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La agonía en el huerto del ákairos.

Luego de haber celebrado la Pascua con sus amigos, Jesús salió del Cenáculo,
dirigiéndose hacia el valle de Josafat. Atravesaron un grupo de casas, en donde aún se
veían luces. En su interior los fieles permanecían compartiendo la cena pascual. Una
luna llena y reluciente, iluminaba sus pasos. A lo largo del camino, vieron un grupo de
peregrinos que celebraban la pascua al aire libre, junto a sus tiendas. Su alma
comenzaba a sentir cierta tristeza y conmoción. Al igual que en el glorioso día de la
transfiguración, estaba lo acompañaban Pedro, Santiago y Juan. Mientras caminaba les
decía: “Esta misma noche, ustedes se van a escandalizar a causa de mí. Porque dice la
escritura: “Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas de su rebaño””. Entonces, los
discípulos comienzan a presentir, que en esta ocasión, no se encontrarían con la gloria
de Dios, sino más bien con el espanto. La tristeza comienza a invadirlos y el consuelo
parece alejarse. “Atravesaron el torrente Cedrón no por el puente donde fue conducido
preso Jesús más tarde, sino por otro, pues habían dado un rodeo. Getsemaní, adonde se
dirigían, está a media legua del Cenáculo… Este sitio, donde Jesús en los últimos días
había pasado algunas noches con sus discípulos, se componía de varias casas vacías y
abiertas, y de un gran huerto rodeado de un seto, adonde no había más que plantas de
adorno y árboles frutales. Los apóstoles y algunas otras personas tenían una llave de
este huerto, que era un lugar de recreo y oración. Había en él chozas de follaje, donde
permanecieron ocho días algunos apóstoles, a los cuales se juntaron más tarde otros; el
Huerto de los Olivos estaba separado del de Getsemaní por un camino… Había en él
grutas, terraplenes y muchos olivos, y fácilmente se encontraban sitios a propósito para
la oración y para la meditación”1. Una vez que arribaron al lugar, Jesús les pide a sus
discípulos, que velen junto a Él. Entonces se alejó unos treinta pasos; que en palabras de
Lucas se expresa como la distancia de “un tiro de piedra”. Los apóstoles lo podían ver
en la claridad de la luna de rodillas en el suelo. Pero de repente, el cansancio comienza a
apoderarse de ellos. Durante su primer momento de oración, Jesús presiente todo lo que
debía sufrir. Su alma empieza a experimentar una tristeza de muerte, mientras imagina
los elementos de tortura que deberá soportar. La hora del dolor y la agonía comienzan.
La humanidad de Cristo se hace patente, mientras resuenan en su oído las voces del
horror. Comienza a oír las negaciones de Pedro, la traición de Judas, el abandono
temeroso de sus amigos, las calumnias, los insultos, los gritos desagarrados de su madre
y la turba pidiendo su crucifixión. La visón de la corona de espinas, la cruz, los azotes,
los clavos y los horribles tormentos, derriban su cuerpo por el piso. Miles de imágenes
lo atormentan, produciéndole un vértigo atroz. Como un gusano que se dobla sobre la
tierra, cae rendido en un oscuro pozo. La aridez de su oración se hace insoportable y
suspende su primer intento. Entonces, se acerca a sus apóstoles y los ve dormidos. Las
palabras que les dice, también podría repetírnoslas a nosotros: “¿No han podido velar
una hora conmigo? Levántense y oren, para que no caigan en la tentación, porque el
espíritu está dispuesto, pero la carne es débil”. No hay forma de expresar el espanto y el
horror, que acorralan a Jesús en esa noche. Y en esta hora decisiva, sus apóstoles lo ven
pálido, agotado, desfigurado y con sudor rojizo sobre su cuerpo.
Así, bajo las ramas de olivo del “Getsemaní” que significa “molino de aceitunas”,
Jesús comienza su noche más oscura. Ningún lenguaje es capaz de expresar el dolor y el
espanto, que sobresaltan su alma en este momento. Pero todo ese dolor y esa angustia,
se hacen más soportables con la fuerza de su oración. Con un esfuerzo sobrehumano,
1
Ana Catalina Emmerick, Pasión y resurrección de Jesús, Editorial Guadalupe, Buenos
Aires, 2005, págs 53-54.

