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tuvo como referente al “asunto” fue prácticamente inevitable en la
vida política del país, prácticamente hasta las movilizaciones y el
caos de siglas del 68, un debate que, por supuesto, se vio reflejado
en el mundo literario. Si intentamos limitarnos al período de
entreguerras hasta la década que sigue al final de la Segunda
Guerra Mundial, entonces encontraremos una serie de autores
cuyas posiciones políticas, críticas o filosóficas han llegado con
más repercusión hasta nuestros días. Después de la Primera Guerra
Mundial, izquierda y derecha compartían el mismo desencanto y
náusea frente al aburguesamiento y mediocridad que les estaba
envolviendo desde todos los ámbitos de la República. Las visiones
del mundo de entonces, incluso cierto lenguaje combativo a la vez
que desesperanzado, eran similares en las novelas de autores tan
distantes ideológicamente como, por ejemplo, Sartre y Drieu La
Rochelle, como recuerda bien Tony Judt en su oportuno libro
Pasado imperfecto. Los intelectuales franceses, 1944-1956
(Madrid, 2007). Había un espacio común que unía a los pensadores
más extremistas, cierto trasfondo anarquista, un “pesimismo
activo” (Bourniquel, Actitudes políticas del escritor francés
contemporáneo, Madrid, 1963) y ánimo crítico a la vez que
destructivo -como se puede ver en algunos aspectos de la
personalidad de Hippolyte Messay, el protagonista y antihéroe del
libro que presentamos, Como un ladrón (1947)-, que enlaza con la
visión modernista y el decadentismo cuya imagen perfecta es la
gran ciudad, París. La participación de la derecha en la vida
intelectual hasta entonces había sido importante. No sólo aquel
Barrès “anti-dreyfusard”, después Charles Maurras, Paul Morand,
Brasillach dejaron su importante rastro, el mismo Drieu era
valorado como intelectual, quizá no demasiado como escritor, y sí
como provocador, a pesar de sus ideas extremas; sólo la “caza” de
los colaboracionistas después de la guerra acabó con este
reconocimiento. Igual de influyentes y respetados –unos más que
otros- fueron otros autores y pensadores católicos conservadores
(Gabriel Marcel) o católicos de izquierdas; es el caso de François
Mauriac, quien llegó a formar parte activa de la Resistencia.
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fundador del periódico L'Action Française- en sus diferentes
estilos.) Se encuentran, recordamos, ciertos aspectos de la
escatología cristiana en las posiciones existencialistas que tanto
iban a determinar la literatura y sus personajes -héroes o
antihéroes-, así como del pensamiento posterior, en las novelas de
aquellos autores situados mucho más a la izquierda -los
circunscritos a aquel “círculo encantado” (Judt), los que al final se
impusieron en la rive gauche: Sartre, Camus, Simone de Beauvoir,
Gide, Malraux, etc.-, desde el enfoque de un escepticismo
racionalista más concreto, frente a la búsqueda de soluciones desde
la espiritualidad de aquellos otros más cercanos a posiciones
conservadoras, injustamente marginados como autores desde
entonces por los acontecimientos; a veces también considerados
como escritores “menores” frente a aquellos otros citados, los
“vencedores”. Paul Morand, Drieu, Georges Duhamel, Marcel
Arland, Thérive, entre otros, vivieron ese momento excluyente –
Céline sí consiguió destacar y ponerse a la altura de “los de
enfrente”, aunque le llevó un tiempo y no poca angustia por su
condición de colaboracionista-, pero no por ello, creemos, se les
puede considerar del todo “menores”, o no “menores” a todos
aquellos otros mencionados.
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modelos e incluso artífices fueran los obreros, pasantes, profesores,
sacerdotes de pequeñas parroquias o pueblos, que deciden romper
un día con cualesquiera sean sus orígenes y mezclarse con el
pueblo para vivir una existencia común, cercana al obrero, en
busca de la autenticidad de ese sacrificio (se menciona el caso de
Simone Weil como ejemplo de este acercamiento, quien dejó la
docencia en un Liceo para trabajar de modo provisional en una
fábrica de Renault como obrera fresadora, después en la
agricultura).
