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Surrealismo trágico

Zoé Robledo*
14 de Septiembre de 2009

Escuché esta historia por primera vez en Buenos Aires, en junio de 1996. Entonces la
Embajada de México en Argentina organizó una muestra retrospectiva de la obra
fílmica de Arturo Ripstein, uno de los más sobresalientes directores del cine mexicano
contemporáneo. Se proyectaron más de 10 películas en el Teatro San Martín.

Rafael Centeno y quien escribe acudimos al Hotel Alvear a hacerle una entrevistar al
cineasta para la revista “Águila y Sol”. Ante la pregunta de su relación con el director
de cine Luis Buñuel, Ripstein señaló que la diferencia entre ambos era que el español
buscaba en México el surrealismo mientras que él lo vivía cotidianamente. Recordó
entonces el ejemplo paradigmático: “Cuando André Breton visitó en México a sus
cuates -Diego Rivera, Frida Kahlo y León Trotski-, mandó hacer una silla a un
carpintero. Breton le hizo un dibujito de la silla en perspectiva y en fuga y el carpintero
se lo entregó así, con una pata más pequeñita y chueca para allá y tal. Así es México”.

Luego del episodio de la silla André Breton hizo esa declaración mitad elogio mitad
improperio: “México es el lugar surrealista por excelencia". Pasamos de la frase “Como
México no hay dos” a una sofisticación casi teórica que quiere decir lo mismo: Nuestro
país es tan complicado que los extranjeros no logran descifrarnos. Decir que México es
un país surrealista es una sentencia que aceptamos y asumimos sin indignación y
hasta con cierto orgullo.

El problema es que el surrealismo mexicano ha dejado ese carácter de absurdo


folclórico y ha adquirido características de actualidad patética. Hoy el surrealismo
mexicano no se ve en las salas de arte sino en las noticias. Basta ponerse atento, abrir
los ojos y mirar lo que pasa por delante de nosotros. Un surrealismo trágico que
resulta casi obvio: El limpiaparabrisas ofreciendo trabajando bajo la lluvia; un
embotellamiento interminable causado por manifestantes o un narco mensaje con
mayor penetración y credibilidad que un anuncio oficial. La realidad nacional ha pasado
del absurdo a lo esperpéntico. Del delirio a las grotesquerías en el sentido más puro
del término.

Hace unas semanas conversé con un colega politólogo español. Intenté explicarle los
antecedentes y mecanismos que hicieron posible que el celebérrimo Juanito esté a
punto de gobernar Iztapalapa:

“Un tribunal definió revocar la candidatura de Clara y sustituirla por Silvia. Sin
embargo, al faltar sólo 24 días para la elección, las boletas ya estaban impresas con el
nombre de Clara y no los de la nueva abanderada, Silvia. Así, si se quería votar por
Silvia se tenía que votar por Clara. Entonces entra Andrés al juego, y les pide a sus
seguidores del PRD que no voten por el PRD, que voten por Juanito, que en realidad se
llama Rafael, porque él va a renunciar y le va a entregar el triunfo a Clara que para
ganar debía de convencer a los electores que no votaran por ella. Al final, Juanito ganó
y desconoció Andrés, que es presidente legítimo aunque en realidad no es presidente;
y así Juanito, que no es Juanito y que ganó sin ganar gobernará Iztapalapa”.

La situación es tan compleja que tuve que omitir el hecho de que Juanito es un
personaje que compensa su inexperiencia en cargos públicos o administrativos con un
extenso y variado listado de actividades más lúdicas que políticas: Actor de cine de
ficheras, luchador, golpeador político, acarreado profesional y comerciante ambulante.

Muchos optimistas imaginaron que Juanito era la quintaesencia del trágico surrealismo
mexicano. Y entonces surgió José Mar Flores Pereira “Josmar” a quien ya se apoda
también como el “Aerojuanito”.

El boliviano que secuestró un avión tipo Boeing 737 de Aeroméxico y, de paso, la


atención de todo el país, parece sacado de un mal imitador de García Márquez. En
menos de una hora amenazó volar un avión con dos latas de jugo; hizo cómplices de
su crimen a Dios y el Espíritu Santo; pidió que el avión y los 103 pasajeros dieran siete
vueltas a la Ciudad de México; anunció un temblor que no ha llegado; provocó la
movilización de 200 elementos de la Armada, 100 del Ejército, 180 policías federales,
22 de la unidad de Operaciones Especiales, cinco helicópteros y tres Secretarios de
Estado; alimentó la mente de los conspiradores sobre un montaje del gobierno y
anunció la llegada del terrorismo al tierras mexicanas…aunque a él lo único que le
aseguraron fue la Biblia con la que oraba en pleno vuelo.

La imagen del secuestrador en conferencia de prensa, fuertemente custodiado y


diciendo sin culpa: “Eran dos latas de Jumex, las llené de tierra y les puse una
lucecitas”; me remitió de inmediato a Bananas (1971), la tercer película de Woody
Allen cuyo protagonista es Fielding Mellish, un mediocre intelectual interpretado por el
propio Allen, que intenta impresionar a su amada uniéndose a las tropas guerrilleras
del fantástico país de San Marcos. Cuando la revolución triunfa y Mellish, convertido en
presidente, viaja de regreso a Estados Unidos para obtener auxilio financiero, ocurre
una de las escenas más notables del film: En la escalinata del avión es recibido por un
representante del Departamento de Estado y el Sr. Hernandez, el intérprete oficial.
Después de un saludo protocolario es obvio que Fielding habla y entiende
perfectamente el inglés, pero el Sr. Hernandez continúa traduciendo la conversación de
un inglés mal pronunciado a un inglés con perfecta dicción.

No se trata de rasgarnos las vestiduras. Es cierto que Juanito y Josmar representan el


surrealismo mexicano entendido como una forma pintoresca del absurdo; son
personajes surrealistas que reflejan de forma cómica los tropiezos de nuestro camino a
la modernidad. Pero Rafael Acosta y José Mar Flores Pereira son otra historia. Ellos
tienen connotaciones más trágicas que cómicas. Ambos son síntomas que rebasan la
excentricidad mexicana y hacen evidente ese surrealismo trágico que existe por virtud
de nuestro atraso; son una especie de imagen social del país que los produjo. Si
Juanito y Josmar son resultado de la ignorancia y su primo hermano, el fanatismo;
Acosta y Flores son una visión condensada de la idiosincrasia y las filias mexicanas;
ambos gritan y exponen– en forma de cuento fantástico- la realidad interior de nuestra
sociedad que podría ser sintetizada en el lema que usó Rafael Acosta en su campaña:
“Todos somos Juanito” ¿Será?

*Publicado en el Heraldo de Chiapas y El Diario del Sur.

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