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Rafael Argullol LA ATRACCION DEL ABISMO UN ITINERARIO POR EL PAISAJE ROMANTICO BRUGUERA-LIBROBLANCO 10 RAFAEL ARGULLOL profundo, esencial, con valor cOésmico mas, asimi mo, con valor civilizatorio. Por ello el paisaje en lal pintura romantica deviene un escenario en el que se) confrontan naturaleza y hombre, y en.el que éste advierte la dramatica nostalgia que le invade al cons- tatar su ostracismo con respecto a aquélla. Por ello, también, el hombre —romantico— ansia reconciliar- se con la naturaleza, reencontrar sus sefias de iden-” tidad en una infinitud que se muestra ante él como un abismo deseado e inalcanzable. Y este abismo le provoca terror pero, al mismo tiempo, una ineludi- ble atraccién. RAFAEL ARGULLOL 1. El paisaje como desposesién El monje se halla absorto. Su breve silueta €s, apenas, un minusculo accidente que no Ile- ga a turbar el predominio de los tres reinos. Tierra, mar, cielo, tres franjas infinitas empe- quefiecen la presencia del solitario; posible- mente también el gran ruido del silencio le ano- nada. La inmensidad le causa una nostalgia indescriptible y, asimismo, un vacio asfixiante. La antigua grandeza, perdida en el horizonte, le es retornada en forma de angustia: el mar se abre a sus pies como un fruto dulce y amargo. Cuando Caspar David Friedrich, entre 1808 y 1809, pinta «El monje contemplando el Mar, confirma la desantropomorfizacion del Paisaje. E| hombre ha perdido definitivamente su centralidad en el Universo y su amistad con Ja Naturaleza. Tras la gran aventura del Rena- cimiento y de las Luces, vencido Dios por la RAFAEL ARGULLOL SAJE COMO DESPOSESION 1B éste, aunque tiene un gran valor en si mismo, con la utilizacion matematica de la perspecti- ya, se halla siempre supeditado al objetivo ioritario de representar la vida del hombre. _ Algo semejante puede decirse de toda la pléya- _ de genial de pintores que durante el siglo xv _ lena de sus obras las iglesias y los palacios del norte de Italia. Por ejemplo Benozzo Gozzoli, - en el que el paisaje forma parte activa del or- namento de los grupos humanos. O Paolo Uc- lo, para el que la representacion pictérica la Naturaleza es el escenario en el que se tetiza y realza la dinamica guerrera de los hombres (3). Razon, ahora el hombre percibe una nueva an- gustia, mas desmesurada y mas titdnica que la medieval, pues él mismo, con su audacia y su temeridad, se la ha procurado. Atras queda el optimismo antropocéntrico, atras la frescura fecundisima de aquella Flo- rencia que engendra, como un ser prodigioso, al hombre moderno. Dante, al emprender el viaje a un infierno todavia medieval, demues- tra ya el talante de este nuevo hombre. En San- ta Maria della Arena de Padua, Giotto lo pin- ta (1) y, entre sus atributos, el principal de ellos es su predominio, es su autoridad, es ser alter deus erigiendo su trono en un primer pla- no, arropado pero nunca eclipsado por la Naturaleza. Frente a esta concepcién, en la pintura ro- mantica el paisaje deja de entender como ne- ria la presencia del hombre. El paisaje se tonomiza y, casi siempre desprovisto de fi- , se convierte en protagonista; un prota- onista que causa en quien lo contempla una doble sensacion de melancolia y terror. El onje de Friedrich siente sobre si el peso de abrumadora Weltschmerz, de un pesar nico tanto mas doloroso cuanto que es in- *finido e inaprehensible. Por un lado siente magnetismo de un infinito parasensual que ita al viaje y a la audacia; por otro el vacio cerante de un infinito negativo y abismatico el que la subjetividad se rompe en mil pe- d ;. Como Lepardi ante el doble sentimien- 0 del Dolor Césmico y de la Belleza Esencial, desamparado contemplador del cuadro de El monje de Friedrich sufre su minimizacion en la inmensidad crespuscular. De ningun ar- tista del Quattrocento puede surgir esta imagen desolada. La dignidad césmica del hombre-mi- crocosmos proclamado por Pico della Miran- dola quiza no tiene equivalencia en la Histo- ria. En la revolucién renacentista los hermosos paisajes toscanos son delicados tapices en los que se proyecta el creciente poder humano. Piero della Francesca, al modular con vigor sin precedentes la armonia de los cuerpos, no olvida trazar el paisaje de su tierra"(2). Pero RAFAEL ARGULLOL Friedrich siente tanto la voluptuosidad de un naufragar dulcisimo como el horror de una in- mensidad que desborda su mente. En el Romanticismo el paisaje se hace tra- gico pues reconoce desmesuradamente la esci- sion entre la Naturaleza y el hombre. Frente al jardin rococé, mesurado y pastoril, las pro- porciones