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Filósofos y mujeres: La diferencia sexual en la Historia de la Filosofía
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Filósofos y mujeres: La diferencia sexual en la Historia de la Filosofía

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En un recorrido desde la antigüedad hasta nuestros días, la autora presenta el discurso de filósofos sobre la diferencia sexual, oscilante entre androcentrismo y misoginia, y da voz a mujeres que han tratado de afirmar una perspectiva femenina en la filosofía, desde Hildegarda a María Zambrano, pasando por Margarita Porete, Virginia Woolf, Simone de Beauvoir, Hannah Arendt y Luce Irigaray, entre otras.
LanguageEspañol
Release dateMay 22, 2023
ISBN9788427730533
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    Filósofos y mujeres - Wanda Tommasi

    1. El ser no es neutro

    La diferencia de ser hombre/mujer en el pensamiento

    En 1938, Virginia Woolf, en Tres guineas –obra fundamental para la toma de conciencia feminista de nuestro último siglo–, a instancias del secretario de una asociación antifascista que le pedía hacer algo para que acabase la guerra y para oponerse al avance del fascismo en Europa, respondía invitando a sus semejantes, las mujeres, es decir, a la mitad de la humanidad que se había visto excluida desde siglos de los quehaceres públicos, ya fueran de guerra o de paz, a una radical toma de conciencia de sí mismas, de su relación con las demás mujeres y con los hombres, con la enseñanza, con el dinero y con el trabajo, con la política, en resumen, con el mundo.

    Con el fin de prevenir la guerra, Virginia Woolf ante todo invita a las mujeres a ejercitar el pensamiento, no tanto en el sentido de acumular conocimientos, sino, mucho más importante, en el de darse cuenta de que la diferencia sexual informa todos los aspectos de la existencia e incluso la vida de la mente: Hay que pensar, pensar… Mientras estamos en la oficina; en el autobús; mientras contemplamos entre la gente la coronación e investidura del alcalde de Londres; mientras pasamos junto al Monumento a los Caídos; mientras recorremos Withehall; mientras nos sentamos en la tribuna reservada para el público en la Cámara de los Comunes; en los tribunales; en los bautizos; en las bodas; en los funerales. Pensemos sin cesar: ¿qué civilización es ésta en la que estamos viviendo? ¿Qué significan estas ceremonias y por qué hemos de tomar parte en ellas? ¿Qué son estas profesiones y por qué hay que hacerse ricas ejerciéndolas? En resumen, ¿adónde nos lleva ese desfile de hijos varones de hombres con educación?¹

    Es una extraña clase de pensamiento –realmente, un auténtico pensamiento filosófico– aquel que, según el deseo de Virginia Woolf, se practica en cada momento de nuestra existencia, unido con las actividades diarias, aquel en donde el pensar es indisoluble del hacer. Pensamiento viviente, experimentador, trama indisoluble de práctica y teoría, así es el pensamiento de la diferencia sexual.

    En definitiva, es a esta diferencia sexual a la que Virginia Wolf invita a sus semejantes, la mitad de la humanidad a la que ha tocado nacer de sexo femenino. Es un pensamiento que corresponde a todas y a todos, mujeres y hombres, aunque se han hecho cargo de él, históricamente, sobre todo las primeras, porque precisamente en la historia ha sido el movimiento de las mujeres el que ha puesto en cuestión la cultura y la política emancipatoria y ha hecho valer el punto de vista de la diferencia. Por lo tanto, hay que hablar de diferencia sexual sobre todo en femenino. Es éste un desequilibrio teórico, fruto de un desequilibrio histórico, es decir, de la opresión que ha sufrido la parte femenina de la humanidad y de la insignificancia en la que se ha dejado a la diferencia femenina, durante siglos.

