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Los tiempos para la literatura. Como un prólogo.

Existen diversas circunstancias que llevan a focalizar los


temas o la naturaleza del propio discurso de la literatura y su
interpretación en un punto concreto. O bien, podríamos decir con
sinceridad que también existen “modas literarias” en las que la
tendencia de la escritura y de la edición -y la lectura- hacia según
qué asuntos literarios en ocasiones vienen dados, a veces casi
impuestos, por los hechos históricos o políticos. (Otras veces,
lamentablemente, las “modas literarias” tienen orígenes menos
sustanciales. Quedan al margen ciertos géneros que se mantienen
estables en cualquier época, aunque no siempre del todo libres de
dichas influencias.) Hay, pues, diversos tiempos para la literatura y
su recepción, momentos coyunturales que hacen que determinados
autores estén más presentes, sean más leídos que otros, muchas
veces con justicia, otras, como decimos, el contexto sociopolítico y
cultural impone en cierto modo su presencia, suscitan y
condicionan su lectura, e incluso su interpretación. Este hecho se
acentúa más en el caso de las traducciones, en el que la selección
conduce –no se puede traducir todo, como no se puede ni debe
editar todo- a una restricción mayor, muchas veces fundamentada
también en los hechos históricos o en el momento político en el
que nacen, o renacen en otro idioma. Cuando aquí, en España, se
empezaban a traducir los textos de cierto número de escritores,
sociólogos y filósofos, cuando algunos de ellos se compraban
clandestinamente en ediciones originales o con dudosas
traducciones llegadas de América, por fuerza la literatura estaba
politizada, surtía de juicios, ideas y actitudes contra una dictadura
que también utilizaba su censura para obviar temas no
estrictamente políticos, también los asuntos religiosos que no se
ajustaban a su ideología ortodoxa. Cuando, entonces, las
circunstancias, tendencias y libertades exigían unas lecturas sobre
las que fundamentar las posiciones, ya sean políticas, estéticas,
literarias o sociales, otros textos quedaron camuflados,
desdibujados -hablamos ahora exclusivamente en términos de
Literatura- por esas razones políticas o sociales: se imponía cada
vez más la necesidad de un cambio, las ideas predominaron sobre
las historias sencillas.

André Thérive (1891-1967) vivió en uno de estos tiempos en


los que la literatura tenía ciertos intereses y múltiples lecturas, un
momento en el que Francia conseguía recuperar el peso de la
intelectualidad de Europa y en el que no le faltaban autores
destacados en todos los géneros y escuelas. Desde el affaire
Dreyfus (1894), el debate en Francia, la toma de posiciones que

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tuvo como referente al “asunto” fue prácticamente inevitable en la
vida política del país, prácticamente hasta las movilizaciones y el
caos de siglas del 68, un debate que, por supuesto, se vio reflejado
en el mundo literario. Si intentamos limitarnos al período de
entreguerras hasta la década que sigue al final de la Segunda
Guerra Mundial, entonces encontraremos una serie de autores
cuyas posiciones políticas, críticas o filosóficas han llegado con
más repercusión hasta nuestros días. Después de la Primera Guerra
Mundial, izquierda y derecha compartían el mismo desencanto y
náusea frente al aburguesamiento y mediocridad que les estaba
envolviendo desde todos los ámbitos de la República. Las visiones
del mundo de entonces, incluso cierto lenguaje combativo a la vez
que desesperanzado, eran similares en las novelas de autores tan
distantes ideológicamente como, por ejemplo, Sartre y Drieu La
Rochelle, como recuerda bien Tony Judt en su oportuno libro
Pasado imperfecto. Los intelectuales franceses, 1944-1956
(Madrid, 2007). Había un espacio común que unía a los pensadores
más extremistas, cierto trasfondo anarquista, un “pesimismo
activo” (Bourniquel, Actitudes políticas del escritor francés
contemporáneo, Madrid, 1963) y ánimo crítico a la vez que
destructivo -como se puede ver en algunos aspectos de la
personalidad de Hippolyte Messay, el protagonista y antihéroe del
libro que presentamos, Como un ladrón (1947)-, que enlaza con la
visión modernista y el decadentismo cuya imagen perfecta es la
gran ciudad, París. La participación de la derecha en la vida
intelectual hasta entonces había sido importante. No sólo aquel
Barrès “anti-dreyfusard”, después Charles Maurras, Paul Morand,
Brasillach dejaron su importante rastro, el mismo Drieu era
valorado como intelectual, quizá no demasiado como escritor, y sí
como provocador, a pesar de sus ideas extremas; sólo la “caza” de
los colaboracionistas después de la guerra acabó con este
reconocimiento. Igual de influyentes y respetados –unos más que
otros- fueron otros autores y pensadores católicos conservadores
(Gabriel Marcel) o católicos de izquierdas; es el caso de François
Mauriac, quien llegó a formar parte activa de la Resistencia.

