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MIRANDA

BITÁCORA DE UN VISIONARIO
DE NUESTRA AMÉRICA
MIRANDA, BITÁCORA DE UN VISIONARIO DE NUESTRA AMÉRICA; Carmen L. Bohórquez.
Junio, 2006. Impreso en la República Bolivariana de Venezuela.
Depósito Legal: lf87120063301352

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Viceministra de Gestión Comunicacional
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www.minci.gob.ve / publicaciones@minci.gob.ve
Presentación

E l 12 de marzo de 2006 se celebró la fecha


bicentenaria de la bandera tricolor que
hoy perdura como símbolo nacional de nuestro
país. La publicación que tiene en sus manos es
el discurso de orden que pronunció la profesora
Carmen L. Bohórquez, en la Asamblea Nacional,
a nombre de la Comisión Presidencial para la
Celebración del Año Mirandino.

Este breve discurso es una síntesis del


pensamiento y la obra de Francisco de Miranda.
La profesora Bohórquez aborda en él aspectos
resaltantes del ideario político del precursor de la
libertad de Nuestra América. Sin perder de vista
elementos que marcan su formación, momentos
especiales de la historia, actuaciones, contextos
5
e ideas que van trazando el complejo registro
de su biografía. Miranda se nos muestra como
un visionario, portador de ideas revolucionarias,
coherente, lúcido y dinámico, que sintoniza con
el proceso que vive el continente y el mundo.
No sólo un hombre de extraordinaria capacidad
como pensador sino un activo promotor de
la independencia y unidad de los pueblos
dominados por el imperialismo de entonces.
Antes de finalizar, la oradora hace una interesante
y detallada exposición que evidencia la
importancia histórica, y simbólica, de la bandera
que trajo Miranda; y sobre la incorporación
de la octava estrella como justa reivindicación
bolivariana.

6
I

“Cuando uno ha dedicado su vida a una sola y misma meta,


siendo ésta el estudio de los principios acertados que llevan a los
hombres a la felicidad, para aplicarlos en beneficio de la patria;
uno no debe dudar de sus propios principios, ni ruborizarse por
haberse pasado la vida en esas ocupaciones”.
Carta de Francisco de Miranda al primer ministro inglés,
William Pitt. Londres, 13 de junio de 1805.

Esta confesión de Miranda hecha ante William


Pitt, al cabo de 15 años de difíciles e infructuosas
negociaciones con el gobierno inglés, tratando de
que le ayudaran militar y financieramente a armar
su ansiada expedición libertadora a la América
Meridional, nos da la medida de un hombre que,
convencido de un ideal, no cejó jamás en su
empeño por hacerlo realidad, ni se dejó tentar por
ofrecimientos que pudieran desviarlo de su propósito;

9
como tampoco se dejó amilanar por los obstáculos
que tuvo que enfrentar, ni inhibir en su acción, a
pesar de las críticas, burlas o amenazas de las que con
frecuencia fue objeto.

En efecto, desde fines de 1783, año en el que nace


Bolívar, y en el que Miranda concibe la idea de una
América Meridional libre y unida en una sola nación,
hasta su muerte en la prisión de La Carraca, (Cádiz,
España, el 14 de julio de 1816) no hubo en su vida
un día en el que esta meta no estuviera presente; ya
sea en sus lecturas, en su escritura, en su andar por
el mundo, o en sus conversaciones con los distintos
personajes con los que se fue topando, entre estos:
reyes, primeros ministros, políticos, militares, filósofos,
poetas, músicos o simples viajeros encontrados por
azar en alguna posada del camino.

Fueron 33 años ininterrumpidos —la mitad exacta


de su vida— pensando, obrando; y entregado por
entero a la causa de “Nuestra América”, como ya la
siente y la denomina en esa página de su diario, escrita

10
el 1 de junio de 1783, cuando, habiendo tomado la
decisión de desertar del ejército español —al cual
había servido durante diez años—, se embarca
subrepticiamente en un navío norteamericano surto
en el puerto de La Habana, para salvaguardar su vida
y sus proyectos; amenazado como estaba por varias
órdenes reales que lo declaraban “reo de Estado”, y
hasta por la propia Inquisición, que ya había enviado
a un agente a esta isla caribeña para que lo capturase
y le confiscara las pruebas del grave delito cometido:
leer libros que hablaban de otras formas posibles de
gobierno y del derecho de los pueblos a la libertad.

Estos textos venían alimentando su espíritu


naturalmente crítico hacia el orden instituido —
quizás desde antes de dejar Caracas, en 1771—,
el cual, ciertamente se refuerza desde su llegada a
Madrid, y tiene mayor énfasis a partir de su ingreso
como capitán en el batallón de “La Princesa”, a fines de
1773. De modo que las ideas de Voltaire, de Rousseau,
de Locke, de Montesquieu y de muchos otros,
conformaban ya un sedimento de ideas modernas

11
bien consolidado en su espíritu, cuando participa
en la Batalla de Pensacola (Florida, 1781), en apoyo
a los colonos norteamericanos que luchaban por la
independencia contra el imperio inglés.

Extraordinaria paradoja que, a no dudar, debe


haber producido enormes sacudidas en el andamiaje
conceptual de Miranda y provocado serios
cuestionamientos respecto al rol que él mismo, como
soldado del ejército imperial español, estaba jugando
en esa lucha de liberación colonial.

Consecuencia tal vez de este impacto es su afán


—una vez que deserta y regresa a los Estados Unidos,
ya sin ataduras militares— por conocer cada uno de
los detalles de ese proceso que llevó a los colonos
norteamericanos a conquistar su independencia. Fue
tal el grado de conocimiento que llegó a tener del
mismo, que el propio presidente John Adams escribió
en sus Memorias que “no había hombre en los Estados
Unidos ni en el mundo entero, que conociera mejor y
con mayor precisión cada una de las batallas libradas

12
entonces contra Inglaterra, que Francisco de Miranda”.
Este no sólo indaga en esas batallas, sino que también
se preocupó por examinar detenidamente los cambios
que la adopción del gobierno republicano estaba
produciendo en la sociedad norteamericana, tanto
en la vida cotidiana como en la vida productiva. De
igual manera estudió a fondo la nueva Constitución;
discutiendo con los padres fundadores de la nueva
nación, los principios que la sustentaban.