    Todavía muchos piensan hoy, y a mí también me han educado para pensarlo, que la diferencia de ser mujeres/hombres no cuenta para la actividad mental, aunque la verdad es que esta convicción se ha modificado un poco en estos últimos años.² Es precisamente la filosofía la que tiene que encargarse de ello; la filosofía, en su sentido originario, porque relaciona con el hombre todos los demás aspectos del saber; salvo el de que el hombre no existe para el pensamiento de la diferencia. Existen mujeres y hombres.³ El pensamiento de la diferencia todavía está en sus comienzos, pero son comienzos tan consolidados ya, que prometen alterar los contenidos y las formas del conocimiento, del lenguaje y de la política.

    Casi cincuenta años después de la exhortación de Virginia Woolf a pensar en el sentido de la diferencia sexual, nos llega otra invitación análoga de otra pensadora feminista, Luce Irigaray: La diferencia sexual representa uno de los problemas o el problema en el que ha de pensar nuestra época. Según Heidegger, cada época tiene una cosa en la que pensar. Una solamente. Probablemente, la diferencia sexual es la de nuestro tiempo.

    Recuerdo esta segunda invitación, esta repetición de la misma necesidad, la de dejar traslucir el sentido de ser mujeres/hombres también en las actividades propias de la mente, porque la ampliación del horizonte de la diferencia sexual ha hecho conscientes en estos últimos años a las mujeres que se han comprometido a arriesgarse, haciendo valer un punto de vista femenino en el mundo; esto, en realidad, se ha repetido muchas veces en la historia, aunque sin llegar a consolidarse nunca en una tradición estable: desde Hipatia de Alejandría a Hildegarda de Bingen, a Margarita Porete, a Mary Wollstonecraft, es cada vez más larga la lista de las mujeres que han intentado proponer una perspectiva femenina en el pensamiento y en el saber.

    En este libro, algunas de estas voces femeninas contrastarán con las de filósofos que, de distintos modos y desde lugares distintos de los de sus obras, han expresado su pensamiento respecto a la diferencia sexual. La perspectiva de estos últimos se parece un poco a la de un observador que ve bien al otro, porque lo tiene enfrente, pero no logra verse a sí mismo, porque no tiene delante un espejo en el que pueda reflejarse su imagen. Aunque él, el filósofo, el hombre, sí tiene ese espejo delante: la mujer. Según lo que nos sugiere Virginia Woolf han sido las mujeres las que han servido de espejo al hombre, un espejo que les devolvía su imagen aumentada⁶. Precisamente para aumentar la imagen de una identidad humana que formaba un todo con la masculina, los filósofos se han empeñado, casi sistemáticamente, en minusvalorar la diferencia femenina.

    Realmente, hay dos cosas que saltan a la vista al recorrer la tradición clásica occidental desde la perspectiva de la cuestión de la diferencia sexual: en primer lugar, el hecho de que los filósofos, al afrontar esta cuestión, en realidad no han tratado de la diferencia de los sexos, sino solamente de uno de ellos, el femenino. En segundo lugar, el hecho de que siempre han hablado de este sexo femenino en términos de desvalorización. Yo creo que las dos cosas está relacionadas entre sí: el predominio de un punto de vista androcéntrico, cuando no misógino, bien arraigado en la tradición que llevamos a cuestas, ha hecho que se pusiese simbólicamente en el centro al hombre, al macho (esto significa androcentrismo) y que, inevitablemente, se pensase que la mujer era un ser inferior, defectuoso, imperfecto respecto al modelo más alto de humanidad. En este horizonte no se consideraba la diferencia masculina en su parcialidad, puesto que constituía la medida, el criterio de valoración. Para el filósofo el problema estaba en la diferencia femenina. La consideraba en su deficiencia, en su imperfección, en su deformidad respecto al ideal humano más alto.

    Si tenemos en cuenta las explícitas reiteraciones de los textos de los filósofos acerca de las mujeres o el sexo débil, por lo general, encontramos en nuestra tradición una evidente disparidad en el tema de la diferencia sexual. Casi nunca ha habido en la historia libre juego entre los dos sexos sobre la base común de la identidad humana. Generalmente ha habido la centralidad de la diferencia masculina, aunque no se pensara como tal, sino que se asumía como unidad de medida y como criterio de valor para juzgar a la otra, la femenina. Precisamente en esta forma dispar, con el masculino como medida de valor y el femenino como lo medido, la diferencia sexual ha actuado profundamente como significante que estructuraba las otras diferencias culturales y las jerarquías sociales.