A su vez, intentaron marcar las diferencias entre el pueblo y
la visión populachera de aquellos otros que escribían con placidez
y comodidad, desde sus acogedores hogares, sobre las cuitas y los
entresijos psicológicos de sus personajes presuntamente comunes,
visiones intelectualizadas de las personas y sus problemas, un
modo de enfrentarse a la descripción de un pueblo que
consideraban falso y confuso. Tal fue su intención de reaccionar a
este tipo de literatura que en 1931 decidieron dar un premio anual
(el Premio de Novela Populista, todavía vigente), a la novela que
mejor se adscribiera a su manera de ver la literatura. Algunos
autores muy destacados llegaron a ganar el premio, entre ellos
Jules Romains, Louis Gilloux, Jean-Pierre Chabrol, Christiane
Rocheford, Henri Troyat e incluso Jean-Paul Sartre, en 1940, con
La náusea. La aportación verdadera de este premio para la
literatura francesa, más que la auténtica sumisión de los
participantes a las pretendidas reglas de la literatura populista –en
verdad muy difíciles de delimitar e incluso contradictorias a la hora
de llevarlas a cabo-, fue que algunos de estos autores, la mayoría
desconocidos, fueron premiados cuando aún tenían que escribir
sus mejores obras, es decir, resultó ser un premio que descubría las
virtudes de autores que, en realidad, todavía estaban por hacerse y
que, en casos muy destacados, como los citados más arriba,
llegaron a ser más adelante autores importantes en el canon de la
literatura francesa. Esta misma “escuela populista” fue señalada
como burguesa, precisamente por una nueva escuela, la
“proletaria” (más cercanos al concepto de Henri Lefevre de
populismo -con relación a lo cotidiano- en cuanto que obrerismo),
que reivindicaba los mismos derechos, su autenticidad de cara al
pueblo (los populistas no veían necesario que el populismo debiera
ser escrito para el pueblo y por el pueblo, como tampoco creían en
la novela de tesis o de intenciones políticas), y la necesidad de
dirigirse al obrero; así comenzaba la literatura de partido que,
desde posiciones comprometidas, terminó cayendo en la
propaganda y fiel a las consignas totalitarias de izquierdas.
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“cultura popular” (John Street, Política y cultura popular, Madrid,
2000): la expresión del gusto del pueblo, hoy ya muy lejos de lo
que entendieron Thérive y Lemonier como la necesidad de
encontrar esa expresión y ese gusto.
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Donde Dostoievski y Unamuno parecen dubitativos al
resolver sus novelas, las conclusiones de su trayectoria espiritual e
ideológica, Thérive elige poner un “sí” bastante más rotundo que el
de los anteriores a su punto y final; en cualquier caso, parece que
los tres están de acuerdo en que, al final, lo importante es vivir,
heroica o antiheroicamente, e intentar lograr un futuro mejor, ser
“el héroe en un mundo en el que la existencia precede a la esencia
y donde, en el presente, uno está abandonado” (Kermode, El
sentido de un final. Estudios sobre la teoría de la ficción,
Barcelona, 1983). En esta novela, el final, o cómo lo resuelve el
autor, no es tan importante, no tanto en cuanto a todo un discurso
narrativo anterior, bastante más complejo. “Los finales son sólo
finales cuando no son negativos, cuando transfiguran francamente
aquellos hechos a los que eran inmanentes”, afirma de nuevo
Kermode; el final de Como un ladrón es fiel a las convicciones
espirituales de André Thérive. Un final, pues, positivo pero,
paradójicamente -y si creyésemos en las conclusiones del autor- es,
o debería de ser, un final donde algo nuevo dé comienzo.