Frente a nosotros est el Estado, escriba, hace ya unos aos, Toni Negri; entre
nosotros, tal vez dentro de nosotros est la forma del dominio. Luchar significa conocer
la monstruosidad del poder. A veces -tal vez siempre-, tambin luchar significa conocer
la monstruosidad de ser nosotros mismos el poder aquel contra el que luchamos, decir
con su palabra nuestro odio a su palabra, llamar discurso nuestro al pobre simulacro
impotente de su discurso. A ver, dejadme que lo piense. Hace tan slo una dcada, un
pensador infinitamente inteligente como Michel Foucault poda escribir que la expresin
historiador marxista es pleonstica, que tan inevitable era el punto de partida en Marx
para todo crtico riguroso de las formaciones discursivas, que su cita explcita misma se
converta en una de esas obviedades, ociosas en un escritor de mnimo buen gusto. Hoy,
cualquier cretino elevado, mediante carn oportunamente adquirido, a las cimas del
Walhala parlamentario, puede permitirse, cmo no, mirar por encima del hombro y
displicente preguntarse: Crisis del marxismo? Qu me dice usted? Si ya nadie habla
siquiera de esas cosas. Es bien sabido: el marxismo est muerto y enterrado. Por fin!
Los campos estn ahora claros: los jvenes lobos al parlamento; el marxismo en el
cementerio. Arriba, cadveres de la tierra!
Como tantas otras cosas, nuestro marxismo estaba formado de la materia de la que
estn hechos los sueos. De cul? Del plomo de la ignorancia, claro. Pero no slo.
Tambin de la pesadilla de la muerte y del anhelo. De alguna certidumbre que no poda
sino aparecernos bajo la mscara de la sote iologa, all en los an no borrados tiempos
tenebrosos. Otra es ahora la pasta de nuestros sueos. Esfumada la revolucin en el
aire, siempre le queda a uno la esperanza de una subsecretara, el gozo discreto de un
vicerrectorado o un rinconcito tibio de consejero terico junto al fuego reconfortante
del poder. Intil, en verdad, por completo, el marxismo para tales funciones. La
paradoja de un marxismo que quiso ser puesto, alguna vez, al servicio de la
recomposicin de la dominacin burguesa, en su variante social-demcrata (la ms
aburrida de todas las posibles), parece haber tocado a su fin. El marxismo no sirve para
nada. Tienen razn: al menos, para nada de eso. La ciencia y el arte de la revolucin
son ociosos para los fieles servidores del Estado.
Gabriel Albiac
[Artculo de opinin publicado en el diario El Pas de Madrid el 5 de abril de 1983]