    Ha sido el pensamiento femenino contemporáneo el que ha reconocido que la diferencia sexual es un significante que organiza la esfera social y la simbólica, que proporciona a las dos su centro de orientación, a partir del cual lo social y lo simbólico se estructuran a nivel profundo, y todas las otras diferencias se organizan y articulan dentro de él, partiendo de la más originaria, la diferencia de ser mujer/hombre. Según Françoise Héritier, antropóloga y filósofa contemporánea, la diferencia sexual constituye la estructura diferencial profunda, desde la cual se organizan las distintas formas sociales con sus complejas articulaciones. Sin esta diferencia, situada a un nivel profundo, no tendrían sentido las oposiciones dicotómicas –calor/frío, seco /húmedo, activo /pasivo, etc.– en las que está inserta nuestra cultura.

    Con estas indicaciones de Héritier he construido un criterio metodológico que me han sugerido también los estudios histórico-filosóficos de Geneviève Fraisse, una competente estudiosa de la diferencia de los sexos en nuestro tiempo. Es decir, he considerado la diferencia sexual como significante que estructura en profundidad todo el pensamiento de un autor, incluso cuando las reiteraciones explícitas relativas a la diferencia de ser hombre/mujer, estén arrinconadas en lugares marginales del pensamiento de ese autor, como sucede frecuentemente en la tradición.⁸ Geneviève Fraisse, explorando la tradición filosófica occidental a la luz del filosofema diferencia de los sexos, observa que, en los distintos autores, la repetición de este filosofema está caracterizada por la confusión de planos y de niveles y, con frecuencia, por la marginalidad de esta temática, sobre todo en la época moderna.⁹ Pero si, como yo mantengo aquí, es verdad que la diferencia sexual actúa en el lenguaje y en el saber como significante a nivel profundo y no sólo como significado que se tiene ante la vista, entonces será posible descubrir sus huellas en la base conceptual de un pensamiento y de un autor, aun cuando los lugares en que brote explícitamente la cuestión de la diferencia sexual, en ese pensamiento y en ese autor, sean relativamente marginales, o confusos, o aparentemente insignificantes.

    Es una conquista del pensamiento femenino contemporáneo la de la posición de un sujeto que, después de haber estado durante siglos siempre y sólo objetivado, afirme por fin: Yo soy una mujer. Con esta afirmación que inaugura el pensamiento de la diferencia femenina, es la propia posición del yo del enunciado la que queda alterada, porque del sujeto del discurso filosófico, sujeto que se quiere neutro pero que, en realidad es fruto de la universalización del punto de vista masculino, se afirma, precisamente, que es una mujer.¹⁰ Con esto se afirma al mismo tiempo que el punto de vista del sujeto –una mujer, pero es válido también para el otro posible sujeto de enunciación, un hombre– no se puede separar completamente del objeto conocido, que se manifiesta en un sujeto sexuado. Si este último es de sexo femenino todo se trastoca, porque un sujeto femenino que pretende traer al mundo el mundo, junto consigo mismo, adelanta una pretensión inaudita respecto a la tradición.

    En este sentido, la tradición se yergue con hostilidad hacia dicha pretensión, negando dignidad filosófica a la misma cuestión de la diferencia sexual: La diferencia entre los sexos no es una cuestión filosófica, porque las mujeres pertenecen a la apariencia y, por consiguiente, están en el extremo opuesto en relación con la verdad.¹¹ Pero, por otro lado, algunos aspectos de la tradición filosófica, sobre todo en el siglo XX, ofrecen puntos de apoyo muy valiosos: por ejemplo, desde Mach a toda la reflexión epistemológica en torno a la teoría cuántica se desprende que el sujeto que conoce no se puede separar de los fenómenos observados, por lo que esa pretendida objetividad se pone en crisis.

