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Colección Memorias
Remembranzas

Yo recibí el mensaje
Biografía
Walter Lynch Fernández nació en Catacaos-Piura,
Perú, en diciembre de 1963. Es Licenciado en Educación con
una especialidad en Música y Literatura. Ha incursionado en el
mundo literario con algunos poemas, un himno y dos cuentos
cortos. Actualmente reside en Carolina del Norte, EE. UU. Yo
recibí el mensaje es su primera obra publicada por CBH Books.

Comentario editorial
En Yo recibí el mensaje, el autor nos narra su vida
desde sus inicios (incluso, remontándose a los orígenes de su
abuelo) con un marcado matiz autobiográfico, a la vez que
nos va introduciendo en el proyecto de su vida, el cual descu-
bre cuando tiene un avistamiento celeste.

A partir de entonces, y relacionando todos los hechos


de su vida con el objetivo que se le ha planteado desde el
más allá, va elaborando el mensaje que quiere dejarnos. En
pocas páginas, nos muestra una nueva visión del mundo,
alejada de las que nos brindan los mensajes elaborados por Walter Lynch Fernández
quienes nos educaron, con la intención evidente de que
aprovechemos sus investigaciones en este campo.

ISBN 978-1-59835-107-1
51499

9 781598 351071
$14.99

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Yo recibí
el mensaje
Walter Lynch Fernández

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Copyright ©2009 Walter Lynch Fernández
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Managing Editors: Manuel Alemán and Francisco Fernández


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Library of Congress Catalog Number: 2009027796


ISBN 978-1-59835-107-1
First Edition
Printed in Canada
10 9 8 7 6 5 4 3 2 1

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A la Cuchita, mi madre,
quien siempre me guió
por el camino del bien

A mi cuñada Meche,
quien siempre le puso fuego a mi leña

A mis hijos, mi familia


y a toda la humanidad,
pues sin ellos no hubiera mundo

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Índice
� La infancia
(nada en especial)
El Pampero 1

2� El avistamiento 23

3�El poema pasaporte 41

�El contacto 63

�Jesucristo y la Iglesia 79

� El grupo 119

�La amenaza 137

� La fuga 153

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Yo recibí el mensaje

1 La infancia
(nada en especial)

El Pampero

El león piensa como león.

En realidad tendría que ser franco y decir que no hubo


nada de especial en mi niñez. Alguna vez tuve curiosidad por
saber algunas historias sobre mi origen, empezando por mi
abuelo, claro, el más antiguo miembro de la familia que tuve
la suerte de conocer.
Él nació en el antiguo barrio de Gallinaceros en el
alto Piura; mejor dicho, en un campo cerca de ese barrio,
unos cuantos kilómetros al norte, a la espalda del cemen-
terio San Teodoro. A la parte sur más cerca del centro de
la ciudad se le llama La Mangacheria. En época de car-
navales cada barrio acostumbra dar un paseo flameando
una bandera alegórica. La gente avanza con gran bullicio
y todos van mojados y pintados; el encuentro entre las

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Walter Lynch Fernández

banderas de estos barrios termina siempre en una gran


escaramuza.
En tiempos de mi bisabuelo era tan pobre aquel lugar
que ni siquiera tenía una posta médica. Cuando Matilde Gó-
mez, mi bisabuela, empezó a tener dolores de parto, su es-
poso don Crisanto Fernández la tendió en una tarima que ya
había amarrado a su caballo a manera de carruaje y que ya
tenía algunas cosas esperando, sobre todo agua y un poco
de pan; algunas sábanas limpias, una colcha, una bolsa que
ya estaba con una vieja bata y tres o cuatro prendas de ves-
tir, listas para ese día. Improvisó un techo con una vieja es-
tera preparada para el caso y empezó su travesía rumbo al
hospital.
La luz del día favorecía el viaje, aunque el sol tan abra-
zador de la zona lo dificultaba. Por aquellos días, cercanos
al nacimiento del niño o niña, no existían pues las ecografías
que hoy nos hacen ver incluso al bebé y fotografiarlo mucho
antes de nacer; pero don Crisanto siempre estaba pendiente
de su mujer. Al menor quejido o sonido raro, dejaba su que-
hacer, que era remendar zapatos, con lo cual solventaba los
gastos de su humilde familia y sus días de chicha. Atendía
presto a su mujer en lo que ella necesitara. Lo que pasa es
que aquel niño o niña, a diferencia de muchos otros, mo-
lestaba ya desde antes de nacer. Crisanto nunca había visto
antes a una mujer padecer así a causa de un embarazo. Por
esa razón Matilde no quiso después tener más hijos.