De modo que seis


meses después de haber
llegado a los Estados
Unidos, Miranda estaba
plenamente convencido
de que no sólo es posible, sino que es sobre todo
necesario e impostergable que, al igual que lo habían
hecho las colonias inglesas del norte, también las
de la América del Sur se liberaran del yugo imperial
y se constituyeran en una sola nación; una nación
que, dada las extraordinarias riquezas naturales que
albergaba en su inmenso territorio, estaba llamada

13
a convertirse, como le gustaba decir, en una de las
más preponderantes de la tierra y en un bloque de
poder político que, sin duda, ayudaría a mantener
el equilibrio internacional y a asegurar la paz en
el mundo. Para designar esta gran nación libre y
unida que habría de constituirse una vez derrotado
y expulsado de América el
imperio español, Miranda
concibe el sonoro nombre
de Colombia. Nombre que
tuvo mucho más éxito que su
creador y, todavía un siglo después, seguía siendo
utilizado por ilustres americanos para denominar a
esa patria grande que es nuestra América. Patria para
la que también Miranda, años más tarde, diseñaría
este hermoso tricolor que constituye hoy nuestra
bandera nacional, y cuyo izamiento por primera vez
—hace 200 años— nos ha reunido hoy, aquí, en
conmemoración y reconocimiento.

Concebida, pues, la idea; determinada la meta a


alcanzar, y comprometido el espíritu y la voluntad

14
para lograrlo, a partir de ese instante, Miranda se
entregó por entero a hacer realidad este proyecto
emancipador de la América Meridional. Su primer
paso en esa dirección fue hacer de sí mismo un
digno conductor de esa empresa y para ello, tomó la
determinación de viajar a Europa a fin de completar “la
magna obra de una educación sólida y de provecho”.
Aunque también lo hizo para escapar del cerco que le
venía tendiendo el Estado español, ese que —desde
sus primeros años en el Ejército Real y hasta que
lo tuvo finalmente en sus manos en La Guaira, en
1812— no dejó jamás de perseguirlo por todas partes
del mundo por las que anduvo.

Así, llega a Londres en febrero de 1785, y luego


de permanecer en esa ciudad seis meses, en los
cuales se dedicó a estudiar la Constitución británica,
a asistir a las discusiones de la Asamblea Nacional y
a tratar de conocer el mundo político inglés, decide
emprender un viaje de cuatro años por toda Europa,
que lo llevará también hasta Constantinopla y al
imperio ruso. Compartiendo plenamente las ideas

15
de la Ilustración, Miranda recorrerá el gran libro
del Universo para conocer otros pueblos, otras
ideas, otras costumbres, otras formas de gobernar;
recogerá textos constitucionales, discutirá sus
principios con los respectivos gobernantes, medirá
y comparará el grado de felicidad que cada forma
de gobierno proporciona a los habitantes del
país; sin dejar por ello de cultivar su espíritu y su
intelecto, asistiendo a conciertos y obras de teatro,
visitando museos e iglesias, conociendo bibliotecas,
comprando y devorando ávidamente cuantos libros
le fuera posible adquirir, intercambiando ideas con
científicos, inventores, poetas, filósofos, historiadores,
músicos, religiosos, y con cuanta persona le pareciera
interesante, fuese aristócrata o gente del campo.
Y todo eso, para fortuna nuestra, lo fue registrando
cada día en su diario de viajes.

Pero no se quedó sólo en las ideas, sino que,


decidido a conocer el mundo tal cual era, se
interesó también en las condiciones bajo las
cuales funcionaban hospitales, hospicios, lazaretos,

16
manicomios y cárceles. Esta práctica la convirtió casi
en un rito, que fue cumpliendo en cada una de las
innumerables ciudades visitadas durante sus viajes;
estando dispuesto en todos los casos, a hacer llegar
su denuncia a las más altas instancias de gobierno
y a exigir la corrección de las injusticias constatadas.
Caso emblemático, por sólo citar un ejemplo, fue
la visita hecha a las cárceles y hospicios del Reino
de Dinamarca, donde se horroriza de tal modo por
las condiciones de vida de los detenidos, que sale
“resuelto a hablar con todo el mundo” para ponerle fin
a dicha situación. Lo constatado, lo impulsa a formular
de inmediato un proyecto de reforma de prisiones,
que acompañado de la obra de John Howard, El estado
de las prisiones en Inglaterra, con observaciones preliminares y

un informe sobre algunas prisiones extranjeras (1777), hace


llegar a través de uno de los ministros de la corte
danesa, al propio príncipe de Augustenbourg. Y fue
tan insistente la campaña que al respecto hizo, que
muy pronto recibió la grata noticia de que el príncipe
había ordenado que se corrigiera de inmediato la
situación de las prisiones danesas, por lo cual bien

17
podía tener “la gran satisfacción de haber hecho un
bien a este país y a la humanidad”.1

Igualmente, fue motivo de preocupación de


Miranda la manera en que eran tratadas las mujeres en
las diferentes sociedades en las que tuvo oportunidad
de interactuar. Si en su viaje por los Estados Unidos
—entre 1783 y 1784— se sorprende gratamente de
ver que en general las mujeres superan a los hombres
en sus modales, en su vestimenta, en su educación
y en el cultivo de la inteligencia, en su recorrido por
Europa critica acerbamente el que en algunos lugares
las mujeres y en particular las mujeres pobres, sean
tratadas poco menos que como animales; tal como
lo denuncia al observar el trato que se le da a las
“pobres esclavas georgianas” en el puerto ruso de
Kherson. Vale, pues, subrayar cómo, contrario a la
imagen frívola y donjuanesca que se ha construído
—y que algunos insisten en seguir construyendo—
de Miranda, por razones que preferimos no juzgar
aquí, son mucho mayores las referencias que hace en
su diario de viajes, sobre la inteligencia, la cultura y

18
las ideas sostenidas por las mujeres que se cruzaron
en su camino. Con ellas intercambia libros, habla
de literatura y de poesía, comenta los hechos más
relevantes del momento, discute de política, les habla
de América y de sus proyectos de emancipación y, en
general, alaba sus dotes intelectuales y su sensibilidad
para comprender los problemas de la sociedad. Su
reconocimiento del ser femenino como igual, queda
claramente demostrado en sus apreciaciones sobre
la poetisa negra Phillis Weatley, de quien admira su
talento y lamenta su suerte final, producto de la poca
valoración que en muchas partes se le daba al cultivo
de la razón y al hecho de que ese talento estuviera
“preservado en este negro-ente”.2

