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L os gritos de GUTIERREZ

Introducción verídica y necesaria al verídico suceso que se cuenta después:

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Todo lo que ocurre, de alguna manera se cuenta; se cuenta con la cara, con los
ojos, con las manitas, queriendo o sin querer, escribiendo estas cosas como yo o
gritando como el loco del cuento.

Si le damos la vuelta a la idea probablemente todo lo que se cuenta, de alguna


manera haya ocurrido. A esa conclusión nos conduce el amable y siempre
servicial Modus Ponens.

Pero hay formas y formas, por eso pienso que ese desquiciado, ese imbécil que
yo cuento, cuenta las cosas mucho mejor que yo.

No por el hecho de que tenga el valor de hacerlo berreando en medio de la


calle, no. Tampoco por enfrentar (aunque quizás le guste y eso le quita mérito)
a esos espectadores que llenan las ventanas contentos con la oportunidad de
saberse superiores a alguien, esa comunidad de ciudadanos sanos y salvos; no,
no... yo mismo, mi hermana, mi abuela, todos podríamos chillar tanto como él.

Son más bien las cosas que les grita, esas mentiras ridículas y malsonantes
talladas laboriosamente matiz a matiz; recogidas con esmero por todos los
rincones de lo frustrante, lo ruin, lo bajo, lo falso, lo negro, lo gastado, lo
enfermo.

Yo no tengo ese don. Yo no podría gritar esas cosas, yo no podría alejarme


tantísimo de la pobreza de lo que me ocurre y gritar de esa forma, no podría
contar esos cuentos de Aurelio Heredia Gutiérrez.
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Introducción a mí mismo:
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****************************************************************Y
o estoy cuerdo, nadie lo dice en voz alta o al menos yo no lo he oído, pero
tampoco me llama loco nadie y como es tan sumamente fácil llamar loco a
cualquiera actualmente...

Y si nadie me llama loco no estoy loco y si no estoy loco entonces cuerdo.

Pero hay tristeza en mi cordura: por solidaridad con los tristes y por
incompatibilidad con los alegres, incapaz como soy de comprender o compartir
su alegría.

¡Y hay tantos tristes para ser solidario y tan pocos alegres dignos de intentar ser
compatible¡

Además me deprimen la lluvia y el calor húmedo, los amaneceres y los


atardeceres cuales sean sus condiciones climáticas, la pobreza en todas sus
manifestaciones, la fealdad, las mujeres que no puedo poseer, los sonidos con
mayor intensidad que un suspiro, los tumultos, cualquier tipo de música...
terriblemente, los niños y las niñas y los animalitos domésticos, las ciudades
demasiado grandes y los pueblos demasiado pequeños, la niebla, los pájaros
piando, esas miradas que uno nunca se atreve a responder, la pornografía, toda
la literatura francesa, la ciencia, las culturas extinguidas, las supervivientes, las
desconocidas pero posibles, las míticas, las extraterrestres, la masturbación, las
muchachas nórdicas de platino, los viejos homosexuales, la lentitud con que se
mueren las flores sobre el césped, mis poros segregando siempre substancias
repugnantes y envejeciendo, la suciedad sobre los espejos, todas esas horribles
fotografías microscópicas, los árboles, las largas enfermedades, el desierto, el
mediodía, el norte, el sur, el este y el oeste.

Y no puedo cambiar, no he cambiado, uno no cambia. Son sus cosas las que se
desarrollan como tumores, y cuando las cosillas que antes eran insignificantes
se hacen patentes; sorprendido e impotente uno las llama cambios y en lugar de
adaptarse como pueda se dedica a buscarles una causa.

No se cambia... y nada desaparece nunca, todo lo que somos está en algún


lugar dentro y debajo de nosotros... soportándonos. Pero durante un día yo
cambié y volví luego a ser el mismo y entonces pensé de otra forma y la historia
que sigue lo cuenta.
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Estaba profundamente hundido en mi sillón mirando uno de esos programas

sobre fauna tan recomendados. En mi caso no había elección posible porque el

televisor con muy buen criterio bloqueaba los demás canales.

