En su Carta persa 118, en 1721 Montesquieu subrayó que las costas de África "deben
de estar terriblemente despobladas desde hace doscientos años en que los reyezuelos y
jefes de aldea venden sus súbditos a los príncipes de Europa para llevarlos a sus
colonias en América". En una obra posterior, El espíritu de las leyes (1748), ironiza
sobre la pereza de los pueblos de Europa que "habiendo exterminado a los de América,
han debido esclavizar a los de África, para utilizarlos en roturar tantas tierras". En el
mismo lugar llama la atención sobre la dimensión económica del problema: "El azúcar
sería demasiado caro, si no se hiciera trabajar a esclavos la planta que la produce". Once
años más tarde, Voltaire explica en Cándido, por boca de un esclavo mutilado: "Es a
este precio que ustedes consumen azúcar en Europa".
Queda todo dicho en pocas palabras: la riqueza de Europa, cuna del capitalismo, está
construida sobre la explotación y exterminio de los amerindios, cuya población
descendió en tres siglos de 40 a 20 millones de personas (en ciertos casos con una
extinción total, como en las Bahamas y en las grandes Antillas, así como en la costa este
de América del Norte) y sobre la de los pueblos costeros de África occidental, que han
debido padecer una pérdida de 20 millones de personas (diez millones de muertos y
otros diez de deporta-dos) en tres siglos de trata, es decir aproximadamente de 1510 a
1850. Los ingresos de la economía servil, que representaban para las grandes potencias
europeas más de la mitad de los beneficios de exportación en 1800, han costado la vida
a más de treinta millones de seres humanos.
Uno queda estupefacto ante los censos más recientes: ¡los Estados Unidos censan
menos de dos millones de indios! Si la demografía natural hubiera seguido su curso
(como por ejemplo en Europa durante los tres últimos siglos), los amerindios de los
Estados Unidos deberían ser por lo menos una treintena de millones. ¿Qué pasó en Perú
y en Colombia, en Chile o en Argentina, donde los indios, como también en México,
son únicamente mayoritarios, mientras que deberían constituir si no hubiera existido
genocidio, el 90% de la población total? Y esto independientemente de los mestizajes y
otras "asimilaciones" que algunos creen poder utilizar para alterar las cifras.
El caso de los amerindios se resume pues en una siniestra contabilidad, al menos veinte
millones de personas han sido sacrificadas al Dios Beneficio de manera directa, por
medio de la masacre, la miseria, las deportaciones y las expoliaciones. Faltan los
detalles. Sin embargo, el cuadro general es terriblemente edificante: reacios, testarudos,
diabólicamente alérgicos al trabajo forzado que los colonos les imponían, los
amerindios, declarados extranjeros en su propia tierra, fueron arroja-dos a la nulidad por
los emigrantes europeos. Para des-gracia suya, África fue a su turno sacrificada en aras
de la "misión civilizadora" del capitalismo europeo para "roturar tantas tierras".
El desmoronamiento de África
Por esto mismo, durante este mismo periodo, es imposible apuntar ninguna progresión
de la población general de África (mientras que en el mismo periodo la demografía
europea exporta su exceso de población hacia el Nuevo Mundo y se dispone a poblar el
mundo entero).
El impacto económico es de una violencia inaudita: reinos que acuñaban moneda son
devueltos al estado tribal, federaciones de tribus se dislocan en comunidades errantes,
imperios constituidos se desmoronan, las aldeas son abandonadas, los campos dejados
en erial faltos de agricultores. La inseguridad general bloquea el comercio, los
intercambios intercontinentales se retraen al plano regional. Un largo estancamiento
económico acompaña la caída demográfica.
Una economía de bandidaje y de razia hacen perder el gusto por el trabajo. Se vuelve
más fácil enriquecerse, o simplemente sobrevivir, secuestrando a los hijos del vecino
que cultivando su campo. Paralelamente, las consecuencias ideológicas y políticas
agravan el estancamiento del continente: los reyes negreros imponen por la violencia
dictaduras personales contrarias a la democracia lugareña tradicional. La palabrería
toma el lugar del juramento de fidelidad, el pago de un tributo en cautivos reemplaza la
diplomacia. En medio de esta decadencia colectiva, la situación de las mujeres (que se
convierten en demasiado numerosas por la deportación de los hombres) se deteriora
notablemente: se ven constituirse gigantescos harenes, formados por mujeres
compradas, por viudas y por chiquillas vendidas, incasables e inútiles. Con los cautivos
demasiado enclenques para ser comprados por los europeos y con los ancianos en
excedente, se nutre un abundante rebaño destinado a los sacrificios humanos, cuya
práctica conoce en África un siniestro y vertiginoso incremento a partir del siglo XVII.