S u vieja casona era muy humilde, aunque tan grande
que daba de calle a calle. Tenía por un lado la fachada de
ladrillos; las dos paredes laterales eran de adobe reforzado

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con carrizo, materias primas de la mayoría de las casas de


la zona, por ser la más económicas. La otra fachada, donde
tenía su corral con muchas gallinas, gallos, pollos, pavos y
algunos patos, era una quincha igual a las laterales, aunque
más gruesa y más alta para evitar “visitas inoportunas” de
gatos o algo peor. Para mayor seguridad, la parte de arriba
tenía pegados con cemento muchos pedazos de botellas rotas
(algunas veces los gatos habían hecho estragos en algunos
corrales vecinos). No tenían luz eléctrica y por las noches
solían conversar a la luz de un mechero: una botella gruesa
de kerosene cuya tapa especial sostenía una mecha que, al
ser encendida, daba una luz mortecina. Lo colgaban en uno
de los troncos que hacían las veces de columnas y cubrían
esa zona con una lata para evitar incendios que no harían
sino aumentar la pobreza. Humeaba tanto que todo a su al-
rededor estaba tiznado de negro. Solían contar historias e
historias, sobre todo algunas un tanto escalofriantes. La casa
no tenía ningún piso de concreto: era totalmente de tierra.
Las historias... las historias...

— Yasí fue, pues vieja, como decían que le pasó a don


Fabián Orestes. Su caballo se lo llevó...
—Cuéntame de nuevo que no me acuerdo. Con este do-
lor no te entendí bien; hay que aprovechar ahora que el niño
está tranquilo; cuando te escucha, se queda tranquilo.
—Bueno; qué dice la gente. Mejor te cuento todo, vie-
jita, para que no te quedes con la duda. Cuando don Fabián
nació, su padre era tan pobre como nosotros. Tenía sus ga-
llinitas, patos, y su familia vivía con lo poco que él ganaba
trabajando en la chacra de los Valladolid. Cuando ya tenía

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Walter Lynch Fernández

unos veinte años, dicen que en su pequeño corral, que tenía


a espaldas de su casa, había nacido un papayo macho y él,
obligado por su pobreza, se pactó...
—¿Cómo que se pactó?
—Con don “Sata”, mujer. Ya ves que en esos tiempos
andaba suelto, buscando almas para sus antros... En los pa-
payos machos, en ese tiempo, si tú lo invocabas a las doce
de la noche, te contestaba... Ahora ya está encadenado. Pues
bueno; la cosa es que, a partir de ese momento, en su peque-
ño huerto empezó a salir un excelente algodón; comenzó a
venderlo y así hizo su fortuna. Después se compró mucho,
mucho terreno en esa zona y llegó a tener más de 400 peones
y, aparte, capataces, criados, etc.
—¿Y cómo se lo llevó el caballo?
—Sí, claro, lo que pasa es que él tenía hasta una fecha
determinada para gozar todo eso; después de esa fecha tenía
que entregar su alma o un bebé sin bautizar, moro, pues, y se
le daba seis meses más de vida por cada uno que entregara.
Andaba enamore y enamore a las muchachas que, al verlo
con plata, casi siempre accedían a sus requerimientos. Hasta
que ya no se dejaron embarazar porque sentían mucho dolor
por no ver después a sus bebés. Una tarde, cerca de la no-
che, su caballo se encabritó, se alocó y salió disparado hacia
los cerros. Los capataces lo siguieron lo más rápidamente
que pudieron, pero solo alcanzaron a ver, a lo lejos, cómo
el caballo lo mordisqueaba y lo pateaba. Por último se fue
llevándolo arrastrado; nunca encontraron su cuerpo ni al ca-
ballo. Cuando fueron sus funerales, su cajón siempre estuvo
cerrado porque solo tenía piedras adentro. Aún su tumba está
en un cementerio de…

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—Viejo; detente que me muero…


—Solo nos faltan diez minutos para llegar, mujer;
resiste un poco más. El Señor te ayudará.
Matilde no pudo contener más en su vientre a mi abuelo
y allí, en medio de una arisca pampa, con un que otro sedien-
to algarrobo, nació Antonio Fernández Gómez, por lo que
años más tarde sería apodado “el Pampero”. Corría junio de
1901.

C uentan que fue bravo el viejo. Peleador como nin-
gún otro. Siempre anduvo de pelea en pelea desde niño.
Cuando Pampa tenía 16, Crisanto Fernández de la Peña, su
padre, para calmarlo un poco, lo enroló en el ejército con
la excusa de que acompañara a su primo Julián Flores a vi-
sitar a otro primo, Teodoro, que se encontraba haciendo el
servicio allí. No volvió a salir en tres meses de aquel cuar-
tel. Don Crisanto sabía que, en ciertas épocas, el ejército
hacía redadas y enrolaba a todo aquel que lograra agarrar.
En esos días de visita estaban en pleno reclutamiento y por
eso lo mandó a que acompañara a su primo. Tres días antes
don Crisanto había recibido la queja de que el Pampero les
había roto los brazos a dos jóvenes de otra comarca a palos.
Este se excusó diciendo que esos dos y uno más lo habían
querido asaltar y, para su suerte, él encontró un palo con
el cual se había defendido. La cosa es que Julio Zapata, el
padre de dos de ellos y tío del otro, amenazó con llamar a
la policía. Crisanto creyó conveniente enrolar al Pampero
para refrescarle un poco su recio temperamento y, más que
todo, librarlo de una posible cárcel.
Al Pampero ni sus ágiles y robustas piernas pudieron

