7) CULTURAS
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Con el cuestionamiento a la Ciencia surge el cuestionamiento a la cultura dominante y a su
hegemonía impuesta por el mercado mundial en su expansión permanente. Inevitablemente entonces se
redescubre el valor de las OTRAS culturas, sus formas de pensar y de actuar. Ya no hay más (o no
debería haber) una clasificación de seres humanos en más y en menos cultos sino en portadores de una
u otra cultura. Y ya no existe esa ciega fe en la ciencia de Occidente que nuestro sistema de
enseñanza sigue inculcando, para mantener la cuota de poder de viejas vacas sagradas. Si bien la
ciencia de Occidente es un poderoso e irreemplazable instrumento transformador, no es
omnipotente, ignora lo que depreda y está sometida a las leyes brutales del mercado. Fuera de su
ámbito hay saberes necesarios que sólo poseen los portadores de otras culturas.
¿Qué significa ser expresión de una cultura? Yo soy un producto de la segunda mitad del siglo
XX, me sirvo de la nueva tecnología, pero no sé fabricar un motor a explosión, ni una televisión,
ni una computadora; desconozco los cálculos precisos para poner en órbita un satélite
geoestacionario. Los charrúas usaban en sus quilapí los mismos signos que aparecen en las
pictografías, pero se cuestiona que las pictografías fueran hechas por ellos. Pero ¿hasta dónde llega
el concepto de ellos? ¿No habría cierta división del trabajo? Nada se dice. Molestaría demasiado a
la Historia Oficial descubrir que la cultura charrúa era muy desarrollada. Mejor para el Poder es
preservar las rígidas sentencias sobre su atraso endémico. Sólo es flexible la Ciencia cuando se la
presiona y se le paga para que sus conclusiones coincidan con los intereses de los que la
financian.
Pero no hay mal que dure cien años. En América Latina asistimos en las últimas décadas al
redescubrimiento, a la revalorización de los mitos y leyendas de los pueblos originarios.
Tradicionalmente el botánico (trabajando para una universidad o un laboratorio) registraba
cultivos, estudiaba la recolección y empleo de hierbas y controladores biológicos de plagas de las
culturas tradicionales, y atribuía toda esta sabiduría indígena a procesos prácticos de estas
comunidades, a un saber empírico sin elaboración teórica anterior ni ulterior.
Por su parte el antropólogo recogía leyendas y “supersticiones” que archivaba con curiosidad y
que le servían para comparar imaginarios simbólicos de diferentes pueblos.
Sólo ahora entendernos que el mito, la leyenda, el relato tradicional sobrenatural, son (al mismo
tiempo que expresión de espiritualidad) una forma teórica diferente de describir ciclos y procesos de la
Naturaleza y la Sociedad.
El saber tradicional tiene su conceptualización, su rigor discursivo, sus hipótesis y
verificaciones, pero no lo comprendíamos; había faltado una aproximación holística a las
cosmovisiones diferentes para entenderlas.
Claro que los saberes de los pueblos tradicionales tienen errores y preconceptos. ¿La Ciencia
no los tiene?
Claro que gran parte del saber tradicional de los pueblos originarios ha quedado obsoleto
con el brusco cambio de contexto. ¿Pero acaso no es verdad también que gran parte del saber de la
Física Experimental ha quedado obsoleta por el brusco cambio de escala y de superposición de
escalas en el que razonamos ahora'?
Bien; vamos revalorizando así otros sistemas de conocimientos.
La Ciencia, no obstante ello, es insustituible, y es el sistema de conocimientos más adecuado
para encontrar soluciones tecnológicas a los nuevos desafíos; pero por sí sola, sin diálogo con
saberes más éticos y de mayor responsabilidad ambiental, se vuelve demasiado peligrosa. ¿ Quién
controla al mercado de producción científica? ¿Cómo se establecen sistemas de monitoreo
ciudadano a procesos científicos férreamente custodiados en su secretividad por patentes, propiedad
intelectual y razones de Estado? ¿Cómo se logra informar a la ciudadanía para democratizar el
debate sobre ética en la ingeniería genética, la donación, las patentes sobre formas de vida y las
semillas transgénicas?
El diálogo multicultural pone a la humanidad ante posibilidades más ricas de futuro. Quizás así
la gente logre descubrir que los ritmos de la Naturaleza son más sabios que los ritmos que impulsa el
combustible fósil que derrochamos y el mercado que exalta el derroche.
Volvamos por un momento al tema de las culturas inferiores y superiores.
Reitero aquí lo que dije más arriba. Yo prefiero llamar superiores a aquellas culturas
americanas tan sabias que no sólo no formaron imperios sino que lucharon para que los imperios
no se formaran o no se expandieran.
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Estas culturas “superiores” vivieron en sabia relación corla Naturaleza en general y con sus
semejantes en particular. No debemos idealizarlas, pero debemos apartar de ellas el grueso manto de
racismo tras el que fueron devaluadas.
Las entidades espirituales que adoraban eran fraternas y pedían ofrendas, no sacrificios. A
veces se enojaban pero era fácil aplacarlas. En el retiro espiritual de cada uno era muy sencillo
dialogar con ellas.
Entre estos espíritus, diversos pero en una relación horizontal entre sí, andaban las almas de los
muertos queridos.
Una vez le pregunté a un Ñanderú (jefe espiritual) de los Kaiwá Guaraní por qué a veces en su
oración hablaba de muchos dioses o entidades espirituales y a veces hablaba del Gran Espíritu, d e
Dios. Fingió no entenderme.
Un tiempo después, ante mi reiterado interés, me respondió algo así: hay muchos espíritus
buenos; a veces nos ayudan entrando en nuestros sueños, a veces se incorporan en un pájaro que nos
da una señal. Pero cuando ocurren grandes cosas, o llega un gran dolor para todos, entonces los
espíritus se unen, son el Gran Espíritu, forman a Dios. Este tiempo que corre ahora es para nosotros
un tiempo de Dios.
En el origen hubo también un tiempo de Dios, según los guaraníes:
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7.2) CULTURA POPULAR Y CULTURA TRADICIONAL
“...los remedios (con componentes) animales son de lo más disparatado, lo que por otra parte no
es de extrañar puesto que en la farmacopea europea se empleaban muchos otros semejantes sin que se
ruborizaran ni los que los ordenaban ni los que lo expendían”
(AMBROSETTI, Juan: “Supersticiones y leyendas”, Ediciones Cinco, Buenos Aires, 1994)
América Latina construye y recrea su espiritualidad siempre joven y lo hace sobre la base del
sincretismo religioso y cultural.
La comunicación intercultural que culmina en síntesis audaces se da a pesar de (y no gracias a) la
imposición, la ambición y los intentos hegemónicos de conquistadores y tiranos. El sincretismo mulato y
mestizo, memoria y preservación de la diversidad cultural, vence a ese gran esfuerzo homogeneizador que
es la televisión.
La mcdonaldización no impide en el adolescente urbano la pequeña cinta de color en la muñeca o
el tobillo, el regionalismo que lo identifica, ni el aire campesino o afroindígena que se cuela - a veces muy
a su pesar - en su forma de hacer rock' n roll. Muchachos y muchachas afroamericanos recuperan rizos y
trenzas minúsculas, y los Robin Hood de la resistencia indígena y afroamericana del ayer aparecen
estampados en las camisetas de los adolescentes de hoy.
Pero hay que saber leer las nuevas señales. Necesitamos que los jóvenes nos enseñen. A veces no
reconocemos la raíz indígena que en menor o mayor proporción está presente en toda América.
El siguiente texto es tomado de testimonios de campesinos andinos contemporáneos:
“Pachamama tiene tres maneras distintas de ser. Es el principio generador: recibe la semilla y la
hace germinar Es pasiva, receptora, productora y generosa. El hombre es libre de sembrarla,
cultivarla y cosecharla según mandan las estaciones. “Algunos días del año su vida es como la de una
mujer. En estos días los hombres no la pueden tocar Está prohibido trabajar la tierra so pena de
muerte.