Esta defensa de los derechos de la mujer alcanza


lo que es tal vez su máxima expresión; dado el
contexto histórico en que la formula, cuando en
la Francia revolucionaria le reclama al alcalde de
París, Jerôme Pétion: “¿por qué en un gobierno
democrático la mitad de los individuos no están
representadas directa o indirectamente, a pesar de

19
que están igualmente sujetas a la misma severidad de
las leyes que los hombres han hecho a su voluntad?
¿Por qué al menos no son ellas consultadas sobre las
leyes que las conciernen más directamente, como
son las del matrimonio, del divorcio, educación de
los hijos, etc.? Yo le confieso que todas estas cosas me
parecen usurpaciones escandalosas y muy dignas de
ser tomadas en consideración por nuestros sabios
legisladores (…)”.3

A sus muchos valores, Miranda agrega, pues, el de


haber sido también uno de los primeros en alzar su voz
por la defensa de los derechos de individuos y pueblos
del mundo entero. Y en momentos como el actual,
en que hombres y mujeres de todos los continentes
se organizan para reclamar y hacer cumplir las tan
violadas declaratorias de derechos humanos que desde
entonces se han venido promulgando, la constancia y
el empeño de Miranda en combatir la injusticia donde
quiera que ésta estuviese presente, se erige hoy como
un imperioso reclamo que nos obliga y compromete
cada vez más con la defensa de la humanidad.

20
Esa conciencia y ese compromiso con la defensa
de los valores más esenciales de la humanidad, más
su conciencia de la injusticia del hecho colonial en
América, hizo que Miranda convirtiera también esa
etapa preparatoria que constituyen sus viajes, en una
cruzada por la libertad de este continente. Por boca
de Miranda se enteraron muchos en Europa de lo
que realmente estaba sucediendo en América; de
las crueldades y asesinatos con las que habían sido
sometidos sus habitantes originarios, del despojo de
las riquezas naturales de sus vastas regiones, de la
discriminación de que eran objeto incluso los criollos
más encumbrados, y hasta de la negación del derecho a
pensar que ejercía el “infame Tribunal de la Inquisición”;
como también se enteraron del descontento que
agitaba algunas voluntades, del sacrificio de muchos
indígenas que prefirieron perecer o refugiarse en
lugares inhóspitos, antes que someterse a la ignominia
de una esclavitud; y del reclamo de ayuda que, decía, se
multiplicaba por doquier, para acabar con tan injusta
situación. Puede decirse que fue Miranda el primer
publicista de América en Europa y que, no sin razón,

21
llegó a ser tenido por la monarquía española como su
enemigo más peligroso; pues introdujo en la opinión
pública europea una información que contradecía
el discurso que España había gestado de ser la gran
benefactora de los pueblos americanos.

En este andar de denuncias y de reclamos de justicia,


y de evadir la persecución de los agentes españoles que
le seguían los pasos, hay que reconocer la oportuna
ayuda que le brindó la emperatriz Catalina de Rusia,
quien no sólo se negó a entregarlo al embajador
español que lo reclamaba en
nombre de Carlos III, sino que
lo hizo Coronel ruso, le otorgó
una pensión, otra cantidad de
dinero para que continuara su
camino, así como le extendió
un salvoconducto que lo
protegió durante el resto de
su viaje y le permitió librarse de ser enviado preso a
España, cuando tiempo después fue capturado por
agentes españoles en Londres. Por ello, cabe decir

22
que fue Rusia la primera y, financieramente, la única
nación en apoyar, decididamente y de manera oficial,
el proyecto emancipador
de Miranda. Y esto no por
las razones que aducen los
frívolos cultivadores de la
leyenda donjuanesca de
Miranda, sino por razones
fundamentalmente
geopolíticas, dado el
conflicto de intereses que en ese momento mantenían
Rusia y España por el control de la costa americana del
Pacífico norte; como también por la admiración que
siempre tuvo Catalina por las ideas de la Ilustración,
como lo mostró al proteger también a Voltaire y a
Diderot. Sin embargo, pareciera que estos últimos sí
podían ser admirados por sus ideas, pero un americano
como Miranda, tan sólo podía serlo por quién sabe
qué ocultas razones.

En 1789 regresa Miranda a Londres, luego de haber


pasado por el convulsionado París, pocos días antes

23
de la toma de La Bastilla. Considerándose formado
en lo personal y con el proyecto emancipador mejor
estructurado, inicia Miranda la tarea de la realización
material del mismo, que no es otra, que la de establecer
las alianzas necesarias que le permitieran armar una
expedición de 10 a 15 mil hombres y de preparar
las condiciones necesarias para que otro tanto se le
sumara en América, tan pronto desembarcara. No
contando con medios financieros ni con el respaldo de
ningún grupo o movimiento, salvo la ayuda personal
de algunos amigos, logra tener su primera entrevista
con William Pitt, a comienzos de marzo de 1790. Pocos
días después, le hace entrega ya de su primer Plan
para la formación, organización y establecimiento de un
gobierno libre e independiente en América meridional.
Comienza aquí la etapa inicial de lo que Miranda llamó
“Negociaciones” con el Gobierno inglés; las mismas
que luego emprenderá con los revolucionarios
franceses y de nuevo con los ingleses en 1798,
cuando, desengañado también de éstos, y en peligro
su vida, debe abandonar furtivamente Francia para
refugiarse de nuevo en Londres. En todo caso, éstas

24
negociaciones estuvieron siempre y exclusivamente
dirigidas a obtener el apoyo necesario para armar su
proyectada expedición contra el dominio español en
América; pero nunca a cualquier precio, pues cuando
éstas potencias quisieron condicionar esa ayuda a
que Miranda realizara ciertas misiones militares que
favorecían sus intereses, pero que iban en contra de
la dignidad de otros pueblos, como cuando Francia
quiso enviarlo a someter la sublevación de los esclavos
negros en Haití, Miranda prefirió rechazar dignamente
el ofrecimiento y seguir postergando su proyecto
liberador, antes que prestarse a atentar contra la
libertad ajena.