La crítica espiritual en Francia, la necesidad de un giro


drástico y profundo cuyo origen ya está en los pensadores católicos
desde finales del siglo XIX, ha sido señalada en múltiples
ocasiones como una lectura anticipada del existencialismo. A
finales de los años veinte y comienzos de los años treinta del
siguiente siglo, Jaques Maritain o Henri Bremond, como
representantes de cierta modernidad estética católica,
contribuyeron a la relación entre el pensamiento existencial y el del
humanismo cristiano. (Del mismo modo que el círculo literario
nacionalista francés de la época suscitó cierta crítica literaria, como
la del propio André Thérive, y la obra de algunos escritores y
determinados aspectos filosóficos o políticos de éstos, como Henry
de Montherlant, Jean Paulhan, Jouhandeau, o el propio T. S. Eliot,
quienes reconocieron la influencia del citado Maurras -editor y

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fundador del periódico L'Action Française- en sus diferentes
estilos.) Se encuentran, recordamos, ciertos aspectos de la
escatología cristiana en las posiciones existencialistas que tanto
iban a determinar la literatura y sus personajes -héroes o
antihéroes-, así como del pensamiento posterior, en las novelas de
aquellos autores situados mucho más a la izquierda -los
circunscritos a aquel “círculo encantado” (Judt), los que al final se
impusieron en la rive gauche: Sartre, Camus, Simone de Beauvoir,
Gide, Malraux, etc.-, desde el enfoque de un escepticismo
racionalista más concreto, frente a la búsqueda de soluciones desde
la espiritualidad de aquellos otros más cercanos a posiciones
conservadoras, injustamente marginados como autores desde
entonces por los acontecimientos; a veces también considerados
como escritores “menores” frente a aquellos otros citados, los
“vencedores”. Paul Morand, Drieu, Georges Duhamel, Marcel
Arland, Thérive, entre otros, vivieron ese momento excluyente –
Céline sí consiguió destacar y ponerse a la altura de “los de
enfrente”, aunque le llevó un tiempo y no poca angustia por su
condición de colaboracionista-, pero no por ello, creemos, se les
puede considerar del todo “menores”, o no “menores” a todos
aquellos otros mencionados.

André Thérive fue lingüista, prologuista, crítico en Les


Temps, “querellista” y, sobre todo, un destacado conocedor de la
literatura francesa y de lo más importante que constituye cualquier
literatura, su lenguaje. Su obra es muy amplia, tanto en crítica
literaria o lingüística (Opinions littéraires, Le français, langue
morte?, Du siècle romantique, etc.), como en narrativa ( La
revanche, Sans ame, L'homme fidèle, Le plus grand péché, Coeurs
d´occasion, etc.). Su respuesta al aburguesamiento, a la falta de
espacio para el espíritu y el reflejo de esta falla en la literatura fue
la creación, en 1929, junto a Léon Lemonier, de la “Escuela
populista”, un movimiento que nacía -en dos manifiestos
publicados en L’OEuvre, en 1929 y 1930, respectivamente- con la
intención de acabar con la literatura que consideraban
“aristocrática”, es decir, una literatura falsamente cercana a las
inquietudes y los problemas del pueblo, escrita desde el punto de
vista del intelectual encumbrado y distante de la gente común. De
este modo, se enfrentaron directamente al cientificismo
materialista de Zola, a todo el Naturalismo y su lenguaje pasado de
moda. Rechazaban el nihilismo determinista de éstos, su actitud
pesimista sin que aportara solución alguna, para lo cual abogaban
por cierta espiritualidad de las cosas y de las personas, y pretendían
dotar a dicha espiritualidad narrada de un tono pausado, tranquilo,
muy diferente a los excesos batalladores de los escritores de
entonces, quienes se habían olvidado, según estos nuevos
“populistas”, de la verdadera vida interior de la gente. Se
comenzaba a exigir un humanismo en las letras, cuyos personajes,

