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“HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE CHILE: Volumen 1 Estado, legitimidad,

ciudadanía”; Salazar Gabriel, Pinto Julio, Editorial LOM, 1999, Santiago.

Bien sabemos desde 1973 –o de antes- que la ciudadanía chilena ha estado y está viviendo
décadas de incertidumbre y perplejidad. Que –como concluye el Informe del Programa de
Naciones Unidad (PNUD) sobre Seguridad Humana, de 1998: “Chile presenta seguridad
macroeconómica, la gente se siente insegura respecto a su salud, su previsión, su empleo y
su educación, o sea , sobre su futuro. Que, cada vez más teme a “los otros”. Es decir, que ha
llegado a un punto límite en que se teme a sí misma. Hay desconfianza. La ciudadanía no se
siente interpretada ni protegida por quienes, formalmente, la han estado dirigiendo desde
hace algunas décadas. Necesita, por tanto, reflexionar. Evaluar críticamente los legados
históricos y proyectar su propia seguridad de futuro. Necesita crecer como sujeto social y
como actor histórico, que es lo mismo que crecer como ciudadano.

Pues hoy necesitamos, con urgencia creciente, asumir la historia como sujetos de ella. Pero
no como ciudadano-masa, ni fatigado ciudadano-elector, sino como ciudadanos
protagónicos, integrales, de máxima dignidad y creciente poder, impulsados por la
responsabilidad de resolver “soberanamente” los problemas de su propia historia.

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La construcción del Estado ha sido, mas a menudo que no, un proceso en que los poderes
fácticos” han avasallado a la ciudadanía.

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El debate sobre la “legitimidad” no ha surgido del simple juego académico, sino de la


irrupción histórica, durante la década de los 80`, de los sistemas neoliberales. De la forma
en que fueron construidos los Estados que hoy se regulan por la lógica del Mercado. Como
se sabe, esos Estados, no se construyeron (“mediante argumentos”) en base al libre
consenso y razonada acción de las masas ciudadanas respectivas, ni por las invisibles
manos del Mercado, sino por una intervención fáctica (autoritaria) del Estado, o de grupos
militares.

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La historia política de Chile perfila nítidamente un arquetipo de construcción estatal, a


saber; la transformación de la diversidad civil en unidad política se ha logrado sustituyendo
el dialogo ciudadano por un “consenso operacional”, que ha consistido en la imposición de
una determinada forma estatal (unilateral) con ayuda de las Fuerzas Armadas. La
“ilegítima” tarea de alcanzar la homogenización política de la sociedad a partir de un
proyecto unilateral se ha resuelto con el uso de la fuerza.

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Alessandri –1925- mas devoto de la clase politica que de la masa ciudadana o de la
oficialidad joven, no convocó la –Asamblea- Constituyente, sino que designó un Comité
formado mayoritariamente por políticos y no por representantes directos de la Ciudadanía.
Y ese Comité redactó la Constitución de 1925.

La Constitución Política evacuada por ese Comité fue la antípoda de la evacuada por la
Asamblea Constituyente de trabajadores e intelectuales que se reunió espontáneamente en
marzo de 1925. Esa Asamblea – usualmente ignorada por políticos e historiadores- (había)
sistematizado el proyecto de Estado de los Movimientos sociales, recogiendo demandas que
se arrastraban desde el siglo anterior.

En Chile, la Constitución no ha sido nunca un producto de una deliberación ciudadana,


sino, siempre, imposición de una “minoría organizada”. Bajo el imperio –explícito o tácito-
de una “ley marcial”, de un “estado de sitio”. En una situación de poder estatal próxima al
“terrorismo de Estado”. Así ocurrió en 1829, 1891, 1925 y 1980.
Y eso no es todo: el poder de la minoría organizada no solo se ha manifestado al momento
de imponer “su” proyecto constitucional, sino también después; durante todo el periodo de
vigencia de su criatura (pues, aunque siendo minoría, se convierte en mayoría por el peso
estructural de esa criatura).