“Una vez al año ella está enferma, llorando y sorda”
“De veras tiene huesos, tiene sangre” (...) “Sabe parir. Las papas pare. También hacemos estos
hornos de tierra. Esa cosa que estamos construyendo de ella ha nacido”
(FIRESTONE: “Pacha Mama en la cultura andina”, Los Amigos del Libro, La Paz, 1988)
La Pacha Mama es la madre que se fecunda, en esa relación andina a la vez edípica y sagrada. Los
mineros le siguen pidiendo permiso para entrar a sus entrañas, y en la Catedral de la Sal en el Altiplano
Cundi-Boyacense más allá de las imágenes cristianas sentí Fuertemente la presencia de la espiritualidad
indiana. No fui el único.
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Una vez un jefe espiritual Toba me dijo: “Cuando los primeros blancos dijeron a nuestros
antepasados que para Dios todos los seres humanos era iguales, nuestros antepasados les creyeron. Sabían
que era así. Lástima, pensaron, que los hombres blancos no supieran de qué estaban hablando.”
Cuando el Cristianismo entró a dialogar con las culturas y con las formas de sensibilidad
espiritual amerindias y afroamericanas recuperó a veces su mensaje original de utopía fraterna. Los
líderes con mayor sensibilidad hacia lo popular lo comprendieron rápidamente. Artigas en la vejez, en su
exilio paraguayo, les leía a los niños campesinos guaraníhablantes el Viejo Testamento porque
comprendía que un pueblo que elige el desierto y no la esclavitud era el mejor ejemplo para los futuros
ciudadanos de América.
El siguiente testimonio es típico de la Literatura Umbanda, el culto afroamericano más extendido
por América Latina, al que siguen por número de adeptos Kimbanda, Candomblé y Vudú-Santería y
Regla de Ocha:
“E preciso que se saiba que os Exus exercem desde os primórdios da criação, do mundo um
domínio intenso sobre os homens, e pela Lei da Compensação Deus permitiu aos descendentes de
Adão e Eva que outros elementos mais fortes os dominassem, porém, esses elementos cuja
denominação é conhecida com diversos nomes tais como: Entidades, Guias Espirituais, Orixás, lutam
tenazmente contra os elementos do mal para livrarmos das perseguições, e de tudo quanta nos retarda o
progresso espiritual”
(RIBEIRO, José: “Pomba Gira Mirongeira” Editora Espiritualista, RJ, Brasil)
Obsérvese en el texto anterior que en el mundo de los Exús y la Pomba Gira aparecen Adán y
Eva como progenitores primigenios de los seres humanos. La Cuba socialista de los años 70 quiso ver en
la Santería un “rezago del pasado”, una superstición que debía respetarse en cuanto creencia popular pero
que desaparecería con la construcción del Socialismo. El Gobierno Cubano se apresuró a recoger en el
Ballet Nacional Folklórico los elementos coreográficos del ritual afrocubano, pues supuso que registraba
para el patrimonio cultural del futuro ciertos rituales en vías de extinción.
En los años 90, ya la Literatura Cubana dice otra cosa:
“Los oráculos de los África nos traídos a Cuba y los de sus inmediatos descendientes criollos,
creadores del culto llamado Regla de Ocha o Santería, han influido sobre la vida activa de esta
comunidad religiosa de procedencia yoruba y tienen gran arraigo popular”
(BOLIVAR AROSTEGUI, Natalia: “Opolopo Ovo”, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1994)
Ya no hay “rezagos del pasado” en la Regla de Ocha. Cuba sigue manteniendo el mismo modelo
de sociedad, pero al hablar de religión afroamericana se vuelve al tiempo verbal que llamamos
“presente del Modo Indicativo”.
Pero el sincretismo que alteró tan profundamente las formas de la espiritualidad también perneó
las ideas sobre la comunidad, que son ideas políticas, con la introducción de las ideas liberales europeas
y norteamericanas.
Cuanto mejor era el diálogo multicultural mejor se adaptaban las ideas extranjeras, y viceversa. Claro
digo mejor desde la óptica de las mayorías; si adopto la óptica del mercado es al revés: las ideas liberales
se adaptan mejor arrasando las formas culturales y productivas diferentes.
El proceso artiguista en 1815 se nutría de una mística claramente indígena y misionera, tenía
consejeros negros para asuntos afroamericanos. Pero hablaba un lenguaje federativo ya asumido en las
leyes norteamericanas y una actitud contractual tomada del pensamiento de Rousseau.
El sacerdote montevideano Larrañaga fue el primer botánico y geógrafo que tuvo el suelo
uruguayo. Ya en 1814 se preocupaba por traer la vacuna antivariólica, recién descubierta en Europa, para
detener los genocidios silenciosos que se hacían mediante la contaminación de comunidades indígenas a
las que se donaban frazadas contaminadas.
Artigas lo recibe en 1815 en su toldería con honores, pues Larrañaga es representante del clero
y del saber humanístico europeo: pero lo sienta a comer en la mesa de los caciques indígenas,
algunos de ellos mujeres, y todos comparten el almuerzo sin discriminación alguna.
Por esos años el gobierno artiguista repartía tierras “de tal manera que los más infelices sean los
más privilegiados”; pero reservaba grandes extensiones de serranía y pradera vírgenes para los
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pueblos originarios y los afroorientales refugiados que desearan vivir en comunidad en zonas natura-
les. En realidad era una propuesta de relacionamiento con el Ecosistema desde el diálogo armónico
de la diversidad de culturas.
La Liga Federal de Artigas, a diferencia de otros procesos americanos de emancipación política, no hacía
énfasis en un igualitarismo) teórico (dogma liberal) sino en el derecho a ser diferente sin ser discriminado. El
participar en una cultura u otra de las coaligadas iba siendo más opción personal que determinación étnica.
Esto lo comprendió perfectamente la nación charrúa.
Se ha visto el sincretismo religioso -elemento distintivo de la cultura latinoamericana- como una
forma de enmascarar viejas creencias reprimidas bajo las formas de la nueva fe impuesta. Yo creo que
el fenómeno es mucho más complejo. Los África nos en América, para defender su animismo, debieron
recurrir a las formas y los espíritus de la floresta americana. Los pueblos originarios, en la interacción
solidaria con la diversidad cultural afro en palenques y kilombos, adoptaron algunas formas artísticas (y
religiosas, que es lo mismo) con clara influencia África na. Creencias precristianas que sobrevivían en las
aldeas europeas se retroalimentaron con el sincretismo afro americano que encontraron en estos vastos
territorios
El Cristianismo no fue interpretado por la gente sencilla corno sinónimo de Inquisición y
Conquista. La gente sin dinero no tiene una cabeza cuadrada como los liberales. Antes bien, la vida y
muerte de Jesús fue interpretada muchas veces como la repetición de un hábito antiguo de los
poderosos de castigar la santidad y la virtud, hábito autoritario propio de todos los imperios invasores y
opresores. La identificación de los guías espirituales tradicionales indígenas con los apóstoles perseguidos
tenía un sentido de resistencia que los evangelizadores no siempre percibieron.
Además, al ocultar los viejos símbolos de la fe reprimida, al hacerlos clandestinos, éstos se
transforman imperceptiblemente. Los cambios crecen de generación en generación. En su interacción
ya no son las mismas ni la religión del oprimido ni la del opresor.
Entre los esclavos África nos del Rifó de la Plata era común el culto a San Baltazar. El sabio rey
África no, que hace la ofrenda al Niño Jesús, es santificado por los esclavos para santificar a través suyo
las entidades espirituales negras a las que no se renuncia, y poder rendirles culto con ropaje cristiano.