se dilatan a través de un vértigo asi- métrico. Frente al escenario limitado y tranqui- lizador, los horizontes se abren hacia el Todo y hacia la Nada con la abrupta alternativa de una sinfonia heroica. En el paisaje romantico el artista celebra titanicamente la ceremonia de la desposesion. Sin embargo esta desposesién, esta pérdida de centralidad por parte del hombre, esta con- ciencia de la autominimizacién, el Romanticis- mo la recibe del propio Renacimiento. Tras la muerte de Rafael, culminada y quebrada la ar- monia del Quattrocento con el clasicismo apo- lineo, el artista renacentista comprende cada vez con mayor dramatismo el verdadero signi- ficado de su época. Los cruciales descubri- mientos de Colon y Copérnico le han demos- trado el enorme poder del nuevo espiritu que ha sabido liberar las ocultas potencias del hom- bre. En un solo siglo el mundo se ha’ ensan- chado mucho mas que en los diez siglos ante- riores. El hombre se ha descubierto a si mis- mo, ha descubierto su poder. Pero lenta, in- E COMO DESPOSESION 15 embriagado en el brillante tor- lino de los hallazgos, el hombre ha debido brir su pequefiez, su soledad, su impoten- cia. Asi, el «gran mar del ser» que adelanta Dante, implica simultaneamente el poder y la potencia. Al lado de la Luz, al lado de la ulgurante belleza del espiritu florentino que se corona en el pincel de Rafael Sanzio, se in- cuba la oscuridad, la distorsion de la forma, la «terribilita». Al lado de la concordia, surge Ja fuerza creativa de la discordia. La concien- cia de Ia escisién entre la Naturaleza y el hom- entre el macrocosmos y el microcosmos _ mirandolianos, invade el arte, y el artista pier- la espléndida confianza de un Leon Battis- Alberti, convencido de que la representacién la realidad es al mismo tiempo creacién y racion, para sumergirse en la busqueda ierista de la Idea (en el sentido panofskia- o) (4) interior. El Parmigianino, Tintoretto, ghel o El Greco indican el camino, ya stico, ya apocaliptico, hacia la subjetividad. El mismo camino que ensaya Giordano Bruno on su concepcién magica del devenir 0 Michel Montaigne con su prédica del «viaje inte- ™, el mismo que Shakespeare muestra: la dia del humanismo renacentista ya despo- lo de la primitiva ilusidn. En el paisaje romantico la Naturaleza es la tata piaggia»y de que habla Torquato el hombre la siente exteriorizada, ena- ‘alejada. Ha sido expulsado de ella, o RAFAEL ARGULLOL ‘COMO DESPOSESION 17 mas bien se ha autoexpulsado, y ahora se sien- te como un naufrago errante en su seno. Si comparamos los cuadros de un Antonio Po- laiuolo o un Botticelli (5), en los que la Natu- raleza acaricia y resguarda solidariamente la obra de los hombres, a los desolados panora- mas de Riesengebirge pintados por Friedrich, tendremos un testimonio fehaciente del cambio desgarrador acaecido en el sentimiento del hombre moderno. En las visiones del pintor aleman las profundas perspectivas devastado- ras se pierden en una lejania huidiza e indife- rente. Una bruma perpetuamente crepuscular es la tnica respuesta de las cumbres montafio- sas al espectador; una bruma que se hara cada vez mas densa a medida que avanza la obra de Friedrich y que se hara totalmente insopor- table en los Ultimos cuadros del otro genial paisajista romantico, William Turner. npotencia. Junto a la Naturaleza saturnia- Ly liberadora se halla una Naturaleza jupite- y exterminadora que destruye cualquier o de totalidad. De ahi que sea comple- te erronea una interpretacién «bucdlica» jisajismo romantico, pues en éste se halla npre presente una doble faz, consoladora y posesora. Por eso, como veremos, en la tura del Romanticismo son indeslindables «deseo de retorno» al Espiritu de la Natura- a y la conciencia de la fatal aniquilacion que ste deseo comporta. La conciencia de la escision entre la Natu- raleza y el hombre que atormenta a los manie- Tistas se convierte en definitivamente irrepara- ble para los romanticos. Estos desean el retor- no al Espiritu de la Naturaleza, porque en él reconocen a aquel dios que en la anhelada e inexistente Edad de Oro alentaba la union de Belleza, Libertad y Verdad. Desean, como An- teo, retornar a esta Naturaleza saturniana, a esta Madre, en cuyo seno reconocen su ansia de plenitud. Mas, en su conciencia tragica, per- ciben claramente que este camino de retorno se halla obstaculizado por el temible rayo de 1E COMO DESPOSESION 19 E. H. Gombrich: «The Renaissance Theory of Art ‘of Landscape» en «Norm and Form», London, 1966; - «Pacsaggi inattesi nella pittura del Rinascimento», «Landscape paii . From Giot- ent day», London, 1923; Richard