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Los “Golpes de Estado” que en Chile se han dado para “producir” la Ley no han sido
considerados ilegítimos, sino, al revés, como gestas heroicas que consumaron la hazaña de
la “estabilidad”. Los Golpes que ha intentado la ciudadanía contra eso, sin embargo, no se
han considerado “gesta nacional”, sino “atentados” contra la Ley.”
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“Monopolio de la violencia legítima”, es decir, la ventaja “política” comparativa de los que


monopolizan las armas. En Chile, aunque el Estado se define por su naturaleza civil, en los
hechos -en particular, en aquellos que construyen Estado- las Fuerzas Armadas de La
Nación han jugado un rol preponderante. Como si su tarea primordial =no habiendoguerra
externa= fuera construir y reconstituir aparatos de Estado. Como si fueran una “Clase
Política” adicional a la Clase Política Civil.
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La Protagónica presencia de la Clase Política Militar en las coyunturas constituyentes


contrasta con la notoria ausencia de la ciudadanía (nunca ha habido en Chile una Asamblea
Nacional Constituyente, sino, sólo, obsecuentes Comités de Notables, elegidos a dedo por
la “minoría organizada” civil o militar). Concluida la coyuntura, la Clase Política Militar
(CPM) cuida que jueces y policías juren lealtad por la criatura, y luego “confía” a la Clase
Política Civil (CPC), sin pasar por la deliberación ciudadana (salvo algún rápido
plebiscito). Las “transiciones” de los Gobiernos de Facto(CPM) a los Gobiernos
Constitucionales (CPC) han sido siempre , por ello, testimonios factuales del “contrato
histórico” que existe entre ambas clases políticas, por más que la Clase Política Civil
exacerbe la producción oportuna de discursos varios de “legitimación”.
Las intervenciones militares, tanto en períodos de construcción estatal como en periodos
“constitucionales, no han tenido un carácter nacionalista, sino faccionalista. Actuaron
contra los pipiolos en 1829; contra las masas liberales en 1851 y 1859; contra los pueblos
indígenas y los campesinos “ocupantes” durante la llamada “pacificación de la Araucanía”;
contra el proletariado minero, industrial, portuarios y poblador en el periodo de las
masacres: 1891-1907, etc. Ha sido un faccionalismo de doble carácter: actúa beneficiando a
“un” grupo determinado (las élites mercantil-financieras), y consolidando a “dos” clases
políticas, siempre por medio de “pacificar” las manifestaciones autónomas de la sociedad
civil. Y aunque ese faccionalismo, en lo estructural, tiene sentido “político”, en lo
coyuntural no es político, sino “militar”.Pues los triunfos políticos de la CPM se obtienen
izando pendones de guerra. Más que ideas, distribuyen balas. Los derrotados no se
convencen: sangran. Los adeversarios no hacen oposición: son aprisionados, torturados,
relegados, mueren.

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En la teoria politica actual, sugestivamente, la sociedad civil se define asi : “se entiende por
sociedad civil a la esfera de relaciones entre individuos, entre grupos y entre clases sociales
que se desarrollan fuera de las relaciones de poder que caracterizaban a las instituciones
estatales”
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La Constitución de 1980, por lo dicho, debería entenderse como un dispositivo mecánico


