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Conferencia Alfonso Carlos Bolado:

“Democracia y Hecho religioso: los casos del islam y el cristianismo”


Seminario Islam y Occidente: un encuentro cultural.
Universidad de Almería, Febrero 2010.

Quiero comenzar por una confesión personal, que creo que es pertinente ante un
tema como este, y es que yo soy creyente. Creo que no existe ningún ser superior al ser
humano, que éste es el responsable único y último de su existencia, en los planos
individual y colectivo, y que tampoco hay ninguna trascendencia distinta, parafraseando
a Jorge Manrique, del consuelo que deje nuestra memoria. Sin desdeñar otras
aproximaciones al tema que nos ocupa, considero que esta actitud, digamos filosófica,
es la más adecuada para reflexionar con el debido distanciamiento sobre él, al no tener
las servidumbres psicológicas y morales (no en el sentido kantiano de la palabra, sino en
el revelado) que forman parte del pensamiento religioso. Con esto no quiero decir que
un creyente no sea capaz de superar los condicionantes de su religión, que muchas veces
sí lo es, e incluso de llegar a conclusiones sumamente coherentes con los valores de la
modernidad, sino que, como tal creyente, no puede dejar a la divinidad al margen de su
discurso.
Abordar este tema, el de democracia, religión e interrelaciones entre ambas, plantea
una primera dificultad: la de establecer a qué nos referimos cuando usamos tales
términos. A ello me gustaría dedicar un rato, sin ninguna intención, ni de agotar el tema
ni de establecer una teoría sobre él, sino simplemente acotar el campo semántico de
nuestro análisis; es decir, a qué nos referimos cuando los usamos.
Al menos hay una cosa en la que democracia y religión coinciden: ambas se elaboran
colectivamente pero se asumen privadamente. Eso quiere decir que ambas construyen
sistemas de valores y que éstos orientan los comportamientos y las actitudes
individuales. Esta cuestión es muy importante para deslindar los campos –público y
privado- en que se desenvuelven para la religión como la democracia.
Comencemos por esta última. Con este término entendemos un sistema de organización
política que, para favorecer el pleno despliegue de las capacidades humanas, asegura
una serie de derechos sociales (libertades de asociación, reunión, prensa y acción
colectiva), políticas (igualdad jurídica, capacidad de ser elector o elegible para cualquier
puesto) e individuales (libertades de pensamiento, conciencia y expresión). El sistema
democrático implica asimismo una serie de instrumentos políticos como son la primacía
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de la ley, un parlamento, elegido por sufragio universal, la separación de poderes y la
revocabilidad de los cargos públicos. No se trata de una lista exhaustiva, pero sí
indicativa del amplio campo de libertades individuales y colectivas que debería
asegurar la democracia. Para lo que nos ocupa, una de las consecuencias de la igualdad
jurídica y social, así como de las libertades de conciencia y de asociación es que el
estado debe aceptar y respetar todas las creencias religiosas, práctica cuya
manifestación más coherente es la laicidad.
La vertiente individual de la democracia, que se retroalimenta con la colectiva y solo es
separable a efectos de análisis, implica la creencia en la plena libertad y dignidad de
cada ser humano, lo cual le hace igual y distinto a los otros y significa el ejercicio de
virtudes como la tolerancia, el respeto y el servicio a la comunidad. Por supuesto,
ninguna constitución puede decir, como la de Cádiz que "todos los españoles han de ser
justos y benéficos", sino que tales virtudes forman parte del acervo moral de la
democracia y que forman parte de su cultura. Así lo definió el pensador católico Jacques
Maritain:

Lo adquirido por la conciencia profana... es el sentido de la igualdad natural entre los hombres y
de la igualdad relativa que la justicia debe crear entre ellos, así como la convicción de que por
medio de las desigualdades funcionales...la igualdad debe restablecerse a un nivel más elevado...

Naturalmente, la exposición que se ha hecho anteriormente es ideal. En la práctica


existen numerosos tipos de democracia que llevan a cabo restricciones de mayor o
menor importancia de las libertades en función de valores que suponen superiores,
como la seguridad o la estabilidad de los gobiernos; incluso se puede llegar a
verdaderos casos de prevaricación legal. La ingeniería electoral en aspectos como el
reparto de escaños, el diseño de las circunscripciones..., así como la conversión de los
partidos en máquinas de captación de votos, la gregarización de las relaciones sociales a
través de los medios de información y su manipulación, como consecuencia indeseada
de la individualización de la persona, lo que quiere decir que cada individuo tiene valor
por sí y no como miembros de una raza, sexo, religión familia o casta. Esta
individualización es el requisito básico de la democracia, y con las que se ha citado
anteriormente, significa otra de las tantas amenazas a la democratización de las
sociedades.