Así fue en origen, pero vaya usted a explicarle esto a muchos afroamericanos de hoy,
fervientes católicos que erigen capillas en las que sitúan su santito negro solamente “por tradición de
los abuelos”. Claro, algunos saben por qué lo hacen; pero otros no. También el culto a San Benito en
América, no sólo entre los afroamericanos sino entre los pueblos originarios en contacto con
misioneros, debe estudiarse con mayor profundidad.
La revolución Independentista Latinoamericana del siglo XIX permite identificar tres actores
básicos, a veces hostiles entre sí y a veces aliados.
Las fuerzas monárquicas (con su ala conservadora y con su ala liberal) defendían básicamente la
posesión española de las colonias y la posesión lusitana del Brasil.
Jóvenes oficiales criollos de formación europea y liberal promovían la independencia y el libre
comercio, con el apoyo tácito de Inglaterra.
3) Sectores humildes de cultura indígena tradicional, África na o criolla, no siempre
independentistas, buscaban algo más simple: espacios para elevar su calidad de vida, eventualmente
acceder a la tierra en propiedad o en comunidad, y en ocasiones tener voz y voto en las decisiones
administrativas y políticas que los involucraban. Estaban más próximos al sentir de los pueblos originarios,
quienes hubieran visto de buen grado que monárquicos e independentistas fueran a pelearse entre sí a
Europa y los dejaran tranquilos.
Los estados nacientes en América Latina no son al principio “nacionales”. Las fronteras son fruto
de negociaciones y cambiarán muchas veces a lo largo del siglo XIX.
Pero las fronteras no se sufren impunemente. Una historia oficial repetida, aunque muchas veces
contenga falsedades, sumada al hecho de compartir avatares políticos y económicos, vivir juntos
tragedias y auges, sufrir la misma propaganda, van conformando identidades nacionales. En el ima-
ginario colectivo empieza a surgir una clara pero indefinible pertenencia a un territorio, una clara
pero indefinible adhesión a una bandera.
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A veces un ciudadano atribuye a su identidad como exclusivo un atributo que sin embargo es
común a otras identidades. “Paraguayo como la mandioca”, dicen los paraguayos para referirse a un
alimento tradicional; “cubano corno la yuca con mojito” dicen en el Caribe, sin saber probablemente
que mandioca y yuca son dos nombres para el mismo tubérculo, domesticado por pueblos originarios
americanos que se comunicaban entre sí con más eficiencia que los actuales, porque no estaban
mediatizados por la CNN ni regulados por el poder de los laboratorios, ni condicionados por internet.
En 1811, en territorio uruguayo, los criollos humildes alzados en armas contra España cantaban
esta copla:
“... é como se cada invocação urbana fosse um novo produto lançado ao mercado consumidor.
Indo além, a própria noção de qualidade de vida que perpassa o discurso urbanístico, é rendida aos
cidadãos consumidores”(...)
“...obsérva-se que cada nova intervenção urbana constitui-se também em ação e comuniçâo
simbólicas pois Curitiba hoje fixou-se ao nível nocional como estação condensado, por excelência, dos
anseios das classes dominantes relacionados a modo de vida e usufruto da cidade. A absorção acrítica dos
novos produtos urbanísticos e os rápidos processos de adeção social a idéias, valores e mitos associados a
cidade moderna, cidade de Primeiro Mundo, são indicadores da cristalização da imagem urbana
construída. A obtenção e manutenção deste padrão dominante expressa, por sua vez, a agilização do dos eles
entre meios técnicos de comunicação, esfera cultural e aparelhos de poder”
(SANCHEZ,Fernanda: “Cidade Espetáculo” Editora Palavra, Curitiba, Brasil ; 1997. El segundo
fragmento está escrito en colaboración con TORRES Ana Clara).
Cierta vez alumnos de una universidad asuncena me preguntaron qué opinaba sobre la calidad de la
formación terciaria y de postgrado en el Paraguay en relación con los otros países de la región. Les
respondí que estaban peor, pero que tenían la intelectualidad más culta de Sud América, porque el
bilingüismo es en su país un atributo generalizado.
En algunos países del área andina se gasta mucho dinero para que los profesionales vinculados a los
servicios rurales aprendan las lenguas indígenas. En el Paraguay eso no es necesario: los paraguayos
“nacen” sabiendo el guaraní.
Un lingüista comentaba cierta vez que una diferencia cultural estadísticamente significativa
entre los habitantes de Montevideo y los de Buenos Aires es que mientras los primeros comprenden
mejor el portugués, los segundos comprenden mejor el italiano. Hay causas históricas y de vicisitudes de
las diferentes corrientes inmigratorias que explican esta diferencia.
Pero lo más interesante de las culturas fronterizas latinoamericanas, que son de por sí una
privilegiada opción de interrelacionar pautas, vivencias y saberes, es la dimensión más americanista
de su sentir.
Un ciudadano de frontera, en cualquier punto de América, percibe la relatividad de los estados
políticos. Muchas veces una educación xenófoba le ha hecho aborrecer al vecino que vive del otro lado
apenas del control aduanero; pero basta un cambio de situación, un respiro en la propaganda del
irracionalismo exclusivista, y la realidad salta a su vista. Más tarde o más temprano descubre que tiene
más puntos en común con su vecino transfronterizo (indocumentado o con documento diferente) que
con el capitalino compatriota.
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Las fronteras, especialmente las terrestres, son puntos geográficos de interés para una política
realmente integradora que empiece por la cooperación, la diversificación y la complementación local, el
trueque y el intercambio cultural; que comience por la integración en la abarcable escala humana de
lo local, y no por el convenio intergubernamental para dar luz verde a intereses trasnacionales sin
control, bajo el rótulo de “Mercado Común Regional”.
“...Al this moment she remembers the ritual of the Bororo wedding, the role off food in the
ceremony, which is related to feelings and social and cultural significance, thereby reclaiming her
Bororo Identity which lives according tradition. She married an Indian from the Tugarege group, from
the other side of the village, a fact which demonstrates her respect for indigenous regulation in
choosing a partner. She presents herself as a traditional Bororo, describing their rituals and customs.
“Even so, she values the civilized customs as well when she stresses the fact that her husband,
although Bororo, was a man who had studied and was a friend of the ranchers. Later we will see that Olga
two more failed marriages with Bororo men, and finally seeing down with a white man, more according to
her civilized side. ,,
(GRUBITS, Sonia: “I3ororo: identity in Construction” Universidade Católica Dom Bosco, MS,
Brasil, 1995)
¿Seguía siendo esta mujer una Bororo? ¿Es la identidad Bororo un proceso aún en construcción?
Evidentemente están surgiendo nuevas culturas, mutantes a pesar de sí mismas; las estrategias
de preservación de las culturas tradicionales exigen ciertos cambios para la supervivencia, y al vivir
esos cambios, los protagonistas se desencuentran con los ortodoxos que no han comprendido su
necesidad (o que demuestran que tal necesidad no existe, para irritación de los heterodoxos).
Conozco dirigentes indígenas que en la gestión de sus derechos comunitarios ante foros
internacionales se han transformado en “Duty free shop indians” (la tipología es de mi invención).
Siempre encuentran pretexto para no volver aún a sus comunidades, y siempre encuentran una ONG que
necesita del indio propio para atraer financiamiento externo. Desde luego, también uno tropieza en esos
foros internacionales más o menos monótonos con inconmovibles y auténticos representantes de sus
comunidades, indígenas o no, que pueden disfrutar momentáneamente del “confort” urbano pero que
vuelven con redoblada alegría a los suyos.
Pero el “Duty free shop indian” es ya una nueva forma de mestizaje. Hay otras más inevitables.