A. Turner: «The cape in Renaissance Italy», Princenton U.P., 1974; all gusto dei primitivi», Bologna, 1926. to» (Londres) o «El Triunfo de los duques de Urbi- cia), puede considerarse la culminacién de un proceso incipios del Quattrocento por Masolino da Panicale, o en «La Crucifixion» (Roma) y, especialmente, por ‘cuyo «El Tributo de la Moneda» (Florencia) es una lar de la revolucién renacentista, tanto en el nuevo 9 volumétrico de las proporciones del cuerpo humano, vigor en la representacién del paisaje. ‘Adoracién de los Reyes Magos» (Florencia) es una I de la importancia de la naturaleza en la obra de zzoli. Las numerosas figuras humanas de la serpen- 1a quedan perfectamente enmarcadas en el paisaje ores, y todavia mas decisivos son las tres «Bata- 0 Ucello (Londres, Florencia, Paris). Particularmen- primeras, el contraste entre la accién de los guerre- e desarrolla en el primer plano y el espacio que, tras ce prolongarse hasta el infinito, sirve para realizar al a presencia del cuerpo humano y de la naturaleza. win Panofsky: «Idea. Ein beitrag zur begriffs geschich- n Kunsttheorie». B. G. Teubner, Leipzig, Berlin, (1) En contraste con la Edad Media el surgimiento del pai- saje en el Duecento y el Trecento anda parejo con el nuevo tra- tamiento que el arte da al hombre. Frente al estatismo y linealis. mo medievales, en los que la naturaleza queda reducida a ser un) elemento decorativo, las nuevas formas espaciales que progresiva- mente va conquistando la pintura, cuya culminacion serd la pers- pectiva renacentista, tienden a otorgar a aquélla una funcion re- levante; en la representacién artistica la naturaleza se transfor: ma en el marco que magnifica el cuerpo humano. Esto empieza) a ser evidente en algunas de las obras de los principales artistas del Protorrenacimiento. En el caso de Giotto, ademas de en los frescos de Santa Maria della Arena, ello aparece claramente ma- nifestado en los de Asis; por ejemplo, en «San Francisco predi- cando a los pajaros». De una manera similar cabe citar las obras de Cimabue, «El Bautismo de Cristo» (Padua), de Duccio, «La entrada en Jerusalén» (Siena) y el atribuido a Buffalmacco, «La- zaro apareciéndose a las hermanas» (Asis). En todos ellos la re- presentacién del paisaje ‘ica un abandono de los esquemas. medievales, en beneficio de una nueva vision del hombre y de la’ relacién de éste con la Naturaleza. Entre los ensayos referidos al paisajismo renacentista en rela- cién a la historia del paisaje, cabe destacar: Kenneth Cla «Landscape into art», London, 1952; Max J. Friedlander: «Es- says ber die Landschaftmalerei und andere Bildgattungen». De ‘obra como «El Rapto de Deianira» (Yale) de Anto- © es perfectamente representativa de la concepcién n el momento Algido de! «Quattrocento». La escena itre Hércules, Deianira y el Centauro sirve para mos- del Arno y su valle: conquistada la perspectiva, toscanas se convierten en un nuevo paraiso mitico. Significacion puede hallarse en «La Primavera» (Flo- Sandro Botticelli o en «El combate entre el Amor y la (Londres) de Cosimo Rosselli. 2. Ruinas este respecto es verdaderamente sugeren- representacion romantica de las ruinas, a por lo general, la critica ha juzgado el lado de un supuesto gusto por lo ana- co, cuando no de una enfermiza melanco- sin embargo ésta es una interpretacién superficial, sino también errénea. La onable aficion de los artistas romanti- plasmar en sus telas los restos materiales lo guarda mas bien relacién con aque- riginal conciencia que les hacia compren- contradictoria obra de la Naturaleza. Lo y fecundo de la «ruina romantica» es ella emana este doble sentimiento: por do, una fascinacién nostalgica por las cciones debidas al genio de los hom- ; por otro lado, la licida certeza, acompa- a de una no menor fascinacién, ante la po- lidad destructora de la Naturaleza y del Simbolos de la fugacidad, las ruinas 22 RAFAEL ARGULLO 23 creativo de los hombres, pero también co; huellas de su sumision a la cadena de mortalidad. alla de la recuperacion goethiana, la cidn romantica de la Antigiiedad es naria. El espiritu tragico de los anti- ; griegos, tal como lo entienden Alfieri y nardi, Holderlin y Keats —y también el ‘comentador de Séfocles que es Hegel— orda las atribuciones que le otorgan Winc- in y Goethe. Al ahondar en la épica ho- sa, en la gran lirica desde Arquiloco a Pin- yy, especialmente, en la tragedia Atica, los ticos descubren toda la compleja tragici- aquel espiritu. Junto al orden, a la cla- a la tranquila grandeza, el Romanticis- halla en el arte helénico, la asimetria, la jad, la desbordada convulsién. Frente a t (2), que