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Una última acotación: no debe confundirse la democracia con el liberalismo; la
democracia supone la ampliación del sistema de derechos individuales y colectivos al
conjunto de la sociedad y el establecimiento de mecanismos que favorezcan la igualdad
de oportunidades. Tampoco debe confundirse la democracia con los sistemas pre
liberales de representación política. Por mucho que un Martínez Marina, por ejemplo,
tratara de demostrar que las Cortes de Cádiz eran herederas de las Cortes medievales
castellanas. Éstas, ni por su función, su composición o competencias tenían nada que
ver con los parlamentos modernos; lo mismo cabría decir de la shura islámica; aunque
es preciso reconocer que muchas veces los autores no trataban sino de dar lustre a
instituciones nuevas con el prestigio de la tradición. Las instituciones democráticas y la
filosofía que las sustenta surgen, o bien del parlamentarismo anglosajón (británico y
estadounidense) a partir de la Revolución Gloriosa inglesa de fines del siglo XVII y las
profundas transformaciones que produjo a lo largo del siglo XIX, o bien de la
experiencia revolucionaria francesa, tanto la de 1789 como las de 1830 y 1848, y las
reflexiones de Locke, Rousseau, Tocqueville y otros muchos, hasta llegar el
democratismo de Stuart Mill.
Tan resbaladizo como el concepto de democracia es el de religión. Como dice el título
de esta intervención, nos referiremos a dos religiones reveladas, el islam y el
cristianismo en sus distintas vertientes, aunque haremos hincapié en el catolicismo, no
porque sea la "religión verdadera", como en el chiste del ateo, sino porque es la más
próxima a nuestra experiencia.
Por religión entendemos dos cosas: un sistema de creencias que se supone interpretan
la voluntad de una divinidad, entendida como una entidad espiritual superior a los seres
humanos, para ordenar la existencia con vistas a una economía de la salvación y
también una institución, la Iglesia, que a través de una serie de dogmas y ritos asegura la
mediación entre la divinidad y los seres humanos, además de orientar y ayudar a estos a
cumplir con sus responsabilidades hacia ella.
Es difícil saber hasta qué punto el monoteísmo –que es la base dogmática de las
religiones reveladas, las cuales consideran esa adquisición como el inicio del tiempo de
Dios- significó un avance para la humanidad (fundamentalmente mediterránea y
después occidental); sin embargo no deja de ser peculiar que su surgimiento, como
religión tribal de un pueblo de pastores, coincidiera con el florecimiento de la
civilización clásica, politeísta en religión, y que su desarrollo estuviera ligado al fin de
esta. De hecho, fue el pensamiento clásico (Platón en san Agustín, Aristóteles en Tomás

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de Aquino), muchas veces transmitido a través de los creyentes de otra gran religión
monoteísta, los musulmanes, el que vivificó el cristianismo y le dio altura filosófica,
aunque la parte más sustancial del legado filosófico y científico clásicos no se recuperó
hasta la baja Edad Media. Podría decirse, pues, que si el despliegue teórico del
cristianismo y del islam debe mucho al pensamiento clásico, también ambas religiones,
a través de sus estructuras eclesiales, acabaron entorpeciendo, cuando no liquidando, la
reflexión e incluso los avances científicos y sociales hasta fechas relativamente
recientes.
¿Significa esto que existe alguna incompatibilidad entre religión y democracia,
entendiendo ésta como producto de la modernidad en su vertiente política? Cualquier
respuesta sería parcial. Por un lado, si bien el creyente, en su fuero personal, no se
sentirá aludido pues sus creencias están salvaguardadas por la libertad de conciencia,
la institución eclesiástica puede, y de hecho así ha sucedido y sucede, sentir que la
democracia limita o anula sus privilegios históricos –de eso se hablará a continuación- y
elevar esa condición a nivel teórico con argumentos del tipo: "Se pretende suplantar la
voluntad de Dios por la de los hombres". Esta es una pregunta que necesario había que
repetirse al hablar del cristianismo y del islam.
Sin embargo, y partiendo de la idea de que se trata de una construcción social, veremos
que en la práctica los grandes principios han ido evolucionando a medida que
manifestaban su inadecuación a nuevas realidades sociales y filosóficas. Y ello debido a
que, como dice Patrick Collinson en su libro La Reforma:

De la totalidad del mensaje religioso, los creyentes y los practicantes seleccionan aquellos
elementos que son o les parecen relevantes para sus necesidades. Las ideas por sí solas no son
útiles para ninguna finalidad social hasta que se orientan hacia algún tipo de resultado práctico.