1
intenta retomar su meditación por segunda vez. Olvidándose de su Divinidad, entrega
en su oración, toda la debilidad humana. Su carne, sus huesos y su alma, presienten el
tormento. Se hace igual a nosotros hasta en nuestros dolores. Se resiste a tener la muerte
más nefasta, que un ser humano puede padecer. Por ello le dice a su Padre: “si quieres,
aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 40).
Mientras la voluntad humana de Cristo tiembla y siente pavor, su Divinidad lo motiva
para cumplir con el sueño de su Padre. Así termina sometiendo su voluntad, al agónico
destino que tenía preparado desde la eternidad. La palabra que usa el evangelio de
Lucas, para manifestar esa sensación de angustia, es el término griego “agonía”. Este
vocablo, refleja el estado experimentado por los seres vivos, antes de la muerte.
Manifiesta un sufrimiento extremo y un dolor intenso. Se trata de una especie de estado
irreversible, que en general culmina con la muerte. Aunque también puede significar la
lucha, el combate o la hora decisiva de un conflicto. Es decir, que en su interior Jesús
siente una terrible “lucha” que lo divide, una serie de convulsiones que parecen
conducirlo a la muerte. Su oración soporta la tensión de un combate. Con un sudor de
sangre, se llena de temor ante los difíciles momentos que está por atravesar. Va
hundiéndose en la endeble condición humana, para asumirla en toda su plenitud.
La oración de Jesús tuvo tres momentos distintos. En donde sin duda, la tercera parte
de su oración fue la más dramática de las tres. En ese momento, se le aparece un ángel
que lo reconforta. “Se le apareció un ángel del cielo que lo reconfortaba. Y sumido en
agonía, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como gotas de sangre que caían en
tierra” (Lc 22, 43-44). Tras esa aparición Jesús “entra en agonía y comienza a orar más
intensamente” (Lc 22, 43). Sin embargo, comprende que esa es “su hora” (Jn 2, 4). Ese
es el momento, que había sido planeado por el Padre desde siempre. Es el momento en
que nuestro tiempo, se va a llenar de eternidad.
De algún modo, Jesús siente la proximidad el camino a los infiernos, en donde el
Padre parece lejano. Su Divinidad se siente acorralada por el miedo, que lo incita a
evitar su responsabilidad. Su alma siente el tormento y la más oscura de todas las
tinieblas. “Postrado en tierra, inclinado su rostro y anegado en un mar de tristeza, todos
los pecados del mundo se le aparecieron bajo infinitas formas en toda su fealdad
interior, los tomó todos sobre sí, y se ofreció en su oración a la justicia de su Padre
celestial para pagar esta terrible deuda. Pero Satanás, se agitaba en medio de todos estos
horrores con una sonrisa infernal… La gruta estaba llena de las horrendas visiones de
nuestros crímenes… Yo vi la caverna llena de formas espantosas, vi todos los pecados,
toda la malicia, todos los vicios, todos los tormentos, todas las ingratitudes que le
oprimían…”2. En un instante pude ver enormes ejércitos preparados para el combate,
cientos de cadáveres consumidos por aves de rapiña, el número indescifrable de los
traidores, los abusos cometidos contra menores, las muchedumbres de víctimas del
genocidio, niños no nacidos aplastados por sus madres, una sala repleta de elementos de
tortura, ateos fanáticos ansiosos de sangre cristiana, los ojos de un avaro sediento de
dinero. También vi con horror a Cristo arrastrase por el piso; en es instante en que la
eternidad esperaba redimir nuestras miserias. Vi monedas manchadas con sangre,
fusiles de extensos pelotones, cuerdas sobre cuellos desgarrados, puñales cayendo sobre
cuerpos desangrados, átomos enloquecidos exterminando ciudades, mentes siniestras
pergeñando instrumentos de muerte, extrañas sombras malignas evocadas por brujos
aciagos, el llanto de una mujer desconsolada y todos los parricidas de la historia. Es que
en ese momento de plenitud; la Divinidad quería asumir la fragilidad y la indigencia
humana El “kairós” o plenitud del tiempo, asume el “ákairos” o no tiempo de nuestras
miserias personales. El “ákairos” es un instante de la historia, en que el alma Divina de
2
Op cit, págs 55-56.

