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LO QUE PENSAMOS NO ES LA VERDAD

Tanto para conocer como para comunicar, la coherencia y consistencia del


lenguaje como sistema, su estructura, conjunciones y orden de disposición, es
decir, sus posibles relaciones, son, pues, clave de su secreto como instrumento
creativo de interrelación dialéctica con el mundo, pero también de su
componente ideológico. No decimos “perro el es Juan de don”. Si queremos
comunicar, estamos constreñidos a decir “el perro es de don Juan”. Es decir,
los significantes lingüísticos no sólo tienen un significado, sino una gramática,
un orden, unas reglas. Pero cuando comunicamos, la frase, aparentemente una
simple descripción, contiene además una serie de implícitos que indican un
“orden” de las cosas, el que tendemos a asegurar acríticamente como tal, pero
que, en los hechos, estamos “heredando”, aún sin convicciones concientes, a
través del lenguaje, imponiéndose, finalmente, como conducta y acción en el
mundo.

Los sufíes dicen que el problema de los hombres es que “creen que lo que
piensan es la verdad”. Al estar atados al lenguaje –como insumo del
pensamiento- se nos escapa que cada palabra-símbolo conlleva factores
extralingüisticos significativos implícitos que no sólo nos ocultan lo ente en sí,
sino además nos “ajustan” respecto de la sociedad en que se usan. Baste
observar que en la simple frase “el perro es de don Juan”, se nos instalan,
desprevenidamente, valores diversos como propiedad, jerarquías, diferencias
sociales, categorías y definiciones biológicas. A mayor abundamiento, un
“hombre público”, por ejemplo, es un político, un notable. “Mujer pública”
tiene, en cambio, una significación muy distinta.

Y al menos para los idiomas occidentales, la indiferencia entre significado y el


significante fonético que lo manifiesta, producen la “ilusión acústica” de que el
sentido de una palabra está presente en ella de modo inmediato. “El chancho
hace honor a su nombre. Es un animal muy sucio” , señala un maestro sin
percatarse que no hay correlación necesaria entre el significante “chancho” (la
secuencia sonora) y la suciedad. “Chancho” es sólo un signo que nombra algo,
para diferenciarlo de otro algo y que, si por consenso dicho animal se hubiera
llamado “Cisne”, sería éste quien “haría honor al nombre”.
Sólo el muy posterior descubrimiento de Saussure, a fines del siglo XIX, que
distinguió en lengua y habla, la dicotomía entre significante y significado,
terminaron con dicha trampa, iniciando también el fin a lo que Derrida
denominó “logocentrismo” del pensamiento occidental, es decir, al espejismo
de la presencia inmediata del logos (entendimiento) en la palabra acústica.

Pero, además, el nombre de la cosa o fenómeno no sólo es una secuencia


arbitraria de sonidos expresada en el significante, sino que, en su significado,
la palabra misma es también una generalización, una categoría, una definición,
que no representa nada específico, sino, como veremos, una “clase” de objetos
particulares con alguna cualidad que los une, transformando al conjunto del
lenguaje en una suerte de metáfora, donde el tenor es la cosa en sí; el
vehículo, el término utilizado para su nominación y el fundamento, la
estructura ideológico-comunitaria que sustenta la lengua.

La eventual indiferencia entre significante material y su significado mental-


conceptual instala las palabras en la memoria como reflejos condicionados
audiofonéticos, huellas síquicas de “lo que es”, obligando al individuo a mirar
cognitivamente a través de ellas, significadas por la tradición lingüística de la
comunidad y, aquella, determinada por la estructura de poder que la comanda.
Como es evidente, la realidad sólo puede observarse desde el observador
singular, aún cuando el sujeto requiera del “otro” para coafirmar o confirmar su
observación y validarla. La “comunidad” como tal, no puede observar, porque
es otra abstracción de la lengua y sólo el lenguaje, como entidad sui generis
que rebasa la individualidad de sus componentes presentes, pasados y futuros,
la hace posible, aunque intencionada por los intereses de los sectores
dominantes que la han significado históricamente.