separa ambos planos, la belleza lia y la sublimidad de la noche se alimen- mutuamente. Apolo y Dioniso luchan y se en el reconocimiento de que sus pode- Mas el tratamiento pictérico que les dan Ig artistas del Romanticismo es absolutamente ip novador, huyendo, al igual que los poetas que en el mismo periodo, luchan por una nue} sensibilidad, de la aséptica comprension neg clasica de las civilizaciones antiguas. Goethe siguiendo la estela de su maestro Winck mann, es el primero que trata de recupera poéticamente, por encima de formalismos not mativistas, el espiritu de la Antigiiedad. Obra como «Ifigenia», «Torcuato Tasso» y el segun do «Fausto» son buenas muestras de este ¢ fuerzo. Sin embargo, Goethe —probablement con conciencia de su eleccién— se queda a mit a tad de camino. Tras su primer viaje a Italia on mutuamente indispensables, y de esta que le permite contemplar directamente los res n y esta comunién —como constata tos de la antigua Roma y las obras renacentis she respecto al origen de la tragedia— tas, Goethe insiste en separar rigidamente e la esplendidez del arte griego. «clasico» de lo «romantico». En su opinié: a para el arte, el primer concepto viene defi por lo «sano», por lo vigoroso, por lo objet vo; mientras el segundo atafie a lo «enfermo», a lo morbido, a lo subjetivo. Ante tal dilem el poeta aleman no tiene ninguna duda: el art | griego se construyé apoyandose en los califica Or, primero en Venecia y luego en Roma. tivos del primer grupo y expulsando a los dé kelmann se halla impresionado por la segundo. El arte griego, al que debia tomar: Na serenidad de las construcciones gre- como modelo universal, rehuia el desorden; eri anas, la obra de Piranesi esta, desde un luminoso, ataraxico, apolineo (1). , impregnada por el sentimiento tragi- lo perecedero. Sus paisajes arqueolégi- n violentamente con la estilizada pre- lo, en 1746, Winckelmann escribe su ia del Arte de la Antigiedad», Giovan- sta Piranesi hace ya unos pocos afios iniciado su labor de arquedlogo y gra- RAFAEL ARGUL| i 25 sentacion de las ruinas propias del Neoclasi mo. En éste, las viejas piedras aparecen etéreas, como suspendidas en un mundo id, que se halla por encima de las contradiccio; Piranesi, por el contrario, italiano como es, por tanto reconocedor directo de la verdad devastacion de las civilizaciones mediterrane, nunca deja de vincular los vestigios del pasa al Tiempo y a la Naturaleza jupiteriana que han alzado sobre ellos. contienen no sélo el espiritu luminoso Jo sino la fuerza y la magia del espiritu 3] destino jupiterino del hombre preside to- obra piranesiana. Implacablemente la leza invade, quiebra y extermina los fru- 1 ; Cuando mayor ha sido la pre- 6n creadora del hombre, con tanta mas jad la Naturaleza le hace sentir lo efime- su ambicién. Por eso Piranesi muestra dad la desolacién de las obras geniales. bovedas rotas, las columnas seccionadas, caidos, los capiteles cubiertos de lo- yectan sus languidas sombras sobre el bre moderno como recuerdo material del ry la impotencia de sus admirables pre- Por eso Piranesi tiene inmediatos precede tes italianos entre los grabadores de «capri Marco Ricci con su «Experimenta» de 17: Giovanni Paolo Pannini con sus «capricho sobre las ruinas romanas e, incluso, Giovani Battista Tiepolo y Antonio Canaletto (3). E este sentido es evidente la eficacia del retorg . Los frontispicios de su «Antichita miento de la forma de raiz veneciana frente a» pueden tomarse como ejemplo de los trazos rectilineos del Neoclasicismo. -Minisculos paseantes caminan por una obstante es Piranesi quien inaugura lo que p inante avenida de gigantescas construccio- driamos calificar de arqueologia trdgica. Ent . Toda la antigua magnificencia, imaginada siasta estudioso de los restos de las cultui ite por Piranesi, adquiere un carac- etrusco-romana y de la helénica de la Magi tasmagorico, un cardcter casi opresivo. Grecia, Piranesi tempranamente intuye la A tigledad de un modo harto distinto a los jeros y profesores alemanes y a los literatt franceses. Lejos de la marmérea gelidez que gusto neoclasico otorga a la arquitectura g corromana, sus grabados representan las r nas bajo un angulo de terribilita y apasionad energia. Nunca lisas sino cubiertas de musgo maleza, nunca nitidas y perfiladas sino resq' brajadas, retorcidas, tortuosa: para Pira las «Camere Sepolcrali», la angustia de ccién se hace totalmente explicita: los , anonadados por el espectaculo del do, reciben la violenta impresién de las Teles del tiempo». Cuando Piranesi graba gigantescos columbarium se halla ya muy de escenificar el «teatro de la