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Análisis de un malentendido

-publicado en Éxito en verano de 2007-

por Claudio Iglesias y Damián Selci

Examinando la recepción crítica de El curandero del amor, la reciente novela de


Washington Cucurto editada por Emecé (Planeta), Claudio Iglesias y Damián Selci
descubren la fatiga de los mecanismos de la crítica literaria nacional. El miedo como
fundamento y el error como resultado. Un personaje central: el intelectual-trasto.

1.
Es curioso que un escritor como Washington Cucurto (Santiago Vega) sea consagrado
con la doble medalla de, por un lado, un catálogo multinacional y una edición de
decenas de miles de ejemplares para su última novela y, por otro, el cargo honorario de
“escritor maldito” de la Argentina actual, asentado en la contratapa. El equívoco
inherente a esta doble realidad que se ofrece, sin embargo, como natural y legítima no
encuentra sus fuentes en un casual error de mirada ni merece ser tratado desde las añejas
categorías de la prensa musical estadounidense (lo mainstream, lo under, lo indie); muy
por el contrario, esta “doble naturaleza” de la producción cucurtiana, prohibida y a la
vez hipercomercializada, debe ser considerada en el terreno que le corresponde por
derecho: la literatura argentina, su profusa fantasmagoría conceptual y su espesa
burocracia institucional y administrativa, profesional y universitaria (escritores,
editores, críticos, docentes, investigadores, becarios, periodistas, etc.). Sólo en relación
con este campo laboral tiene sentido la locución “maldito”, que se revela muy impropia,
por ejemplo, para pensar a Cucurto como mero emergente textual de la cultura
cumbiantera. Como escritor-testigo del modo de vida de los inmigrantes peruanos
Cucurto no ocupa el lugar verlaineano de la maldición, sino el más canónico de
fundador. Cucurto sólo es maldito desde y para los intelectuales; adosarle ese mote es
inscribirlo en un determinado campo de vectores, orientarlo hacia el ámbito profesional
frente al cual su mensaje alcanza verdadero sentido: los profesores de letras y sus
dolorosas polémicas. Desde este punto de vista, y aunque él mismo quizás no se haya
percatado, Cucurto es principalmente (como trataremos de demostrar) un crítico
literario escribiendo literatura: su referente más nítido no es ni de lejos Roberto Arlt,
sino más cercanamente Silvia Molloy, cuyas inagotables novelas tratan sobre la
deconstrucción, el devenir-menor, la circulación del poder y otros temas de esta suerte.
La elocuencia con la cual Cucurto construye un mensaje y lo dirige a sus colegas no
necesita ser críticamente establecida: alcanza con leer las primeras páginas de la novela
para comprobarlo[http://www.perfil.com/docs/El_curandero_del_amor_cucurto.pdf]. El
problema es ver qué dice efectivamente Cucurto, siendo evidente ya a quién le habla.
Atendiendo al tipo de diálogo que la crítica literaria tal como la conocemos entabló con
El curandero del amor, se hacen visibles, en sus manifestaciones polémicas más
concretas, sus propios límites de agotamiento.