En el caso de la sociedad occidental, Derridá destaca que ésta ha puesto su


atención e intención en la tercera persona del verbo “ser” (“es”; lo que “es”),
implicando en ella no sólo un demérito del significante (sonido “es”), que
tiende a subsumirse en el automatismo del habla, pretendiendo la presencia
inmediata del significado “ser” en él, sino que también, por analogía, en otra
serie de opuestos binarios a los que el poder ha “clasificado” como inferior en
las múltiples díadas en que se organiza la lengua: noche-día; mujer-hombre;
materia-espíritu; forma-contenido, etc, como vimos en Nabrija.

Así y todo, cada observador, precisamente por el modo de instalación del


lenguaje en su psiquis, percibe hechos y fenómenos desde su propia y
especialísima historia y contexto, combinando intensidades, colores y
pequeñas diferencias de sentido a las que estará sujeta la interpretación de lo
que observa o le es comunicado mediante las palabras, aún cuando emisor y
receptor tengan idénticas capacidades sensoriales para decodificar datos
lumínicos, sonoros, calóricos, odoríferos o gustativos que son captados a través
de los sentidos y que, como fenómenos cognitivos, se han nominado a través
del tiempo conformando el “tesoro del lenguaje” soussuriano.

La “comunidad”, en tanto, es una abstracción, un “objeto mental”, que si bien


mirada a la luz de los avances tecnológicos puede hoy almacenar “en red” más
conocimientos que el individuo, no puede ella misma –por inexistente como
entidad cognitiva- experimentar “lo que es”, desde su cualidad de tal. Sólo la
conciencia del sujeto puede observar y comunicar-transferir, aunque
paradojalmente, nunca tampoco de modo puramente individual, porque éste y
su habla se conforman socialmente, en intercomunicación con otros. De
manera que, finalmente, sólo la “comunicación” –fenómeno social cualitativo y
con la intención que le da la estructura comunitaria en que se manifiesta-
puede intervincular los “nodos en red” para la acción y coordinación en el
mundo, como una “entidad” emergente sui generis

Es decir, la especie sólo puede compartir en “comunidad” a través del


lenguaje, pues no hay comunicación de conciencia a conciencia. Las personas
constituidas en colectivo sólo se pueden comunicar mediante un sistema de
señales-convenciones que es operativo, transformador del mundo, cuando se
manifiesta físicamente (mediante ondas sonoras o visuales), pasando de
potencia a acción, como mensaje emitido y transportado como una “entidad
objetiva” de segundo nivel.

Sin su expresión material audiofonética o visual, el lenguaje “no es”. Aparece


cuando se manifiesta y es recepcionado, provocando, como señala Barthes,
“huella síquica” en el receptor; y vuelve a ser “potencial” cuando no se
presenta físicamente para ser percibido por la vista u oído de un otro. Y si bien
el individuo puede transmitir señales materiales, aquellas no son aún
propiamente un lenguaje, ni un habla por sí mismas, porque, como hemos
visto, sólo la “comunidad”, constituida expresamente como cuerpo de
comunicaciones, comunica, dados los previos acuerdos en significantes y
significados, ajustes de hablas; denotaciones, connotaciones y paradigmas que
ha almacenado la lengua a la cual el sujeto se integra.

Este es un hecho relevante si se quiere entender realmente la comunicación


como ciencia que estudia los intercambios de señales significativas (con
intención) intersistémicas. Este “segundo sistema de señales”, alcanza así,
desde el habla al lenguaje, de lo particular a lo general, una compleja
maleabilidad en el juego de interpretaciones compartidas por el grupo, tanto
como resultado de sus usos cara a cara, como en los intermediados; desde
hablas emocionalmente intencionadas por intereses o deseos personales,
hasta una lengua ideologizada como instrumento de dominación o de
contrapoder comunitario. No sólo texto, sino también contexto, determinan los
resultados de la comunicación.