De modo que estaba casi sumergido en los depravados ritos de cortejo de

los habitantes del desierto australiano y empezaba a notar esa deliciosa sensación

de vacío cuando me despertaron unas voces.

- Joputa, joputa, josputas, josperras.

Pensé que un vistazo al que dominaba tan profundamente el léxico y la

dicción sería preferible a aquella sesión de erotismo animal y me levanté mientras

dos lagartos desmesuradamente grandes se animaban con gestos y sonidos a

alguna forma de cópula descabellada.

El que dominaba tan profundamente el léxico y la dicción, visto desde mi

tercer piso y casi verticalmente sobre él, era una especie de hombre escuálido que

miraba nerviosamente las ventanas y se movía en todas las direcciones posibles a

la vez, como un descoyuntado. Tenía muy poco pelo allá donde normalmente

crece el pelo, pero mucho donde no acostumbra a hacerlo. Esto lo supe por la gran

ceja rizada que la ausencia casi completa de frente me permitía ver desde mi

posición y por su increíble barba que empezaba a nacer hacía todas partes donde

la ceja empezaba a morir. Me imaginé que entre los dos espacios pilosos existirían
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unos ojos, o al menos la infraestructura necesaria para unos ojos, también pensé

en las mejillas y la boca sepultadas.

Lo que no pude imaginarme fue la nariz, porque era casi tan patente en el

espacio como todo el resto de su cabeza y visto desde arriba se podía dudar cuál

de los dos órganos albergaba al otro. Por lo demás, vestía con cierta oscura,

anticuada elegancia y gritaba:

- Joputa, Gutiérrez, tienes miedo hasta de tomar por culo, maldito sea

el día que te metí en mi casa.

Pronto se reunieron veinte o treinta sonrientes en los balcones, atentos a la

perspectiva del ridículo ajeno, satisfechos de no ser ellos los que insultaban a un

tal Gutiérrez y esperando siempre ansiosamente la próxima palabra del peludo

escandaloso porque cada palabra les salvaba a ellos y además le condenaba a él:

de la locura, a la locura.

- Yo me he portado siempre bien, porque yo me he portado bien

contigo Gutiérrez- y se dirigía a su público ya – porque yo le di a

Gutiérrez de comer y un sitio para dormir y mucho cariño.

Todos los que caminaban por la acera del peludo cruzaban deprisa al otro

lado, pero las cabezas se giraban hacia él, los oídos atentos, las mismas miradas y

las mismas sonrisas.

- Y ahora me deja porque tiene un arrebato, porque es un arrebato –

vi como una viejecita asentía leve, caritativamente, a lo del arrebato.

- Y yo no sé que voy hacer sin Gutiérrez.


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Comenzó a dar golpes pausados, rítmicos, con su cabeza en el contenedor

de la basura musitando cada vez un dramático - joputa - o bien, un - Gutiérrez,

joputa - cinco, siete, diez veces y hasta los pájaros estaban escuchando en

silencio. Después de flagelarse de esta forma durante dos minutos, levantó una

última vez su peluda cara al cielo, a las ventanas y empezó a alejarse con mucha

dignidad.

Y nadie se reía.

Algo en el tono de aquel hombre, en sus chillidos agudos…, esa forma en

que su voz silenciaba hasta los crujidos del aire y el siseo del sol, algo indefinido

en él hizo que me pusiera los pantalones y bajara a la calle para ver mejor su cara.

Uno hace a veces cosas sin pensar, sin pensar en absoluto. Antes, después y

en cortísimos relámpagos de lucidez durante el proceso de esas cosas que hace a

veces uno sin pensar... se piensa, se piensa sin piedad. Entonces se formula la

pregunta ¿qué hago yo aquí? y las respuestas son tan irreales, tan increíbles que

parece oportuno y táctico no darles importancia.

Y ese es el error, si les diéramos la importancia que merecen; quizás, sólo

quizás en alguna ocasión aislada pudiéramos ser medianamente conscientes y

responsables de nuestros actos.