En cierta aldea de Mato Grosso do Sul una comunidad kaiwá comunicó que para no extinguirse necesitaba
un automóvil. El CIID canadiense participó en ese debate. “Antes” (afirmaba el chamán de la comunidad, y
yo traduzco a un español convencional) “las medicinas las teníamos en la selva. Pero ahora no hay
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selva, hay monocultivo de soja. Ahora las medicinas hay que pedirlas al hombre blanco. La picadura de
víbora no tiene un tiempo, no coincide con el único transporte colectivo que pasa por la ruta más
cercana, una vez al día, a muchos kilómetros de la aldea. Sin auto ¿dejamos morir a nuestros niños?”.
Recuerdo mi primera experiencia en el Orinoco, cuando en un recodo del inmenso río, junto a la
orilla selvática, fue desplegándose ante mi vista un inmenso tronco ahuecado, una canoa colectiva de
tecnología milenaria. La mecía la mansa correntada de la orilla, entre juncos y pájaros multicolores.
Acaricié con mis ojos su proa, su inmenso costado oscuro, hasta que apareció la popa... con su
rojiblanco motor deportivo fuera de borda. Cosas de nuestra época.
Conozco un hermano indígena del Mato Grosso que a los quince años se fugó de la aldea, trabajó
como obrero de la construcción en São Paulo, participó en un conjunto de teatro independiente y a los
treinta decidió volver a ser “indio”. Decidió recuperar su identidad, pero nunca fue el mismo, ni el
trato de sus antiguos compañeros volvió a ser igual. Creo que ya no se encuentra bien en ningún lado,
aunque se esfuerza por demostrar ante nosotros el orgullo que siente por su origen. Ojalá no caiga en el
alcoholismo; hace años que no lo veo.
Y conozco, por fin, a un adolescente uruguayo, de formación urbana y de “clase media”, que ama el
campo y las prácticas del rudo trabajo pastoril de la ganadería extensiva. Logró la autorización de su
padre para llevar ganado “de a caballo”, con un grupo de asalariados rurales (“troperos”), y “hacer
noche” en un precario “galpón”, en una estancia donde se haría el remate de los animales al día siguiente.
Meses había soñado con esa noche de fogón de hombres, con relatos sobre personajes sobrenaturales
mientras las brasas agonizaban, el mate ritual circulaba de mano en mano, y cada uno acondicionaba su
cuero de oveja para usarlo de almohada.
Pero en el “galpón” estaba encendida la televisión y todos los “troperos” estaban absortos en la rubia
belleza de la locutora argentina Susana Giménez.
Un conocido indigenista, destacado profesional universitario, estaba des cansando en su casa. Hasta ella
llegó un líder de una pequeña comunidad guaraní.
Entre paréntesis: cómo llegó el chamán a la casa del indigenista es uno de esos misterios que
hablan del sentido de orientación indígena aún fuera de su medio; orientación que no pierden ni siquiera
cuando deben tomar un ómnibus colectivo entre pasajeros que se apartan de su proximidad, desconfiados de
su extraño aspecto.
El líder espiritual hablaba con tristeza de sus nietos. Venden cestas, compran radios portátiles, no
tienen el debido respeto a la hora de la oración. ¿Dónde iría a parar el mundo? El intelectual también se
desahogó. Tiene una hija casada y visita asiduamente a sus nietos, siempre con la esperanza de saber qué
hacen, qué sueñan, qué esperan. Sólo recibe de ellos un “hola, abuelo”, un beso apresurado y los niños
vuelven a su video game.
Pero no está roto el afecto. Sólo es difícil encontrar un instrumento común de comunicación
(obsérvese aquí la insalvable redundancia idiomática).
Quien ha asistido a encuentros latinoamericanos de estudiantes ha comprobado la facilidad con que
éstos se entienden entre sí. No es sólo el idioma común (al fin y al cabo el portugués, lengua nativa del
30%; no es barrera infranqueable). Es un sentido común del humor, códigos éticos semejantes, una
disposición a pintar los mismos graffittis, jurarse el mismo amor eterno transitorio, y hacerse cómplices
de las mismas transgresiones.
No ocurre lo mismo en un encuentro de campesinos, o de pastores evangélicos, o sindicatos
latinoamericanos convocados por alguna coordinación internacional. El adulto participante busca los
prójimos más semejantes y se hacen ruedas respetando la proximidad geográfica y la afinidad étnica.
También aquí la interacción llega, pero tarda mucho más.
Y sin embargo, desde su universalismo, los jóvenes buscan también elementos identificatorios
con su cultura local; creo que hoy lo hacen más que en décadas atrás. El interés por los pueblos
originarios, por ejemplo, es tan fuerte en muchos jóvenes de hoy como lo era el interés por la Economía
Política de algunos jóvenes de los '70.
Los jóvenes de América Latina a quienes les toca vivir en este cambio de siglo y milenio no son
un universo homogéneo, pero son mucho más semejantes entre sí de lo que sus padres lo eran.
Estadísticamente hablando, estudiarlos requeriría una muestra representativa cuantitativamente menor
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que la requerida para analizar las pautas culturales, valores y conductas que caracterizaron a sus
progenitores en su dorada juventud.
Los sociólogos nos dan informaciones muy claras: los jóvenes de hoy creen menos en la
Educación como instrumento de ascenso social, no porque la subvaloren sino porque la consideran
como una oferta sin equidad. En caso de usar la Educación como trampolín de ascenso (lo hacen con
menos idealismo que antes) saben que la “devaluación de las credenciales educativas” los va a situar -si
quieren ganar- inevitablemente en la carrera competitiva y consumista de los postgrados, la llamada
“fuga hacia adelante”, que es fuga desde la creciente diseminación de títulos, hacia la competencia por
los post-títulos que representan una mejor posibilidad de colocación laboral.
Estos jóvenes de hoy están perfectamente informados de que la robotización y automatización
de los procesos productivos y de servicios son una magnífica oportunidad de trabajo para algunos
pocos y una fuente de desempleo para muchísimos más. Y son escépticos en general hacia la
posibilidad de cambios hacia la equidad en las próximas décadas, aunque tienen un inmenso deseo de
creer, de aferrarse a algo tangible.
Hay grupos inmigrantes que se esfuerzan por mimetizarse en la sociedad que los recibe. Lo
mismo hacen muchos pueblos oprimidos en su propio territorio.
La opción por la renuncia a la cultura tradicional puede basarse en el deslumbramiento por la
tecnología o la propuesta de vida de la nueva sociedad envolvente, pero en la inmensa mayoría de los casos
es una opción (cuando se da) que hacen las madres después de una consideración muy pragmática: a sus
hijos, piensan, les irá mejor en la vida si adoptan la forma de comportarse, razonar, hablar y vestirse
propia de los vencedores.
La propaganda masiva hace el resto. Los jóvenes entran en el Mundo de Marlboro, y creen que la
velocidad en la ruta es una opción libre de su generación, y no una sutil manipulación del marketing de la
industria del automóvil.
Pero la inmensa mayoría de los grupos inmigrantes que forman colectividades, y la inmensa mayoría
de las comunidades que sufren la ocupación colonial o neocolonial en su propio suelo, no hacen la opción
de diluirse en el mundo de los triunfadores, sino que conservan obstinadamente su cosmovisión y sus
prácticas culturales, buscando perpetuarlas en sus descendientes.
Este no es un fenómeno necesariamente positivo. Una colectividad fundamentalista enquistada en
una sociedad más liberal puede hacer sufrir. mucho a sus propios hijos, que en un momento pueden sentir
las imposiciones de sus mayores como una pesada carga.
Pero si no es siempre positivo, en la mayoría de los casos sí lo es. En la mayoría de los casos los
jóvenes asumen con orgullo su pertenencia al grupo, y entonces las minorías culturalmente diferenciadas
dan a su país de adopción, o al nuevo Estado que las circunda, la ofrenda de la diversidad cultural, cuya
preservación es uno de los mayores tesoros para el siglo que comienza.