Si bien antes de Miranda, ya otros americanos


se habían acercado a Inglaterra, buscando apoyo
para enfrentar al Gobierno español en su región,
ninguno de ellos había llegado al extremo de
cuestionar o de pretender revertir el orden
colonial como tal. Más aún, ninguno llegaba
siquiera a admitir la posibilidad de que otro orden
fuese posible, pues incluso la rebelión de Túpac

25
Amaru sólo pretendió una autonomía regional.
En general, los levantamientos y rebeliones que
se habían dado en América tuvieron casi siempre
un objetivo muy específico: hacer derogar un
impuesto excesivo, protestar contra los abusos
de un funcionario real, oponerse al monopolio
del comercio por parte de compañías como la
Guipuzcoana o, como también sucedió, establecer
un enclave autárquico que sirviera de refugio a los
esclavos que lograban burlar la vigilancia de sus
amos. En todos estos casos, la fidelidad al rey se
mantuvo prácticamente fuera de las motivaciones
de la protesta, por lo que podemos decir que lo que
estaba en el centro del cuestionamiento no era el
orden mismo, sino algunas de sus manifestaciones,
y bajo el supuesto no explícito de que la supresión
de la causa de la protesta habría de traducirse en el
perfeccionamiento de la bondad
del sistema.

De modo que cuando en 1790,


Miranda se entrevista por primera

26
vez con el Primer Ministro inglés, William Pitt, para
hablarle de su proyecto emancipador; y le plantea
como exigencia fundamental la necesidad que tiene
la América española de que Inglaterra “le ayude a
sacudir la opresión infame en que la España la tiene
constituída”4, está asumiendo por primera vez como
causal de insurrección, no un hecho circunstancial
o local, sino una razón esencial: América ha sido
constituída como oprimida.

Esta afirmación de Miranda constituye, sin duda,


una clara expresión de la conciencia del hecho
colonial, entendido éste, ya no como limitación
de derechos particulares, sino como negación de
todos aquellos derechos esenciales que, en tanto
seres humanos, tienen los americanos. En otras
palabras, lo que Miranda denuncia es la negación
del ser americano mismo.

Establecida y hecha conciente esta condición


colonial, Miranda se plantea entonces como un
imperativo, la negación de dicha negación, es decir,

27
emprender una acción que permita superar esta
condición y afirmar, por el contrario, el ser propio:

“En esta situación, pues, la América se cree con todo derecho


a repeler una dominación igualmente opresiva que tiránica y
formarse para sí un gobierno libre, sabio y equitable (sic); con
la forma que sea más adaptable al País, clima e índole de sus
habitantes”.5

Afirmación que subraya, no sólo el derecho de los


americanos a ser y vivir libres de toda dominación,
sino a ejercer plenamente su soberanía, determinando
autónomamente la forma de gobierno que
consideraran más apropiada a sus intereses. Aspiración
legítima que, todavía hoy, algunas potencias pretenden
negarle a otros pueblos y en cuya defensa, al igual que
Miranda, estamos todos plenamente comprometidos.

En aquel entonces, Miranda debió argumentar


contra la tesis del imperium mundi que el Papa ejercía
por derecho divino y que le permitía a España no
sólo alegar —por ser concesión papal— propiedad
legítima sobre América, sino, más que eso, atribuirle

28
a la misma un cierto carácter sagrado que convertía
de antemano en herejía cualquier cuestionamiento
al ejercicio de este dominio. Contra esta pretensión,
Miranda, siguiendo la tradición de Francisco de Vitoria
(1480-1546)6 y de Francisco Suárez (1548-1617)7, asume
y defiende, por el contrario, la tesis de una comunidad
internacional basada, no en un imperium mundi que se
pretende necesario, perpetuo e inmutable, sino en la
interdependencia de Estados soberanos que acuerdan
someterse a los mismos derechos y obligaciones, esto
es, a un Derecho de Gentes que es universal, evolutivo
y contingente. Concepción bajo la cual todo pueblo
preserva el derecho inalienable a la libertad y a la
autonomía y, en consecuencia, el derecho a combatir
por todos los medios a su alcance a quien quiera
mantenerlo en un estado de opresión y tiranía. Aquel
que, todavía hoy, los pueblos del mundo se ven
obligados a defender con sus vidas ante pretensiones
imperiales de nuevo cuño, pero igualmente insaciables,
que siguen queriendo imponer el imperium mundi;
alegando no ya el derecho divino, sino el de su santa
voluntad y de su fuerza militar.

29
Así, pues, es con Miranda que se reconoce por
primera vez, de manera expresa, que hay una situación
de negación de la esencia de los americanos y que, en
consecuencia, éstos, como hombres dignos, tienen
todo el derecho o están plenamente justificados
para rebelarse contra aquello que los niega: “seremos
libres, seremos hombres, seremos nación; entre esto
y la esclavitud no hay medio, el deliberar sería una
infamia”.

La afirmación de ser americano resulta entonces


para Miranda inconciliable con cualquier forma de
sujeción. Ser es ser libre; sólo en libertad se puede ser
verdaderamente humano, como sólo en libertad un
pueblo puede llegar a constituirse verdaderamente
en nación. De allí, pues, que el proyecto político
de Miranda se plantee, desde sus inicios mismos,
acompañado de una búsqueda real de la identidad
de nuestra América y, consecuencialmente, de una
definición del ser americano. Búsqueda que comienza
a cristalizar, como ya dijimos, en el forjamiento del
nombre “Colombia” y del gentilicio “colombiano”; como

30
afirmación de una conciencia de saberse siendo otro
que la totalidad vigente y como proyecto histórico de
construcción de una nueva realidad.

Desde esta concepción Miranda no podía ver las


luchas de independencia como una empresa de unos
pocos, sino como una lucha colectiva: “un movimiento
insurreccional parcial podría dañar a la Masa entera”, y
por las mismas razones se muestra convencido de que
la única manera de consolidar la independencia en el
continente era fortaleciendo esa unión a través de un
único proyecto político colectivo. Para sustentar su
propuesta de “unión indispensable” de toda la América
Meridional, recurrirá a argumentos geopolíticos y
económicos, pero también socioculturales. A su
entender, no sólo compartíamos una historia común
de opresión, es decir, una misma problemática social y
política, derivada de la secular situación de dominación,
sino también un acervo cultural común que, a pesar
de esa misma dominación, se fue consolidando hasta
conformar una identidad propia sobre la cual, una vez
conquistada la independencia, se podría construir un

31
solo Estado. Es decir, independencia e integración
son, para Miranda, ideas indisolubles que conforman
un mismo proyecto político y que, ensambladas,
constituyen la clave para que Nuestra América llegue
a convertirse en un bloque de poder que contribuya a
equilibrar el mundo.