Dos ejemplos de lo que dice Collinson, referidos al controvertido tema de la violencia


religiosa: el mismo Jesucristo que es considerado el profeta de la paz dijo, según el
evangelista Matías (10, 34-36): "No he venido a traer la paz, sino la espada...y serán
enemigos del hombre sus propios domésticos". El Corán, por su parte, tiene suras
manifiestamente pacifistas o, al menos, misericordiosas con el vencido (como la famosa
aleya "No cabe coacción en religión" (2, 256) junto a otras, como la 9, 73: "¡Profeta!
Combate a los infieles y los hipócritas. Sé duro con ellos...".

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En cada momento histórico, la Iglesia hará hincapié en unas u otras, en función de que
sean "relevantes para sus necesidades", siguiendo los términos de Collinson: es evidente
que la jerarquía eclesiástica española durante la Guerra Civil no tenía la misma
percepción de la violencia que la actual, del mismo modo que Bin Laden tampoco la
tiene con relación a muchos musulmanes moderados. En realidad las fuentes de la
violencia político religiosa se encuentran en otro lugar: el monoteísmo es violento
porque surgió en una época violenta, en la que el recurso a la fuerza más extrema, a
través de la conquista e incluso la eliminación del contrario tenían su justificación
teórica en la superioridad de la propia religión, léase del propio dios en sus distintas
denominaciones, lo que condena a los otros dioses a la categoría de aberraciones de la
mente. Incluso el propio Víctor Hugo llegó a decir, hablando de la victoria de Navarino
frente a los otomanos:

¡Ah, sí, es una victoria! África derrotada


El verdadero Dios hundiendo bajo sus plantas al falso profeta...

En ese sentido, el fanatismo no es un producto del monoteísmo o del pensamiento


religioso en general, pero sí es un riesgo de todo pensamiento que se basa en la absoluta
primacía de una idea tan fuerte que llega a considerarse imposible de compaginar con
otras La Biblia es ejemplar en ese sentido: Jehová no solo es violento; es un verdadero
genocida, además de injusto, cruel y vengativo; el cristianismo matiza la Biblia con
elementos de paz, pero quizá se deban, al menos en parte, a su absoluta inferioridad
militar respecto al Imperio romano y a la laxitud de su organización en los primeros
tiempos; en cuanto contó con el apoyo imperial y se dotó de una estructura jerarquizada,
se mostró tan cruel como las otras religiones; por ejemplo, en la cruzada contra los
albigenses o, incluso antes, en la persecución de las disidencias; en el caso del islam, su
desarrollo y expansión se produjo directamente por las armas.

Así pues, desde este punto de vista, la postura de la religión respecto a la democracia
estará menos en relación con valores doctrinales que con la evolución intelectual de la
sociedad y las transformaciones materiales que le sirven de base. Vamos a tratar de
exponer cómo se interrelacionan democracia y cristianismo a partir de estos criterios.
A diferencia del islam, el cristianismo tuvo clara desde el principio la separación entre
el Estado y la Iglesia. El origen de esa separación no está tanto en el abusivamente

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citado "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios", que no es más que
una sagaz salida ante una pregunta envenenada, como en el hecho de que su surgimiento
y expansión se produjo en un marco estatal bien constituido. Fue esta situación la que
dio lugar a las teorías de la Civitatis Dei y la Civitatis terrena de san Agustín y a la
polémica doctrinal y política conocida como querella de las investiduras, en la que se
dirimía la primacía entre el poder eclesiástico y el político. En el siglo XIII Marsilio de
Padua argumentaba la idea de la separación de Iglesia y Estado con la frase evangélica
"Mi reino no es de este mundo". La Reforma separó los rumbos de los países
protestantes y los católicos, aunque, como se dijo anteriormente, vamos a centrarnos en
estos últimos.
Si en los países protestantes anglosajones se produjo una evolución política particular
que llevó a la derrota del absolutismo de derecho divino en un largo proceso que
culminó con la Revolución Gloriosa, en los católicos siguió existiendo un sistema que
podría denominarse de simbiosis entre Iglesia y Estado: la primera legitimaba al poder y
ejercitaba el control social y el segundo le garantizaba su papel de proveedor de
ideología, así como sólidos beneficios materiales. Eso explica la tajante oposición de la
Iglesia a las ideas liberales y a las transformaciones políticas que provocó la Revolución
Francesa, no solo en Europa, sino también en la América colonial. Por supuesto, el fin
del poder absoluto de los monarcas arrastraría el fin de los privilegios materiales y
espirituales de la Iglesia.
Así pues, entre los ásperos enfrentamientos que se produjeron en el siglo XIX uno fue
el de los regímenes liberales, y posteriormente democráticos, y la Iglesia en los países
católicos. Una vez asegurada la hegemonía del liberalismo político, es decir, el fin del
absolutismo monárquico, la piedra de toque fue el problema del laicismo o, por decirlo
de otra manera, los privilegios de la Iglesia en el ámbito social y moral, más que en el
político: presencia pública, influencia en un sentido conservador e incluso reaccionario
a través del control de las costumbres o la proximidad institucional al poder, educación
(no solo religiosa, sino también moral e incluso científica). En algunos casos como el
español, el ataque a la base material de la Iglesia a través de las desamortizaciones creó
importantes fisuras. Asimismo, buena parte de las guerras entre liberales y
conservadores en América Latina pueden explicarse desde esta óptica, como en los
casos de las luchas entre liberales y conservadores en Colombia o las causadas por las
leyes de Reforma en México.