No están muertos los recuerdos de la cultura ancestral. Sólo por su carga de poesía ya merecerían
perpetuarse como patrimonio de la humanidad:
“Esta es la relación de cómo todo estaba en suspenso, todo en ¿viola, en silencio; todo inmóvil,
callado; vacía estaba la extensión del cielo.
“Esta es la primera relación, el primer discurso. No había todavía un hombre, ni un animal, ni peces
ni cangrejos, ni árboles (...) sólo el cielo existía.
“No había nada que estuviera en pie: sólo el agua en reposo, el mar apacible, solo y tranquilo. No
había nada dotado de existencia.
“Solo había inmovilidad y silencio en la oscuridad de la noche. Solo el Creador: el Formador;
Tepeu Gucumatz:, los progenitores, estaban en el aguce rodeados de claridad. Estaban ocultos bajo
plumas verdes y azules por eso se les llamaba gucumatz. De grandes sabios, de grandes pensadores es su
naturaleza. De esa manera existía el cielo y también el Corazón del Cielo, que éste es el nombre de
Dios. Así contaban.”
(“Pop Vujh, las Antiguas Historias del Quiché” Editorial Universitaria Centroamericana, Costa
Rica, I987)
Pero no es sólo poesía. Es recuperar un hálito de vida para enfrentar un camino de desarrollo
neoliberal que conduce a la colisión con la esperanza, en colisión con un ecosistema que ya tiene señales
de agonía.
Las minorías culturales en América Latina son de dos tipos: las que preservan la memoria y la
práctica de los pueblos originarios, y las que son fruto de la inmigración (opcional o forzada).
Las primeras están muy acosadas. Entre ellas, aún las que han preservado sus tierras encuentran
dificultades para colocar trampas para animales en una selva que no existe o beber de un río que ya es
una cloaca de agroquímicos.
El abandono de la ética productiva, sustituida por estrategias de generar ingresos aunque sea
depredando, y aún estrategias de mendicidad, son problemas recurrentes de su nueva marginalidad.
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Pero hay innumerables comunidades que aún preservan la fuerza y la grandeza de sus mayores, y
junto a los valores éticos guardan sabidurías necesarias en nuestros tiempos. Estas sabidurías son
semillas que traen el germen de la solidaridad ancestral; la competitividad es en ellas apenas un gen
recesivo.
Claro, no podemos alimentar una gran ciudad con sabiduría tradicional; tampoco sirve en exclusivo
esta sabiduría si el ecosistema cambió irreversiblemente; y, por último, tampoco sirve como propuesta
integral porque sencillamente no queremos ser pueblos originarios, sino ciudadanos de esta América.
Pero qué importante sería enfocar desde su terca solidaridad y desde su conocimiento del
ecosistema los problemas de jóvenes, ancianos, mujeres, excluidos en general, para lo cuales las
tecnologías de punta no tienen una propuesta concreta que les permita sobrevivir decorosamente.
Las otras minorías culturalmente diferenciadas, las de inmigración forzosa (afroamericanas) o
inmigración más o menos voluntaria (euroasiáticas), son igualmente enriquecedoras para un futuro sin
exclusiones.
Hay que advertir sobre algunas excepciones: son aquellos grupos inmigrantes que han llegado
utilizados como ciego instrumento de proyectos depredadores de la 13 iodi versidad natural, en campañas
orquestadas por compañías inescrupulosas.
Pero en líneas generales la diversidad cultural sigue siendo uno de los grandes potenciales de América
Latina.
8.8) EJEMPLO DE OTRAS TIERRAS: SPANGLISH AND EBONICS (PARA UN ANÁLISIS COMPARADO)
Los jóvenes viven hoy más que nunca el tiempo de sus propias tribus.
Otras generaciones, al llegar a la edad juvenil, creyeron que su época era el momento de cambiarlo
todo. En cambio muchos jóvenes actuales piensan que no vale la pena hacer nada, porque nada puede
cambiarse.
Viven intensamente el hoy, perciben la información sobre lo nuevo con pasmosa rapidez, tienen
más capacidad para respetar lo diferente, pero maduran más tardíamente y se resisten a un pensamiento
estratégico, aún sobre su propio proyecto de vida. En cuanto a “cambiar el sistema”, como decíamos
nosotros, les suena a algo viejo, superado, “sesentista”.
Desde luego el joven proveniente de sectores marginados tiene otras características, entre las cuales
sobresale su madurez más precoz. En cambio, el rasgo de la imprevisión no sólo es común con su pares
etarios, sino que en él es aún más acentuado.
El joven campesino acompaña tardíamente estos cambios, aunque la televisión cable va
disminuyendo, poco a poco la disparidad de los ritmos.
En términos estadísticos es fácilmente verificable que los jóvenes se sienten muy identificados entre
sí y marcan más ostensiblemente que nunca antes la distancia con sus padres.
Y sin embargo, las raíces son tenaces.
En Estados Unidos aparecen jergas nuevas en el mundo juvenil, pero su expansión no es
homogénea ni mucho menos.
En los jóvenes urbanos “África namerican young people” aparece un dialecto específico que tiene
giros incomprensibles aún para los muchachos blancos del vecindario: el “Ebonics”. Lo sorprendente es
que los lingüistas descubrieron en este argot algunas estructuras gramaticales propias de las lenguas África
nas subsaharianas, lenguas que debían estar olvidadas varias generaciones atrás.
En los muchachos norteamericanos hijos de inmigrantes latinos pobres se abre paso el “Spanglish”.
Este novísimo dialecto posee raíces latinas y terminología inglesa, y reelabora permanentemente formas
verbales de síntesis.
El Spanglish tiene ya sus graffitis. Como el graffitti siempre es la cabeza del iceberg de la poesía
underground, podemos deducir (e inducir) la existencia de rondas de poesía transgresora, con marihuana o
sin ella, en la fantástica experiencia de creación que cada generación recrea a su modo.
Sí; las generaciones nuevas no salen como sus padres quisiéramos, sino como ellas mismas deciden o
creen decidir, en un mundo de interacciones manipulables e inversiones colosales que hacen los adultos más
astutos con lenguaje joven en el marketing publicitario. Y de algún modo se introdujo en mi asociación
de ideas el tema de la marihuana, que no estaba en el subtítulo.
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Lo que ocurre es que a veces me guío por aquella respuesta de Sócrates en el diálogo platónico,
cuando un alumno le preguntaba adónde quería llegar, y el Maestro le contestó: “todavía no lo sé; iré
donde el soplo de la razón me lleve”.
Nos angustia la droga, el delgado margen que existe entre el consumo incidental y la adicción.
Pensando mal, en un mundo tan lleno de apariencias engañosas y de manejos silenciosos, lo prohibido
legalmente puede ser también una trampa del sistema publicitario para canalizar las transgresiones y dejar
fuera de foco, fuera del alcance de la imaginación más rebelde, otras transgresiones posibles, más peligrosas para
lo que se desea perpetuar por el poder tras el trono y menos peligrosas para quien las asume.
Mientras tanto, al Spanglish y al Ebonics se los reprime sutilmente, devaluándolos,
persiguiendo su posibilidad de crear, imposibilitando prácticamente su posibilidad de publicar,
cerrando toda posibilidad de crecer en ellos.
Este ejemplo norteamericano, aunque mejor estudiado que los nuestros, no es ajeno a muchas
realidades latinoamericanas. Admitamos que en Norteamérica algunos debates son más transparentes.
Y hay más dinero para investigar.
Y no todo el mundo académico del Norte cierra filas en torno a posiciones conservadoras.