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Walter Lynch Fernández

sacarlo de allí, aunque casi lo logra al escalar una cerca


metálica que circundaba un vasto campo. Después de un
tiempo supo que aquel campo era la pista de combate.
Un soldado logró asirlo del pantalón y jalarlo con fuerza.
—¡Bájate, cojudo, que aquí no está tu pap…! —un
fuerte puñetazo no dejó que terminara.
—¡Ah, eres bravo, carajo! —gritó otro soldado, a la
vez que lo golpeaba con la culata de su rifle—. ¡Ya veremos
cuán bravo eres, mierda!

Así debutó en la milicia mi abuelo: ¡preso en el ca-


labozo del cuartel Mariscal Ramón Castilla, del bajo Piura!
Después de dos días de calabozo, pan duro y agua que el sol,
tan fuerte en esa zona, entibiaba, salió todavía a ser el blanco
de cabos y sargentos.
—¡Ah!, este es el malcriado. Toma mis botas, carajo.
Tienes un minuto para dejarlas como espejo.
Mi abuelo estoicamente aguantó todo castigo y
maltrato. Ya verían… no sabían que él era el Pampero.

Luego de dos meses, el Pampero ya era de lo mejor en


la Compañía Bravo de la escuela de reclutas. Casi siempre
fue el primero en cruzar la pista de combates y todas las
veces que lo sacaron, con dos o tres más, para hacer “plan-
chas” o “ranas”, siempre fue el que resistió más. Eso le me-
reció el respeto de toda la gente de su contingente. Tal es así
que le valió que lo nombraran brigadier y le dieran un galón
más. Algunas defensas que hizo a su primo, Julián Flores,
completaron ese respeto. Julián Flores no era muy hábil para
la marcha y muchas veces, por su culpa, castigaban a todo

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Yo recibí el mensaje

el batallón. Esto le acarreó algunos enemigos, entre ellos el


mentado cachetón Ramírez.
Luego de tres meses, acababa la escuela de reclutas y
todas las compañías pasaban a las unidades. Todo era más
relajado. Ya no había el rigor de las órdenes y, además, po-
dían salir los fines de semana “si no eran castigados por algo
o tocaba guardia”. Allí en el relajo de la unidad tuvo que
pasar alguna vez.

S
ánchez llegó corriendo.
—¡Fernández! ¡Fernández! ¡Están que patean a tu
primo!
El Pampa, de un salto felino, salió de su cama donde
estaba ocioseando como tantas veces. Corrió por la parte tra-
sera de la unidad y llegó hasta el pabellón de la unidad de
Julián Flores, donde efectivamente lo estaban golpeando.
—¡A ver, puis, que vinga tu primo! ¡Dile que me bus-
que, que busque al cachetón Ramírez para ver quién is más
bravo!
Mientras le hablaba, lo pisaba humillando totalmente a
Julián, al cual le corría un hilo de sangre por la nariz.
—¡Deja al flaco, que aquí me tienes, hijo e’ puta!
—gritó enérgicamente el Pampa.
El cachetón Ramírez se desconcertó al principio, pero
reaccionó rápidamente. Sánchez miraba serenamente y sin
ansias de ver algo que sabía iba a ser memorable. A esa hora,
dos de la tarde, todos los técnicos estaban en su casino ma-
tando el tiempo en el billar o bebiendo un refresco en una
animada charla. No había peligro.
—¡Ahá; aquí estás papá; así qui eres el bravo! —replicó

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Walter Lynch Fernández

el cachetón Ramírez con un claro acento de la sierra de


Huancabamba.
—¡Olvida tu galón y salta aquí, si ires macho!
Ramírez era un cholo recio de mediana estatura. Tenía
muchas tardes de chacra agolpadas en los músculos fornidos;
de nariz aguileña y de tez morena quemada por el frío de la
sierra. El Pampa era trigueño, no tan fornido, pero tenía un
cuerpo atlético y una agilidad de gato. Ambos tenían como
un metro sesenta. Todos los soldados que se arremolinaron
alrededor, sin hacer casi ningún ruido, apostaban a que el
cachetón se llevaría los laureles de vencedor. Pampa no se
hizo repetir la invitación y fue de frente al ataque. Durante
un buen rato se dieron de golpes. Iban y venían como dos
toros. Los golpes sonaban secos. No hablaban y todos mira-
ban en silencio. Se daban duro; algunas veces salpicó algo
de sangre. Luego de un buen rato, el cachetón pareció estar
más cansado. Pampa, de un buen golpe, le rompió el pómu-
lo izquierdo, de donde empezó a brotar mucha sangre. El
cachetón se vio perdido por una ráfaga de golpes.
—¡Está bien, papá; tú ganas!
Pampero lo miró con ojos aguileños, destellantes, y se
fue limpiándose el labio que le sangraba ligeramente. El ca-
chetón Ramírez quiso sorprenderlo agarrándolo por la espal-
da. Lo sujetó fuertemente con sus dos brazos trenzándolos a
la altura del abdomen, inmovilizándolo, e intentó tumbarlo
al piso. El Pampa tiró la cabeza con toda su fuerza hacia
atrás y le rompió la nariz; el cachetón, herido, solo atinó a
soltarlo rápidamente y agarrarse la cara llena de sangre.
Con esa hazaña se ganó el respeto de todos los pabello-
nes. Había vencido al invencible cachetón Ramírez. Mucho