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A partir de 1831, cuando la constitución belga instituyó la separación entre Iglesia y
Estado, la victoria liberal resultó inexorable. Así lo refleja un panfleto integrista
titulado El liberalismo es pecado, escrito en una fecha tan tardía como 1884, del padre
Félix Sardà: "¡Tristísima señal cuando la infección está de tal suerte en la atmósfera
que, por la costumbre, no la perciben ya la mayor parte de los que la respiran!". El padre
Sardà tomaba nota de una situación bastante consolidada a pesar de las prohibiciones
papales, como las encíclicas Mirari vos de Gregorio XVI (1832) o Quanta cura de Pío
IX (1864), contra los "monstruosos delirios...con grandísimo daño de las almas y la
sociedad".
La encíclica Mirari vos hace referencia muy concretamente referencia a la libertad de
imprenta y a la "rebeldía contra el poder" e insta a los príncipes a que "...piensen que se
les ha dado la autoridad para defender a la Iglesia...que redundará en beneficio de su
poder y autoridad". El Syllabus, especie de apéndice de de la Quanta cura, es un "Índice
de los principales errores de nuestro siglo", entre los que se cuentan el panteísmo y el
racionalismo absoluto, el racionalismo moderado, el ondoferentismo, el socialismo y las
sociedades "clerical-liberales", la superioridad de la legislación civil, el abandono de la
moral "natural y cristiana" o el liberalismo.
Sin embargo, casi paralelamente, hubo una corriente católica liberal, muy relacionada
con el romanticismo y que no debe confundirse con el catolicismo social al estilo de
Lammenais, antiliberal por su posición crítica hacia los abusos del capitalismo burgués
liberal de la época (su obra Palabras de un creyente aún sorprende por su modernidad).
Hubo una reivindicación romántica del catolicismo, cuyo máximo exponente es El
genio del cristianismo de Chateaubriand, pero que llegó a escritores próximos al a la
democracia, como Espronceda: "... el cristianismo alzo la voz y gritó a los hombres:
¡Igualdad! ¡Fraternidad!". Un eco lejano de la tesis de Jacques Maritain en su obra
Cristianismo y democracia: "... la democracia está ligada al cristianismo y el empuje
democrático surgió en la historia humana como una manifestación temporal de la
inspiración evangélica". También Mazzini, al que su militancia nacionalista italiana y su
pasado carbonario le enfrentaban al papado, afirmaba: "Religión y política son
inseparables. Sin religión, la ciencia política no puede sino crear despotismo y
anarquía". Idea que ya aparece prefigurada en el cuáquero del siglo XVIII William Penn
(el fundador de la colonia de Pennsylvania): "La religión es el refugio del hombre frente
a la tiranía". Aunque el autor que más coherentemente reivindicó la simbiosis entre

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democracia y religión fue Charles de Montalembert (1810-1870) en su obra De los
intereses católicos en el siglo XIX;

Aunque todos los hombres de estado y todos los pueblos conviniesen en repudiar el sistema
representativo, los católicos no podrían hacerlo sino con la más negra ingratitud; pues de todos los
regímenes, el representativo es, en los tiempos modernos, el que ha hecho al catolicismo más bien
y menos mal. Bajo el gobierno parlamentario... la Iglesia tiene otra cosa mejor que el poder: tiene
derechos.

