

homicidio.

El ministro de defensa colombiano dijo que no pagar desprestigiaría el programa. El Fiscal

General de la Nación expresó que en este caso que comentamos que no habría pruebas

para acusar por homicidio al informante, pero que habrá una investigación.

Está claro que la mera confesión no puede probar el hecho, pero si alguien se presenta

diciendo que mató a otro y como prueba trae una mano del muerto, hay elementos como

para tomarlo en serio. La confesión no hay duda de que fue libre, ya que lo hizo para pedir

el pago.

El dilema es si una acción delictiva y de las más graves, puede pasar a ser una acción

meritoria, de tal forma que deba ser recompensada. A su vez, si lo juzgan por homicidio, la

confesión fue incentivada, de alguna manera, por el Estado, pues se hizo para reclamar el

pago legalmente dispuesto. En el Código Penal argentino, como en la mayoría de los

códigos del mundo occidental, es más disvalioso matar por precio, promesa remuneratoria

o por codicia; en consecuencia, no sólo se incentiva el homicidio, sino una forma

especialmente grave del mismo.

En realidad, se puede argumentar que hay dos acciones, una la del homicidio y otra la de

dar información acerca del paradero del jefe guerrillero. Aunque el paradero se conozca

porque el mismo que da la información lo mató y enterró.

Una salida consiste en decir que el “informante” incurre en una confusión, acerca de lo

que la norma dispone. Este error no puede atribuirse a la política de recompensas, la cual

se basa en la “adquisición” de información y no en el incentivo de homicidios. De lo

contrario la norma, léase el Estado, instigaría al homicidio y sería una reedición del se

busca vivo o muerto del lejano oeste americano.


Está claro, a esta altura, que no sólo se trata de si el informante tiene o no derecho a cobrar.

Si no pagan, desincentivarán nuevas informaciones o resultados que de cierta forma el

Estado ve con buenos ojos. Si pagan, reconocerán que el matar a un guerrillero o

narcotraficante de la “baraja” es una conducta no sólo permitida, sino meritoria y

susceptible de ser premiada.

Algunos podrán decir que la solución es sencilla, se le paga la recompensa y se lo juzga

por homicidio. Se lo recompensa por la información y se lo castiga porque consiente en

ser investigado por homicidio, atento a que confiesa el hecho como parte de su búsqueda

de la recompensa. Es decir, si quiere la recompensa que se arriesgue a ser castigado.

A su vez, como problema indirecto, el principio de que “nadie puede enriquecerse de su

propio delito” quedaría un poco desubicado. Dworkin relata el caso “Riggs v. Palmer”

(1889) que se refiere a un joven que mata a su abuelo, quien había testado a su favor. El

tribunal resuelve que el nieto no debe heredar a su abuelo, aunque no había disposición

legal en contrario. Esta decisión se basa en que no puede adquirir una propiedad por

medio de su crimen, de lo contrario sería recompensado por su delito.

Pareciera que un Estado de Derecho debe dar un mensaje claro con sus normas y con la

ejecución que de ellas haga; no puede decir que está mal matar y luego que, dependiendo

de si la persona está en la baraja oficial, está bien; al punto de recompensarlo.

La solución debe ser clara, pagar y juzgar no lo es; presentará ante la ciudadanía una

disquisición teórica difícil de asimilar. La solución deberá demarcar si se trata de un estado

resultatista o de un estado de derecho. O dicho de otra forma, si el fin justifica los medios.

Esto es mucho más que derecho penal del enemigo, no sólo se lo trata como enemigo por

parte del Estado, sino que el propio Estado busca que sus conciudadanos actúen frente a

ese enemigo como si se tratare de una pieza de caza. Como una ampliación violenta del

minuto de odio del libro 1984.


Como en todo dilema, en especial cuando se entrelaza el derecho, la ética y la política, no

hay una solución que sea totalmente satisfactoria para cada uno de los intereses en juego.

El Estado Colombiano deberá decidir si reafirma su política de recompensas debido a que

los resultados le parecen acertados, enfatizando el realismo político de corto plazo, o la

revierte en pos de reforzar el principio de que su Estado es un verdadero Estado de

Derecho. El juego de los incentivos económicos en derecho penal es un juego peligroso que

trabaja en el filo de la navaja de garantías.

La opción que adopte el Estado colombiano definirá la suerte del informante, que ya jugó

su carta ética al matar para cobrar, pero también la de un país entero que verá definirse la

calidad ética de su Estado.

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