Muchos jóvenes lingüistas y sociólogos norteamericanos, vinculados a la vieja escuela
cualitativista de Chicago y al interaccionismo simbólico, han asumido la defensa de estos
instrumentos expresivos que son las nuevas lenguas juveniles; y proponen una estrategia de
Educación No Formal Alternativa desde ellos.
Valdría la pena pensar en las formas expresivas dialectales que existen en los grupos
juveniles de nuestra Latinoamérica multicultural. Quizás podamos así desamordazar expresiones
que estemos necesitando.
Primero fue la resistencia cultural África na. Las madres esclavas traídas a suelo americano
transferían a sus hijos los secretos de la cultura lejana, las costumbres y tradiciones de la Patria
añorada. En rituales secretos de bautismo esas madres esclavas daban un nombre tradicional a cada
uno de sus hijos, nombre que sólo podría mencionarse entre sus hermanos de fe y memoria. Después
las canciones de cuna, el acompañamiento a los primeros pasos infantiles y las rutinas familiares
estaban impregnadas de mensajes imperceptibles para el ojo del amo.
En algunas ocasiones, las sociedades de esclavos África nas más o menos legalizadas por el
colonialismo español, holandés o portugués, juntaban dinero para que alguno de sus miembros
volviera a África, ya comprada su libertad.
Pero la resistencia y la fuga sistemática se daban mayoritariamente, como es lógico, hacia el
ecosistema americano, selvático y solidario. Y allí existía otra memoria de la resistencia: la de los
pueblos originarios.
Re c ué r de se que e n 1803 hubo una f ug a ma s i v a de es c l a v o s afroamericanos de
Montevideo, los cuales se fueron a refugiar al Durazno gracias al apoyo charrúa.
En la tercera y cuarta generación en suelo americano los ancianos África nos sintieron que
ya había algo de África que se establecía definitivamente en este continente. Muchas
entidades espirituales de África habían viajado, solidarias, para fortalecer la memoria y la
resistencia de sus hijos sometidos a la esclavitud; eso dijeron. Muchas veces en una pequeña piedra
África na, escondida en la ensortijada cabellera de una cautiva, viajaba el espíritu de la piedra
subsahariana, desafiando todos los controles esclavistas. Los abuelos antiguos de los abuelos más
viejos viajaban en el polvo de sus huesos, atesorados como último esfuerzo contra el desarraigo.
Viajaban en el terrón nativo arrancado por los puños crispados del hombre o la mujer que se cerraban
sobre la tierra materna en el momento mismo de caer en las redes esclavistas.
Estas memorias de un ecosistema añorado, este panteón de la resistencia, se fue entrelazando con
el panteón de los pueblos originarios. Porque los pueblos americanos tendieron una mano solidaria a
los nuevos perseguidos.
La naturaleza americana, además, tenía sus propias entidades espirituales adecuadas a cada
región y a cada clima. Eran otros viejos abuelos los que rondaban por las noches, hechos luz
ocasional u ocupando momentáneamente el cuerpo de los animales vivos para dar señales y
consejos.
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Los África nos fugados de las plantaciones americanas, o bien de las minas o de los trabajos
forzados en la construcción y las canteras, crearon palenques, okambos y kilombos que constituyeron
sus territorios de libertad. Fueron organizados principalmente en selvas y ciénagas que eran los
terrenos más aptos para la defensa militar. Vivieron en una forma casi espartana pero
comunitaria, y comprendieron que la biodiversidad de cultivos y animales domesticados era su
principal aliada.
En un largo proceso continental los afroamericanos unificaron su panteón por una necesidad
de cohesión y ayuda mutua, para que sus hermandades secretas pudieran reconocer a sus miembros,
que vivían a miles de kilómetros de distancia unos de otros. De los cientos de entidades espirituales
de los cultos animistas subsaharianos quedaron apenas dos decenas, compartidas y adoradas por
todos los afroamericanos.
Si a ello sumamos un nuevo proceso de sincretismo con la religiosidad de los pueblos
originarios y hasta la propia lectura “liberadora” del Evangelio más allá de la Inquisición,
empezamos a entender que lo afroamericano no es lo África no transplantado, sino una raíz
nueva, una “tercera raíz” (como dijera Bonfil Batalla cierta vez) de la joven identidad
latinoamericana.
A comienzos del siglo XIX entender mejor su propia identidad se volvió de imperiosa necesidad
para los negros de América. Los criollos vinculados al comercio soñaban con ocupar el lugar de virreyes
y gobernadores. Los pueblos andinos ya habían comprendido, con Tupac Amaru II a la cabeza, que su
suerte no cambiaría por el hecho de que en Lima los criollos sustituyeran a los españoles. Los
afroamericanos entendieron lo mismo sobre su propio destino. Estados Unidos y Haití ya enseñaban
que “independencia” y “abolición” no eran sinónimos; más tarde aprenderían que “abolición” y
“equidad” tampoco.
Pero lo interesante es cómo la cultura académica blanca tardó mucho tiempo en comprender que los
cultos sincréticos afroamericanos no son una circunstancia efímera sino que se han transformado en
parte de la “identidad en la diversidad” de América Latina.
Ahora estamos reeditando a los precursores de estos estudios, investigadores visionarios como
fueron Pereda Valdés y Britos en el Uruguay. Cuba está redescubriendo al sabio investigador Ortiz
quien, más allá de sus propios prejuicios y sus concesiones a un racismo quizás inconsciente, nos deja
agudas observaciones como la siguiente:
“También en Cuba se observa el ritualismo de los colores por más que el uso de vestiduras especiales
por los creyentes haya sido muy restringido por razones fáciles de comprender. En la ya citada detención que
la policía hizo de unos brujos en Guanabacoa, en 1868, se encontró un busto femenino vestido de tela blanca,
que según declaraciones del más significado de los detenidos representaba a la Virgen de la Merced, o sea
a Obalalá, cuyo culto reclama el color blanco. El 13 de Diciembre de 1904 se le ocupó a un brujo, Tá Julián,
de Cabezas, provincia de Matanzas, un hábito de genero blanco adornado con tela de color rojo,
vestimenta dedicada al culto de Santa Bárbara o sea a Shangó, que exige ambos colores simultáneamente”
(ORTIZ, Fernando: “Los Negros Brujos”, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1995).
Quien crea que esta religiosidad sincrética disminuyó después de los sucesos narrados por Ortiz y
ubicados en 1904; quien piense que el Progreso y la Modernidad debilitaron los cultos afroamericanos,
no va a comprender mucho de lo que veremos en el siglo XXI, en lugares tan distantes
geográficamente como Cuba y Uruguay, o Brasil y el Perú garífono.
Hay dos estudios de caso que merecen ser citados aquí, aunque desgraciadamente no podamos
extendernos en ellos. Ambos estudios describen comunidades afroamericanas situadas respectivamente
en Paraguay y en Bolivia. En ambos estudios participó la institución afrouruguaya “Mundo Afro”,
que se ocupa de las raíces culturales África nas en la identidad uruguaya y además apoya a otras
instituciones similares de la región.
Los Camba Cuá son herederos de una historia muy singular. Esclavos fugados de Montevideo y del
Sur de Brasil, sus antepasados formaron parte del proyecto multicultural de Artigas desde 1811. El
teatro de operaciones de sus hazañas iniciales fue el actual territorio del Uruguay y las provincias
argentinas de la llamada “Mesopotamia”; su jefe máximo fue el guía espiritual afrooriental don
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Joaquín Lencina (Ansina), asesor de Artigas para su relacionamiento con las redes afroamericanas del
Continente y gran amigo de los charrúas.
Tenían los Camba Cuá, antes de llamarse así, un cuerpo de lanceros y lanceras a caballo y otro de
infantería que se desplazaba en ancas de otros grupos de jinetes, quienes luego los recogían del terreno
como se hace actualmente con las tropas helitransportadas.