Con menos radicalidad, las ideas liberales se habían instalado en la práctica a lo largo
del siglo, como, en su tono apocalíptico, afirmaba el sacerdote Sardà; incluso asoma en
la pugna entre las dos líneas del tradicionalismo español, unos de los países en los que
la influencia de la Iglesia ha sido más intensa; así lo refleja un folleto anónimo de 1885
titulado Integrismo o oportunismo.... causas y fundamentos de la división de los
católicos en España. El anónimo autor del folleto, seguramente de la escuela pragmática
de Balmes trataba de encontrar una vía intermedia entre las dos ramas del carlismo, las
que representaban el ultramontano Cándido Nocedal y Pidal y Mon. Así afirma a modo
de conclusión: "Queremos un monarquismo templado y limitado, un liberalismo
puramente político en oposición al absolutismo...". "El catolicismo ama lo mejor, pero
la Iglesia acepta lo posible." "Las corrientes democráticas prosperan, y quién sabe si
todos habremos de vivir con ellas". Todas estas frases ponen de manifiesto una
aceptación, aunque sea á contrecoeur de las nuevas tendencias.
Estas actitudes, y la propia evolución de la sociedad, llevó a la aparición de los partidos
confesionales, de raigambre católica, pero dispuestos a implicarse con tales señas de
identidad en la política. El primero de ellos fue el Partido Popular Italiano, fundado en
1918 por Dom Sturzo, que dijo: "[El PPI]...ha nacido como partido no católico
aconfesional, como un partido con un fuerte contenido democrático, que se inspira en la
idealidad cristiana, pero que no toma la religión como elemento de diferenciación
política". Este Partido Popular es el antecedente del Demócrata Cristiano y encontró
émulos en todos los países europeos, generalmente situados en la derecha del espectro
parlamentario, aunque con un cierto sesgo social, seguramente derivado de la tradición
del catolicismo social. Es pertinente decir que esta es la misma actitud del "islamo-
demócrata" Partido de la Justicia y el Desarrollo, actualmente en el poder en Turquía.

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El pensamiento de Jacques Maritain es más radical en lo referente a la militancia de los
cristianos: "Se puede ser cristiano y preparar la propia salvación militando en cualquier
régimen político, a condición, empero, de no ofender la ley natural y la ley de Dios".
Maritain, católico sincero y demócrata convencido significa, en el campo doctrinal, el
fin de la oposición entre catolicismo y democracia y ha sido fuente de inspiración de
toda una generación de políticos católicos.
En la actualidad todos los países católicos son democracias más o menos plenas, aunque
también todos ellos han pasado por etapas, a veces muy largas, de dictadura, las cuales
casi siempre han contado con el apoyo de la jerarquía eclesiástica. Un caso peculiar es
el de México, donde el gobierno "revolucionario" del PRI se opuso enérgicamente al
papel público de la Iglesia, lo que produjo incluso un levantamiento, la "insurrección
cristera" de 1926-1929 vinculada, por cierto, al fascismo mexicano. La evolución hacia
la democracia formal, con el triunfo del derechista PAN, también ha mejorado la
posición relativa de la Iglesia dentro del entramado político, lo que parece confirmar la
justeza de las ideas de Montalembert que se han citado antes. Por supuesto, el
crecimiento del laicismo, tanto en el terreno de las percepciones políticas como en el de
la moral individual entre las poblaciones en los países de tradición católica no es ajeno a
esta consolidación de la democracia.
¿Significa eso que hay una incompatibilidad entre catolicismo y democracia? Mi
opinión es que no. Es cierto que la jerarquía suele apoyar las soluciones más
conservadoras, y que lo hace remitiéndose a su interpretación de la doctrina. Pero
también lo es que las dictaduras ibéricas y latinoamericanas tienen orígenes sociales y
económicos muy complejos, en los que la Iglesia tuvo un papel complementario (como
cuando dio, por ejemplo la categoría de "cruzada" al levantamiento militar de 1936; se
trató de una operación para la que no se contó con la Iglesia, por mucho que su
jerarquía se identificara con el proyecto golpista); eso sin contar con que existen
sectores de ella que, también desde posiciones doctrinales, se han opuesto a dichas
dictaduras. No es descartable, sin embargo, que el apoyo de la Iglesia a las dictaduras
también esté en relación con un reflejo intervencionista en la creación de la voluntad
política, tanto impulsando proyectos propios a través del poder civil como cooperando
con la eliminación de los contrarios. Es de nuevo la "masa crítica" social, con sus
nuevos valores, la mayor fuerza laicizante. De ese modo, las tendencias
intervencionistas fueron menores en países de tradición democrática más arraigada
(Bélgica, Holanda, Francia) que en otros en los que la aspereza de la pugna entre

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democracia y religión ha sido mayor, como Italia, España y los de América Latina, en
los que la Iglesia aún conserva un papel social, muchas veces reconocido
constitucionalmente, relevante.