Las incertidumbres y paradojas que se presentan en el uso del habla común ,


en tanto instrumento de alta imprecisión comunicativa y de lenguajes de
signos más rigurosos devenidos de la práctica científica, nos ubican en un
problema epistemológico cuyas consecuencias para el devenir del
conocimiento es central, especialmente en una sociedad emergente en que
aquel es y será el bien abundante: dado que buena parte de la existencia la
vivimos a través de la comunicación y “en el lenguaje” que informa sobre
visiones de mundo compartidas, sucesos y fenómenos pasados y presentes, así
como expectativas, y sólo una muy escasa responde a experiencias propias de
acción, observación y/o comprobación directa del entorno, una pregunta
pertinente es que si lo que “conocemos” es realmente “lo que es” o
simplemente “creencias” o prejuicios ideológicos, máxime cuando a nivel de
las ciencias –el corpus que nos otorga más certezas- las “verdades” se
muestran cambiantes, tanto como los propios paradigmas que les dan
sustento.
Así, en comunicación, calificamos sus resultados según las reacciones a ellas
sean o no las previstas. Tal forma de abordar la eficacia comunicativa se funda
en un marco teórico lineal (como el lenguaje natural), surgido primero de la
propuesta retórica aristotélica, y luego de la ingeniería de Shannon y Weber
(emisor-mensaje-receptor) enfocada esta última a la transferencia técnica de
datos e información, con intención cuantitativa, más que a la comunicación
que es cualitativa y dialógica, con sentido y compleja.

En aquel modelo de transferencia de información está implícita una concepción


metafórica de carácter mecánica, según la cual los datos son emitidos y
recibidos sin alteración. Sin embargo, a la luz de lo analizado, sabemos que en
el ámbito sistémico de una comunicación con intenciones surgen múltiples
reacciones a los mensajes que no responden a las expectativas o deseos del
emisor y, sin embargo, en sus consecuencias más generales pudieran ser
eficaces en la mantención de la homeostasis global.

Un pequeño cuento sufí ayuda a explicar la afirmación. Un grupo de discípulos


conversaban sobre las enseñanzas de sus maestros. El primero dijo que aquel
le había mostrado que si todos los hombres estuvieran tan indignados por una
injusticia como quien la sufrió, no habría dolor en el mundo. Tras los aplausos
de los reunidos, un segundo dijo en voz baja que su maestro le había enseñado
que nadie debería estar tan indignado con una supuesta injusticia, hasta no
estar seguro que no se trataba de una bendición disfrazada de aquella.

Los aparentes errores, asimetrías o fracasos de la comunicación,


especialmente cuando ella es compleja, sistémica y multidirecional como lo es
en la emergente Sociedad de la Información y del Conocimiento, responden,
desde tal perspectiva, a las expectativas del observador, porque los hechos
“duros” “son lo que son” y se mueven a través de infinitas correlaciones para
mantener el equilibrio, más allá del control posible de las consecuencias de la
acción por parte del emisor individual. Esta revisión de lo “exitoso” en
comunicaciones tiene importancia sustantiva en las concepciones de
verificabilidad con las que ya se opera para conseguir acuerdos y compromisos
en la red, en los trabajos de comunidades expertas telemáticas, atópicas y
asíncronas. Este es, por lo demás, el modo en que las ciencias están
profundizando en el conocimiento del entorno en la emergente sociedad.

