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INFORME DE LA LECTURA

TEORÍA DE LAS CONCEPCIONES DE MUNDO


WILHELM DILTHEY

MÉTODOS PARA EL ESTABLECIMIENTO DE HECHOS HISTÓRICOS


V SEMESTRE, PROGRAMA DE HISTORIA

ALEJANDRO CASTILLO ROZO


ESTUDIANTE
Cod. 6803-1020

LUIS ERVIN PRADO ARELLANO


DOCENTE

FACULTAD DE HUMANIDADES
UNIVERSIDAD DEL CAUCA
POPAYÁN, 2005
En su texto, Dilthey intenta hacer una descripción minuciosa de cuales son las
principales características de las concepciones de mundo: sus motores primarios, sus
particularidades dentro de los tipos de sistemas metafísicos, y sus implicaciones en la
vida práctica de sus participantes. Para este fin, se vale de una suerte de argumentos
hipotéticos que el autor deriva del cuestionamiento lógico del problema tratado, donde se
hilvanan, no con absoluta armonía, ciertas ideas principales de carácter propositivo, con
otras secundarias, de carácter explicativo y complementario; en estas cortas
consideraciones, es mi objetivo dar cuenta del desarrollo general de las ideas principales
del texto, obviamente sometidas a mi interpretación y elaboración personal.

