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Democratizar el problema de la hospitalidad.

Deconstruir el concepto de
hospitalidad incondicional1
Ana Paula Penchaszadeh

Para comenzar con este conjunto de reflexiones se sostendrá que es


necesario poder ir más allá de los límites del concepto de hospitalidad
incondicional, llevando a cabo una deconstrucción de la deconstrucción misma,
y que sólo una reflexión que haga esto estará interpelando la hospitalidad en
tanto concepto político. Pero ¿es esto posible o deseable? ¿El carácter
hiperbólico de las figuras incondicionales derrideanas no las coloca más allá de
toda inflexión crítica, más allá de toda deconstrucción (por ser ellas mismas el
principio de deconstrucción de lo presente)? ¿Es la deconstrucción en tanto
justicia el fin de la justicia como deconstrucción? ¿Será posible deconstruir ese
responder-hacer-lugar-al-otro a partir de una justicia política del-hacerse-lugar-
en-tanto-que-otro?
La hospitalidad incondicional, como aquella que responde a cualquier
radicalmente otro, tiende a despolitizarse en la medida en que sólo piensa en
cómo responder a éste/ésta/aquello, descuidando los procesos, mecanismos y
represiones que llevan a esos otros, extranjeros, fuera-de-la-ley, a una
sumisión absoluta a la voluntad y a la respuesta del anfitrión. Derrida se
detiene obsesivamente en la dimensión de aquél que está en condiciones de
matar, sacrificar y excluir al otro, insistiendo en que es preciso intentar no hacer
sufrir; reconociendo la incorporación del otro en sí y resistiendo a ese deseo de
someter, sojuzgar y excluir al otro para constituirse a sí mismo. Pero descuida
el acto de hospitalidad que debe despertarse en aquel que se encuentra en
situación de llamar al otro, de depender; es decir, descuida el conjunto de
procesos masoquistas que llevan a ese otro a convertirse en el cordero del
sacrificio. Una hospitalidad incondicional debería referirse a ambas figuras,
pues la fórmula siempre dicta el carácter complementario del sado-
masoquismo.
En Dar (la) muerte Derrida define la hospitalidad incondicional como
hospitalidad abrahámica, invitación que puede resultar absolutamente
esclarecedora para una ética adormecida. Sin embargo este gesto es
1
Presentado en las Primeras Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea
insuficiente, pues sólo piensa una de las cadenas que hacen posible la
estructura del sacrificio. Derrida se detiene en aquél que está en condiciones
de sacrificar o de dejar de hacerlo (el sádico), pero olvida/niega/incorpora
(como lo ha hecho hasta ahora nuestra tradición judeo-cristiana?) a aquel que
es ofrecido y se ofrece como prenda sacrificial (el masoquista). Derrida habla
de la hospitalidad de Abraham, pero es preciso hablar de la hospitalidad de
Isaac.
En Étrangers à nous-mêmes, Julia Kristeva sostiene que lo que
caracteriza al extranjero es el haber sido rechazado y desconocido por su
madre: un exiliado es un extranjero para su propia madre. Una cita extensa
debe ser evocada aquí, pues la profundidad psicoanalítica del sentido de la
extranjería tiene graves implicancias para este trabajo:
Au plus loin que remonte sa mémoire, elle est délicieussement meurtrie:
incompris d´une mère aimée et cependent distraite, discrète ou préocupée, l
´exilé est étranger à sa mère. Il ne l´appelle pas, ne lui demande rien.
Orgueilleux, il s´attache fièrement à ce qui lui manque, à l´absence, à quelque
symbole. L´étranger serait l´enfant d´un père don’t l´existence ne fait aucune
doute, mais don’t la presence ne le reticent pas. Le rejet d´un côté, l
´innaccessible de l´autre: si l´on a la force de ne pas y succomber, il reste à
chercher un chemin. Rivé à cet ailleurs aussi sûr qu´inabordable, l´étranger est
prêt à fuir. Aucun obstacle ne l´arrête, et toutes les souffrances, toutes les
insultes, tous les rejets lui sont indifférents dans la quête de ce territoire
invisible et promis, de ce pays qui n´existe pas mais qu´il porte dans son rêve,
et qu´il faut bien appeler un au-delà. (Kristeva, 1988: 14)