Estas ideas las desarrolla en la llamada Acta o

Instrucción de París (1797), a la que podemos considerar


como el primer documento integracionista referido a
nuestra América, así como en la Proclama a los habitantes
del continente colombiano (alias Hispanoamérica) de 1801, y en

sus Proyectos Constitucionales de 1801 y de 1808, en


los cuales explicita la estructura político-jurídica sobre
la cual se ha de sustentar, regular y preservar dicha
unidad continental, siempre basada en principios
republicanos.

32
II

Con esta apretada síntesis, en la que hemos


tenido que sacrificar muchísimas otras ideas
igualmente importantes, hemos querido mostrar
quién es el hombre que un 2 de septiembre de 1805,
decepcionado de los ingleses, un tanto traicionado
por la Francia revolucionaria, cuyo ejército llegó a
comandar como Mariscal de Campo, primero, y muy
pronto como General, y sin más recursos financieros
que las seis mil libras esterlinas que había obtenido
hipotecando su extraordinaria biblioteca, más algunas
letras de crédito otorgadas por su leal amigo inglés
John Turnbull, se embarca en Londres rumbo a los
Estados Unidos; determinado a seguir adelante con
su proyecto emancipador y decidido a armar, por sus
propios medios, la expedición que viene planificando

35
en detalle, desde por lo menos su primera conversación
con William Pitt en 1790. Tres meses antes de embarcar,
había escrito la frase que citamos al comienzo. Como
vemos, a pesar de tantas vicisitudes y frustraciones,
Miranda no ha dudado jamás de los principios que
defiende, ni se ruboriza por haberse pasado la vida en
esas ocupaciones.

Debemos también decir que, paralelamente a


esas negociaciones con los posibles aliados, Miranda
emprendió, casi desde su propia llegada a Londres
en 1784 y hasta que regresó a Caracas, en diciembre
de 1810, para impulsar la declaratoria definitiva de
la Independencia, una intensa campaña epistolar
y editorial dirigida a sus compatriotas de todo el
continente americano; con algunos de ellos mantenía
relación directa, como es el caso del venezolano
Manuel Gual, refugiado en Trinidad luego de fracasada
la conspiración de 1797; los otros, conocidos sólo por
referencias indirectas; pero, insistiendo con todos, para
tratar de acelerar un proceso que equivocadamente
creía que era compartido por muchos. Igualmente,

36
enviará agentes suyos a las propias colonias españolas;
hará circular en ellas papeles que los españoles
calificaron de “incendiarios”, entre ellos, la Carta a

los españoles americanos del jesuita Viscardo; escribirá


proclamas y proyectos constitucionales; elaborará
detallados planes militares a partir de la información
que sus agentes en América le envían; y más tarde,
de vuelta en Londres en 1808, luego de los negativos
resultados de su expedición libertadora, enviará
también a América su mayor esfuerzo publicitario:
el periódico El Colombiano, publicado cada 15 días
entre marzo y mayo de 1810, cuyo objetivo era dar a
conocer a los habitantes del Nuevo Mundo “el estado
de las cosas de España para, según las ocurrencias,
tomar el partido que juzguen conveniente en tan
peligrosa crisis”.8

Vale decir de paso, que este periódico, el primero


de corte independentista que se publicaba en Europa,
constituyó en sí mismo, un verdadero esfuerzo de
información alternativa contra la rígida censura y
que, con su envío —clandestino por supuesto— a

37
las diversas provincias de la América española, se
pretendía no sólo proveer a los americanos de una
información objetiva y veraz de lo que realmente
estaba ocurriendo en España, sino que se intentaba
también, a través de la deconstrucción del discurso
oficial, mostrar los mecanismos mediante los cuales el
Imperio pretendía seguir enajenando la voluntad de
sus siervos de ultramar.

En todos estos esfuerzos dirigidos a sus compatriotas,


el énfasis de Miranda estará siempre puesto en marcar
la diferencia casi ontológica entre americanos y
españoles; en mostrar que no sólo los indígenas eran
víctimas de la opresión, sino también los propios
criollos; en reiterar que la libertad y la soberanía de
los pueblos eran derechos esenciales y, por tanto,
indelegables; que los más grandes pensadores eran
unánimes en condenar la tiranía ejercida por una
nación sobre otra y, por si acaso ninguno de éstos
argumentos lograba hacer reflexionar a los criollos,
insiste en señalarles también lo prósperos que podían
llegar a ser si los cuantiosos recursos de América, en

38
lugar de ir a enriquecer “a unos extranjeros codiciosos”,
se quedaran en manos de sus propios naturales:

Conciudadanos, es preciso derribar esta monstruosa tiranía.


Es preciso que los verdaderos acreedores entren en sus derechos
usurpados. Es preciso que las riendas de la autoridad pública
vuelvan a las manos de los habitantes y nativos del país, a quienes
una fuerza extranjera se las ha arrebatado. Pues es manifiesto
—dice Locke— que el gobierno de un semejante conquistador,
es cuanto hay de más ilegítimo, de más contrario a las leyes de la
naturaleza, y que debe inmediatamente derribarse.9

No le cupo duda alguna a Miranda de que la


independencia de la América Meridional era posible,
ya fuera con ayuda de Inglaterra o de otra potencia, ó
ya con los propios recursos, como llegará finalmente
a asumirlo cuando el desengaño ante las promesas
incumplidas por estos supuestos aliados, lo enfrente
a la realidad de los verdaderos intereses de esas
potencias. Lo que sí le costará, e incluso puede decirse
que nunca llegará a aceptar totalmente, fue el hecho
de que sus propios compatriotas no vieran lo que
para él era, desde al menos fines de 1783, una verdad

39
y un mandato histórico ineludible. En realidad, de
muy poco valieron todas esas proclamas y escritos
que, además de revelar tras ellas un intenso trabajo de
investigación y análisis, fueron escritas con la pasión
que brota de saber que se trabaja por una causa justa
y por la defensa de los derechos más esenciales del
ser humano.