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modelos e incluso artífices fueran los obreros, pasantes, profesores,
sacerdotes de pequeñas parroquias o pueblos, que deciden romper
un día con cualesquiera sean sus orígenes y mezclarse con el
pueblo para vivir una existencia común, cercana al obrero, en
busca de la autenticidad de ese sacrificio (se menciona el caso de
Simone Weil como ejemplo de este acercamiento, quien dejó la
docencia en un Liceo para trabajar de modo provisional en una
fábrica de Renault como obrera fresadora, después en la
agricultura).
A su vez, intentaron marcar las diferencias entre el pueblo y
la visión populachera de aquellos otros que escribían con placidez
y comodidad, desde sus acogedores hogares, sobre las cuitas y los
entresijos psicológicos de sus personajes presuntamente comunes,
visiones intelectualizadas de las personas y sus problemas, un
modo de enfrentarse a la descripción de un pueblo que
consideraban falso y confuso. Tal fue su intención de reaccionar a
este tipo de literatura que en 1931 decidieron dar un premio anual
(el Premio de Novela Populista, todavía vigente), a la novela que
mejor se adscribiera a su manera de ver la literatura. Algunos
autores muy destacados llegaron a ganar el premio, entre ellos
Jules Romains, Louis Gilloux, Jean-Pierre Chabrol, Christiane
Rocheford, Henri Troyat e incluso Jean-Paul Sartre, en 1940, con
La náusea. La aportación verdadera de este premio para la
literatura francesa, más que la auténtica sumisión de los
participantes a las pretendidas reglas de la literatura populista –en
verdad muy difíciles de delimitar e incluso contradictorias a la hora
de llevarlas a cabo-, fue que algunos de estos autores, la mayoría
desconocidos, fueron premiados cuando aún tenían que escribir
sus mejores obras, es decir, resultó ser un premio que descubría las
virtudes de autores que, en realidad, todavía estaban por hacerse y
que, en casos muy destacados, como los citados más arriba,
llegaron a ser más adelante autores importantes en el canon de la
literatura francesa. Esta misma “escuela populista” fue señalada
como burguesa, precisamente por una nueva escuela, la
“proletaria” (más cercanos al concepto de Henri Lefevre de
populismo -con relación a lo cotidiano- en cuanto que obrerismo),
que reivindicaba los mismos derechos, su autenticidad de cara al
pueblo (los populistas no veían necesario que el populismo debiera
ser escrito para el pueblo y por el pueblo, como tampoco creían en
la novela de tesis o de intenciones políticas), y la necesidad de
dirigirse al obrero; así comenzaba la literatura de partido que,
desde posiciones comprometidas, terminó cayendo en la
propaganda y fiel a las consignas totalitarias de izquierdas.

Hoy el término “populista” no significa lo que entonces. Se


ha degradado, se usa en tono despectivo, y ha terminado siendo,
sobre todo en términos políticos –por mucho que aquellos primeros
populistas franceses quisieran escapar de su implicación
ideológica-, producto de una corriente de intereses concretos,
también aplicable a la cultura y lo que se ha dado a denominar

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“cultura popular” (John Street, Política y cultura popular, Madrid,
2000): la expresión del gusto del pueblo, hoy ya muy lejos de lo
que entendieron Thérive y Lemonier como la necesidad de
encontrar esa expresión y ese gusto.