Una perspectiva tal obliga a cambiar el eje de “valoración” de los resultados de


la comunicación desde el lenguaje –y por cierto, respecto de las construcciones
teóricas que con él se realizan en los diversos ámbitos de la investigación
científica y social, sea esta “dura” o del “texto”-, hacia una mirada inclusiva de
visiones críticas y/o de fenómenos “anómalos” que pudieran resignificar la
mirada del conocimiento oficial, pero que a nivel de los sistemas, pueden
destrabar obstáculos que limitan o estancan el desarrollo de áreas relevantes
para el conjunto, a raíz de la reproducción inercial de actitudes o conductas
concientes o inconcientes que limitan un “re-conocimiento” de ciertos
fenómenos obvios para otros. Por ejemplo, espacios lingüístico-científicos como
la inmunología, donde metáforas tienden a definir las observaciones desde
analogías de carácter “bélico” (defensa, ataque, enemigos, agresión, etc),
podrían renovarse si se avanza en la investigación mediante metonimias
regidas por una lógica, digamos, de la “colaboración” entre “enemigos”.

Esta revalorización de los hechos –a los que se les debe adjudicar


potencialidades de significaciones muy diversas en los juegos de asociación de
objetos mentales- apunta a la evidencia de que los signos lingüísticos que los
describen operan con consecuencias heterogéneas, dependiendo de contextos
e intereses. Tales signos sostienen o redefinen prácticas y conductas
dependiendo de sus proveniencias, tal como en genética, la función del gen en
sí mismo, siendo específica, varía según su procedencia (masculina o
femenina), generando resultados funcionales distintos, como lo muestran
recientes resultados de investigaciones epigenéticas. Andrew P. Feinberg,
director del Centro de Epigenética de la Escuela de Medicina Johns Hopkins,
dice que la epigenética podría desempeñar un papel importante en la
búsqueda de curas a enfermedades como la diabetes, el autismo o el cáncer.

Una más profunda perspectiva epilingüística en el análisis de las significaciones


de palabras, relatos o discursos, de sus intereses motivacionales, podría
mejorar también “enfermedades sociales” derivadas de una contaminación
ideológico-conductual de las palabras, como antiguas gestoras y sostenedoras
de compromisos que, a la luz del avance del conocimiento, debieran ya ser
revisados, porque el mundo tiene el sentido que le otorga quienes se lo dan, es
decir, en buena parte los creadores de dicho orden.

El análisis comunicacional y sus factores epilingüísticos, tales como las


relaciones de poder entre sistemas-individuos o grupos que participan de una
institución o sociedad, pueden explicar con mayor claridad el statu quo o las
inconsistencias que se observan en conductas, hablas y lenguajes a través del
tiempo y su mejor o peor ajuste a entornos cambiantes que pudieran estar
desafiando su subsistencia.

Es cierto que si se apunta a la eficacia actual de transformación humana del


entorno, habría que coincidir en que esto es posible porque las relaciones entre
lenguaje y conocimiento que nos hemos dado para construir y consolidar los
actuales paradigmas correspondería a vínculos efectivos de causa-efecto,
determinaciones que, por lo tanto, estarían debidamente reflejadas en la
lengua y las comunicaciones.

Sin embargo, dado que, como se constata, no hay fenómenos aislados y que
como es obvio, la intervención humana del entorno es siempre eficaz, en el
sentido de realizable, una revisión del viejo modo de conocer y decidir
jerárquico industrial lineal mecánico implica, en definitiva, un cambio en
nuestra disposición actitudinal y mental –resignificar nuestras creencias- frente
a las múltiples visiones en juego en la acción en el mundo, que nos permita
una más profunda penetración en hechos que impactan equilibrada o
desequilibradamente el sistema, suscitando, como contra partida, un hiper o
hipo funcionamiento de otros. Como en el Efecto Mariposa , pequeñas
perturbaciones iniciales pueden generar efectos descomunales al final del
proceso. Claros ejemplos actuales son el cambio climático, la crisis subprime o
simplemente la enorme pobreza de más de mil millones de seres humanos.