En cuanto a su universo religioso partía de un sincretismo basado en el culto a San Baltazar, el
Rey Mago del Evangelio hecho Santo por ellos para legitimar la alta espiritualidad de las entidades
África nas que se ocultaban en su imagen.
La derrota del proyecto federal multicultural los encontró junto a Artigas, a quien siguieron
en su exilio paraguayo. El Supremo Gobernante del Paraguay les dio asilo político y tierras en una
zona cercana a Asunción que pasó a llamarse Camba Cuá (de “kambá”, piel oscura, y “kuá”, refugio).
Aún hoy viven en esa zona muchos de sus descendientes; son una comunidad organizada y tienen
un cuerpo de baile con percusión África na que es muy semejante a la danza y la percusión afro
que se practican en Montevideo. Sin embargo, hay una diferencia interesante. El Cabildo colonial de
Montevideo había prohibido la parte más lenta y sensual de las danzas de los esclavos; en cambio en
los campamentos del período artiguista los África nos habían recuperado este derecho y esta forma de
expresión corporal, sin duda alentados por las instrucciones de Artigas que establecían que la
revolución “promoverá la libertad civil y religiosa en toda su extensión imaginable”. De los
campamentos artiguistas a Asunción, la danza mantuvo tanto el momento sensual como el momento
de frenesí rítmico, que es el único que conserva la danza afromontevideana.
Por lo tanto, en Camba Cuá quedó congelada en el tiempo para nuestro disfrute cultural la
danza originaria, sin las mutilaciones con las que se preservó en los barrios de negros del Uruguay
urbano.
Y se sigue danzando, bajo la atenta mirada del santito negro, que entre las demás imágenes
religiosas preside el humilde altar de la capilla católica de Camba Cuá, en ese suburbio asunceno. La
historia de esa imagen de San Baltazar, su odisea durante la Guerra de la Triple Alianza, los
milagros que se le atribuyen, sus réplicas y las disputas que ha generado darían para un voluminoso
trabajo.
Pasemos al caso boliviano. En la zona baja de La Paz, en las yungas, hay una comunidad
afroamericana sumamente particular. Las mujeres danzan, sombrero bombín y ropas típicas de la
región, tomándose la pollera multicolor y mirando la tierra, como hacen todos los pueblos andinos
cuando danzan respetuosamente sobre la Pacha Mama. Los hombres en fila las acompañan y escoltan,
de sombrero, camisa blanca y pantalón oscuro, contrastando con el multicolor vestido de sus
compañeras. Quenas, flautas y zampoñas son el marco sonoro natural entre las altas montañas. Pero la
percusión es diferente. Y la flauta de caña irrumpe en variaciones que nuestro oído urbano podría
calificar de “salseras” o “cumbiamberas”. Hay un toque afro indefinible: es la percusión, es cierta
línea melódica; es una sutil modificación de la gestualidad y la coreografía.
Allí nació el ritmo de la Lambada, ese producto tricultural de los años 90 del siglo XX, al que
se le atribuye erróneamente cuna brasileña, pero que es tan andino como la palabra Copacabana. Y
allí nacieron el ritmo “caporal” y el ritmo “saya” que hoy son tan populares en Bolivia como el
huaino y el carnavalito altiplánicos, la cueca valluna, el takirari “camba” (no camba) o la chacarera
tarijeña.
Cultura Latinoamericana. ¿Quién puede desentrañar el hondo misterio de la interacción en sus
raíces, en ese entremezclar de sueños y sensibilidades, de sonoridades traducibles pero susceptibles de
distintas lecturas, de cosmovisiones yuxtapuestas, de cuerpos con diferentes colores de piel también
yuxtapuestos después de la cópula engendradora de nueva vida?
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en brazos de las sectas religiosas que anuncian campañas de sanación y felicidad cada semana, y dan
testimonio radial del tendal de milagros que dejan a su paso.
A esta altura no me atrevería a afirmar que todos los milagros de las sectas radiales son un embuste. Mis
certezas positivistas han disminuido, quizás porque mi incipiente vejez me obliga a buscar, a mí también,
pretextos para mantenerme optimista. Pero lo preocupante de estas prédicas es el llamamiento al abandono de la
acción comunitaria, la intolerancia hacia los seres humanos diferentes, la satanización de cualquier otra
postura religiosa o atea, la violencia subyacente en el mensaje sobre la inminente victoria del Espíritu Santo
sobre todos sus enemigos, que son todos los que no pertenecen a la secta.
Quizás esté generalizando injustamente, pero observando cultos pentecostales siempre constato lo
mismo: la música enloquecedora, el mensaje exaltado que repite las mismas palabras mil veces, el Aleluya que
es un grito de guerra, los brazos levantados en reiteración alienante, el creyente con la vista fija en el pastor o
en la espalda anónima e impersonal del prójimo. Y una exaltación crispada y fanática que es el reverso del
mensaje reflexivo y solidario que la mayoría de los pastores evangélii:os y la mayoría de los sacerdotes
católicos dan en cada celebración.
La aversión a Umbanda de algunos de estos fanáticos y la caracterización que hacen de los cultos
afroamericanos en general como “Culto al Maligno” y “brujería” dan además un matiz racista a esta prédica.
Esto no significa que los cultos afroamericanos estén todos libres de pecado, pero no hay punto de comparación
con las campañas anuladoras de la voluntad humana que hacen las sectas pentecostales. Ojalá me puedan
convencer de que estoy exagerando, que tuve mala suerte con mis experiencias personales, porque amo la
diversidad y creo que toda expresión de religiosidad popular, tanto como el ateísmo, deberían ser
enriquecedoras de nuestra diversidad.
En relación al Pentecostalismo hay gente estudiosa que piensa diferente, o advierte fenómenos muy
recientes que no tuve oportunidad de conocer. En Colombia leí las siguientes reflexiones que pueden
advertirme una vez más sobre las mutaciones de todo y de todos. En ese trabajo se afirma:
Debe tener razón la autora cuando afirma que el Pentecostalismo es “muy heterogéneo”.
Mientras tanto ¿qué papel juega la Iglesia Católica en este abigarrado mundo de la religiosidad
popular latinoamericana? ¿Cómo influye en sus proyectos y acciones?
Creo que en los momentos de mayor desesperanza de las últimas décadas la Iglesia ha operado
como una aliada de la resistencia, en la defensa de la dignidad humana agredida, sin distinción de credos
de los perseguidos injustamente. Más allá de la complicidad de ciertos obispos con las causas más
autoritarias, en el campo de los Derechos Humanos la Iglesia ha hecho un aporte sustancial. Por el
contrario, en los momentos que afloraron las grandes utopías y sueños, que no es por cierto en
momentos como el actual, la Iglesia Institución ha operado repetidas veces como freno dogmático a los
sueños libertarios.
Y este papel contradictorio, a veces ambiguo y otras veces muy claro, no es de ahora. Comenzó
con el doble carácter de la Evangelización en América, que fue a veces un interesante diálogo
espiritual intercultural y otras una violenta imposición institucional y dogmática, aculturizante, en
medio de tropelías sangrientas de las que no se tomó suficiente distancia.
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Juan Pablo II ha hecho ya alguna referencia revisionista al pasado contradictorio de la Iglesia, pero
nuevas disyuntivas surgen a cada paso.
La Iglesia Católica busca su camino en un mundo de donaciones, laboratorios que alegan el
derecho a la propiedad intelectual sobre formas de vida, ecologistas que denuncian la manipulación
genética, feministas que alegan que penalizar el aborto es penalizar la pobreza, porque las ricas igual lo
practican en condiciones seguras, marxistas convertidos al capitalismo como a un mal necesario,
extremistas de derecha que usan terminologías progresistas.
La Iglesia Católica busca su camino en un Continente donde está la mayoría de sus fieles, y
donde abigarradas multitudes multicolores y multiculturales, predominantemente juveniles, preguntan
con miedo por su futuro.