Ubicar Como un ladrón en todas estas teorías, escuelas y


tendencias no es fácil, a pesar de que André Thérive fuese mentor
de algunas de sus premisas. En su protagonista encontramos
numerosas tesis, afirmaciones, referencias y guiños que se dan en
muchas novelas a las que él mismo también llamaba algo
despectivamente “intelectuales”. Aunque sea como crítica a esos
personajes nihilistas, a aquellas novelas desgarradoras y
pesimistas, la posición del autor permanece, y en ella encontramos
sugerentes aspectos que luego veríamos en el existencialismo más
delimitado y menos espiritualizado, por decirlo así. Si el
argumento parece sencillo, el desarrollo a lo largo de la novela del
antihéroe Hippolyte Messay es extraordinariamente complejo. Su
resentimiento, sus invectivas a todo y a todos, sus digresiones,
monólogos, llamadas de atención al posible lector, su existencia
equívoca, nos recuerdan al protagonista de las Memorias del
subsuelo de Dostoievski y, con él, al propio Unamuno, huraño y de
agónica existencia. Es fácil entonces ver –con estos compañeros de
viaje- que si algo define esta novela de Thérive es la implicación
del autor contra el nihilismo, y en su caso particular también contra
el positivismo activo. Las analogías con el “hombre del subsuelo”
serían demasiadas como para desarrollar aquí: la tradición del
empleado aburrido, el soliloquio –dialogismo-, la incapacidad para
alcanzar un fin, la existencia misma como problema único, cierto
tono arrogante del protagonista, la condición de antihéroe –que se
repetirá a lo largo de la literatura del existencialismo y a quien
Camus será un experto en dibujar-, la intriga en los
acontecimientos, etc. Incluso el mismo tono narrativo, sobre todo
en los primeros capítulos de la novela, es claramente
dostoievskiano. De la misma manera, Messay/Thérive compartiría
algunos rasgos comunes -como una triangulación en la que los tres
autores estarían implicados-, con Unamuno y su crítica al
materialismo, a la lógica y al racionalismo del “dos más dos”, a la
fe impuesta y dogmática, la apelación al otro, la visión del trabajo
como algo fútil si no va acompañado de un crecimiento espiritual,
la necesidad de voluntad y acción, y, sobre todo, la necesidad de
una certeza, de una inmortalidad (“eternismo”, diría Curtius)
vinculada al “yo” existencial, el instinto vital. También hay algo
del estilo unamuniano en ese cierto tono de predicador,
confesional, las abundantes interjecciones, las paradojas, la
similitud con el lenguaje hablado en los soliloquios o monólogos
en los que se dirige a quien quiera que le lea, o no se sabe a quién.

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Donde Dostoievski y Unamuno parecen dubitativos al
resolver sus novelas, las conclusiones de su trayectoria espiritual e
ideológica, Thérive elige poner un “sí” bastante más rotundo que el
de los anteriores a su punto y final; en cualquier caso, parece que
los tres están de acuerdo en que, al final, lo importante es vivir,
heroica o antiheroicamente, e intentar lograr un futuro mejor, ser
“el héroe en un mundo en el que la existencia precede a la esencia
y donde, en el presente, uno está abandonado” (Kermode, El
sentido de un final. Estudios sobre la teoría de la ficción,
Barcelona, 1983). En esta novela, el final, o cómo lo resuelve el
autor, no es tan importante, no tanto en cuanto a todo un discurso
narrativo anterior, bastante más complejo. “Los finales son sólo
finales cuando no son negativos, cuando transfiguran francamente
aquellos hechos a los que eran inmanentes”, afirma de nuevo
Kermode; el final de Como un ladrón es fiel a las convicciones
espirituales de André Thérive. Un final, pues, positivo pero,
paradójicamente -y si creyésemos en las conclusiones del autor- es,
o debería de ser, un final donde algo nuevo dé comienzo.

Prólogo a la novela Como un ladrón, de André Thérive

José Antonio Vázquez


joseantonio_vazquez@wanadoo.es

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