Lo sistémico, en general, y el lenguaje, en particular, contienen


necesariamente junto a sus regularidades, lo anómalo, azaroso, imprevisible,
accidental, como condición para su cambio y evolución o, mejor aún, de
adecuación permanente a sus entornos. Es decir, en el eventual “telos” de las
cosas, lo incierto, en combinación dialéctica con su invariancia, es parte
constitutiva de su cualidad evolutiva, pues la anomalía es condición sine qua
non para que la estructura pueda cambiar y adaptarse a las nuevas
condiciones en que se desenvuelve. La perfección, en cambio, es inmutable.

Esta es una constatación crítica si se quiere entender lo que queremos decir


cuando hablamos de cambio actitudinal y mental para mejor “prever” y decidir
–objetivo de la ciencia, las comunicaciones, la economía y en fin, de la acción
humana-, entendido como constructo teórico, finalmente lingüístico, aunque
devenga de lo experimental, que surge de operaciones sicológicas con signos
arbitrarios y significados volubles, en especial si nos referimos a una
prospectiva para la acción en la que, además, la voluntad o el deseo del actor,
forma parte de la “previsión”.

Como es evidente, el analista de la realidad física o psicosocial (económica,


política, estética, científica) nunca puede contar con toda la información que
importa a la hora de comprender la evolución de la homeostasis global del
sistema o, incluso, del subsistema estudiado o intervenido, no sólo porque
opera con objetos mentales dinámicos significativamente -que interfieren
“ideológicamente” la observación de la cosa-, sino porque en lo social, muchas
de las intenciones de agentes transformadores no son expresas, o porque,
eventualmente, ni siquiera son concientes de aquellas.

Demás está agregar que mirado el proceso de modo sistémico es imposible


conocer el conjunto de reacciones tras cualquier ajuste intra o extrasistémico y
lo que se hace, en la realidad, en la acción en el mundo, es avanzar en un
proceso de acierto-error, un audaz juego de azar y necesidad, que mezcla
decisiones sin información completa, creencias y voluntad de ser.

Una anécdota atribuida a un pastor anglicano inglés en conversación con un


chamán australiano a fines del siglo XIX, puede aclarar el punto. Se dice que el
sacerdote paseaba por la playa junto al brujo de la tribu local conversando
acerca de la Divinidad y el conocimiento. En un momento de la charla, el
pastor hizo en la arena dos círculos concéntricos. Apuntando al más pequeño
dijo: “Esto es lo que Uds. saben” y luego, recorriendo el externo más grande,
afirmó: “y esto es lo que nosotros sabemos”. Mirándolo a los ojos, el chamán
estiró su mano para tomar suavemente la rama del pastor y caminando varios
metros lejos del inglés, el aborigen australiano comenzó a dibujar un tercer
círculo inmenso que dejó dentro de sí a los dos concéntricos del europeo. Tras
terminar, lanzó lejos el palo, se acercó sonriente y le dijo: “y todo esto, es lo
que no sabemos ni tú ni yo”.

La realidad que el hombre conoce, entonces, no sólo no es la realidad porque


obviamente aquel no es “el” conjunto de la realidad, sino porque, además y en
rigor, lo que ha seleccionado-procesado es, físicamente, un conjunto limitado,
necesario y azaroso de señales lumínicas, sonoras, caloríficas, odoríferas,
gustativas, que son ordenadas por el cerebro de modo significativo -ajustado al
rango de frecuencias de realidad que le es dado decodificar merced a su
filogenia- mediante nominaciones que el lenguaje social le ha asignado a los
fenómenos para una especial clasificación psico-neurobiológica operativa del
sujeto.

Y como conocimiento es lenguaje configurado en un corpus lógico-experiencial


de cosas, fenómenos y procesos regulares y anomalías, dichas entidades
mentales con las que se va conformado la visión de mundo termina siendo
para el individuo, “lo que es”, transformando sus pensamientos en “ideología”,
“naturalizando” y estabilizando sus creencias. En efecto, una de las funciones
de la ideología consiste, precisamente, en “naturalizar” la realidad social,
hacerla aparecer inevitable como la Naturaleza misma. La ideología busca
convertir la “cultura” en Naturaleza. El signo “natural”, la ilusión de la
presencia del entendimiento en el significante mismo, como palabra
inconciente o automáticamente utilizada, es una de sus principales armas.