muerte» intico. No es casual la influencia de estos ios en el «Vathek» de William Beckford 26 RAFAEL ARGULIg 2 , y parece recibir el mismo mensaje que atica de «Ode on a Grecian Urn» de n Keats lega a los humanos como senten- initiva: y en el «Castillo de Otranto» de Horace W. pole; ni tampoco que Theophile Gautier dese Ta representar el «Hamlet» de Shakespeare « medio de estos bosques de columnas, a tra de las salas bafiadas por sombras y luces m teriosas, perdido entre el hormigueo perpety de personajes con apariencia de vida que p blan estas construcciones prodigiosas» (4). «Beauty is truth, truth is beauty, —that is all ye know on earth and all ye need to know» 1 artista romantico reconoce en las anti- s piedras, que mantienen la hermosura a ar de las mutilaciones y la degradacién, las ini: ias de esta Belleza Esencial que es, si misma, lo unico verdadero. Mas, como la arqueologia trdgica de Piranesi, en el cua- de Fuseli no debe buscarse una relacion ista entre el artista y la civilizacion iI— que evoca. Solo la imaginacién y el jo permiten al romantico penetrar, mas alla a apariencia, en la imagen, al mismo tiem- ea y patética, de un mundo que habién- e encumbrado hasta la cima de la creativi- ebid conocer luego la mas tenaz de las trucciones. Piranesi muestra un desprecio por las no mas y las medidas que hubiera resultado int lerable para los neoclasicos. Su interpretacié del espiritu antiguo transgrede profundame: la mera imitacion de los modelos grecorro nos. Como es propio de toda mente romantig no es la mimesis, sino la imaginaci6n, el unig conducto cognoscitivo para acceder a la ver dad. Por eso ante los grabados de Pirane nunca sentimos la copia de un mundo muerta sino la recreacién magica de un universo q Parece extenderse ilimitadamente en el desequi librio de los espacios oniricos —un univers cuya muestra mas cabal son las «Carceri d’i venzione». Y éste es verdaderamente un cle mento definidor de la actitud del Romanticis mo ante la Antigitedad. n todavia mayor razén hay que aplicar iterio a las ruinas «ndrdicas». La obse- los pintores centroeuropeos y_ britani- En un cuadro del que podriamos califi los restos de los castillos medievales y i lificaciones géticas, lejos de dar pie a una posicién Norte-Sur, esta directamente c con la misma «conciencia de la es- que siente todo el Romanticismo ante s de las viejas civilizaciones medi- Henry Fussli (Fuseli), «El Artista conmovid por la grandeza de los fragmentos antiguo’ (1778-79), encontramos la clave de esta nue’ sensibilidad romantica (5). El artista acaricia desolado, aquel marmol hijo del Silencio y de 28 17 29 RAFAEL ARGULLO| andes anhelos. Para ellos se cumple el yy la pesadilla que los pintores romanti- jumbran en las ruinas: el porvenir de la, 7a es 1a Muerte, una Muerte que es, en si Belleza. Algunos de ellos, como el inglés Turner los alemanes Carl Rottmann, Johann Chirstig Klengel y Caspar David Friedrich —este ult mo, tal como sucede con tantos poetas germ, nos nostalgicos de Grecia, sin haber pisad nunca tierras meridionales— son capaces ¢ plasmar indistintamente las decadencias ¢ Sur y del Norte. Klengel trata las «ruinas d templo de Minerva» segin un punto de vist muy cercano a Piranesi, y Friedrich «ve» «Templo de Juno en Agrigento» a través dé mismo claroscuro con que contempla las vig jas edificaciones de Pomerania. Por encima d Norte 0 Sur, gético o grecorromano, cién rural o urbana, lo que caracteriza y uni fica la sensibilidad romantica ante las obra del pasado es la conciencia —y subconscien cia— de la grandeza y caducidad que e1 trafiaron. n «Hadleigh Castle» (1829), uno de los ul- ; cuadros de John Constable, se hace bri- te evidente la aniquiladora efectivi- Carpe diem. Olvidando anteriores pre- es, el pintor inglés se acerca a la sensi- de su gran contempordneo, Turner, al el patético azote de la Naturaleza y mpo. Las ruinas del castillo aparentan angustiosamente la lenta pero implaca- bor del ocre mar. Entre el cerco de las el peso de un cielo pesado y oprimente, elo rasante de los cuervos parece querer moniar el fin de las esperanzas para todo cto humano. Las ruinas géticas de Karl Blechen —q' también pinté numerosos paisajes «clasicos de las antiguas Roma y Magna Grecia— Ernst Ferdinand Ochme sugieren lo mismo qué las «mediterraneas», una idéntica fascinacién romantica por el insuperable derrumbe de la obras hermosas de los hombres. Como en «novela g6tica» del mismo periodo, Belleza Muerte se hermanan segiin el primer verso d famoso canto de Giacomo Leopardi. Bajo la inmensas columnas y las oscuras criptas los fa: tales personajes de Ann Radcliffe, Mathiew