El caso del islam es distinto en muchos aspectos. En primer lugar, por el hecho de que
el fundador de la religión es al mismo tiempo el creador de una organización estatal, por
lo que en él se reunía la doble condición de jefe espiritual y jefe político (incluso en su
faceta militar). A su muerte, el Profeta no dejó establecida ninguna forma de sucesión,
del mismo modo que tampoco dejó un sistema institucional sólido. Solo quedó claro
que su sucesor sería uno de los Compañeros del Profeta, Abu Bakr, y lo sería a título de
lugarteniente (jalifa) de Allah. La inestabilidad del sistema –los tres califas rashidun o
"bien guiados" que sucedieron a Abu Bakr murieron asesinados- favoreció la
concentración de la institución califal en una familia, la de los Ibn Umayya, los omeyas,
de carácter imperial. A esta dinastía califal la siguieron las de los abasíes y, finalmente,
la otomana.
Los califas reunían teóricamente la doble función, política (sultán) y religiosa (imama).
Sin embargo, las tendencias centrífugas, consecuencia de la misma expansión del
imperio, cada vez más musulmán y menos árabe, provocaron la atomización de la
umma, la comunidad de los musulmanes, en la que coexistieron califatos (también
estuvieron el fatimí de Egipto y el omeya de Córdoba), imperios (el persa y el moghul
de la India, por ejemplo) y emiratos independientes. El califa de Damasco, y luego de
Estambul pasó a ser una referencia lejana, que se citaba en la oración de viernes pero
cuyo poder real en el terreno religioso era escaso. En cualquier caso, todos los
regímenes procedentes de la disgregación del califato tenían un carácter autocrático,
quizá relacionado con las tradiciones políticas bizantinas o turcas. La filosofía política
islámica es sencilla, mucho más que su aparato jurídico, más elaborado: tiene un
carácter moral (el príncipe tiene que favorecer el bien y perseguir el mal, según los
define la sharía) y unas instituciones similares a las del occidente cristiano: unos
ministros (visir) y un consejo asesor (shura). En cuanto a la religión, no tiene ni una
estructura jerárquica ni carácter sagrado (excepto en el caso del shiísmo, religión oficial
de Persia a partir de la dinastía safawí, en el siglo XVI; en el islam suní hay teólogos de
formación jurídica (ulama) y directores de la oración en las mezquitas o imames,
muchos de los cuales pueden no tener estudios religiosos. En algunos aspectos, se trata
de una estructura parecida a la de ciertas confesiones protestantes.

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En ese sentido, hablar de identificación entre política y religión, entre din y dunya es, a
pesar de lo extendida que está esa opinión, bastante irreal. En términos generales, la
relación era simbiótica pero desequilibrada, dado que el príncipe, al no tener un
interlocutor que representara al conjunto del estamento clerical, tenía gran poder de
iniciativa; incluso solía encargarse o dictar el sermón del viernes (jutba) En cualquier
caso, el príncipe aseguraba la posición de los clérigos y su reproducción como grupo y
a cambio estos legitimaban el poder, llegando a proscribir la rebelión contra el príncipe
para evitar la fitnah, la alteración civil, con un argumento similar al goethiano "antes la
injusticia que el desorden".
Sin embargo, sí que existe un elemento unificador: la sharía, la ley revelada que preside
todo el ordenamiento jurídico –el islam es una religión fundamentalmente jurídica- y
cuya aplicación es obligación del príncipe. El problema de la sharía es complejo, pues si
por una parte remite a las prescripciones más rancias, crueles e inigualitarias, una
interpretación más abierta favorecería cambios en ella, a través de un uso mayor de
algunas de sus fuentes, como la ichmaa o el ichtihad. La sharía aún hoy forma parte de
la legislación de muchos países árabes , aunque algunas de sus prescripciones, como las
penas hadd solo se aplican en Arabia Saudí y parcialmente en Irán, sobre todo en
cuestiones referidas al estatuto personal (códigos de la familia, herencias...).
A partir del siglo XIX se produjo el impacto de Occidente. De algún modo se señala la
expedición de Napoleón a Egipto (1798-1800) como comienzo de esta nueva era, pero
fue la presencia neocolonial y luego colonial europea la que realmente socavó, sin
muchas veces pretender destruirlo, el sistema tradicional. El islam respondió en parte
con intentos de modernización (algunas veces impuestos), tanto en el Imperio otomano
como en Egipto; se trató de una modernización de un signo positivista del tipo "orden y
progreso, referida fundamentalmente a reformas económicas, legislativas y
educacionales, nunca a reformas políticas. Con todo, la primera reacción otomana a la
invasión fue violentamente antiliberal:

Los franceses... no creen en la unidad de Dios...Afirman...que todos los hombres son iguales y
cada uno es libre de disponer de su alma...Y siguiendo esas vanas creencias y esas opiniones
ridículas, han erigido nuevos principios y establecido nuevas leyes...
Decía un panfleto divulgado por el poder otomano. Obsérvese que tiene un tono muy
similar al utilizado por los publicistas católicos integristas.

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Las reformas democráticas, que en Occidente formaban parte de la sociedad surgida de
las revoluciones económica y política, no llegaron a Oriente. Incluso la Nahda, el
renacimiento árabe, se desentendió de la cuestión. Su creador, Yamal ud-Din al-
Afghani, un personaje muy interesante, proponía al jedive Tawfiq Pasha en 1873 que:

...sería bueno que emprendierais con celeridad la participación de la nación en la gestión del
poder...ordenar el establecimiento de la elección de los representantes del pueblo...Esa sería una
garantía para que vuestro trono tuviera una base firme...

