Persiste por los motivos que me dispongo a exponer. El primer motivo es que,
contrariamente a los pacifistas que nunca berrean contra Sadam Husein o Bin Laden
y se meten sólo con Bush o con Blair (en la manifestación de Roma gritaban incluso
contra mí, al parecer deseando que saltase en mil pedazos con el próximo
transbordador), yo conozco la guerra. Sé muy bien qué significa vivir en el terror,
correr bajo el fuego de los cañones o las bombas de mil kilos, ver morir a la gente y
explotar las casas, reventar de hambre y no tener ni siquiera agua para beber. Y lo
que es peor, sentirse responsible por la muerte de otro ser humano (aunque ese ser
humano sea un enemigo, por ejemplo un fascista o un soldado alemán). Lo sé
porque pertenezco, precisamente, a la generación de la Segunda Guerra Mundial. Y
porque gran parte de mi vida he sido corresponsal de guerra. No uno de esos
corresponsales que ven la guerra desde los hoteles, sino de los que realmente se
patean el frente. Por tanto, desde Vietnam hasta ahora, he visto horrores que el que
sólo conoce la guerra a través de la televisión o de las películas, donde la sangre es
salsa de tomate, ni siquiera puede imaginar. Odio la guerra de una forma que nunca
podrán odiar los pacifistas de buena o mala fe. La odio tanto que cada uno de mis
libros rezuma ese odio. La odio tanto que incluso las escopetas de caza me molestan
y los disparos de los cazadores hacen que me suba la sangre a la cabeza. Pero no
acepto el farisaico principio o el eslogan de los que dicen: «Todas las guerras son
injustas, todas las guerras son ilegítimas».La guerra contra Hitler y Mussolini era una
guerra justa, por todos los santos. Una guerra legítima. Incluso, obligatoria. Las
guerras del resurgimiento italiano que mis abuelos hicieron en el siglo XIX para
expulsar al extranjero invasor eran guerras justas, por todos los santos. Guerras
legítimas. Obligatorias.Y lo mismo se puede decir de la Guerra de la Independencia
que los colonos americanos hicieron contra Inglaterra. Y lo mismo las guerras (o las
revoluciones) que tienen lugar para reencontrar la dignidad y la libertad. Yo no creo
en las rápidas absoluciones, en las cómodas pacificaciones, en el perdón fácil. Y
todavía creo menos en la explotación de la palabra paz, en el chantaje de la palabra
paz. Cuando en nombre de la paz se cede a la prepotencia, a la violencia y a la
tiranía. Cuando en nombre de la paz un pueblo se resigna al miedo y renuncia a la
dignidad y a la libertad, la paz ya no es paz. Es un suicidio.
El segundo motivo es que, a pesar de ser justa como espero y legítima como deseo,
esta guerra no debería tener lugar ahora. Habría tenido que desarrollarse hace un
año. Es decir, cuando las ruinas de las dos torres estaban todavía humeantes, y todo
el mundo civilizado se sentía americano.Y si se hubiese hecho entonces, hoy los
simpatizantes de Bin Laden y de Sadam Husein no llenarían las plazas con su
pacifismo de sentido único. Las estrellas de Hollywood no se habrían exhibido en el
papel (en el fondo grotesco) de jefes de Estado. Y la ambigua Turquía que está
volviendo a poner el velo a las mujeres no negaría el paso a los marines que se
dirigen al frente Norte. A pesar de las chicharras europeas que, junto a los
palestinos, gritaban «les ha estado bien empleado a los americanos», hace un año
nadie negaba que Estados Unidos había sufrido un segundo Pearl Harbor y que, por
tanto, tenían derecho a reaccionar. Más aún, a pesar de ser justa como espero y
legítima como deseo, ésta es una guerra que habría tenido que desarrollarse incluso
antes. Es decir, cuando Clinton era presidente y las pequeñas Pearl Harbor surgían
en todo el mundo. En Somalia, por ejemplo, donde los marines en misión de paz
eran asesinados y mutilados y, después, entregados a las muchedumbres
enloquecidas. En Yemen, en Kenia y en otros muchos sitios. El 11-S no fue más que
la brutal confirmación de una realidad ya fosilizada. La indiscutible diagnosis del
médico que te pone ante la cara la radiografía y sin miramientos te dice: «Señor,
señora, tiene usted un cáncer». Si Clinton hubiese pasado menos tiempo con mozas
lozanas, si hubiese utilizado de una forma más responsable el Despacho Oval, quizá
no hubiese tenido lugar el 11-S. Y es inútil añadir que, menos aún, el 11-S tampoco
habría tenido lugar si George Bush Senior hubiese eliminado a Sadam Husein en la
Guerra del Golfo. ¿Recuerdan? En 1991, el Ejército iraquí se desinfló como un balón
pinchado. Se desintegró tan rápidamente que hasta yo capturé a cuatro soldados
suyos. Estaba detrás de una duna del desierto saudí, sola e indefensa, cuando cuatro
esqueletos indefensos y harapientos vinieron hacia mí con las manos en alto.