Todo esto tenía Miranda en mente cuando


desembarca en el puerto de Nueva York el 9 de
noviembre de 1805. Trae consigo, como ya dijimos,
algunas notas de crédito, planes militares de
desembarco en la Provincia de Venezuela, así como de
ocupación de territorio hasta llegar a liberar Caracas,
para luego emprender la liberación de la Nueva
Granada, la Nueva España y el resto del continente;
trae ya dispuesta la organización de lo que será el
Ejército del Pueblo libre de Suramérica; habiendo
calculado todo lo necesario para su equipamiento y
hasta el diseño de los uniformes que portaría cada
rango; trae su Proyecto Constitucional de integración
y organización de la nueva República que habrá de
crearse: Colombia, cuyos límites geográficos serían los
mismos sobre los que se extendía el dominio español:
desde el Sur del Mississipi hasta la Patagonia; y trae su
ya increíble archivo, que testimonia y recoge todos
sus esfuerzos por la liberación de la patria americana, y
sobre el que quiero aprovechar esta oportunidad para
solicitar dos cosas: ante la Unesco; que ponga todo
su empeño para que en este año bicentenario de la
expedición libertadora, el archivo del General Miranda,
que tiene que ver con la historia de tres continentes
a la vez, sea finalmente declarado Patrimonio de la
Humanidad; y al señor Presidente de la República —
con todo respeto— que ordene la culminación, este
mismo año 2006, de la colección Colombeia, esa nueva
edición del Archivo del General Miranda, emprendida
desde hace 30 años por la Presidencia de la República
y de la cual, increíblemente, sólo han aparecido 18
tomos, a pesar de que ha sido objeto de dos decretos
presidenciales. Es una deuda que tenemos con el
Precursor y con ello, estaríamos dando, además,
cumplimiento al deseo expresado en su testamento,
redactado hace 200 años, de que sus compatriotas
conozcan, leyendo los papeles de su archivo, acerca
de sus esfuerzos por la libertad de América.

También trae Miranda consigo el diseño de lo que


habrá de constituirse en el mayor símbolo de esa
América libre y unida en una sola Nación: el de una
bandera de tres franjas horizontales: amarillo, azul y
rojo, que hará coser más tarde con telas adquiridas
en Haití, la primera nación libre de la América del Sur,
y que será izada a bordo del “Leander”, el bergantín
que ha logrado contratar y armar, a duras penas, en
el puerto de Nueva York, y que el 12 de marzo de
1806, anclado frente a las costas de Jacmel, servirá
de escenario para que los colores colombianos de la
libertad ondeen al viento por la primera vez.

Esta enseña —dice James Biggs, uno de los testigos de


ese acto—, está formada por los tres colores primarios que
predominan en el arco iris. Hicimos una fiesta en esta ocasión:
se disparó un cañón e hicimos un brindis por los auspicios de un
pendón que se espera nos lleve al triunfo de la libertad y de la
humanidad en un país largamente oprimido.10
Mucho se ha dicho y escrito sobre esta bandera,
y sobre la fuente donde se pudo haber inspirado
Miranda para diseñarla y adoptarla como la bandera
de Colombia. Algunas tesis, muy respetables y
posibles; otras deleznables y hasta ofensivas respecto
al inmenso esfuerzo desplegado por Miranda y a
la profundidad de su pensamiento. Pudo Miranda,
ciertamente, haberse inspirado en los colores incaicos,
o en la teoría del color de Newton, o quizás en el
triángulo de color de su contemporáneo Göethe,
formado por estos tres colores: amarillo, azul y rojo,
bajo el principio de simetría y complementareidad.
No nos dice expresamente Miranda nada al respecto,
aunque sí está claro que siempre pensó en estos tres
colores y no en otros, como lo prueban algunas de las
cartas que envía a funcionarios ingleses calculando los
metros de tela amarilla, azul y roja que necesitará para
hacer las banderas de Colombia.

Ante esta ausencia de referencias distintas a la


señalada por Biggs, y por algo debe haberlo dicho, en
lo personal preferimos la tesis de que efectivamente
Miranda pensó en los colores primarios del arco iris
para enseña de su Colombia, en tanto todos ellos están
contenidos en el blanco, su fusión produce el negro y
de su combinación surgen todos los demás colores,
de la misma manera en que Miranda imaginaba a
Colombia como constituida por la integración de todas
sus partes y de todas sus diversidades culturales en un
proyecto histórico común. En todo caso, este tricolor
es la única bandera referida directamente por Miranda
en su voluminoso Archivo, como la bandera de
Colombia. De eso no cabe duda alguna; otras banderas
que se le atribuyen responden, ó a referencias dadas
por terceros, sin prueba documental de que Miranda
las haya en realidad considerado, o bien se trata de las
insignias navales que todo barco tiene como distintivo
particular y que no deben, en ningún caso confundirse
con la bandera de Colombia.

Es pues, esta bandera tricolor la que Miranda izó


tal día como hoy, hace 200 años, a bordo del Leander,
como pendón de la libertad y como afirmación de
la dignidad esencial de los americanos del sur. Es
este mismo pendón el que hará igualmente flamear
en tierra firme, cuando desembarque en La Vela de
Coro el 3 de agosto de 1806, y ocupe con su ejército
colombiano, el fortín San Pedro, primero, y luego
La Vela misma y la ciudad de Coro, colocándolo en
todos los lugares prominentes de estas ciudades;
acompañado, además, de su hermosa Proclama a

los pueblos habitantes del continente américo - colombiano,

que había hecho reproducir también a bordo del


Leander, por medio de un arma cuyo valor Miranda
siempre apreció y que por ello no podía faltar en su
expedición: una imprenta.

Proclama ésta que anuncia que “llegó el día, por


fin, en que recobrando nuestra América su soberana
independencia, podrán sus hijos, libremente
manifestar al universo sus ánimos generosos”, o lo
que es lo mismo, manifestar esa honesta “índole
nacional” que tres siglos de opresión no habían
logrado corromper, y a partir de la cual sería posible
recuperar “nuestros derechos como ciudadanos
y nuestra gloria nacional como americanos
colombianos”. Es ésta también una proclama que
habla de la igualdad y la asume como un derecho
a ser instituído: “Que los buenos e inocentes indios,
así como los bizarros pardos, y morenos libres crean
firmemente, que somos todos conciudadanos, y que
los premios pertenecen exclusivamente al mérito y a
la virtud en cuya suposición obtendrán en adelante,
infaliblemente, las recompensas militares y civiles,
por sus méritos solamente”. Afirmación que, por
supuesto, no iba a agradar en lo absoluto a los
integrantes de la élite criolla, que todavía cinco años
después se resistían a declarar la independencia
definitiva respecto a España, por el temor de que
esos pardos, indios y morenos de los que hablaba
Miranda, pretendieran igualarse e ellos.