2.
¿Lo de Cucurto es “verdadera literatura”? ¿Habla en serio o se trata de un gran ironista?
¿Se vendió al pasar a una editorial de llegada masiva? Tal fue, en general, el calibre de
las preguntas que ha suscitado la publicación de El curandero del amor en buena
cantidad de blogs. En el mejor de los casos, a Cucurto se lo celebró o se lo impugnó –
porque, sabemos, siempre es una obligación “debatir”–; en el peor, se cuchicheó sobre
estrategias de marketing y otras
yerbas[http://www.perfil.com/contenidos/2007/01/07/noticia_0013.html]; siempre se
estuvo lejos de prestar un poco de atención a lo que estaba sucediendo. Porque lo más
obvio en Cucurto es el esfuerzo, la insistencia y el tesón con que nos manifiesta que no
quiere hacer literatura. Esto se observa no sólo en sus declaraciones a la
prensa[http://www.clarin.com/diario/2006/12/08/sociedad/s-05001.htm], sino también
en los detalles mínimos de la prosa, que combina palabras supuestamente “molestas”
con una sintaxis descuidada hasta el pavor. Frente a esta realidad, la crítica no vaciló en
calificar a Cucurto de posmoderno. Sin embargo, es obvio que Cucurto no tiene nada de
posmoderno, incluso lo contrario es cierto: él es un modernista en el sentido más lato
del término, por la simple razón de que piensa la literatura en el marco de la oposición
insalvable entre alta cultura y cultura de masas. Un posmoderno se propondría la mezcla
de registros, el trabajo con géneros discursivos, la interacción entre códigos
informativos populares y recursos de alta escuela, etc., y no es precisamente esto lo que
encontramos en El curandero... Cucurto acepta y promueve la “Gran División” (el
término es de Andreas Huyssen), vinculada habitualmente con el modernismo, entre alta
cultura y cultura de masas; acepta, como Kafka, Woolf y Proust, que no existe ni es
deseable una síntesis entre la gran literatura y la dimensión trivial, amorfa e ideológica
de la comunicación social. Lo que lo diferencia de un modernista es el hecho de que
elige a esta última, es decir, elige lo bajo, lo que no habría que elegir: elige lo
impreferible. Si Cucurto se obstinó en dejar en claro que no le interesa ninguna forma
de contacto entre highbrow y lowbrow, sino su extrema oposición militante
(manifestada en el encono con Borges, en el marcado desprecio de la labor intelectual,
etc.) y fue, así y todo, bautizado “posmoderno” por la tan elocuente figura de Beatriz
Sarlo (en un texto publicado en Punto de Vista que destila un malestar por demás muy
significativo, republicado en parte en
página12[http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-4989-2007-
01-05.html]), lo que debemos preguntarnos es qué tipo de diálogo se produce en el nivel
del malentendido entre un escritor contemporáneo y un remanente de la crítica nacional
que, aunque ya descastada, todavía es capaz de representarla en su dimensión más
defectuosa. Deberíamos preguntarnos, en el fondo, por qué no sirve entender mal la
obra de Cucurto, por un lado, y ser incapaz de superarla conceptualmente, por otro: será
obvio, si extremamos esta pregunta, que la producción novelística de Cucurto sólo
podía ser malentendida y que este era su sentido específico y excluyente. El aporte
capital de Cucurto a la escena literaria actual es que torna obligatoria una pregunta por
demás urgente: por qué no sirve la crítica literaria nacional, por qué es tan incapaz, o si
es que quizás no existe como tal una crítica literaria merecedora de ese nombre. Si
Cucurto disfruta más de la lectura de Jaime Bayly que de la de Sarlo, es simplemente
porque el periodista-escritor-conductor televisivo peruano sabe hacer su trabajo,
mientras la otrora representante filológica del peronismo lo hace mal, como tantos de
sus colegas.

3.
Es necesario perder todo rigor metodológico para llamar “posmoderno” a Cucurto, a
quien hay que reconocerle, más bien, la originalidad retrógrada de volver a polarizar el
sistema conceptual de la literatura, dejándolo tal como estaba en los primeros años de
Victor Hugo; porque, en verdad, el único debate que sostiene El curandero..., si nos
atenemos a su estricta configuración formal, es el debate con el neoclasicismo. ¿Es esto
lo que lo hace “maldito”? ¿Es actual y provocativo discutir la utilización de figuras del
folclore popular, un léxico amplio y callejero, etc.? Claramente, es un debate del siglo
XIX, y sólo es viable en relación con el sistema literario de entonces. De hecho, donde
Cucurto se revela como un tradicionalista auténtico es en su paleta de recursos,
romántica de punta a punta, arragaida y satisfecha en un contexto discursivo bien
nacional y popular (más que el Roberto Arlt, es el Frédéric Chopin del siglo XXI). El
enfrentamiento monomaníaco que sostiene con Borges no tendría ningún sentido si sólo
mediara una vocación estilística localista, más digna de ser discutida con Bernardino
Rivadavia. Tampoco parece haber motivos histórico-literarios visibles: Cucurto no
“rompe” con Borges en el sentido en que Borges rompió con Lugones y este había roto
con los escritores de 1880. No se trata de una ficción generacional de este orden, sino de
una dicotomía más visceral, una divisoria de aguas que reescribe completamente los
términos opuestos: “Borges” y “Cucurto” aúnan un dilema de consumidor (comprar
canónico/comprar contemporáneo) con una discusión crítica estrictamente delimitada.
Frente a esta antinomia, lo importante no es perder el tiempo pidiéndole a Cucurto que
sea lo que no es, sino comprender que él ha llevado las cosas a un punto en que Borges
se convierte de nuevo en una alternativa posible y deseable. Y esto es lo que Sarlo y
toda su progenie difícilmente acepten de buen grado, precisamente porque el proyecto
literario de Cucurto surge allí donde habían apostado, a lo largo de cuarenta años, los
críticos de la izquierda histórica, y surge sólo para mostrar su faceta inaceptable,
premoderna y políticamente improductiva: la gran Latinoamérica ya no pide reforma
agraria, sino charqui, licor de maíz y sexo sin preservativo. A lo largo de numerosas
páginas dedicadas a la sorna de la militancia y la intelectualidad, Cucurto exhibe el error
instintivo de la crítica nacional, revelando que el populismo no puede constituir ningún
proyecto político. Un solo mito sintetiza la obra de Cucurto, y es el del Golem. Su
“maldición” debe ser tomada literalmente: si un periodista lo llamó “profecía
autocumplida”, esto debe entenderse de acuerdo con el cine de Richard Donner (The
Omen) y no en términos económicos. El Pueblo que vuelve con Cucurto no es el de la
Primavera Camporista, sino su más nítido espectro, es el Hombre Nuevo al regreso del
cementerio de animales. Llamar “posmoderno” a Cucurto es apenas un intento de
mistificación.