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Yo recibí el mensaje

tiempo después se enteraría de que esa pelea había sido pla-


neada por Sánchez y otros, que cogieron una bolsa de ga-
lletas del gabinete del cachetón y la pusieron en el del flaco
Julián. Incluso habían apostado.
Pampa todavía se estaba limpiando, cuando entró
el teniente Rosales. Rápidamente escondió el pañuelo
ensangrentado y saludó al oficial enérgicamente.
—Descanse, cabo Fernández. Escoja tres hom-
bres y preséntense al despacho del general Huiman
inmediatamente.
Fue con Sánchez, Castillo y Tumes, que eran sus más
allegados amigos.
—¡A la orden, mi General!
—¡Descansen!
El general Huiman era bajo de estatura, pero robusto.
Algunas veces pedía al Pampa que le mandara uno o dos sol-
dados para que le lavaran el carro. Algo así se imaginó que
pasaría cuando lo llamaron.
—Fernández; traigan un carro de la unidad de transpor-
te de parte mía y me siguen. Estén aquí en cinco minutos.
—¡Sí, señor!
El General se metió a su oficina y empezó a meter unos
papeles en un maletín tipo James Bond.
—¡Castillo; ya escuchaste, tienes cinco minutos!
Castillo corrió a la unidad de transporte y volvió rápi-
damente manejando. El General vivía relativamente cerca,
al otro lado del puente, que estaba solo a unas veinte cuadras
del cuartel. Tenía una casa con un amplio jardín posterior.
La casa, pintada siempre de verde claro, color que le gustaba
mucho al General, era de dos pisos y pertenecía a la llamada

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Walter Lynch Fernández

villa militar, un conjunto de casas exclusivas para los oficia-


les. Para ingresar tenían que franquear una tranquera donde
constantemente había dos soldados de guardia.
En el primer piso estaba la sala amplia y bien amo-
blada que muchas veces servía de escenario a las grandes
fiestas que gustaba dar Román Huiman. Gustaba mucho
beber whisky “en las rocas” y conversar con sus amigos
en veladas que se daban casi cada dos semanas. Tenía una
amplia cocina donde Malena, su mujer, siempre tenía la
visita temprana de las invitadas que se ofrecían a ayudar
en la cocina.
—No te preocupes, mujer, que yo puedo sola.
—Por favor, Malenita, déjame que yo soy especialista
picando las verduras.
Siempre era así: a la hora de cocinar, tenía tres, cua-
tro o más ayudantes, esposas de los oficiales, capitanes,
coroneles, que iban más temprano que sus esposos para
ayudarle en la cocina. Al fin y al cabo, era la esposa del
General. En el segundo piso estaban los cuartos de dor-
mir. Eran tres amplios cuartos; uno de ellos, el matrimo-
nial, tenía su propio baño. Su hijo mayor, Carlos; Car-
los Román y su bella hija Eva, hermosa como una flor,
completaban la familia.

F
— ernández; corten toda la grama del jardín. Todo el
pasto que corten, ramas y lo que no sirva, lo echan en esas
bolsas.
—¡A la orden mi General!
Los oficiales eran así siempre; hablaban con el que les
sucedía en el mando; al resto ni lo miraban.

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Yo recibí el mensaje

Nadie se dio cuenta de que, desde la ventana del se-


gundo piso, alguien los observaba detrás de una blanca y
transparente cortina. ¡Era Eva!
—¡Qué hombre tan apuesto y varonil! ¡Qué atractivo!
Y es el jefe…
Eva, a sus 16, envidiaba a muchas amigas que ya sabían
lo que era el primer beso. ¡Una hazaña en aquellos 1919! El
asunto era que a ella muy pocas veces se le permitía salir y,
cuando lo hacía, tenía que ser con su hermano Carlos o con
Malena, su madre.
“Mi padre, mi padre… Cree que la casa también es su
cuartel. Algunas de mis amigas ya tienen hasta un enamo-
rado consentido. Juana, Anita… ¿Y yo? Me cuidan como si
tuviera todavía ocho…”, pensaba Eva.
Eva sentía esas cosquillas propias de la edad; esos de-
seos de apagar aquel fuego que le quemaba los labios, en
otros juveniles y apasionados como los suyos. Se estreme-
cía solo de pensar que alguien se atreviera a poner su brazo
en su bien formada cintura. Sentía que tenía la suficiente
edad y la suficiente belleza para “tener otra suerte”. Y sí
que la tenía. Su pelo —que era largo y sedoso, ligeramente
ondulado, negro y que brillaba hermosamente gracias al
gran cuidado que ella le daba— caía suavemente en su ros-
tro, perfecto y angelical, de tez blanca, al cual sus ojos ma-
rrones claros, color caramelo, de mirada inocente, le daban
aún más dulzura, dulzura que ya le había robado el corazón
del teniente Rosales a quien, además, el papá veía con bue-
nos ojos. Y sus labios. ¡Sus labios!, bien contorneados y
rojos, ¡rojos! Parecía que no iba a necesitar comprar nunca
un lápiz labial.