Son todas estas ideas de libertad, de unidad y


de igualdad las que están representadas en esta
bandera tricolor cuyo bicentenario celebramos
hoy. Por defender esta bandera, ante la cual los
200 miembros de su ejército juraron, a bordo del
Leander un 24 de marzo, ser “fieles y leales al pueblo
libre de Sur América, independiente de España,
y servirle honrada y lealmente contra todos sus
enemigos y opositores, cualesquiera que sean”,
murieron ahorcados y descuartizados, el 21 de julio,
en las afueras de las murallas del castillo San Felipe
(hoy Libertador), en Puerto Cabello, 10 de los 58
miembros de la tripulación mirandina, capturados
en Ocumare de la Costa, cuando el Precursor intentó
desembarcar por primera vez; y cuya memoria
debemos también honrar en este año bicentenario.

Por temor a esta bandera, a que fuera la chispa


que incendiara la pradera, fue quemado el retrato
de Miranda en la Plaza Mayor de Caracas, junto con
la propia bandera hecha pedazos, ejemplares de
su proclama y una de las patentes de oficial de su
ejército colombiano.

Por temor a esa libertad y a esa igualdad que esta


bandera anunciaba y que ponía en grave peligro sus
privilegios, los criollos de Caracas y del resto de las
provincias, contribuyeron generosamente a ponerle
precio a la cabeza de Miranda y se apresuraron
a demostrar que no tenían nada que ver con las
intenciones de ese “traidor”, que pretendía poner fin
al “dulce yugo de la obediencia al rey”.

No imaginaban estos criollos que cuatro años


más tarde, la crisis del imperio español, agudizada
por la invasión de Napoleón, pondría a ese rey en
prisión y les llevaría a instalar gobiernos autónomos
en sus provincias; no por las mismas razones por
las que había luchado Miranda tanto tiempo, sino
porque vieron la oportunidad de asegurar sus
privilegios asumiendo también el control político
que hasta ese momento había estado en manos de
los peninsulares. Pero Venezuela ya no era la misma.
Algo había cambiado. Si bien la expedición de
Miranda de 1806 no logró sus objetivos militares, sí
mostró que el imperio no era invulnerable; que había
americanos dispuestos a dar hasta la vida por acabar
con el dominio español en América, e instaurar en
ella un gobierno distinto que asegurara la libertad
y la igualdad.
Por otra parte, estas ideas de libertad y de igualdad
que los pensadores de la ilustración habían ayudado a
conformar y a difundir, y que sacudieron a Europa con
la Revolución francesa, también habían germinado
en otros americanos. De modo que la instalación de
Juntas autónomas abrió también el espacio para que
esas corrientes revolucionarias emergentes, entre las
que se encontraban el joven Simón Bolívar, José Félix
Ribas, y otros, comenzaran a expresarse abiertamente.
El regreso de Miranda a Caracas en diciembre de
1810, va a contribuir a galvanizar y potenciar estas
fuerzas emergentes, y esta alianza, más la posterior
incorporación de Miranda al Congreso Constituyente
en junio del siguiente año, hará que los criollos se vean
forzados a declarar definitivamente la independencia,
ese 5 de julio de 1811. El sueño de Miranda se vio
realizado ese día, el de Bolívar comenzaba a tomar
vuelo.

El nuevo gobierno establecido entiende —quien


sabe si a instancias del propio Miranda— que la nueva
República proclamada, necesitaba una insignia por
la cual pudiera ser distinguida en el concierto de las
naciones libres. Es así, como el Congreso Constituyente
nombra una comisión de diputados, compuesta por
Francisco de Miranda, Lino de Clemente y José de Satta
y Bussy, para que presenten un diseño de la bandera
del nuevo Estado soberano. El proyecto —presentado
el 9 de julio de 1811— asume el tricolor mirandino
como símbolo de la nación, aunque añade, en la franja
amarilla junto al mástil, un escudo con la imagen de
una indígena sentada en una roca y portando en la
mano derecha un asta rematada por un gorro frigio.
A su espalda se lee: “Venezuela libre”, y en una cinta
a sus pies: “Colombia”, el nombre creado por Miranda
para designar la América del Sur independiente y
unida. Es decir, esta bandera de 1811 recoge también
la idea mirandina de una sola patria americana, como
igualmente lo hizo la primera Constitución que se dio
la República. Esta bandera, en la que también figuran
los emblemas del comercio, de las ciencias, de las
artes, un caimán y vegetales, así como un sol que se
asoma sobre el horizonte, fue enarbolada en la Casa
de Gobierno el 14 de julio de 1811, el mismo día en
que se publicó solemnemente en Caracas el Acta de
la Independencia.

Luego vino la reacción realista, primero interna,


cuando en Valencia se sublevan varios centenares
de “vecinos” contra la República y a Miranda se le
da el comando de las fuerzas patriotas que deben
someterlos y hacerles aceptar la independencia; lo que
hace exitosamente, aunque de manera incompleta,
pues el descontento también se manifiestaba en las
provincias de Coro y Maracaibo, donde la Junta de
Gobierno no le permitió llegar. De allí que, cuando la
reacción realista venida del exterior y encarnada en la
persona de Monteverde, inicie el contra-ataque desde
Coro, a comienzos de marzo de 1812, va a encontrar
el campo libre y las condiciones apropiadas para
constituir una fuerza lo suficientemente poderosa,
que, ayudada por el gran terremoto del 26 del mismo
mes, por la grave crisis de abastecimiento, por la tardía
reacción de la Junta de Gobierno de poner bajo un
único mando las diversas milicias, por las rivalidades
entre los propios oficiales republicanos, por el terror
que causan los levantamientos de los esclavos negros
en Barlovento y los valles del Tuy, y finalmente, la
pérdida por insurrección interna del arsenal de
Puerto Cabello —al cuidado en ese momento de
Bolívar— pondrá en jaque a las fuerzas republicanas,
cuyo comando le había sido asignado a Miranda el 23
de abril, obligándolas finalmente a capitular el 24 de
julio de 1812. Seis días más tarde, éste es detenido en
La Guaira por un grupo de jóvenes oficiales —entre
los cuales se encontraba Bolívar— quienes, ante
los sanguinarios desmanes que estaba cometiendo
Monteverde, ahora lo culpaban de haber aceptado
la capitulación. Entregado a los españoles, fue
encerrado en La Guaira, luego en Puerto Cabello, en
el mismo castillo donde habían estado detenidos sus
hombres seis años atrás; después, por el temor de
que fuera liberado, cuando ven avanzar triunfante
a Bolívar desde la Nueva Granada, en lo que se ha
llamado la Campaña Admirable, los realistas deciden
trasladarlo a Puerto Rico y, finalmente, a la prisión de
La Carraca, en Cádiz, donde Miranda morirá olvidado
el 14 de julio de 1816.
Pero las ideas y la bandera de Miranda no
murieron, sino que, por el contrario, se fortalecieron
bajo el empuje y la también admirable constancia
de Bolívar, quien no sólo volvió a hacerla flamear
en Venezuela, una y otra vez, sino que la llevó por
casi todo el continente abriéndole paso a su espada
libertadora.