Pero al enterrarlas en ese inquietante desván de "insignificancias",

perdemos todas nuestras opciones y nos entregamos maniatados e indefensos a la


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situación para que la situación nos devore por completo. Entonces, esas cosas que

uno a veces hace sin pensar, se apoderan absolutamente de la mente de uno y uno

ya no piensa en otra cosa, sólo en esa que aplasta su Yo como a un insecto y lo

vuelve minúsculo, miserable, deteriorado, enfermo, granujiento, perezoso,

aburrido, monocorde, cobarde, feísimo.

Y a pesar de saberlo, yo andaba a diez metros del peludo, siguíendole.

Estuvo andando algo así como media hora, completamente ensimismado,

camuflado entre la gente, y yo iba detrás, atento. Llegó a una plaza y en un kiosco

compró una barra pequeña de pan, se sentó y empezó a comer con los ojos fijos en

no sé dónde, luego les dio miguitas a las palomas.

Esas ratas con alas siempre me han disgustado, son sanguinarias y

mezquinas, se disputan la carroña, se picotean con saña, se mutilan las patas unas

a otras, asesinan a sus propios hijos, mucho peores que los lagartos.

Él no parecía compartir mi opinión porque miraba con algo vagamente

parecido a la ternura al montón de alimañas inmundas. Después se levantó,

carraspeó tres veces y empezó a gritar como un demente:

- Joputa, joputa, josputas, josperras.

Me senté respetuosamente, muy atento.

- Joputa Gutiérrez, ¿no comprendes que yo no podía seguir así?.

- ¿No comprendes que los dos hemos envejecido muy mal, que ya no es

como antes?. Yo no quiero herirte Gutiérrez, pero se acabó, porque se

ha acabado Gutiérrez y tienes que saberlo.


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!Sorprendente! El tono, las palabras, los gestos, todo revelaba un cambio

drástico en el guión de su historia. La apasionante cuestión que se planteaba ahora

era: ¿se refería al mismo joputa Gutiérrez? !Que confusión! Cuatro calles antes

Gutiérrez dejaba al peludo y ahora era todo lo contrario.

Las malditas palomas seguían tragando maquinalmente, pero todo lo que

era más o menos humano en cuarenta metros a la redonda atendía al desgreñado

desengañado.

-!Y no vuelvo contigo ni muerto, ni muerto vuelvo, mamón!

A falta de contenedor, se dejó caer en un banco como si la perorata le

hubiese agotado, y empezó a gemir entre lágrimas y babas.

-!Guti, Guti, perdóname!

Me miró de reojo un par de veces y dejó que pasaran los cinco minutos

dramáticos de rigor, probablemente previendo que después un idiota como yo iba

a escribirle y a decir que sus chillidos agudos trepaban a las ventanas como

enredaderas o algo parecido.

Luego se fue y yo detrás preguntándome que se debe hacer con un día

gastado en perseguir a otro que gasta los suyos gritando mentiras. De nuevo me

acabó guiando hasta una calle tranquila, sacó un cigarrillo y lo encendió.

Fumaba con pausa semioculto en una sombra, esperando el mejor momento

para la actuación...

- Joputa, joputa, josputas, josperras.

Particularmente creo que la introducción era un poco zafia y desde luego


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para mí resultaba repetitiva; pero realmente era efectiva, allí estaban las veinte o

treinta caras estúpidas iguales a las anteriores y a las otras y a las otras.

- No quiero seguir solo Gutiérrez, me vuelvo loco, no puedo estar ni en

casa ni en la calle, no sé nunca que hacer, grito...

- Guti, yo contigo estoy bien, tú me cuentas tus cosas, jugamos a las

damas...

Me forcé a pensar cuantas posibilidades habría. Después de ser abandonado

por Gutiérrez y de abandonar a Gutiérrez a su vez, lo más adecuado era...

reconciliarse.

- Guuutiii....

Y lo decía, lo gritaba mirándome, dirigiéndose a mí, acercándose con sus

pasos descoyuntados, tocándome.

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