Se trata de un programa "ilustrado", de reformas "desde arriba", que no cuenta con


clases o grupos sociales autoconscientes y estructurados capaces de imponer las
reformas. La idea, común en los pensadores de la Nahda, de que el problema del islam
era el abandono de los principios fundacionales (una idea, no lo olvidéis, muy parecida
a la que mantenían Lutero y la mayoría de los reformistas cristianos del siglo XVI) hizo
que desdeñaran la cuestión de la democracia, quizá no tanto porque fueran
antidemócratas como porque no consideraban prioritaria la cuestión. Rashid Rida, por
ejemplo, preconizaba la constitución de un "gobierno islámico" (dawla islamiya) sin
preocuparse mucho en definir que entendía por eso, aunque tiene ecos del viejo sistema
de shura y del gobierno de notables, "los que tiene el poder de atar y desatar".
El mejor intento de situar la cuestión del estado musulmán en el marco de la
modernidad es la obra de Ali Abd ar-Raziq El islam y los fundamentos de poder. Esta
obra fue escrita tras la abolición del califato por Kemal Ataturk; su autor trata de
demostrar que en la historia islámica el poder político ha sido autónomo respecto a la
religión, por lo que el fin del califato no implica la necesidad de establecer otro. Y
concluye: "nada les impide [a los musulmanes] edificar un estado y su sistema de
poder...sobre la base de los sistemas cuya solidez ha sido ya probada". Por mucho que
Abd ar-Raziq fuese condenado por la universidad islámica de al-Azhar, su obra tuvo
una repercusión perdurable en el pensamiento político árabe reformista.
Curiosamente, algunas voces de fundadores del islamismo también se unieron a la
defensa de la democracia, aunque su incoherencia con relación a otros aspectos de su
programa hace pensar que se trata de una postura oportunista, o que podría servir para
imponer democráticamente una legislación antidemocrática en cuestiones relacionadas
con la sharía. Así, Hasan al-Banna, el fundador de los Hermanos Musulmanes, decía:

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En realidad, hermanos, cuando se hace una investigación sobre los principios el régimen
constitucional, que se resume, primero en la preservación de todas las libertades personales,
segundo en la consulta, y en el hecho de que el poder emana de la nación, tercero, en la
responsabilidad de los gobernantes, y cuarto en la separación de poderes... parecen provenir entera
y directamente de las enseñanzas del islam...Los Hermanos Musulmanes consideran que el
régimen constitucional es, entre todos los regímenes que existen en el mundo, el más próximo al
islam.

Abu Allah al-Mawdudi, el pensador paquistaní que más ha influido en los radicales
islámicos, preconiza una democracia islámica en la que cualquier ser humano puede ser
portador del califato (esta es un teoría de raigambre jariyí), sin distinción de "familia,
clase o raza (no habla de sexo) y tendrá un poder limitado, primero por el respeto a la
ley de Dios y segundo por su responsabilidad ante los que han delegado su autoridad en
él; Mawdudi defiende la libertad de expresión, pero no la de formación de partidos.
Desde luego, se trata de un sistema muy difícil de llevar a la práctica y que refleja un
escaso nivel en la reflexión política. Con todo, la figura jomeinista del vilayat al faqih,
el gobierno del jurista, recuerda la propuesta de Mawdudi.
Existen distintos teóricos que defienden la necesidad de la democracia en las sociedades
islámicas: Charfi, Sorush, Ben Ashur... También ha habido potentes movimientos de
signo democrático en algunos lugares, como en Irán. Sin embargo, se trata de voces que
claman en el desierto y son más respetados en Occidente que en sus países de origen.
Porque la práctica no puede ser más desoladora.
En la actualidad, de todos los países de mayoría islámica solo hay dos democráticos:
Turquía y, en cierta medida, Pakistán, aunque ambos están muy mediatizados por el
ejército, que han dado numerosos golpes de Estado y que son verdaderos poderes
dentro del Estado. A ellos se podría añadir el caso peculiar del Líbano, una democracia
formal con un reparto confesional de las instituciones En el resto de los estados
musulmanes, aunque se celebran elecciones y a veces existe competencia electoral, se
observan distintos grados de autoritarismo, que van desde el "autoritarismo
competitivo" de Marruecos hasta la dictadura militar laicizante de Túnez y la autocracia
tradicionalista de Arabia Saudí.
¿Existe, pues, alguna peculiaridad islámica que hace a esta religión incompatible con la
democracia, como, entre otros, defiende Huntington, el formulador del "choque de
civilizaciones"? Este autor afirma; "El fracaso de la democracia liberal en las sociedades
musulmanas tiene su base en la naturaleza de la cultura y la sociedad islámicas". Una