Lewis y Charles Maturin y, todavia en ma: inquietante medida, los demoniacos héroes dé Byron, sufren el peso de la destructividad de embargo el «culto» romantico de las rui- no es solamente la expresion de la deses- Za O el reconocimiento de la caducidad a, sino también la materializacién de otesta contra una época —la propia— a se considera desprovista de ideales n el gran poema «El Archipiélago», a tra- cual Hélderlin accede miticamente a su Briego, el espiritu antiguo es recreado de la simiente de sus restos. En el deseo del 32 RAFAEL ARGY mente conocido en la actualidad, tuvo gran importancia ¢ desarrollo de la sensibilidad romantica en el terreno de la Pi y, sobre todo, del dibujo. Sus ilustraciones de Shakespeare, ton y Wieland marcan el camino de la posterior tradicion ron en este campo, desde William Blake y Eugene Delacroix ta Joseph Anton Koch y Gustave Doré. El mismo Edgar Poe se ha referido al «terror intenso, indescriptible que F pinta en las telas». Un amplio estudio de Fuseli como ilust; iterario lo desarrolla P. Ganz en «Die Zeichnungen Hans tich Fisslis», Berna, 194° (6) Friedrich Hélderlin: «El Archipiélago». Alianza tial, Madrid, 1978. (7) Acerca del problema del paisaje puro y, en general paisaje ideal: Joseh Grammi. «Die ideale Landschaft», Freib 3. Laberintos amos a Giovanni Battista Piranesi mas importante, las «Carceri d’in- podremos comprobar hasta qué ‘mente romantica interioriza y recrea mente el mundo inerte de las viejas es. Del mismo modo que Carl tenta pintar el «paisaje puro» de mitico, Piranesi busca en los graba- is «Carceri» reflejar el paisaje interior moderno. Siguiendo los pasos de fa trdgica, del trazo piranesiano onirico irrealmente real, mons- verosimil; un cosmos de horizon- Es un mundo que tiene sus an- en el propio Renacimiento y en el centroeuropeo del siglo xviI (1), en Piranesi toma su expresin extre- es de la perspectiva renacentista de la «manierista»— son sustitui- S nuevas. El ojo deja de tener un y pierde su percepcién omnicom- S espacios euclideos dejan de ser 24 25 26 27 RAFAEL ARGy a la realidad objetiva, empirica, que domi; mundo de las formas. El reino de la luz sumerge en el reino de la sombra y del clay curo. Sujeto y objeto luchan entre si dist ciandose y confundiéndose. naisaje interior piranesiano es la pesadi- hombre escindido (2): fantasticas esca- si principio ni fin y, lo que todavia es ite, sin objeto aparente; columnas, y arcos sosteniendo inverosimiles es- as; vigas y lianas desgajadas; rejas e ins- de tormento; fieras de pétreo esta- ostros enormes cincelados con el ros- ‘sufrimiento..., un universo en el que el 9 parece concentrarse sobre si mismo, la luz se hunde en la tiniebla y en el se halla bajo el dominio de la cur- ste laberinto absoluto y abrumador los aparecen como diminutas e impercep- turas cuyo sufrimiento apenas cuen- opresiva opulencia de estas arquitec- jteriosamente demoledoras. Piranesi el cruel juego en el que el hombre , como sombra errante y sin, rumbo, e en el laberinto de su propia impo- laberinto que materializa en estos tor- spacios mitad mazmorra, mitad tum- Esta nueva distribucion espacial, esta g cepcién iconolégica que concede el prim absoluto a la subjetividad es el marco id6y para el desarrollo de la sensibilidad romanti El subjetivismo piranesiano se enfrenta al den compacto y jerarquizado de los valores solutos. Al lado del mundo aparente, «ey Tior», sitta otro mundo, tan importante o 4 que aquél, en el que tienen cabida las pote cias demoniacas, las ambiguas criaturas suefio. Los dieciséis grabados de las «Carce —catorce publicados en 1750 y la serie cof pleta en la segunda edicién de 1760—, ente didos como el entero ciclo de una obra ui sitdan al espectador ante un mundo atempo un mundo en el que piedras y sombras se vaden mutuamente, interpenetrandose. Solo cee ae escena de la plancha II parece no desarroll omas de Quincey la conciencia tragica €n un recinto cerrado; la acumulaci6n caoti le. parece tan clarividente que no de ruinas y gigantescas efigies, que contras N personificar en el propio grabador ve- con lo secundario y minusculo de los grup el drama del hombre moderno ante el humanos, la emparenta con los grabados de O de sus «carceles»: «...en el suelo (de «Antichita Romana». Las demas planchas S salas goticas) estaban diseminadas IV y la IX dejan vislumbrar fragmentariame de maquinas, cables, poleas, rue- te el cielo que esta «afuera»— corresponden| as, catapultas, etc.; y, ayudandose un universo subterraneo y catacumbico. “Sobre este escenario, estaba Piranesi 36 RAFAEL ARGU 37 | : i ! mismo; seguid el edificio un