    Una epistemóloga contemporánea, Evelyn Fox-Keller, considera la subjetividad femenina como el elemento capaz de alterar la presunta objetividad de la ciencia, y cuenta las dificultades de Bárbara Mc Clintock, una científica de nuestro tiempo, en su trabajo científico, que indicaban la resistencia con que la comunidad científica –establecida sobre rígidos modelos científicos típicamente masculinos– acoge la voz de una mujer.¹²

    El hecho de que, precisamente, la subjetividad femenina haya sido el elemento explosivo y la verdadera protagonista del pensamiento de la diferencia sexual, es la causa de que yo en este texto, en nuestro siglo, haya destacado únicamente voces de mujeres, aunque no falten hoy filósofos, como Derrida, que han hecho una crítica al falogocentrismo, es decir, al dominio fálico del Uno, a la lógica del sujeto masculino, y otros, como Deleuze, que incluso han auspiciado que la filosofía se vuelva mujer.¹³

    Igualdad y diferencia

    Desde Mary Wollstonecraft a Simone de Beauvoir, toda una corriente del pensamiento feminista ha luchado por la igualdad de los sexos, por la paridad entre hombres y mujeres, bajo todos los aspectos y en todos los campos. La consecuencia es que esta corriente, teniendo como objetivo político la igualdad de la mujer con el hombre, hace recaer en una realidad fortuita el hecho de la diferencia sexual, y, por consiguiente, olvida examinar y valorar la diferencia femenina.

    Evidentemente, la lucha por la paridad tuvo un significado de liberación en los comienzos del feminismo pero, por estar encajada en el debate más general sobre la igualdad, típico de los tiempos modernos, y por asumir, inevitablemente, una forma reivindicativa, habla necesariamente un lenguaje prejuzgado en ese contexto más general, típico de la modernidad, aquel por el que la desigualdad y la diferencia se convierten inmediatamente en sinónimos de inferioridad.

    En este debate la igualdad se contrapone invariablemente a la diferencia que, dentro del paradigma moderno, se rebaja en seguida a inferioridad. Pero, como señala Geneviéve Fraisse, en la tradición filosófica occidental, el significado de diferencia destaca en toda su densidad sólo cuando se contrapone a identidad, no a igualdad.¹⁴

    Lo que hay que examinar es el binomio identidad/diferencia, no igualdad/diferencia, aunque éste haya prevalecido históricamente en la edad moderna, a causa de la pasión por la igualdad, sentimiento típicamente moderno. Así, el feminismo de la igualdad se ha identificado con la batalla por los derechos a ser iguales, derechos que no sólo han reivindicado las mujeres sino también algunas minorías oprimidas y discriminadas.

    En los tiempos modernos falta un concepto libre de diferencia, para no caer en una inferioridad. Falta la idea de una diferencia enriquecedora que, evitando la simetría mimética que pronto se convierte en competitiva, sea fuente de enriquecimiento para los dos elementos en relación. En nuestra cultura occidental, falta, incluso, un vocablo para designar una disparidad que no se conciba como inferioridad, y esta ausencia es síntoma de un vacío de pensamiento.¹⁵

    Esta ausencia, entre el siglo XIX y el XX, ha constreñido a gran parte del feminismo histórico, que ha encontrado su expresión explícita, sobre todo, en la larga etapa de las luchas por el sufragio femenino, encerrándose dentro de la jaula moderna de la batalla por la igualdad de los derechos a partir del derecho al voto. Este feminismo se propuso insistir sobre los principios igualitarios enraizados en la ilustración, típicos de las democracias modernas, y reivindicar el voto sobre la base de la igualdad de las mujeres con los hombres.¹⁶ En consecuencia, este feminismo, precisamente por estar encajado dentro de los límites de la modernidad, asumió, inconscientemente, un concepto no libre de diferencia femenina¹⁷, la cual se consideraba como una inferioridad de la que las mujeres tenían que liberarse.