Como advirtiera Wittgenstein de “lo que hay”, hay un conjunto de cosas de las
que “se puede hablar” y otro de las que “no se puede hablar”. Del conjunto de
“cosas” de las que no se puede hablar está la estructura lógica del mundo: de
ella no se puede hablar, porque se presenta en el lenguaje y, por consiguiente,
da lugar a proposiciones no significativas (sinnlos), o sinsentidos (unsinnig),
porque lo que es, no es el lenguaje, y el orden lógico es un orden del lenguaje,
no de lo que es.
Wittgenstein dice que el lenguaje y su derivado, el pensamiento, no es un
medio adecuado para acceder a esas “cosas”. Y aunque no explica cómo se
nos hacen presentes, en algunos textos pareciera sugerir que se produce al
modo de “intuición” (“insight”), a través de una experiencia directa no verbal,
de la manera en que captamos el mensaje estético en las obras de arte; es
decir, mediante la participación intuitiva o imaginativa del hemisferio cerebral
derecho, modo en el que, por lo demás, se toma la mayoría de las decisiones
en el mundo, “heurísticamente” .

En efecto, el pensamiento (como proceso mental, individual) se construye de


lenguaje (insumo básico indispensable para comunicarlo), y de voluminosas
imágenes-conceptuales, grandes síntesis significativas hipotéticas, que, como
tupidas enredaderas se asocian y descuelgan instantáneamente en masas de
amplio despliegue atópico cerebral a través del bosque del lenguaje y casi sin
intervención conciente del “yo” operador, disparadas por la creatividad icónica
del hemisferio derecho, en tándem no conocido con el sistematizador
izquierdo, fenómeno que pudiera explicar porqué, a pesar de todo, hablamos –
con cierto sentido- de lo que Wittgenstein propone “no hablar”.

Por lo demás, una fenomenología estrictamente referida a los hechos operada


necesariamente desde palabras, obedece igualmente a nominaciones
arbitrariamente elegidas por el observador-develador de “realidad”, porque el
nombre de “la cosa o fenómeno” implica su distinción-definición, y aquella,
como veremos, depende del propio lenguaje y sus cualidades de
categorización, analogías y opuestos, así como de la generalización en
patrones que no describen nada que realmente exista en tiempo y espacio,
sino sólo una cierta regularidad conceptual fenomenológica que el cerebro
percibe, sistematiza y almacena indexadamente.

Tales habilidades están sujetas, asimismo, al rango de frecuencias materiales


que los “programas” filogenéticos del cerebro son capaces de decodificar –aún
en el evento de la observación a través de instrumentos- y a hipótesis,
conducidas o espontáneas, que responden a los paradigmas ordenadores en
boga. Es decir, como señala Rafael Núñez en “El Paradigma de la Mente
Corporizada”, “no podemos crear cualquier matemática (lenguaje), sólo la que
nos permite nuestro sistema nervioso y nuestra animalidad”

Un problema epistemológico adicional es que las palabras son tanto


operacionalmente independientes y/o externas a la persona que las usa en su
habla –porque no puede significarlas discrecionalmente para intercomunicarse
con sus pares, dado el atributo comunitario del lenguaje-, como inmateriales en
su existencia como sistema. En efecto, éstas no están ni sincrónica, ni
diacrónicamente en el conjunto de los cerebros que forman la comunidad en la
que se desempeñan y no se evidencian sino cuando se expresan físicamente a
través de las ondas sonoras o lumínicas (escritura) que las muestran a un
“otro” que las recepciona.