Más tarde, perdida la II República y mientras


Bolívar se encuentra realizando la campaña de
Guayana, para intentar restablecer nuevamente el
orden republicano, otros patriotas, entre los cuales
estaba Santiago Mariño, intentan establecer un
Gobierno en el nororiente de Venezuela, sobre las
mismas bases federales de 1811. Aunque efímero y
desaprobado por Bolívar, el Congreso que allí logra
instalarse dicta algunos decretos, entre ellos, el de
modificar la bandera de la República, manteniendo
las mismas franjas mirandinas, pero en lugar de la
india sobre la franja amarilla, son colocadas siete
estrellas azules, que representan las siete provincias
que declararon la Independencia en 1811: Caracas,
Barcelona, Cumaná, Margarita, Barinas, Mérida y
Trujillo. Este decreto tiene fecha 12 de mayo de 1817;
es cuando aparecen las estrellas por primera vez.

Poco tiempo después, Bolívar completa la


liberación de la provincia de Guayana y de inmediato
decreta que la misma sea tenida como una provincia
más de la República de Venezuela, cuyas bases está
tratando de consolidar nuevamente. Para sellar esta
incorporación, decreta, el 20 de noviembre de 1817,
en un artículo único, lo siguiente:

A las siete estrellas que lleva la bandera nacional


de Venezuela, se añadirá una, como emblema de la
provincia de Guayana, de modo que el número de
las estrellas será en lo adelante el de ocho.

Dado, firmado de mi mano, sellado con el sello


provisional del Estado y refrendado por el secretario
del Despacho, en el Palacio de Gobierno de la ciudad
de Angostura, a 20 de noviembre de 1817.
Ocho estrellas que la creación, en 1819 de la Gran
República de Colombia en la que se unían en una sola
nación las provincias de Venezuela, Cundinamarca y
Quito, hicieron desaparecer de la bandera tricolor —
que adopta en octubre de 1821, el Congreso General
que se reunió en Cúcuta— en tanto no tenían sentido
dentro de ese gran ensayo integrador republicano. Lo
lamentable fue que disuelta la llamada Gran Colombia
en 1830, las estrellas no fueron retomadas cuando de
nuevo se constituyó la República de Venezuela; tal
vez porque no se quería recordar en ese momento,
el principio federativo que representaban las siete
estrellas iniciales y, mucho menos, la que había
agregado Bolívar, quien en diciembre de ese mismo
año muere abandonado, execrado y traicionado por
los mismos por cuya libertad había consagrado su
vida.

Sin embargo, lo que sí se mantuvo sin variaciones


en el tiempo, fue el amarillo, azul y rojo primigenios de
Miranda, por lo que puede decirse que este tricolor se
ha constituído en el hilo conductor que nos permite
ir desentrañando la trama de nuestra historia, con
sus desacuerdos y contradicciones, con injusticias
y olvidos, con momentos aciagos y momentos
de gloria, ciertamente, pero siempre adelante en
la conquista definitiva de nuestra libertad, en la
reafirmación de nuestra dignidad como pueblo, y en
el ejercicio pleno de nuestra autonomía y de nuestra
soberanía; no dispuestos a hipotecarlas bajo ningún
concepto, ni ante ninguna pretensión imperial, como
bien nos enseñaron esos dos grandes hombres, esos
dos grandes americanos que fueron Miranda y Bolívar,
y que hoy, con la incorporación de la octava estrella
decretada por Bolívar a ésta bandera bicentenaria
que nos legó Miranda, vuelven a unirse para decirle
al mundo que la unidad de la América Latina se
consolida y que en esta tierra no hay cabida sino para
la libertad y para la victoria de la humanidad sobre
cualquier intento de opresión.
Notas
1
AGM, T. III, pp. 138 ss.; Colombeia, T. VI, pp. 200 ss.
2
AGM, T. I, pp. 315-316.
3
Carta de Miranda a Jerôme Pétion, del 26 de octubre de 1792. En
Carlos A. Villanueva, Historia y Diplomacia. Napoleón y la independencia
de América, París, Garnier Frères, 1911, p. 64.
4
Archivo del General Miranda, “Negociaciones”, T. XV, pp. 114-119.
Edición preparada por Vicente Dávila. Academia Nacional de la
Historia, Caracas, 1938. (Colombeia. T. IX, pp. 39-44. Ediciones de la
Presidencia de la República, Caracas, 1988).
5
Ibidem, p. 115.
6
De jure belli, relectiones theologicae (15..).
7
Tractatus de Legibus ac Deo legislatore (15..)
8
“El Colombiano” de Francisco de Miranda. Prólogo de Caracciolo Parra
Pérez. Nota bibliográfica de Pedro Grases. Caracas, Secretaría General
de la Décima Conferencia Interamericana, 1952.
9
En este punto, Miranda da como referencia de John Locke, “Del
Gobierno Civil – art. conquista injusta”, que corresponde al capítulo 3
de Two treatises on government, publicado en 1690. Cf. Archivos, Neg.,
T. XVI, p. 117.
10
James Biggs, Historia del intento de Don Francisco de Miranda para
efectuar una revolución en Sur América. Publicaciones de la Academia

Nacional de la Historia, Caracas, 1950, p. 31.

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