    En cambio, si se tiene en cuenta que puede haber un significado libre de la diferencia femenina, y se deja que las mujeres reales y sus deseos lo expresen, sin prejuzgarlos en un horizonte ya preconstituido, como es el moderno de la igualdad entonces, ante las luchas de tantas mujeres para ser iguales, surgirá una pregunta inevitable: pero, ¿iguales a quién?¹⁸ ¿Al hombre, que acaba siendo la única referencia posible, el modelo insuperable de humanidad? ¿Y no supone esto una traición a la diferencia femenina que se ve así únicamente como una condición de inferioridad de la que hay que liberarse, como un estado de minoración del que hay que salir definitivamente, para convertirse en todo y para todo iguales a los hombres?

    En la vertiente opuesta está el feminismo de la diferencia que, luchando también por el voto de las mujeres, prefiere exponer argumentos sobre las oportunidades de la sociedad en su complejidad para aceptar las peculiaridades de las que las mujeres serían portadoras. No es éste un debate confinado solamente a la lucha de los siglos XIX y XX por el voto femenino: el núcleo de la alternativa igualdad/diferencia constituye todavía el problema fundamental de la discusión filosófica y política entre las mujeres. Por un lado está la perspectiva de los gender¹⁹, con su afirmación de que la anatomía no es un destino y que es importante poner término al rol femenino culturalmente definido por el sexo, arraiga en la tradición femenina de la igualdad, mientras que, por otro lado, el horizonte de la diferencia sexual pretende salvaguardar y promover el plus que viene de la diferencia femenina, aunque, comprensiblemente, evite caer en la trampa de designar valores, comportamientos y cualidades que podrían ser específicamente femeninos, pero que, en realidad, son fruto de expectativas y prejuicios que la visión patriarcal ha adjudicado a las mujeres.

    Por tanto, la opción igualdad/diferencia divide en dos el feminismo, trazando en su interior una línea difícil que, más que dos grupos opuestos, marca dos elecciones, ninguna de las dos fáciles, que conviven con frecuencia dentro del mismo grupo e incluso dentro de la propia mujer. Lo cual no significa que no haya que escoger. Al contrario, es inevitable hacerlo (personalmente, encuentro más fecunda la perspectiva de la diferencia), pero hay que comprender también las motivaciones que han impulsado a otras mujeres a escoger la vertiente opuesta.

    Entre estas últimas, una de las figuras más acreditadas de la época contemporánea es, seguramente, la de Simone de Beauvoir. A ella se debe la afirmación, a simple vista paradójica, según la cual no se nace mujer, se hace.²⁰

    Esta afirmación pone el acento en el hecho de que ser mujer, históricamente siempre ha estado ligado a un destino de confinamiento a papeles femeninos rígidos y limitantes –por consiguiente la mujer se hace a causa de la educación y de los condicionamientos sociales– y, al mismo tiempo, relega a la insignificancia de lo biológico la simple realidad de nacer mujer, la cual asume todo su significado en el interior del orden social, siempre más constrictivo para las mujeres que para los hombres.

    Como puede verse, la perspectiva actual de la distinción sex/gender arraiga en la tradición feminista de la igualdad, representada aquí emblemáticamente por Simone de Beauvoir. El hecho de nacer de sexo femenino es, en cierto sentido, un hecho puro y duro,²¹ es decir, privado de significación en un orden simbólico femenino, porque el significado de desvalorización lo ha recibido dentro de la perspectiva androcéntrica, y frecuentemente misógina, que durante siglos ha dominado en la tradición occidental; y es verdad, en cierto sentido, que mujer se hace, porque, dentro del régimen patriarcal, o se adecuan las conductas a los modelos de feminidad previstos por el patriarcado o, si no se ajustan a ellos, siempre van a ser juzgadas según el punto de vista androcéntrico.

    Pero, también es cierto que, cuando en una época cualquiera de la historia, algunas mujeres, aunque pocas, dan vía libre a sus deseos uniéndose a otras como ellas y, gracias a esta mediación femenina, en el mundo, hay auténtica libertad femenina y orden simbólico capaz de reconocimiento hacia la madre, nos encontramos con figuras como Hildegarda de Bingen, Guillerma de Bohemia, Margarita Porete, Cristine de Pizán, Teresa de Ávila, Jane Austen y María Curie, que son algunos de esos ejemplos de libertad y orden simbólico femenino hechos realidad, a pesar de la jaula del patriarcado, sin ninguna duda llena de restriciones, en aquellas épocas más que en la nuestra.