4.
Se nos propone la disyuntiva: Borges o Cucurto. En ella, Borges no remite
primariamente al canon estético del liberalismo, ni siquiera a la alta cultura literaria
nacional, sino que comienza a representar integralmente el pasado literario universal
(incluida su proyección política). A la ya existente discusión sobre Borges, Cucurto y
sus contertulios la convierten en una no-discusión, una disputa entre imágenes de marca
que esconden idiosincrasias, deseos y resquemores más primarios. Porque ya no se trata
de la crítica literaria ni de su historia, sino de sus raíces atávicas devenidas opción de
mercado; el plausible debate que pueda establecerse, p. ej., entre los proyectos críticos
que surgen al calor de los años ’80 del siglo pasado, movidos por un internacionalismo
sesgado, de tono neoyorkino, y por la recepción ansiosa de “nuevas tendencias”
(deconstruccionismo, etc.), cuya celebración de la “textualidad-Borges” es entusiasta y
pronto monocorde, por un lado, y los anteriores resquemores “contornistas” frente a un
escritor que no permitía articular un proyecto político desde la pura impostación de su
subjetividad (a diferencia de Arlt, de Walsh, etc.); no se trata de este debate, decimos,
sino de su proyección descontrolada y psicótica. La emergencia de la voz de Cucurto es
posible sólo en un contexto de propaganda y slogan, que no es el del mercado de libros
sino el de la misma (supuestamente independiente) crítica literaria nacional, que
entiende su oficio como la pura producción de verborragia autónoma de cualquier
contexto, de cualquier fin, de cualquier programa y, sobre todo, desentendida totalmente
de la calidad de pensamiento. Las problemáticas puntuales son suplantadas por una
omniabarcadora monomanía querulante, que desprecia los argumentos y los problemas
o los instrumentaliza en función de su puro goce virulento, convirtiendo las ideas en
banderines temáticos que sólo merecen instantánea aprobación o desdén:
“posmoderno”, “narcisista textual”, “realista ingenuo”, etc. han dejado hace tiempo de
ser categorías críticas para convertirse en autitos chocadores del fervor polémico. El
sentido que adquieren esos términos de repugnancia, en la boca de nuestras principales
plumas, es el de despertar frustraciones textuales y sociales que han durado décadas: el
espacio del debate devino en espacio del síntoma.