2
Cristo, asume todos los pecados. Se trata de un punto en la mente de Dios, que contiene
todos los errores humanos. Allí las miserias, la indigencia, la maldad, las penurias y la
muerte, son vencidas por la plenitud Divina. Si todos los pecados del mundo están en el
“ákairos”, allí Jesús “vio la frialdad, la corrupción y la malicia de un número infinito de
cristianos; la mentira y la astucia de todos los doctores orgullosos; los sacrilegios de
todos los sacerdotes viciosos; las funestas consecuencias de todos sus actos; la
abominación y la desolación… Vio los escándalos de todos los siglos… todas las
formas del error, del fanatismo furioso y de la malicia; todos los apóstatas, los herejes....
Yo vi con horror todos esos ultrajes, desde la irreverencia, la negligencia, la omisión,
hasta el desprecio, el abuso y el sacrilegio; desde la adhesión a los ídolos del mundo, a
las tinieblas y a la falsa ciencia, hasta el error, la incredulidad, el fanatismo y la
persecución… Vi cristianos irreverentes de todos los siglos, sacerdotes frívolos o
sacrílegos, una multitud de comuniones tibias o indignas, guerreros furiosos profanando
vasos sagrados, servidores del demonio empleando la sagrada eucaristía en los misterios
de un culto infernal”3. Los místicos en trances semejantes, no alcanzan a comprender el
“ákairos”. Podríamos pensar en un muerto que contiene todas las muertes, en un
enfermo que padece todas las enfermedades, en una guerra que contiene todas las
guerras o en un asesino que mata a todas las víctimas. Se trata de una especie de pecado
omnímodo, cuyo centro está en todas partes y que Satanás admira con pasión. Ni
siquiera él en toda su maldad, puede reflejar ese universo entero de todos los pecados.
Su envidia no es capaz de igualar la tormentosa maldad humana.
En ese instante gigantesco, Jesús es abrumado por millones de actos atroces y
deleznables. Un infinito número de iniquidades hace que su carne, sea atravesada por
nuestras debilidades. Su carne se prepara para una muerte, asimilando todas las miserias
humanas. Así redimiría nuestras culpas, con su entrega al Padre. Como un chivo
expiatorio, asume todas nuestras transgresiones para transformarlas. Se ofrece en
nuestro lugar como una víctima inocente, que hace suyos todos nuestros delitos. La
ruina que ensombrecía a la humanidad, va perdiendo su poder, mientras el nuevo
cordero pascual nos redime de la muerte eterna. Y con una tranquilidad pasmosa, asume
los pecados de la humanidad por la que va a morir.
Jesús no podía cometer los pecados por los que moría, pero debía hacerlos parte de
su ser para poder rescatarnos. El mismo Dios debía hacerse pecado, debía rebelarse
contra sí mismo, degradar su naturaleza, soportar la abominación de odiar su
omnipotente esencia, renunciar a su infinito amor. Ni unas sólo de esas maldades debía
quedar sin perdón. Por ello entre todo es enorme mar de pecados que pasaban por su
mente, también vi los míos. Vi las burlas a una mujer anciana, la lentitud para ayudar al
prójimo, la cara de una mujer que no quise amar y mis ojos cobardes ante la injusticia.
Entonces sentí cierto vértigo y comencé a llorar, porque mis pecados hacían más pesada
su cruz. Lo vi con sus rodillas sobre el suelo y su cuerpo arqueado, mientras nuestras
culpas lo aplastaban. Su cuerpo parecía resquebrajarse y retorcerse bajo el peso de
nuestras penas. En ese momento se veía “un sudor, como grumos de sangre, que caían
hasta el suelo” (Lc 22, 44). La vehemencia del terrible conflicto interno que estaba
sufriendo, se hacía patente en el rojo flujo que manaba de su frente. El evangelio de
Lucas, quien tenía conocimientos de medicina, nos habla de esta sudoración de sangre,
que podía acontecer en casos excepcionales. A este fenómeno se lo denomina como
hematidrosis, que suele suceder cuando la persona es sometida a altos niveles de estrés,
ansiedad o debilidad. Se da en muchos casos, en que la persona presiente una muerte
próxima. Su causa se debe a la contracción y dilatación de los vasos, que causan
hemorragias en la capa de la epidermis próxima a las glándulas sudoríparas. Así la
3
Op cit, pág 61- 62.