    Un temor que manifiestan las teóricas de la igualdad respecto a la perspectiva de la diferencia es que con ella, al declarar como positivos los valores tradicionalmente asociados a las mujeres, se pierdan al hacer de ellos una especie de esencia femenina. De aquí viene la acusación de esencialismo, que se dirige muchas veces contra las teóricas de la diferencia.²² Este temor, que en sí no es infundado, se puede superar fácilmente si se deja espacio abierto y libre a los posibles significados de la diferencia femenina, teniendo en cuenta qué es lo que quieren y saben hacer las mujeres de carne y hueso, si se presta atención a sus deseos y a sus quehaceres concretos, dentro de un círculo virtuoso de palabras y de cosas, donde las unas vayan con las otras, como el cuerpo con el pensamiento, sin solución de continuidad.

    Para conjurar el peligro de enfatizar, en nombre de la diferencia, cualidades tradicionalmente femeninas, puede ser útil la distinción entre condición y diferencia femenina. Entiendo como condición femenina la historicidad de la posición de la mujer dentro de una determinada sociedad, con lo que pueda tener de opresivo esta condición, mientras que, con el concepto de diferencia femenina, afirmo el sentido libre de la diferencia sexual. Está claro que en las vidas de las mujeres de cualquier época, la condición y la diferencia femenina van unidas y que la una no se da sin la otra. Pero la diferencia femenina también supera, en parte, a la historicidad y alude a una trascendencia de lo femenino, a su apertura a posibilidades inexploradas y no previstas por la perspectiva androcéntrica. Hay un más de la diferencia femenina que, sin embargo, sólo se expresa históricamente, de modo contingente, incluso a través de los cambios que algunas consiguen imprimir a su condición femenina, de modo que la trascendencia de la diferencia femenina es una trascendencia contingente, que va decreciendo históricamente a través de las variaciones de la condición femenina en el tiempo. Pero, contingente y todo, la diferencia sexual conserva un más de trascendencia, que la destina a algo por encima de la historicidad. Así lo han interpretado algunas autoras, como sor Juana Inés de la Cruz²³ en el siglo diecisiete o Simone Weil en nuestro tiempo, las cuales han demostrado una notable intolerancia a su condición femenina tal y como se configuraba históricamente en el presente de cada una, aunque sin embargo no se han retraído en absoluto para dar sentido a su propia diferencia femenina, siempre que pudiese ser significada libremente, fuera de los roles previstos por el patriarcado.²⁴

    Cuando, dentro de la jaula limitadora de la condición humana, se abre ese horizonte de trascendencia, por la fuerza y el conocimiento de una mujer con autoridad, se puede decir que la diferencia femenina supera la condición que la historia ha previsto para una mujer y nos entrega a todas y a todos nosotros, el más que viene de la diferencia femenina.

    Diferencia ontológica, diferencia sexual

    La categoría de la diferencia sexual está en el centro de la filosofía del siglo XX. Luce Irigaray, al afirmar el carácter crucial de la diferencia sexual para nuestro tiempo, es decir, al presentarla como el problema en el que tiene que pensar nuestra época, se refiere explícitamente al autor más significativo en relación con el tema de la diferencia en el pensamiento contemporáneo, es decir, Martín Heidegger.

    Sin embargo, tanto desde el punto de vista teorético como del genealógico, hay una grave dificultad para construir un puente entre la concepción heideggeriana de la diferencia ontológica y la feminista de la diferencia sexual. Porque en el plano genealógico, ha habido pensadoras –en primer lugar, Luce Irigaray–, no pensadores de la diferencia, que afirman la importancia de la categoría de la diferencia sexual, rompiendo así con una tradición que nunca ha hecho de la diferencia entre los sexos un objeto oficial de la filosofía.²⁵ En el plano teorético es igualmente difícil reconstruir la relación entre

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