poco mas pintan los decorados teatrales que sir- arriba, y veréis que se llega a un precip ‘a representar los dramas del «Sturm i escarpado, sin ninguna balaustrada; y sin g». En Inglaterra, escritores como HI bargo, no hay ningun medio de volver af y De Quincey 0, en Francia, otros | Hace falta descender al fondo de los abismg isset, Nerval y Hugo (4) insisten en la Pero levantad los ojos y veréis una seg tragica de la distorsién Optica crea- huida todavia mas hacia arriba; y aun Pi iranesi. La efectividad, en suma, de i si permanece al borde del abismo. Levan nenraum —segin la grafica expre- | otra vez los ojos, y de nuevo esta Piranesj Rilke— en el que el hombre siente re- bre el escenario mas elevado; y asi hasta interiormente la imagen opresiva de las derlo en las bévedas tenebrosas de las salas gs escisiones que rodean su vida. Cuan- (3) La descripcién de este pasaje «opia ich von Kleist, por ejemplo a través excelente: como si su existencia se reflejar hail Kohlhaas, 0, cien afios después, un espejo abismatico, la imagen del homb: a muestran literalmente las trampas medida que se esfuerza por escapar a la dig, en las que el hombre moderno se gacién del laberinto, se ve reproducida ¢9 erso, sus escenarios llegan a sugerir- i una escision sin fin. Si, en general, el pai realidad, un Weltinnenraum muy mo romantico muestra la enajenacién de al de los «Carceri d’invenzione». Naturaleza mediante su total exteriorizag respecto al hombre, el paisaje piranesiano las «Carceri» muestra a éste en la permai | interiorizacién de su escision. Y asi, mi i la desazon del hombre por su alejamiento | la Naturaleza toma forma en su _percepd | centrifuga de los espacios abiertos, su an; como «género humano infinitamente de puesto» —segun la expresion de Hdlderli | se materializa en la obsesién centripeta con siente sobre si los espacios cerrados. “confirmacién de la modernidad del nesiano del mundo contemporaneo hallarla en los movimientos expre- surrealista y, mas en concreto, en artistas del siglo XX, respecto a los comparacién resulta enormemente . Si, para tomar un ejemplo muy des- lacionamos con la de Piranesi la obra rits Cornelis Escher, encontraremos s6- exiones entre ambos. Comparando los «Relatividad» y de «Alto y Bajo» —el esbozo tiene un trazo que se mas al grabado piranesiano— con las Ill, Vil, VIII, y XIV de las «Carce- Omprueba que la concepcidn espacial ilar. Entre la distorsion de propor- ] Comprendido de esta manera no es ca que el laberinto piranesiano se halle plenat te presente en la escenografia romantica. Blechen y Karl Friedrich Schinkel, por ej plo, estan enormemente influenciados pof 38 29 RAFAEL ARGi ciones y las escaleras magicas de carceles de Piranesi la aie difeonl es que la tragicidad de este ultimo cede d so a la mostracién del absurdo. Lo que claroscuro de Piranesi es dramatica tensig, tre objeto y sujeto, en lo que en uno es ; miento, en el otro se metamorfosea en al didad. En la «Casa de las escaleras» Be condenados, sino sencillamente kafkiangs sectos con extremidades humanas; en ¢ mundo» contemplamos una irrealidad to mas cruda, cuando unas inquietantes son la Unica reminiscencia viva en un pI desolado y hostil. del paisaje» (S. xvi) esta jalonado por abundan- n Patinir con el signifi amente llamado «Pai- Notas 6n para-realista en la representacion paisajista 9 y el Barroco ofrece abundantes ejemplos, espe- jises Bajos y Alemania, pero también en Italia, . En la distincién, ya clasica, que Max Friedlan- jismo centroeuropeo («Essays tber die Lands- andere Bildgattungen», Den Haag, 1947), los se hallan tempranamente incrustados en el sur- Tras una primera etapa de ruptura con la | (Hubert y Jan van Eyck, Rogier van der Wey- Hugo van der Goes y Hans Memling) nos en- leno siglo xv, con la pintura de Hiyeronimus iS, y en especial «El jardin de las delicias» (Ma- nocidas por la manifiesta combinacién de ele- irreales. El periodo que Friedlander llama de itilizan el pararrealismo en sus obras. Asi, por York); Mathis Grinewald con el «Altar ; Albrecht Altdorfer con «San Jorge y el dra- (Berlin); o Pieter Brueghel con «La Torre de . Por fin, en lo que el critico germano califi- 0 del paisaje» (S. xvi), hallamos algunos ejem- € pre-romanticos: Adam Elsheimer con «Huida ); Herkules Seghers con «La Tormenta» (Flo- n Ruisdael con «El cementerio judio»; Peter 2 30 é 43 RAFAEL ARGy dramatica lucidez e irrenunciable accion @ «cuenta pendiente» del arte europeo desq fin del Quattrocento. En este sentido, |g cepcién del juego contradictorio entre pod impotencia es lo que, salvando el inter de las «Luces», hace al ultimo Renacimien