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Walter Lynch Fernández

—¡Ese será mi novio! —se prometió Eva, mirando al


Pampa.

Nadie, ni el mismo Pampa, supo cómo fue; pero


aquellas visitas semanales a la casa del general Huiman,
para arreglar el jardín, desencadenaron algo que ni el mis-
mísimo General pudo prever, como gran estratega militar
que era. Nadie, nadie supo cómo fue, más que los soldados
que hacían guardia, a quienes siempre el Pampa les lleva-
ba unas galletas, o algo así, para que no dijeran nada de
nada. ¡Era una orden! Por lo demás, nadie supo cómo fue.
Si aquella tarde que les trajo una jarra de limonada; o aque-
lla otra cuando le pidió que arreglara la manecilla de su
puerta, que ella intencionalmente había zafado, robándole
en esa ocasión un medio beso. Antonio huyó asustado. “¡Es
la hija del General!”. La cosa es que nunca más se la pudo
sacar de la mente. Y nadie supo que, por mucho tiempo,
a escondidas ¡de todos!, se veía con la hija del General.
Tanto lo había trastornado el amor al Pampa, que de ti-
gre se había convertido en un gatito. Le era difícil recordar
algunas cosas.
—Se… se... ñorita... muchas gracias por la limonada.

Aquella primera vez que la vio, el Pampa pensó que


se le había presentado su ángel de la guarda. Se puso ner-
vioso pero, como buen militar, conservó su cordura. Hasta
bromeó.
—Disculpe, ¿cuál es su nombre, señorita?
—Eva, joven.
—¿Eva? Mucho gusto; ¡soy Adán!

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Yo recibí el mensaje

A Eva le pareció divertida esa broma. Sonrió divina-


mente y unos destellos de sol se reflejaron en sus níveos
dientes.
—Es una broma; por favor no se ofenda…
—No se preocupe —dijo ella ahogando una ligera risa.
Al Pampa se le metió esa sonrisa como una espina al
corazón. Durante tres, cuatro meses, ¿quién sabe? Todo fue
lo más dulce del mundo: los primeros besos tan dulces, tan
amorosos, tan tiernos. Los primeros abrazos y besos largos,
que muchas veces les aceleró la circulación a tal punto que
tuvieron que soltarse asustados.

Todo iba bien hasta esa mañana del lunes…


—¡Fernández!, preséntese ante el General —le ordenó
el técnico Chonta ni bien lo vio en su unidad cambiándose su
uniforme de gala por el de faena.
“¿Qué será?”, se preguntó a sí mismo. “Ah, ¡Eva!”.
Fue rápidamente hasta su despacho. Allí estaba su
secretaria, una mujer trigueña, con lentes, de mirada se-
ria. Siempre tenía el pelo amarrado en un moño en la
parte de atrás. Casi nunca hablaba. Solo con una seña
que hacía con la cabeza, entendíamos que ella ya estaba
enterada de quién iba a venir y lo dejaba pasar sin ningún
preámbulo.

Toqué nervioso la puerta del General. Una enérgica


voz respondió:
—¡¡Adelante!!
—Mi General; cabo Fernández, ¡presente!
El general Huiman me observó con una mirada

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Walter Lynch Fernández

fulminante, en un flash de tiempo. Recordó a mil por hora su


discusión con Malena la noche anterior.

P
— ero si solo tiene dieciséis, Malena.
—Sí, ¿y no recuerdas a qué edad me hiciste salir de mi
casa? ¿Acaso no fue a los 17? Entiende; prefiero darle la
confianza de verla a mi lado, a que ella se tenga que escon-
der quién sabe para qué.
Eva, también sentada a la mesa, solo atinaba a mirar
avergonzada y, más que todo, temerosa de que su madre se
lo dijera a su padre. Malena, al ir a buscarla a su cuarto la
última noche, la había encontrado subiendo una escalera he-
cha de soga y madera, amarrada al balcón. La parte trase-
ra, donde estaba ubicado su cuarto, y la oscuridad que daba
poca visibilidad, eran cómplices perfectos de sus encuentros
con el Pampa. Malena la reprendió duramente y la amenazó
con decirle a su padre. Después, en la soledad de la recámara
nupcial, recapacitó y recordó su propio romance. A esa edad
fue cuando a ella la “raptó” su esposo. Era mejor tomar las
cosas con calma y tratar de hacer que su padre permitiera a
Eva tener un enamorado y, mejor todavía, si era consentido.
“La censura solo acelera el desenlace de las cosas”.
“No quisiera que a Román le diera parálisis como a mi
padre cuando se enteró de que su niña mimada se había ido
con el enamorado al que no consentía”.