El lenguaje, como completitud y manifestación fenomenológica sui generis,


está pues, en un lugar impreciso –a la vez sincrónico y diacrónico, tópico y
atópico-, no fuera, ni exactamente dentro del cerebro del hombre, sino, “entre”
los sistemas-sujetos en interconexión pasada y/o presente, como un sustento-
medio de la comunicación. Es decir, si se realizara una inspección al centro
cerebral del lenguaje no podríamos ver en él huellas físicas en forma de
palabras (ni todas ellas, resultantes de toda la historia de aquel lenguaje), sino
sólo actividad eléctrica, psíquica. Tampoco las veríamos si pudiéramos realizar
el esfuerzo teórico de observar todos los cerebros de un colectivo usuario en
un momento dado, tal como no podemos observar en el chip del ordenador las
palabras que vemos en la pantalla. Tanto en el cerebro biológico como el
artificial, el lenguaje es “potencia”, un programa que sólo se manifiesta en su
ejecución.

Sin embargo, es esta especial característica de invisibilidad-visibilidad, de


presencia-ausencia, de sujeto-objeto y de singularidad-colectividad, la que da
al lenguaje la plasticidad necesaria para ajustarse a los constantes cambios
semánticos, porque es un “puente” flexible entre una Naturaleza caótica de
hechos y fenómenos únicos e irrepetibles, y un sistema neurobiológico cuyo
diseño filogenético le permite abstraer patrones y regularidades con las que
resignifica sus experiencias captadas por el “primer sistema de señales”,
momento a momento, y se ajusta al entorno, siguiendo una lógica que
responde a las cualidades en un órgano cuya evolución lo dotó de capacidad
para clasificar y procesar información útil para la supervivencia como sistema,
individual y colectivamente. Es la “imperfección” del lenguaje la que le permite
su “perfección evolutiva”.

Pero los cambios de entorno que inducen dialécticamente las modificaciones


en el conocimiento instalado en el lenguaje, no pueden sino ser productos
individuales, del “habla” de aquellos sistemas neurobiológicos de cada uno de
los sujetos que constituyen el colectivo, por lo que el lenguaje está en
permanente cambios de sus “coloraturas” e “intensidades”. Así y todo, es sólo
la intercomunicación entre las personas la que posibilita la expresión y
expansión sincrónica y diacrónica del lenguaje y la acumulación de
conocimientos que aquel “almacena y transporta”, generando un fenómeno en
el que, como la Divinidad, el “todo es mayor a la suma de sus partes”

Siguiendo a Saussure, se podría decir entonces “que no es propiamente el


lenguaje hablado natural al hombre, sino la facultad de constituir una lengua,
es decir, un sistema de signos distintos que corresponde a ideas distintas” . El
lenguaje, en definitiva, no solo es un fenómeno convergente de lengua y habla;
significante y significado; sintagma y sistema; denotación y connotación;
sincronía y diacronía, sino también de una semiótica histórico-social y
comunicaciones intrasistémicas, entre las cuales, el papel del poder como
motor “intencional” colectivo del sentido de las significaciones, tiene gran
relevancia.

La metarrealidad de la lengua surge así como un “mundo” u “orden” interno-


externo sui generis que no es “lo que es” en el acto de la comunicación, sea
interpersonal o a través de los medios de comunicación, pero que opera sobre
lo que es. Imágenes y experiencias intermediadas se almacenan mediante él
en las psiquis de cada individuo “en red” comunitaria, como datos que
reemplazan la experiencia del “aquí y ahora”, lo que unido a conceptos-
palabras, secuencias de sonidos-ideas consensuados, se transforman en una
“segunda realidad” que el sujeto instala y acepta en su mente como “lo que
está siendo en el tiempo”, actuando y coordinando acciones a través de aquel.
Mientras tanto, la “cosa en sí” transcurre ajena a dicho orden interno que cada
cual se ha dado como “programa” que lo vincula al resto del colectivo y
entorno natural, transformando el sistema de signos así jerarquizado, un
conjunto de sintagmas, en un “paradigma”.

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