3
sangre se mezcla con el sudor y sale por los poros de la piel. Es normal que en casos de
este tipo; el paciente sufra desmayos y pérdida del conocimiento.
Entonces, “cuando esa multitud de crímenes pasó sobre su alma como un océano,
Satanás le suscitó, como en el desierto, tentaciones innumerables: se atrevió a presentar
contra el Salvador una serie de acciones, diciéndole: “¡Cómo!, ¿Tú quieres tomar todo
eso sobre Ti; Tú, que no eres puro?” Y entonces, con una imprudencia infernal, le hacía
inculpaciones imaginarias. Le atribuía las faltas de sus discípulos, los escándalos que
habían dado, la perturbación causada en el mundo renunciando a los usos antiguos.
Satanás se hizo el fariseo más hábil y más severo: le reprendió el haber sido causa de la
degollación de los inocentes, así como los padecimientos de sus padres en Egipto; el no
haber salvado a Juan Bautista de la muerte, el haber desunido familias y protegido
hombres infames; el no haber curado a muchos enfermos; el haber causado perjuicio a
los habitantes de Gerasa… y a los demonios precipitar sus cerdos en el mar… Pues le
había sido ocultado que Jesús fuese el Hijo de Dios, y lo tentaba como si fuese sólo el
más justo de los hombres”4.
En ninguno de los tres momentos de oración, sus apóstoles fueron capaces de
acompañarlo. “Al regresar, los encontró otras vez dormidos, porque sus ojos se cerraban
de sueño, y no sabían que responderle. Volvió por tercera vez y les dijo: “Ahora pueden
dormir y descansar. Esto se acabó. Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser
entregado en manos de los pecadores. ¡Levántense! ¡Vamos! Ya se acerca el que me va
a entregar”” (Mc 14, 41-42). Detrás de la escena de Jetsemaní, se aparece el misterio de
la libertad humana en su plenitud. Nuestro Señor, con todo su poder infinito, podría
haber rechazado esa imposición amarga. Pero su amor y su entrega, permiten que
cumpla con la voluntad del Padre, dejando de lado sus deseos. Así nos enseña el
auténtico sentido de la libertad, que se plenifica cuando es capaz de someterse a la
voluntad del Padre. Aunque para los ojos de algunos puede parecer una necedad y una
sumisión sin sentido, para quienes tiene fe, se trata de una manifestación sublime de la
gracia de Dios. Jesús entiende que debe morir, para alcanzarnos la salvación y deja que
su voluntad sea movida por lo que le dicta la claridad de su intelecto. De este modo, se
revela el infinito amor de Dios por los hombres, que lo hace capaz de entregar a su
propio Hijo.
La plenitud de los tiempos, estaba llegando a su momento culmine. La eternidad
estaba a punto de redimir nuestra endeble condición humana. “Judas, el traidor, también
conocía el lugar porque Jesús y sus discípulos se reunían allí con frecuencia. Entonces
Judas, al frente de un destacamento de soldados y de los guardias designados por los
sumos sacerdotes y los fariseos, llegó con faroles, antorchas y armas” (Jn 18, 3).

Horacio Hernández.

http://horaciohernandez.blogspot.com/

4
Ibidem.

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