El problema era que Román Huiman, el general Hui-


man, era un hombre rudo formado, desde muy joven, en la
milicia, y un poco testarudo. Tendría que ser muy sutil y
decirle delicadamente las cosas.

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Yo recibí el mensaje

—Román; ¡qué guapa está Eva! ¿Te has dado cuenta


cómo la miran los jóvenes?
Román Huiman se hacía el desentendido. Malena pensó
que iba por buen camino.
—Yo creo que deberíamos darle un poco más de
confianza.
—¿Qué quieres decir con confianza?
—Un poco más de libertad, Román. Permitirle, qui-
zás, que salga sola alguna vez o con un joven que la
acompañe…
—Todavía es una niña. Ni le insinúes cosas que ella ni
desea.
—¿No las desea? ¿Acaso no has visto cómo mira a ese
soldado Fernández? Yo creo que está bien enamorada de él.
—¿¿Quééé?? —y en ese momento empezó la “Guerra
Mundial”.

D
—¡ escanse, cabo!
Con cólera todavía, el general Huiman recordó que, en
el calor de la discusión, Malena le había confirmado que
Fernández era el enamorado de su hija.
—Y a mí me parece que es un joven muy formal y
atractivo…
—¡Ningún pelagatos se llevará a mi hija!

Algunos años antes él mismo había protagonizado


una historia similar cuando se robó a Malena, su esposa. Su
suegro sufrió un preinfarto, el cual se le complicó con un de-
rrame. Tuvo parálisis de medio cuerpo y Román siempre se
sintió culpable por eso. Había trabajado y estudiado mucho

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Walter Lynch Fernández

en su juventud para poder ir a la Escuela Militar de Chorri-


llos. Logró su carrera con mucho esfuerzo y dedicación para
satisfacer a su esposa y a sus suegros, quienes al principio lo
veían como a un don nadie.

Y
— o nunca tuve por política tocar asuntos particula-
res en mi despacho. Lo que es de casa, se tiene que tratar en
casa. Pero esta vez no puedo hacerlo así porque no quiero
que usted siquiera se asome por ahí. ¿Me entendió?
El mensaje estaba claro. No quería verlo cerca de Eva.
Era el amor de su vida y él, un buen soldado, no perdería la
batalla sin pelearla.
—Mi General, con todo respeto. Yo tengo las mejores
intenciones con su hija. Pienso, luego de mi servicio militar,
ir a la Universidad o, si mi General me ayuda, ir a la Escuela
Militar de Chorrillos.
—Si lo veo o me entero de que Ud. anda merodeando
por ahí, lo trataré como a un ladrón. Recuerde que siempre
estoy armado. ¡Es todo! —la amenaza fue terminante: o te
alejas o te…

Esos días fueron fatales para el Pampero. Tenía que


alejarse del amor de su vida. Sentía una tristeza enorme.
En el cuartel tenía que exhibir una careta distinta. Ni él
mismo sabía por cuánto tiempo resistiría. En la soledad de
su cama:
“¡Qué cosa más estúpida es vivir así! Morirse de
amor por alguien y no poder ni siquiera mirarla. Eva,
¡cuánta falta me hace tu sonrisa, el destello del sol en
tus dientes de nieve, que cae como rocío en mi alma, que

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Yo recibí el mensaje

estaba tan seca! Esa sonrisa tan dulce que ata todos mis
deseos y esclaviza mi corazón; y esa mirada que ilumina
mi ser, que es mi sol, mi luna, todo, ¡todo!”. Una lágrima
saltó sin querer.
—Tengo que volver a verla aunque sea la última vez.
Me iré de aquí; dejaré todo por ella. Si me quiere de verdad,
como tantas veces me lo ha dicho, se irá conmigo.

En casa de Eva las cosas tampoco iban tan bien.


—Román, viejo: tu niña hace tres días que casi no come.
Está enamorada. Hombre, ¿por qué no quieres aceptarlo? Es
la naturaleza y la naturaleza es Dios; y tú sabes que no hay
ejército que pueda vencer a Dios.
Román se sintió derrotado. Sabía que su mujer te-
nía razón. Al principio no quiso aceptarlo, pero tuvo que
hacerlo: eso era divino y escapaba a cualquier poder te-
rrenal, aun al de él mismo, que era general. Hasta en su
cuartel Román había cambiado un poco. El día anterior
se había disculpado con Josefina, su secretaria, porque
le había gritado sin que ella tuviera culpa de nada; solo
quería desahogar esa impotencia que sentía. Estaba tenso
por la situación.
—Sí, vieja; lo que pasa es que para mí siempre será una
niña. El gran cariño que le tengo me hace que la vea así. No
te preocupes; ahora mismo hablo con ella.
Subió pensando cómo iniciar la conversación con
Eva. Era una situación nueva para él aunque ya algu-
na vez había pensado en el futuro de su hija, cuando
iban los domingos a misa y los jóvenes no eran ajenos
a su belleza. ¡Claro que se había dado cuenta de lo que