al Romanticismo peldafios de una misma lera de la conciencia tragica moderna, n una Naturaleza activa y nocturna el tema de la «contemplacién impos Igica» tan peculiar del Romanticis- traste similar nos sugieren los «San de los también venecianos Lorenzo acopo da Valencia, quienes, al mos- 7 a solitaria del santo, presentan a za con un protagonismo inusual pa- gestros del Quattrocento florentino (2). Frente a la escision entre hombre y Nat leza, la nueva sensibilidad romantica se pre ne la busqueda poética de aquella Naty ideal, saturniana, que su subjetividad le senta como imagen de una «Edad de Oroy la que la razon y la libertad humanas se can. Es obvio que la pintura del Daisaje —o, mas bien, de la nostalgia de este paisg ocupa, consecuentemente, una funcidn de: mer orden en el arte romantico. jnsOlito todavia, al mismo tiempo que vante de la profunda crisis estética cimiento, es el cuadro «Vista de To- e El Greco. Lo desacostumbrado de ra es tan grande que no es exagera- sarle un lugar decisivo en la genealogia tal como sera comprendido por el ° icismo. En mayor medida aun que en tad» del Giorgione, la Naturaleza un vigor propio extraordinario. Tole- | Sujeta al dominio de un cielo cuyo , Plomizo y amenazador, resulta evi- inquietante. Una sola ojeada al El Greco es suficiente para compro- su técnica es tan revolucionaria que sl expresionismo de los siglos XIX En cierto modo puede decirse que ocurre incluso mucho antes. La persecucié este paisaje ideal no seria la peor manel interpretar uno de los lienzos menos suj interpretacion de todo el Renacimiento: Tempestad» del Giorgione. En este cuadro, mamente enigmatico e inclasificable, la raleza ya no desempefia, como en la es¢l toscana y quiza todavia en Giovanne Bi una funcion que resalta la preponderanci elemento humano, sino que, autonomiz destaca por su autoritaria presencia. Pre mente el misterioso contraste entre el sold y, en especial, la hipotética madonna semi ‘ 10 hacia la nostalgia romantica Olvidarse los paisajes mitolégicos de in y de Claude Lorrain que in- / NO escasa medida, en la pintura del mo; aunque, desde luego, todavia in conocer la complejidad tragica 34 de la recuperacién de la Antigtiedad, a a ~ tan infructuosamente— anhelante de alcang RAFAEL ARGU LA NOSTALGIA 45 nciencia romantica se enardece y se intuyendo que aquél es la fuente que creatividad y, al mismo tiempo, el el que se condena su vitalidad. An- a del Mundo» —esta interconexién «§ Juan en Patmos», de Poussin, indica un ca no interpretativo que después retoman alg, pintores romanticos como John Robert Coy, y Carl Rottmann. La figura del apéstol ¢ tan integrada en el escenario griego —reg do de una sabia combinacién de Arboles y nas— que su identidad humana se disuelve la idealidad del paisaje. En «Acis y Galate; de Claude Lorrain, la aforanza de la «By de Oro» se manifiesta en una Tepresentag; «virgiliana» del paisaje, en la que la accion los enamorados es de escasa relevancia, ja sensibilidad romantica se conmue- ‘una combinacién de gozo y melancolia. 2 es el mismo doble sentimiento que el fico siente ante una Naturaleza que tan- toda la obra de Caspar David Friedrich 3 esta Sehnsucht, pero hay un cuadro que , : con insuperable maestria: «El viajero el mar de nubes». La composicién de la alrededor de la central autoridad del que, como es muy habitual en los jes de Friedrich, se halla de espaldas al . Este procedimiento acrecenta la nte ambivalencia de este hombre solita- | el que puede adivinarse, ya la desolada cién de su propia pequefiez ante la in- ad, ya el vigor titanico que rememora al situar su encuentro con el Super- a seis mil pies de altura o que hace nar a William Blake: «Grandes cosas se in al encontrarse, cara a cara, el hombre ontafia» (3). Sin embargo, la autonomizaci6n total Paisaje respecto al protagonismo humano se da hasta la pintura del Romanticismo, mente romantica esta tan insaciablemente la totalidad y la unicidad que erige al Espit de la Naturaleza en el genuino Tepresenta estético de su ansia: ésta es la razon de que paisaje, cada vez mas importante desde la cf sis renacentista, se constituya en la princip manifestacion de la pintura romantica. La ideologia romantica es un viaje sin reto no hacia la unidad de una Belleza Esencial q es tan inexistente como irrenunciable. Este d culo vicioso le otorga toda su heroicidad y do su patetismo. Ante «lo misterioso Uno pt mordial (Ur-Eine)», como lo califica Niet ‘cuadro de Friedrich parece haber sido , Jo en el momento magico en que el hom- enfrenta al Infinito. Encaramado, en

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