Ahora bien, súbitamente, la construcción de las factorías por las potencias europeas
volvió del revés hacia el exterior como a un simple calcetín la economía africana. En
menos de un siglo, los prósperos pueblos de las sabanas arbóreas se convirtieron en un
granero de esclavos y los belicosos reinos de los bosques litorales tomaron ventaja,
creando verdaderos imperios "de economía negrera", cuya única actividad era la
penetración en zonas apacibles, las razias, las capturas, la conducción y venta de los
prisioneros.
Parece inconcebible que veinte millones de hombres, de mujeres y niños hayan sido
arrancados de su hogar y de su tierra para responder a un problema de productividad:
teniendo en cuenta los riesgos del comercio trasatlántico, había que reducir la masa
salarial a cero para obtener un beneficio satisfactorio. Así, el cálculo del costo de
producción de café, de cacao, de azúcar y de algodón no podía ser favorable sino
anulando los salarios, con el fin de arrancar el máximo de plusvalía; el trabajador
esclavo, cuyo costo total se limitaba a su precio de compra y a la alimentación
estrictamente necesaria, constituía así una especie de mina viviente: produciendo entre
cinco y diez veces la plusvalía de un asalariado de Europa, el esclavo contribuía al
enriquecimiento de los colonos blancos, de los negreros y de los comerciantes de la
metrópoli.
A finales del siglo XVII, mientras la población servil en los Estados Unidos era
numéricamente igual a la de los inmigrantes blancos, producía el 80% del producto
nacional bruto de la colonia americana. Vemos así que ella ha contribuido a la riqueza
colectiva (ya que no cobraba ningún beneficio) de una manera tan abrumadora que
cuando alcanzó, hacia 1800, los dos tercios de la población total, los blancos
americanos habían prácticamente abandonado todo rol productivo limitándose a las muy
remuneradoras tareas del comercio hacia Europa. No es más que al final de siglo cuando
los inmigrantes blancos europeos inundarán por oleadas sucesivas a la población
originaria de África y asegurarán por primera vez una parte significativa primero y
después mayoritaria de la producción interior bruta (no obstante sin participar
mayoritariamente en el reparto de la renta interior bruta, a causa de la explotación
salarial de que eran víctimas los nuevos recién llegados alemanes, polacos, rusos,
italianos e irlandeses).
Los negreros, simples hidalgos y aventureros sin escrúpulos al principio del siglo XVI,
no fueron capaces de transportar más de una decena de millar de cautivos por año, con
destino a la colonia británica del Norte, a las Antillas francesas y españolas, y al Brasil
ocupado por los portugueses. Mantenido marginal hasta 1650, este comercio de rapiña,
aunque lucrativo, no constituía todavía una fuente de ganancias significativa. Fáciles de
comprar, con un precio de venta más bien bajo (entre 5 y 10 libras de 1650 para un
hombre con buena salud entre 15 y 30 años), los esclavos morían rápido y eran
reemplazados con la misma rapidez; un año de esperanza de vida en Brasil y las
Antillas, apenas dos en la Louisiana francesa. Cinco libras representaban en 1650 un
cuarto del ingreso mensual de un artesano de la costa este americana. Como ejemplo, un
siglo más tarde, el mismo esclavo se cambiaba por un fusil usado y cuatro barriles de
pólvora. Nada para hacer fortuna...
Estos elementos necesarios para una máxima extorsión de la plusvalía producida por los
trabajadores esclavos del Nuevo Mundo no fueron totalmente reunidos sino hacia 1800.
El boom económico que siguió fue tal que se puede afirmar sin dudar que el capitalismo
europeo no habría conocido su extraordinario crecimiento en el siglo XIX sin el aporte
decisivo del trabajo de la mano de obra servil del Nuevo Mundo.
Aparecida bajo Luis XIV, la moda del desayuno a la francesa (café con leche, o cacao
con azúcar de caña) se convirtió en un fenómeno universal en toda Europa a partir de
1750. Se abandonaron súbitamente las tisanas azucaradas con miel por el nuevo
desayuno, y esto hasta por las capas más bajas del pueblo, incluso en el campo.