En primera medida, a modo de introducción, el autor nos dice cómo todos los sistemas
filosóficos que han intentado darle una “explicación” al mundo, se caracterizan por esa
pretensión universalista de validez absoluta, es una estructura de creencias que intenta a
toda costa tener el más alto nivel de veracidad para constituirse en una suerte de núcleo
cerrado en sí mismo. La historia nos ha mostrado cómo este objetivo ha sido
paradójicamente el motor, y al mismo tiempo el óbice principal para la consolidación de
un cuerpo ideológico sistemático y autárquico; el motor, pues es a partir de esta
inexorable finalidad, que el individuo en interacción con su medio social, elabora un
constructo de una complejidad relativamente alta, que hace las veces de constitutivo
identitario. Óbice, ya que semejante pretensión a la universalidad, además de ser una
utopía, implica la intolerancia y la convicción de superioridad frente a otras formas de
explicar el mundo. Llegó incluso a proponer en algunos casos, una suerte de ordenación
natural del sistema, más allá de las formas históricas particulares de las que era fruto, es
decir, aceptar la propia forma de explicar el mundo como algo trascendente frente a las
condiciones propiamente humanas que le daban vida, convirtiéndola casi en una esencia
natural metahistórica. Evidentemente, todo sistema está condicionado directamente por
su historicidad, y en la medida en que es el reflejo de una forma particular de la vida
humana, no puede dejar de ser relativo y cambiante. Por eso, a pesar de la grandeza de
muchos, “volvemos los ojos sobre un inmenso campo de ruinas de tradiciones religiosas,
afirmaciones metafísicas, sistemas demostrados: posibilidades de toda índole para
fundamentar […] la conexión de las cosas”(p36), efecto de las múltiples formas de vida
a las que es sometido el hombre en su discurrir temporal; es a través de estas
experiencias acumuladas en el tiempo que Dilthey reivindica hasta cierto punto el
evolucionismo.
Ahora bien, siguiendo la lógica expositiva del autor, abordaremos el fenómeno vital,
como la experiencia motor en la consolidación de cada sistema. En primer lugar, nos es
claro cómo la vida, además de ser un fenómeno profundamente individual, es también
una forma de objetivación del mundo: cada expresión de la realidad adquiere un sentido
específico para mi cuando me enfrento a ella; no se me presenta pura, diáfana, con un
significado propio: al contrario soy yo quien la interpreto y la configuro de acuerdo con
mis experiencias vitales. Éstas, no son más que las vivencias particulares articuladas bajo
un cierto orden (que yo leo como orden cultural), concatenadas socio-históricamente de
tal forma que se convierte en un referente constitutivo para el individuo. El sustrato de la
experiencia vital tiene particularmente tres fuentes: el yo (la ipseidad, lo que viene de
adentro) el otro (la alteridad, mi dialéctica con otras vidas semejantes) y los objetos (la
realidad, lo externo empíricamente observable). Las tres ejercen sobre la vida una
presión ineludible, son en última instancia las que moldean el carácter de toda sociedad y
de cada individuo en particular. Un aspecto importante que se deriva de todo esto, es la
experiencia vital como una paradoja inminente: “la caducidad universal y nuestra
voluntad de algo firme, el poder de la naturaleza y la independencia de nuestra voluntad,
la limitación de cada cosa en el tiempo y en el espacio, y nuestra capacidad de rebasar
todo límite”(p43). Estos enigmas y otros más, son los que han suscitado en todo espíritu
pasional una reflexión profunda que conlleve a la explicación metafísica de los dilemas
que la conciencia empírica evidencia pero no comprende, es decir, trascender la mera
vivencia pasiva y someterla al raciocinio. Es aquí en este intento de explicación de la
realidad donde “el temple” vital (definido como la acumulación de las experiencias
vitales que en determinado contexto constituyen la conducta) encausa ciertos métodos
que intentan dar cuenta de la misma: uno científico, que se preocupa por conocerla de
forma intelectiva, y otro metafísico, que permite comprenderla de forma interpretativa. A
partir de estas explicaciones, la visión de mundo toma un matiz valorativo, es decir,
establece un plano axiológico que representa la totalidad y le da un sentido, un sentido
del mundo. No sobra decir que cada una de estas estructuras ideológicas están sometidas
al cambio “evolutivo”, y a la relatividad de sí mismas que se desprende de las distintas
condiciones de vida en que surgen cada una; si bien hay una dicotomía diametral entre
unas y otras, existe también una conexión en el fin (la explicación), “que brota de la
dependencia mutua de las cuestiones inclusas en el enigma vital, en especial de la
relación constante entre la imagen de mundo, la valoración de la vida y los fines de la
voluntad”(p47).
Dilthey se propone establecer una tipología de las visiones y las ideas de mundo
derivadas de la explicación metafísica de la realidad.
Dentro del primer grupo, la visión poética y la visión religiosa del mundo (ambas se
caracterizan por su universalidad en las formaciones sociales) se encuentran circunscritas
dentro de los límites de la interpretación metafísica. Como lo hemos dicho antes, esta
intenta “representar en un contexto coherente lo contenido en la aprehensión de la
realidad”(p59), es decir, crear “un complejo conceptual concorde y demostrable en el
que estuviera metódicamente resuelto el enigma de la vida”(p59). El autor argumenta
que los sistemas metafísicos adolecen de esa pretensión de validez universal para
fundamentar sus discursos1, aspecto que ensancha enormemente sus niveles de
abstracción de la realidad. Otra característica general en el método de los sistemas
metafísicos, es su inexorable apelación a los conceptos opuestos como estrategia de
demostración, utiliza la idea del universal dual para expresarse. En conclusión, podemos
afirmar que toda interpretación metafísica es hija del hombre como un ser imbuido en los
fenómenos vitales, pero que a la vez, asume una posición conciente y cuestionadota
frente a los mismos. De aquí se derivan las dos visiones mencionadas. La visión religiosa
del mundo por su parte, es el correlato de la explicación de los enigmas a los que se ve
sometido el individuo en su diario discurrir: es un nivel refinado de interpretación del
mundo, que surge de la búsqueda por explicar lo aparentemente inexplicable en
determinada sociedad. Esto se presta perfectamente para la construcción de todo un
sistema mítico (con líderes, símbolos, ofrendas, etc.) basado en la creencia en una fuerza
metaterrenal que condiciona los fenómenos inaprensibles por vía del conocimiento
científico, creencia que implica cierto nivel de subordinación del hombre frente a lo
invisible, una autoridad ideada por el mismo y que por lo tanto tiene ya una influencia
perentoria sobre sus actos. Es en este nivel de interiorización individual de dicha
divinidad suprasensible donde la religión toma su forma más pura y logra trascender
realmente los límites puramente discursivos. En últimas, podríamos decir que una buena
parte de la “weltanschauung” reside en las convicciones religiosas con todas sus
parafernalias: credos, magias, sacrificios, simbolismos, rezos, ídolos, morales, etc.
La otra visión, la poética, es sencillamente la expresión artística del individuo inmerso
dentro de una idea de mundo, y que por lo tanto, él y su obra no son sino el reflejo
estético ideal de las relaciones vitales que se establecen en su contexto histórico. Si bien
el artista es el receptáculo de toda una ordenación cultural de la vida, su subjetividad
1
Aunque cabría preguntarse hasta qué punto las expresiones poéticas tienen esta supuesta pretensión.
también tiene un papel activo en el proceso de creación, ya que éste no deja de estar
íntimamente ligado a sus vivencias personales. Una de estas expresiones, la música, es
simplemente una consecución de sonidos acoplados a reglas rítmicas y armónicas
elementales, pero que sobrepasan este nivel meramente formal en la medida en que están
dotados de una fuerte carga significativa pues obedecen a ciertos códigos
convencionalmente establecidos que permiten interpretar y darle un sentido a dichos
sonidos; lo mismo ocurre en los casos del arte pictórico y la poesía, el primero
trabajando las formas, y la segunda el lenguaje. La diferencia radica en cómo se logra
significar el discurrir vital en la obra de arte. Con este fin, el poeta hace lo posible por
prescindir de toda forma de conocimiento científico de la realidad que describe pues su
papel es neutralmente contemplativo, no investigativo. Por lo tanto el poeta sería al
mismo tiempo un mediador estético de la idea de mundo, y un creador original.