para formar y gobernar ciudadanos mecánicos.
De una parte, es un texto históricamente aséptico: no garantiza el desarrollo productivo, ni
el desarrollo humano. Está estructurado para asegurar el orden interior (o sea, la
gobernabilidad de la sociedad) y la reproductibilidad formal del sistema institucional. Su
funcionamiento, por tanto, es más administrativo (instrumental) que político, y más político
que económico y social.
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Como quiera que esto sea, la “gran política”, queda vedado por ello a la Clase Política
Civil, la que no debe entusiasmarse más allá de lo que implicaba la administración del
Estado y de lo que es mantener el orden público en primera instancia. Reduciendo a la CPC
a la condición de clase funcionaria y policía de amortiguación, respectivamente. De este
modo, por su origen y esencia instrumentales, el Estado de 1980 tiende, como tarea refleja,
instrumentalizar la clase política civil. Y a través de ésta, a los ciudadanos de carne y
hueso.
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En su articulo 1 , la Constitución señala que “el Estado reconoce y amapara a los grupos
intermedios a través de los cuales organiza y estructura la sociedad y les garantiza la
adecuada autonomía para cumplir sus propios fines especificos”. Es sabido que la sociedad
civil es la fuente de la legitimidad y la base irrenunciable de la soberanía. La asociatividad
natural es un derecho inherente a la soberanía y no un derecho “permitido” o “conferido”
por la Constitución. Sin embargo, la Constitución de 1980 reconoce “autonomía” a las
asociaciones civiles que declaran “fines específicos” de tipo económico, cultural, religioso,
etc; pero no político. La autonomía de la sociedad civil se acepta en todo lo que no es
político, Se acepta la libre iniciativa frente al Mercado, pero no frente al Estado.

La acción política es permitida sólo al interior de los partidos, y la acción de éstos sólo
dentro de las normas que fijan la Constitución y la Ley.

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La politicidad de la masa ciudadana dispone, pues, sólo de 2 estrechos canales


constitucionales: el “deber” de votar y la “posibilidad” de peticionar.

La Constitución de 1980, al coartar la autonomía ciudadana en el plano de su acción


política y en el de sus acciones directas, atenta contra el derecho inalienable del hombre a
construir socialmente la realidad y a modelar colectivamente su futuro.

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Desde luego, la obra gruesa de la “modernización” fue la misma construcción del Estado
Neoliberal, que eliminó un “estorbo” e instalo un “instrumento” para la acumulación del
Capital.

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El problema histórico planteado por los partidos políticos en Chile ha consistido en que , el
dilema permanente de su doble lealtad, han tendido, en primera instancia, a recoger la
voluntad política de los movimientos sociales; pero , en una segunda, a identificarse con el
sistema procedimental del Estado. Recogen la demanda de cambio y mayor participación,
pero luego defienden el orden y la exclusión. Este vaivén pendular, repetido por un siglo y
medio, ha impedido que los “sectores de la sociedad que estaban anteriormente excluidos”
participen en las decisiones públicas y eliminen su situación de no-integración. El sistema
partidario chileno -”el mas desarrollado” de América Latina”- no ha logrado resolver, en su
larga vida, el problema esencial de la política: eliminar los altos déficit de integración y los
bajos índices de participación ciudadana.
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Después de 1989, los partidos oligárquicos han recobrado su perdida altivez histórica al
acapararse, de nuevo, tras un generalato, y el auto-garantizarse que la Constitución (su hada
madrina) los agigantara con esa (vieja) magia llamada hoy “sistema binominal”, que sobre
representa su minoría.
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Si la ciudadanía esta mediatizada y dividida por “diferencias sociales” (clases) que


producen proyectos distintos y aun contrapuestos, entonces, de todos modos es más la
voluntad y proyecto de la mayoría, que no tendrá más limite que respetar la existencia y
bienestar de las minorías; o sea, el principio democrático de la pluralidad. Lo grave ocurre
cuando prima militar y constitucionalmente la voluntad y proyecto de las minorías; cuando
a la mayoría ciudadana se le arrebata su soberanía”
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Lo que se llamo “transición política” fue, por tanto, nada más que la reconstitución de la
política partidaria, en términos de su incorporación al sistema neoliberal impuesto por la
dictadura; lo que, a fin de cuentas, inició la legitimación “legal” de la Constitución de 1980.
Esto mismo hizo abortar el ramal popular de reconstrucción de la política”

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