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idea que reproduce una más antigua de Renan, en una conferencia que dio en 1883 en el
College de France titulada "El islamismo y la ciencia". Por decirlo en términos de
Jovellanos, la "constitución interna" (el ilustrado español se refería a las instituciones
que tradicionalmente ha tenido un Estado y sobre las que existe un consenso, activo o
pasivo, de la población) de los estados árabes impide logros democráticos porque no
existe una sociedad civil que los exija.
La respuesta es difícil porque, como hemos visto, la mayoría de los estados
musulmanes, incluidos los oficialmente laicos, no son democráticos. De entrada,
rechazo la existencia de una "excepción islámica". En todo caso, hay unas razones
históricas –la autocracia califal, el colonialismo, el positivismo desarrollista y su
mutación contemporánea, el nacionalismo socializante del baazismo o el naserismo, el
subdesarrollo económico, que no ha permitido la emergencia de grupos sociales con
intereses distintos a los de un Estado fuertemente clientelista y que no necesitan de éste
para reproducirse- que han impedido su despliegue. A ello se une el desprestigio de la
democracia por provenir de Occidente y pos su ineficacia para servir a las necesidades
elementales de la población; no parece, en cambio, que la religiosidad, mucho más
sentida que en Europa, sea un obstáculo, excepto cuando se usa como instrumento
identitario, como sucede con los movimientos yihadíes. El integrismo islámico, al igual
que todos los integrismos, es violentamente antidemocrático por cuanto la democracia
supone la eliminación de la religión, "de Dios y su ley", dirían ellos, de la esfera
política. En ese sentido, la lucha contra el integrismo es siempre una lucha por la
democracia. Sin embargo, los estados han reaccionado frente al embate de los
integrismos aceptando algunas de sus propuestas, profundizando más esa "democracia
sin demócratas", usando el título de un libro de Ghassam Salamé. El integrismo es la
vertiente antidemocrática de la religión, de acuerdo, pero sus orígenes e implantación
no son únicamente –ni incluso fundamentalmente- religiosos.
La historia de cada pueblo es incompartible. Pero ninguna tradición es una losa que
impida la evolución social. Alemania tuvo regímenes autoritarios durante prácticamente
toda su historia; incluso mucha gente no se explica cómo uno de los países más cultos y
prósperos de Europa (a pesar de la crisis económica de su momento) pudo aceptar un
régimen como el nazi, y hoy es una democracia bien asentada; un caso similar es el de
Japón, por mucho que su democracia sea más limitada. Turquía es otro ejemplo: pasó de
la autocracia califal al autoritarismo republicano y de allí a una democracia cuyos
límites se están ampliando y la convierten en un modelo en el mundo musulmán, a pesar

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de sus defectos y servidumbres. En Turquía se está dando el caso paradójico de que los
sectores laicos de la sociedad son los menos dispuestos a aceptar el veredicto de las
urnas en nombre de la defensa de los valores republicanos, frente a los islamistas
moderados del AKP.
¿Hay factores que operen a favor de la democracia en el mundo musulmán? Sí los hay.
Uno de ellos es el aumento del nivel cultural de la gente; otro es las disfunciones de los
gobiernos y las reclamaciones de cambios que pueden impulsar. Asimismo, algunos
regímenes podrían evolucionar desde un autoritarismo competitivo a una democracia
plena; este sería el caso de Marruecos. Otro posiblemente sea la religión, por varias
razones: por una parte, el islam preconiza la radical igualdad de todos los seres humanos
bajo la supremacía divina, una igualdad que recuerda la que defendían los levellers o
"niveladores" durante la revolución inglesa ("Jesucristo fue el primer nivelador"). Por
otra, existen figuras de tolerancia que merecerían ser impulsadas ("Escuchad y
obedeced, aunque sea un esclavo etíope negro el que mande", dice un conocido hadiz).
Antes citamos la posibilidad de una reelaboración de la sharía a través del ichtihad. En
cuanto a la consolidación de una sociedad civil, hoy muy embrionaria por la labor
destructiva de los estados, sus clientelas y sus asabiyas, que invaden todo el tejido
social condenándolo a la impotencia, permitidme que recuerde una frase del politólogo
egipcio Nazih Ayubi y que parece cumplirse en el caso turco: "¿Está fuera de los
límites de lo posible que el islamismo radical pueda convertirse realmente en una
fuerza de democratización por el hecho de que ahora actúa como una de las pocas
fuerzas anti estado eficaces en los estados árabes?".
05 de febrero de 2010.-

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