«¡Bush!», susurraron en tono suplicante.«¡Bush!», palabra que, para ellos significaba
«Tengo hambre y sed. Hágannos prisioneros, por caridad». Les cogí, les entregué al
teniente y, éste, en vez de alegrarse, comenzó a gruñir: «¡Uf! Ya tenemos 50.000.
¿Le va a dar usted de comer y de beber?».Y sin embargo, los americanos no llegaron
a Bagdad. George Bush Senior no derrocó a Sadam. («El mandato de Naciones
Unidas era liberar Kuwait y nada más»). Y para darle las gracias, Sadam intentó
hacerlo asesinar. A veces, me pregunto si esta guerra tardía no es una represalia
pacientemente esperada. Una promesa filial, una venganza de tragedia
shakesperiana o griega.
Porque sus enemigos están también en Europa, señor Bush. Están en París, donde el
melifluo Chirac pasa ampliamente de la paz, pero sueña con satisfacer su vanidad
con el Premio Nobel de la Paz. Donde nadie quiere derrocar a Sadam, porque Sadam
es el petróleo que las compañías petrolíferas francesas extraen de Irak. Y donde,
olvidando el pequeño lunar llamado Pétain, Francia sigue teniendo la napoleónica
pretensión de dominar la Unión Europea. Asumir su hegemonía. Sus enemigos, señor
Bush, están en Berlín, donde el partido del mediocre Schröder ha ganado las
elecciones comparándole con Hitler. Donde las banderas americanas se ensucian con
la esvástica, símbolo de la Alemania nazi. Y donde los alemanes van de la mano de
los franceses, creyendo que son nuevamente los amos. Sus enemigos, señor Bush,
están en Roma, donde los comunistas salieron por la puerta para entrar por las
ventanas como los pájaros de la homónima película de Hitchcock. Donde los curas
católicos son más bolcheviques que los comunistas. Y donde afligiendo al próximo
Papa con su ecumenismo, su tercermundismo y su fundamentalismo, Karol Wojtyla
recibe a Aziz como si fuese una paloma con la rama de olivo en el pico o un mártir a
punto de ser devorado por los leones del Coliseo (y después lo manda a Asís, donde
los frailes le acompañan hasta la tumba de San Francisco, pobre San Francisco). Y en
los demás países, lo mismo o peor. ¿Todavía no le han informado sus embajadores?
Señor Bush, en Europa hay enemigos de Estados Unidos por todas partes. Lo que
usted llamaba diplomáticamente «diferencias de opinión» es odio puro. Un odio
parecido al que exhibía la Unión Soviética hasta la caída del Muro. Su pacifismo es
sinónimo de antiamericanismo y, acompañado de un profundo renacimiento del
antisemitismo, triunfa igual que el Islam. ¿Sabe por qué? Porque Europa ya no es
Europa. Se ha convertido en una provincia del Islam, como España y Portugal en
tiempo de los moros. Europa alberga 16 millones de inmigrantes musulmanes, es
decir, el triple de los que hay en América (y América es tres veces mayor). Europa
hierve de mulás, de ayatolás, de imames, de mezquitas, de turbantes, de barbas, de
burkas, de chadores. Y cuidado con protestar. Europa esconde miles de terroristas
que nuestros gobiernos no consiguen ni controlar ni identificar.Por eso, la gente tiene
miedo y enarbola la bandera del pacifismo, pacifismo igual a antiamericanismo, y así
se siente protegida. Y por si eso fuera poco, Europa olvidó a los 221.484 americanos
muertos por ella en la Segunda Guerra Mundial... Le importa un bledo sus
cementerios en Normandía, en las Ardenas, en los Vosgos, en el valle del Rin, en
Bélgica, en Holanda, en Luxemburgo, en Lorena, en Dinamarca o en Italia. En vez de
gratitud, Europa siente envidia, celos y odio. Ninguna nación europea apoyará esta
guerra, señor Bush. Ni siquiera las realmente aliadas, como España, o las dirigidas
por tipos como Berlusconi que le llama «mi amigo George». En Europa usted sólo
tiene un amigo y un aliado: Tony Blair. Pero incluso Blair dirige un país invadido por
los moros y lleno de envidia, celos y odio hacia Estados Unidos. Incluso su partido lo
persigue y le vuelve la espalda. Por cierto, tengo que pedirle disculpas, señor Blair.