Según Kristeva la sumisión del extranjero debe ser pensada en parte en


el horizonte del placer (¿o más bien del goce?) masoquista, pues la otra parte
será siempre la del sadismo del anfitrión. Dos escenas pueden ayudar a
desentrañar lo que esta autora desmantela y la centralidad que puede tener
este corrimiento para una deconstrucción del concepto de hospitalidad infinita:
hay dos personajes evocados por Derrida para construir su figura del extranjero
y repensar la figura de la hospitalidad, Edipo y Abraham. Derrida se detiene, y
obliga al lector a detenerse, en dos escenas desde las cuales opera su
definición de hospitalidad incondicional: los últimos días de Edipo narrados en
Edipo en Colona y la escena sacrificial de Abraham en el Monte Moriah. Pero si
se insiste en irrumpir y deconstruir el discurso derrideano, aceptando al
invitación de Kristeva, es preciso referirse a otras escenas para dar lugar a ese
otro otro. Edipo, de Edipo Rey (y no de Edipo en Colona), figura paradigmática
del goce masoquista, sólo puede ser entendido, en cuanto extranjero, a partir
del rechazo primero y fundacional de su madre, es decir, del hecho de que ella
no pueda reconocerlo a él, su hijo (¿no existe mejor prueba del
desconocimiento de un hijo que el acostarse con él, consumando el incesto
filicida?), ni a sus hijos/nietos (¿las muertes trágicas de Antígona, Ismene,
Etéocles y Polinices, no representan una filogenia tanática de hijos
abandonados y rechazados por su madre?). Todas estas son escenas filicidas,
puesto que incestuosas, en las cuales la madre desconoce/mata a su hijo: éste
ya estará marcado como ofrenda sacrificial dondequiera que vaya por ser un
fuera-de-la-ley; reproducirá esa escena de rechazo en todos los lugares donde
vaya; pues, él, el hijo maldito, viaja con sus fantasmas y las hordas
enloquecidas y primitivas sedientas de sacrificio huelen su culpa/deseo de ser
aniquilado. Los griegos eran muy conscientes de esta afinidad entre el rechazo
de la madre-tierra y la muerte, de ahí la equivalencia que establecían entre
exilio y muerte; Sócrates (otra de las figuras derrideanas de la extranjería) se
preguntaba en el Critón ¿cómo podría ser recibido él en otra ciudad habiendo
atentado contra su tierra-madre-nodriza? Sería siempre, necesariamente, un
huésped sospechado, maldito y perseguido.
También habría otro relato posible de la escena sacrificial de Abraham e
Isaac. ¿Dónde está en todo este relato la madre? Muchas veces me he
preguntado si Isaac no fue salvado del horror sacrificial para testimoniar
justamente de esta herencia, de esta tragedia que se teje cada vez entre los
hombres, como memoria de la hospitalidad del otro que sólo puede ejercerse
entre hombres contra otros hombres. ¿Se le puede exigir al otro, a Isaac, que
piense en las condiciones subjetivas y ontogenéticas que lo acechan y que
hacen posible su sometimiento de buen grado a la mano asesina de su padre?
¿Qué hay de los fantasmas que acechan aquí y allá al extranjero? ¿Por qué la
respuesta al otro no debería avanzar también sobre los fantasmas de esos
otros incorporados/negados por el propio extranjero?
La madre está ausente y, en la medida en que la madre no puede
defender a su hijo de la ira paterna, el hijo se vuelve fácilmente sacrificable por
todos y cualquiera. Tal vez una de las grandes herencias judeocristianas que
habría que repensar es aquella en la cual la madre desaparece (será preciso
pensar en aquellas que, siendo la mitad de la población son, sin embargo, una
minoría, subalternas en un orden que se define carno-logo-falocéntricamente),
volviéndose accesoria y dejando al hijo librado a la gran violencia omnipontente
del padre. ¿Dónde estaba Eva para proteger a Abel, dónde estaba Sara para
Isaac, dónde estaba Agar para Ismael, dónde estaba Rebeca para José? En
Dar la muerte Derrida se acerca a la reflexión que se propone aquí, pero la deja
rápidamente de costado (evocando de paso aquella frase enigmática de Hegel:
‘la mujer es la eterna ironía de la comunidad’). La mujer representa la tentación
de la generalidad ética, pero (¡ay, ay! al riesgo de volver a aquél lugar que
Derrida busca desarmar): ¿sin el abrigo particular de los nuestros quién
podrá/querrá salvarnos, en verdad? Hablando de Bartleby de Melville y de
Abraham, dice Derrida:

¿Cómo no sorprenderse, en estas dos historias monstruosas y banales, por la


ausencia de una mujer? Es una historia de padre y de hijo, de figuras masculinas, de
jerarquías entre hombres (Dios el padre, Abraham, Isaac; la mujer, Sara, es aquella a
la que no se dice nada – por no hablar de Agar -,y Bartleby el escribiente no hace ni
una sola alusión a nada que sea femenino, a fortiori a nada que sea una figura de
mujer). En la implacable universalidad de la ley, de su ley, la lógica de la
responsabilidad sacrificial ¿sería alterada, desviada, atenuada, desplazada, si una
mujer interviniera en ello de modo determinante? El sistema de esta responsabilidad
sacrificial y del doble “dar (la) muerte” ¿es en lo más profundo de sí una exclusión o un
sacrificio de la mujer? ¿De la mujer, según uno u otro genitivo? Dejemos aquí
suspendida esta pregunta. (Derrida, Dar la muerte, 77)

Mas es preciso no dejar suspendida esta pregunta, volver


insistentemente sobre ella, pues tal vez sea imposible pensar una política
distinta de los extranjeros y hacia ellos sin una reflexión profunda no sólo de las
razones que hacen que las sociedades canalicen su violencia sacrificial hacia
los extranjeros, sino también de aquellas razones que empujan a millones de
individuos a ofrecerse como prenda sacrificial. De ahí que en este ensayo
sobre democracia se haya insistido en incorporar los argumentos políticos de
otros autores; pues no se tratará simplemente de “hacer lugar a los otros” sino
de “hacerse lugar”; de los procesos por los cuales grupos o personas
marginadas y excluidas pueden investirse políticamente para hacerse un lugar
y reclamarlo: la emancipación de los oprimidos no puede ser que mas que su
obra, dirá Balibar. Por supuesto que la teoría derrideana es una invitación a la
reflexión acerca de los límites de lo que se da (incluso cuando se pretende dar
mucho), pero esta reflexión estará siempre incompleta en la medida en que no
se pueda discutir cómo, quiénes y qué se pide. El proceso por el cual las
personas y los grupos se organizan para extender y exigir ciertos derechos es
constitutiva de la dimensión de la hospitalidad democrática: “el que no llora no
mama”, dice un refrán argentino. Para esto habrá que pensar en (y no por)
aquellos que creen merecer ser maltratados y asesinados (es decir, cómo
correrse del lugar de objetos sacrificables), empezando, tal vez, por las
madres/mujeres/madres que, siendo el lugar de la hospitalidad por excelencia,
khora, son incapaces de detener la mano asesina contra sus hijos.
La ausencia de madre es aquello que queda suspendido y sugerido pero
sin consecuencias, pues la única forma de salir de la escena sacrificial es que
madres e hijos, dos figuras subalternas por excelencia (apartadas de la esfera
pública), se pongan de pie y detengan la mano asesina del padre: pero ¿no es
ésta una escena imposible? ¿Cómo ese “gozoso” masoquista podría correrse
de la escena en la cual, finalmente, se consuma su deseo/temor de ser
aniquilado? El extranjero debe renunciar a lo irrenunciable y reemplazar lo
irremplazable: la madre, como “esencia de la propia casa”, “esencia del ser uno
mismo y de la ipseidad como estar en la propia casa” (Derrida, 1996: 95). En El
monolingüismo del otro, haciendo referencia al lugar de la lengua materna para
Arendt, y bajo la forma de un acertijo, Derrida dice una de las cosas más
enigmáticas de toda su obra:

(…) la mère, comme la langue maternelle, l'expérience même de l'unicité absolue qui
peut seulement être remplacée parce qu 'elle est irremplaçable, traduisible parce que
intraduisible, là où elle est intraduisible (que traduirait-on autrement ?), la mère est la
folie: la mère « unique » (disons la maternité, l'expérience de la mère, la relation à la
mère « unique ») est toujours une folie et donc toujours, en tant que mère et lieu de la
folie, folle. Folle comme l'Un de l'unique. Une mère, une relation à la mère, une
maternité est toujours unique et donc toujours lieu de folie (rien ne rend plus fou que
l'unicité absolue de l'Un ou de l'Une). Mais toujours unique, elle est toujours seulement
remplaçable, re-plaçable, suppléable là seulement où il n'y a de place unique que pour
elle. Remplacement de la place même, à la place de la place: khora. La tragédie et la
loi du remplacement, c'est qu'il remplace l'unique — l'unique en tant que substitute
substituable. Qu'on soit fils ou fille, et chaque fois différemment selon qu'on est fils ou
fille, on est toujours fou d'une mère qui est toujours folle de ce dont elle est, sans
jamais pouvoir l'être uniquement, la mère, précisément au lieu, et dans le logis, du
chez-soi unique. Et substituable parce que unique. On pourrait montrer que l'unicité
absolue rend aussi fou que la remplaçabilité absolue, la remplaçabilité absolue qui
remplace l'emplacement même, la place, le lieu, le logis du chez-soi, l'ipse, l'êtrechez-
soi ou l'être-avec-soi du soi. Ce discours sur l'insensé nous rapproche d'une énergie
de la folie qui pourrait bien être liée à l'essence de l'hospitalité comme essence du
chez-soi, essence de l'être-soi ou de l'ipséité comme être-chez-soi. Mais aussi comme
ce qui identifie la Loi à la langue maternelle, l'y enracine ou inscrit en tout cas.
(Derrida, 1996: 107-108)

En esta figura de la irremplazabilidad, de la unidad del Uno, que


representa la madre, Derrida aloja la esencia de la hospitalidad: la madre es
irremplazable en tanto que es reemplazable y única en tanto que puede ser
suplida: origen, entonces, de la tragedia en la lógica de la irremplazabilidad de
lo único que aún así (pues, el amor de una madre siempre es ambivalente)
debe ser reemplazado. No se trata aquí de victimizar doblemente al extranjero,
se trata de echar luz sobre uno de los aspectos más oscuros y complicados de
la política: ¿cómo es posible el dominio? ¿Por qué unos pocos dan las reglas
que todos siguen y respetan? ¿Cómo se vuelve legítima una exclusión?
¿Cómo es posible que una minoría sacrifique a una mayoría? Algo así como
una reflexión sobre la servidumbre voluntaria pero teniendo en cuenta los
aspectos reprimidos e inconscientes sobre los cuales se apoya el dominio, la
sumisión y el sacrificio humano. Todos somos extranjeros, pues así como la
madre es condición de “acogida”, también es constitutivamente condición de
“expulsión”; el amor ambivalente debe retener y expulsar para dar vida
(recordando asimismo, que “dar la vida” quiere decir también “darse la
muerte”). Tal vez, una de las grandes cuestiones que habrá que pensar es si la
estructura fuertemente expulsiva de nuestras sociedades no tiene uno de sus
fundamentos profundos en su carácter antitrágico: ¿la pura transparencia del
vínculo y del amor que se exige, no tiene como correlato la emergencia
monstruosa del odio en los bordes y la creación de estados excepcionales por
doquier? No es que las madres en nuestras sociedades de tradición judeo-
cristiana sean más ambivalentes y abandónicas, sino que no hay un espacio
trágico-agonal para la manifestación del odio/amor del vínculo en un orden falo-
logocéntrico donde la única violencia que puede “manifestarse” es la que se
ejerce entre hombres y según los patrones masculinos. Dice Derrida en
Políticas de la amistad:

Si la femme ne paraît même pas dans la théorie du partisan, c'est-à-dire dans la


théorie de l'ennemi absolu, si elle ne sort jamais d'une clandestinité forcée, une telle
invisibilité, un tel aveuglement donne à penser : et si la femme était le partisan absolu?
Si elle était l'autre ennemi absolu de cette théorie de l'ennemi absolu, le spectre de
l'hostilité à conjurer pour les frères jurés, ou l'autre de l'ennemi absolu devenue
l'ennemie absolue qu'on ne devrait même pas reconnaître dans une guerre régulière ?
(180-181)
Es conocida la fascinación de Derrida por Borges. La ausencia de
mujer/madre en “Las ruinas circulares” arroja a hijos y padres al mundo de los
fantasmas, de la repetición y del simulacro. La figura ausente y negada es la de
la mujer/madre. La futilidad y el terror de ese vínculo padre-hijo, en ausencia de
una madre, son perturbadores: pues muy cerca quedan padre e hijo de la
escena del fuego sacrificial, ahí donde lo que se ausenta es una de las figuras
centrales de la hospitalidad. Habrá que pensar si la imposibilidad de sacrificar
el sacrificio no guarda una estrecha afinidad con el orden falocéntrico por el
cual una ideología dominante se impone dejando en silencio, en tinieblas a ese
“lugar sin lugar”, khora, de lo femenino como esencia misma del acontecimiento
y de la venida del otro.
Tal vez uno de los textos que podrían ayudar a concluir el presente
capítulo y con él indagación teórica general de esta tesis sea “¿Puede hablar el
subalterno?” de Spivak. Esta autora, siguiendo la línea deconstructiva
derrideana y la lógica de la sospecha marxista, sostiene que el carácter
descentrado del sujeto necesariamente tiene que poder avanzar también sobre
los aspectos ideológico/fantasmáticos2 que constituyen de manera heterogénea
e incluso paradojal la identidad del subalterno. Operando su crítica desde el
diálogo entre Foucault y Deleuze, titulado “Los intelectuales y el poder” (1991),
plantea que se debe evitar reconstruir una figura monolítica y acrítica del
oprimido como sujeto/individuo transparente a sí y orientado inefablemente
hacia la emancipación de su propia condición.

Foucault articula otro corolario de la negación del rol de la ideología en la reproducción


de las relaciones sociales de producción: una valoración incuestionable del oprimido
como sujeto, el “ser objeto”, como Deleuze subraya admirablemente, “establecer
condiciones donde los prisioneros serían capaces de hablar por sí mismos”. Foucault
añade que “las masas saben perfectamente bien, claramente – una vez más la
temática del ser desengañado – ‘saben mejor que [el intelectual] y ciertamente lo dicen
muy bien”. ¿Qué le sucede a la crítica del sujeto soberano en estos pronunciamientos?
Llegamos a los límites de este realismo representacionalista con Deleuze: “La realidad
es lo que de verdad sucede en una fábrica, en una escuela, en las barracas, en una

2
En el Sublime objeto de la ideología, Zizek describe lo que según las versiones más ‘sofisticadas’ del
marxismo puede ser entendido por ideología: “La máscara no encubre simplemente el estado real de
cosas; la distorsión ideológica está inscrita en su esencia misma.” (Zizek, 1992: 56)
prisión, en una estación de policía”. Esta exclusión de la necesidad de la difícil
producción ideológica contrahegemónica no ha sido saludable. (Spivak, 2003: 307)

Cuando Spivak retoma el problema de la “representación” y de la


ideología lo hace para sostener que “el subalterno no puede hablar”, siguiendo
la línea derrideana de la heteronomía y heterogeneidad del otro, es decir, del
quién. La pregunta es si el oprimido puede ser elocuente, es decir, si el otro
tiene que ser hablador o puede darse en silencio. Esta pregunta guarda en sí
misma cierta urgencia, pues la extensión de las figuras de hospitalidad hacia
los animales y los vivientes supondría que la emancipación y la política no se
muevan exclusivamente en el terreno del lógos (palabra razonadora o razón
parlante).
La decisión pasiva, la heteronomía como fundamento de una
hospitalidad incondicional sin más, desencadena la violencia interna (que existe
y es innegable), es decir, la autodestrucción como goce masoquista perfecto:
matar para no morir o morir para no matar, lo insacrificable (y Derrida lo sabe
muy bien) es el sacrificio mismo. Será preciso, entonces, detenerse en el
desarrollo del concepto de autoinmunidad en la obra tardía de Derrida, ¿qué
implica esta insistencia en lo autoinmunitario? ¿No es el correlato necesario de
la exigencia de una hospitalidad infinita, que sólo puede culminar en
autodestrucción?

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