La demanda era tal que el Nuevo Mundo multiplicó por diez la importación de esclavos
y se reconvirtió a los nuevos cultivos destinados a suministrar a Europa las bebidas
exóticas de moda: por ejemplo las Antillas francesas abandonaron el cultivo de especias
y se lanzaron hacia 1700 a la producción azucarera, mientras que Brasil se convertía al
café y que en todos lados se intentaba aclimatar el cacao, e incluso el tabaco, también
puesto de moda por la corte de Francia. Creado este primer mercado, fue sucedido por
otro cuando poco después de 1800 un ingeniero americano encontró el medio de cardar,
hilar y tejer el algodón. De un solo golpe, todo el sur de los Estados Unidos adoptó este
cultivo. La demanda de esclavos conoció una fuerte subida en todas las zonas de
producción: Cuba importó entre 1800 y 1850 más de 700.000 esclavos suplementarios,
vinculados al cultivo de la caña. El sur de los Estados Unidos hizo venir más de 150.000
esclavos por año entre 1810 y 1830 en la Cotton belt. Lejos de la chapucería de los
comienzos, nacía una verdadera "economía capitalista servil". La reventa de la
producción de café y de azúcar venidos de América representaba el 50% de los ingresos
de exportación de Francia en 1750.
Mercado de esclavos de Richmond, Virginia
Si bien es cierto que sólo Inglaterra ha transportado la mitad de los deportados (cesó la
trata en 1812) y los portugueses la cuarta parte, pequeños países como Holanda y Suecia
deben su despegue económico a la mano negrera (el ingreso por cabeza de los
beneficios de la trata fue diez veces más elevado en los países nórdicos que, por
ejemplo, en Francia). Los holandeses, como los daneses y los suecos, habían hecho del
transporte de los cautivos una especialidad rentable: la adaptación de los tejadillos de
aireación, el lavado de las bodegas, la ducha sistemática de los prisioneros, mejores
raciones alimenticias y buques más rápidos habían hecho bajar la mortalidad a menos
del 10% de los cautivos, mientras en ese mismo momento, en los sórdidos navíos de los
aventureros franceses, portugueses e ingleses, podía llegar al 50%, estableciéndose
generalmente en torno del 30% de decesos.
El rey de España dio luz verde a los barcos negreros con un decreto del 12 de enero de
1510. Los primeros cautivos africanos fueron desembarcados en la Española un año más
tarde, en 1511. Tras un siglo de chapucería, durante el cual fueron instalados los
elementos del capitalismo servil, las cotizaciones bursátiles oficiales concernientes a los
productos exóticos importados en Europa traslucen el reflejo de los mercados; más de
cien factorías de compra en las riberas africanas convenidas sobre un precio base de la
madera de ébano. La apuesta de adquisición quedaba limitada a cubrir los gastos de
transporte. Habiéndose puesto también de acuerdo la quincena de puertos que entre el
Río de la Plata y la bahía de Nueva York aseguraban en lo esencial la recepción de los
cautivos, el precio medio de venta de un esclavo adulto de buena salud fluctuó (en libra
constante) entre cinco y veinte unidades de cuenta de 1800, es decir entre una y dos
veces el precio de un animal de tiro, buey o caballo. Quedaba por regular el precio de
los géneros.
Teniendo en cuenta los servicios prestados por el esclavo, durante tres siglos esto fue un
excelente negocio para la rentabilidad de las inversiones en las dos Américas. Por una
parte, la importancia de los beneficios del trabajo servil puede medirse en el
rendimiento particular de productividad que le caracteriza: siendo la masa salarial
cercana a cero, la relación entre la producción (cualquiera) y esta masa da un valor
ínfimo, imagen matemática del máximo posible de extorsión de la plusvalía producida.
Por la otra, la situación de monopolio asociado a un mercado cautivo aseguró beneficios
que permitieron a Europa asentar un sólido capitalismo preindustrial que le permitió
acceder a un estadio superior en el curso del siglo XIX, siglo de la conquista del mundo.
Tras haber impuesto desayuno a la francesa, la economía servil (constituida por el
sistema bancos-armadores de Europa-reyes negreros de África-transportistas-
plantadores y exportadores de América-importadores de Europa) puso de moda el
algodón. Habiendo creado la necesidad (después de haber conseguido hacer pasar de
moda la miel, las tisanas, el lino y la seda) respondió primero de manera puramente
mercantil con tasas y barreras proteccionistas, y luego de forma más capitalista en el
sentido moderno, con franquicias, alianzas, sociedades de acciones y por la
concurrencia. Al cabo de un siglo, el equilibrio de los precios, alcanzado por la
regulación oferta-demanda, hizo despegar literalmente el capitalismo europeo.
Para África, todo esto ocasionó una regresión histórica y cultural sin precedentes, un
colapso demográfico suficiente para hacer estancar la población africana, odios
definitivos, desestructuración económica, la anulación del crecimiento y un atraso que
la invasión colonial agravará aún más.