Todas las culturas originarias habían descubierto sustancias vegetales que producían estados alterados
de conciencia. La búsqueda de estados de exaltación y éxtasis permitía momentos de aguda lucidez,
introspección y coraje renovado para mirar el futuro y sentir la presencia en uno mismo de los otros: los
vivos y los muertos, los animales, las piedras y las plantas.
Las prácticas comunitarias con alucinógenos permitían una mirada diferente desde uno mismo, o
desde una parte del “nosotros” que no afloraba en los estados rutinarios de vigilia y no siempre acudía
en los sueños.
El Peyote en el Norte y la Yaguasca en la región amazónica son quizás los más conocidos dentro de
los estimulantes rituales con propiedades intrínsecas “embriagantes” que aún se emplean. Recién ahora
empezamos a saber (en la ciudad) sobre los alucinógenos charrúas.
El alucinógeno fuera del control comunitario, fuera del contexto natural y fuera de la dosificación
aconsejada por los ancianos opera en el mundo de las relaciones mercantiles-dinerarias y se vuelve una
grave amenaza potencial para la salud de todos. Se vuelve, inevitablemente, droga fuera de control.
Con el alcohol ocurrió lo mismo. La borrachera fraterna anual, en el momento de la cosecha y de la
fermentación, no hacía adicto a nadie. En cambio el acceso a alcoholes baratos todo el año (cuando la
comunidad tradicional vive su degradación cultural y la destrucción del ecosistema) opera como un
devastador siniestro.
A veces es una adicción inducida. Bajo el efecto del alcohol el ¡jefe de la comunidad cede el usufructo
de sus tierras ancestrales a la empresa forestal o a la agroindustria, autoriza la modificación del curso de ríos y
arroyos, y hasta permite la tala de la selva completa. Si se recupera la lucidez, la conciencia del hecho
irreversible profundiza la necesidad de mayor consumo del estimulante etílico comercializado.
Pero el alcohol ritual era otra cosa; formaba parte del procedimiento para la comunicación con los
espíritus (todavía se habla en la poesía telúrica del “duende del vino”) y la iluminación en el trato con los
demás, la renovación de lazos de amor y la retroalimentación de sentimientos fraternos.
La Yaguasca (“o cha”) sigue protegiéndose en las ceremonias selváticas de la “União do Vegetal” y
(aunque sin tantas precauciones, desgraciadamente) en el culto indígena brasileño del Santo Daime. Los
Mestres la preparan y la dosifican. La música y el círculo ritual se mantienen, se bebe en comunidad y se
reflexiona en medio “da borracheira”. Se habla de la Naturaleza y de la sabiduría de los árboles y de los
ancianos. Algunos duermen, otros caen en hondos estados de introspección. Todo es paz y silencio.
Dos sustancias vegetales se mezclan para obtener el té sagrado: la que porta el Principio Masculino,
“marighi”, y la portadora de la “chacrona” o Principio Femenino.
No sé los nombres científicos de las plantas de las que se extrae el marighi y la chacrona desde hace
siglos, ni quiero saberlo, ni creo que participe nuevamente en esa ceremonia; sólo diré que fui invitado por
intelectuales que sienten un inmenso respeto por esas tradiciones y que son personas sensibles, de una gran
lucidez. y equilibrio emocional.
Ya hablé de ceremonias donde el humo del tabaco tiene un hondo significado ritual. El tabaco además
tiene propiedades curativas reconocidas. ¡Qué diferentes son todos esos rituales al hedor que impregna las
ropas de un fumador urbano empedernido o el desagradable tufo de una habitación de fumadores mal
ventilada!
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Hablar del hedor del tabaco es como hablar del hedor que despide el león en el zoológico; lo que huele
mal en realidad es el zoológico. Ese enfermo campo de concentración para animales, y no el animal. Es la
habitación urbana con fumadores adictos lo que huele mal no es la planta de tabaco ni su combustión
ritual.
Debemos redescubrir las fragancias que nos rodean. Los latinoamericanos hemos construido ya
demasiadas cloacas en lugares que eran virginales y paradisíacos, y deberíamos redescubrir las
fragancias de la Naturaleza que aún nos queda para defenderlas palmo a palmo, como lo hacen los
pueblos originarios que sobreviven.
Un cigarro en el campo o la selva es, para nuestro compatriota urbano, una negación voluntaria a
experimentar fragancias que son parte de la identidad de sus mayores; es como esos auriculares que
aíslan a nuestros jóvenes del mundo de sonidos que debería ser su cotidianeidad.
La coca es una hoja sagrada. En Harvard se descubrió que la hoja de coca contiene catorce
propiedades medicinales, y que podría ser la base de una farmacopea andina independiente. Son
razones muy poderosas para lamentar que termine sacrílegamente como pasta básica de cocaína, o
exterminada desde el aire con napalm arrojado desde los aviones norteamericanos. ¿Habrá intereses
creados para no darle a la coca su oportunidad?
Todavía la yerba mate no se ha transformado en droga. Es la bebida sagrada en todo el universo
cultural tupiguaraní, por trueque entró en los rituales charrúas y se transformó hace tres siglos, por
adopción, en “el té de los jesuitas”. Estos aportaron una innovación: sustituyeron el hueso hueco de
ave o la cañita hueca con tela porosa en la base (con los que se sorbía la infusión). Los reemplazaron por
un pequeño cilindro hueco de metal que en su parte inferior tenía una prolongación esférica con
pequeños orificios. Así se bebe aún hoy, en recipientes diversos pero mayoritariamente en calabazas
huecas cuando se bebe caliente (“mate”) y en cuernos ahuecados de vaca cuando se bebe frío (“tereré”).
Curiosamente la palabra “mate”, con la que se designa la infusión en castellano, no es guaraní sitio
quechua, y significa literalmente “infusión”.
Soy asiduo bebedor de mate. Ahora mismo la infusión me acompaña y el recipiente está instalado
junto al teclado de mi PC, teclado al que las entidades espirituales de mis mayores han protegido de un
derrame de agua caliente.
Pero cuando salgo del país no llevo los implementos para tomar mate. Procuro adecuarme a las
prácticas culturales de cada lugar.
Cierta vez llegué a una comunidad Kaiguá con otro uruguayo que llevaba en su mochila termo de
agua caliente y mate.
Supuso mi compatriota que los Kaiguá, indios guaraníes del Brasil, tomarían mate gustosamente
con nosotros. Así que mientras conversábamos animadamente con el Ñanderú (jefe espiritual) mi
acompañante vertió el agua sobre la infusión, y su mano experimentada obtuvo una espuma amarillenta
en la boca de la calabaza, junto al dispositivo metálico de sorber que llamamos “bombilla”.
Bebió y volvió a echar agua, ofreciéndome la calabaza, pues yo estaba a su derecha. Bebí; el
recipiente volvió a sus manos y lo volvió a llenar, ofreciéndoselo al Ñanderú que bebió a su vez, con
toda naturalidad y sin interrumpir el diálogo. Pero al completarse la segunda “rueda de mate” y volver
la calabaza a manos del Ñanderú, éste rechazó la invitación, diciendo: “esta bebida es muy sagrada, no
se puede tomar así, tan seguido; les va a hacer mal”.
Desde entonces pienso que hace mucho tiempo que los bebedores de mate hemos olvidado la
importancia del ritual. Estamos consumiendo la yerbamate como cierto tipo de droga que, si bien no
produce alucinaciones, se usa sin las nociones más elementales acerca de los ritmos y dosis aconse-
jables. Todo remedio puede ser veneno en dosis inadecuadas. Me temo que lo mismo acontece con
otras bebidas e infusiones muy populares. ¡Qué falta nos haría a veces un Ñanderú!
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