5.
En la medida en que no hay lugar para producir pensamiento en detrimento de los
tópicos corrientes (y el crítico argentino considera al tópico que le resulta propio como
su fuente de trabajo), sólo es posible la dicotomía. No hay diálogo posible, sólo hay
debate. Si en la biblioteca de un lector perspicaz Cucurto y Borges pueden convivir, es
porque lo que los hace irreconciliables no es el estilo, sino algo más vinculado con el
significado de la profesión intelectual tal y como ha venido acumulándose a lo largo de
generaciones de intelectuales y docentes. Donde Borges y Cucurto verdaderamente no
pueden convivir es en el inconciente colectivo de los críticos. ¡Escándalo! El antaño tan
mentado “compromiso social” aparece en El curandero del amor como una aglutinación
sexual-etílica con las masas, plagada de burlas al marxismo, la militancia intelectual y la
lucha política. Cucurto, más que una obra literaria, proporciona una cachetada al fervor
populista que no deja de inocular en el campo intelectual argentino. Él podría decir:
“¿querían algo verdaderamente nacional y popular? Pues aquí tienen”.

6.
Washington Cucurto se instituye así como el mejor y más valeroso lector de Borges,
porque es capaz de desarrollar un proyecto que va radicalmente en la línea contraria. Es
en este preciso sentido que debe ser tomado, como dijimos al principio, por “un crítico
literario que escribe”: se necesita conocer o intuir muy bien los anhelos de una larga
tradición intelectual más o menos antiborgiana de críticos, profesores y escritores para
poder encarnar su negativo o su consecuencia “maldita”. Sobre todo, se necesita
vislumbrar con claridad la imposibilidad de una literatura que sea nacional y popular y
que tenga al mismo tiempo alguna importancia; pero ocurre que precisamente ése es el
objeto de deseo de la crítica literaria nacional. Por ello, la profecía autocumplida que
encarna Cucurto es la profecía autocumplida de esa crítica; frente al sorpresivo (aunque
predestinado) golpe de este boomerang, ella no puede sino retroceder con horror, lo que
equivale a decir que retrocede ante sí misma, ante su resultado objetivo o su realidad. Es
difícil encontrar otra obra donde las obsesiones de la crítica literaria tengan tanto peso,
en donde cada frase del texto y cada momento de la prosa esté subordinado a lo que
desea o teme el Otro-Crítico. El curandero del amor está encerrado en la Facultad de
Filosofía y Letras: esto se ve hasta en el personaje femenino de la novela, una
paradigmática militante de la FUBA que reparte volantes, lanza consignas troskistas y
apoya sin vacilaciones al chavismo. Es difícil, decíamos, dar con otra obra que
encuentre su única razón de ser en el fatigamiento y la extenuación de la agenda del
mundillo académico –pero la hay: El común olvido, de Sylvia Molloy, es una novela
poblada de alusiones vergonzosamente directas al campo semántico del
posestructuralismo; los personajes casi no se cuidan de interpretar lo que les sucede en
relación con el fragmento, la ausencia de centro y la homosexualidad como práctica
desnormalizadora (Benjamin, Derrida y Foucault, respectivamente). El parentesco de El
común olvido con El curandero del amor se evidencia claramente, trascendiendo la
disimilitud de los memoranda críticos que en cada caso acopian: se trata de novelas-
dependientes, atadas a un programa académico previo. Sylvia Molloy (y no Arlt, y no
Lamborghini, y no Fogwill) es la mejor referencia para comprender a Cucurto, mal que
le pese a sus fanáticos. Lo que los distingue es a su vez muy simple: mientras Molloy
celebra el aparataje crítico del deconstruccionismo, Cucurto desnuda la inutilidad cabal
de la intelectualidad “politizada”.

7.
Quizás estemos ante un acontecimiento. Washington Cucurto ha venido a dividir aguas,
no entre sus partidarios y sus detractores, sino entre la literatura universal y el cotorreo
nacionalista de todos los días. Y es esta división lo que la crítica literaria nacional, por
su propia constitución, no puede pensar. Una vez descartadas la injurias-reflejo, se
queda sin escudo, a la zaga de los hechos, y este su retraso estructural con respecto a la
situación histórica queda por fin manifiesto. Mientras tanto, Cucurto, probablemente
contra su propósito conciente, otorga a la coyuntura una legibilidad que lo supera; hasta
se podría decir que detrás de él actúa la astucia de la literatura universal, que entra en el
sistema literario con la máscara de su opuesto. Necesitamos una crítica capaz de
afrontar y comprender el alcance de este juicio infinito: Borges es Cucurto; y capaz de
extraer su energía de allí. Washington Cucurto representa una oportunidad única, y no
deberíamos dejarla pasar.

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