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Walter Lynch Fernández

pasaba! Es que no quería reconocerlo. Por doquier des-


pertaba miradas de amor. Quizás por esa razón algunas
veces había invitado al teniente Rosales con el fin de que
su hija se fijara en él. Era ya un hombre formado, con una
profesión y un brillante futuro. Pero la vida da sorpresas.
Lo que pasa es que para la bella Eva, de diez y seis, un
hombre de 23 años se le hacía muy mayor. También el
hecho de tener un padre oficial, que a veces parecía no
estar en casa, sino en su cuartel por la forma como daba
las órdenes, le desviaba la atención. Definitivamente ella
buscaba algo diferente en ese momento.
Eva, en su juvenil corazón, solo deseaba morir. ¿Cómo
vivir con una mitad menos?
“¿Qué quiere mi padre, que tenga mi primer novio a los
35, como mi tía Margarita? Mis hijos, en vez de mamá, me
van a decir abuela. Por qué no comprende que yo sin él no
puedo vivir. Sin él, mejor es morir”.
Sus cavilaciones fueron interrumpidas por unos golpes
en la puerta.
—Abre hija, por favor.
Eva se secó los ojos, húmedos de tantas noches,
y fue a abrir la puerta a su padre. Román sintió que su
corazón dio un salto cuando oyó que se abría la puerta.
Allí estaba la luz de sus ojos. La abrazó contra su pecho
dulcemente.
—Hijita, hijita; yo solo quiero lo mejor para ti. No me
malinterpretes. Tú sabes cuánto te quiero, hijita mía. Nunca
podría dañarte.
—Padre; en mi corazón no puedo mandar ni yo misma.
—Sí, hija mía, sí. Tú sabes que yo haría lo que sea por

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Yo recibí el mensaje

tu felicidad y voy a ceder, hijita; voy a ceder. Haré lo que sea


por verte feliz, ¿está bien?
Eva sonrió levemente.
—Gracias, padre; no sabes lo feliz que me haces.
—Sí, hija mía. Mañana mismo hablo con Fernández.
Si va a ser mi yerno, tendrá que ir a la escuela de oficiales
de Chorrillos. Si te quiere, lo hará por ti y yo no tendré más
remedio que darle tu mano. ¿Está bien?
—Gracias, padre.

Esa misma noche Eva oyó el sutil ruido que hacía un


pequeño fruto de algarrobo en el vidrio de la ventana de su
balcón. Era el Pampa que venía, después de varios días que
para ella —que para ambos— habían sido de eterna tristeza.
Soltó su escalera de soga. Él subió felinamente y la abra-
zó con la más grande ternura del mundo; por supuesto, ella
correspondió.
—Eva, mi amor. Tenemos que tomar una decisión. Bue-
no; mejor dicho tienes que tomarla tú porque yo ya lo hice.
Voy a dejar todo por ti. Me voy y, si me quieres como tantas
veces me lo has dicho, ven conmigo.
—Antonio; mi padre vino esta noche y me dijo que te
ayudará a ir a la escuela Militar de Chorrillos. Dice que,
cuando te gradúes y vengas, él te dará mi mano.
—¿No te das cuenta de que solo trata de alejarme de
ti? Discúlpame; no quiero ofenderte pero no le creo. Ahora
mismo dime si vienes o te quedas; si decides quedarte, no te
culpo, pero yo no podré vivir cerca. Tendré que alejarme lo
más que pueda para no poner en brazas mi corazón cada vez
que te vea o pase cerca, sabiéndote aquí.

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Yo recibi el mensaje-168-Final-19 19 10/6/09 6:37:21 PM


Walter Lynch Fernández

Eva no quiso insistirle; entendió que el Pampa estaba


decidido.
“¿Qué hacer? Quizás no pueda vivir así, mi padre, mi
madre... Tiene razón; de repente mi padre solo quiere ale-
jarnos para que yo me fije en ese teniente Rosales, al que
siempre invita a casa. Cree que no me doy cuenta. La que me
da pena es mi madre, tan buena… ¿Adónde iremos? No me
importa. ¡Me voy con él!”.

Don Román Huiman solo perdonó a su hija después de


mucho tiempo. Después que ella tuvo siete hijos con el Pam-
pero, y en su lecho de muerte. Cuando Eva volvió a Piura a ver
a su padre, que se lo había pedido como última voluntad, lo
encontró en un ataúd y en pleno velorio. Lloró amargamente
sobre el ataúd, arrepentida quizás por una decisión de antaño.
Después de un buen rato lloró con su madre, ambas en silencio.
En un pueblo cercano, el Pampa esperaba por ella con sus siete
vástagos.