Porque, en mi libro La rabia y el orgullo, fui injusta con usted. Equivocada por su
exceso de cortesía hacia la cultura islámica, escribí que era usted una chicharra entre
las chicharras, que su coraje era flor de un día y que, una vez que ya no le sirviese a
su carrera política, lo dejaría de lado. Pero la verdad es que está sacrificando su
carrera política en aras de sus propias convicciones. Con una impecable coherencia.
Pido disculpas de verdad y retiro incluso la dura frase que aumentaba la injusticia:
«Si nuestra cultura tiene el mismo valor que una cultura que obliga a llevar el burka,
¿por qué pasa las vacaciones en mi Toscana y no en Arabia Saudí o en Afganistán?».
Y le digo: «Venga cuando quiera. Mi Toscana es su Toscana y mi casa, su casa. My
home is your home».
El motivo final de mi dilema radica en los términos con los que Bush y Blair y sus
consejeros definen esta guerra. «Una guerra de liberación, una guerra humanitaria
para llevar la libertad y la democracia a Irak». Pues no, queridos señores, no. El
humanitarismo no tiene nada que ver con las guerras. Todas las guerras, incluso las
justas, incluso las legítimas, son muerte y desgracia y atrocidad y lágrimas. Y ésta
no es una guerra de liberación (ni siquiera es una guerra por el petróleo, como
muchos sostienen. Contrariamente a los franceses, los americanos no necesitan el
petróleo iraquí). Es una guerra política. Una guerra hecha a sangre fría para
responder a la Guerra Santa que los enemigos de Occidente declararon el 11-S. Es
una guerra profiláctica. Una vacuna, como la vacuna contra la polio y la varicela, una
intervención quirúrgica que se abate sobre Sadam Husein, porque entre los diversos
focos cancerígenos, Sadam Husein es el más obvio. El más evidente y el más
peligroso. Además, Sadam constituye el obstáculo (piensan Bush y Blair y sus
consejeros) que, una vez retirado, les permitirá rediseñar el mapa de Oriente
Próximo. Es decir, hacer lo que los ingleses y los franceses hicieron tras la caída del
Imperio Otomano. Rediseñar y difundir una Pax Romana, perdón, una Pax
Americana, donde reine la libertad y la democracia. Donde nadie moleste con
atentados ni matanzas. Donde todos puedan prosperar, vivir felices y contentos.
Tonterías. La libertad no se puede regalar, como un trozo de chocolate y la
democracia no se puede imponer con ejércitos. Como decía mi padre, cuando
invitaba a los antifascistas a entrar en la Resistencia, y como digo yo cuando hablo
con los que creen honestamente en la Pax Americana, la libertad tiene uno que
conquistarla. La democracia nace de la civilización y, en ambos casos, hay que saber
de qué se trata. La Segunda Guerra Mundial fue una guerra de liberación no porque
regalase a Europa dos trozos de chocolate, es decir dos novedades llamadas libertad
y democracia, sino porque las restableció. Y las restableció porque los europeos las
habían perdido con Hitler y Mussolini. Pero las conocían bien y sabían de qué se
trataba. Los japoneses, no. Estoy de acuerdo. Para los japoneses los dos trozos de
chocolate fueron un regalo que les reembolsaba, sobre todo, Hiroshima y Nagasaki.
Pero Japón ya había iniciado su marcha hacia el progreso, y ya no pertenecía al
mundo que en La rabia y el orgullo llamo La Montaña. Una montaña que, desde hace
1.400 años no se mueve, no cambia, no emerge de los abismos de su ceguera. En
definitiva, el Islam. Los modernos conceptos de libertad y democracia son
absolutamente extraños al tejido ideológico del Islam, totalmente opuestos al
despotismo y a la tiranía de sus estados teocráticos. En ese tejido ideológico es su
dios el que manda, su dios el que decide el destino de los hombres y de ese dios los
hombres no son hijos, sino súbditos y esclavos. Insciallah –lo que allah quiera-,
Insciallah. Es decir, en el Corán no hay lugar para el libre albedrío, para la elección y,
por lo tanto, para la libertad. No hay lugar para un régimen que, al menos
jurídicamente, se basa en la igualdad, en el voto, en el sufragio universal, es decir,
no hay lugar para la democracia.De hecho, los musulmanes no entienden estos dos
conceptos modernos. Los rechazan, e invadiéndonos, conquistándonos, los quieren
borrar incluso de nuestra vida.