Podemos ahora proceder a esbozar brevemente las características fundamentales de las


tres ideas de mundo que Dilthey propone: el naturalismo, el idealismo de la libertad y el
idealismo objetivo (como objetivación).
El naturalismo, es una idea de mundo que parte de esta premisa: el hombre se halla
determinado por la naturaleza. Esta determinación se expresa desde dos niveles, uno
interno, y otro externo. El primero, en la medida en que mi propio cuerpo es parte y
reflejo de la naturaleza y por lo tanto es ésta en última instancia la que impera sobre mi
conducta. El segundo, que toma materialidad en el mundo que nos rodea, determinado
inexorablemente por una causalidad natural, es la vivencia empírica más cotidiana y por
lo tanto, más coaccionante. Cuando esta animalidad humana es reivindicada como el
punto de partida para la formación social, surge el naturalismo, aunque evidentemente se
queda corto como eje de explicación social. El nivel epistemológico del naturalismo se
concreta en la tendencia sensualista, donde el individuo, a través de un aparato perceptor,
experimenta un contacto directo con la realidad, y de esta sensación de lo externo, deriva
su conocimiento del mismo, modelo típicamente mecanicista que se fundamenta
“solamente en los elementos materiales del universo, y los hechos espirituales se reducen
con cualquier método a esos elementos”(p69), creando así una suerte de escepticismo
frente a las experiencias vitales no categorizables en el modelo (las suprasensibles), sin
darse cuenta que es en sí mismo un discurso basado en abstracciones metafísicas de la
realidad: suponer que el mundo natural tiene un ser, un orden y una voluntad propios
incuestionables es el resultado de nuestra interpretación de ese mundo.
La segunda idea de mundo, el idealismo de la libertad, se basa en conceptos
diametralmente opuestos a los del naturalismo; es más, tiene en cuenta sus
imposibilidades y por eso se convierte en la exacta dicotomía: si en el naturalismo la
conducta humana estaba determinada en última instancia por las raíces naturales, esta
nueva idea de mundo pretende establecer una relativa libertad del hombre frente a este
mundo, en la medida en que es agente de la razón y el pensamiento (este aspecto es
característico de su heredad helénica) y por lo tanto crea unos lazos sociales que le
permiten cierto margen de independencia y autonomía basados en las normativas
culturales, que como reflejo del pensamiento conceptual y la voluntad moral propias del
hombre, se eleva por encima de la realidad como un espíritu trascendente fijando unos
nuevos fines típicamente humanos, independientes de las circunstancias. Sin embargo,
esta actitud llegó en ciertos casos a establecer unos presupuestos innatistas en la cultura,
a tal punto que tales ordenaciones del mundo quedaban sumidas en lo tácitamente
aceptado por todos, y por lo tanto, inaccesible.
El último tipo de idea de mundo, la objetiva (¿objetivada?) en un nivel refinado de mi
actitud frente al mundo. Partiendo de la posibilidad de contemplarlo en una tranquilidad
aletargada, se logra objetivar de tal forma que se “experimenta personalmente […] la
riqueza de la vida, el valor y la felicidad de la existencia”. Es en este punto donde el
universo cobra una forma armónica de la cual yo mismo soy parte, unidad, en relación
dialéctica con el todo; en esta actitud de pertenencia al mundo está implícito el amor a lo
cotidiano, a lo que me rodea de cerca, lo que el filósofo debe volver objeto de su
reflexión. Así las cosas, esta objetivación de la idea de mundo permite trascender las
fronteras impuestas por las dos tendencias anteriores, ya que los conceptos
fundamentales de una y otra poseen en este caso igual validez, pues cuando no se les
trata de forma absoluta, se concatenan como partes de un todo complejo y por lo tanto
no se contradicen. Podríamos entonces concluir que esta corriente es una síntesis que
integra los conceptos opuestos en una relación orgánica con el universo, y si bien se vale
de cierto determinismo (que emana de la totalidad), es un determinismo parcial pues las
disposiciones de lo total y lo individual son aleatorias e independientes de su mutua
influencia.

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