Todos los años, para Semana Santa, solíamos ir a


Piura, a Catacaos, donde vivía mi abuelo. Íbamos toda
la familia y siempre era por una semana. Nosotros con
mis dos hermanos menores, Winston y Freddy, nos di-
vertíamos de principio a fin durante esa semana. De todo
hacíamos un juego. Hasta con las velas de la procesión
derretidas hacíamos carritos para jugar. La cera, con el
fuerte sol que hay en esos lares, se suavizaba y era fá-
cil moldearla. Unos años después ya no me interesaba
mucho en esos juegos y más me gustaba ir a la feria con
algunos amigos del lugar.

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Yo recibí el mensaje

En cierta ocasión íbamos a jugar al lanzamiento de


argollas. En el piso había cosas que se ganaban si la ar-
golla lograba atraparlas en su círculo. Pánfilo, amigo de
aquellas épocas, me decía después que había comprado el
lanzamiento de cinco argollas:
—Dámelas; yo las lanzo. Tengo buena puntería.
—Ya, pero déjame lanzar dos.
Tiré las dos que me quedaron y no saqué nada. Pánfi-
lo tiró las otras tres y efectivamente atrapó una cajetilla de
cigarros. Nos repartimos la cajetilla a medias y nos fuimos
felices, como locos: él para dárselos a su padre, el Sr. Mena,
y yo para dárselos a mi abuelo. Lo encontré encendiendo el
mechón para alumbrar su oscura sala.

La casa era toda de tierra. Mi abuelo aún tenía en su


corral muchos patos. Nosotros siempre que íbamos, cavá-
bamos un pequeño pozo para que los patos nadaran. Pero
nunca lo hacían.
—Abuelito, abuelito; mira lo que te traje.
—¿De dónde los sacaste, hijito?
—Jugué con veinte centavos a lanzar argollas. Yo lan-
cé dos y Pánfilo tres; y al final ganó una cajetilla de estos
cigarros que te traje.
—Gracias, hijito; voy a fumar uno.
Nunca, a excepción de aquella vez, había visto fumar a
mi abuelo y yo creo que lo hizo más por complacerme, por
hacerme sentir bien por mi regalo, que porque le gustara fu-
mar. No fumaba. Fue muy sano. Pocas veces, de veras muy
pocas, supimos que hubiera tenido algún mal.
En una de esas raras ocasiones recuerdo que una vez,

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Walter Lynch Fernández

ante la insistencia de la Cuchita, mi madre, se fue al doctor


por una tos persistente que tenía.
—Y qué le dijo el doctor, papá.
—Nada; que era una inflamación no sé de qué y que me
tome este jarabe una cucharada tres veces al día.
—Bueno; ojalá que quede bien.
—¿Y tú crees que voy a estar perdiendo el tiempo y
dejar de ir a la chicha por tomar esto tres veces al día?
Terminado de decir esto, se tomó todo el frasco, ¡todo
el frasco de una vez!

Pampero murió en 1991 a la edad de 90 años.

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Yo recibi el mensaje-168-Final-22 22 10/6/09 6:37:24 PM


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Yo recibí el mensaje
By Walter Lynch Fernández

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De la presente edición:
Yo recibí el mensaje
por Walter Lynch Fernández
producida por la casa editorial CBH Books
(Massachusetts, Estados Unidos),
año 2009.
Cualquier comentario sobre esta obra
o solicitud de permisos, puede escribir a:
Departamento de español
Cambridge BrickHouse, Inc.
60 Island Street
Lawrence, MA 01840, U.S.A.

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100
Colección Memorias
Remembranzas

Yo recibí el mensaje
Biografía
Walter Lynch Fernández nació en Catacaos-Piura,
Perú, en diciembre de 1963. Es Licenciado en Educación con
una especialidad en Música y Literatura. Ha incursionado en el
mundo literario con algunos poemas, un himno y dos cuentos
cortos. Actualmente reside en Carolina del Norte, EE. UU. Yo
recibí el mensaje es su primera obra publicada por CBH Books.

Comentario editorial
En Yo recibí el mensaje, el autor nos narra su vida
desde sus inicios (incluso, remontándose a los orígenes de su
abuelo) con un marcado matiz autobiográfico, a la vez que
nos va introduciendo en el proyecto de su vida, el cual descu-
bre cuando tiene un avistamiento celeste.

A partir de entonces, y relacionando todos los hechos


de su vida con el objetivo que se le ha planteado desde el
más allá, va elaborando el mensaje que quiere dejarnos. En
pocas páginas, nos muestra una nueva visión del mundo,
alejada de las que nos brindan los mensajes elaborados por Walter Lynch Fernández
quienes nos educaron, con la intención evidente de que
aprovechemos sus investigaciones en este campo.

ISBN 978-1-59835-107-1
51499

9 781598 351071
$14.99

Yo recibi el mensaje-COVER.indd1 1 10/7/09 5:21:01 PM

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